sábado, 8 de junio de 2024

La guerra: Las virtudes de la muerte II


 




 Dioses, no me tienten con esa cosa incierta llamada esperanza. No pidan que crea en lo que veo del cielo o la tierra, en el agua que beberé, en el verde que verán mis ojos, o las hierbas que me alimentarán. No esperen que confíe en el goce de las mujeres, las palabras de los hombres, en la sombra de las aves o las nubes que lleguen a protegerme alguna vez, ni en los árboles que me cobijarán.

     No confiaré más, aunque lo desee con desesperación, ni siquiera en mí. No existe desvelo mayor que esperar la redención. Cuando no hay más que el fracaso marcado por la ley del nacimiento, la naturaleza del cuerpo en cada región de la piel y de los huesos, cuando nada de lo que pueda hacerse cambiará el origen, y cada acto es inútil, entonces no hay razón para creer.

     La esperanza nace de la ignorancia, del ingenuo ánimo del alma por ver una verdad en un acto, un hecho que jamás se cumplirá sólo por confiar.

     Caminamos por el mundo bajo el dominio de los dioses, su voluntad que es pura incertidumbre. Las catástrofes son el fondo de las tragedias humanas.

     El tiempo es la única divinidad que nos recrea cada día a la luz del sol. Nos forma con el barro, el agua y la sal. Nos hallamos en medio del bosque provistos de un cuerpo y un mundo del que creemos disponer, pero nada hay más equivocado. La culpa espera allí, al principio y al final del camino, o mirándonos desde la oscuridad entre los árboles. Hasta a veces pensamos que se ha distraído, pero son momentos estrechos, finamente cortados en el espesor del tiempo, en que somos felices porque no sabemos la verdad.

     Este es nuestro estado. Recambio de ideas bajo la forma de creencias, y con cada idea rota se produce una cicatriz insensible, indolora, rosada no por lo nuevo, sino por la fragilidad de su simiente.

     ¿Deberé caminar de vuelta al sitio de mi nacimiento o de mi destino? Aunque en diferentes lugares, es el mismo. Qué importa hacia dónde vaya, si los portadores del peso de mi alma me acompañan con la figura azarosa de dos animales. Los miro, y me observan. ¿Ellos hablan? Sí, me digo. ¿Acaso los moradores de la muerte alguna vez han dejado de hablarnos, de contarnos sus dolores, de hacernos recordar la muerte y el tiempo que nos falta?

     Por eso, Dioses, les ruego por última vez en mi vida, y declaro de esta manera mi renuncia a Ustedes, que se olviden de mí para siempre.

     Ya tengo compañía.

    

     Zaid dio la espalda al sol que nacía y se alejó del lago, donde las aguas se movían con el chapotear de cientos de patos. Un estertor llegaba de los abetos mecidos por el viento, esos restos del viento cuya precoz ancianidad se refugiaba en los bosques. Y un aroma hediondo venía de allí, para mezclarse con el aire fresco de la mañana.

     Los perros lo flanquearon. Sus caras se mostraban secas, indiferentes. Ya no movían las colas como antes al seguirlo, y las orejas se mantenían en alto todo el tiempo.

     El camino de regreso fue demasiado penoso. Una delgada sombra de tristeza se había formado frente a los ojos de Zaid. La esfera del sol diminuía: el verde era más oscuro, la tierra negra más parecida al vacío, el cielo más pesado. Se miraba las manos, y la sangre estaba allí, reseca, formando grumos de rugosa consistencia. Sintió como si llevase sobre la cabeza todo el peso de un dios, de cuya maldición no podría deshacerse hasta que esa misma deidad lo decidiera. Ni el huir, ni el matar, ni el matarse le parecía suficiente.

     Para qué agregar otro espectro al cielo de espíritus rebeldes, en busca de lo que ni siquiera ellos saben. Soportaré hasta que ya no pueda, y desde ese punto seguiré tolerando el peso que tendrá mi cuerpo en ese instante acabado. Siempre hay otra fuerza para cada embestida. Y los dioses lo saben. Tal es el terror. Saben y actúan para nuestra ignominia.

     Pensó en Tahia. Regresaría por su cuerpo para devolverle la vida que le había quitado inútilmente. La misma vitalidad que ahora estaba a su lado con la forma de los perros, bajo la cara de la domesticidad. Dos salvajes espíritus mitad humanos. Partes de un mismo hombre al que no volvería a atreverse a eliminar, si no deseaba cubrir al mundo con aquella raza de mensajeros de los muertos.

     La imagen de su mujer se plasmó en sus ojos, detrás de la membrana de niebla y pesar. La imagen de un sol de desvelos y proezas que lo ayudarían a volver a casa, al cuerpo de Tahia depositado en un hueco en la tierra.  

      Atravesó pueblos siguiendo caminos que no recordaba haber recorrido antes. Las mujeres se detenían a mirarlo con desconfianza, aferrando a sus hijos pequeños contra las faldas, como si los estuviesen salvando de la podredumbre y la peste que ese hombre, desgreñado y sucio, parecía esparcir con su paso. Era un mendigo flanqueado por dos perros, que a diferencia de estar siguiéndolo, aparentaban resguardarlo, vigilarlo quizá. Si hasta el aspecto de los animales era mejor que el del hombre, más erguidos y menos sucios, con una mirada serena y recta. Los perros miraban a veces hacia los lados, a la gente. Pero los pobladores se apartaban al sentir un aroma antiguo de desconocido origen.

     Zaid llevaba telas raídas encima de la piel aún manchada por la pintura ritual. A pesar del sudor y la sangre de la pelea con el lobo, de la lluvia y los arroyos por los que había cruzado, la marca del cazador seguía siendo parte de su cuerpo. Los rasguños del lobo y las tres líneas en su cara seguían allí, atenuadas por el tiempo, sobre la piel que se reproducía igual que un ser independiente, un animal díscolo y siempre vital. Lo mismo que su barba y sus uñas seguirían creciendo después de la muerte. Y esa palabra era la que gritaban los ojos de los hombres y mujeres que lo observaban, la certeza de que él siempre había sido así, con su aspecto actual, su edad, su corvo andar, la mirada de inmensa pena, y la extraña compañía que lo escoltaba.

     Lo que con seguridad los otros no podían presentir, era la presencia del puñal bajo las ropas, el relieve del hueso sobre el pecho. Un hueso esculpido para matar a otros huesos aún vivos, maraña de gusanos pétreos armando la estructura del arma. Un hermano infiel, que a causa de su belleza, era repetidamente perdonado. Por eso Zaid lo llevaba encima, y su propio esqueleto parecía consentirlo.

     Sólo de vez en cuando levantaba la mirada de los terrones y piedras del sendero por el que iba. De cualquier modo iba a llegar, los perros se encargarían de eso. Vio a un hombre sentado en una roca a la salida de la última aldea que había atravesado.

     -¿Quiere comer algo, mendigo?- le preguntó el hombre, removiendo las brasas sobre la que se asaba una pierna de cordero.

     Zaid lo miró, luego a la comida. Los perros se relamieron y unos hilos de saliva cayeron de sus bocas.

     -Sólo para ellos- respondió.

     El hombre frunció las cejas al verlos, de pronto malhumorado y arrepentido de su ofrecimiento.

     -¡No!¡Ni a ellos ni a usted! Ahora que lo veo mejor, esa sangre en las manos es de una cacería reciente. ¡Váyase, váyase pronto!

     Zaid se miró las palmas. La sangre se le estaba licuando nuevamente. Observó a los animales, y los notó más grandes frente al alimento, cuyo aroma inundaba el aire hasta convertir a todo el lugar en el solo y único objeto del hambre a satisfacer. Después de mirar los ojos de los perros y asentir, sintió la soledad del sendero a esa hora del crepúsculo, las escasas luces de la aldea y el silencio absoluto de los pájaros, el viento suspendido entre las ramas. Los restos del sol ya oculto, la luna indecisa y el cielo del color de las uñas de un niño muerto.

      Zaid se abrió las ruinosas telas que le cubrían el pecho, y tocó el puñal. La funda que lo envolvía era tan frágil como las manos de una mujer. El cuchillo salió con facilidad al aire frío y acre del anochecer. Pareció tomar un brillo especial, como una sonrisa dibujada en el filo bajo el reflejo de la luna.

     La mano con el arma se movió en una breve danza, y el hombre sentado ni siquiera llegó a apreciar aquel baile que precedió a su muerte.

     Como un animal sin control.

     Pensó en eso, mientras la carne del hombre yacía esparcida y devorada a medias por los perros y él.

     Después de haber satisfecho el hambre, rodeado por la crepitación del fuego y el ruido de los huesos entre los dientes de los perros, se sintió mejor. Menos débil, aunque sin saber a expensas de qué parte de su espíritu.


     En la mañana, ya no estaban. El lugar había quedado sembrado de huesos con carne maloliente, cenizas y sangre sobre la tierra humedecida de rocío.

      Los habitantes de la aldea, al ir a los campos, comentaron los ruidos y aullidos que habían escuchado durante la noche. Pero no se atrevieron a mover un solo objeto de aquel sitio. Dejaron que el amanecer alumbrara lentamente el camino y los vestigios de la noche. Un desasosiego se plasmó en el aire frío, y una densa neblina prevaleció durante todo el día, a pesar del sol. La sombra tardó muchos días en disiparse. Los niños y los viejos iban a contemplarla en sus ratos libres. Los hombres se reunían al volver de los campos para discutir qué hacer, indecisos y temerosos de acercarse al lugar.

     Y siete días más tarde, la niebla disminuyó lo suficiente para que los pobladores decidieran deshacerse de los huesos. Pasaron todo un día enterrando los restos, y se fueron a sus casas para limpiarse ese olor de las manos. Pero durante algún tiempo evitaron pisar la tierra removida, haciendo un breve rodeo en el camino.


*


Cuando llegó a la cabaña en la que había vivido con Tahia, había tanta quietud, que hasta el arroyo parecía correr mucho más lentamente. El sol caía a pleno, pero una especie de filtro atenuaba la luz y formaba un reflejo hiriente sobre los ojos de Zaid. Pensaba en Tahia, en su cuerpo envuelto en el aceite que, así lo esperaba, la había mantenido indemne.

     Los perros se sentaron frente a la cabaña, pero él no se atrevió a entrar. Fue directamente hacia el depósito bajo el suelo. Los vientos, la lluvia y el abandono habían levantado montículos de tierra y hecho crecer plantas alrededor. La entrada estaba tapada y se abrió paso a fuerza de hacha.

     Levantó la tapa. Las ratas salieron y se escondieron en la vegetación. Un olor de muerto se liberó al aire de la tarde, subió hasta el rostro de Zaid y se dispersó. Los perros levantaron los hocicos, movieron las colar y ladraron.

     Zaid se tapó la boca con una tela, y penetró en la oscuridad. Era esperable, se dijo, el silencio, pero no esa fosforescencia en el rincón donde había dejado el cuerpo. Era un brillo opaco, vencido casi por la densa negrura que lo rodeaba, pero firme y constante.

     El fulgor de los muertos.

     Su memoria se puso a recitar la salmodia del ritual fúnebre de su pueblo.

     El fulgor de los muertos perdurará para siempre.

     El brillo imperecedero de los no enterrados.

     Pero sabía que esta vez no repetía palabras, sino que creaba una nueva sentencia. Se acercó pisando los pedruscos, las ramas viejas, las heces endurecidas de las ratas. Estiró una mano buscando el cuerpo. Y al tocarlo, seguro de su decrepitud inofensiva, lo levantó en brazos.

      Una multitud de hormigas brotó de las telas. Cortó los lazos que él mismo había atado, separó las mantas y puso al descubierto el cuerpo encogido de Tahia, en la posición anterior al nacimiento, esa postura que también era la más conveniente o agradable para morir. A pesar del tiempo, el cuerpo permanecía intacto. Los párpados no estaban hundidos. La piel estaba todavía sana, el cabello más largo, el vello de los brazos y del sexo más abundante, las uñas también habían crecido. Las manos continuaban sobre el pecho ocultando los senos, duros como lomos de tierra negra.

     Fue hasta la cabaña en busca de las pieles del invierno. Reemplazó las telas moviendo a Tahia como si cambiase a un niño dormido. Dejó la cara descubierta, no se atrevería a tocar los ojos. Después se ató dos correas a los hombros, otras dos por delante del pecho en forma de cruz, y una más alrededor del cuello. El cuerpo de Tahia estaba ahora atado a su espalda.

     Los perros nos siguen con ojos de hombre aún no sentenciado.

     Mi carga y yo.

     El cuerpo rígido a mi espalda, con esos ojos cerrados viendo el reino del que llegan para perturbarme. Para vivir mi vida más que yo mismo, ocupándola. Siendo la esencia de la memoria, una sola mente de innumerables nombres.

     Ser uno y todos.

     Ser cielo, y tierra cóncava, fría oscuridad.

     Las nubes devorando mi sombra. Sin luz la sombra se esconde.

     Y eso será lo único verdadero y lo más extraño en el mundo.

    

      El viaje en busca del hombre al que llamaban “el místico” lo llevaba a las Montañas del Sur. Los viajeros decían que eran sitios tan helados, que hasta los dioses podrían establecer únicamente moradas transitorias.

     Dejaron atrás la espesura del delta, luego los pinares ensombrecidos, las praderas de pasto oscuro y morado. Los árboles se hicieron escasos, de ramas y hojas pequeñas. La tierra era pedregosa, cubierta de nieve endurecida. Las colinas sembraron el camino de lomas y hondonadas que anunciaban los primeros montes. El cielo se había poblado de nubes densas sobre las montañas.   

     Un día contempló la extensión de los territorios dejados atrás, el vuelo de las aves que sobrevolaban los bosques, perdiéndose en la bruma que todo lo consumía.

     Así deben sentirse los dioses al ver el mundo como barro entre las manos.

     Los perros no mostraban cansancio. Él se había negado a alimentarlos, así que cada dos días ellos desaparecían en busca de presas. Pero regresaban siempre. Desde algún lugar del camino, aparecían para escoltarlo. Aunque se desviara, aunque se mezclara entre las plantas donde no había posibilidad de abrirse paso, ellos terminaban encontrándolo.

     Y el estrecho y peculiar grupo de humanos no humanos, de animales sin calidad de bestias, se internó en los senderos de las laderas de las altas montañas. No era su destino subir a las cimas, sino hallar las cuevas, los lechos cálidos de los habitantes que, según había oído contar, eran tan longevos como los imprecisos años de la luna.

     El viento se hizo más fuerte hasta convertirse en agudos silbidos congelados. La nieve tenía el peso de pequeñas piedras blancas. Encontró un refugio entre un muro de roca y una barrera de troncos muertos. El cielo se estaba oscureciendo. Las nubes se deshacían y volvían a formarse con la forma de enormes como montañas invertidas.

     Los perros caminaban con lentitud, con miradas torvas y temerosas. Una inquietud les hacía mover los ojos y las orejas en permanente atención, como si viesen algo que Zaid aún no podía percibir.

     -¿Qué es, qué pasa? -les preguntó.

     Entonces un viejo apareció desde atrás de una roca blanca pulida por el viento, y al verlos de frente, se cubrió los ojos. Tenía la misma expresión que había notado en Draiken.

     -¿Cuál ha sido el dios que te castigó de esta manera, hijo?- dijo el hombre más con melancólica tristeza que con miedo.

     Zaid sintió alivio al oír esa voz terrosa que lo llamaba “hijo”. Estaba cansado ya de las voces impersonales y perfectas de los muertos. Pero el anciano le hizo recordar a su abuelo Zor. Apartó las manos de las correas y se tapó la cara.

     El abuelo que me habló de los muertos por primera vez, y no supe entenderlo. Quizá él vio en mi infancia, a mi alrededor, la sombra que me acompaña.

    Y una furia que quiere salir, pero hoy se ha disuelto en el agua de mi cuerpo.

     El anciano lo miraba.

     -¿Qué es lo que está viendo? -quiso saber Zaid, ansioso por el cambio de ánimo de sus espíritus.

     -Ellos sufren. Están mirando las montañas, al viento que lleva vida de un sitio a otro.

     Después el viejo observó a los perros. Zaid se adelantó a responderle.

     -Son dos y representan a uno. Tal vez usted pueda ver la forma original del que me  sigue.

     Pero el viejo dudaba, como si no supiese cómo comenzar.

     -Nadie merece tal carga en sus hombros, hijo mío.- Levantó los brazos para formar la base de un gran círculo en el que pretendía abarcar un mundo.- Es una enorme corona de rostros asustados que lloran. Es un árbol de una frondosidad parecida a la del cielo entre dos cumbres. ¡Te rodean por todas partes, te tocan, te están besando! ¿Puede ser que no te des cuenta?

      El anciano jadeaba con una mano sobre el pecho.

     -Solamente una vez antes vi algo semejante, en alguien todavía más joven. Pero quiero que entres a mi refugio, y te contaré todo cuando hayas descansado.

     Se apoyó sobre un hombro de Zaid, tocó el cadáver de Tahia y se alejó otra vez.

     -Te temo-dijo, pero volvió a acercarse y esta vez lo agarró de una mano.

     La oscuridad de la cueva tardó en disiparse frente a los ojos lastimados por el reflejo de la nieve. A Zaid nada de esto le importó en ese momento, sólo quería dormir en un sueño sin sueños. Se dejó caer, y no supo nada de la vida hasta que despertó, dos días más tarde.


*


Mientras él dormía, el viejo Montag miraba a los perros rondando a su dueño. Habían rechazado la comida, y hasta el mismo descanso, como distracciones ante la gran amenaza que sentían sobre ellos. Aullaban y corrían de la entrada de la cueva hasta la oscuridad del fondo.

     Los espíritus se habían escondido contra el techo. Sus formas cambiantes e imprecisas parecían adosadas a las rocas, y los murciélagos que allí anidaban salieron volando. Pero los muertos estaban atrapados. Y él, Montag, atrapado con ellos. Sabía que lo rechazaban.

     Desató el cadáver de la espalda de Zaid, y lo puso en un rincón. No tuvo miedo, a diferencia de lo que había sentido frente a los otros seres que llegaron con el muchacho. Era sólo un cuerpo inmóvil, el único, tal vez, que dormía realmente en su inquebrantable retiro del espíritu. No sintió curiosidad, tampoco, por saber de quién se trataba.

     Durante dos días preparó alimentos, meditó, hizo sus tareas cotidianas procurando mantener protegido a su visitante con el fuego siempre encendido y pieles para abrigarlo.

     Cuando Zaid despertó, se frotó la cara y se puso a mirar alrededor. Después le sonrió al viejo.

     -No creo que hayas dormido bien.

     -Fue suficiente si pienso en otras noches que he pasado. Pero estoy sucio y hambriento.

     Sabía que era un intruso y se avergonzó de sus pretensiones.

     -No te preocupes- dijo el viejo, lo ayudó a levantarse y salieron.

     La mañana era fresca. Montag lo llevó a una cascada cerca de la cueva, el agua caía en una hondonada templada por el sol. Zaid se metió desnudo en la laguna y comenzó a temblar. Sin embargo su cuerpo despertaba finalmente, libre de las ropas que lo habían vestido durante el viaje. Se restregó la cara, la barba larga y los músculos entumecidos. Tenía los párpados impregnados con una costra de sangre que se fue desprendiendo con dificultad.

     Montag lo miraba desde la orilla, y pensaba. El joven tenía la espalda vencida por la carga del cadáver, y hacía esfuerzos por enderezarse con la influencia suave del agua. Las pinturas en la piel, manchas grises que simulaban el pelaje de los lobos, llamaron su atención.

     -Creo que podría quedarme aquí para siempre- dijo Zaid, cerrando los ojos mientras el agua corría por su cara.

     Montag le alcanzó un cuchillo, y el muchacho comenzó a cortarse la barba. También se cortó el pelo y luego se recostó al sol.

     -Sin viento, este lugar debe ser el mejor para vivir...

     -Podrías hacerlo, si es tu deseo.

     Zaid dejó de mirar las cumbres y le dijo al viejo:

     -Si es usted Montag, el místico, sabe que no vine para eso.

     -Sí lo soy, pero aunque sea viejo no lo sé todo. Sólo digo que tu voluntad te dirige, hijo. Eso es lo único que importa cuando todo lo demás está muerto.- Le alcanzó unas ropas de apretado tejido.

     -Cuando estés listo, te esperaré adentro para comer.

     Zaid regresó a la cueva y los perros le gruñeron, después lo olvidaron y siguieron dando vueltas por todo el interior. Miró entonces hacia el techo, donde las sombras asustadas se habían refugiado.

     - Por primera vez me han dejado solo, y no me había dado cuenta de su ausencia. Eran ya como mi sombra, como las uñas de mis dedos...

     -Y la carne que comías, el aire que respirabas- lo acompañó el viejo en su lamento. - Ahora debes sentarte a comer, y te contaré cómo llegué a estas montañas.


     “Vengo del Norte, más allá del gran Mar, que cuando está tranquilo parece un manto de hojas secas, pero también es una embravecida bestia que azota los barcos y las almas. Sí, ya lo sé. No es fácil imaginarlo. Solamente hay que pensar en una enorme cáscara de un fruto cualquiera, capaz de llevar a muchos hombres a través de las aguas, y que los dioses soplan levantando olas que embisten las barcas. Así pasan días que no es posible contar, hasta que sale otra vez el sol y sólo importa permanecer en la cubierta, sin distinguir ya el cielo del mar, con la piel bronceada y rejuvenecida. Pero adentro, en este lugar que no controlamos-Montag se golpeó el pecho - uno sabe que nada será igual desde entonces. El mar lo cambia todo, hasta la visión que uno tiene de su propia vida.”

     Montag suspiró y bajó la mirada.

     “Dejé a mi familia en la Aldea del Norte, el pueblo próspero en el que crecí y donde nacieron mis hijos. Lo hice porque algo me obligó. Un deseo, pensé en ese momento, de vivir sin la zozobra constante de la voluntad del mar. Allí el mar es el que decide y manda. Un monstruo que nos atrae tan irresistiblemente, que toda nuestra vida se transforma en agua, en peces y en barcazas. Eso durante el verano, cuando hay luz y podemos pescar. En las estaciones oscuras, pasamos los inviernos en los astilleros construyendo barcos que los llevarán a ellos, a los viajeros y comerciantes, a regiones lejanas.

     “Cuando dejé mi pueblo ya era un hombre grande. No viejo, pero mis hijos estaban casados y uno de ellos se preparaba para ser miembro del Consejo de Sacerdotes. Fue el único en ir a despedirme al puerto. Mi mujer decidió olvidarme para siempre, y yo qué podía hacer, si tenía esa ansiedad borboteando en mi cuerpo, haciéndome cosquillas por dentro. Sentía más deseos, puedo asegurarlo, de correr, de construir, conocer mujeres y beber, hasta de volar si hubiese podido, o nadar venciendo al mar, que cuando era joven. Vi el agua interminable frente a mí, sin promesas, sin decirme esta vez qué hacer, y ya no le tuve miedo. No era mi dueño, sino la susurrante voz imperecedera que iba a consolar mis ansias insatisfechas. El baño de agua fría que calmaría el impetuoso, insospechado deseo a mi edad. Yo era fuerte, me hice fuerte levantando troncos y recogiendo redes. El cuerpo me rogaba que cambiara.

     “Mientras me alejaba de la costa, mi hijo agitó los brazos en señal de despedida. Comencé a extrañarlo en ese momento, y me conmoví. Voy a regresar, le grité haciendo eco con las manos, para que oyera desde la playa. No sé si pudo escucharme. Bajó la mirada y me dio la espalda. Lo miré irse caminando de vuelta al centro de la aldea. Supe que yo, su padre, había desaparecido de su historia.”

     El viejo se restregó la cara para ocultar el brillo de sus ojos, que de todos modos se veían entre los dedos flacos.

     “Desde entonces, tuve la certeza de existir sólo para ese barco y su tripulación, en la que era nada más que una fuerza de músculos y piernas ágiles, una boca para alimentar en abundancia. En las noches, a veces tardábamos en dormirnos, y conversábamos. Algunos relataban historias, otros tocaban instrumentos que ocultaban el zumbido acompasado de las moscas o el rasguido suave de las ratas bajo cubierta. El aire nocturno nos refrescaba, mirando la luna que intentaba esconderse detrás de la tierra que habíamos dejado.

     “Me hice amigo de varios, pero casi todos eran muy jóvenes y no se me acercaban más que para tratar asuntos del barco. Los más veteranos nos reuníamos después de que ellos se iban a dormir. Los ojos se les cerraban lentamente, con la pálida belleza de hembra de esa media luna sobre nosotros.

     "Montag, me preguntaban, qué vas a hacer cuando lleguemos a tierra. Entonces me ponía a pensar, y me reía solo. Me miraban como si estuviese loco.

      “No sé, les contestaba, voy a caminar, recorrer lugares y asentarme en el que más me agrade. Pero yo sabía que la sola mención de quedarme en un sitio me haría pensar en lo que había dejado atrás, así que iba a seguir siempre viajando.

      "Hay una zona de la que me contaron maravillas, dijo entonces uno de ellos. Su cara brillaba con el tinte azul del cielo nocturno reflejado en el agua. El mar no nos abandonaba. No aún conforme con rodearnos, se metía dentro del barco con esa claridad prestada.

     "Dicen, siguió contando, que está en las altas montañas del Sur, muy tierra adentro. Donde las nieves son eternas y las nubes ocultan las cumbres. En las cuevas se esconden hombres ancianos, tan viejos, que algunos cuentan más de quinientos inviernos.

    “Todos nos abandonamos a una carcajada que temimos despertara al resto de la tripulación. Se escuchó un grito y el tronar de unas cadenas, entonces callamos, pero sin dejar de sonreír. Nuestro amigo nos miraba muy serio, hasta quizá ofendido.

     "Es verdad lo que les digo, e hizo una pausa, pensando que tal vez había cometido un error al contarnos esto. Yo no los he visto ni puedo probarlo, solamente les digo lo que escuché de boca de otros.

     "Te engañaron, lo interrumpió uno de los marineros más viejos, la mayoría de esas historias son mentiras. Viajamos y vemos cosas raras, pero así nos parecen porque de donde venimos no acostumbramos a verlas. Ustedes viven casi todo el año en la aldea, en cambio yo he viajado y visto cosas que los asombrarían. Pero eso de vivir tanto tiempo, e hizo un gesto incrédulo moviendo la cabeza. Yo, sin embargo, me quedé pensando un rato en lo que había escuchado, y me atreví a preguntar:

     “¿No te dijeron a qué se debe su longevidad? Los demás me observaron, intrigados.

     "Parece que es el aire, o el agua de la montaña, la cercanía del cielo y su supuesta eternidad, me respondió, y nadie se rió esta vez.

     “Nos fuimos a dormir, mientras yo pensaba no en aquel sitio ni en ningún otro, sino en el ancho de mi pecho, y en la fuerza sin medida que me dominaba. Deseé tener una mujer entre mis brazos esa noche.”


*


Zaid miraba al techo de la cueva, donde los espíritus seguían ocultos. Bajó la vista hacia Montag, que había hecho una pausa en su relato. La luz de la tarde llegaba tenue y cada vez más pálida desde la entrada cubierta por grandes ramas secas, atravesadas por un olor a lluvia y el rumor del viento.

     -Aquí llueve todas las noches en esta época. Son los hielos que durante el día forman nubes en las cimas. Después, cuando venga el invierno, la nieve no nos dejará salir.

     Zaid recordó que no había llegado para quedarse. Se levantó y fue hacia el rincón donde estaba el cuerpo de Tahia. Lo iluminó con una antorcha mientras cortaba las cuerdas. El reflejo blanco del cuchillo llamó la atención de Montag.

     -Hermoso puñal.

     -Demasiado hermoso- contestó- para la tarea que le he dado. Pero tal vez deba ser así, sólo lo verdaderamente bello es fuerte para hacer ciertos trabajos.

     Continuó desatando el bulto, y el cuerpo fue descubriéndose de a poco. Las telas eran muchas, y las fue extendiendo junto al fuego para secarlas. Cuando el cadáver estuvo destapado del todo, lo alumbró. Montag se acercó.  

      Tahia tenía ahora una expresión distinta en la cara. Los labios estaban abiertos, con las comisuras hacia abajo, la mandíbula levemente caída. Las cejas fruncidas y los ojos entornados, fijos en algo. Los dedos de las manos extendidos y separados. Zaid retrocedió, su cara estaba cubierta de sudor. La luz de la antorcha se movía con el temblar de sus manos, y distorsionaba el tamaño de las cosas en el estrecho mundo de la cueva.

     -Tranquilo, hijo- dijo el viejo.

     -Pero... no entiendo... ella... me ha estado mirando siempre, entonces...

     -Fueron ellos los que la asustaron durante el viaje.- Montag señalaba al techo.-No todos los muertos forman  una comunidad armónica. Existen recelos, deseos contrariados. Tu mujer te sigue, por piedad, aunque desearía alejarse de los que te perturban.

     Los perros continuaban en el fondo. No habían comido en todo el día, y no habían reclamado alimento. Apenas se escuchaba su respiración.

     Zaid sintió escalofríos e intentó abrigarse con lo primero que sus manos hallaron cerca. Sin darse cuenta, había tomado las telas que acababa de retirar del cuerpo de Tahia. La frialdad de los harapos lo inquietó aún más, pero no se los quitó. Se dedicó a mirar su propia mortaja, ensimismado y con ojos llenos de miedo. Seguía temblando. El sudor ya le cubría el cuerpo, y sus piernas se debilitaron hasta hacerlo caer. Montag lo sostuvo, después le tocó la frente.

     -Estás ardiendo, hijo.-Le desprendió las telas y frotó el cuerpo con las pieles que reservaba para cubrirse el pecho en el invierno.

     Zaid se sintió acariciado, como si su madre estuviese allí, curándolo.


     Madre, hace cuánto tiempo que no te veo. Te he extrañado, he rogado por tu presencia, he pensado en tu cara tantas veces. ¿Y mi padre y mi hermano? Volvamos, madre, volvamos a estar juntos en el bosque. Padre y yo iremos a cazar. No olvides prepararnos una gran comida para el regreso. Llegaremos antes del anochecer, y te daré ese beso que siempre me estás pidiendo.

     Mi primogénito, el que siempre creí el más bello y fuerte. Nunca esperé que fuese tu destino ser el carretero de los muertos. Yo no pondré mi sombra sobre tu espalda. Te ayudaré, te frotaré con aceites cuando estés cansado. Te cubriré de besos, soñando que beso el cuerpo de tu padre. Los dos son uno, los dos son hombres, mis amantes. ¡Hijo querido, cómo lamento, cómo lamento...!


     -¡Despierta!- La voz antes suave era ahora la voz ronca y agotada de Montag.

     Zaid abrió los ojos. Las manos del anciano le calentaban el pecho, y el aroma de los aceites lo iba despejando. Un vapor se levantaba del fuego en el que la preparación se entibiaba. Tosió. Una saliva blanca y espesa manchó el suelo.

     -No te detengas-le indicó el viejo.

      Zaid lo miraba como si viese a un dios, con la mirada inocente del que se cree perdido y comienza a reencontrar el camino de su cuerpo. Volvió a toser, y esta vez el líquido vino de más hondo y era oscuro. Casi toda la noche continuó así, mientras Montag arrojaba aquella podredumbre en la fogata, con un rezo entre los labios. El humo se hacía más abundante e inundada el techo. Los espíritus se movían y provocaban un sonido de sordos golpes contra la piedra que no podían atravesar. Las sombras se hicieron más tenues, casi imperceptibles, y los silenciosos gritos de pesadumbre y dolor retumbaron en ecos que finalmente penetraban las rocas, para disolverse en la sustancia porosa de lo inerte y pétreo.

     Durante toda la noche, Montag permaneció en vigila para cuidarlo. Zaid no dormía del todo. No podía huir de los sueños de siempre, a la vez que escuchaba el relato lejano y consolador del viejo.


     “Te he contado-decía Montag, acariciando la frente de Zaid-cómo me enteré de la existencia de estas montañas. El barco llegó al delta de un río que lo nativos llamaban Luar. Las aguas marrones arrastraban troncos, ramas y barro porque era la época del deshielo. El barco no podía avanzar río arriba, y debimos bajarnos. Fuimos varios los que abandonamos la tripulación, pero no nos dejaron llevarnos provisiones. Nos pusimos a caminar siempre hacia el sur. El horizonte era tan amplio que no podrías imaginarlo de no haberlo visto. Sin montes, ni siquiera colinas, sólo una meseta plana de color verde y pocos árboles interrumpiendo el sol en la llanura. Había ovejas y cabras, y los pastores hablaban con un siseo extraño. Nos hicimos entender después de un largo rato, y como el día ya estaba muriendo, logramos que nos abastecieran de agua y alimento en sus casas.

     “Dormimos bien esa noche, cansados como estábamos, con la piel aún reseca por el sol del mar. Nos veíamos tan bronceados, que los lugareños parecían copos de nieve al lado nuestro. Nos miraban con asombro, como si fuéramos de tierra oscura. Cómo íbamos a explicarles, sin conocer bien su lenguaje, que éramos más blancos que ellos, que nuestros ojos claros no eran fruto de hechizos. Los hijos de los pastores corrían alrededor mientras conversábamos con sus padres. Acariciaban nuestras ropas de piel de oso, mirando con sorpresa los arpones que habíamos robado del barco.

     “El país de esos hombres era pacífico, y un clima cálido hacía brotar los frutos de las siembras con que se alimentaban todo el año. No eran cazadores, pescaban de vez en cuando en los ríos. Compartimos con ellos varias noches junto a las fogatas, bajo la luz de una luna serena, hermana de las otras lunas brujas de mis tierras.

     “Nos contaron que unos pueblos salvajes del este los habían atacado muchas veces durante su historia, y se establecían por mucho tiempo si la región era prolífica en animales. Pero era sobre todo en los inviernos cruentos, cuando las manadas de bisontes migraban, en que las hordas de ese pueblo llegaban en mayor número.

     “Las veces que sentimos sus pisadas retumbando en la tierra, temblamos. Llevamos a nuestro ganado hasta los acantilados, pero los campos terminan siempre arrasados, me dijo uno de los pastores.

     “¿Conocen la tierra de los longevos?, pregunté, creo que así los llaman, dicen que allí se puede vivir casi una eternidad. Se miraron uno al otro, el fuego relampagueaba en sus caras desconfiadas.

     “Nadie viaja sin el permiso de los Ancianos, me respondió uno de ellos, se reúnen en la Asamblea, a orillas del río, más al sur.

     “Amigos, les dije a mis compañeros, durmamos esta noche, y mañana partiremos hacia esa aldea. Nos acostamos entre bostezos y palabras de gratitud para quienes nos habían refugiado. Las fogatas se fueron apagando una después de otra. Sólo se escuchaba el berrear de las ovejas y los últimos ladridos de los perros pastores. La luz del crepúsculo ya era casi imperceptible.


     Todos me han abandonado.

    Veo sus almas alumbrarme en el claro del bosque más grande del mundo, un bosque que tiene el nombre del mundo.

     Estoy solo, y tengo miedo.

     Desolación y silencio, ni un fugitivo o moribundo sonido me acompaña. Estoy desatado de los lazos de los hombres. Soy una mota de polvo girando en el aire, indeciso e incapaz de decidir, sin fuerza para vencer ni siquiera mi propia perezosa voluntad.

     Soy la pluma de un ave enferma en el viento, ceniza que alguna vez fue otra cosa ahora irrecuperable, una brizna de hierba entre los dientes de una bestia, la gota de agua sobre sus labios.

     Nada me es ya conocido, nadie me conocerá. El mundo no existe ni tiene sentido porque lo que daba razón a la memoria, ha muerto. Ni voces, ni caras, ni gestos o golpes. Sin el tímido o irritado golpe de quien me haya aborrecido. Por lo menos el odio es algo, una madera a la cual aferrarse en este deambular perdido en medio de oscuras estrellas verdes. Árboles que deberían ser el hogar que no recuerdo.

     Ellos se han ido. Me han abandonado, y por eso ya no existo.


     “En la mañana, nos desperezamos como si hubiésemos dormido muchos días. Después de bañarnos a la orilla del río, nos pusimos en camino. No había rastros de los pastores, sólo la hierba del campo carcomida por las manadas. El pueblo debía estar río arriba, así que caminamos por la playa, con ramas como bastones. Supimos que la travesía iba a ser larga, sobre todo cuando el extenso paisaje de llanuras continuaba intacto después de diez días. Pero en el cansancio de las piernas notamos el ascenso casi imperceptible hacia el origen del río.

     “¿Dónde está ese pueblo?, preguntó uno de mis amigos, no creo que exista. Quise darles ánimos, porque no era fácil conseguir comida en esos lugares. Los peces eran espinosos y de poca carne, y el agua se fue haciendo fría.

     “El que quiera volver al mar, está libre, les dije cuando pasaron casi treinta noches y aún no habíamos hallado el lugar. Después de todo, nadie estaba obligado a compartir conmigo mi extraña ansiedad.

     “Yo regreso, decidió uno. Mientras se alejaba, los demás lo observamos durante un rato, con las espaldas algo encorvadas, la boca abierta exhalando el vapor de la mañana, las barbas crecidas. No le dijimos nada. Nos limitamos a levantar la mano que se había mantenido abrigada hasta entonces bajo la ropa, como la única y suficiente demostración para despedirlo. Luego, las manos regresaron a su lugar, y los otros se pusieron a mirarme, pero no lo soporté mucho tiempo, así que seguí adelante.

     “La playa se fue transformando en senderos pedregosos entre altos riscos y el río, que corría cada vez más fuerte. Uno estuvo a punto de resbalar cuando pasábamos por un pasaje angosto y embarrado. De vez en cuando hallábamos a varios pescadores, pero ninguno quiso responder a nuestras preguntas sobre la región que buscábamos.

     “Vean a los Ancianos, fue lo único que contestaron. Estábamos cansados. La cabeza nos daba vueltas al ritmo del agua, y ese ritmo era al que nuestra voluntad se había sometido con tal de sobrevivir. Ese pensamiento marcaba nuestros pasos torpes. En dos ocasiones, matamos cabras extraviadas. Las carneamos y cocimos, sin saber cuándo íbamos a volver a comer algo semejante. Hasta calentamos la sangre al fuego y la bebimos como un vino espeso.

     “Una tarde llegamos a un promontorio donde desembocaban dos afluentes del Luar. Vimos un conjunto ruinoso de chozas y el movimiento continuo de gente que daba vida a los caminos. Era una aldea pobre al borde del más angosto riacho que terminaba en el cauce principal. El agua que pasaba junto al pueblo parecía estancada, vencida por el ímpetu de los otros afluentes, un líquido oscuro y sin brillo repleto de suciedades y excrecencias. Podía escucharse el ladrar de muchos perros a lo lejos, tristes ladridos de animales viejos. Un griterío apagado de niños se escabullía también entre la niebla que había comenzado a asentarse sobre las aguas. La bruma fue creciendo hasta abarcar todo el ancho del cauce, y se desbordaba como una masa maleable hasta sumergir los márgenes y toda la aldea. Pronto no quedó cuerpo o cabaña que pudiese verse claramente desde donde estábamos.

     “El pueblo parecía estar acostumbrado, porque la gente de las calles fue confundiéndose en la niebla, incorporándose a su sustancia. Como si la aldea fuese amante de la niebla y le diese significado a su vida de agua y barro. Hacia allí caminamos antes de que oscureciera completamente.


     En esta playa, solo, parado en la arena que las olas lamen sin mojarme, miro hacia el sur, la fúnebre caravana de dolientes. Los hombres tienen el cuerpo pintado de amarillo, con rayas negras sombreándole el torso. En sus cabezas llevan penachos de plumas de cuervos, anunciando sus desvelos, el hambre de oscuridad.

     Detrás, vienen los portadores del incienso purificador, el aroma a especias y aceites que penetran el alma del que sobrevuela su propio funeral.

      Luego, los deudos, los rostros apesadumbrados de mis padres y mi hermano. Caminan cabizbajos tras los hombres que cargan el cuerpo del hijo, con la sombra del hijo envuelto en la mortaja. Vuelo sobre él ... sobre mí ..., y mis contornos los abarcan, los cubren como si quisiera protegerlos de todo mal, de cualquier desconocida voluntad de tragedia.

     Aún son jóvenes, pero las lágrimas los afean. Padre está vestido de negro, y dos manchas le oscurecen las mejillas y la barba. Lleva una capucha de luto, alta y adornada con ojos secos de búhos. Madre está cubierta por una túnica blanca, porque las mujeres señalan el camino de la descendencia. No pueden vestir de negro, no deben llevar sombras que perturben el vientre acogedor del porvenir. Ella no llora, mira la tierra que pisa y piensa en el cielo.

     Mi hermano ha crecido, es casi un hombre, pero la suave barba no logra ocultar sus ojos todavía débiles. Una naciente fortaleza está surgiendo en el color del espíritu que se asoma por sus ojos. Él es la luz que alumbra el funeral por debajo de la línea de mi cuerpo alzado al cielo.

     Los veo acercarse, y puedo palpar mi desesperación, grande como una bola de madera y fuego creciendo en mis entrañas, luchando por salir, quemándome.

     No quiero estar muerto.

     Lo grito al viento que agita las olas del río mudo, los vestidos del ritual, las llamas del fuego que precede a mi cadáver. Agito las manos sin correr, porque mis piernas pesan, llenas de arena.

     -¡No, padres! ¡Vivo!

     Y empiezo a reírme. Las nubes son testigos de mi alegría al verlos, al recuperarlos, mi alegría engañosa.

     No me oyen. Continúan caminando hacia el altar que me espera.


     “Mis amigos y yo llegamos y la niebla se despejó un poco, pero aún así nos vimos casi desamparados en aquella aldea. Nos miraban con hosquedad, como si nunca hubiesen visto extranjeros antes. Interrumpían sus trabajos, dejando las herramientas y palas, y se secaban el sudor, murmurando entre ellos un dialecto extraño al vernos pasar. Debimos parecerles bestias, con nuestras barbas largas, las ropas raídas. Nos acercamos a un grupo frente a una choza, pero retrocedieron. Quién sabe qué estarían pensando, ¿en los puñales que íbamos a sacar de debajo de la ropa, en la sangre que se derramaría de sus cuerpos? Los vimos bajar los azadones al suelo y apoyar las manos sobre el mango. Una posición fingidamente neutra, pero no inofensiva.

     “Buscamos a los ancianos de la Asamblea, dije yo, sin saber si me entendían. Se miraron varias veces, como en un juego sin palabras. Entonces me di cuenta, por primera vez, que esos hombres no tenían edad; algo que no pude definir en ese momento, les daba intemporalidad a sus facciones. No hablaron, pero un gesto de conformidad se reflejó en las caras. El que estaba más cerca, estiró un brazo hacia mí. Vi en sus ojos el deseo de reencontrarse con algo perdido. Pero retiró la mano sin lograr rozarme siquiera, y luego señaló hacia el final del pueblo, apenas visible entre la bruma. Intenté estrecharle la mano para agradecerle, pero él se apartó, y en lugar de miedo o furia, vi la más triste congoja en sus ojos. No me tientes, parecía decirme, no me recuerdes lo perdido. Nos encaminamos hacia donde había indicado, y al darnos vuelta, sentí sus miradas sobre nuestras espaldas al alejarnos.

     “Tres soles nos había llevado cruzar los afluentes y estábamos cansados. Teníamos la piel irritada por los mosquitos y otros insectos que jamás habíamos visto antes. Sin embargo, la idea de dormir me daba la sensación de tiempo perdido. Por eso continué solo. Mis compañeros se tendieron junto al bebedero de los cerdos y a los pocos caballos flacos, compartiendo el mismo lugar y el descanso con los perros.

     “A pesar del sol que nacía entre la niebla pesada y dura, que tardaría medio día más en esfumarse, los innumerables hilos de agua alrededor de la aldea levantaban un vapor constante y soporífero. No alcancé a distinguir la construcción sino hasta llegar muy cerca. Descubrí entonces la casa de la Asamblea, precaria pero grande si la comparaba con el resto de las chozas. Estaba rodeada por profundos surcos de barro hechos por las carretas. Nadie respondió a mi llamado, así que entré. La oscuridad de adentro era gris, me recordaba al mar revuelto antes de una tormenta. Alguien me tocó un brazo, y me hizo una pregunta que no entendí.

     “Busco a los Ancianos Sabios, dije en voz baja, el lugar parecía obligarme al respeto. Percibí otras sombras moviéndose a alrededor. Mis ojos se fueron acostumbrando de a poco a la penumbra, y pude ver a los cuatro ancianos. Después de observarme como moscas dando vueltas a mi alrededor, fueron hasta una mesa al fondo de aquel cuarto de tamaño aún indistinguible, y se sentaron en unos tablones. Se habían dispuesto en un orden simétrico según sus estaturas. Los dos del centro eran altos, delgados, de cabeza calva y cara alargada. Uno tenía la barba en punta, blanca. En los extremos, uno era pequeño, de espalda firme y rígida, el otro llevaba el cabello largo hasta los hombros, casi tan hermoso como el de una mujer.

     “Sabios Ancianos, empecé a decir, soy un marinero del Norte, que ha sabido de la extraña tierra que esconden las montañas del Sur.”

     “¿Y por qué la buscas?”, preguntó el de cabello largo.

     “Porque... no sé cómo explicarlo... abandoné a mi familia sin saber lo que buscaba, y me encuentro perdido justo en la entrada de mi sueño...

     “Eso es, un sueño, dijo el de barba, severamente. El más bajo lo interrumpió, más conciliador.

     “¿Cómo llamarías a tu sueño, extranjero?

     “Me quedé pensando unos instantes que me resultaron demasiado largos por no saber cómo responder, pero ellos no se inquietaron.

     “Deseo. Así puedo llamarlo, creo. Algo me está comiendo desde adentro, es lo único que sé. Una fuerza tan grande que podría llevarme hasta el fin del mundo, y matarme si no consigo lo que busco. Lo más extraño de todo, es que no me importa pasar el resto de mi vida fracasando. Los ancianos comenzaron a hablarse, deliberando sobre mis palabras.

     “Debes saber, extranjero, dijo entonces el de barba, que los que no soportan vivir en la región de los Longevos, vuelven al pueblo, y ya no son los mismos. Desear y rechazar no es el comportamiento para hombres honestos. Se debe ir en busca de lo que realmente se necesita, y necesitar lo que se ansía. Una y otra son la cabeza y la cola de la misma serpiente que llamamos hombre.

     “¿Es que los pobladores, pregunté en la pausa que hizo el otro, han perdido la cordura?

     “Si así nombras a ese espacio que está en sus cabezas y tiene la marca del tiempo, que ocupando todos sus pensamientos y sueños, los acosa sin fin ni descanso, sí, eso es lo que les ha pasado.

     “Afuera, unos niños se habían acercado para espiar entre las rendijas. Las voces de sus padres los llamaban desde lejos. El anciano que hasta ese momento se había mantenido callado, enderezó la espalda en su banco de madera y paja, y habló.

     “Hay una sola pregunta que voy a hacerte, y será suficiente para que llegues al sendero que te señalaremos. Una sola también es la respuesta correcta.

     “Tal vez sonreí, no estoy seguro, pero aquel gesto debió molestarlo.

     “No creas que será tan fácil. Mientras más lo pienses, más dificultosa será. Mientras más busques, más nubes, círculos de obstáculos, sombras te separarán de la respuesta. Si la sabes, saldrá de tu memoria como el agua de una cascada. Está allí, o no lo está.

     “Bien, Ancianos, lo entiendo.

     “Entonces, pronuncia el nombre del primer dios, el padre de los dioses, su creador.

      “Me quedé mudo de extrañeza. Parecía una pregunta muy simple, pero era imposible de responder. Quién había creado a los dioses más que ellos mismos, que eran eternos. Busqué en mis recuerdos todas las palabras oídas, todos los nombres que conocía, o que mi memoria me daba por sabidos. Sudé, sentí las gotas espesas de la inquietud mojándome la espalda. Mis manos húmedas se frotaban entre sí, nerviosas. Iba a perder la única oportunidad que se me daba en un juego que creí injusto, y me enojé.

     “¿Ustedes, Ancianos, creen saberlo todo? ¿Acaso tienen ese nombre y aún siguen vivos? Es imposible averiguar tal palabra, venerables viejos. Si los dioses nacieron de la nada, que ellos mismos crearon, entonces no existen, porque son la nada de la que surgieron. Nada puede engendrarse de la nada.

     “Cuando terminé, tenía un dedo acusador extendido hacia ellos, mientras temblaba. Los vi levantarse, creí que enojados, pero se dirigieron una mirada de común acuerdo. Hasta me pareció verlos llorar por un instante. Se me acercaron y me tomaron de las manos. Sus manos, hijo, eran tan bellas, tan endebles como las de un muerto, y lamento que ahora me veas lagrimear así, pero no puedo evitarlo. Me abrazaron mientras me decían: ese es el nombre. Y me revelaron el sitio del sendero.


     Mi cuerpo amortajado no es mi cuerpo.

     Soy un alma rondando los sitios de su muerte. Sé que muero para el mundo, y esta idea, junto al cielo nublado y las aves que sobrevuelan el río, es gris. Puedo comunicarme con el paisaje, que permanece indemne al pasar de los hombres. Soy parte de la tierra, un pájaro más sumergiendo su pico en el agua en busca de alimento.

     Veo a mi padre besando la mortaja antes de ser llevada al altar, y el Gran Brujo aparece con ellos, cubierto por la capa de pieles de lobo, amplia, imponente, como si las bestias los estuviesen protegiendo. Porque más que su cuerpo, su envejecida cara, las manos manchadas de lunares, es la túnica la que le da verdadera autoridad. Hasta la cornetilla de colores atada a su mano es más fuerte que su voz gastada.

     El dolor crece con lentitud. Del brujo llega. Con solo mirarlo, me punza con astillas que nacen de sus ojos. Lleva la cornetilla a los labios y entona una música triste, pero tan suave y hermosa, que no es extraña la devota sumisión del pueblo a su voluntad. Sabe cómo gobernarlos, exaltar su espíritu, sus maleables sentimientos. Los tiene entre las manos, entre los dedos que sujetan el instrumento. Un cántico solemne se inicia, la gente se postra en la arena, y las aves detienen su aleteo para escucharlo.

     Si no fuese mi propia muerte, también me plegaría a este místico entusiasmo. El brujo enciende la hoguera con las antorchas, las llamas se elevan como pájaros asustados. Hacia arriba, todo es gris, una opaca masa que se esparce entre la gente. Mis padres permanecen de rodillas, rodeados, engullidos por el humo. El brujo camina alrededor del fuego.

     Mi cuerpo se quema.

     Me toco el pecho, sacudo las piernas comprobando mi corporalidad, suspendido en ese estado del no tiempo tan parecido a la muerte, tan penosamente similar, que más parece una falacia creada para mi engaño. Entonces abro lo ojos a la contradicción. Una frase nada más, una interrogación inverosímil por su aparente futilidad. Pero la duda es un gusano que me carcome el cuerpo hasta dejarlo como un vacío espacioso dentro del esqueleto. Una carcasa ahora inhumada. Lo otro, los restos defecados por aquel gusano interrogador, soy yo, éste yo.

     La memoria y las lágrimas, la inaudible voz, gritando. Las manos y los brazos rígidos del temblor extendidos hacia la cáscara que ya ni siquiera es eso.

     Una nada hacia otra nada.


*


Zaid golpeó a Montag al despertar. El viejo intentó protegerse lo mejor que pudo.

     -¡Hijo¡¡Soy yo!¡Es un sueño nada más!

     Estaba junto al fuego, transpirando, y tenía los puños fuertemente cerrados contra el pecho del viejo. Había salido de repente sano y salvo de sus sueños, lúcido y aliviado al tocar la ropa y el cuerpo del anciano. Luego lo soltó y se llevó las manos a la cara, pero sintió un cosquilleo en las palmas. Al mirarlas, se levantó asustado, y las sacudió sobre las llamas.

     -¡Quíteme a estas bestias!-gritaba. Unos seres diminutos resbalaban de sus dedos y caían al fuego. Las llamas crecieron y volvieron a disminuir en seguida.

     -No te asustes, los estás expulsando...

     Si Montag tenía razón, era bueno lo que le estaba sucediendo, pero se sentía horriblemente mal. Peor aún que antes, cuando sólo los llevaba dentro o encima del cuerpo, casi sin sentirlos más que durante las noches.

     -¡¿Hasta cuándo?! ¡Mire, estoy sudando con un hedor de muertos!

     De la piel brotaban gotas con la forma de pequeños cadáveres. Montag lo obligó a acostarse de nuevo, y calentó una preparación en la que había puesto unas hojas verdes. Zaid siguió vomitando y tosiendo sobre las llamas durante todo el día.

     El viejo fue hasta el cuerpo de Tahia. Corrió las telas. El cuerpo había cambiado desde que estaba allí. Las piernas y los brazos estaban extendidos, y el anterior gesto de dolor había cambiado a una expresión de reposo.

     Zaid lo miraba desde su lecho, asombrado por aquel cambio. Quiso levantarse pero no pudo.

     -Ya te explicaré cómo pasó-dijo Montag- pero antes debo seguir contándote.

 

     “Cuando salí de ver a los ancianos, era casi de noche. Nada en el pueblo se había movido. La luz continuaba igualmente mortecina como en la mañana. Mis amigos estaban despiertos, hablando con un hombre y un muchacho. Al verme, me saludaron, aunque no parecían ansiosos esta vez por saber mis noticias, sino preocupados por otra causa.

     “Montag, me dijeron, este hombre y su hijo nos contaron que hay peste del otro lado del río. La mitad de los afluentes traen muertos al cauce principal. Tuvimos suerte de no encontrarnos con los cadáveres.

     “Así es, afirmó el hombre. Tenía una mandíbula pronunciada, cuello ancho y fuerte, pero una expresión casi infantil y llorosa en los ojos. Al hablar, su voz resultaba trágica.

     “Hace tiempo que no podemos cruzar en busca del curandero, y miró a su hijo, apretando con brusquedad un brazo del joven. El muchacho era alto y delgado. Se veía la rigidez de sus huesos en rápido crecimiento a través de la piel cetrina y pálida. El vello de la barba brotaba escaso. No era muy semejante a su padre, sino más estrecho de hombros, y sus ojos brillaban. Era uno la casi completa inversión de las características del otro, como si la herencia se hubiese mirado en un reflejo invertido antes de hacerse carne. Los dos poseían el cabello bastante largo, con rizos grandes que les daba cierta belleza.

     “Montag, el pobre hombre necesita ayuda, y nosotros nos acordamos que usted curó heridos en el barco, y hasta le salvó el brazo a uno que se quemó, ¿se acuerda?

     “Me puse a reír, y los miré con complacencia.

     “Van a hacerle creer que soy un brujo. ¡No! He aprendido ciertas cosas, pero nada más.

     “Por qué no le cuenta, le pidieron mis amigos. El hombre entonces los observó con desconfianza.

     “Se lo diré solamente al él, dijo, señalándome. Y fuimos a buscar albergue y comida, mientras caminábamos callados. Yo pensaba en qué extraña presencia era la de aquellos dos, que con solo aparecer y hablarnos, nos habían hecho casi olvidar que debíamos seguir nuestro viaje.

     “El muchacho venía detrás. Sentí su mirada fuerte en mi nuca, y me di vuelta. Enseguida bajó la vista. Caminaba con un exagerado balanceo del cuerpo, arrastrando los pies, parecían pesarle más que la luna que se elevaba en ese momento sobre su espalda. El padre, que dijo llamarse Reynhold, nos llevó a un establo en el que habían pasado las últimas seis noches.

     “Esperando cruzar el río, todas las mañanas me levanto y voy a mirar si hay cadáveres. Hasta hoy los he visto a todos, algunos rígidos, otros hinchados o de un color que me quita el hambre. Algunos parecen vivos, las corrientes les mueven los brazos como si nadaran.

     “Esa noche, mientras preparábamos la fogata, nos trajo alimentos del pueblo. Nos ofreció todo con una diligencia que conquistó el ánimo de mis compañeros. El hijo se mantenía apartado, y aunque su padre lo llamaba, se negaba. El hombre entonces seguía hablando de otras cosas. Después me pidió que nos separáramos del grupo, y cuando los demás finalmente dormían, me contó su historia.


     “Mi hijo y yo somos de los pueblos del noroeste. Si no ha visto alguna vez una masa de hombres, mujeres y niños desplazándose como un enorme lago que se mueve por la tierra en pendiente, no imaginará nunca lo que era mi pueblo. Mi familia había venido del oeste junto a muchas otras. Nos aceptaron con dificultad al principio, decían que veníamos de ancestros salvajes, y era verdad. Pero hace ya mucho tiempo, antes de mi generación, que dejamos de migrar, cuando nos encontramos con la costa y el mar. Los viejos decían que en esos precipicios terminaba el mundo, pero los más jóvenes sabían que es sólo una forma en que la tierra se hunde bajo el agua. Habíamos visto los barcos de los pueblos del norte, sin duda más avanzados, y establecimos comercios y trueques con ellos. Éramos pacíficos, así lo entendieron. Algunos nos hicimos pastores, y otros cultivaron la tierra. Fuimos felices, puedo asegurarlo. Yo me uní a mi mujer hace tantos años como la vida de mi hijo. Es el único que tuvimos, y fue nuestra sombra y preocupación no poder darle hermanos. Los curanderos decían que era a causa de mi mujer, pero los sacerdotes del pueblo aseguraban que alguien de mi familia debió cometer algún delito nunca confesado, o quizá lo haría alguien de mi descendencia, por eso se nos castigaba. La verdad es que mi pequeño fue creciendo con un carácter tímido, sobreprotegido, es cierto, pero se nos hizo inevitable actuar así. ¿Usted es padre? ¿Acaso no ha sufrido con cada golpe o llanto de sus hijos, como si fuera el fin de su vida, o peligrase el destino del mundo? ¿No tuvo la sensación de que todo dejaba de existir o de tener sentido si su hijo no era totalmente feliz? Creció, y nunca pudimos hablarle, o lograr que nos hablara. Me refiero a que dijese algo más que sí, padre o sí, madre. Hasta a veces deseé que me gritase o golpease para saber que estaba vivo de algún modo, que por lo menos la furia le daba una característica humana. Usted lo ve ahí, dormido, con ese cuerpo de hombre joven, y le parecerá uno más. Pero no es así. Él oye voces. Sí, no me mire con asombro. Dice que escucha voces, y no sé desde cuándo. Lo descubrí recién después de la muerte de su madre, al verlo, durante las noches, moverse como si estuviese despierto. Sin embargo, duerme. Su cuerpo reposa, también sus sentidos, pero su mente vive en otra región, una zona para mí impenetrable. Digo que tal vez desde antes le ocurre esto, porque la única vez que me habló, después de lo que hizo, mencionó la orden a que lo sometieron los dioses. Así los llama él: voces de los dioses. Al principio era una sola, la que le ordenó matar, después se hicieron múltiples cuando cumplió con ese deber.

     “El hombre dio un suspiro de cansancio. Sus recuerdos lo agotaban más que las palabras o la intensidad con que eran relatados.

     “Todo empezó un día que lo llevé de cacería por primera vez. Se puso a mirarme ciegamente en medio del bosque. ¿Me entiende? Mi miraba sin descubrirme. Mientras trataba de guiarlo en el uso de la lanza, me observaba con tal detenimiento que parecía buscar dentro de mi alma. Pero no a mí, en realidad, sino a mis ancestros. A los hombres que habían tenido el mismo poder que él para percibir las voces de los otros mundos. Dos generaciones habían pasado sin presentarse en mi familia. Y había vuelto sin saber, yo, un hombre simple, cómo controlarlo. Mi hijo movió la cabeza, asintiendo no a mis indicaciones, sino a otra voz que sólo estaba en su cabeza. Tenía ya la estatura de ahora. El viento agitaba su pelo y las ramas de los árboles con un sonido de trueno y un escalofrío en la piel del aire. Volvamos antes que anochezca, le dije. Él había cazado muy bien ese día, tan bien que me sentí orgulloso. Pero hoy pienso que debí haberme dado cuenta antes. ¿Por qué no había cometido ni siquiera un error? Era como si alguien más hubiese estado con él todo el tiempo para indicarle la dirección y el punto exacto del blanco. Alguien que pudiese estar en todas partes a la vez. Cuando regresábamos a casa, se desató la tormenta. Insistió en cargar las presas solo. Acomodé los dos cervatillos sobre su espalda encorvada por el peso. Me sorprendió descubrir esa fuerza en mi hijo. La sangre de los animales corría por su espalda desnuda, goteando por el camino de tierra y lluvia que nos conducía a casa. Yo iba detrás, pisando esa sangre, con los ojos puestos en su cuerpo incomprensible, sus huesos jóvenes, tratando de leer en su alma. Entonces, tuve miedo. ¡Hijo!, le grité en el viento que traía el anuncio de una mayor tempestad, ¡no llegaremos antes de que se desborde el arroyo, te ayudaré a cargarlas! Se dio vuelta. Con la luz de los relámpagos vi en su rostro una mirada a la que todavía temo cuando la recuerdo, porque no eran los ojos de mi niño: tenían la experiencia del mundo. Al llegar a la cabaña, mi mujer nos estaba esperando con comida caliente. Él había dejado los ciervos en la entrada. No los dejes ahí, hay que ponerlos en lugar seco. Me miró como un hombre mira a otro que se atreve a ordenarle algo sin el derecho a hacerlo. Me dio la espalda para entrar, y lo agarré del brazo, pero se soltó con fuerza y me empujó. Antes de poder evitarlo, ya estaba adentro. Su madre había corrido para abrazarlo. Los miré uno junto al otro, tan estrechados, que decidí posponer mi reprimenda para más tarde. Ella estaba demasiado feliz por él, por su iniciación. Continuaron abrazados un tiempo que me pareció excesivo, pero no los interrumpí. Él apenas había cruzado el umbral. El cuerpo de mi mujer estaba oculto por el de nuestro hijo, sólo se veían sus brazos enlazados, las piernas y las caderas levemente inclinadas, la cabeza apoyada sobre un hombro. Escuché su llanto de emoción, y los gemidos ahogados. ¡Vamos, mujer, ya basta!, le grité. Pero al acercarme sus manos se habían separado y caían flojas sobre la espalda de él. Las piernas no la sostenían, sino que colgaban. Sus caderas eran un péndulo. La cabeza se balanceaba como si acariciase su hombro. ¿Qué pasa?, pregunté. Los músculos de mi hijo temblaban, como cuando se deja de hacer una gran fuerza. El cuerpo de mi esposa se fue deslizando de sus brazos y cayó al suelo. El olor de la comida quemada se unió al relampagueo y el repiquetear de la lluvia sobre el techo. Ellos la quieren, me dijo él, y yo, aturdido, le di un golpe tras otro, hasta deformarle la cara. Me detuve únicamente cuando supe que también podía matarlo.

     “Reynhold se agitó al contarme todo esto, y quise consolarlo. Aunque me resultaba increíble su relato, no creía que no fuese sincero.

     “Esa noche llovió más que todo el resto del invierno, y la mañana nos descubrió inundados y acostados en los camastros húmedos, quietos y en silencio. Enterré a mi mujer en una colina alta. Después nos encerramos, sin ver a nadie por muchos días, esperando que el agua bajase. Mi hijo estaba apoyado contra una pared, las rodillas dobladas y la cara entre las manos. Yo lo miraba, pensaba en un castigo, pero cualquiera que hallaba era también un castigo contra mí mismo. La lluvia continuó e hizo correr la tierra de las colinas, que los árboles apenas pudieron retener antes que llegase a nuestra aldea. Y el agua desenterró a los muertos. Ya no pudimos escondernos del mundo, ni vivir en la choza como si fuésemos tan inocentes como el techo que nos cubría. Puse mi fe ciega en tal deseo. Prefería tener miedo de mi hijo, encerrado allí, a tener que soportar el juicio de los demás. Cuando vinieron a buscarnos y les conté todo, me trataron aún peor. Les dije la verdad, porque así lo dispuso mi confusión. Pensaron, en cambio, que deseaba librarme del castigo culpándolo a él. Iban a matarme. Entonces huimos. Desde aquel día no nos detenemos, y lo que ahora busco es que alguien me ayude a castigarlo. No puedo hacerlo solo, no porque no me atreva, sino porque simplemente no son suficientes estas manos para cumplirlo.

     “Pero qué castigo es ése, pregunté.

     “Debe ayudarme a terminar con nuestra sangre. ¿Sabe lo que eso significa para mí? Es el último de mi familia, que alguna vez fue la más grande de las grandes tribus. Será el último, definitivamente.

     “Quise saber si en verdad estaba dispuesto a matarlo.

     “Quiero quemar su descendencia, me contestó, desterrarla del mundo, ¿no lo entiende? Quitarle sus hijos, robarle la posibilidad de tenerlos, antes que sea tarde. Sé que aún es virgen, lo he estado vigilando día y noche. Cada vez que me veo obligado a dormir, sufro pensando en lo que está haciendo. Tal vez, hasta sabe de mi propósito y procure evitarlo cuando llegue el momento. Lo he alejado de las mujeres, para que su semilla no devore al mundo con esta sangre. Le pido que me asista el día que lo castre.

     “El hombre estaba dispuesto a interrumpir para siempre la línea de su raza. Habíamos pasado toda la noche hablando. Fuera del establo, la luz de la mañana empalidecía el fuego. Me sentí inquieto y deseoso de deshacerme del hombre.

     “Lo que me pide no puedo hacerlo, le contesté, cómo voy a estar seguro que no fue usted quien mató a su mujer. El hombre me miró con ira, y me dijo: Lo que usted busca, si no me equivoco, es el portal a la región de los Longevos.

     “¿Acaso va a decirme lo que hasta los ancianos querían negarme?

     “Esos viejos tramposos no le dirán nada aunque responda a sus preguntas, y si lo hacen, no hallará el lugar con sus indicios. No han vuelto a las montañas desde hace siglos. Son los únicos que han sobrevivido al volver al pueblo. En las montañas no tiene a quién gobernar ni quien los venere. ¿Cree que van a compartir con alguien más su eterna vida? Se matarían entre ellos si supiesen con certeza que son capaces de morir. Yo sé de ese lugar porque mi hijo lo sabe, se lo he oído decir mientras hablaba en sueños con sus dioses.

     “Sin ese dato, Zaid, habría pasado mi vida buscando la entrada sin hallarla. Cuando llegué a los senderos que llevan a las montañas un tiempo después, pude comprobar que el hombre tenía razón. Si tus pasos te dirigieron directamente hacia aquí, fue por ellos, los que ahora nos miran desde el techo. Te guiaron. El hijo de Reynhold lo sabía también, y yo vi, en esa revelación, la paz de mi alma. Toda mi vida iba a convertirse en un absurdo fracaso si lo rechazaba. Me he preguntado cientos de veces si tuve el derecho de castigar a su hijo de esa manera, de obtener mi casi eternidad a expensas de la suya. Debía responder rápido, porque la oportunidad se estaba esfumando con la noche que se iba. Reynhold me extendió su mano para confirmar el pacto. Dudé un instante, pero de más estaban los pequeños retaceos si ya se había trazado algo más grande, del tamaño de mi deseo.


     “Decidimos hacerlo dos días después. No les dijimos nada a mis amigos. Los mandamos a buscar provisiones a aldeas vecinas, y no regresarían hasta el día siguiente. Se despidieron antes del crepúsculo para aprovechar la noche viajando. Calenté agua sobre la fogata, y preparé las telas y el cuchillo.

     “El muchacho y su padre regresaron con la leña y la arrojaron al fuego, que creció iluminando todo el establo. El hombre me miró, y asentí. Fingimos quedarnos hablando entrada la noche, hasta que el hijo se acostó y estuvimos seguros que dormía. Cómo se agitó mi corazón al acercarme, qué presentimientos horribles tuve frente a la débil lumbrera del fuego.

     “Nos abalanzamos sobre el joven, que comenzó a resistirse con todas sus fuerzas. Yo le sujetaba las piernas, mientras el padre se arrodillaba sobre su pecho y lo retenía de los hombros. Sus gritos sacudían las llamas, y la luz hacía que el mundo también se moviese o protestase. Las sombras del techo bajaban y subían. Nuestras sombras iban de pared a pared. Y sus gritos eran espantosos. El padre sacó de entre sus ropas un tubo de madera con una sustancia para adormecerlo que las viejas del pueblo le habían dado. Quiso abrirle la boca, pero lo mordía, e intentamos retenerle la mandíbula con una cuerda.

     “¡Yo lo tengo y usted eche el líquido!, le grité, pero el muchacho cerraba la boca con fuerza, y sus ojos se fijaron en mí con odio. Entonces decidí golpearlo para que no siguiera lastimándome con esa mirada.

     “Hizo bien, dijo Reynhold, mientras vertía el líquido, pero la voz le temblaba. Lo desnudamos, y lavé el cuerpo con agua tibia. Agarré el cuchillo.

     “Yo voy a hacerlo, me pidió, sólo dígame dónde cortar sin matarlo. Le señalé lo que me había pedido, mientras él sostenía el filo en su mano derecha. Tuve que envidiar su fortaleza, por lo menos al principio. Cuando todo iba bien, y a pesar de haberlo atado, el chico empezó a mover las piernas y levantó la cabeza. No pensé más que en volver a golpearlo, pero ya no quiso desmayarse. No podía amordazarlo tampoco porque no dejaba de morderme las manos.

     “¡Hijo, soy yo, tu padre, el que va a hacerlo! Nadie más deberá responder el día que quieras vengarte. Pero esto es mi deber. Su voz se quebró hasta desaparecer en el espasmo del fuego que crepitaba. No dijo más, y después vi la sangre brotando.

     “Espere, le dije, y me di cuenta de lo absurdo de la advertencia mientras cubría la herida con telas que se empapaban una tras otra. Las manos le temblaban tanto, que no podía fijar el cuchillo en un punto exacto, menos aún con la sangre manchándole la cara.

     “¡Déjeme a mí!, le pedí. Lo hice comprimir la herida mientras yo limpiaba. Como no me obedecía, volví a gritarle. Pero no se movió. Miraba al hijo, que seguía dando gritos insoportables, aunque al menos no había logrado desatarse. El dolor, Zaid. El dolor infligido en los demás es un umbral del que no se puede regresar. Yo oía esos alaridos con el alma temblando. Los ladridos de los perros llegaban desde lejos, como voces de lamento y acusación.

     “Reynhold se había puesto a cambiar otra vez las telas, echando lejos el agua teñida de rojo oscuro. El color del joven, en cambio, se iba tornando blanco. Quise decirle al hombre que no era ése el sitio que yo le había señalado, pero no quise recriminarlo más. Terminé lo que él había hecho, y cosí la piel. La sangre se fue deteniendo con lentitud. Iba a arrojar al fuego el fragmento cortado cuando el padre me detuvo, y lo puso dentro de un saco de cuero.

     “Salí del establo. Me asombró ver que todavía fuese de noche. Unas líneas luminosas de ojos caninos me esperaban, aullando, sin acercarse. Parecían angostas sendas de estrellas sobre el río. Me acerqué a una orilla aparentemente libre de muertos. Los perros me gruñeron al seguirme. Me saqué las ropas con sangre y las dejé a un costado. Los animales se abalanzaron sobre ellas, y permanecieron después al borde del río. Me sumergí para lavarme, pero no me atreví a salir enseguida. Veía a los perros dando vueltas en la orilla y aullando. Luego, se fueron dispersando a medida que amanecía. Sólo uno me siguió con la mirada mientras me cubría con lo que había quedado de mis ropas.

     “Regresé y vi que Reynhold había lavado a su hijo y lo acostaba sobre una manta seca. A cada rato le cambiaba las telas y secaba el sudor. El único signo de vitalidad en el muchacho era un temblor que se resistía a ceder, como el último escalón antes del vacío.”

  

     -¿Sobrevivió?- preguntó Zaid luego de un largo rato en el que había estado pensando, como si algo más lo molestara sin saber qué con exactitud.

     -Sí. Cuando se repuso, la peste ya había acabado, y lograron cruzar el río. Seguirían caminando hacia el este, más allá del Droinne, me dijeron. Luego no supe más de ellos. Pero hasta la tarde que partieron, el hijo seguía oyendo voces que lo aturdían día y noche, haciéndolo sufrir tal vez más aún más que nosotros.

     -Y usted consiguió lo que buscaba, ¿no es cierto?

     Montag no respondió.


*

    

Zaid se sintió recuperado. La preparación que el viejo le había hecho beber mientras hablaba, le había dado fuerzas. Pero Montag no estaba en la cueva. Intentó levantarse y mover las piernas entumecidas. Dio algunas vueltas y tropezó con los cuerpos de los dos perros. Su pelaje relumbraba con el reflejo claro de la mañana desde la entrada.

     Los espíritus también habían desaparecido del techo, su ausencia se revelaba más por la quieta paz del vacío allí arriba, contra las rocas lisas. Aún temía no haberse deshecho de todos, y se palpó el cuerpo, se frotó la barba y el cabello en busca de las pequeñas bestias que había estado expulsando. Al ver que el anciano regresaba, fue hacia él y se arrodilló.

     -¡Gracias, maestro, por librarme de ellos! Dígame si ve algo más a mi alrededor, alguno que queda todavía y yo no pueda ver.

     -Por ahora no. Pero yo no hice nada, fue este lugar el que ha purgado tu espíritu.

     -Quiero enterrar a los perros, les tengo miedo aún a sus cadáveres.

     -No vamos a hallar tierra profunda en estas montañas, nada más que roca. Los pondremos en una bolsa para arrojarlos al arroyo.

     Zaid sostuvo la bolsa de cuero mientras Montag levantaba los cuerpos y los echaba dentro. Después la cargó sobre los hombros y salieron. El sol le golpeó en la cara, cerró los párpados y se tapó la cara con la mano libre. Montag lo ayudó a protegerse.

     -Despacio, debí prevenirte antes.

     -No importa, ya me acostumbraré. Sígame contando. Me quedé pensando en el joven. ¿Cuál era su nombre?

     -El padre nunca me lo dijo, pero en esos lugares suelen llevar el mismo nombre de padres a hijos.

     Zaid continuó el resto del camino pisando con cautela, sus piernas seguían débiles. El reflejo de la nieve le enturbiaba los ojos, y comenzaba a dolerle la cabeza. Sin embargo, no pudo alejar el pensamiento de la similitud con el nombre de Reynod.

     -¿Cuándo pasó todo eso?

     -Hace demasiado tiempo como para acordarme exactamente, pero el padre ya debe estar muerto, y el hijo debe tener la misma edad que tendría tu abuelo.

     ¿Y si es él, si es el Brujo el hombre que mató a su propia madre y fue castrado por ese acto? Si así fuese, ¿cómo nacieron sus hijos e hijas? Si en eso ha mentido, tal vez también sobre mi abuelo.

     -Cuando ellos se fueron -siguió diciendo el viejo- el padre me contó el secreto del portal. Tuve entonces el consuelo, pequeño, fútil, pero al fin un consuelo, de saber que me habría sido imposible encontrarlo sólo con las indicaciones de los ancianos. Ya has visto el sendero por el que llegaste el primer día, tan estrecho entre los muros de roca, una entrada angosta que cierra la vista del cielo y deja en sombras la pendiente. Demasiado parecida a las otras, cambiando de un día a otro por el viento, jamás la habría hallado por mí mismo

     no es posible. Acaso quizá sus voces lo hicieron sentirse superior, y sin duda lo era, pero lo otro, lo de su descendencia, ¿fue acaso un favor de los dioses

     atravesé el umbral, y durante un tiempo estuve enfermo. Te conté sobre mi fuerza, del ímpetu inexplicable que me obligó a huir de mi pueblo, cruzar el mar, y destruir la vida de un hombre que recién comenzaba. Eso fue lo que expulsé, no un muerto, sino una especie de masa borboteante que crecía en mí desde mucho antes. Durante todas esas noches recordé a los que hice sufrir, las recriminaciones de los que abandoné, y el hijo de Reynhold se me apareció tantas, tantas veces, que lo creí ya un fragmento más de la forma de mis ojos

     Reyn ... nod ... hold, ..reynhold ... nombres intercambiables, indiferentes como las palabras en la boca, nefastas como las palabras en la boca. sonidos que no pueden borrarse. clavados en la memoria. determinando una forma, un pasado inventado por esa misma memoria que miente como si fuese de otro. nos inventamos. a cada momento nos creamos

     mucho después, regresé a mi tierra. Visité a mi familia. Uno de mis hijos era ya un sabio sacerdote, y me sentí orgulloso. Mi mujer había muerto, y mis otros hijos se habían ido a otras regiones. Sabía que no volvería a verlos. Dejé recuerdos al único que quedaba, le entregué un gorro de piel y una pluma de la primera ave que cacé en las montañas. Eran como pensamientos convertidos en objetos para que persistiesen más que la memoria. Luego volví, y desde entonces he estado esperando mi muerte. No es un deseo, sólo la espero. Ella tarda. Está bien. Lo reconozco, a veces la llamo en voz muy baja, tengo miedo de que me escuche. Otras, lloro, porque sé que llegará. Me doy cuenta de que a pesar de mi edad, del original deseo que me trajo aquí, no he logrado sentirme, ni por un instante, un dios.

     nadie está libre de culpas? ni los sabios, los místicos, los que curan y hablan con los dioses. Qué desilusión, triste desengaño saber que el hombre más temido y respetado es sólo un niño malvado que creció. Pero no puedo juzgarlo ¿soy inocente? Ni ahora, que los muertos me dejaron, puedo decir que he cambiado. Por fuera únicamente. Más limpio, más sereno, pero la misma memoria.

     Arrojaron la bolsa al torrente que caía de las cimas. El agua arrastró los cuerpos hasta hacerlos desaparecer, montaña abajo. Retomaron el camino de vuelta.

     -¿Qué pasa?- preguntó Montag, al verlo pensativo.

     -Nada. Pienso en mis padres, en mi pueblo.

     El viejo se apoyó en el hombro de Zaid para regresar a la cueva. Pero algo había cambiado. Lo presintieron apenas se estaban acercando. Un humo blanco salía de adentro,  con olor a leche de cabra y el aroma de la carne que Montag guardaba para el invierno. Un sonido de pasos, de una voz que cantaba una letanía extraña llegaba desde el interior.

     -¿Será alguien de las montañas?-preguntó Zaid.

     Montag parecía extrañado de que así fuese. Demasiado tiempo había pasado desde que lo visitaron por última vez.

     -Algún salvaje, entonces. Déjeme que entre primero, quédese aquí.

     El viejo no se veía convencido. Apretó por un momento el brazo del joven para retenerlo. Por primera vez, parecía temer quedarse solo.

     Zaid entró. Al principio, la vista aún débil lo engañó formando un velo frente a los ojos. Luego fueron rompiéndose y desapareciendo, y en su lugar surgieron las cálidas paredes de la cueva. El techo fue tomando forma, el suelo de tierra apisonada, la fogata, la vasija con la leche, las bolsas de sal y la carne. El aroma le trajo entrañables recuerdos de su madre.

     Una mujer estaba allí, esbelta, delgada y muy hermosa.

     Tanto como lo era Tahia.

     Reconoció el cabello corto, de pequeñas motas negras, la piel oscura, los ojos brillantes y abiertos, parpadeando. Los senos nunca demasiado grandes, sino rígidos, con sus tímidos pezones como picos de pichones. Las caderas suavemente moldeadas. La sombra del sexo, impenetrable, último bosque inexplorado del mundo.

     -¿Tahia? -se atrevió a decir, temiendo que la imagen desapareciese con solo nombrarla.

     Ella le sonrió. Los labios se abrieron, los dientes brillaron como restos óseos que contaban los caminos por los que habían pasado y su funesta compañía. Habló, no la boca, sino el color, la suavidad de piedra moldeada, la leve separación entre los dientes relataba los sitios y los destinos recorridos.

     Él se acercó.

     Las manos de Thaia estaban frías, pero gotas de sudor le caían por los hombros. Zaid la secó con suavidad, apenas se animaba a tocarla. No podía apartar la  mirada de ese perfil de madera muerta que volvía a despertar. Su mano izquierda se alzó para acariciarle la cara, mientras ella parpadeaba. Su perfil permanecía en la sombra, con dos puntos grises en el lugar de los ojos, pero ya se vislumbraba aquella sonrisa que siempre había logrado conquistarlo.

     Deseó besarla, darle únicamente un beso simple en la mejilla, sin embargo el remordimiento lo contuvo. Puso sus manos bajo los codos de Tahia, para sujetarla mientras la ayudaba a caminar. Ella hizo un gesto que él comprendió, y la dejó sola para recostarse. Siguió limpiando su piel con agua tibia, mientras la acariciaba.

     -Mi Tahia, mi mujer- repetía, y sus manos se reencontraban con lo que habían perdido. La memoria de las manos era fiel.

     Montag había entrado. Zaid comenzó a contarle, aunque no hubiese necesidad, pero el entusiasmo lo dominaba.

     -Ha vuelto para siempre, ¿no es cierto?- Y miraba a Tahia. Ella tenía la vista fija en él, y le acariciaba una mejilla con una mano ya más tibia.

     -Te conozco... - dijo ella.- Pero no sé tu nombre.

     Zaid dejó de sonreír. Sus párpados se cerraron y los labios se hundieron para no llorar.

     la ira crece y es dolor. Es un hueso en el que se han acumulado las espinas, los árboles y las rocas del mundo, que se parte en tantos pedazos que ya no volverán a unirse

     -¿Qué debo hacer?- le suplicó a Montag.

     -Decir tu nombre.

     -Pero si lo pronuncio, ya no podré ser otro del que fui.

     El viejo se le acercó, sostuvo la cabeza de Zaid entre sus manos y la apoyó sobre su pecho para que llorara sin que ella lo viese.

     -Escucha. Mi corazón tiembla, hijo, no trabaja. Tiembla, desde aquel día...

     Entonces Zaid supo que más valía decirlo de una sola vez. La culpa no se desvanecería mientras existiese el tiempo.

     -Soy yo, mujer, el hombre que te ha matado.

     Ella no respondió. Simplemente sus escalofríos desaparecieron, y las gotas de sudor de sus manos ahora recorrían la barba de Zaid.

     La ira se abre camino.

     Huye por mi boca, se extiende con la forma de un hueco blanco que parece ampliar el techo más allá de sus límites reales, hacerlo tan abarcador como el cielo. Allí hay palabras, repiqueteos de maderas chocándose y vientos que pasan a través de instrumentos de música. Un conjunto de ecos que se transforma en punzantes dolores, similares al antiguo dolor, aquel que lastima mi sexo cada vez que recuerdo el nombre y la figura del que lo provocó.

      ... hold, dicen los ruidos en el hueco blanco de la furia.

     Por ese espacio huye el remordimiento, porque yo determino, desde hoy, las fronteras de mi mundo.


*


Prepararon provisiones para el viaje, y se despidieron de Montag.

     Tahia le extendió una mano, pero el viejo se apartó. Zaid se rió de él, y Montag, casi avergonzado como un niño, se dejó besar por Tahia.

     Fue un beso ríspido en su mejilla, sin el sabor cálido que las mujeres, él así lo recordaba, solían dejar con sus labios. Pero el anciano nada dijo. Fingió que todo estaba bien cuando Zaid lo abrazó como si fuese su padre.

     Los jóvenes partieron, y él los observó mientras bajaban la montaña, tomados de la mano.

     Se sentía débil. Se preguntó por qué no había evitado que ella lo tocase. Por qué, después de tantos años esperando, había dejado que sucediese así, tan abruptamente.

     Sentado al borde del camino, sus sentidos se fueron debilitando. Sus manos caían a los lados, sin fuerzas. Ya casi no alcanzaba a ver a los que se iban, empequeñeciéndose hasta desaparecer entre las rocas y la niebla.

     Ni siquiera estaba seguro de seguir vivo al recordar lo que había visto en la mirada de esa mujer al recibir su beso.

     El gran hueco negro en el lugar de los ojos.

No hay comentarios:

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...