sábado, 8 de junio de 2024

La guerra: Las razones de los dioses III

 




Sila miró por última vez atrás, pero Tol y Zaid ya habían desaparecido entre los demás. Ella volvió a mirar a su alrededor, pensando en el grupo de niños que había cuidado hasta entonces, pero muchos estaban perdidos o sus padres se los habían llevado. Por qué, se preguntaba, debía ella sentirse responsable con aquellos que la rechazaban como a un miembro enfermo del mismo cuerpo que era el pueblo. Se había encargado de darles comida, de evitar que huyeran o se perdiesen en los caminos mientras migraban. Incluso a veces los amamantaba en la misma época que había tenido a sus propios hijos, o sino les daba leche de las cabras de crianza, que también debía arriar, porque las otras mujeres se desligaban de ese trabajo si Sila estaba con ellas. Pero todo eso ahora le parecía un sueño frente a lo que estaba viendo: piedras de fuego cayendo sobre hombres y mujeres. Añoraba la choza que ella y Tol habían construido esperando quedarse allí para siempre.
      -Cuando no es el brujo quien decide, son los dioses-murmuró.
     Pero su hijo Sigur no la había oído. El niño lloraba aferrado a su mano, corriendo con ella y tropezando. Entonces ella lo cargó en sus hombros y tuvo un estremecimiento de dolor en la espalda. Nunca se había recuperado de esa dolencia desde que había dado a luz al niño, ya casi tan grande como su hermano aunque fuese menor.
     La gente pasaba de largo a su lado, algunos caían y se agarraban a sus piernas. Sila se desprendía y continuaba corriendo. Necesitaba ver al brujo, se dijo. Tol era miembro de una antigua familia, y ella, su mujer, tenía que ser respetada a pesar del infortunio que el viejo Zor había hecho caer sobre ellos.
      No alcanzaba a distinguir más el río entre la gente y la bruma de humo y ceniza. Tuvo que bajar a Sigur nuevamente, pero el niño tropezaba cada pocos pasos y se hundía en el barro. Tenía las rodillas lastimadas y la espalda herida. Su hijo comenzó a llorar recién entonces, abrazándose a su madre. Volvió a cargarlo y las lágrimas refrescaron la piel de Sila. Ella se quitó la túnica de hilo y continuó desnuda bajo el cuerpo de su hijo. Pensó en el agua aliviadora, y el pensamiento fue tan acogedor como si se hubiese sumergido en un lago.
     El camino estaba lleno de pozos con ceniza. Había cuerpos con brazos y piernas abiertos, como si simplemente descansaran, con esa ingenuidad con que a veces la muerte recubre a los hombres.
     Pero en los muertos no hay inocencia, le había dicho su padre. Al mirarlos, uno se da cuenta que ellos ya lo saben todo, por eso el silencio y los ojos cerrados. Sintió que la garganta, seca e irritada por el humo, se le llenaba de sangre, y escupió saliva oscura. El niño se había adormecido sobre su pecho, pero también tosía.
     -Tranquilo, hijo- le decía al oído, apenas palmeándole la espalda herida. Decidió caminar más despacio para descansar, y comenzó a contarle la leyenda de una región lejana donde el mundo era de agua, una extensión sin límites que llamaban mar. Pero aunque el murmullo de su voz había conseguido tranquilizarlo, se quebró con la fatiga. Las rodillas de Sila cayeron en el barro y se puso a llorar. Miró alrededor en busca de ayuda.
     Un hombre yacía inmóvil. Una mujer jadeaba, y la estaba mirando sin pestañear. Muchos seguían pasando y le decían algo que ella no comprendía. En todas las miradas había un brillo artificioso, engañador. Como el reflejo del mediodía sobre los ojos abiertos de un muerto.
     Nadie la reconoció, tampoco. Su piel antes tan oscura y bronceada por el sol, estaba rasgada y cubierta por una máscara blanca. Necesitaba la protección del brujo, la tragedia era más grande que el conflicto con Zor, y ella sabía que eso los uniría al pueblo otra vez.
     Los cuervos se acercaban y volaban muy bajo. Al mirar arriba los ojos se le llenaban de humo, y debía restregarse incesantemente.
     -¡Fuera! ¡Fuera!- gritó, apretando al niño, pero los cuervos no quisieron abandonarla.      
     Cerca del atardecer, todo era una gran masa gris en la que se vislumbraban figuras sin contorno. Escuchó de pronto el sonido del agua revuelta y comenzó a correr. La lluvia de polvo se iba haciendo menos densa cerca del río. Vio a las mujeres que se zambullían, a los niños que ya no lloraban. Pero casi en la orilla el cuerpo de Sigur se le hizo imperceptible, y tuvo la fugaz sensación de llevar entre sus brazos la sombra de algo que una vez había sido un niño. Una ausencia, se dijo, el vacío exacto del cuerpo.
     Pero nada de esto iba a preocuparla ahora.
     Se zambulló y Sigur despertó exaltado, pataleando y llorando.
     La gente saltaba y se veía aliviada como si esa tarde fuese tan eterna como el alma de los dioses, y el agua una extensión de sus manos piadosas. Pero Sila, igual que la madre de Tol, cuyos recuerdos él le había contado muchas veces, no confiaba realmente en los creadores.
     Su voluntad es maliciosa, no harán lo que les pides, y jamás sabrás lo que ellos quieren, solía decir.
      La mujer había muerto cuando Tol era aún muy pequeño, pero a través de la memoria de su hijo, Sila había aprendido lo que diferenciaba a esa familia a la que decidió unirse. Ese rasgo de impotencia en el creer, que los hacía dudar de todo y de todos, excepto de su propia familia.
     Pero los demás ya no la miraban con particular encono. Nadie en realidad prestaba demasiada atención a los otros. Primero fue el alivio acariciador del agua calmando las llagas, recién después vendría la lucidez recuperada. Y entre el chapoteo del agua y las voces de los niños, aún antes de reconocer su propia voz pidiendo ayuda, vio al brujo en la playa opuesta.
     Las pequeñas olas lamían la arena cubierta de barro, llegaba hasta los heridos, que recogían el agua y la volcaban en sus caras. La figura esbelta de Reynod se destacaba entre los demás, alta, de movimientos severos, seguro siempre de sí mismo. Los ayudantes lo acompañaban mientras él ponía su ungüento curativo sobre los enfermos.
      Su imagen era un consuelo, era la fuerza que Sila había buscado, y sólo le quedaba alcanzar una balsa que la llevase hasta él. Un grupo de hombres las estaban construyendo río arriba. Volvió a la orilla y caminó hasta allí. Los troncos estaban todavía tibios y despedían astillas de carbón cuando los hombres los partían con las hachas. Muchos peleaban por subir a las balsas, pero ella se escurrió entre ellos abriéndose paso y luchando con los codos. Se sentó en medio de un grupo de mujeres, y fue entonces cuando reconoció los nudos que había visto hacer a Tol alguna vez. Contemplando a los constructores a medida que se alejaba en la balsa, pensó en su esposo. Recordó las tardes en que Tol construía cosas para ella, sentado de rodillas junto a los niños. La barba castaña y espesa, la mirada de ojos oscuros fija sobre las tablas moldeadas por sus herramientas.
     Los hombres seguían atareados en el trabajo de anudar los troncos con sogas de cuero o de junco trenzadas. Intentó reconocer a su esposo en aquel grupo, pero le fue imposible. Otras balsas a la deriva le obstruyeron la vista, llenas de niños y mujeres que los amamantaban para mantenerlos callados. Creyó escuchar una voz familiar desde una de ellas.
     -¡Padre!
     La voz de Zaid. Sila levantó la vista buscando el origen de la voz, pero quizá, pensó, sólo la había imaginado.
     Al llegar a la playa opuesta, se mezcló con la multitud que gemía y rezaba en diferentes grupos a lo largo de la playa. Ella alzó los hombros para avanzar sin miedo, había visto que la miraban y la reconocían. Su cabello largo, oscuro y rizado bailaba sobre la espalda. Sigur caminaba a su lado de la mano. Ella lucía casi arrogante en su marcha. Las otras mujeres comenzaron a murmurar, y le abrieron paso a medida que avanzaba.
     -Es la mujer de Tol- decían, con una mueca de desdén en los labios, pero luego bajaron la mirada cuando ella pasó a su lado. Esa imagen de madre e hijo caminando juntos y sin detenerse, como dispuestos ambos a desafiarlos aún con sus cuerpos débiles, los inquietaba.
      Sila se detuvo detrás del brujo, y ante el silencio que todos hicieron al verla, Reynod se dio vuelta. Nadie supo adivinar si fue sorpresa o furia lo que expresaba su rostro. La pintura ritual era uniforme, una máscara de líneas rectas que cruzaban la cara desde la frente hasta la boca, rayas negras representando a la muerte, la escisión, la fisura en la cara de los hombres.
     La cara es el alma dividida en regiones, una zona del mundo separada por ríos llevando el agua que muere desde las montañas hasta el mar sin nombre, la masa de cielo líquido que recibe las almas de los moribundos. Allí también hay estrellas que nunca alcanza el mar, pero  los peces plateados a la luz de la luna son estrellas precoces hacia la nada.
     Las palabras que Reynod pronunciaba al comienzo de cada rito funerario eran piadosas en comparación con las que ahora insistía en proclamar. La voz del volcán parecía utilizarlo como mensajero.
     -¡Toda la familia de Zor se ha propuesto destruirnos, y no cesan en su rebeldía!- gritó.
     Sila se puso de rodillas, asustada.
     -Vengo a rogarle humildemente por ayuda, sólo eso- dijo ella, enlazando las manos y apoyándolas sobre los pies del brujo.
     -¡La humildad no existe en tu sangre ni en tus ancestros, ni tendrá jamás lugar en tu descendencia! ¡La rebeldía nos llevó al castigo de los Dioses!
     Reynod agarró la cornetilla de madera y emitió un corto, estridente sonido de furor. Después se abrió la túnica dejando ver el pecho lampiño, sacó un estilete y lo apoyó sobre la cabeza de Sila. El brillo del instrumento provocó un extenso reflejo hasta más allá de lo que podía alcanzar a verse en ese atardecer. Un murmullo nació de la multitud. El pueblo conocía la historia del estilete. El brujo les había relatado muchas veces cómo, cuando era muy joven en su viaje de purificación a la altas montañas del Sur, había hallado aquel fragmento en la nieve.
     Decidí hacerme un lecho para descansar. Excavé la tierra, y al ver huesos humanos los fui sacando y poniendo a un lado. Cada uno me llevó a otro un poco más profundo cada vez, hasta que llegó la noche, y seguían apareciendo más huesos. Yo los palpaba en la oscuridad por sus bordes y luego tiraba de ellos para librarlos de su encierro. Cuando amaneció, el pozo era tan profundo que me encontré sumergido hasta por encima de mi cabeza, con una pequeña montaña de huesos dispuestos a caerse del borde de la fosa y enterrarme. Pero no pude evitar seguir buscando.
     Durante toda la mañana continuaron surgiendo huesos, pero entonces descubrí un brillo cegador, un punto blanco y punzante tan ardiente como un puñal en los ojos. Algo parecido a un sol enterrado en la montaña. Me cubrí la cara con una mano, mientras con la otra tanteaba entre la nieve y los huesos, cuando de pronto algo me cortó la piel. Mi  mano sangraba, pero no me importó en ese momento. Logré tocar los extremos del objeto, y tiré. Entonces el estilete brilló en mis manos, aún más refulgente a pleno sol
     Lo levanté  a distancia de mis ojos, tratando de ubicar una posición en que no brillara tanto. Fue entonces cuando vi  una imagen radiante sobre una de las caras. La única figura, la sola imagen posible acorde con las voces que me hablan. El origen del estilete es el mismo con el que fueron hechos los Dioses.
     Luego me postré en la nieve y extendí los brazos al cielo. Me puse a rezar poniendo el estilete sobre una roca. Y las voces me ayudaron, porque supe lo que debía hacer. Volví a levantarme y trepé el muro de tierra hasta el montón de huesos. Clavé el estilete en ellos y los huesos se quebraron con más delicadeza que con el hacha de piedra o una maza. Son los dedos de los Dioses, me dije, son sus uñas las que cortan el material con que están hechos los hombres. Es el instrumento de la obediencia y el castigo.
     Todos estuvieron, entonces, irremediablemente seguros que el brillo iba otra vez a alumbrar el gris día de la catástrofe, y se taparon los ojos.
     Sila sabía que un corte con el estilete en su cuero cabelludo significaba más que el signo inconfundible de los esclavos, era la muerte. Y su movimiento fue una reacción que no existía en los sumisos, en los de estrecha mente que habían nacido para servir a otros. Retiró la cabeza, y un grito de asombro surgió a su alrededor.
     -¡Oh, ustedes los rebeldes! ¡Están para siempre castigados!-dijo el brujo. Y mientras proclamaba una vez más la maldición para la familia de Zor, miró a Sigur. Fue esta mirada la que hizo nacer algo más preciso que el miedo en el espíritu de Sila. Nada de lo ocurrido resultaba importante comparado con esos ojos, ni siquiera las huellas de los sufrimientos. Lo terrible era la total certeza, la atroz premonición de que el niño estaba en peligro de muerte. Levantó a su hijo y corrió. Escuchó los pasos que la perseguían sobre hojas y barro. Aunque se sabía vencida, sintió que el cuerpo del niño formaba parte suya nuevamente.
      Pero los hombres eran más fuertes, sus piernas más largas y rápidas, y la distancia se fue acortando. Sin duda la habrían alcanzado si la imagen de la hechicera no hubiese aparecido de pronto frente a ella. La anciana, según decían, era capaz de desplazarse por los aires con la misma facilidad que por la tierra.
     Se había aparecido a su lado, con una mano en alto hacia los cazadores. Después una negra palabra, con un sonido parecido al crepitar del fuego y al masticar de los gusanos, salió de los labios de la vieja. Los pasos de los cazadores desaparecieron, y no dejaron rastros de que alguna vez hubiesen pasado por esas tierras.
     La hechicera parecía un espantapájaros con un brazo alzado. Los ojos oscuros y su centro giraban con serenidad y exentos de la preocupación del tiempo. La edad o la muerte no actuaban en su cuerpo.
     La historia de la hechicera ya era una leyenda cuando los ancestros de Sila vivían. Algunos decían haberla visto volar sobre nubes de humo, surgiendo de las fogatas para tomar múltiples formas. Otros la vieron trasladarse sobre el agua y los árboles sobre un par de serpientes que la llevaban hasta las cuevas de los Montes Perdidos, donde ella tenía su morada.
     Nunca nadie supo de dónde había llegado, ni cómo creaba las extrañas luces del cielo nocturno en las épocas de los festivales que conmemoraban los orígenes del pueblo. En las cuevas hacían sus reuniones ella y sus aprendices, viejas de más de cien años que nadie nunca vio llegar ni alejarse por los senderos que era necesario atravesar para alcanzar las cuevas. Quizá bajaban del cielo, decían muchos, o surgían de la tierra, o se transformaban en animales.
      Era alta, y como Sila nunca antes la había visto tan cerca, le asombró su vestimenta. Una túnica de colores violentos la cubría desde los hombros, cosida con telas rasgadas de otras vestiduras aún más antiguas. A veces, en el vestido podían distinguirse figuras que mutaban de forma según la luz o la distancia desde la que se las observara. El cabello centelleaba con el reflejo del sol entre las nubes de polvo, era gris pero brillaba como la ceniza entre las brazas. El humo formaba un matiz opaco sobre su piel, que sin embargo resplandecía llena de manchas rojas. Era joven a veces, y extremadamente añosa un rato después; era ambas cosas al mismo tiempo, ninguna en otras ocasiones.
     Sila se arrodilló en una reverencia para besarle los pies. Sigur lloraba y tosía.
     -¿No ves que tu hijo te necesita?- dijo la vieja.
     Sila temió su ira y se secó los ojos, se sentó en una roca y arrulló al niño. Ni el rumor del viento, ni el ruido de los hombres llegaba ahora al bosque solitario en el que ellas se habían refugiado.
     -Recuerdo cuando la madre de Tol vino a verme, hace mucho tiempo... - empezó a contar la hechicera, su rostro había tomado una expresión más gentil- ... preocupada por la elección de jefe de tribu en la que Zor iba a participar. Tenía un presentimiento del que nunca se había atrevido a hablar a su esposo. Ella pensaba que el gran remordimiento de alguien muy cercano haría que su hombres fracasase. Una cosa imprecisa, ya lo ves, pero que iba a revelarse quizá en esa ocasión. Por favor, Sabia Conocedora, necesito saber, me rogó. Apoyé una mano en su frente, y la respuesta estuvo ahí, entre mis dedos, una figura que también se formó en las nubes. Pero estoy segura que jamás me comprendió.
    Sila la miró con ojos implorantes, y la anciana se dio cuenta de la pregunta que quería hacerle.
     -No lo sé, ni lo preguntes. Dónde están, no es mi deber saberlo a menos que ellos pidan mi ayuda. Tu esposo estuvo conmigo en busca de un brebaje para su padre. Ambos nacieron para ser renovadores de su pueblo. Lo mismo que tu hijo Sigur, el más pequeño, pero el heredero elegido. Es lo único que puedo decirte.
     Entonces una sombra oscureció su cara y una sentencia de silencio cerró su boca. La hechicera parecía una piedra sentada sobre otra piedra.  Tal vez ni siquiera estaba allí, pensó Sila, o sus palabras hubiesen sido pronunciadas. Creyó haber soñado, pero ella se sabía despierta. Después se acostó sobre unas matas, con el niño sobre el pecho.  
    ¿Adónde huir... cómo protegerlo del sacrificio?
    La desobediencia es una flor que nace entre las plantas, los cuerpos  de mi familia.
     La anciana se levantó y la tomó de una mano. Caminaron juntas para salir del bosque, no hallaron a nadie en los alrededores.
     -Vas a dormir. Cuando despiertes, te señalaré el camino.
     Sigur estaba recostado otra vez junto a su madre. Los insectos comenzaron a revolotear sobre las heridas del niño. Ella los espantaba, pero el movimiento de su mano se hizo torpe, luego débil, mientras sus párpados se iban cerrando, hasta que por fin se durmió.
     Las hormigas se subieron a sus cuerpos.

     La hechicera preparó el altar y removió la tierra con los pies. Entró de nuevo al bosque y volvió arrastrando con una mano los cadáveres de doce venados. Juntó ramas verdes de los árboles jóvenes  y las puso sobre los animales.
     En el fondo del bosque, en su centro, había silencio. La vieja miró hacia allí, y el fuego se encendió a su lado. El olor de las ramas frescas, se sumó al aroma de los cadáveres. Huesos y carne quemada. Crepitación de ramas y esqueletos. El olor se mezcló entre las hojas como una orden a ser obedecida sin resistencia.
     El lenguaje de los cuerpos y su nueva vida llegaba del fuego. La esencia de los muertos vivía en el humo renovador.

     Sila despertó ahogada por el humo. Vio la fogata animada por la vieja con movimientos rápidos de sus dedos largos, descarnados y blancos. Las llamas devoraban su alimento, sin extenderse más allá de lo que la anciana les había ordenado.
     ¿El fuego puede hablar? ¿El fuego mata y crea, o son las voces de los que ha matado?
     Y las voces ahora le hablaban con los labios de la vieja, la mano extendida hacia Sila, y un dedo señalando a su hijo Sigur.
     -Debes enterrar a tu hijo para salvarlo.
     La voz se había hecho ya clara y dura como una piedra golpeando en la frente de Sila.
      -¿Enterrar?
     - Enterrarlo para que no lo descubran.
     -¿Matar a mi hijo?
     -¡No pronuncié esa palabra! ¡No te atrevas a poner palabras en mi boca!
     El crepitar de la fogata se hizo más intenso. El humo y el olor la ahogaban. Tapó la boca de Sigur, pero el niño tenía los ojos enrojecidos.
     -¿Cómo voy a hacerlo?
     -Es tu problema. No hay mucho tiempo. Vas a ir en busca de la región de los Árboles de los Ojos Muertos.
     -¿Dónde?
     -Deberás pensar. Me enfureces con tus preguntas. Pensé que hablaba con una mujer digna de los hombres de tu familia. Ése es tu bien, el único elemento que te redimirá, porque tus hijos ya no te pertenecen.
     Y desapareció, junto con el fuego y el humo y el olor.
     El silencio otra vez después de la última palabra. Ni las huellas en la tierra quedaban, sólo el recuerdo de que algo había sucedido en ese lugar. El sonido del río, el murmullo de la multitud, y el tronar del volcán habían renacido. Hasta el aroma de la lava y los vientos calurosos reaparecieron desde algún lejano exilio del tiempo.
     Delante estaba el bosque y la desconocida zona a la que debía llevar a Sigur.

*

Tres días más tarde, llegó a un bosque de coníferas con ramas extrañamente torcidas. Sila sintió que los árboles la miraban en esa tarde oscura en el centro del bosque. Sigur seguía aferrado a su mano, temblando de frío y cansado, los párpados se le cerraban pero se dejó llevar por su madre, tropezando con las ramas o las raíces que sobresalían del suelo.
     Encontraron animales muertos con heridas abiertas o hilachas de carne que se había desprendido al arrancar las lanzas. Unas crías de zorro aullaban, lamiendo de a ratos el cuerpo de la hembra muerta. Sigur se detuvo a mirarlos, Sila creyó ver piedad en los ojos de su hijo.
     -Ya te enseñará tu padre que no deben matarse a las hembras con crías.
      Ese era el legado del cazador aprendido de los ancestros, el más próximo de los cuales había sido el abuelo Zor, alguna vez el hombre más respetado del pueblo. Y con ese recuerdo fresco y claro como la hierba de aquel lejano día de sol que ahora venía a su memoria, le relató a Sigur la ocasión en que había seguido a Tol y al viejo Zor.
     -Llevaba poco tiempo de estar prometida a tu padre. Tu abuelo y él me permitieron acompañarlos hasta la entrada del bosque para cuidar las provisiones. Se adentraron y desaparecieron en la penumbra con el último canto de los pájaros al final de esa tarde. Los lobos aún estaban en silencio. Sabía que aullarían más avanzado el crepúsculo. Me atraía tanto el bosque, que no pude resistir la idea de seguirlos a pesar de que me estaba prohibido. Pero ya una vez había hecho lo mismo con mi padre, por eso fui tras sus pasos. 
     “Veía las sombras de los cuerpos moviéndose entre las ramas, rozándolas pero casi sin hacer ruido. Ellos apartaban los arbustos con un brazo y con el otro sujetaban la lanza. Caminaron a orillas del arroyo y bebieron, luego se detuvieron al mediodía a descansar bajo la sombra de los árboles. Tol recogió algunas fresas y las compartió con su padre. Las barbas se tiñeron de manchas moradas.
     “No pronunciaron una sola palabra hasta que reiniciaron su camino. Sus movimientos eran lentos, los brazos y piernas ni siquiera se rozaban entre sí o con el resto del cuerpo. Eran como grandes flores rústicas deslizándose por el bosque, moldeándose a su forma, ciñéndose a ella como amantes que se adentrasen en su centro.
     “Pero mientras trataba de no perderlos de vista, tropecé con una roca escondida entre las hojas muertas, y me golpeé un pie. No pude evitar el quejido que en vano traté de retener entre los labios. Ellos me oyeron y se dieron vuelta. Tuve que escapar antes de que me viesen, pero mientras corría, pensaba en sus miradas ansiosas cuando se voltearon. Sus barbas espesas, canosa una y joven la otra, los labios humedecidos y las narices dilatadas olfateando el olor de la presa.
     “Me persiguieron con las lanzas en alto y corriendo como ciervos ágiles. Dos cuerpos humanos diferenciados sólo por los signos del tiempo. Escuché el retumbar de sus pasos sobre la hierba rastrera.
     “Seguí todo el largo del único sendero que encontré libre, los tallos y las hojas espinosas me lastimaban. Yo sabía que iba a ser castigada si se enteraban de mi atrevimiento, y con seguridad Tol también me rechazaría. Hasta mi piel me delataba, porque tiene el color de un animal oscuro que se escabulle entre un follaje verde claro. Me tiré al suelo y empecé a arrastrarme hasta el arroyo para mojarme y despistar el olfato del viejo Zor. No alcancé siquiera a acercarme antes de sentir sus sombras a mi espalda.
     “Estaba perdida, y si no gritaba se me iría también la vida por las heridas que mi propio amado iba a hacerme. Me rodearon, a muy pocos pasos de los helechos en los que quise esconderme. Vi la lanza de Tol, separando las ramas, y no tuve más alternativa que gritar. Los pájaros huyeron en bandadas desde los árboles, las ramas sacudidas y los aleteos se fueron apagando, alejando con lentitud.
     “Pero mi llanto continuó, aún mucho después de que la lanza se detuvo no muy lejos de mi pecho”.
       Sigur la había estado mirando mientras ella hablaba. Después sus ojos se perdieron en el sueño, y ella entonces volvió a hablarle para evitar que se durmiese. Pero sintió que seguían observándola desde los lados del camino de árboles. Pequeñas luces semejantes al brillo de los ojos. Los habitantes del bosque estaban muertos. Quizá fuese el reflejo de la luz de la luna en los ojos abiertos de los que habían perecido huyendo.
     -¡Mamá!- dijo Sigur.
     El niño se tiró al suelo y se negó a seguir. Sila lo cargó en los hombros, pensando en dónde podía estar la región de los Árboles de los Ojos Muertos. La hechicera le había asegurado que al llegar, iba a presentirlo. Pero cuanto más tardasen, más se acercarían los cazadores del brujo. Se miró las piernas, eran delgadas como las de un ciervo, pero fuertes. Los muslos transmitían esa fuerza a su espalda, y el cuerpo del niño colgaba de su cuello como un collar de huesos.
     Cruzó riachos, trepó rocas y se bañó en las cascadas. Hizo marcas sobre la corteza de los troncos, pero no eran para ella, tal vez le sirvieran a Sigur después, si sobrevivía. En la tercera noche después de haber entrado en ese bosque, se detuvo en una zona donde los árboles formaban un círculo amplio. No había hierba en el medio, sólo tierra seca. La inquietó acercarse. Si se trataba de un altar a algún dios, debía estar segura a cuál de ellos iba a entregar a su hijo.
     Se mantuvo alejada del centro, rodeándolo, escondiéndose entre los troncos distantes unos de otros por una distancia tan exacta que parecía deliberada. Los árboles le llamaron la atención. No eran altos como los que había visto hasta entonces en ese bosque, sino de copas redondas y frondosas, con hojas anchas como palmas abiertas. No pudo distinguir el color en la penumbra, pero parecían rojas, y se quebraban al tocarlas. La luz de la luna parpadeaba con múltiples ojos entre las hojas. Entonces supo que había llegado al lugar designado por la hechicera, y tomó a Sigur de la mano.
     Cuando estuvieron dentro del claro, se dispusieron a esperar. El tiempo pasó y el silencio demostraba que era sólo una noche común, una noche más. Todo lo que había vivido le pareció en ese momento un sueño sin sentido: el estallido de la montaña, la deshonra de la familia, la persecución de su hijo. En la calma de aquel lugar habitaba el último vestigio de la paz, un espacio donde el tiempo tenía piedad de los hombres. El chirrido de los grillos, el llamado de los búhos, sonaron como cantos de reconciliación. Los murciélagos rozaron el rostro de Sila con el olor del pelo y el rocío llevado por la brisa nocturna.
     Pero entonces la tierra en la que estaban parados comenzó a hundirse. Era tierra seca pero demasiado blanda, parecida a la arena, y lo mismo pasaba en cada lugar en el que se paraban.
     -¡Esto es lo que la Hechicera quiso decirme!- gritó entusiasmada, mientras el niño la miraba, sorprendido.- ¡La única forma de esconderte en el bosque!
     Cuando llegasen los perseguidores, ella señalaría la tumba mostrando lo que había sido capaz de hacer con tal de librarlo de sus manos. Le explicó a Sigur lo que iban a hacer, pero el niño quería dormir, nada más, y ese cansancio era el aliado adecuado. Él dormiría hasta que ya no existiese peligro.
     Sila empezó a cavar. El espacio que necesitaba no era grande, y cuando vio la pequeña fosa a sus pies, la estremeció un temor que sabía era necesario reprimir. Confiaba en la hechicera tanto como las mujeres de su familia lo habían hecho siempre, como la madre de Tol había creído con una fuerza solo parecida a su desconfianza en los dioses.
     Acostó a Sigur en el fondo, el niño ya dormía. Después ató varios tallos verdes, formando un cilindro hueco, y puso el instrumento en la boca de su hijo. Luego le dio un beso en la frente.
     Lo beso y me asombro de su belleza, de haber sido la creadora de quien  ahora debo enterrar. Vuelvo a besarlo, lo miro una y otra vez.
     Simularé que lo he matado. Pero dudo. Me digo que no puedo hacerlo, abandonarlo. Nunca sabré si lo he salvado en realidad.
     Sé que el tiempo sigue transcurriendo en mi contra.
     No lo veré más.
     Devolvió la tierra a su lugar, sobre el cuerpo de Sigur, que respiraba armoniosamente. Se aseguró que las ramas que le llevaban el aire permaneciesen firmes por encima del nivel del suelo.
     Cuando vio que ya todo estaba listo, se recostó a su lado y durmió. Pero sus oídos no descansaron. El canto de los tambores de sacrificio se iba acercando.

     Ya amanecía. Las pisadas resonaban fuertes, todo el bosque repetía los golpes. Sila vio sacudirse el follaje, y aparecieron los cazadores. Sus rostros pintados de negro eran como manchas, restos de la noche, hongos que crecían entre las hojas y las marchitaban. Corrieron hacia ella y la levantaron de los brazos. Apoyaron las puntas de las lanzas contra el cuerpo de Sila y preguntaron por Sigur. Ella se encogió de hombros. La ataron contra un tronco y la azotaron, mientras otros buscaban al niño en los alrededores. Luego la soltaron y la pusieron boca abajo contra el suelo, dos de ellos se pararon en su espalda.
     Sila apenas podía respirar ahora. Vio los pies corriendo entre los árboles, buscando detrás de los arbustos, entre las ramas. Los cazadores maldijeron, pero ella había dejado de sufrir, sabía ya que Sigur valía mucho más que una batalla ganada para ellos. El niño era el porvenir encarnado.
     -¡¿Dónde está?!- volvieron a preguntar, y la apretaron contra el suelo.
     Sila sintió que la penetraban, uno después del otro, y la ronda se repitió hasta el cansancio de los hombres.
      No debo quejarme. Tomaré el veneno de su sangre y me haré cargo de mis culpas y las suyas. Cargaré el peso de sus cuerpos en mi vientre. Los haré nacer de nuevo. Seré su madre, y  no tendrán que pedirme perdón. Serán carne y parte de mis huesos, les daré permiso para quebrarlos. Y llorarán, lastimándome entre lágrimas, y volveré a tomarlos en los brazos. Entre lamentos y lloros, mamarán de mi sangre blanquecina, leche enrojecida. Míos para siempre, honrando al único que no podrán herir. El del cuerpo que se alza entre ellos, el niño gigante entre los hombres niños. Mi hijo Sigur, que a pesar mío sobrevivirá.
      Los lejanos tambores seguían pronunciando palabras de ritmos duros y lastimosos. Cuando volvieron a levantarla, vio que los cuerpos desnudos de los hombres tenían círculos negros, ellos formaban ahora un círculo que fue disolviéndose frente a ella. Sentía pisar agua y no tierra, estar volando por sobre aguas negras que se ampliaban en círculos concéntricos. Después vio el cielo blanco del amanecer, y en su espalda el polvo y las hojas de espinas. Pero ella no pudo ver las lanzas enterradas con las puntas hacia arriba sobre la que la habían colocado. Ella no gritaba porque nada sentía. Pero los hombres dieron gritos de triunfo cuando comenzaron a arrastrarla sobre los filos. El cuerpo de Sila quedó atravesado por profundas rayas de carne muerta, marcado como una tierra arada, un campo a punto de sembrarse.
     Se la llevaron cargando sobre los brazos en alto, expuesto el cuerpo a la calidez del sol que fue secando la sangre, mientras las moscas lo cubrían. Los cazadores y su presa se perdieron en la niebla del amanecer.

*

Una cabeza se asomó de la tierra en la mañana. Como una roca confundida entre la hiedra, con ojos como larvas blancas ocultos en los grumos de barro. Había visto a esa mujer tan parecida a su madre, que lloraba entre los hombres. Cuerpos entrelazados como lobos, sacudiéndose a su alrededor y golpeándola.
      Su mente crecía demasiado rápido, arrastrada por una ira que no le daba tiempo siquiera para maldecir, o llorar, o retorcerse de odio, desamparo. De lo único que tenía certeza, la sola idea de suficiente fuerza para vencer a esa otra que deseaba desechar, era que la tierra lo aprisionaba. Ese era un hecho simple que quizá podría resolver, libre de la desesperación o recuerdos abrumadores y recientes.
     Entonces esperó. El sol había salido y lo alumbraba. Masticó los tallos verdes que había encontrado en sus labios al despertar. La savia le refrescaba la garganta.

     Al mediodía, una niña apareció corriendo hacia él desde la bruma que había ensombrecido los contornos de los árboles. Ella lo miró un instante y comenzó a excavar alrededor. La vio esforzarse y jadear de cansancio. Sus uñas se habían lastimado, y tenía las manos y el pecho sucios de tierra. Pero ella sonreía.
      Sigur se vio liberado, y la niña se quedó mirándolo. Era delgada, delicadamente bella. Después se sacudió la tierra de las manos, y comenzó a reír muy fuerte. Él se había dado cuenta de que estaba cubierto por una graciosa cáscara de barro seco, y rió con ella. Y mientras se restregaba la piel, le preguntó de dónde venía. La niña sólo respondió alzando los hombros.
     -Me llamo Sigur- dijo él, y quiso también saber su nombre.
     -Todos, y ninguno- le contestó, sin darle tiempo para otra cosa que para oír en su voz ahora madura y casi vieja, todos los nombres posibles. Sin permitirle más que verla desaparecer transformada en la experta conocedora de los hechizos que rigen el mundo.
     Y cambiando de aspecto una vez más, ella remontó vuelo sobre los árboles con la forma de un gran pájaro negro.

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