8
Altea salió de
la casilla donde estaban los cajones y se paró junto a Máximo, que miraba hacia
el barco en medio del río. El perro estaba sentado también mirando hacia el
mismo punto fijo que su amo. Cuando ella se acercó, Max movió la cola, pero se
lo veía cansado.
-Dicen que al norte está inundado, así
que será mejor curso para el “Juan Manuel”-dijo Máximo, astillando con sus
manos tensas un pedazo de madera.
Ella le agarró las manos y preguntó:
- ¿Estás seguro de que es Manuel el que
está ahí adentro? Y cómo…
-Porque conozco a Beltrame hace muchos años,
y vio nacer a Ariel, y…
-Está bien, pero el cajón de Manuel llegó
cerrado…
-Vamos
a preguntarle…
Pero el viejo ya se había acercado a ellos, y
evidentemente había escuchado.
-Con todo respeto, señora, el doctor
Gonçalvez lo trajo él mismo, el capitán lo conoce…-Máximo asintió- …y, además,
dejó esto para quien viniera a recoger el cuerpo…
Sacó de un bolsillo algo envuelto en una venda
de tela para heridas, y lo entregó a Altea. Cuando ella la desenvolvió y vio la
cruz, se ahogó en un llanto que la obligó a arrodillarse. Ambos la ayudaron y
la sentaron sobre uno de los pilones del muelle. Las olas del río golpeaban la
madera mientras ella lloraba sin poder contenerse. Máximo se arrodilló a su
lado, la abrazó y le hizo un gesto al viejo. Mientras se alejaba, la escuchó
repetir: “es mi culpa, es mi culpa”, y se fue pensando en la forma en que ella
apretaba la cruz contra su vientre.
-Calma-decía Máximo-. Le va a hacer mal al
niño.
Lentamente, ella fue serenándose, se secó
los ojos y lo miró con sorna.
- ¿Acaso no perdimos todo este tiempo tratando
de deshacernos de él? Si no nos hubiéramos ido del barco Manuel estaría vivo.
-Pero no sabemos nada cierto todavía….
- ¿Por qué salió del barco? ¿Por qué no lo
atendió Julio?
Miraron hacia el río. La figura de Natacha
ya no estaba junto a la barandilla. Ningún movimiento había en cubierta.
Parecía un barco muerto.
Caminaron juntos de vuelta a la casilla.
En la puerta encontraron a Beltrame hablando con un oficial que los saludó
militarmente.
- ¿Es usted el Capitán Mendoza, señor?
-Así
es, oficial.
-Soy
el Mayor Álvaro González, le traigo una carta…
Máximo
agarró el papel doblado en cuatro.
-Como verá, son solamente unas letras mal
hechas de un reo, y sólo en deferencia al destinatario me he acercado hasta
acá…
El
mayor iba vestido de uniforme, con la gorra en las manos y con una leve sonrisa
de complacencia.
Máximo desdobló el papel arrugado. Era la
caligráfica letra de médico de Julio Ruiz.
- ¿Dónde está el cuerpo? -preguntó.
Altea los miraba sin entender, tomó el
papel y leyó.
-No sé decirle con precisión, Capitán, de
eso se encargó el cabo que me sirvió de ayudante en el…en la…-decía mirando a
Altea, como dudando de pronunciar tales palabras ante una dama embarazada.
-El fusilamiento-dijo Mendoza, y el mayor
asintió.
No hubo despedida. González subió a su
caballo y volvió a alejarse por donde había venido.
A
Máximo le temblaban las manos. Le había arrancado ora vez el papel a Altea y lo
tenía tan fuerte que iba a romperlo. Caminó hacia la punta del muelle y ella lo
siguió, llorando. Beltrame intentaba consolarla.
Cuando estuvieron junto al borde, Máximo
dijo:
-Tres muertos, tres muertos sobre mi
espalda, tres muertos en mi corazón, Altea.
Se sentó, balanceando las piernas en el
vacío. Ella hizo lo mismo. Luego él se inclinó sobre la falda de Altea y
escondió la cara en el vestido.
Beltrame no sabía si alejarse o quedarse,
no era honroso que un hombre de la calidad del capitán Mendoza supiera que otro
hombre lo veía llorar. Pero enseguida lo oyó decirle:
-Prepare el bote, viejo…
-Pero
Máximo-dijo Altea. -No vayas ahora, primero tenemos que enterrar a los muertos.
Dos horas después estaban en camino al
camposanto. Cargaron los cajones entre Beltrame, Máximo y dos hombres del
puerto, que, aunque pronto anochecería, se ofrecieron a acompañarlos. Altea y
Máximo iban adelante, el viejo y los otros sentados atrás junto a los cajones. El
perro iba con ellos, y de vez en cuando olfateaba las juntas de la madera. El
olor de los cadáveres era más soportable al aire libre, sobre todo porque se
había levantado un viento que anunciaba el inminente otoño, y el aroma de la tierra
mojada y del río parecía jugar en suaves torbellinos a su alrededor. Pararon
frente a la capilla, y apareció un chico corriendo.
-Capitán, el cura dice que ya sale.
Enseguida lo vieron salir, caminando sobre el
polvo húmedo con las sandalias de trenza y la sotana vieja y gastada. Pero el
Padre Leguizamón no era viejo todavía, tenía no más de cuarenta años y había
llegado a esa zona hacía poco. Había heredado la habitación del anterior cura
que habían matado los indios, y heredado la sotana que lavó y cosió en los
sitios perforados.
Se subió atrás, empujando uno de los cajones,
y los otros le hicieron sitio. El chico se quedó esperando abajo, mirando con
curiosidad a Altea.
- ¿Vas
a venir? -le preguntó ella.
El
chico subió con los otros. Cuando el cura le vio la sonrisa, se la borró de un
bofetón.
El camposanto estaba a dos o tres leguas
río abajo, internándose luego en un pueblito sin nombre. Ya había oscurecido,
pero Máximo insistió en sepultar los ataúdes y terminar con todo eso de una vez
por todas. Sólo los imbéciles tendrían miedo a la oscuridad en un cementerio,
que ni eso era, porque no había más que cincuenta tumbas con alguna marcación,
fuese cruz, lápida o apenas una piedra. El cura dijo que enterraban gente ahí
desde hacía más de cien años, según le había dicho en la vicaría cuando llegó a
la provincia. No había registros.
Bajaron los ataúdes, dos hombres para cada
uno, mientras Altea y el cura iluminaban el camino con lámparas. El cielo
estaba encapotado desde la mañana, así que ni luna había, y tal vez fuese
mejor. La luz de la luna sobre un camposanto resultaba más estimulante de la
imaginación que la completa oscuridad.
El chico se había aferrado a una mano de
Altea, y el perro caminaba a su lado.
Máximo iba adelante, cargando la cabecera del
cajón de Ariel. Había escuchado voces durante todo el camino hacia allí. Voces
de tres muertos no tenían la más mínima consideración al hablar para que él
pudiese entenderlos. ¿Pero cómo exigirles eso?, se preguntaba. Cada uno muere
solo, y su desesperación se funda en esa soledad que es como un vacío imposible
de llenar, un vacío pétreo anudado en la garganta, o quizá una especie de
coágulo endurecido formado en el cerebro de los que siguen viviendo. Un coágulo
muerto que continúa latiendo al ritmo de un corazón inexistente, que se abre y
se cierra, se abre y se cierra, emitiendo las voces con el ritmo monótono de
una melopea.
No hay fin para eso, lo sabía. Pero de todos
modos iba a tratar de ocultar esos sonidos con otros más fuertes, brutales, tal
vez, y hasta con la irrespetuosa banalidad de lo superfluo. Enterraría a los
muertos, gritaría improperios, rompería cosas y tal vez hasta matara gente.
Haría hechos violentos que implicaran mucho ruido y mucho escándalo. Tal vez
así las voces, aunque no cesaran, sufrirían el menoscabo del desprecio.
Incluso tu voz, Ariel, tu suave voz de chico
tímido, miedoso, tu voz de tanto respeto que implicaba la humillación
innecesaria. Eras mi hijo más que si hubieses sido mi hijo, eras el punto claro
de mi conciencia, como esa lámpara que ahora nos guía en esta oscuridad llena
de ruidos y susurros. Los ruidos del mundo bajo la tierra, los susurros del
cielo. Están moviendo los depósitos en la fábrica de huesos, haciendo lugar
para recibirte. Te harán un claro espacio porque los viste antes, en tus
ensimismadas contemplaciones transcriptas en tus dibujos.
Y Julio, encontrarás a los que salvaste y a
los que mataste con lo que sabían tus manos, instrumentos de tu sabio cerebro
lleno de libros y cadáveres. El cerebro de un médico es un gran cementerio
donde cada cuerpo ha sido esmeradamente disecado, musculo por músculo, vena por
vena, hueso por hueso. Te prepararán un espacio honroso con la arquitectura de
una catedral gótica, donde retumbe en las naves el canto de las almas que
corran por los tubos de un órgano formado de huesos: los fémures que cortaste,
los húmeros que quebraste y los cráneos que abriste. Y tu tumba será un
mausoleo hecho de sangre helada. Porque en la catedral que te hicieron, siempre
será invierno.
Mascullaba estas palabras, con la cabeza
gacha, y creía estar ocultándolas de los oídos de los otros. Pero Altea
percibía algunas, y ella las repetía colocando en el lugar de los nombres otro
nombre.
El cura también rezaba, tal vez, pero
posiblemente sólo estaba maldiciendo el haber aceptado ese compromiso, o quizá
estuviese buscando un lugar amplio donde hacer tres tumbas. Tropezaba con
piedras que no eran sólo eso, sino mojones que marcaban una sepultura. Hacía la
señal de la cruz y continuaba con la lámpara en alto.
Al
fin, dijo:
-Acá hay un buen lugar. -Le pidió Altea que
le pasara la otra lámpara y levantó ambas.
Era un espacio entre los yuyales, abierto
recientemente porque aún se sentía el olor de la quemazón.
Dejaron los cajones en el suelo y el chico
corrió a buscar las palas a la carreta. Altea temía que se perdiese en la
oscuridad.
-Conoce este lugar mejor que nosotros, por
lo menos de día, y seguramente ha venido de noche también con los otros
chicos-dijo el cura.
Regresó pronto y entregó las palas. Los
hombres fueron turnándose para cavar, y era casi medianoche cuando terminaron.
Bajaron los ataúdes y devolvieron la tierra a las fosas. El padre Leguizamón
hizo un responso. Mendoza le pidió que dedicara unas palabras para el descanso
del alma de Julio Ruiz.
- “Concédeles, Señor, el descanso eterno,
cuando venga a juzgar al mundo por el fuego”.
La señal de la cruz de cada uno fue a
destiempo y mal hecha: la lenta y llorosa del Altea, la incompleta del chico, la
varias veces repetida del cura, la interrumpida y dudosa de los hombres del
pueblo, la tensa y firme del viejo Beltrame.
Máximo Hurtado de Mendoza fue el único
que tardó tanto, que todos pensaron que ya no la haría. Hizo la señal, pero fue
muy rara. Los demás no la entendieron, salvo Altea que lo miró con amargura.
Máximo había hecho la cruz tres veces, pero no como los católicos en la frente,
en la boca y en el pecho, sino como la cruz ortodoxa. Sabía ella que Máximo
tenía el pensamiento fijo en Natacha. Aquella mujer, que no había podido
retenerlo con el amor, ahora había vuelto a atraparlo con los nudos de la ira.
Regresaron al puerto cerca de las dos de
la madrugada. Beltrame les ofreció la casilla para dormir, no podía darles otra
cosa. Pero el Padre Leguizamón se negó rotundamente y les dijo que durmieran en
la iglesia. Así fue como regresaron a la capilla, corrieron los asientos y se
recostaron sobre dos frazadas. Los cirios del altar eran permanentes, e
iluminaban varios metros alrededor. La sombra del Cristo del altar se alzaba
más grande que la figura original apoyada en una columna. Ninguno habló durante
largo rato, y entonces se oyó la voz de Altea:
- ¿Sabías que Manuel quería ser sacerdote?
Era una tradición en su familia que por lo menos uno en cada generación entrara
a la Iglesia…
-Sé de eso, los entregan en pago de muchos
beneficios…
-Pero cuando nos conocimos, contrarió a
sus padres…-Altea se detuvo y se comió su llanto. -Nunca debimos casarnos, yo
no lo amaba lo suficiente...Dios, qué culpa siento, quién sabe lo que debió
haber pasado, y yo que lo traté con tanto desprecio…
Estaban en una Iglesia y no eran marido y
mujer, el cura lo sabía y sin embargo los había dejado solos uno junto al otro.
Cristo miraba y no decía nada mientras ellos se abrazaban.
-Hay muchas cosas que no debimos haber hecho,
y evitado que otros hicieran-dijo Mendoza. -Lo único que podemos hacer es
lamentarnos hasta la siguiente vez en que haremos o dejaremos de hacer
exactamente lo mismo. Dicen que Cristo muere cada vez que pecamos, y resucita
cada vez que nos arrepentimos.
Las llamas de los cirios se movieron con
la brisa que entraba desde el campanario, y provocaron que las sombras se
movieran.
Finalmente se durmieron, y el chico los
encontró abrazados cuando llegó a despertarlos en la mañana. Max había dormido
con él y ahora daba vueltas alrededor. Se veía contento y bien comido luego de
muchos días.
-El
bote está listo como pidió anoche, capitán.
Máximo se restregó los ojos ante la luz.
Altea se levantó y siguió al chico a la casa, donde la madre la esperaba para
asearse. Mendoza se lavó en la habitación del cura, que había salido temprano.
Luego ambos se reunieron en el puerto. El “Juan Manuel” lucía gris bajo la
tenue luminosidad de esa mañana de otoño. No se veían movimientos importantes,
sólo el paso sobre cubierta de algunos marineros que no alcanzaba a reconocer.
El remero estaba listo y ambos subieron y se
sentaron. El chico se despidió de Max y el perro saltó al bote.
-Sos un chico muy valiente, Bernardo, dale
saludos a tu madre-dijo Altea. -Lamento que no conociéramos a tu padre.
-No tengo, misia, pero dijo mi mama que era
dotor-. El orgullo llenó de rubor sus mejillas al ver que ellos no se burlaban
como muchos otros debieron haberlo hecho antes.
-Me gustaría que me usted me escriba, misia,
el Padre me leerá sus cartas…
-Bueno,
te escribiré-dijo ella. - ¿Cómo es tu nombre completo?
-Bernardo
Ruiz, misia.
Ya se estaban alejando cuando Máximo oyó
ese nombre sobre las aguas del río, y recordó la carta que llevaba en el
bolsillo interior de su chaqueta. Había dejado de ser el triste deseo de un reo
para convertirse en una ley.
*
La mañana que
regresaron al barco era tenuemente agrisado, y el reflejo del sol entre las
nubes repercutía sobre el río generando ráfagas de luz, que casi eran sombras
pálidas en el fondo iridiscente del cielo. Sin embargo, ya en cubierta, Máximo
Mendoza encontró que su barco, en el cual tanto había invertido entre
esperanzas y dinero, no era más que un barco fantasma del que se habían
apoderado el silencio, la suciedad y el olor de lo viejo.
Ayudó a Altea a subir, y notó en sus ojos
lo mismo que él estaba sintiendo.
La cubierta estaba sucia de pescados
podridos, papeles que se movían con el viento, y el olor a humedad y
putrefacción venía desde todas partes, de la cocina seguramente, de los
camarotes, de las dependencias de los hombres. Los viejos mástiles que ya no se
usaban parecían troncos muertos en un bosque quemado, porque así lucía la
cubierta, casi negra de mugre y descuido.
Mendoza llamó a sus hombres a los gritos,
primero sin moverse, esperando la respuesta habitual e inmediata a su orden.
Sin embargo, nadie apareció. Sólo cuando comenzó a recorrer la cubierta hasta
la escotilla principal apareció uno de los marineros. Al principio pareció no
reconocerlo, era de los más viejos y se lo veía cansado y demacrado. Se
restregó los ojos mientras terminaba de subir la escalera, y parándose frente a
capitán puso la cara más absurda que Mendoza hubiese visto alguna vez: la cara
de un borracho cuya única inquietud era seguir emborrachándose.
- ¡Márquez! ¿Qué pasa con todos, dónde están
los demás?
- ¡Capitán!
Mi querido amigo, tanto tiempo que no lo vemos, creímos que nos había dejado
para siempre…
El viejo lo abrazó, sosteniéndose de él y
sin querer soltarse hasta que lo forzó. Habría querido pegarle hasta que se
despertase del todo y le explicase por qué había dejado que el barco, esa nave
que el propio Emerindo Márquez había ayudado a reparar como ingeniero, llegase
a tal estado. Las maderas crujían, y las máquinas estaban muertas.
Altea se había acercado y el perro se
había alejado, husmeando sin duda viejos olores.
Ella puso una mano sobre la cabeza del
viejo.
-Márquez,
querido, ¿no me reconoce? Venga para acá, siéntese en este banco y tranquilícese.
Máximo
se había quedado parado viendo cómo ella hacía lo que él debió haber hecho,
pero tanta era la ira que lo único más sensato era abstenerse de actuar y
permanecer en un silencio hostil. Pensaba, principalmente, en alguien que
estaba sin duda en una habitación llena de relicarios y crucifijos bajo
cubierta.
Márquez se había puesto a llorar, se tapaba la
cara con las manos mientras Altea, sentada a su lado, lo calmaba con palabras
de consuelo, acariciándole las manos callosas para intentar separarlas. Le
pidió a Máximo que buscara agua y comida, el viejo se veía desnutrido, parecía
no haber consumido más que aguardiente desde hacía semanas. Mendoza había
adquirido de pronto la expresión de quien recupera la conciencia de un orgullo
del que se había despojado por propia negligencia. Era el capitán y no un
alférez.
No se movió. Altea ni siquiera volvió a
repetirle su pedido. El viejo ingeniero la necesitaba. Había sido uno de los
pocos oficiales que la había tratado con desinteresada amabilidad desde el día
que ella y Manuel abordaron. Julio Ruiz había sido siempre respetuoso pero
distante, en cambio Márquez la había tratado como quien trata a una hija o una
hermana, sin excesiva confianza, pero también sin culpa de clase.
-Desde que el niño Ariel se murió, el
barco se murió con él-dijo el viejo, abandonando las lágrimas a medida que sus
palabras se iban hilvanando en frases claras y cada vez más lúcidas. Recuperaba
la sensatez con la ayuda del pensamiento recuperado. Dejaba atrás los días sin
noción del tiempo y lleno de gritos desde los camarotes, de pasos agitados por
los pasillos.
-El doctor Ruiz se encerró a cuidar al
señor Manuel, durante muchos días. La señora Natacha rezaba y se lamentaba todo
el día y todas las noches. No había nadie que controlara a los hombres. Dormían
y se emborrachaban. Yo traté de mantener todo esto, pero ya ninguno me hizo
caso. Después, el doctor desapareció, nadie lo vio irse, pero el señor Manuel
tampoco estaba, y entonces la señora Natacha se enojó. Un día reunió a los
hombres que quedaban porque muchos se habían ido a tierra, y los insultó y los
echó. Le reclamaron la paga, y ella fue a su camarote y regresó con un cofre.
Repartió el dinero y los hombres se fueron. Yo me quedé porque no tengo a
dónde, porque no quiero abandonar este barco. Si se muere el “Juan Manuel”, yo
también me muero.
Mendoza sabía que Márquez había puesto
todo el esfuerzo de su experiencia para reparar el barco. En Buenos Aires sus
colegas lo habían felicitado a medida que veían el progreso en el astillero.
Márquez era un hombre respetado, y tenía un hijo ingeniero y otro arquitecto,
que vivían en Francia. Del tercero no hablaba casi nunca, era pintor, había
dicho alguna vez, y le daba vergüenza mencionarlo. Se había puesto a llorar
nuevamente, pero de pronto abrió los ojos, asustado, mirando hacia la escotilla
por donde había entrado corriendo Máximo, tropezando casi en los escalones,
mientras llamaba a gritos, reclamando, el nombre de Natacha.
Altea se levantó y lo siguió, pero ya no
podía correr como antes y temía caerse por la escalera. Sería una forma de
deshacerse del chico, pensó, pero también podría matarse ella, y ahora lo
imperioso era detener a Máximo, protegerlo de sí mismo. Porque sabía que si no
iba tras él habría algo más grande que lamentar. Cuando llegó al camarote de
Natacha, él apenas había atravesado el umbral de la puerta y se había quedado
mirando la habitación. Lo vio recorrer con la vista las paredes y los muebles
llenos de reliquias y de imágenes de santos y de crucifijos de todas formas y
tamaño. Ella no pudo evitar hacer lo mismo, y le llamaron la atención
especialmente aquellos cristos retorcidos construidos por los indios. La cruz
que ahora llevaba nuevamente colgando sobre su pecho era muy parecida.
Natacha
estaba acostada, y había levantado la cabeza al oírlos entrar. Máximo corrió a
ella y la agarró sacándola de la cama y tirándola al piso. Se arrodilló sobre
ella y la retuvo con una mano apretándole la cara y la mandíbula, y con la otra
le sujetándole las manos. Altea intentó separarlo.
- ¡Basta
Máximo! ¡Basta, por favor! ¡No vale la pena, ella no lo vale amor mío!
Natacha se dejaba hacer, sin defenderse.
Escuchaba a Altea, y hasta parecía sonreír bajo la mano de Máximo.
- ¡Maldita hija de puta! ¡Hija de todos
los demonios! ¡Mataste a Ariel, mataste a Julio!
Natacha hacía un ruido como si se estuviera
ahogando, el pecho se estremecía y las piernas le temblaban.
- ¡Basta Máximo, basta! -decía Altea, sin
soltarlo, pero sabiendo que le era imposible detenerlo. La espalda de los
hombres es fuerte, y nada podía hacer ella con sus brazos débiles y su cuerpo
cansado para apartarlo del crimen que iba a cometer. Ella misma deseaba
matarla, pero no podía permitir que el único hombre que amaba, que ese dios
omnipotente que había descubierto, perdiera su dignidad cometiendo un
crimen. Ella sabía que un dios no
castiga quitando la vida, sino prolongándola. Allí estaban las imágenes que los
rodeaban para comprobarlo.
Entonces Máximo sacó la mano que cubría la
boca de Natacha. Él respiraba agitado, con la cara angustiada y el sudor en el
cuerpo. Ella respiró profundo, y se puso a reír con voz muy baja, pero el
sarcasmo era tan profundo que no había manera de arrancarlo completamente. El
alma de Natacha tenía la forma de la ironía como flores, el desprecio absoluto
como el tallo que las sostenían, y el dolor como raíz. Quizá se alimentaba de
ira, y esas imágenes lo demostraban: eran cristos furiosos porque eran impotentes,
no podían sacarse los clavos sin volver a sufrir, no podían caminar sin ver la
sangre que caía de su frente con la corona de espinas. Veían el mundo a través
de los orificios de esos clavos, agujeros donde ya no había huesos ni carne,
sino las imágenes del futuro: espejos del futuro que reflejaban el pasado.
Espejos reflejando espejos.
Luego Máximo se levantó y comenzó a
recorrer la habitación. Palpó los crucifijos colgados, volteó las imágenes, y
cuando llegó al cofre del dinero dijo:
-Tiraste todo por la borda, todo por lo
que trabajé todos estos años…
Entonces Natacha supo que lo abriría, se
levantó para detenerlo, pero él ya lo había hecho.
Cuando abrió la tapa salieron moscas, y
adentro había algo que parecía una mano todavía hinchada, llena de gusanos y
que ya comenzaba a secarse. Cerró de golpe, retuvo una arcada y salió
corriendo. Natacha fue tras él. Altea no entendía lo que pasaba, pero los
siguió, lenta y con las piernas doloridas.
Máximo subió la escalera, Natacha lo hizo
con lentitud, enganchándose con la falda y tropezando hasta llegar a cubierta.
Él ya había llegado al borde y arrojó el cobre al agua. Natacha llegó y se
aferró a la baranda como la había visto hacerlo el día anterior desde la costa.
La vio alzarse un poco y asomar el torso. Las faldas negras eran como la cola
de un buitre, sus brazos aferrados a la baranda eran las garras, y el torso y
la cabeza de cabello negro y despeinado eran la cabeza y el pico. La vio tan
claramente con esta forma, que de pronto descubrió la similitud con las figuras
de los cristos torcidos obtenidos en los pueblos por donde había pasado. Todas
las figuras que la gente le había regalado cuando aún vivían en Santa Fe y
todos los que compró en un pueblo u otro durante el viaje, eran iguales a ella,
o ella iguales a todos ellos. Un Cristo de vestido negro igual a un manto piadoso
a la vez que execrable, un Cristo afeminado con pechos y vagina, de miembros
flacos y sin vello, un Cristo como un ave que no podía volar, un ser impotente,
y que por eso odiaba. Un ser que añoraba al único dios que la había dado las
alas y se las había arrancado con su muerte, el dios enterrado en Polonia.
Ahora lloraba en lugar de reír. Con la
cabeza asomada sobre el río, las lágrimas caían sobre las cabezas de los
yacarés que se acercaron a oler el pedazo de carne que había caído. Altea la
agarró de los hombros y la obligó suavemente a que bajara. Rodeó su talle con
los brazos y la hizo caminar junto de vuelta al camarote.
¿Qué es la solidaridad entre mujeres, se
preguntó él, sino un refugio endeble contra los hombres? Aborreció a ambas,
incluso a la que amaba. Pero más a la que había amado alguna vez.
Y entonces escuchó su voz. Ella se había
dado vuelta, sin rechazar la ayuda de Altea, de pronto lleno su rostro de
aquella parsimonia que había construido en su cara durante los últimos tiempos
frente a Manuel.
-No maté a ninguno de ellos. Se mataron
solos. Todos lo saben. Allá está la negra para preguntarle, siempre esperándote
como un perro en la cocina.
Después miró a Altea y acarició la cruz.
-Veo que la recuperaste-dijo. -La cruz tiene
su camino y lo recorre con sabiduría. El círculo de la serpiente que se come a
sí misma.
- ¿Qué? -preguntó Altea.
-Nada, querida. Mientras dure tu embarazo,
entenderás menos, pero verás más.
Altea
se abstuvo de encontrar alguna sensatez en esa mujer. La ayudaría a regresar a
su cuarto y hacerla descansar. No sabía bien en qué consistía la solidaridad
entre las mujeres, no la había sentido por aquellas que más lo merecían, como
con Carmela Espinoza o la tía Eustaquia de Las Heras, sino por esta otra que no
había hecho más que destrozar la vida de los hombres que la rodeaban. ¿Qué era
lo que la unía a ella? ¿Ambas estaban en el mismo círculo del que le había
hablado tiempo antes, la cruz cortada, el círculo y el número Pi? No sería
extraño si pensaba en Manuel, en la forma en que vivieron y en la que se
hablaron todos esos años. Y sobre todo la forma en que se separaron:
ignorándose como consecuencia del olvido, porque ni siquiera fue desprecio. El
desprecio es el cadáver del afecto, y ese cadáver era el que le habían
entregado dentro de un cajón cerrado que olía a podredumbre.
Entraron a la habitación. Altea la ayudaba
a caminar porque Natacha sentía las piernas débiles, según decía, y el vestido
le quedaba flojo y se tropezaba con el borde de la falda. Pero sentía que era
Natacha la que en realidad la conducía. Una era muy delgada, la otra comenzaba
a abultar su vientre, pero la más flaca era quien la conducía en realidad. El
pelo negro y ensortijado enmarcaba el rostro pálido, pero de intensa mirada.
La dejó en la cama, sentada, mientras iba
en busca de agua fría y un paño. La hizo acostarse y le mojó la cara con agua
fresca. Le desabrochó los botones superiores del vestido y le refrescó el
pecho. Natacha la miraba apenas, como desentendida.
- ¿Qué le pasó a mi esposo? -preguntó. Ya
no podía más, necesitaba alguna respuesta.
Natacha abrió los ojos y la agarró la mano
con el trapo. Se reclinó sobre la almohada y suspiró profundo.
-Después
de que ustedes se fueron al pueblo, Ariel y yo discutimos más fuerte de lo
normal, por lo de siempre, sus dibujos, su deseo de viajar con Máximo. Se enojó
mucho esta vez, lo vi… ¿cómo puedo explicarle? Lo vi rebelde, y eso a causa de
Máximo, que siempre le ha hablado en contra mía. Así se lo dije, y él se
empecinó en seguirlos a ustedes. Yo se lo prohibí, y entonces se tiró al río
para nadar hasta la costa, y entonces, esos animales, los yacarés…Pero antes,
querida, apareció Manuel, que había escuchado nuestros gritos, y cuando lo vio
tirarse, también lo hizo para salvarlo. Pero ya era tarde. Manuel fue herido
porque tuvo el sentido común de darse cuenta de que ya no podía hacer nada. Los
hombres lo rescataron, y Julio empezó a curarlo. Pero pasaron los días y las heridas
no se curaban. Parece que había que amputarlo, y Ruiz decidió llevarlo al
hospital de Santa Lucía. Después de que se fueron, ya no supe más nada.
Natacha la miraba a ella y a la cruz
mientras hablaba, con algún sollozo intercalado, buscando con las manos un
pañuelo entre las sábanas.
-Manuel era un buen hombre, querida, usted
debe sentirse orgullosa. Mire que intentar salvar a Ariel de esos monstruos. La
muerte de mi hijo fue mi culpa, lo reconozco. Le exigí demasiado, y él era
débil de carácter. Tenía el aspecto de mi padre, y por eso lo creí más fuerte
de lo que era, y le pedí demasiado, me parece. Si quiere, écheme la culpa
también de la muerte de su esposo, de algún modo también fue por mi causa.
Entonces alzó la mirada hacia el crucifico
que estaba en la pared sobre la cama. Hizo la señal de la cruz y dijo:
-Al doctor Ruiz no sé qué le pasó, es la
verdad. Él se arriesgaba a bajar a tierra, lo sabía muy bien. Lo hizo por la
vida de Manuel. Eran hombres muy buenos, que conocían su deber. Pero Máximo se
fue con usted, mientras nosotros…acá…
Cerró los ojos, como queriendo dormir, pero
de pronto los abrió.
-No se separe de esa cruz, Altea, hasta el
día que se muera. Manuel no lo habría querido. Él me contó que la amaba mucho a
usted, si hasta renunció a Dios para casarse con usted, querida. Imagínese…
pero ¿qué digo? Ya usted lo sabrá muy bien y lo habrá valorado.
Altea se sintió de la manera en que
Natacha había esperado. Y eso significaba verla apesadumbrada, yendo de un
sitio a otro de la habitación, acomodando lo que Máximo había tirado al piso,
trayéndole algo de comer, cambiándole la ropa de cama, sentándose o acostándose
a su lado para tomarle una mano y preguntarle si necesitaba algo. Natacha se
daba cuenta de que no lo hacía por ella, sino que cada segundo y cada acto era
una manera de compensar la culpa. ¡Qué grandioso sentimiento!, pensaba. Ningún
otro es tan fuerte ni puede conducirnos a tanto ni tan firmemente como ese.
La culpa es fiel.
Máximo bajó a la cocina. Estaba a oscuras.
- ¿Hay alguien? ¿Tomasa?
Escuchó un movimiento, tal vez de una silla
que se movió y cayó con rapidez, y luego el gemido de una respiración pesada.
Pero ya había reconocido el olor de la negra antes de que ella encendiera una
lámpara.
- ¡Pero si es mi niño Máximo! -gritó,
corriendo y abrazándolo con fuerza.
- ¿Cómo está mi querida negra? -dijo,
tratando de desprenderse del ese abrazo. La vieja Tomasa estaba más gorda que
la última vez que la había visto.
La negra lo soltó, pero lo sacudió de los
hombros y le agarró las manos para llevarlo a sentarse junto a la mesa grande.
- ¡Creí que nos había abandonado! Usted y
las polleras, mi diosito…-dijo juntando las manos y moviendo la cabeza de un
lado a otro. - ¿Pero por qué me mira así? ¡Ah, ya sé! Estoy más gorda, es
verdad. Es que como no tengo para quien cocinar, me siento acá en la oscuridad,
pienso y como.
- ¿Y en qué piensa, mi negra?
- ¡Uy, en tantas cosas que pasaron desde
que mi niño se fue!
- ¿Y qué pasó?
Tomasa se sentó apoyó los codos en la mesa,
entrelazó los dedos, como si rezara, y se golpeó la frente varias veces.
-El diablo se metió en este barco, niño. Y
tiene polleras…
-Vamos, vamos Tomasa. Ya sé que no se
lleva bien con mi mujer, pero de ahí a…-Máximo sonreía para aliviar a la vieja,
su corazón latía al ritmo de la congoja.
La vieja se agarró el pecho justo antes de
hablar. Máximo le trajo aguardiente que ella escondía siempre en un cajón de la
despensa. Ella bebió directamente de la botella, la dejó sobre la mesa y
acarició con brusquedad la cara de Máximo.
-Gracias mi niño, si no fuera por usted que
me dio la libertad.
-Vamos, negra. No digas pavadas. Ya eras
libre cuando te encontré…
-Acá, mi niño, pero en el Brasil me
buscaban, y todavía hay quien debe acordarse. Si lo sabrá el dotor…Siempre hay
alguno que no olvida, mi niño…
-Entonces vos sabés por qué desembarcó…
- ¿Que si lo sé? Yo estuve acá todo el
tiempo, mi niño, vi y oí todo.
La lámpara fue agotando su combustible y
la penumbra recuperó su espacio en la cocina, mientras ella hablaba y hablaba,
interrumpiéndose muchas veces para llorar, secarse las lágrimas o tomar más
aguardiente. De vez en cuando hacía silencio para ver cómo Máximo tomaba sus
palabras, pero ella lo conocía desde muy chico y sabía que se guardaría todo
sentimiento hasta el momento de estallar. Había escuchado los movimientos y los
gritos desde la habitación de Natacha. Hasta llegó a pensar esa tarde que la había
matado, y entonces un gran alivio dominaba su espíritu. Pero poco después
escuchó esa voz de ella, que era como el sonido de una mueca sarcástica que
cortaba todo el aire a su alrededor y creaba dos espacios incongruentes, dos
fuerzas destinadas inevitablemente a la lucha.
Ahora el cielo estaba igual de oscuro que
el interior de la cocina, pero ellos no lo sabían. No alcanzaban a verse las
caras, y sin embargo las adivinaban certeramente. Ella con la pesadumbre
dibujada como gotas de grasa en la cara tiznada y negra, igual al horno junto
al que había cocinado todos los días. Él con el color de la ira en el rostro y
la más obtusa confusión tejiendo marañas alrededor de su cerebro. Entonces
agarró una mano de la negra y la llevó a sus labios. La besó y dijo algo en voz
muy baja.
Ella entendió, sin contestar. Se quedó
sola en la cocina, rodeada de los olores que eran más entrañables que los
hombres que había conocido. Había esperado a que su niño Máximo llegara para
que él supiera la verdad, y ahora que lo había contado todo, estaba tranquila.
Apoyó la cabeza sobre la mesa y pronto se durmió. Soñó con los árboles del Mato
Groso, con el agua del río y los deslumbrantes colores de los pájaros. Pasó por
su sueño aquel negro que la había besado y con el que había pasado muchas noches,
y también en los blancos que la habían manoseado y le había dado varios niños
que ella mató antes de nacer. Pensó en su madre y en sus hermanas, en las
largas jornadas de trabajo en las plantaciones, y en el aroma de la planta del
café que odiaba y nunca pudo tragar. Porque eso bebía aguardiente día y noche,
para el calor o para el frío, porque era totalmente diferente al gusto del
café.
El sol sobre las cabezas descubiertas, los
cuerpos desnudos y el café en las narices, revolviendo el estómago y creando
los granos de la ira en el corazón, que se esparcirían por la sangre a lo largo
de los años.
La ira negra como pequeñas bestezuelas en las
yemas de los dedos. Bestias de carga o bestias de fuerza, y sólo el odio o la
sumisión como parámetros diferenciales. Un leve matiz de distinción para crear
un abismo de conductas. El morir o matar. El matar o morir.
Y la
esclavitud en el medio, transformada en una virtud conciliadora.
El centro de la mediocridad.
La negra se hundió en aquel abismo esa noche.
En la mañana ya no pudo despertar.
*
El funeral de
Tomasa se hizo en tierra, pero antes tuvieron que mandar traer tablas y un
carpintero. Estaba demasiado gorda para uno de los ataúdes corrientes. Para la
tarde, los hombres ya habían puesto el cuerpo sobre las maderas y el carpintero
armó el resto alrededor. Eran seis para bajarla a tierra. El Padre Leguizamón
volvería a oficiar, y harían el mismo camino que la vez anterior.
Cuando le preguntó a Altea si lo
acompañaría, ella contestó que no. Había estado mirando la fabricación del
cajón, pero iba y venía del camarote de Natacha. La noche anterior, él fue
hasta la habitación en que creyó encontrarla, pero estaba vacía. Fue hasta la
de su mujer, y como golpeó sin respuesta, abrió y las vio a ambas acostadas una
al lado de la otra, aún vestidas con la ropa del día anterior, tomadas de la
mano, con los ojos cerrados. Parecían muertas. Supo con certeza, entonces, que
Natacha la había convencido, quizá manipulado el sentimiento de permanente duda
que sentía Altea sobre su esposo, un sentimiento que fácilmente podía
identificarse con la culpa.
Bajaron el cuerpo entre los seis: Máximo,
Márquez, Beltrame, que había conseguido la madera, el carpintero y dos
ayudantes del puerto. El bote soportó el peso del cajón con Tomasa y de dos
hombres más. Los otros irían en el siguiente viaje. El perro también se había
subido al bote.
Luego subieron el ataúd a la carreta,
levantaron al cura al pasar por la puerta de la capilla y siguieron al
cementerio. El chico quiso acompañarlos, él buscaba a Altea. Máximo le dijo que
no se sentía bien y lo hizo sentarse en el pescante junto a él. Lo observó
durante todo el viaje. Ahora que lo miraba con detenimiento, creyó hallar ciertos
rasgos de Julio. Pero cuando lo había conocido ya el alcohol había hecho
estragos con él. Sin embargo, la forma de la cara, la manera de sentarse,
encorvado y taciturno, y hasta la estatura moderada que el chico ya anunciaba
en la forma y dimensiones de su cuerpo a la edad que tenía, los asemejaban.
- ¿Cómo está tu madre? -le preguntó.
Bernardo se encogió de hombros. Máximo
sabía que ella no estaba mucho en casa y él se las arreglaba solo casi todo el
tiempo.
La ceremonia fue más larga que la otra.
Muchos vecinos habían seguido al cortejo, y mientras cavaban y bajaban el ataúd
hombres y mujeres se fueron acercando hasta formar un gran grupo de gente
dispersa entre los pastizales y las sepulturas. Tomasa era muy conocida por la
zona y la apreciaban. Mientras el cura recitaba el responso, se escucharon
sollozos. Máximo tiró la primera palada de tierra sobre el cajón, que por el
peso había caído algo torcido y parte de las tablas se habían trizado. Los
hombres que habían bajado el cajón se miraron, pero no harían nada para
remediarlo. El chico se agarró de la mano de Máximo y del cura. Subieron a la
carreta y regresaron al puerto.
- ¿Cuándo piensa partir, capitán? -
preguntó Beltrame.
-Primero debo conseguir nueva tripulación.
Había visto a varios de los que habían
trabajado para él durante el funeral, pero no estaba seguro de buscarlos
nuevamente.
-Además, debo poner a punto las máquinas.
Ese día pasaría la noche en la capilla, iba
a intentar buscar hombres durante el día siguiente. El chico se acostó a su
lado, y ambos estaban demasiado cansados para hablar. Max dio vueltas a su
alrededor y se acostó.
En la mañana, el perro los despertó con
lengüetazos. Desayunaron con el cura y salieron a recorrer el pueblo. Muchos se
detuvieron a hablarle porque hacía tiempo que no lo veían. Todos estaban al
tanto de lo que había pasado, pero el apellido Hurtado de Mendoza y su abolengo
lo colocaban en una especie de nivel de leyenda accesible, al cual todos podían
ver y tocar sabiendo que Máximo no se molestaría. Los más viejos lo habían
conocido desde chico, visto crecer y cabalgar con sus amigos. Lo habían visto
reír y pelear, y hasta lo vieron pasar varias veces por los pasillos del
prostíbulo que ya no estaba.
Máximo y Bernardo iban uno al lado del
otro, y el perro los seguía. Él se paraba casi en cada cuadra para hablar con
alguien, abrazándose con gritos y risas, y algunos insultos dichos en broma. El
chico se paraba y escuchaba, o iba a jugar con Max que husmeaba la tierra y
movía la cola.
Para
las seis de la tarde ya había conseguido veinte hombres, diez de ellos eran los
que habían abandonado el barco.
-Necesitamos
el trabajo, capitán, pero la señora...-. Así le hablaron; él contestó:
-Ya no dejaré el barco, y ella no los
molestará.
Algunos fueron a bordo ese mismo día, con
Márquez. Los demás irían al día siguiente.
Fueron a la casa del cura para cenar. Le preguntó
al padre Leguizamón por la madre de Bernardo. El cura miró por la ventana para
asegurarse que el chico jugaba con Max afuera.
-La madre es una puta, ya sabés - dijo el cura.
-El chico se da cuenta de todo y sabe de qué se trata. Yo quiero que usted se
lo lleve, Máximo.
-Pero no puedo robarle la criatura a la
madre.
-Muchas
veces el chico se ha ido por su cuenta varios días y ella nunca reclamó. Fue él
quien volvió porque no sabía valerse solo. Todos saben que es el hijo de Ruiz.
Usted puede darle un futuro decente, Máximo. La madre no lo va a extrañar, para
ella será una carga menos. Coge, toma y duerme, y no tiene tiempo para nada
más.
Cuando
Bernardo regresó, cenaron y se acostaron.
A la mañana caminaron al muelle. El bote
estaba preparado. Beltrame se acuclilló para desatar las amarras.
-Cualquier cosa me pega un grito, capitán,
ya sabe…-dijo el cura.
Se abrazaron, y subió al bote. El perro se
quedó junto al chico. Bernardo le decía que saltara, pero Max no se movía.
Bernardo intentó empujarlo, pero el perro se acostó. Entonces Máximo le dijo:
- ¿No te das cuenta de que no va a subir
solo?
Bernardo Ruiz, el chico de diez años, lo miró
con la misma expresión de congoja y brillo en los ojos que había visto en Julio
el día que lo contrató.
Entonces Bernardo dio un salto desde el
muelle, y Max lo siguió.
Mientras remaba, Máximo Mendoza se
preguntaba qué clase de hombre era él. Recogía desvalidos para luego perderlos
de una manera peor a que si los hubiese dejado solos. ¿A qué clase de futuro
estaba llevando al chico?
Durante toda la semana algunos hombres se
arrepintieron de subir, pero otros llegaron, y lentamente la nueva tripulación grupo
fue consolidando sus lazos. Tenían mejor humor y más predisposición que la anterior
para el trabajo, y también más conocimientos del río. Márquez los había
organizado en grupos, seleccionando dos o tres con estudios para manejar
reparar las máquinas. Día y noche se escuchaban golpes de martillo y ruidos de
engranajes, y cuando el motor a vapor estuvo nuevamente en funcionamiento, se
necesitaron varios días para calentar y revisar si aparecía algún desperfecto.
Tendrían un largo viaje con mucho trabajo si
querían recuperar el tiempo y el dinero perdido. Mendoza no tenía más
alternativa que recuperar los clientes con los que no había cumplido y aceptar
todos los encargos que le llegasen. Había mandado telegramas desde la oficina
postal de Corrientes y Paraguay. Y durante los días siguientes le llegaron
pedidos incluso de Brasil.
Márquez, finalmente, le dijo que podían
zarpar cuando el capitán lo mandara. Entonces Máximo anunció que partirían al
día siguiente. Esa noche toda la tripulación cenó en cubierta. Máximo dijo que
las mujeres estarían presentes, y entonces los hombres se callaron.
-No quiero borracheras ni obscenidades,
las señoras nos acompañarán. El que no quiera, que se vaya.
Ellos no entendían. Márquez no entendía.
¿Los estaba desafiando a ellos o a las mujeres?
Durante esa semana Natacha no había salido de
su camarote más que una sola vez. La vieron subir a cubierta y mirar el río
durante media hora. La saludaron, pero ella no los miró. Altea la acompañaba
del brazo.
El
día que lo vieron regresar con el chico, Altea sonrió, olvidando de pronto todo
resentimiento, pero cuando Bernardo corrió hacia ella, no lo saludó. Estaba del
brazo con Natacha, que al verlo dijo:
-Otro desvalido.
Máximo no le hizo caso. Pero la tarde anterior
a la cena con la tripulación, las fue a buscar al cuarto.
-Esta noche cenamos en cubierta, señoras.
Altea estaba arreglando la cama de
Natacha, que rezaba junto al pequeño altar armado sobre una mesa. Lo miró y él
creyó volver a ver el rostro de la mujer que quería, pero pronto volvió a
escabullirse.
-Gracias- fue lo único que dijo.
En la noche, los hombres armaron la mesa. El
chico iba y venía entusiasmado por ayudar en todo. Max lo seguía, acompañado de
otros tres perros que los hombres habían subido. La mesa estuvo puesta y las
sillas o los bancos se sumaban a medida que se iban sentando. Todos se habían
bañado y lavado sus ropas. Los cabellos peinados y las barcas más o menos recortadas.
E intentaban contener su lengua cada vez que querían lanzar alguna maldición.
Márquez se había encargado del fuego donde asaron una res que habían faenado esa
tarde en el pueblo. La carne ya estaba lista y los platos listos, pero ninguno
se atrevería a empezar sin que el capitán concediera el permiso. Y él esperaba
a las mujeres. De un momento a otro aguardaba verlas aparecer con algún vestido
más o menos elegante. Él había comprado ropa al chico, y Bernardo se había
puesto el pantalón y el traje nuevo en honor a las damas.
Esperaron quince minutos. Máximo les dijo a
sus hombres que no se impacientaras, y ellos se pusieron a beber y conversar en
voz baja para no perturbar a las mujeres. Les darían tiempo, y ningún motivo
para quejarse.
Pasaron otros veinte minutos, y cuando ya
era tarde, él se levantó y caminó hacia el cuarto de Natacha. Golpeó la puerta.
Altea le abrió. Estaba con su vestido de siempre, y Natacha acostada.
- ¿No vienen?
-Ella no se siente bien.
- ¿Y vod?
-Ya sabes…
- ¿Sé qué?
-Perdió a su hijo, y tú lo reemplazas con…
- ¿Eso dice ella?
-Lo
piensa, no es necesario que lo diga.
- ¿Y es lo que pensás también?
-Es lo que veo, Máximo. Además, mira mi
estado, no estoy para cenar con una manada de brutos.
Y cerró la puerta.
Máximo se quedó pensando, con la cara a
dos centímetros de la puerta cerrada. Max estaba con él, y lo sintió rasguñar
la puerta.
-Bien,
le dijo al perro. - Las bestias serían liberadas por esta noche.
Regresó a cubierta. Había más luz afuera,
con la luna y casi todas las lámparas encendidas sobre la larga mesa y otras
colgando de las cuerdas que iban de un mástil a otro. La luminosidad contrastaba
con el silencio que todos hicieron al verlo. Sabía que los hombres necesitaban
de esa noche para dejar salir sus ánimos contraídos por todos esos días de
trabajo pesado. Pero sobre todo esperaban, como él, la aprobación de las
mujeres. Había visto en ellos la predisposición a portarse tranquilamente y
divertirse sin efusiones delante de ellas, era suficiente con que las mujeres
les hicieran el honor de presentarse, aceptar sus atenciones y, tal vez,
sonreírles un poco.
Pero el desprecio se responde con
desprecio, ellos bien lo sabían.
Entonces se acercó al extremo de la mesa
que tenía asignado como capitán, y sin decir nada clavó el puñal en la madera.
No fue necesario que pasara más de un segundo para que todos comprendieran, y
los gritos sonaron de repente y las voces fueron un solo aliento que apagó
algunas lámparas, pero ya no importaba. Todos hicieron lo que querían, sin
pensar en las buenas costumbres. Los que no se sentaron a comer, fueron de un
lado a otro por la cubierta, bebiendo de las botellas. El aguardiente, el vino
y otros licores que el capitán guardaba en la bodega fueron renovados
continuamente. Márquez y otro de los hombres traían las tablas con carne desde
la cocina. Algunos comían con cubiertos, pero la mayoría con las manos y se
limpiaban en la ropa que unas horas antes se habían esmerado en lavar.
Máximo se sentó, pero comió muy poco.
Bebía del vino y de vez en cuando echaba una mirada al chico, que se había
sentado al lado, mirando a los hombres y sonriéndole en silencio de vez en
cuando. Sabía que estaba desilusionado de las mujeres, sobre todo de Altea, a
quien miraba de una manera que poco podía confundirse con otro sentimiento que
no fuese filial. Pero la frialdad de Altea había vuelto a aparecer.
- ¡Vamos, Bernardo! ¡Ánimo! - le dijo, revolviéndole
el pelo.
El chico se rio, como sólo predispuesto a
conformarlo.
- ¡Comé más! - le insistió.
Bernardo volvió a servirse y Márquez le
palmoteó la espalda.
- ¡Así me gusta! -dijo, y volvió a la
cocina a porque los demás seguían pidiendo.
- ¿Querés cerveza? -dijo Máximo, y sirvió un
vaso.
Habían pasado casi dos horas y los hombres
estaban borrachos, uno dormía ya en el piso o sentados y despatarrados en las
sillas. La mayoría seguían despiertos, hablando muy alto como si estuviesen
sordos, a veces empujándose y golpeándose.
Uno se asomó a la borda y vomitó. Otros se
acercaron como queriendo tirarlo, pero vieron a los yacarés que se habían
arremolinado cerca del casco. La carne de res caída al río los había atraído.
Uno de los hombres disparó, por pura diversión, y los otros encontraron bueno
ese juego de tirarles carne como sebo y luego matarlos.
Casi todos hicieron lo mismo, asomados a
la borda, tambaleándose, y Máximo, que había tomado mucho pero todavía estaba
lúcido, temió que alguno se cayera. Se levantó y le dijo al chico que no se
acercara. Se unió a los otros abriéndose paso entre sus hombres. Ya todos lo
consideraban uno más, y lo empujaron hacia la borda. Se asomó y vio en la
oscuridad los destellos blancos de los dientes y del agua sacudida formando
espuma contra el casco. Entonces pensó en Ariel, en el cuerpo que le habían
dicho fue destrozado por los yacarés en plena mañana bajo el sol intenso. Con
cuánta claridad debieron ver esa carnicería. Si ahora alguno de ellos se
cayera, no verían más que el brillo de la carne al reflejo inesperado de la
luna. Y la sangre no se distinguiría en el agua a la sombra del barco.
Escucharían los gritos, seguramente, pero sin duda Ariel no había gritado, por
lo menos Tomasa no le había hablado de ningún grito, ni tampoco los dos o tres
hombres que se atrevieron a hablarle de ese día. Ariel se había arrojado a propósito. Lo
habían visto correr desnudo por la cubierta y saltar.
Entonces se dio vuelta, empujó a los hombres y
volvió a la mesa, terminó la botella de vino, y sacó el revólver de la chaqueta
que estaba en el respaldo de la silla. Volvió a la borda y comenzó a disparar a
los yacarés. Los otros se entusiasmaron aún más y comenzaron a disparar al río
y al aire.
En la costa se encendieron luces, hombres
y mujeres gritaron desde el muelle. Pasó media hora y los tiros se fueron
espaciando, pero no los gritos. Ahora algunos hombres volvieron a la mesa,
siguieron comiendo y bebiendo. Después de medianoche seguían gritando, muchas
botellas estaban rotas en el piso, parte de la mesa rota y volteada. Max y los
otros perros se habían escondido con los tiros, pero cuando se acostumbraron
salieron a buscar los huesos tirados. El chico se había medio dormido en su
silla cuando sintió que alguien lo agarraba del brazo y tironeaba de él. Abrió
los ojos cuando ya estaba parado y caminando tirado del brazo por Altea, pero
no iban hacia los camarotes sino hacia la borda. Y escuchó la voz de ella, tan
alta y enojada, diciendo tales cosas que no la habría reconocido de no haberla
visto con el vestido de siempre, el pelo revuelto y la cara ofuscada, gritando
insultos al capitán. Pero de todo lo que dijo sólo recordaría lo que se refirió
a él.
- ¡¿Para esto trajiste al chico?! ¡¿Para
enseñarle esto?!
El capitán la miraba sin contestar, con los
ojos brillantes y obnubilados. Fue eso lo que le resultó más extraño al chico.
¿Iba el capitán a llorar por la reprimenda de ella? Aún no, porque estaba
apoyado en la borda, sujetándose con los codos. Los pies se resbalaban porque
estaba descalzo sobre el piso mojado de cerveza y sangre al lastimarse con los
vidrios rotos.
Ella seguía gritando y se le había acercado
para sacudirlo de la camisa. Varios botones se habían roto y el pecho de Máximo
Mendoza estaba descubierto. Se había formado un corro de hombres alrededor para
observarla, pero tan borrachos que se reían de ella.
Altea los miró por un momento y les dedicó
también muchos insultos que nunca habían escuchado de la boca de cualquier puta
que hubiesen conocido. Eran palabras que no entendían muchas veces, porque
mezclaba palabras en danés con otras de la región de España en la que se había
criado. Por eso se reían, hasta que también se cansaron de eso y se fueron
apartando, algunos se tiraron a dormir en la cubierta, otros se acostaron en la
mesa. Los revólveres de cada uno cayeron al piso, con las municiones agotadas.
Pero el revólver de Máximo había sido vuelto a cargar. Lo hizo mientras
escuchaba los gritos de Altea, mirándola de tanto en tanto, porque no
necesitaba mirar su arma para cargarla, ya la conocía demasiado bien. Era siempre
igual y fiel. En cambio, el rostro de Altea le era desconocido. La furia de su
cara era tan intensa y repleta de ira que era como ver el rostro de una bruja.
Ella hablaba y hablaba, despidiendo desprecio por la boca, sin soltar el brazo
del chico, como si de un perro se tratara. Lo utilizaba como instrumento de
causa para su odio, pero era eso nada más, el instrumento que le había servido
para disparar su primer tiro. Ella no tenía arma de fuego, pero sí estaba allí
el chico de diez años, y en su mirada de pánico y cansancio hallaba un
argumento tras otro, un motivo de resentimiento cada vez más grande.
Máximo Mendoza la miraba con ojos
brillosos, pero no iría a llorar. La observaba devolviéndole el resentimiento,
y ante el filo de cada una de las tantas y tantas palabras que había escuchado
esa noche de la misma boca que había besado, supo que debía contestar. Y así
tal vez ella entendiera.
Sacó
el revólver de su cinto, lo levantó en la mano derecha y se dio vuelta. Comenzó
a disparar otra vez hacia el río.
- ¡Este es por Ariel! -dijo.
Sabía que ella, aunque ahora callada,
seguía de pie tras él. Volvió a disparar.
- ¡Este es por Julio! -dijo, y se asomó a ver
si todavía quedaban animales vivos. Pero eso ya no importaba. Siempre había a
quien matar.
Otro disparo.
- ¡Este es por la negra!
Su voz se tropezó y escupió. Por un
instante, ella debió creer que se detendría. Máximo se había apoyado con las
manos en la baranda y parecía que iba a devolver todo lo que había comido y
bebido. Pero no fue así.
Volvió
a levantar el arma y a disparar.
- ¡Este
es por tu esposo! - dijo.
Entonces
se dio vuelta. Ella estaba sola. El chico se había soltado y escondido. Miró
hacia el castillo de proa, esa sección tan altanera de los viejos tiempos que
había conservado como una reliquia del antiguo esplendor. Distinguió la sombra
de Natacha, su figura rígida, y su cuerpo oscuro contra la luz, era
indistinguible excepto por la forma de mujer. Sin embargo, por un momento,
creyó ver un buitre. Los brazos de Natacha parecían patas con garras, y los
cabellos levantados y descuidados simulaban plumas revueltas por el viento del
río.
¿Cuándo se había posado allí? Tal vez había
llegado atraído por la carne asada, quizá por los perros, incluso por el chico.
Luego se llevaría a los hombres inconscientes tirados por el piso.
Era necesario deshacerse del buitre.
Levantó
una vez más el arma, pero sintió los brazos Altea, que tiraban de él, y como
ella no tenía fuerza, se había abrazado al cuerpo de Máximo.
- ¡N o, Max! ¡No lo hagas, no lo hagas, por
favor! ¡Yo te amo, yo te amo! ¡No te condenes, por favor, por favor!
Esas dos últimas palabras las repitió tantas
veces como tantas otras palabras de ira había pronunciado antes. Pero eran
solamente dos palabras, que por más que fuesen repetidas una eternidad de veces,
no borraban nada.
El arma seguía en sus manos, con los dedos
en su posición. Había bajado el brazo. Apoyó la mano libre sobre la espalda de
Altea, y sintió el llanto entrecortado y angustiado que le sacudía el cuerpo.
Máximo miraba hacia adelante, no quería
observarla. Era suficiente con sentir el llanto convulso de su cara apretada
con su pecho, y el sonido de los irremediables e inútiles “por favor”.
Se llevó el cañón del arma a su sien
derecha, y ella escuchó el percutor sobre la piel de Máximo. Y otra vez le
agarró el brazo, y como esta vez estaba pegado a su cuerpo, le fue mucho más
fácil hacer fuerza. Las manos de Altea agarraron la mano de Máximo que tenía el
revólver entre sus dedos y el índice sobre el gatillo.
Pudo apartar el cañón de la cabeza de él.
Hizo ella tanta fuerza, que él cedió de
pronto. Y le apretó la mano.
Sintió
el metal caliente y luego el disparo.
El
cuerpo de Altea seguía sujeto a él por su brazo izquierdo aún en la espalda. La
cabeza de Altea tenía sangre sobre el ojo izquierdo. Ya le tapaba media cara y corría
por el cuello, chorreaba por el vestido y manchaba su propio pecho abrazado a
ella. Entonces la soltó.
Se dio cuenta que se había hecho un
silencio tan grande que parecía haber caído del cielo nocturno como una
explosión silenciosa que había eliminado no sólo la capacidad auditiva de todo
el mundo, sino haber anulado los sonidos de las cosas y los elementos: el
sonido del río, los pasos sobre las tablas, la misma respiración de los
hombres.
Y él se ahogaba en ese silencio, por eso
gritó.
Recuperó de esa manera la realidad. Porque
lo de antes era simplemente desesperación.
A media mañana los hombres habían llevado
a Altea al camarote que había compartido con su esposo, y la habían acostado en
el mismo colchón que tanta sangre de él había recibido. La cargaron desde
cubierta, tratando de cuidar su cabeza y su vientre, mientras Natacha contenía
la hemorragia y ordenaba los cuidados que debían tener al llevarla y para que
otros prepararan la cama.
Máximo los seguía, con la cara pálida y
compungida. Todos habían visto lo ocurrido, y nadie lo culpaba, pero l
imperiosidad de Natacha lo ignoró y lo empujó separándolo de Altea.
Ninguno estaba suficientemente sobrio esa
noche, excepto las mujeres, por supuesto, pero sin esperar que el capitán les
ordenara, hablaron con Márquez y fueron a tierra a buscar un médico. A las
cinco de la mañana, cuando ya había una tenue luminosidad, encontraron al
doctor Estanislao Gonçalvez en su casa. Golpearon a la puerta y lo despertaron
a los gritos. Lo llevaron a bordo.
En el pasillo, los hombres, ya despiertos
y despejados, pero aún con resaca, iban y venían intentando saber lo que
pasaba. Márquez sabía que era el único que podía mantener el orden en el barco
antes que todo volviera al estado anterior. Había contratos que cumplir y necesitaban
el dinero. Más tarde o más temprano, debían zarpar.
Adentro, Natacha estaba sentada en la
cama, lavando la sangre en la cara de Altea. La hemorragia se había detenido,
dejando una mancha de coágulos que Gonçalvez recomendó cubrir con vendas. Había
una sola mujer de servicio, compañera de uno de los hombres, que ayudaba
cortando telas limpias, trayendo agua y lavando, y soportando con la cabeza
gacha y cara asustada las órdenes de Natacha.
El médico se paró luego de terminar la
vendar la cabeza de Altea, y miró a Máximo, que estaba sentado junto a la cama,
con los codos en las rodillas y las manos enlazadas. Parecía rezar, pero quién
sabe, a juzgar por su expresión sus pensamientos podían ser nulos como podían
ser un diluvio formando una inundación de aguas estancadas.
- ¿Vivirá, doctor? - preguntó.
-No lo creo posible… No se puede hacer
nada más que esperar en las próximas horas.
- ¿Y el niño está bien?
-Sí, gracias a Dios, pero no sobreviviría
si lo sacáramos ahora, sólo tiene la posibilidad mientras viva su madre. Si
ella lograra mantenerse estable hasta final del embarazo, se podría sacar…
- ¿Usted cree…?
-No lo creo posible, pero como ya le dije,
no hay manera de saber cómo reaccionará su cerebro dañado.
- ¿Despertará doctor? -preguntó, y vio que
Natacha lo miraba.
-Tiene medio cerebro destruido, capitán.
El médico salió y varios hombres se
agruparon a su alrededor mientras salía. El chico aprovechó para asomarse a la
habitación, y como nadie lo detuvo, caminó de puntillas y se sentó junto a
Máximo. Luego de un rato de ver a Natacha seguir con los cuidados de la enferma
y sin que ella le hiciera caso, Máximo le pasó un brazo por los hombros y lo
acercó. Así abrazados, ello los miró por un rato, sin dejar de lavar y arreglar
el pelo de Altea. Sus miradas se cruzaron, y la mirada acongojada de él sólo
cambió en ese momento por otra.
-Sé que preferirías verme a mí en esa
cama-dijo Natacha, ya sin mirarlo siquiera, sin dejar de cuidar de Altea,
sacando las vendas sucias y doblando las vendas limpias para remojarlas en
agua.
-Tuviste dos grandes ideas anoche, una en
apuntarme y la otra en apuntarte a la cabeza, y en ambas intervino ella. Yo no
sé qué hiciste para que te amara tanto.
El chico los miraba, callado y cabizbajo.
Sabía que estaba de más en esa habitación, pero no podía substraerse de las
emociones que todo eso le provocaba.
Luego de un breve silencio en que ella no
esperó respuesta, se contestó a sí misma.
-Yo
te lo diré. Eres débil, por eso te ama. Y ella es muy fuerte. Se casó con un
hombre que nunca quiso realmente, imagínate eso para empezar. Convivió años con
los indios. Soportó una violación. Y encima de todo, aceptó continuar con un
embarazo que aborrece. Y ahora esto, para terminar definitivamente con ella, y
aún sigue viviendo. Las personas fuertes necesitan de las débiles a quienes
amar, no pueden juntarse con otra fuerte, porque no pueden entregarle nada que
ya no tenga. Manuel era fuerte, imagina que renunció al Dios que toda su
juventud pensó iba a dedicarse, por una mujer que nunca lo quiso del todo, y él
tal vez lo sabía.
- ¡Tu adorado Manuel! Sabés lo que le hizo
a tu hijo.
Natacha no lo miró, con la vista en las
vendas que estrujaba, pero evidentemente ansiosa por esquivar algo que parecía
estorbarla a su lado. Sacudiendo apenas un codo, dijo luego de deshacer un nudo
en su garganta:
-Eso
ya lo pagó.
-Y
Julio pagó por lo de él-dijo Máximo.
-No,
eso fue por lo del chico de Buenos Aires, que estaba antes.
- ¿Pensás que Dios lleva un libro de
contaduría?
Natacha
sonrió, sabía que su verdadero esposo estaba despertando de la pesadumbre.
- ¿Y quién paga por lo de Julio?
-Si
quieres puedes agarrar de vuelta el arma. Aquí estoy y no me moveré.
El
chico abrió los ojos, asustado.
-Sabés
que ya no lo haré, como dijiste, soy débil, y cobarde, seguramente. - Obvió la
sonrisa de Natacha que demostraba su regocijo. - Pero no sos una mujer, sos un
pájaro con huesos duros, con músculos fuertes como fierro y alas grandes con las
que sobrevolás el barco, contemplándonos a todos, y sobre el río y la tierra, y
sobre el mar que atravesamos juntos hace tantos años. Y hasta creo que hablás
con Dios, de igual a igual, y discuten y pelean sin nunca llegar a un acuerdo,
como un matrimonio que se aborrece.
Ella ahora lo miraba con asombro en la
mirada, y creyó ver un resquicio de aquella de cuando se conocieron en Polonia.
-Ustedes
los hombres piensan demasiado, construyen hermosas catedrales de conjeturas,
pero se quedan inmóviles. Nosotras somos de carne que siente, y actuamos en
consecuencia.
-El cerebro no daña a nadie-dijo él. -Sólo a
sí mismo.
- ¿Estás tan seguro, Máximo? -dijo ella
levantándose y acariciando la cabeza de Altea. -El cerebro humano es un
cementerio.
El chico escuchaba todo eso
cuidadosamente, y cada palabra penetraba en su memoria. No entendía mucho, pero
calibraba los gestos y las entonaciones. Así aprendió a conocerlos a todos en
ese barco. Sentía, también una presencia en la habitación, porque el perro se
había escondido bajo la cama. Había visto en las noches que recorría el
cementerio del pueblo, a veces solo y a veces acompañado con otros chicos,
muchas sombras que se movían aun cuando no había luna. Al principio los perros
fueron los primeros que se negaron a ir con ellos, y luego hasta sus compañeros
se asustaron demasiado, aunque diesen la excusa de que sus padres se los
prohibía. Pero a él no lo asustaban ni las sombras ni ciertos ruidos que
podrían ser nada más que sus propios pasos o el rumor de las hojas de los
árboles. Lo que lo atraía más que inquietarlo era el olor del viento ciertas
noches, un aroma a humedad y pasto recién mojado por la lluvia o el rocío, pero
también teñido del olor que se encuentra bajo las piedras, de hojas podridas e
insectos muertos. Eso aroma traído por el viento, a veces golpeándole la cara
como una ráfaga repentina, tenía la peculiaridad de invadirle los pulmones y
provocarle un cosquilleo en el estómago. Pero era una sensación que por más que
fuese molesta al principio, le agradaba de vez en cuando, porque le recordaba
ciertas cosas que estaba seguro nunca haber vivido. Más que recuerdos, era nada
más que sensaciones conocidas, agradables y desagradables a la vez. Como algo
que si se repite muy seguido llega a molestarnos, pero que si se presenta en
largos períodos produce placer, porque lo hemos extrañado. Hasta un dolor puede
extrañarse, si nos hace sentirnos vivos, porque una parte de nosotros aún está
allí luego de un largo tiempo de ausencia. La ausencia parece abandono, pero a
veces simplemente no hemos tenido los sentidos adecuados para percibirla. Como
Dios, por ejemplo, según decía el Padre Leguizamón, al que creemos ausente
porque no lo vemos.
Ahora mismo, en el camarote, y escuchando
a los adultos, sintió el movimiento en su interior. Como de hormigas que se
dispersaran por todo el interior de su cuerpo. A veces le provocaban náuseas,
pero nunca había llegado a vomitar, y pronto pasaban. Ese cosquilleo se estaba
presentando nuevamente, mientras veía a Natacha desplazarse por la habitación,
a veces moviéndose no en línea recta de un mueble a otro, sino esquivando algo
que no se veía. La vio, incluso, mover los labios sin emitir palabra. Y el
perro se había escondido, y ya no quiso salir en toda la tarde, hasta que el
capitán lo agarró de las patas y lo arrastró. Max tenía la cola entre las patas
y lloraba.
Durante la tarde Natacha no se movió del
camarote. Cuando no miraba a Altea, se sentaba en una mecedora y leía un libro.
Ya desde muchos años antes no leía más que libros religiosos y visas de santos,
y de tanto en tanto dos o tres textos de medicina en polaco que había rescatado
de la biblioteca de su padre.
En los siguientes días, cuando se quedaba
dormida, despertada bruscamente, recriminándose de su descuido. Cambiaba la
ropa interior de altea y cuando llegaba la hora de las comidas llamaba a los
gritos desde la puerta a la chica que la ayudaba. Entonces le daba de comer
llevándole a la boca cucharadas pequeñas de sopa y purés, y se regocijaba de
ver que la garganta se movía y tragaba sin dificultad. Con el tiempo se dio
cuenta de que Altea no estaba completamente inconsciente. Sus labios se movían
al contacto con los cubiertos o los vasos, sus párpados, incluso el herido,
tenían pequeños reflejos por más que no se abrieran. Cuando ella la bañaba, el
vello de los brazos se erizaba, y al peinarla sentía el leve rumor de gozo de
su garganta por más que no abriese la boca.
Esa misma tarde habían zarpado a
velocidad mínima, y la llevaban una semana navegando por aguas turbias en la
zona de inundaciones. El capitán, el médico y el ingeniero se reunieron en el
despacho de Mendoza, un sitio de trabajo para escribir cartas y leer mapas, y a
veces pensar nuevos itinerarios y mejoras para el negocio del “Juan
Manuel”. Pero hacía tanto tiempo que
había descuidado todo eso, que el escritorio y los estantes de la biblioteca
estaban cubiertos de polvo y la madera del piso no había visto ninguna mejora
probablemente desde la época de Napoleón. Había grietas, y los pasos de
aquellos hombres provocaron la salida de mucho polvo y muchos insectos.
Se sentaron en las viejas sillas
elegantes, y bebieron de un jerez añejo. Eran las diez de la noche, después de
la cena.
-Doctor-dijo el capitán. - Tenemos
compromisos apremiantes que cumplir, incluso hemos recibido adelantos que me
fueron concedidos en atención a mi familia. Pero ya no puedo alargar más los
plazos, a riesgo de perderlo todo, incluso el barco que es mi única fuente de
trabajo. Mis tierras están hipotecadas y en litigio con mi familia.
-Comprendo-dijo Gonçalvez, saboreando el
jerez con parsimonia, seguramente no tendría muchas oportunidades de hacerlo.
-Necesito saber qué opinión tiene del
estado de Altea, usted me dijo que debían pasar unos días ¿Debemos llevarla a
algún hospital?
- Por lo que he visto, está estable, y hay
leves indicios, muy imprecisos diría yo, de cierta mejoría. Dadas las
comodidades que tiene este barco, no veo que se encuentre mejor cuidada en
ningún hospital de estas tierras. He visto a la señora Natacha alimentarla
adecuadamente, y me sorprende los conocimientos que tiene. Sabe más que muchos
médicos que he conocido.
- ¿Cree que recuperará la conciencia?
-No lo creo, y si lo hace, seguramente
quede ciega y sorda, y no pueda moverse. Solamente se mantendrá en buen estado
alimenticio hasta el fin del embarazo. No soportaría un parto, y difícilmente sobreviva
la cirugía. Pero todo esto son conjeturas. He visto eventos de toda clase, pero
es mi deber no darle expectativas falsas.
-Todo
eso está muy bien doctor, lo comprendemos-. dijo Márquez. -Pero debíamos tener
pautas para guiarnos en esta situación. Deberíamos tomar rumbo norte mañana
mismo.
-No veo el problema, pero debo decirles
que tengo que abandonar el barco en cuanto puedan conseguir otro médico. Tengo
familia y compromisos…
-Tenía
la esperanza de contratarlo como médico de abordo.
-Agradezco
el ofrecimiento, pero como les dije, tengo una esposa y un hijo de dos años.
- ¿Y
en dónde cree que podremos encontrar otro?
-Tengo
referencia de buenos profesionales en el hospital de Corrientes, y hasta allí
podría acompañarlos sin riesgo de preocupar a mi familia.
Mendoza consultó varias carpetas.
-Tenemos
varias entregas allá para el próximo mes, si no surgen más inconvenientes. La
zona inundada que venimos navegando da muchas oportunidades a nuestra quilla y
a que la maquinaria funcione sin inconvenientes.
-Entonces los acompañaré…
Pero
no terminó la frase. Se sintió un estruendo contra el casco de babor. Fueron
corriendo a la cubierta, ya los marineros estaban asomados a la borda.
Una barcaza pesquera de gran tamaño había chocado
con ellos. Había mujeres y pocos hombres en la cubierta. Gritaban y pedían
ayuda porque ya se estaba hundiendo.

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