jueves, 13 de noviembre de 2025

Los murciélagos del Brasil (Capítulo 8)





 





LAS VARIADAS MUERTES DEL RIO PARANA



8

 

 

Altea salió de la casilla donde estaban los cajones y se paró junto a Máximo, que miraba hacia el barco en medio del río. El perro estaba sentado también mirando hacia el mismo punto fijo que su amo. Cuando ella se acercó, Max movió la cola, pero se lo veía cansado.

      -Dicen que al norte está inundado, así que será mejor curso para el “Juan Manuel”-dijo Máximo, astillando con sus manos tensas un pedazo de madera.

     Ella le agarró las manos y preguntó:

     - ¿Estás seguro de que es Manuel el que está ahí adentro? Y cómo…

     -Porque conozco a Beltrame hace muchos años, y vio nacer a Ariel, y…

     -Está bien, pero el cajón de Manuel llegó cerrado…

     -Vamos a preguntarle…

     Pero el viejo ya se había acercado a ellos, y evidentemente había escuchado.

     -Con todo respeto, señora, el doctor Gonçalvez lo trajo él mismo, el capitán lo conoce…-Máximo asintió- …y, además, dejó esto para quien viniera a recoger el cuerpo…

     Sacó de un bolsillo algo envuelto en una venda de tela para heridas, y lo entregó a Altea. Cuando ella la desenvolvió y vio la cruz, se ahogó en un llanto que la obligó a arrodillarse. Ambos la ayudaron y la sentaron sobre uno de los pilones del muelle. Las olas del río golpeaban la madera mientras ella lloraba sin poder contenerse. Máximo se arrodilló a su lado, la abrazó y le hizo un gesto al viejo. Mientras se alejaba, la escuchó repetir: “es mi culpa, es mi culpa”, y se fue pensando en la forma en que ella apretaba la cruz contra su vientre.

     -Calma-decía Máximo-. Le va a hacer mal al niño.

     Lentamente, ella fue serenándose, se secó los ojos y lo miró con sorna.

     - ¿Acaso no perdimos todo este tiempo tratando de deshacernos de él? Si no nos hubiéramos ido del barco Manuel estaría vivo.

     -Pero no sabemos nada cierto todavía….

     - ¿Por qué salió del barco? ¿Por qué no lo atendió Julio?

     Miraron hacia el río. La figura de Natacha ya no estaba junto a la barandilla. Ningún movimiento había en cubierta. Parecía un barco muerto.

     Caminaron juntos de vuelta a la casilla. En la puerta encontraron a Beltrame hablando con un oficial que los saludó militarmente.

     - ¿Es usted el Capitán Mendoza, señor?

     -Así es, oficial.

     -Soy el Mayor Álvaro González, le traigo una carta…

     Máximo agarró el papel doblado en cuatro.

     -Como verá, son solamente unas letras mal hechas de un reo, y sólo en deferencia al destinatario me he acercado hasta acá…

     El mayor iba vestido de uniforme, con la gorra en las manos y con una leve sonrisa de complacencia.

     Máximo desdobló el papel arrugado. Era la caligráfica letra de médico de Julio Ruiz.

    - ¿Dónde está el cuerpo? -preguntó.

     Altea los miraba sin entender, tomó el papel y leyó.

    -No sé decirle con precisión, Capitán, de eso se encargó el cabo que me sirvió de ayudante en el…en la…-decía mirando a Altea, como dudando de pronunciar tales palabras ante una dama embarazada.

     -El fusilamiento-dijo Mendoza, y el mayor asintió.

     No hubo despedida. González subió a su caballo y volvió a alejarse por donde había venido.

     A Máximo le temblaban las manos. Le había arrancado ora vez el papel a Altea y lo tenía tan fuerte que iba a romperlo. Caminó hacia la punta del muelle y ella lo siguió, llorando. Beltrame intentaba consolarla.

    Cuando estuvieron junto al borde, Máximo dijo:

    -Tres muertos, tres muertos sobre mi espalda, tres muertos en mi corazón, Altea.

    Se sentó, balanceando las piernas en el vacío. Ella hizo lo mismo. Luego él se inclinó sobre la falda de Altea y escondió la cara en el vestido.

    Beltrame no sabía si alejarse o quedarse, no era honroso que un hombre de la calidad del capitán Mendoza supiera que otro hombre lo veía llorar. Pero enseguida lo oyó decirle:

    -Prepare el bote, viejo…

    -Pero Máximo-dijo Altea. -No vayas ahora, primero tenemos que enterrar a los muertos.

  

     Dos horas después estaban en camino al camposanto. Cargaron los cajones entre Beltrame, Máximo y dos hombres del puerto, que, aunque pronto anochecería, se ofrecieron a acompañarlos. Altea y Máximo iban adelante, el viejo y los otros sentados atrás junto a los cajones. El perro iba con ellos, y de vez en cuando olfateaba las juntas de la madera. El olor de los cadáveres era más soportable al aire libre, sobre todo porque se había levantado un viento que anunciaba el inminente otoño, y el aroma de la tierra mojada y del río parecía jugar en suaves torbellinos a su alrededor. Pararon frente a la capilla, y apareció un chico corriendo.

     -Capitán, el cura dice que ya sale.

     Enseguida lo vieron salir, caminando sobre el polvo húmedo con las sandalias de trenza y la sotana vieja y gastada. Pero el Padre Leguizamón no era viejo todavía, tenía no más de cuarenta años y había llegado a esa zona hacía poco. Había heredado la habitación del anterior cura que habían matado los indios, y heredado la sotana que lavó y cosió en los sitios perforados.

     Se subió atrás, empujando uno de los cajones, y los otros le hicieron sitio. El chico se quedó esperando abajo, mirando con curiosidad a Altea.

     - ¿Vas a venir? -le preguntó ella.

     El chico subió con los otros. Cuando el cura le vio la sonrisa, se la borró de un bofetón.

     El camposanto estaba a dos o tres leguas río abajo, internándose luego en un pueblito sin nombre. Ya había oscurecido, pero Máximo insistió en sepultar los ataúdes y terminar con todo eso de una vez por todas. Sólo los imbéciles tendrían miedo a la oscuridad en un cementerio, que ni eso era, porque no había más que cincuenta tumbas con alguna marcación, fuese cruz, lápida o apenas una piedra. El cura dijo que enterraban gente ahí desde hacía más de cien años, según le había dicho en la vicaría cuando llegó a la provincia. No había registros.

     Bajaron los ataúdes, dos hombres para cada uno, mientras Altea y el cura iluminaban el camino con lámparas. El cielo estaba encapotado desde la mañana, así que ni luna había, y tal vez fuese mejor. La luz de la luna sobre un camposanto resultaba más estimulante de la imaginación que la completa oscuridad.

     El chico se había aferrado a una mano de Altea, y el perro caminaba a su lado.

     Máximo iba adelante, cargando la cabecera del cajón de Ariel. Había escuchado voces durante todo el camino hacia allí. Voces de tres muertos no tenían la más mínima consideración al hablar para que él pudiese entenderlos. ¿Pero cómo exigirles eso?, se preguntaba. Cada uno muere solo, y su desesperación se funda en esa soledad que es como un vacío imposible de llenar, un vacío pétreo anudado en la garganta, o quizá una especie de coágulo endurecido formado en el cerebro de los que siguen viviendo. Un coágulo muerto que continúa latiendo al ritmo de un corazón inexistente, que se abre y se cierra, se abre y se cierra, emitiendo las voces con el ritmo monótono de una melopea.

     No hay fin para eso, lo sabía. Pero de todos modos iba a tratar de ocultar esos sonidos con otros más fuertes, brutales, tal vez, y hasta con la irrespetuosa banalidad de lo superfluo. Enterraría a los muertos, gritaría improperios, rompería cosas y tal vez hasta matara gente. Haría hechos violentos que implicaran mucho ruido y mucho escándalo. Tal vez así las voces, aunque no cesaran, sufrirían el menoscabo del desprecio.

     Incluso tu voz, Ariel, tu suave voz de chico tímido, miedoso, tu voz de tanto respeto que implicaba la humillación innecesaria. Eras mi hijo más que si hubieses sido mi hijo, eras el punto claro de mi conciencia, como esa lámpara que ahora nos guía en esta oscuridad llena de ruidos y susurros. Los ruidos del mundo bajo la tierra, los susurros del cielo. Están moviendo los depósitos en la fábrica de huesos, haciendo lugar para recibirte. Te harán un claro espacio porque los viste antes, en tus ensimismadas contemplaciones transcriptas en tus dibujos.

    Y Julio, encontrarás a los que salvaste y a los que mataste con lo que sabían tus manos, instrumentos de tu sabio cerebro lleno de libros y cadáveres. El cerebro de un médico es un gran cementerio donde cada cuerpo ha sido esmeradamente disecado, musculo por músculo, vena por vena, hueso por hueso. Te prepararán un espacio honroso con la arquitectura de una catedral gótica, donde retumbe en las naves el canto de las almas que corran por los tubos de un órgano formado de huesos: los fémures que cortaste, los húmeros que quebraste y los cráneos que abriste. Y tu tumba será un mausoleo hecho de sangre helada. Porque en la catedral que te hicieron, siempre será invierno.

     Mascullaba estas palabras, con la cabeza gacha, y creía estar ocultándolas de los oídos de los otros. Pero Altea percibía algunas, y ella las repetía colocando en el lugar de los nombres otro nombre.

     El cura también rezaba, tal vez, pero posiblemente sólo estaba maldiciendo el haber aceptado ese compromiso, o quizá estuviese buscando un lugar amplio donde hacer tres tumbas. Tropezaba con piedras que no eran sólo eso, sino mojones que marcaban una sepultura. Hacía la señal de la cruz y continuaba con la lámpara en alto.

      Al fin, dijo:

    -Acá hay un buen lugar. -Le pidió Altea que le pasara la otra lámpara y levantó ambas.

    Era un espacio entre los yuyales, abierto recientemente porque aún se sentía el olor de la quemazón.

     Dejaron los cajones en el suelo y el chico corrió a buscar las palas a la carreta. Altea temía que se perdiese en la oscuridad.

     -Conoce este lugar mejor que nosotros, por lo menos de día, y seguramente ha venido de noche también con los otros chicos-dijo el cura.

     Regresó pronto y entregó las palas. Los hombres fueron turnándose para cavar, y era casi medianoche cuando terminaron. Bajaron los ataúdes y devolvieron la tierra a las fosas. El padre Leguizamón hizo un responso. Mendoza le pidió que dedicara unas palabras para el descanso del alma de Julio Ruiz.

     - “Concédeles, Señor, el descanso eterno, cuando venga a juzgar al mundo por el fuego”.

     La señal de la cruz de cada uno fue a destiempo y mal hecha: la lenta y llorosa del Altea, la incompleta del chico, la varias veces repetida del cura, la interrumpida y dudosa de los hombres del pueblo, la tensa y firme del viejo Beltrame.

      Máximo Hurtado de Mendoza fue el único que tardó tanto, que todos pensaron que ya no la haría. Hizo la señal, pero fue muy rara. Los demás no la entendieron, salvo Altea que lo miró con amargura. Máximo había hecho la cruz tres veces, pero no como los católicos en la frente, en la boca y en el pecho, sino como la cruz ortodoxa. Sabía ella que Máximo tenía el pensamiento fijo en Natacha. Aquella mujer, que no había podido retenerlo con el amor, ahora había vuelto a atraparlo con los nudos de la ira.

     Regresaron al puerto cerca de las dos de la madrugada. Beltrame les ofreció la casilla para dormir, no podía darles otra cosa. Pero el Padre Leguizamón se negó rotundamente y les dijo que durmieran en la iglesia. Así fue como regresaron a la capilla, corrieron los asientos y se recostaron sobre dos frazadas. Los cirios del altar eran permanentes, e iluminaban varios metros alrededor. La sombra del Cristo del altar se alzaba más grande que la figura original apoyada en una columna. Ninguno habló durante largo rato, y entonces se oyó la voz de Altea:

     - ¿Sabías que Manuel quería ser sacerdote? Era una tradición en su familia que por lo menos uno en cada generación entrara a la Iglesia…

     -Sé de eso, los entregan en pago de muchos beneficios…

     -Pero cuando nos conocimos, contrarió a sus padres…-Altea se detuvo y se comió su llanto. -Nunca debimos casarnos, yo no lo amaba lo suficiente...Dios, qué culpa siento, quién sabe lo que debió haber pasado, y yo que lo traté con tanto desprecio…

     Estaban en una Iglesia y no eran marido y mujer, el cura lo sabía y sin embargo los había dejado solos uno junto al otro. Cristo miraba y no decía nada mientras ellos se abrazaban.

     -Hay muchas cosas que no debimos haber hecho, y evitado que otros hicieran-dijo Mendoza. -Lo único que podemos hacer es lamentarnos hasta la siguiente vez en que haremos o dejaremos de hacer exactamente lo mismo. Dicen que Cristo muere cada vez que pecamos, y resucita cada vez que nos arrepentimos.

     Las llamas de los cirios se movieron con la brisa que entraba desde el campanario, y provocaron que las sombras se movieran.

     Finalmente se durmieron, y el chico los encontró abrazados cuando llegó a despertarlos en la mañana. Max había dormido con él y ahora daba vueltas alrededor. Se veía contento y bien comido luego de muchos días.

     -El bote está listo como pidió anoche, capitán.

     Máximo se restregó los ojos ante la luz. Altea se levantó y siguió al chico a la casa, donde la madre la esperaba para asearse. Mendoza se lavó en la habitación del cura, que había salido temprano. Luego ambos se reunieron en el puerto. El “Juan Manuel” lucía gris bajo la tenue luminosidad de esa mañana de otoño. No se veían movimientos importantes, sólo el paso sobre cubierta de algunos marineros que no alcanzaba a reconocer.

     El remero estaba listo y ambos subieron y se sentaron. El chico se despidió de Max y el perro saltó al bote.

     -Sos un chico muy valiente, Bernardo, dale saludos a tu madre-dijo Altea. -Lamento que no conociéramos a tu padre.

     -No tengo, misia, pero dijo mi mama que era dotor-. El orgullo llenó de rubor sus mejillas al ver que ellos no se burlaban como muchos otros debieron haberlo hecho antes.

     -Me gustaría que me usted me escriba, misia, el Padre me leerá sus cartas…

     -Bueno, te escribiré-dijo ella. - ¿Cómo es tu nombre completo?

     -Bernardo Ruiz, misia.

     Ya se estaban alejando cuando Máximo oyó ese nombre sobre las aguas del río, y recordó la carta que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta. Había dejado de ser el triste deseo de un reo para convertirse en una ley.

 

 

 

*

 

 

 

La mañana que regresaron al barco era tenuemente agrisado, y el reflejo del sol entre las nubes repercutía sobre el río generando ráfagas de luz, que casi eran sombras pálidas en el fondo iridiscente del cielo. Sin embargo, ya en cubierta, Máximo Mendoza encontró que su barco, en el cual tanto había invertido entre esperanzas y dinero, no era más que un barco fantasma del que se habían apoderado el silencio, la suciedad y el olor de lo viejo.

     Ayudó a Altea a subir, y notó en sus ojos lo mismo que él estaba sintiendo.

     La cubierta estaba sucia de pescados podridos, papeles que se movían con el viento, y el olor a humedad y putrefacción venía desde todas partes, de la cocina seguramente, de los camarotes, de las dependencias de los hombres. Los viejos mástiles que ya no se usaban parecían troncos muertos en un bosque quemado, porque así lucía la cubierta, casi negra de mugre y descuido.

     Mendoza llamó a sus hombres a los gritos, primero sin moverse, esperando la respuesta habitual e inmediata a su orden. Sin embargo, nadie apareció. Sólo cuando comenzó a recorrer la cubierta hasta la escotilla principal apareció uno de los marineros. Al principio pareció no reconocerlo, era de los más viejos y se lo veía cansado y demacrado. Se restregó los ojos mientras terminaba de subir la escalera, y parándose frente a capitán puso la cara más absurda que Mendoza hubiese visto alguna vez: la cara de un borracho cuya única inquietud era seguir emborrachándose.

     - ¡Márquez! ¿Qué pasa con todos, dónde están los demás?

     - ¡Capitán! Mi querido amigo, tanto tiempo que no lo vemos, creímos que nos había dejado para siempre…

     El viejo lo abrazó, sosteniéndose de él y sin querer soltarse hasta que lo forzó. Habría querido pegarle hasta que se despertase del todo y le explicase por qué había dejado que el barco, esa nave que el propio Emerindo Márquez había ayudado a reparar como ingeniero, llegase a tal estado. Las maderas crujían, y las máquinas estaban muertas.

     Altea se había acercado y el perro se había alejado, husmeando sin duda viejos olores.

     Ella puso una mano sobre la cabeza del viejo.

      -Márquez, querido, ¿no me reconoce? Venga para acá, siéntese en este banco y tranquilícese.

      Máximo se había quedado parado viendo cómo ella hacía lo que él debió haber hecho, pero tanta era la ira que lo único más sensato era abstenerse de actuar y permanecer en un silencio hostil. Pensaba, principalmente, en alguien que estaba sin duda en una habitación llena de relicarios y crucifijos bajo cubierta.

      Márquez se había puesto a llorar, se tapaba la cara con las manos mientras Altea, sentada a su lado, lo calmaba con palabras de consuelo, acariciándole las manos callosas para intentar separarlas. Le pidió a Máximo que buscara agua y comida, el viejo se veía desnutrido, parecía no haber consumido más que aguardiente desde hacía semanas. Mendoza había adquirido de pronto la expresión de quien recupera la conciencia de un orgullo del que se había despojado por propia negligencia. Era el capitán y no un alférez.

      No se movió. Altea ni siquiera volvió a repetirle su pedido. El viejo ingeniero la necesitaba. Había sido uno de los pocos oficiales que la había tratado con desinteresada amabilidad desde el día que ella y Manuel abordaron. Julio Ruiz había sido siempre respetuoso pero distante, en cambio Márquez la había tratado como quien trata a una hija o una hermana, sin excesiva confianza, pero también sin culpa de clase.

      -Desde que el niño Ariel se murió, el barco se murió con él-dijo el viejo, abandonando las lágrimas a medida que sus palabras se iban hilvanando en frases claras y cada vez más lúcidas. Recuperaba la sensatez con la ayuda del pensamiento recuperado. Dejaba atrás los días sin noción del tiempo y lleno de gritos desde los camarotes, de pasos agitados por los pasillos.

      -El doctor Ruiz se encerró a cuidar al señor Manuel, durante muchos días. La señora Natacha rezaba y se lamentaba todo el día y todas las noches. No había nadie que controlara a los hombres. Dormían y se emborrachaban. Yo traté de mantener todo esto, pero ya ninguno me hizo caso. Después, el doctor desapareció, nadie lo vio irse, pero el señor Manuel tampoco estaba, y entonces la señora Natacha se enojó. Un día reunió a los hombres que quedaban porque muchos se habían ido a tierra, y los insultó y los echó. Le reclamaron la paga, y ella fue a su camarote y regresó con un cofre. Repartió el dinero y los hombres se fueron. Yo me quedé porque no tengo a dónde, porque no quiero abandonar este barco. Si se muere el “Juan Manuel”, yo también me muero.

     Mendoza sabía que Márquez había puesto todo el esfuerzo de su experiencia para reparar el barco. En Buenos Aires sus colegas lo habían felicitado a medida que veían el progreso en el astillero. Márquez era un hombre respetado, y tenía un hijo ingeniero y otro arquitecto, que vivían en Francia. Del tercero no hablaba casi nunca, era pintor, había dicho alguna vez, y le daba vergüenza mencionarlo. Se había puesto a llorar nuevamente, pero de pronto abrió los ojos, asustado, mirando hacia la escotilla por donde había entrado corriendo Máximo, tropezando casi en los escalones, mientras llamaba a gritos, reclamando, el nombre de Natacha.

     Altea se levantó y lo siguió, pero ya no podía correr como antes y temía caerse por la escalera. Sería una forma de deshacerse del chico, pensó, pero también podría matarse ella, y ahora lo imperioso era detener a Máximo, protegerlo de sí mismo. Porque sabía que si no iba tras él habría algo más grande que lamentar. Cuando llegó al camarote de Natacha, él apenas había atravesado el umbral de la puerta y se había quedado mirando la habitación. Lo vio recorrer con la vista las paredes y los muebles llenos de reliquias y de imágenes de santos y de crucifijos de todas formas y tamaño. Ella no pudo evitar hacer lo mismo, y le llamaron la atención especialmente aquellos cristos retorcidos construidos por los indios. La cruz que ahora llevaba nuevamente colgando sobre su pecho era muy parecida.

     Natacha estaba acostada, y había levantado la cabeza al oírlos entrar. Máximo corrió a ella y la agarró sacándola de la cama y tirándola al piso. Se arrodilló sobre ella y la retuvo con una mano apretándole la cara y la mandíbula, y con la otra le sujetándole las manos. Altea intentó separarlo.

     - ¡Basta Máximo! ¡Basta, por favor! ¡No vale la pena, ella no lo vale amor mío!

     Natacha se dejaba hacer, sin defenderse. Escuchaba a Altea, y hasta parecía sonreír bajo la mano de Máximo.

     - ¡Maldita hija de puta! ¡Hija de todos los demonios! ¡Mataste a Ariel, mataste a Julio!

     Natacha hacía un ruido como si se estuviera ahogando, el pecho se estremecía y las piernas le temblaban.

    - ¡Basta Máximo, basta! -decía Altea, sin soltarlo, pero sabiendo que le era imposible detenerlo. La espalda de los hombres es fuerte, y nada podía hacer ella con sus brazos débiles y su cuerpo cansado para apartarlo del crimen que iba a cometer. Ella misma deseaba matarla, pero no podía permitir que el único hombre que amaba, que ese dios omnipotente que había descubierto, perdiera su dignidad cometiendo un crimen.  Ella sabía que un dios no castiga quitando la vida, sino prolongándola. Allí estaban las imágenes que los rodeaban para comprobarlo.

     Entonces Máximo sacó la mano que cubría la boca de Natacha. Él respiraba agitado, con la cara angustiada y el sudor en el cuerpo. Ella respiró profundo, y se puso a reír con voz muy baja, pero el sarcasmo era tan profundo que no había manera de arrancarlo completamente. El alma de Natacha tenía la forma de la ironía como flores, el desprecio absoluto como el tallo que las sostenían, y el dolor como raíz. Quizá se alimentaba de ira, y esas imágenes lo demostraban: eran cristos furiosos porque eran impotentes, no podían sacarse los clavos sin volver a sufrir, no podían caminar sin ver la sangre que caía de su frente con la corona de espinas. Veían el mundo a través de los orificios de esos clavos, agujeros donde ya no había huesos ni carne, sino las imágenes del futuro: espejos del futuro que reflejaban el pasado. Espejos reflejando espejos.

      Luego Máximo se levantó y comenzó a recorrer la habitación. Palpó los crucifijos colgados, volteó las imágenes, y cuando llegó al cofre del dinero dijo:

      -Tiraste todo por la borda, todo por lo que trabajé todos estos años…

     Entonces Natacha supo que lo abriría, se levantó para detenerlo, pero él ya lo había hecho.

     Cuando abrió la tapa salieron moscas, y adentro había algo que parecía una mano todavía hinchada, llena de gusanos y que ya comenzaba a secarse. Cerró de golpe, retuvo una arcada y salió corriendo. Natacha fue tras él. Altea no entendía lo que pasaba, pero los siguió, lenta y con las piernas doloridas.

     Máximo subió la escalera, Natacha lo hizo con lentitud, enganchándose con la falda y tropezando hasta llegar a cubierta. Él ya había llegado al borde y arrojó el cobre al agua. Natacha llegó y se aferró a la baranda como la había visto hacerlo el día anterior desde la costa. La vio alzarse un poco y asomar el torso. Las faldas negras eran como la cola de un buitre, sus brazos aferrados a la baranda eran las garras, y el torso y la cabeza de cabello negro y despeinado eran la cabeza y el pico. La vio tan claramente con esta forma, que de pronto descubrió la similitud con las figuras de los cristos torcidos obtenidos en los pueblos por donde había pasado. Todas las figuras que la gente le había regalado cuando aún vivían en Santa Fe y todos los que compró en un pueblo u otro durante el viaje, eran iguales a ella, o ella iguales a todos ellos. Un Cristo de vestido negro igual a un manto piadoso a la vez que execrable, un Cristo afeminado con pechos y vagina, de miembros flacos y sin vello, un Cristo como un ave que no podía volar, un ser impotente, y que por eso odiaba. Un ser que añoraba al único dios que la había dado las alas y se las había arrancado con su muerte, el dios enterrado en Polonia.

      Ahora lloraba en lugar de reír. Con la cabeza asomada sobre el río, las lágrimas caían sobre las cabezas de los yacarés que se acercaron a oler el pedazo de carne que había caído. Altea la agarró de los hombros y la obligó suavemente a que bajara. Rodeó su talle con los brazos y la hizo caminar junto de vuelta al camarote.

    ¿Qué es la solidaridad entre mujeres, se preguntó él, sino un refugio endeble contra los hombres? Aborreció a ambas, incluso a la que amaba. Pero más a la que había amado alguna vez.

     Y entonces escuchó su voz. Ella se había dado vuelta, sin rechazar la ayuda de Altea, de pronto lleno su rostro de aquella parsimonia que había construido en su cara durante los últimos tiempos frente a Manuel.

     -No maté a ninguno de ellos. Se mataron solos. Todos lo saben. Allá está la negra para preguntarle, siempre esperándote como un perro en la cocina.

     Después miró a Altea y acarició la cruz.

     -Veo que la recuperaste-dijo. -La cruz tiene su camino y lo recorre con sabiduría. El círculo de la serpiente que se come a sí misma.

     - ¿Qué? -preguntó Altea.

     -Nada, querida. Mientras dure tu embarazo, entenderás menos, pero verás más.

     Altea se abstuvo de encontrar alguna sensatez en esa mujer. La ayudaría a regresar a su cuarto y hacerla descansar. No sabía bien en qué consistía la solidaridad entre las mujeres, no la había sentido por aquellas que más lo merecían, como con Carmela Espinoza o la tía Eustaquia de Las Heras, sino por esta otra que no había hecho más que destrozar la vida de los hombres que la rodeaban. ¿Qué era lo que la unía a ella? ¿Ambas estaban en el mismo círculo del que le había hablado tiempo antes, la cruz cortada, el círculo y el número Pi? No sería extraño si pensaba en Manuel, en la forma en que vivieron y en la que se hablaron todos esos años. Y sobre todo la forma en que se separaron: ignorándose como consecuencia del olvido, porque ni siquiera fue desprecio. El desprecio es el cadáver del afecto, y ese cadáver era el que le habían entregado dentro de un cajón cerrado que olía a podredumbre.

     Entraron a la habitación. Altea la ayudaba a caminar porque Natacha sentía las piernas débiles, según decía, y el vestido le quedaba flojo y se tropezaba con el borde de la falda. Pero sentía que era Natacha la que en realidad la conducía. Una era muy delgada, la otra comenzaba a abultar su vientre, pero la más flaca era quien la conducía en realidad. El pelo negro y ensortijado enmarcaba el rostro pálido, pero de intensa mirada.

      La dejó en la cama, sentada, mientras iba en busca de agua fría y un paño. La hizo acostarse y le mojó la cara con agua fresca. Le desabrochó los botones superiores del vestido y le refrescó el pecho. Natacha la miraba apenas, como desentendida.

     - ¿Qué le pasó a mi esposo? -preguntó. Ya no podía más, necesitaba alguna respuesta.

     Natacha abrió los ojos y la agarró la mano con el trapo. Se reclinó sobre la almohada y suspiró profundo.

     -Después de que ustedes se fueron al pueblo, Ariel y yo discutimos más fuerte de lo normal, por lo de siempre, sus dibujos, su deseo de viajar con Máximo. Se enojó mucho esta vez, lo vi… ¿cómo puedo explicarle? Lo vi rebelde, y eso a causa de Máximo, que siempre le ha hablado en contra mía. Así se lo dije, y él se empecinó en seguirlos a ustedes. Yo se lo prohibí, y entonces se tiró al río para nadar hasta la costa, y entonces, esos animales, los yacarés…Pero antes, querida, apareció Manuel, que había escuchado nuestros gritos, y cuando lo vio tirarse, también lo hizo para salvarlo. Pero ya era tarde. Manuel fue herido porque tuvo el sentido común de darse cuenta de que ya no podía hacer nada. Los hombres lo rescataron, y Julio empezó a curarlo. Pero pasaron los días y las heridas no se curaban. Parece que había que amputarlo, y Ruiz decidió llevarlo al hospital de Santa Lucía. Después de que se fueron, ya no supe más nada.

     Natacha la miraba a ella y a la cruz mientras hablaba, con algún sollozo intercalado, buscando con las manos un pañuelo entre las sábanas.

     -Manuel era un buen hombre, querida, usted debe sentirse orgullosa. Mire que intentar salvar a Ariel de esos monstruos. La muerte de mi hijo fue mi culpa, lo reconozco. Le exigí demasiado, y él era débil de carácter. Tenía el aspecto de mi padre, y por eso lo creí más fuerte de lo que era, y le pedí demasiado, me parece. Si quiere, écheme la culpa también de la muerte de su esposo, de algún modo también fue por mi causa.

    Entonces alzó la mirada hacia el crucifico que estaba en la pared sobre la cama. Hizo la señal de la cruz y dijo:

     -Al doctor Ruiz no sé qué le pasó, es la verdad. Él se arriesgaba a bajar a tierra, lo sabía muy bien. Lo hizo por la vida de Manuel. Eran hombres muy buenos, que conocían su deber. Pero Máximo se fue con usted, mientras nosotros…acá…

    Cerró los ojos, como queriendo dormir, pero de pronto los abrió.

    -No se separe de esa cruz, Altea, hasta el día que se muera. Manuel no lo habría querido. Él me contó que la amaba mucho a usted, si hasta renunció a Dios para casarse con usted, querida. Imagínese… pero ¿qué digo? Ya usted lo sabrá muy bien y lo habrá valorado.

     Altea se sintió de la manera en que Natacha había esperado. Y eso significaba verla apesadumbrada, yendo de un sitio a otro de la habitación, acomodando lo que Máximo había tirado al piso, trayéndole algo de comer, cambiándole la ropa de cama, sentándose o acostándose a su lado para tomarle una mano y preguntarle si necesitaba algo. Natacha se daba cuenta de que no lo hacía por ella, sino que cada segundo y cada acto era una manera de compensar la culpa. ¡Qué grandioso sentimiento!, pensaba. Ningún otro es tan fuerte ni puede conducirnos a tanto ni tan firmemente como ese.

     La culpa es fiel.     

    

     Máximo bajó a la cocina. Estaba a oscuras.

    - ¿Hay alguien? ¿Tomasa?

    Escuchó un movimiento, tal vez de una silla que se movió y cayó con rapidez, y luego el gemido de una respiración pesada. Pero ya había reconocido el olor de la negra antes de que ella encendiera una lámpara.

    - ¡Pero si es mi niño Máximo! -gritó, corriendo y abrazándolo con fuerza.

    - ¿Cómo está mi querida negra? -dijo, tratando de desprenderse del ese abrazo. La vieja Tomasa estaba más gorda que la última vez que la había visto.

     La negra lo soltó, pero lo sacudió de los hombros y le agarró las manos para llevarlo a sentarse junto a la mesa grande.

      - ¡Creí que nos había abandonado! Usted y las polleras, mi diosito…-dijo juntando las manos y moviendo la cabeza de un lado a otro. - ¿Pero por qué me mira así? ¡Ah, ya sé! Estoy más gorda, es verdad. Es que como no tengo para quien cocinar, me siento acá en la oscuridad, pienso y como.

    - ¿Y en qué piensa, mi negra?

    - ¡Uy, en tantas cosas que pasaron desde que mi niño se fue!

    - ¿Y qué pasó?

    Tomasa se sentó apoyó los codos en la mesa, entrelazó los dedos, como si rezara, y se golpeó la frente varias veces.

     -El diablo se metió en este barco, niño. Y tiene polleras…

     -Vamos, vamos Tomasa. Ya sé que no se lleva bien con mi mujer, pero de ahí a…-Máximo sonreía para aliviar a la vieja, su corazón latía al ritmo de la congoja.

     La vieja se agarró el pecho justo antes de hablar. Máximo le trajo aguardiente que ella escondía siempre en un cajón de la despensa. Ella bebió directamente de la botella, la dejó sobre la mesa y acarició con brusquedad la cara de Máximo.

    -Gracias mi niño, si no fuera por usted que me dio la libertad.

    -Vamos, negra. No digas pavadas. Ya eras libre cuando te encontré…

    -Acá, mi niño, pero en el Brasil me buscaban, y todavía hay quien debe acordarse. Si lo sabrá el dotor…Siempre hay alguno que no olvida, mi niño…

     -Entonces vos sabés por qué desembarcó…

     - ¿Que si lo sé? Yo estuve acá todo el tiempo, mi niño, vi y oí todo.

     La lámpara fue agotando su combustible y la penumbra recuperó su espacio en la cocina, mientras ella hablaba y hablaba, interrumpiéndose muchas veces para llorar, secarse las lágrimas o tomar más aguardiente. De vez en cuando hacía silencio para ver cómo Máximo tomaba sus palabras, pero ella lo conocía desde muy chico y sabía que se guardaría todo sentimiento hasta el momento de estallar. Había escuchado los movimientos y los gritos desde la habitación de Natacha. Hasta llegó a pensar esa tarde que la había matado, y entonces un gran alivio dominaba su espíritu. Pero poco después escuchó esa voz de ella, que era como el sonido de una mueca sarcástica que cortaba todo el aire a su alrededor y creaba dos espacios incongruentes, dos fuerzas destinadas inevitablemente a la lucha.

     Ahora el cielo estaba igual de oscuro que el interior de la cocina, pero ellos no lo sabían. No alcanzaban a verse las caras, y sin embargo las adivinaban certeramente. Ella con la pesadumbre dibujada como gotas de grasa en la cara tiznada y negra, igual al horno junto al que había cocinado todos los días. Él con el color de la ira en el rostro y la más obtusa confusión tejiendo marañas alrededor de su cerebro. Entonces agarró una mano de la negra y la llevó a sus labios. La besó y dijo algo en voz muy baja.

     Ella entendió, sin contestar. Se quedó sola en la cocina, rodeada de los olores que eran más entrañables que los hombres que había conocido. Había esperado a que su niño Máximo llegara para que él supiera la verdad, y ahora que lo había contado todo, estaba tranquila. Apoyó la cabeza sobre la mesa y pronto se durmió. Soñó con los árboles del Mato Groso, con el agua del río y los deslumbrantes colores de los pájaros. Pasó por su sueño aquel negro que la había besado y con el que había pasado muchas noches, y también en los blancos que la habían manoseado y le había dado varios niños que ella mató antes de nacer. Pensó en su madre y en sus hermanas, en las largas jornadas de trabajo en las plantaciones, y en el aroma de la planta del café que odiaba y nunca pudo tragar. Porque eso bebía aguardiente día y noche, para el calor o para el frío, porque era totalmente diferente al gusto del café.

     El sol sobre las cabezas descubiertas, los cuerpos desnudos y el café en las narices, revolviendo el estómago y creando los granos de la ira en el corazón, que se esparcirían por la sangre a lo largo de los años.

     La ira negra como pequeñas bestezuelas en las yemas de los dedos. Bestias de carga o bestias de fuerza, y sólo el odio o la sumisión como parámetros diferenciales. Un leve matiz de distinción para crear un abismo de conductas. El morir o matar. El matar o morir.

     Y la esclavitud en el medio, transformada en una virtud conciliadora.

     El centro de la mediocridad.

     La negra se hundió en aquel abismo esa noche. En la mañana ya no pudo despertar.

 

 

 

*

 

 

 

El funeral de Tomasa se hizo en tierra, pero antes tuvieron que mandar traer tablas y un carpintero. Estaba demasiado gorda para uno de los ataúdes corrientes. Para la tarde, los hombres ya habían puesto el cuerpo sobre las maderas y el carpintero armó el resto alrededor. Eran seis para bajarla a tierra. El Padre Leguizamón volvería a oficiar, y harían el mismo camino que la vez anterior.

     Cuando le preguntó a Altea si lo acompañaría, ella contestó que no. Había estado mirando la fabricación del cajón, pero iba y venía del camarote de Natacha. La noche anterior, él fue hasta la habitación en que creyó encontrarla, pero estaba vacía. Fue hasta la de su mujer, y como golpeó sin respuesta, abrió y las vio a ambas acostadas una al lado de la otra, aún vestidas con la ropa del día anterior, tomadas de la mano, con los ojos cerrados. Parecían muertas. Supo con certeza, entonces, que Natacha la había convencido, quizá manipulado el sentimiento de permanente duda que sentía Altea sobre su esposo, un sentimiento que fácilmente podía identificarse con la culpa.

      Bajaron el cuerpo entre los seis: Máximo, Márquez, Beltrame, que había conseguido la madera, el carpintero y dos ayudantes del puerto. El bote soportó el peso del cajón con Tomasa y de dos hombres más. Los otros irían en el siguiente viaje. El perro también se había subido al bote.

      Luego subieron el ataúd a la carreta, levantaron al cura al pasar por la puerta de la capilla y siguieron al cementerio. El chico quiso acompañarlos, él buscaba a Altea. Máximo le dijo que no se sentía bien y lo hizo sentarse en el pescante junto a él. Lo observó durante todo el viaje. Ahora que lo miraba con detenimiento, creyó hallar ciertos rasgos de Julio. Pero cuando lo había conocido ya el alcohol había hecho estragos con él. Sin embargo, la forma de la cara, la manera de sentarse, encorvado y taciturno, y hasta la estatura moderada que el chico ya anunciaba en la forma y dimensiones de su cuerpo a la edad que tenía, los asemejaban.

     - ¿Cómo está tu madre? -le preguntó.

     Bernardo se encogió de hombros. Máximo sabía que ella no estaba mucho en casa y él se las arreglaba solo casi todo el tiempo.

     La ceremonia fue más larga que la otra. Muchos vecinos habían seguido al cortejo, y mientras cavaban y bajaban el ataúd hombres y mujeres se fueron acercando hasta formar un gran grupo de gente dispersa entre los pastizales y las sepulturas. Tomasa era muy conocida por la zona y la apreciaban. Mientras el cura recitaba el responso, se escucharon sollozos. Máximo tiró la primera palada de tierra sobre el cajón, que por el peso había caído algo torcido y parte de las tablas se habían trizado. Los hombres que habían bajado el cajón se miraron, pero no harían nada para remediarlo. El chico se agarró de la mano de Máximo y del cura. Subieron a la carreta y regresaron al puerto.

     - ¿Cuándo piensa partir, capitán? - preguntó Beltrame.

     -Primero debo conseguir nueva tripulación.

     Había visto a varios de los que habían trabajado para él durante el funeral, pero no estaba seguro de buscarlos nuevamente.

    -Además, debo poner a punto las máquinas.

    Ese día pasaría la noche en la capilla, iba a intentar buscar hombres durante el día siguiente. El chico se acostó a su lado, y ambos estaban demasiado cansados para hablar. Max dio vueltas a su alrededor y se acostó.

 

      En la mañana, el perro los despertó con lengüetazos. Desayunaron con el cura y salieron a recorrer el pueblo. Muchos se detuvieron a hablarle porque hacía tiempo que no lo veían. Todos estaban al tanto de lo que había pasado, pero el apellido Hurtado de Mendoza y su abolengo lo colocaban en una especie de nivel de leyenda accesible, al cual todos podían ver y tocar sabiendo que Máximo no se molestaría. Los más viejos lo habían conocido desde chico, visto crecer y cabalgar con sus amigos. Lo habían visto reír y pelear, y hasta lo vieron pasar varias veces por los pasillos del prostíbulo que ya no estaba.

     Máximo y Bernardo iban uno al lado del otro, y el perro los seguía. Él se paraba casi en cada cuadra para hablar con alguien, abrazándose con gritos y risas, y algunos insultos dichos en broma. El chico se paraba y escuchaba, o iba a jugar con Max que husmeaba la tierra y movía la cola.

     Para las seis de la tarde ya había conseguido veinte hombres, diez de ellos eran los que habían abandonado el barco.

     -Necesitamos el trabajo, capitán, pero la señora...-. Así le hablaron; él contestó:

     -Ya no dejaré el barco, y ella no los molestará.

     Algunos fueron a bordo ese mismo día, con Márquez. Los demás irían al día siguiente.

     Fueron a la casa del cura para cenar. Le preguntó al padre Leguizamón por la madre de Bernardo. El cura miró por la ventana para asegurarse que el chico jugaba con Max afuera.

     -La madre es una puta, ya sabés - dijo el cura. -El chico se da cuenta de todo y sabe de qué se trata. Yo quiero que usted se lo lleve, Máximo.

     -Pero no puedo robarle la criatura a la madre.

     -Muchas veces el chico se ha ido por su cuenta varios días y ella nunca reclamó. Fue él quien volvió porque no sabía valerse solo. Todos saben que es el hijo de Ruiz. Usted puede darle un futuro decente, Máximo. La madre no lo va a extrañar, para ella será una carga menos. Coge, toma y duerme, y no tiene tiempo para nada más.

      Cuando Bernardo regresó, cenaron y se acostaron.

      A la mañana caminaron al muelle. El bote estaba preparado. Beltrame se acuclilló para desatar las amarras.

     -Cualquier cosa me pega un grito, capitán, ya sabe…-dijo el cura.

     Se abrazaron, y subió al bote. El perro se quedó junto al chico. Bernardo le decía que saltara, pero Max no se movía. Bernardo intentó empujarlo, pero el perro se acostó. Entonces Máximo le dijo:

     - ¿No te das cuenta de que no va a subir solo?

     Bernardo Ruiz, el chico de diez años, lo miró con la misma expresión de congoja y brillo en los ojos que había visto en Julio el día que lo contrató.

     Entonces Bernardo dio un salto desde el muelle, y Max lo siguió.

     Mientras remaba, Máximo Mendoza se preguntaba qué clase de hombre era él. Recogía desvalidos para luego perderlos de una manera peor a que si los hubiese dejado solos. ¿A qué clase de futuro estaba llevando al chico?  

 

      Durante toda la semana algunos hombres se arrepintieron de subir, pero otros llegaron, y lentamente la nueva tripulación grupo fue consolidando sus lazos. Tenían mejor humor y más predisposición que la anterior para el trabajo, y también más conocimientos del río. Márquez los había organizado en grupos, seleccionando dos o tres con estudios para manejar reparar las máquinas. Día y noche se escuchaban golpes de martillo y ruidos de engranajes, y cuando el motor a vapor estuvo nuevamente en funcionamiento, se necesitaron varios días para calentar y revisar si aparecía algún desperfecto.

     Tendrían un largo viaje con mucho trabajo si querían recuperar el tiempo y el dinero perdido. Mendoza no tenía más alternativa que recuperar los clientes con los que no había cumplido y aceptar todos los encargos que le llegasen. Había mandado telegramas desde la oficina postal de Corrientes y Paraguay. Y durante los días siguientes le llegaron pedidos incluso de Brasil.

     Márquez, finalmente, le dijo que podían zarpar cuando el capitán lo mandara. Entonces Máximo anunció que partirían al día siguiente. Esa noche toda la tripulación cenó en cubierta. Máximo dijo que las mujeres estarían presentes, y entonces los hombres se callaron.

     -No quiero borracheras ni obscenidades, las señoras nos acompañarán. El que no quiera, que se vaya.

     Ellos no entendían. Márquez no entendía. ¿Los estaba desafiando a ellos o a las mujeres?

 Durante esa semana Natacha no había salido de su camarote más que una sola vez. La vieron subir a cubierta y mirar el río durante media hora. La saludaron, pero ella no los miró. Altea la acompañaba del brazo.

     El día que lo vieron regresar con el chico, Altea sonrió, olvidando de pronto todo resentimiento, pero cuando Bernardo corrió hacia ella, no lo saludó. Estaba del brazo con Natacha, que al verlo dijo:

     -Otro desvalido.

     Máximo no le hizo caso. Pero la tarde anterior a la cena con la tripulación, las fue a buscar al cuarto.

     -Esta noche cenamos en cubierta, señoras.

     Altea estaba arreglando la cama de Natacha, que rezaba junto al pequeño altar armado sobre una mesa. Lo miró y él creyó volver a ver el rostro de la mujer que quería, pero pronto volvió a escabullirse.

     -Gracias- fue lo único que dijo.

     En la noche, los hombres armaron la mesa. El chico iba y venía entusiasmado por ayudar en todo. Max lo seguía, acompañado de otros tres perros que los hombres habían subido. La mesa estuvo puesta y las sillas o los bancos se sumaban a medida que se iban sentando. Todos se habían bañado y lavado sus ropas. Los cabellos peinados y las barcas más o menos recortadas. E intentaban contener su lengua cada vez que querían lanzar alguna maldición. Márquez se había encargado del fuego donde asaron una res que habían faenado esa tarde en el pueblo. La carne ya estaba lista y los platos listos, pero ninguno se atrevería a empezar sin que el capitán concediera el permiso. Y él esperaba a las mujeres. De un momento a otro aguardaba verlas aparecer con algún vestido más o menos elegante. Él había comprado ropa al chico, y Bernardo se había puesto el pantalón y el traje nuevo en honor a las damas.

     Esperaron quince minutos. Máximo les dijo a sus hombres que no se impacientaras, y ellos se pusieron a beber y conversar en voz baja para no perturbar a las mujeres. Les darían tiempo, y ningún motivo para quejarse.

     Pasaron otros veinte minutos, y cuando ya era tarde, él se levantó y caminó hacia el cuarto de Natacha. Golpeó la puerta. Altea le abrió. Estaba con su vestido de siempre, y Natacha acostada.

     - ¿No vienen?

     -Ella no se siente bien.

     - ¿Y vod?

     -Ya sabes…

     - ¿Sé qué?

     -Perdió a su hijo, y tú lo reemplazas con…

     - ¿Eso dice ella?

     -Lo piensa, no es necesario que lo diga.

     - ¿Y es lo que pensás también?

    -Es lo que veo, Máximo. Además, mira mi estado, no estoy para cenar con una manada de brutos.

     Y cerró la puerta.

     Máximo se quedó pensando, con la cara a dos centímetros de la puerta cerrada. Max estaba con él, y lo sintió rasguñar la puerta.

     -Bien, le dijo al perro. - Las bestias serían liberadas por esta noche.

 

     Regresó a cubierta. Había más luz afuera, con la luna y casi todas las lámparas encendidas sobre la larga mesa y otras colgando de las cuerdas que iban de un mástil a otro. La luminosidad contrastaba con el silencio que todos hicieron al verlo. Sabía que los hombres necesitaban de esa noche para dejar salir sus ánimos contraídos por todos esos días de trabajo pesado. Pero sobre todo esperaban, como él, la aprobación de las mujeres. Había visto en ellos la predisposición a portarse tranquilamente y divertirse sin efusiones delante de ellas, era suficiente con que las mujeres les hicieran el honor de presentarse, aceptar sus atenciones y, tal vez, sonreírles un poco.

     Pero el desprecio se responde con desprecio, ellos bien lo sabían.

      Entonces se acercó al extremo de la mesa que tenía asignado como capitán, y sin decir nada clavó el puñal en la madera. No fue necesario que pasara más de un segundo para que todos comprendieran, y los gritos sonaron de repente y las voces fueron un solo aliento que apagó algunas lámparas, pero ya no importaba. Todos hicieron lo que querían, sin pensar en las buenas costumbres. Los que no se sentaron a comer, fueron de un lado a otro por la cubierta, bebiendo de las botellas. El aguardiente, el vino y otros licores que el capitán guardaba en la bodega fueron renovados continuamente. Márquez y otro de los hombres traían las tablas con carne desde la cocina. Algunos comían con cubiertos, pero la mayoría con las manos y se limpiaban en la ropa que unas horas antes se habían esmerado en lavar.

     Máximo se sentó, pero comió muy poco. Bebía del vino y de vez en cuando echaba una mirada al chico, que se había sentado al lado, mirando a los hombres y sonriéndole en silencio de vez en cuando. Sabía que estaba desilusionado de las mujeres, sobre todo de Altea, a quien miraba de una manera que poco podía confundirse con otro sentimiento que no fuese filial. Pero la frialdad de Altea había vuelto a aparecer.

     - ¡Vamos, Bernardo! ¡Ánimo! - le dijo, revolviéndole el pelo.

    El chico se rio, como sólo predispuesto a conformarlo.

     - ¡Comé más! - le insistió.

    Bernardo volvió a servirse y Márquez le palmoteó la espalda.

    - ¡Así me gusta! -dijo, y volvió a la cocina a porque los demás seguían pidiendo.

    - ¿Querés cerveza? -dijo Máximo, y sirvió un vaso.

    Habían pasado casi dos horas y los hombres estaban borrachos, uno dormía ya en el piso o sentados y despatarrados en las sillas. La mayoría seguían despiertos, hablando muy alto como si estuviesen sordos, a veces empujándose y golpeándose.

     Uno se asomó a la borda y vomitó. Otros se acercaron como queriendo tirarlo, pero vieron a los yacarés que se habían arremolinado cerca del casco. La carne de res caída al río los había atraído. Uno de los hombres disparó, por pura diversión, y los otros encontraron bueno ese juego de tirarles carne como sebo y luego matarlos.

     Casi todos hicieron lo mismo, asomados a la borda, tambaleándose, y Máximo, que había tomado mucho pero todavía estaba lúcido, temió que alguno se cayera. Se levantó y le dijo al chico que no se acercara. Se unió a los otros abriéndose paso entre sus hombres. Ya todos lo consideraban uno más, y lo empujaron hacia la borda. Se asomó y vio en la oscuridad los destellos blancos de los dientes y del agua sacudida formando espuma contra el casco. Entonces pensó en Ariel, en el cuerpo que le habían dicho fue destrozado por los yacarés en plena mañana bajo el sol intenso. Con cuánta claridad debieron ver esa carnicería. Si ahora alguno de ellos se cayera, no verían más que el brillo de la carne al reflejo inesperado de la luna. Y la sangre no se distinguiría en el agua a la sombra del barco. Escucharían los gritos, seguramente, pero sin duda Ariel no había gritado, por lo menos Tomasa no le había hablado de ningún grito, ni tampoco los dos o tres hombres que se atrevieron a hablarle de ese día.  Ariel se había arrojado a propósito. Lo habían visto correr desnudo por la cubierta y saltar.

     Entonces se dio vuelta, empujó a los hombres y volvió a la mesa, terminó la botella de vino, y sacó el revólver de la chaqueta que estaba en el respaldo de la silla. Volvió a la borda y comenzó a disparar a los yacarés. Los otros se entusiasmaron aún más y comenzaron a disparar al río y al aire.

     En la costa se encendieron luces, hombres y mujeres gritaron desde el muelle. Pasó media hora y los tiros se fueron espaciando, pero no los gritos. Ahora algunos hombres volvieron a la mesa, siguieron comiendo y bebiendo. Después de medianoche seguían gritando, muchas botellas estaban rotas en el piso, parte de la mesa rota y volteada. Max y los otros perros se habían escondido con los tiros, pero cuando se acostumbraron salieron a buscar los huesos tirados. El chico se había medio dormido en su silla cuando sintió que alguien lo agarraba del brazo y tironeaba de él. Abrió los ojos cuando ya estaba parado y caminando tirado del brazo por Altea, pero no iban hacia los camarotes sino hacia la borda. Y escuchó la voz de ella, tan alta y enojada, diciendo tales cosas que no la habría reconocido de no haberla visto con el vestido de siempre, el pelo revuelto y la cara ofuscada, gritando insultos al capitán. Pero de todo lo que dijo sólo recordaría lo que se refirió a él.

     - ¡¿Para esto trajiste al chico?! ¡¿Para enseñarle esto?!

     El capitán la miraba sin contestar, con los ojos brillantes y obnubilados. Fue eso lo que le resultó más extraño al chico. ¿Iba el capitán a llorar por la reprimenda de ella? Aún no, porque estaba apoyado en la borda, sujetándose con los codos. Los pies se resbalaban porque estaba descalzo sobre el piso mojado de cerveza y sangre al lastimarse con los vidrios rotos.

     Ella seguía gritando y se le había acercado para sacudirlo de la camisa. Varios botones se habían roto y el pecho de Máximo Mendoza estaba descubierto. Se había formado un corro de hombres alrededor para observarla, pero tan borrachos que se reían de ella.

     Altea los miró por un momento y les dedicó también muchos insultos que nunca habían escuchado de la boca de cualquier puta que hubiesen conocido. Eran palabras que no entendían muchas veces, porque mezclaba palabras en danés con otras de la región de España en la que se había criado. Por eso se reían, hasta que también se cansaron de eso y se fueron apartando, algunos se tiraron a dormir en la cubierta, otros se acostaron en la mesa. Los revólveres de cada uno cayeron al piso, con las municiones agotadas. Pero el revólver de Máximo había sido vuelto a cargar. Lo hizo mientras escuchaba los gritos de Altea, mirándola de tanto en tanto, porque no necesitaba mirar su arma para cargarla, ya la conocía demasiado bien. Era siempre igual y fiel. En cambio, el rostro de Altea le era desconocido. La furia de su cara era tan intensa y repleta de ira que era como ver el rostro de una bruja. Ella hablaba y hablaba, despidiendo desprecio por la boca, sin soltar el brazo del chico, como si de un perro se tratara. Lo utilizaba como instrumento de causa para su odio, pero era eso nada más, el instrumento que le había servido para disparar su primer tiro. Ella no tenía arma de fuego, pero sí estaba allí el chico de diez años, y en su mirada de pánico y cansancio hallaba un argumento tras otro, un motivo de resentimiento cada vez más grande.

     Máximo Mendoza la miraba con ojos brillosos, pero no iría a llorar. La observaba devolviéndole el resentimiento, y ante el filo de cada una de las tantas y tantas palabras que había escuchado esa noche de la misma boca que había besado, supo que debía contestar. Y así tal vez ella entendiera.

     Sacó el revólver de su cinto, lo levantó en la mano derecha y se dio vuelta. Comenzó a disparar otra vez hacia el río.

     - ¡Este es por Ariel! -dijo.

      Sabía que ella, aunque ahora callada, seguía de pie tras él. Volvió a disparar.

     - ¡Este es por Julio! -dijo, y se asomó a ver si todavía quedaban animales vivos. Pero eso ya no importaba. Siempre había a quien matar.

     Otro disparo.

     - ¡Este es por la negra!

     Su voz se tropezó y escupió. Por un instante, ella debió creer que se detendría. Máximo se había apoyado con las manos en la baranda y parecía que iba a devolver todo lo que había comido y bebido. Pero no fue así.

      Volvió a levantar el arma y a disparar.

     - ¡Este es por tu esposo! - dijo.

     Entonces se dio vuelta. Ella estaba sola. El chico se había soltado y escondido. Miró hacia el castillo de proa, esa sección tan altanera de los viejos tiempos que había conservado como una reliquia del antiguo esplendor. Distinguió la sombra de Natacha, su figura rígida, y su cuerpo oscuro contra la luz, era indistinguible excepto por la forma de mujer. Sin embargo, por un momento, creyó ver un buitre. Los brazos de Natacha parecían patas con garras, y los cabellos levantados y descuidados simulaban plumas revueltas por el viento del río.

     ¿Cuándo se había posado allí? Tal vez había llegado atraído por la carne asada, quizá por los perros, incluso por el chico. Luego se llevaría a los hombres inconscientes tirados por el piso.

     Era necesario deshacerse del buitre.

     Levantó una vez más el arma, pero sintió los brazos Altea, que tiraban de él, y como ella no tenía fuerza, se había abrazado al cuerpo de Máximo.

     - ¡N o, Max! ¡No lo hagas, no lo hagas, por favor! ¡Yo te amo, yo te amo! ¡No te condenes, por favor, por favor!

    Esas dos últimas palabras las repitió tantas veces como tantas otras palabras de ira había pronunciado antes. Pero eran solamente dos palabras, que por más que fuesen repetidas una eternidad de veces, no borraban nada.

    El arma seguía en sus manos, con los dedos en su posición. Había bajado el brazo. Apoyó la mano libre sobre la espalda de Altea, y sintió el llanto entrecortado y angustiado que le sacudía el cuerpo.

    Máximo miraba hacia adelante, no quería observarla. Era suficiente con sentir el llanto convulso de su cara apretada con su pecho, y el sonido de los irremediables e inútiles “por favor”.

     Se llevó el cañón del arma a su sien derecha, y ella escuchó el percutor sobre la piel de Máximo. Y otra vez le agarró el brazo, y como esta vez estaba pegado a su cuerpo, le fue mucho más fácil hacer fuerza. Las manos de Altea agarraron la mano de Máximo que tenía el revólver entre sus dedos y el índice sobre el gatillo.

      Pudo apartar el cañón de la cabeza de él.

      Hizo ella tanta fuerza, que él cedió de pronto. Y le apretó la mano.

      Sintió el metal caliente y luego el disparo.

      El cuerpo de Altea seguía sujeto a él por su brazo izquierdo aún en la espalda. La cabeza de Altea tenía sangre sobre el ojo izquierdo. Ya le tapaba media cara y corría por el cuello, chorreaba por el vestido y manchaba su propio pecho abrazado a ella. Entonces la soltó.

     Se dio cuenta que se había hecho un silencio tan grande que parecía haber caído del cielo nocturno como una explosión silenciosa que había eliminado no sólo la capacidad auditiva de todo el mundo, sino haber anulado los sonidos de las cosas y los elementos: el sonido del río, los pasos sobre las tablas, la misma respiración de los hombres.

     Y él se ahogaba en ese silencio, por eso gritó.

     Recuperó de esa manera la realidad. Porque lo de antes era simplemente desesperación.

 

     A media mañana los hombres habían llevado a Altea al camarote que había compartido con su esposo, y la habían acostado en el mismo colchón que tanta sangre de él había recibido. La cargaron desde cubierta, tratando de cuidar su cabeza y su vientre, mientras Natacha contenía la hemorragia y ordenaba los cuidados que debían tener al llevarla y para que otros prepararan la cama.

      Máximo los seguía, con la cara pálida y compungida. Todos habían visto lo ocurrido, y nadie lo culpaba, pero l imperiosidad de Natacha lo ignoró y lo empujó separándolo de Altea.

      Ninguno estaba suficientemente sobrio esa noche, excepto las mujeres, por supuesto, pero sin esperar que el capitán les ordenara, hablaron con Márquez y fueron a tierra a buscar un médico. A las cinco de la mañana, cuando ya había una tenue luminosidad, encontraron al doctor Estanislao Gonçalvez en su casa. Golpearon a la puerta y lo despertaron a los gritos. Lo llevaron a bordo.

     En el pasillo, los hombres, ya despiertos y despejados, pero aún con resaca, iban y venían intentando saber lo que pasaba. Márquez sabía que era el único que podía mantener el orden en el barco antes que todo volviera al estado anterior. Había contratos que cumplir y necesitaban el dinero. Más tarde o más temprano, debían zarpar.

      Adentro, Natacha estaba sentada en la cama, lavando la sangre en la cara de Altea. La hemorragia se había detenido, dejando una mancha de coágulos que Gonçalvez recomendó cubrir con vendas. Había una sola mujer de servicio, compañera de uno de los hombres, que ayudaba cortando telas limpias, trayendo agua y lavando, y soportando con la cabeza gacha y cara asustada las órdenes de Natacha.

     El médico se paró luego de terminar la vendar la cabeza de Altea, y miró a Máximo, que estaba sentado junto a la cama, con los codos en las rodillas y las manos enlazadas. Parecía rezar, pero quién sabe, a juzgar por su expresión sus pensamientos podían ser nulos como podían ser un diluvio formando una inundación de aguas estancadas.

     - ¿Vivirá, doctor? - preguntó.

     -No lo creo posible… No se puede hacer nada más que esperar en las próximas horas.

     - ¿Y el niño está bien?

     -Sí, gracias a Dios, pero no sobreviviría si lo sacáramos ahora, sólo tiene la posibilidad mientras viva su madre. Si ella lograra mantenerse estable hasta final del embarazo, se podría sacar…

    - ¿Usted cree…?

    -No lo creo posible, pero como ya le dije, no hay manera de saber cómo reaccionará su cerebro dañado.

     - ¿Despertará doctor? -preguntó, y vio que Natacha lo miraba.

    -Tiene medio cerebro destruido, capitán.

    El médico salió y varios hombres se agruparon a su alrededor mientras salía. El chico aprovechó para asomarse a la habitación, y como nadie lo detuvo, caminó de puntillas y se sentó junto a Máximo. Luego de un rato de ver a Natacha seguir con los cuidados de la enferma y sin que ella le hiciera caso, Máximo le pasó un brazo por los hombros y lo acercó. Así abrazados, ello los miró por un rato, sin dejar de lavar y arreglar el pelo de Altea. Sus miradas se cruzaron, y la mirada acongojada de él sólo cambió en ese momento por otra.

    -Sé que preferirías verme a mí en esa cama-dijo Natacha, ya sin mirarlo siquiera, sin dejar de cuidar de Altea, sacando las vendas sucias y doblando las vendas limpias para remojarlas en agua.

    -Tuviste dos grandes ideas anoche, una en apuntarme y la otra en apuntarte a la cabeza, y en ambas intervino ella. Yo no sé qué hiciste para que te amara tanto.

     El chico los miraba, callado y cabizbajo. Sabía que estaba de más en esa habitación, pero no podía substraerse de las emociones que todo eso le provocaba.

     Luego de un breve silencio en que ella no esperó respuesta, se contestó a sí misma.

     -Yo te lo diré. Eres débil, por eso te ama. Y ella es muy fuerte. Se casó con un hombre que nunca quiso realmente, imagínate eso para empezar. Convivió años con los indios. Soportó una violación. Y encima de todo, aceptó continuar con un embarazo que aborrece. Y ahora esto, para terminar definitivamente con ella, y aún sigue viviendo. Las personas fuertes necesitan de las débiles a quienes amar, no pueden juntarse con otra fuerte, porque no pueden entregarle nada que ya no tenga. Manuel era fuerte, imagina que renunció al Dios que toda su juventud pensó iba a dedicarse, por una mujer que nunca lo quiso del todo, y él tal vez lo sabía.

     - ¡Tu adorado Manuel! Sabés lo que le hizo a tu hijo.

     Natacha no lo miró, con la vista en las vendas que estrujaba, pero evidentemente ansiosa por esquivar algo que parecía estorbarla a su lado. Sacudiendo apenas un codo, dijo luego de deshacer un nudo en su garganta:

     -Eso ya lo pagó.

     -Y Julio pagó por lo de él-dijo Máximo.

     -No, eso fue por lo del chico de Buenos Aires, que estaba antes.

     - ¿Pensás que Dios lleva un libro de contaduría?

     Natacha sonrió, sabía que su verdadero esposo estaba despertando de la pesadumbre.

     - ¿Y quién paga por lo de Julio?

     -Si quieres puedes agarrar de vuelta el arma. Aquí estoy y no me moveré.

     El chico abrió los ojos, asustado.

     -Sabés que ya no lo haré, como dijiste, soy débil, y cobarde, seguramente. - Obvió la sonrisa de Natacha que demostraba su regocijo. - Pero no sos una mujer, sos un pájaro con huesos duros, con músculos fuertes como fierro y alas grandes con las que sobrevolás el barco, contemplándonos a todos, y sobre el río y la tierra, y sobre el mar que atravesamos juntos hace tantos años. Y hasta creo que hablás con Dios, de igual a igual, y discuten y pelean sin nunca llegar a un acuerdo, como un matrimonio que se aborrece.

     Ella ahora lo miraba con asombro en la mirada, y creyó ver un resquicio de aquella de cuando se conocieron en Polonia.

     -Ustedes los hombres piensan demasiado, construyen hermosas catedrales de conjeturas, pero se quedan inmóviles. Nosotras somos de carne que siente, y actuamos en consecuencia.

     -El cerebro no daña a nadie-dijo él. -Sólo a sí mismo.

     - ¿Estás tan seguro, Máximo? -dijo ella levantándose y acariciando la cabeza de Altea. -El cerebro humano es un cementerio.

     El chico escuchaba todo eso cuidadosamente, y cada palabra penetraba en su memoria. No entendía mucho, pero calibraba los gestos y las entonaciones. Así aprendió a conocerlos a todos en ese barco. Sentía, también una presencia en la habitación, porque el perro se había escondido bajo la cama. Había visto en las noches que recorría el cementerio del pueblo, a veces solo y a veces acompañado con otros chicos, muchas sombras que se movían aun cuando no había luna. Al principio los perros fueron los primeros que se negaron a ir con ellos, y luego hasta sus compañeros se asustaron demasiado, aunque diesen la excusa de que sus padres se los prohibía. Pero a él no lo asustaban ni las sombras ni ciertos ruidos que podrían ser nada más que sus propios pasos o el rumor de las hojas de los árboles. Lo que lo atraía más que inquietarlo era el olor del viento ciertas noches, un aroma a humedad y pasto recién mojado por la lluvia o el rocío, pero también teñido del olor que se encuentra bajo las piedras, de hojas podridas e insectos muertos. Eso aroma traído por el viento, a veces golpeándole la cara como una ráfaga repentina, tenía la peculiaridad de invadirle los pulmones y provocarle un cosquilleo en el estómago. Pero era una sensación que por más que fuese molesta al principio, le agradaba de vez en cuando, porque le recordaba ciertas cosas que estaba seguro nunca haber vivido. Más que recuerdos, era nada más que sensaciones conocidas, agradables y desagradables a la vez. Como algo que si se repite muy seguido llega a molestarnos, pero que si se presenta en largos períodos produce placer, porque lo hemos extrañado. Hasta un dolor puede extrañarse, si nos hace sentirnos vivos, porque una parte de nosotros aún está allí luego de un largo tiempo de ausencia. La ausencia parece abandono, pero a veces simplemente no hemos tenido los sentidos adecuados para percibirla. Como Dios, por ejemplo, según decía el Padre Leguizamón, al que creemos ausente porque no lo vemos.

     Ahora mismo, en el camarote, y escuchando a los adultos, sintió el movimiento en su interior. Como de hormigas que se dispersaran por todo el interior de su cuerpo. A veces le provocaban náuseas, pero nunca había llegado a vomitar, y pronto pasaban. Ese cosquilleo se estaba presentando nuevamente, mientras veía a Natacha desplazarse por la habitación, a veces moviéndose no en línea recta de un mueble a otro, sino esquivando algo que no se veía. La vio, incluso, mover los labios sin emitir palabra. Y el perro se había escondido, y ya no quiso salir en toda la tarde, hasta que el capitán lo agarró de las patas y lo arrastró. Max tenía la cola entre las patas y lloraba.

 

     Durante la tarde Natacha no se movió del camarote. Cuando no miraba a Altea, se sentaba en una mecedora y leía un libro. Ya desde muchos años antes no leía más que libros religiosos y visas de santos, y de tanto en tanto dos o tres textos de medicina en polaco que había rescatado de la biblioteca de su padre.

     En los siguientes días, cuando se quedaba dormida, despertada bruscamente, recriminándose de su descuido. Cambiaba la ropa interior de altea y cuando llegaba la hora de las comidas llamaba a los gritos desde la puerta a la chica que la ayudaba. Entonces le daba de comer llevándole a la boca cucharadas pequeñas de sopa y purés, y se regocijaba de ver que la garganta se movía y tragaba sin dificultad. Con el tiempo se dio cuenta de que Altea no estaba completamente inconsciente. Sus labios se movían al contacto con los cubiertos o los vasos, sus párpados, incluso el herido, tenían pequeños reflejos por más que no se abrieran. Cuando ella la bañaba, el vello de los brazos se erizaba, y al peinarla sentía el leve rumor de gozo de su garganta por más que no abriese la boca.

      Esa misma tarde habían zarpado a velocidad mínima, y la llevaban una semana navegando por aguas turbias en la zona de inundaciones. El capitán, el médico y el ingeniero se reunieron en el despacho de Mendoza, un sitio de trabajo para escribir cartas y leer mapas, y a veces pensar nuevos itinerarios y mejoras para el negocio del “Juan Manuel”.  Pero hacía tanto tiempo que había descuidado todo eso, que el escritorio y los estantes de la biblioteca estaban cubiertos de polvo y la madera del piso no había visto ninguna mejora probablemente desde la época de Napoleón. Había grietas, y los pasos de aquellos hombres provocaron la salida de mucho polvo y muchos insectos.

     Se sentaron en las viejas sillas elegantes, y bebieron de un jerez añejo. Eran las diez de la noche, después de la cena.

      -Doctor-dijo el capitán. - Tenemos compromisos apremiantes que cumplir, incluso hemos recibido adelantos que me fueron concedidos en atención a mi familia. Pero ya no puedo alargar más los plazos, a riesgo de perderlo todo, incluso el barco que es mi única fuente de trabajo. Mis tierras están hipotecadas y en litigio con mi familia.

      -Comprendo-dijo Gonçalvez, saboreando el jerez con parsimonia, seguramente no tendría muchas oportunidades de hacerlo.

     -Necesito saber qué opinión tiene del estado de Altea, usted me dijo que debían pasar unos días ¿Debemos llevarla a algún hospital?

     - Por lo que he visto, está estable, y hay leves indicios, muy imprecisos diría yo, de cierta mejoría. Dadas las comodidades que tiene este barco, no veo que se encuentre mejor cuidada en ningún hospital de estas tierras. He visto a la señora Natacha alimentarla adecuadamente, y me sorprende los conocimientos que tiene. Sabe más que muchos médicos que he conocido.

     - ¿Cree que recuperará la conciencia?

     -No lo creo, y si lo hace, seguramente quede ciega y sorda, y no pueda moverse. Solamente se mantendrá en buen estado alimenticio hasta el fin del embarazo. No soportaría un parto, y difícilmente sobreviva la cirugía. Pero todo esto son conjeturas. He visto eventos de toda clase, pero es mi deber no darle expectativas falsas.

     -Todo eso está muy bien doctor, lo comprendemos-. dijo Márquez. -Pero debíamos tener pautas para guiarnos en esta situación. Deberíamos tomar rumbo norte mañana mismo.

     -No veo el problema, pero debo decirles que tengo que abandonar el barco en cuanto puedan conseguir otro médico. Tengo familia y compromisos…

     -Tenía la esperanza de contratarlo como médico de abordo.

     -Agradezco el ofrecimiento, pero como les dije, tengo una esposa y un hijo de dos años.

     - ¿Y en dónde cree que podremos encontrar otro?

     -Tengo referencia de buenos profesionales en el hospital de Corrientes, y hasta allí podría acompañarlos sin riesgo de preocupar a mi familia.

      Mendoza consultó varias carpetas.

      -Tenemos varias entregas allá para el próximo mes, si no surgen más inconvenientes. La zona inundada que venimos navegando da muchas oportunidades a nuestra quilla y a que la maquinaria funcione sin inconvenientes.

     -Entonces los acompañaré…

     Pero no terminó la frase. Se sintió un estruendo contra el casco de babor. Fueron corriendo a la cubierta, ya los marineros estaban asomados a la borda.

     Una barcaza pesquera de gran tamaño había chocado con ellos. Había mujeres y pocos hombres en la cubierta. Gritaban y pedían ayuda porque ya se estaba hundiendo.






Ilustración: Michael Taylor

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