Sigur corrió entre los troncos quemados, bajo la luz del cielo oculto por las columnas de humo negro. Las aves sobrevolaban la llanura también quemada, picoteando los cadáveres.
Los cazadores se habían llevado a su madre hacia los bosques del este, así que él iba a escapar todo lo que pudiese en sentido contrario, o quizá a la costa norte. Ella le había contado que no muy lejos se hallaba el mar. Y ella, a pesar de no haberlo visto nunca, aseguraba que era hermoso.
Entonces Sigur caminó por cada sendero que parecía una salida, por las grietas entre barrancos, aberturas estrechas entre piedras altas o árboles. Caminó durante muchos días, se cruzó con gente de su pueblo. Pero no quiso hablarles para que no lo creyeran perdido y lo detuviesen. Salvo en las noches, no descansó.
Antes de que anocheciera cazaba una tortuga y le aplastaba la cabeza con una piedra. Le arrancaba el caparazón y la comía después de asarla en la fogata. Pero al correr los días el tiempo se hizo más frío y desolado, y tuvo que hurgar en las madrigueras sin encontrar nada. Luego pasaba casi toda la noche junto al fuego, temblando de hambre y frío, hasta que lograba finalmente dormirse. Pero el frío volvía a veces a despertarlo y veía entonces que el fuego se había apagado. La escarcha se formaba sobre su cara, alrededor de él en la tierra, y ya sólo le quedaba mirar hacia el norte en busca de la salida del sol.
Y una tarde escuchó un sonido extraño, regular y parejo. Era un repiqueteo, un percutir de muchos tambores a diferentes ritmos. La música se trasladaba por la tierra y subía por las piernas de Sigur. Bajó la mirada y vio que temblaban, como esas aves enfermas que había visto volando en su último viaje de reconocimiento para caer con el pico clavado en el suelo y las piernas levantadas. Pero eran los cuervos los que volaban casi encima de él. Miró hacia arriba, y la vista se le nubló. Ya no parecían cuervos, sino pájaros flacos y desplumados con grandes garras.
Se ocultó en un matorral aislado en medio de la llanura que comenzaba a ser cada vez más desolada hacia la costa del norte. Las aves se alejaron por un rato, pero pronto volvieron a volar sobre él. Entonces el sonido de los tambores se hizo más fuerte, y vio venir a un grupo de hombres. Pudo sentir incluso los pies descalzos que llegaban para rescatarlo.
Pero Sigur ya casi no era capaz de levantarse. Algo lo había aferrado, una especie de mano dejando algo en el hueco de su vientre, un nido que criara retorcidos espasmos y gritos. Y al salir del matorral, exhausto ya y en medio del campo, se dejó caer de rodillas y agitó los brazos en alto.
Los hombres continuaron avanzando al mismo ritmo, como si no lo hubiesen visto, o supiesen desde mucho antes de quién se trataba.
¿Pero quién me conoce en esta región tan lejos de mi gente? Los únicos que me buscan son
pensar en ellos y verlos, ahora sí clara y nítidamente caminando hacia él con las lanzas en mano, fue un solo instante. Los mismos que habían matado a su madre lo habían estado siguiendo con las caras pintadas y los taparrabos de piel de cabra, las lanzas adornadas con plumas, agitándose por encima de sus cabezas rapadas, con una franja negra y ancha que nacía de la frente. La marca de la cacería, se dijo él, murmurando con los labios secos y cortados, mientras los veía avanzar.
Pero Sigur ya no tuvo fuerzas para retroceder.
La figura de su madre estaba también frente a él, pero ella en nada podía ayudarlo. Los pasos de los cazadores se convirtieron en ecos que resonaron bajo el cielo gris, y retumbaron en sus oídos. Sigur sintió que su cabeza iba a romperse, que caía hacia un pozo formado en el suelo justo frente a sus pies, y que antes no había estado ahí.
Y desde la capa de humo que el volcán había creado, que aún seguía dispersándose mientras se disolvía lentamente, aparecieron pájaros negros como esqueletos emplumados. Las alas desplegadas eran casi tan anchas como la altura de los árboles, los picos anchos y corvos parecían estar formados con la dureza de las rocas, los ojos rasgados tenían pupilas ovales.
Sigur sintió las garras que lo levantaban de los brazos, y vio sus pies elevarse del suelo, y luego a los hombres empequeñeciéndose, mientras la llanura iba extendiendo sus fronteras. Los cazadores se convirtieron en un grupo inofensivo de hormigas enojadas, amenazando con lanzas tan pequeñas como astillas. La llanura se había transformado en un manto casi parejo de color verde templado de marrón. En la cúspide del volcán sólo quedaban las puntas ásperas y todavía rojas de las piedras ardientes, y la columna de humo seguía formando capas como hongos en el cielo.
Después descubrió, más allá de las últimas montañas, la gran llanura azul. Una superficie que se movía con suaves ondas, un enorme río sin límites.
¿Esto es la palabra que mi madre pronunció como un comentario más, un cuento que utilizó para distraerme?
Mar.
Pero yo creo es el fin del mundo.
El volcán y los dioses inmersos en el fuego, podrían ser devastados por estas aguas.
Ya no había nubes renovándose desde la boca de la montaña, ni ceniza ni sombras. Los ojos de Sigur se habituaron lentamente al brillo del sol que pasaba entre las plumas de las aves que lo llevaban. El viento frío irritaba las heridas de sus brazos, sentía que las garras del ave le llegaban hasta el hueso. Pero Sigur contuvo el llanto porque lo que veía estaba más allá de todo lo que él hubiese podido imaginar alguna vez. Quizá estaba muerto, se dijo, y sin embargo se sentía más vivo que antes. Aspiró profundo y cerró los ojos. Sintió el olor que llegaba del mar, claro y fuerte como una mañana de verano. Ya ni siquiera el frío lo molestaba, porque no era frío sino aire que le devolvía vida a sus sentidos.
Los pájaros dejaron de aletear y planearon, acercándose al agua. Sigur había visto lo que de lejos parecía un tronco flotando a la deriva, pero luego vio las velas colgando de los mástiles, abombadas por el viento, y las olas golpeando el casco cubierto de musgo.
Los hombres en la cubierta alzaron los brazos y señalaron hacia Sigur. Se veían agitados, hablándose entre ellos con entusiasmo. Algunos se habían arrodillado, como si él fuese un prodigio, algo más que un niño herido y rescatado por unos pájaros que después de todo tal vez eran sólo eso: aves, quizá buitres por su apariencia, pero con un curioso instinto de piedad.
Sigur vio las caras oscuras de los marinos. Los brazos abiertos y la mirada fija en el cielo, aguardándolo. Tan cerca estaba ahora del barco, que sintió el ruido de las velas agitadas.
Entonces el ave lo soltó y lo dejó caer sobre un montón de cuerdas enrolladas. Los hombres corrieron hacia él y lo rodearon. Los pájaros ya se estaban alejando.
Sigur levantó la cabeza y los hombres se arrodillaron. Murmuraron después unas palabras que no pudo entender, y uno de ellos comenzó a hablarle en una lengua extranjera. Cómo él no comprendía, los otros murmuraron, y otro se acercó y habló en el mismo idioma de Sigur.
-¡Hijo del Pájaro Bienhechor!- recitó el hombre en una letanía que todos repitieron.
Eran hombres de barba y cabello crespo dorado, cuerpos anchos oscurecidos por el sol. Vestían con casacas de cuero o llevaban los torsos desnudos.
Se le acercaron con respeto y se ofrecieron a curarlo. Lo ayudaron a caminar hasta un sector protegido por la sombra de las velas, y lo acostaron en un lecho de paja. Mientras uno le colocaba un ungüento sobre las heridas, otro regresó con comida. El agua que le dieron era dulce, no el salobre líquido que salpicaba la cubierta.
Dos días después, se había depositado una fina capa de sal en su piel, y el sol le había dado un color dorado. Preguntó por el uso de cada instrumento o estructura que veía, ellos le respondieron a través del único hombre que hablaba su idioma. Pero en cada respuesta había un temeroso respeto, como si tratasen con un dios niño, cuya ternura tuviese que ser protegida por la rustiicidad de sus cuerpos.
Era tan grande la extensión del agua, pensó muchos días más tarde, que ya no le importaba saber si se dirigían a alguna parte. El mundo parecía reducirse únicamente a la paz que lo rodeaba, incluso las razones de su ser y sus recuerdos del pueblo.
El barco, el cielo y el sol.
A veces las nubes, los hombres ocupados, los tranquilos y los alegres.
Las sogas y las velas, el hambre que ya había muerto, y el cosquilleo creado por el vaivén del barco en su cuerpo.
Una mañana se encontraron con otro barco. Sigur corrió a la borda para escuchar la conversación entre los tripulantes. Casi podía tocar el otro casco si extendía los brazos. Las voces de los hombres viajaban de una cubierta a otra por encima del agua.
-El enviado del Dios Pájaro está con nosotros. Nos ha contado que salió del volcán de los grandes montes que dejamos atrás hace varios soles.
-También venimos de ahí, pero hallamos algo distinto. Nos dejaron a este vagabundo que hace tres días está durmiendo en la cubierta.- Y una risa estridente voló con el viento y se perdió.
Sigur miró hacia donde señalaba el que había hablado. Un hombre sucio dormía boca arriba. Tenía la figura y los contornos de la cara levemente parecidos a los de su padre. Pero no alcanzaba a verlo bien, y además no podía ser él. Sigur lo había visto por última vez rescatando al abuelo mientras las piedras del volcán comenzaban a cubrirlo.
El otro barco se alejó hasta perderse de vista, y volvieron a quedarse solos.
Al día siguiente un grupo estaba discutiendo y peleando alrededor de algo que Sigur no podía ver. Se acercó, y todos hicieron silencio al verlo. No tuvo que preguntar nada, lo dejaron pasar y vio a una niña de su edad sentada en la barandilla, balanceando las piernas y golpeando la madera con los talones. Sigur reconoció a la misma que lo había rescatado en el bosque.
Ella lo miraba tranquila, el cabello claro agitado por la brisa y la piel muy blanca iluminada por el sol del mediodía.
-¿Cuál es tu nombre?- volvió a preguntar él, como la vez anterior, aunque no esperaba en realidad una respuesta.
-Gerda- le contestó.
Ahora sí ella tenía un nombre concreto, hasta podía tocarla sin temor a verla desaparecer. Pero los hombres la miraban con desconfianza.
-Apareció de la nada, como los demonios de la oscuridad-le dijeron a Sigur.
-Me salvó la vida una vez- la defendió él.- Se quedará con nosotros.
La niña saltó a cubierta y lo tomó de la mano. Ambos se sonrieron. Los hombres se apartaron, murmurando recelosos.
Durante todo el día, el murmullo de voces inconformes fue creciendo por encima del rugido profundo y sereno del mar. Si Sigur fijaba la mirada sobre alguno, de pronto se callaba y no podía saber si era ése el que había murmurado. Sigur no dejó sola a la niña en ningún momento. La agarró con fuerza de la mano mientras veía la mirada torva de los otros, que parecían amenazarlo como antes lo habían hecho los cazadores.
Había caído la tarde y muchos comenzaron a adormecerse después de comer. Por eso Sigur se sorprendió al ver una sombra vertical saltando de un mástil, pero ya la mano de Gerda se había desprendido de la suya. Sigur se trepó a las espaldas de los hombres e intentó golpearlos, pero lo apartaron como un perro pequeño y lo retuvieron de los brazos. Los demás levantaron de los cabellos a la niña y la hicieron pender sobre el agua.
-Ha venido a perturbar al enviado del Dios Pájaro. La devolveremos a su origen.
Sigur gritó que no lo hicieran, pero ya no había respeto ni obediencia en ellos. Ataron las manos de Gerda a una tabla y la dejaron colgando sobre el agua. Las olas golpeaban el barco mientras la niña bajaba y subía según el balanceo del barco. Dos hombres lo vigilaban para que no se acercara al borde. Se hizo de noche, y Sigur se preguntó cuánto aguantaría ella, cuánto soportarían las manos de Gerda.
Al amanecer, comenzó a formarse una capa espesa de nubes negras desde el horizonte que habían dejado atrás durante la noche. Los hombres se reunieron a mirar ese manto de neblina y humo tan parecido al que habían visto nacer de la boca de la montaña.
-Es la misma nube que nos perseguía desde el Sur, el humo negro del volcán sagrado.
Algunos se taparon la cara, otros se dejaron caer sobre cubierta.
- ¡Viene a buscarnos!
Sigur escuchó los rezos y plegarias que aquellos hombres tan fuertes ahora ofrecían como niños miedosos. Los dioses del viento eran los dioses de la niebla. Los que venían a llevarse las almas de los marinos perdidos en la bruma.
Las nubes se habían extendido por casi todo el cielo del sur, precedidas por un viento frío, y pronto comenzaron a rodear el barco con un zumbido ensordecedor. Entonces los insectos invadieron la nave en camadas que destrozaron todo a su paso. Luego un aleteo fue creciendo a la vez que la plaga disminuía. Los pájaros se acercaban, con las alas amplias y completamente desplegadas. Las todavía lejanas figuras de las aves iban tomando forma mientras los insectos se alejaban. Pero las bandadas llegaron una tras otra y sobrevolaron el barco. Los buitres se posaron sobre los mástiles.
La madera crepitó bajo el peso de las aves. La nave entera se tambaleó. Las alas se replegaban y dejaban espacio para las que iban llegando. Se distribuyeron con lentitud, casi con parsimonia sobre los maderos, y siempre había un lugar para otra más.
Cuando parecían haberse conformado con habitar el barco, sin que el continuo arribo de aves rezagadas se hubiese detenido, las primeras comenzaron a atacar a los hombres. Las garras se prendieron a las cabezas y con sus picos arrancaron orejas y narices. Los hombres trataban de protegerse, pero las aves picoteaban las manos, y luego el cráneo hasta abrirlo a la luz de la mañana. La lengua de los buitres tenía el viejo olor de otros muchos muertos.
Pero no habían atacado a Sigur, y su lado estaba Gerda, protegida por la sombra de las alas.
Los gritos se fueron apagando durante la tarde, los graznidos también se hicieron más esporádicos y suaves, como fatigados. Las velas desgarradas se batían suavemente con la brisa.
El crepúsculo se desprendió de la superficie del mar y se levantó como una gran mancha de carbón encendido.
En la mañana desplegaron las velas sanas, pero no eran suficientes para arrastrar al barco, la brisa de la noche había desaparecido. Entonces Gerda miró un largo rato hacia los pájaros posados en los mástiles, y de pronto éstos abrieron sus alas y las agitaron hasta crear un viento que levantó bocanadas de aire con olor a heces y sangre. Todas las aves hicieron el mismo movimiento y olas de alas se desplazaron de madero en madero, hasta que empezó a escucharse el crujido del casco que despertaba avanzando sobre las aguas quietas.
Los niños contemplaron los cadáveres. Sigur iba a cubrirlos. Pero ella le dijo que no lo hiciera.
- Ellos nos salvarán.
Los días transcurrieron con una mansedumbre propia del tiempo de los dioses. La apacible soledad en medio del mar hizo crecer una inquietud en el cuerpo de Sigur. Pero los ojos de Gerda, sus cabellos rubios y la tez tostada por el sol, lo serenaban.
Todos los días caminaban entre los cuerpos hinchados. Los párpados se habían abierto y las barbas crecido, las uñas eran también un poco más largas. Después los buitres descendieron para alimentarse. Fragmentos de carne y de huesos quedaban esparcidos en la cubierta al final de cada tarde, y los pechos de los hombres eran huecos invadidos por larvas cuando los pájaros volvían a asentarse en los maderos.
Entonces avistaron tierra.
La nave fue acercándose lentamente a la playa, en la que una aldea con cabañas se levantaba sobre los acantilados. Hombres con redes, cuchillos y pescados en las manos se pararon a mirar el barco. Las mujeres salieron de sus casas y los niños se asomaron a los bordes de las rocas. Pero las mujeres de pronto comenzaron a correr hacia ellos con sus faldas llenándose de arena, llamándolos a gritos, como si de pronto temiesen por ellos. Les taparon los ojos con las manos, porque no debían ver lo que estaban viendo.
Ese barco precedido por un nauseabundo aroma, que avanzaba sin viento hacia la playa. Arrastrado sólo por el aletear de cientos de pájaros negros sobre los mástiles, de velas desgarradas.
*
Los hombres del pueblo que lo habían cuidado desde su llegada, tenían el aspecto de pequeños osos gordos que se desplazaban con torpeza con sus gruesos abrigos de cueros y pieles. Sigur se hizo tan apocado en el hablar como lo eran los otros, que al llamarlo hacían un suspiro ronco con la lengua entre los dientes al final de su nombre. Había pasado por varios pueblos antes de encontrar a los hombres del viejo trineo, que venían de la zona más septentrional para cambiar pieles por alimentos. Gerda y él habían caminado por la periferia de un pueblo que llamaban Aldea del Norte, cuando los vieron pasar. Creyeron que iban a matarlos con las hachas que llevaban colgando de las alforjas, pero los hombres se acercaron y los recogieron.
Vivieron con dos familias diferentes durante poco más de quince inviernos. Las mujeres enseñaron a Gerda las labores de la cocina y la crianza de los niños, y los hombres a Sigur el arte de la caza y la pesca.
Gerda había crecido hasta hacerse una mujer hermosa que muchos de los hombres miraban con deseo. Pero ella había permanecido fiel a Sigur, aguardándolo sin mostrar cansancio o desilusión, y manteniendo el fuego de la choza hasta que él regresaba de cacería. Sigur le contaba todo lo nuevo que había visto en las planicies, mientras ella cocía la carne sobre las llamas, sin dejar de escucharlo y asombrarse de sus palabras. Él le contaba sobre los lobos ocultos en los bosques de pinos que aullaban en los crepúsculos, llorando por las almas que subían al cielo, y las auroras eran el medio para la eterna migración. Eso decían los nativos, y Sigur aprendió a callarse cuando escuchaba los aullidos. Les estaba vedado matar a los lobos. Quién iba a saber si los perros, casi sus hermanos de sangre, no se vengarían alguna vez dejándolos sin movilidad. Las piernas de los hombres jamás fueron útiles para caminar en esas llanuras de nieve donde el paso humano era menos que nada.
-Los perros nos salvan la vida todos los días. Nos llevan y nos traen desde donde hay alimentos- le había dicho uno de los hombres, mientras comían al anochecer alrededor de las hogueras. El canto amargo de los búhos llegaba desde los bosques, y era una monótona cortina de lamentos.
-Los lobos son los dueños de estas tierras, en las que estamos de paso- dijo el viejo al que muchos iban a pedirle consejo. Aunque delgado, aparentaba la fortaleza de los troncos, la barba levemente rizada le ofrecía un rostro de sabia autoridad.
Sigur lo miró atentamente, intrigado. Se sentó a su lado sobre las pieles los protegía de la escarcha
-Anciano...a veces tengo la inquietud de que debo ir más allá, me refiero al norte más lejano. Hay una especie de llamado...
La luna se parecía a una bola blanca subiendo poco a poco, una masa de tersa frialdad que reflejaba los restos del sol dormido. Desde la distancia llegaban los aullidos de los lobos, cada vez más fuertes al avanzar el ascenso de la luna. Los animales debían estar corriendo entre los árboles, peleando por las presas, lamiéndose las heridas, apareándose.
-Sus almas - dijo el viejo, señalando al bosque-son de nuestros muertos. Nos convertimos en lobos para vivir siempre.
Sigur hizo un gesto de sorna, y esto enfureció al hombre.
-¿Debo arrancarte el corazón para convencerte?
El anciano se levantó, por primera vez enojado desde que lo había conocido, con la frente arrugada y un puño tembloroso. Pero enseguida se serenó, y una de sus manos pecosas, de pálido rubio, se apoyó en un hombro de Sigur.
-Viaja al Norte, si no me crees. A veces es necesario ir en su busca.
-¿En busca de qué? Si mi familia quedó en el sur, por qué debo ir hacia el norte.
El viejo hizo un nuevo gesto de hastío.
-¿No te das cuenta? Las dudas son alas.
A la mañana siguiente, Sigur comenzó a construir el trineo como le habían enseñado. Le llevó muchas jornadas lograr la destreza necesaria para hacerlo, pero dedicaba cada mañana a esa labor, antes de salir a cazar. En las noches desangraba a los zorros, nutrias o castores, los despellejaba y carneaba, mientras su mujer los cubría con sal. El viento nocturno secaba el sudor que el vaho de la sangre le producía. Le contó a Gerda sobre el viaje que planeaba. Ella estuvo de acuerdo, y su aceptación fue algo más que un signo de tolerancia.
-Sí- le contestó con el tono de quien en realidad decide.
Cuando llegó el día, se levantaron antes del amanecer. Los perros ya estaban atados al trineo por quienes habían venido a despedirlos. Los hombres lo saludaron con un abrazo, las mujeres con un gesto de reverencia hacia Gerda. Los animales tomaron impulso desordenadamente, pero Sigur sujetó las riendas con firmeza, y la nieve corrió dócil bajo el trineo. Miró el perfil de su mujer contra el fondo de nieve, donde únicamente el humo de las últimas fogatas nocturnas interrumpía el paisaje. Los contornos de Gerda se acentuaban sobre aquel paisaje, les daba una estólida belleza a su figura.
El camino y las tierras por las que pasaban le eran familiares, pero no había estado allí jamás.
-A veces uno está seguro de pertenecer a un lugar- dijo Sigur.
-Es verdad - respondió ella - o a una misión encomendada.
-¿Qué misión?
-No lo sé. Miro a los perros y se me ocurre que no somos muy distintos a ellos. ¿Qué nos guía al Norte? Algo que no podrías decirme, aunque supieras todos los idiomas.
Perros guiando a perros.
Animales migratorios en busca de presas.
Cazadores.
El viaje duró tanto como la vida del hielo del invierno, y el tiempo que marcaba el árido paisaje tenía los signos inconfundibles del no tiempo. Un espacio fuera de la conciencia de las cosas. Aire y cielo iguales a los anteriores y a los que vendrían después. Las regiones transcurrían apenas diferentes unas de otras, dejadas atrás por el paso de los perros cansados.
Cuando las provisiones se acababan, Sigur se detenía a cazar en los alrededores. Gerda encendía una fogata junto al trineo, aguardándolo. Los perros sufrían. Se acercaban a ella para recibir caricias junto a la lumbre. Él regresaba a veces sin haber conseguido nada, ella nunca se lo recriminó. Pero cuando llegaba cargando las presas, los perros se relamían al olfatear los cuerpos, gimiendo y empujando con las patas a sus dueños.
En la mañana, el viaje continuaba. Hasta que ya no hallaron más bestias, ni bosques, ni arbustos aislados, ni siquiera musgo o rocas. Sólo hielo insalubre y duro, nubes líquidas que descendían como un goteo constante de la saliva del cielo.
Soportaron el hambre durante muchos días.
Entonces una tarde algunos de los perros cayeron muertos y los otros se detuvieron. Quedaban diez perros débiles y flacos, pero sus dientes aún resistían, porque Sigur vio que habían comenzado a masticar las riendas. Levantaban los ojos de vez en cuando, vigilando a sus amos. Él miró a su mujer.
-Van a matarnos, Gerda, y podrían salvarnos, ¿no es cierto?
Necesitaba obtener la aprobación que tanto buscaba en los ojos a veces duros de su esposa. Ella no dijo nada, pero sus ojos expresaban consentimiento.
Sigur bajó del trineo y fue acercándose a los animales con precaución. Los perros lo siguieron con la mirada, sin gruñir, casi inmóviles. Las riendas eran lo único que los retenía. Pero uno de ellos se había liberado y caminaba hacia él. Los otros también se desprendieron y avanzaban detrás.
Sigur tuvo que retroceder. Gerda buscó el hacha y se la alcanzó. Pero el movimiento despertó definitivamente el instinto dormido en los cuerpos domesticados de los perros, y los diez lo rodearon.
Sigur intentó vigilarlos uno por uno, sujetando el hacha con fuerza, que parecía una inútil amenaza frente a ellos. Los perros empezaron a gruñir, y la saliva resbalaba entre los colmillos. Él también tenía hambre, pensó. Tanta, que había pensado en matarlos desde varios días antes. Pero no lo había hecho, y ese error lo estaba pagando. Buscó los ojos de Gerda con un gesto desesperado. Ella tenía una expresión que le hizo recordar a alguien. Un rostro de mujer con ojos contemplativos que iban más allá de aquel momento.
Por los ojos de las mujeres, dijo mi padre una vez, puede verse el mundo.
El rostro de Sigur recobró la esperanza, y supo que no había más alternativa que el dolor. Apoyó la mano izquierda sobre el trineo y se aferró con toda su fuerza, hasta hacerla temblar. Una mano desnuda esperando que el frío la insensibilizara.
Observó el hacha en su otra mano, como si fuese el instrumento de una mente separada de la suya, y él fuese alguien que mirase la escena desde la altura del cielo.
El hacha en su mano derecha, cayendo sobre la otra y los dedos rodando sobre la nieve a sus pies.
Luego vino un dolor atenuado por el frío.
La sangre se espesó y se detuvo al oprimir la mano contra el cuerpo.
Sigur dirigió una mirada dolorosa a Gerda, que le devolvió otra llena de orgullo. Entonces él lanzó sus dedos cortados a la jauría, y los perros corrieron a devorarlos.
Gerda bajó del trineo y envolvió la mano de su esposo con telas.
-¡Hay que atacarlos ahora!- gritó Sigur, suspirando profundo para vencer el desvanecimiento que sentía venir. Agarró el látigo con la mano sana y lo enrolló en los cuellos de los perros. Los perros intentaban desprenderse y daban mordidas en el aire con sus lomos erizados, la boca llena de espuma y saliva, pero sus ladridos decrecieron con rapidez. Los arrastró uno por uno hacia donde estaba Gerda, mientras ella los decapitaba con el hacha.
El último, solo y masticando aún los restos de los dedos de Sigur, levantó la mirada. Los ojos brillaron en medio de la palidez de la nieve, y se abalanzó de un salto que no pudo terminar porque Sigur lo recibió con la punta del puñal. Al final de la tarde, cuando el naranja intenso del sol se ocultaba, todos los perros estaban muertos en el hielo.
Sigur se dejó caer al suelo, y Gerda corrió a ayudarlo. Intentó verle la mano herida, pero él la escondió de nuevo entre las telas manchadas de rojo.
-Estoy bien ...estoy bien... -repetía, mientras el aliento se escapaba laxamente de su pecho. Los párpados se le cerraban, y su cabeza se apoyó en las manos de Gerda.
Ella frotó su espalda para darle calor, y sintió con alivio la respiración leve pero rítmica de Sigur.
Por quince días se quedaron en el mismo lugar. Sigur deliró durante las primeras noches, soñando con las aves que nunca había vuelto a ver desde niño, y a veces pensaba en ellas, como esperando que regresaran para salvarlos.
Ella y él contemplaban el interminable ciclo del sol en el horizonte por las tardes. El color de la nieve se había convertido en el blanco de sus ojos. Destruyeron el trineo y con las tablas levantaron un refugio para morir con cierta dignidad. Los cueros secos de los perros les sirvieron de abrigo. La carne se les estaba acabando. Por las noches el viento se hacía más fuerte, y los arrastraba en el sueño hacia el camino lento, la gradual pérdida en la carrera de la sangre.
Sigur sintió una mañana que su mujer lo sacudía para despertarlo, señalando hacia un grupo que se les acercaba. El muñón le palpitaba y ardía como fuego. Estaba mareado, pero hizo un esfuerzo por levantarse y tomar las armas. Gerda lo ayudó.
Observaron a los hombres y mujeres que caminaban hacia ellos. Su aspecto no era distinto al de los habitantes de más al sur, bajos de estatura, su robustez mantenía el calor como antorchas encendidas. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, vieron que el grupo tenía más de de veinte personas. Pronto se detuvieron y dos se adelantaron al resto.
El más viejo era un hombre de barba entrecana, que caminaba con un bastón de madera nudosa. Comenzó a hablarles en un dialecto que no entendieron, aunque percibían sonidos conocidos. La voz gutural poco necesitaba del movimiento de los labios, y el aliento despedía cálidos hálitos de fogatas recién apagadas. El otro intentó hablarles en el dialecto del Sur, pero dudando e interrumpiéndose cada dos palabras.
-Vimos a los pájaros negros en el cielo del septentrión hace largo tiempo, vienen cada centuria a anunciarnos los cambios. Hemos estado esperando algún extranjero desde entonces. ¿Eres el hijo del Pájaro Bienhechor?
Sigur no sabía cómo responder. Hizo un gesto de inquietud hacia Gerda, pero ella apartó su mirada como una madre que lanza a su hijo a enfrentar al mundo. Entonces él dijo casi sin pensar:
-Tal vez yo sea a quien esperan.
El más viejo levantó un brazo con la mano abierta hacia los que aguardaban detrás. El grupo completo se acercó y los rodeó para darles la bienvenida con gritos mesurados. Algunas mujeres se llevaron a Gerda para preparar los alimentos, y los hombres se sentaron a hablar frente al fuego. Uno por uno estrechó la mano sana de Sigur, mientras observaban con respeto las telas manchadas del muñón.
*
Permaneció en la región durante cinco inviernos. Acompañaba a los demás cuando emprendían expediciones en busca de arroyos o lagos bajo el hielo. Aprendió a escuchar el sonido del agua y sentir su vibración bajo el suelo. Pero un tronar constante que se confundía con el viento y los ríos, llegaba desde el norte.
Es Thornmeld, blandiendo su hacha sobre el sol, le habían dicho un atardecer, cuando los hombres se ponían a limpiar las lanzas junto a la hoguera, y el sonido de las lanzas imitaba el entrechocar de las armas del dios.
Le enseñaron a construir arpones para cazar animales bajo el hielo. Las entrañas manchaban la nieve con grandes goterones rojos, y el intenso calor que brotaba de los cuerpos los hacía recordar la tibieza de un lecho conyugal, como si fuesen ellos los que penetraban en el cuerpo de las hembras para cubrirse y regresar al origen. Sentirse niños que volvían como hombres junto a sus mujeres, a sus estrechos mundos individuales.
Sigur comenzó a destacarse por su destreza. Sabía interpretar el viento y su probable variación a lo largo de las tardes, distinguir los colores del sol y sus auras, las amplias nubes de aves migratorias que aparecían desde el norte y se perdían hacia el sur. Sus hombros se hicieron fuertes, su cuerpo más resistente, y soportaba el frío sin lamentarse.
Durante las noches del verano relataba sus recuerdos del volcán y de su madre, del viaje en barco y de los pájaros. Los hombres escuchaban sus palabras dejándose mecer por el curioso acento extranjero de Sigur. El calor de las fogatas en que las mujeres cocían la carne, el olor de la grasa al quemarse, los envolvía y enlazaba más fuertemente aún que la sombra del crepúsculo.
Les habló del lejano país donde no existía la nieve, donde el calor llegaba desde las grandes montañas creadoras del fuego. Relató su viaje, y la forma en que había matado a los perros.
-Nadie mata esos animales, ellos nos sustentan- le recriminó alguien una vez.
-Lo hice por sobrevivir- se defendió.
Pero después el resquemor con que habían reaccionado se transformó en respeto. Tal vez la carne de los perros lo había provisto de la fuerza y resistencia que lo caracterizaba, se decían entre ellos. Cuando él los acompañaba a cazar, siempre regresaban con más presas, cargando sobre los hombros el doble de peso que los demás. Los cabellos rojos de Sigur se cubrían de escamas al llevar las redes, y los pescados se balanceaban a su espalda.
Un día, mientras pescaban, Sigur vio a uno de los hombres acodarse junto a un chorro de aguas claras que brotaba entre las rocas y ponerse un paño frío sobre un hombro lastimado. El hombre había dejado al descubierto una gran mancha.
rojo sol
Una cicatriz
pezuñas
extensa, atravesando el vientre,
tierra verde
contrastaba en su blancura con el resto de la piel.
frutos
-¿Quién fue?- preguntó Sigur alzando la voz con fuerza casi sin darse cuenta, para hacer callar los extraños sonidos en su cabeza, expulsarlos con las voces de seres de carne y hueso.
El hombre se levantó y se desprendió el resto del taparrabo, hasta que todo su cuerpo quedó descubierto. Había más cicatrices, largas, anchas y entrecruzadas frunciendo la piel como una tela mal cosida.
esferas que nacen
-Los que se han enfrentado al gran oso blanco, y no tienen esto - dijo señalando sus heridas-están muertos. Es el mínimo recuerdo que deja.
Después uno de sus hijos lo ayudó a vestirse, pero él siguió hablando. Sus palabras temblaban como el agua del arroyo.
lluvias, aromas
-No solamente no nos deja entrar a su territorio, donde hay más y mejores carnes. Ha matado a muchos de los cazadores que se aventuraron a intentarlo. Devora a nuestros hijos con maldad, como si quisiera vengarse...
Sigur no pudo ver el brillo en los ojos del hombre, oculto tras el pecho de su hijo mientras se dejaba vestir.
-Mis dos hijos mayores murieron entre sus dientes...
Y el único que sobrevivía, miró a Sigur.
rojos brotando de un pecho blanco
el sol se derrumba
tierras
dolor
la herida se abre, las pezuñas se manchan de rojo, la sangre se espesa con lentitud, y toma la forma de una esfera que brilla sobre los campos y los bosques de un mundo extraño. Una tierra de claros amaneceres con nubes blancas que caen para crecer entre las plantas, ocres crepúsculos de flores estallando en el cielo, abriéndose hasta crear una tierra verde igual a la otra, la que vive bajo el agua. Lluvia de sombras verdes. Aromas que se elevan desde la tierra, perfumes de alfalfa, de pasto mojado, de animales apareándose. Polvo de heces que cae del cielo. Semen que brota de fuentes de la tierra. Criaturas que se gestan con gritos y gemidos.
La tierra muere de la misma manera que nace.
La esfera se hunde otra vez, se oculta y se alimenta.
La tierra sin dueño.
El alma sin cuerpo.
Los bosques perdidos.
Dio un grito y un golpe de puño sobre la madera del camastro. Gerda lo había agarrado del brazo, y lo consolaba.
-Fue una pesadilla, nada más-lo consoló ella con voz de agua.
Entonces le contó su sueño, mientras Gerda lo escuchaba en silencio, mirando el movimiento de los insectos en las tablas del techo, asintiendo a cada palabra de su esposo como si ya las conociera.
-Cuando vi la cicatriz, creí que estaba viendo una mancha en el cielo del norte. Un desgarro en la piel y un sol que nace de la herida.
-¿Y qué hace el sol?- preguntó ella.
-Vuelve a hundirse, pero no sé donde, en otro cuerpo, en otro lugar.
-¿Eso lo has soñado o lo has visto?
-Lo vi mientras miraba al hombre. Estaba allí pero me sentía lejos. A veces pienso en mi madre, puedo verla en pleno día, mirándome mientras ando por los caminos, desde lo alto de una colina, a veces en la nieve que corre a ras de tierra y luego se levanta en torbellinos.
Un centelleo fugaz atravesó el cielo y se filtró por las rendijas de la cabaña, brillando en el sudor de la cara de Sigur. Él se cubrió la cara y su mujer lo acarició.
-¡El oso me llama, allí está!- Se levantó para correr hacia la puerta de la cabaña. Afuera la penumbra y el silencio era respuestas intolerables. Su cara se deformó en el esfuerzo por distinguir algo en la oscuridad, por ver los ojos del animal que creía estar oliendo. Gerda se acercó a ambos se apoyaron en la pared del umbral.
-Debes ir- dijo ella, señalando el norte.
En la mañana, Sigur reunió a sus vecinos. Ellos se miraron después de escucharlo, preguntándose si Sigur se había vuelto loco. Trataron de hacerlo cambiar de idea.
-Cuando te contamos lo del oso...- comenzó a decir el hombre de las cicatrices.
Sigur no quiso dejarlo terminar.
-No tiene que ver con ustedes, sólo conmigo, y ni siquiera estoy seguro de eso. Lo que les pido son consejos sobre cómo matarlo.
Los hombres se entusiasmaron con la idea de que alguien de su pueblo tuviese la valentía de enfrentarse al oso. La bestia había mantenido su dominio sobre el noreste durante demasiado tiempo.
-Hace mucho que vigilo los ríos y las crecidas-dijo uno de los jóvenes- las épocas en que los peces vienen desde las aguas del norte. Es la zona de desove más grande. Si la conquistamos, tendremos alimentos todos los inviernos. Iré a ayudarte.
Pero el padre del joven apareció abriéndose paso entre los otros y lo agarró del brazo. Le murmuró una reprimenda al oído mientras miraba a los demás. Sigur dijo:
-No voy a arriesgar vidas que no me pertenecen. Mía es la decisión y el riesgo.
-Y también la gloria, si lo vences- le contestó el otro, como si desconfiase del verdadero propósito del viaje.
Sigur no respondió. Decidieron que saldría dos días después, y regresaron a sus chozas en busca de las mejores armas que tuviesen para ofrecerle. Cuando volvieron al otro día, el cielo estaba despejado y se reunieron en grupos fuera de la cabaña para elegir de los arpones y los cuchillos. Los hombres miraban a Gerda, erguida a la puerta de su cabaña, iluminada por el sol del mediodía, cosiendo retazos de pieles que Sigur vestiría para la cacería. La veían valiente y orgullosa, tan diferente al resto de las mujeres, que parecían niñas frente a ella.
-El puñal del viejo Armsted es el mejor...- decía uno de barba corta.
-¡No! El de mi padre es más nuevo...- lo contrariaba otro.
Sigur escogió su arsenal, pero si el viaje iba a ser tan largo como esperaba, sólo debía cargar lo necesario más las reservas de alimentos.
-Es época de alumbramiento, el oso será más feroz que otras veces- le advirtieron.
Algunos lo negaron y comenzaron a discutir con el que había hablado.
-Está bien...- los interrumpió Sigur, y quiso atenuar su preocupación.- Me verán volver vestido con su piel. Se los prometo.
-No nos prometas nada- le dijo el hombre de las cicatrices.- Tuyo es el asunto porque lo pediste.
*
Bandadas de pájaros negros atravesaban el cielo cubierto de nubes grises. Un tamiz de nubes en diversos tonos de blanco y negro. Negro tormentoso con centelleos de relámpagos. Blanco sucio, como gotas de barro brotadas de una ciénaga.
Aleteaban a ritmo pausado, con las anchas alas desplegadas. El viento entre las plumas. Los acompasados aleteos sólo perceptibles por el brillo del sol a través de las nubes en espiral.
Dos, tres, cuatro movimientos, y los pájaros seguían avanzando en una perfecta serie de hileras sin fin, sin molestarse, sin que las alas chocasen. No existía error en esas largas caravanas aéreas determinadas por antiguas generaciones. Miles de aves que volaban de una región a otra entre las nubes o por encima de los árboles o en medio de la lluvia.
Las bandadas se dispersaron y otras nuevas aparecieron desde el norte. El zumbido de las alas descendió hasta extenderse por sobre la superficie del mundo, y el chillido de los picos corvos se fue perdiendo hasta más allá mucho más allá del horizonte. Gritos que dejaron de ser gritos en su implacable unicidad para convertirse en ecos, silbidos que llegaban del cielo como si los dioses estuviesen soplando sobre los bosques.
Pero de todas esas aves, un pájaro se apartó. Se fue separando de los otros muy despacio, hasta bajar a la altura de los árboles. Y allí su tamaño creció.
Lo que parecía un ave de contornos delgados, la grotesca y desnutrida imagen de ave migratoria, se convirtió en la bestia de pico ralo, ojos rasgados con pupilas ovales que se abrían y cerraban como bocas de peces. Su cuerpo era un conjunto de músculos fuertes que se movían al tiempo de una quejosa respiración. Las alas eran como grandes ramas verdiazules, con manchas rojas y doradas, que comenzaron a desplegarse hasta tener el largo de muchos cuerpos.
El pájaro se posó sobre una roca, y volvió a cambiar de forma una vez más. Miraba a sus compañeras en el cielo, como el que deja algo para siempre en busca de otra cosa más deseada.
La transformación.
La metamorfosis del ave en una niña. El oscuro plumaje en el matiz tostado de una piel suave. Los ojos grandes en marrones ojos de mirada humana. Las alas en brazos delicados, y las garras en pies.
La niña estaba ahí, frente a él, observándolo. Extrañamente familiar para su maltratada memoria, recuerdos abolidos para sobrevivir, atenuados, cubiertos de ceniza pero firmes como madera.
Una niña que pudo haber sido madre o hija, esposa y amante o todo ello al mismo tiempo. Pero ahora era lo que había venido a ser.
La que estaba a su lado en el lecho. La mujer llamada Gerda.
Sigur despertó agotado e inquieto. Miró a su lado, Gerda seguía durmiendo.
Siempre soñaba lo mismo después de un día de mucha labor, con las marcas habituales del cansancio en el cuerpo, los músculos débiles y un sopor que le cerraba los párpados. Pero especialmente cuando el ansia lo impulsaba a deshacerse del pensamiento y lo hacía temblar mientras cortaba madera para el fuego. Cada golpe era un intento por evitar ese sueño, pero regresaba casi cada noche. Y en las contadas veces en que no soñaba, se entristecía. A la mañana siguiente y durante todo el resto del día, deseaba únicamente volver a dormirse y no despertar hasta verlo cumplido una vez más. Porque el sueño tenía la cruel virtud de recordarle el día que su madre había muerto, y él había huido del bosque.
Acarició el cabello de Gerda, y dijo:
-Voy a volver, no te preocupes. Ya me enterraron una vez, ¿no es cierto?
Gerda apoyó su cabeza sobre el pecho de Sigur, sintiendo el aroma del aceite que ella le preparaba cuando iba de cacería para aislar su piel del frío.
Luego partió. Las botas de cuero de focas, que había reforzado hacía tiempo con la piel de los perros que había matado, casi no dejaron huellas en la dura nieve de la noche anterior. Llevaba la bolsa con las flechas a la espalda, y el arco sobre el hombro. Una alforja con carne salada para el viaje colgaba de su cuello.
Caminó por la orilla del río. Le habían dicho que el territorio del oso estaba río arriba, más allá de una barrera infranqueable que marcaban los huesos que le habían servido de alimento. Cruzó las aguas congeladas y siguió hasta encontrarse con cavernas obstruidas por la nieve.
Cavó una fosa poco profunda y aguardó. Arrojó la carne no demasiado lejos. Puso trozos de hielo suelto detrás de él, para escuchar a la bestia si se le acercaba -quizá el cebo no llegara a engañarla- y continuó vigilando las entradas a las cuevas.
Sólo pudo escuchar el silbido del viento durante casi toda la tarde. Un amplia sombra gris comenzó a extenderse desde el norte, pero él sabía que nunca oscurecería del todo.
Pasaron dos días, y el animal no se había presentado. Aquella tardanza, esa ausencia, era más perturbadora que el frío o el hambre. Se sintió rodeado por la espera, como si ésta se hubiese encarnado en el silencio y en las formas de la nieve. Por un momento pensó que los ojos lo engañaban al no mostrarle más que la superficie árida del mundo, la opacidad de la noche que no era noche ni día, y estaba allí, empujándolo hacia abajo, enterrándolo.
En la madrugada, un fragmento del sol empezó a alumbrar la nieve. Estiró sus músculos entumecidos, pensando que tal vez la bestia no aparecería nunca, cuando finalmente la vio salir de una de las cuevas.
Era más grande que cualquier otro animal que hubiese visto antes, de un pelaje blanco interrumpido sólo por los ojos, el hocico de puntos grises, y las garras que dejaban huellas de su sombra al caminar. Detrás, lo seguían dos crías.
La hembra estaba sola con sus hijos.
El oso más pequeño se tambaleaba, una mancha roja le cubría el lomo. Otro animal lo había atacado, pensó Sigur, y no podían migrar. Por eso ella estaba ahora en busca de alimento, malhumorada y poco complaciente. Daba vueltas frente a la entrada, resoplando y empujando a las crías con el hocico para que regresaran a la cueva, pero volvían a salir.
Sigur se levantó con precaución después de comprobar que el viento soplaba en sentido opuesto y no llevaba su olor. Esperaba que ella se acercase, pero la osa tardaba en avanzar empujando a sus hijos. Sigur pensó en la vez que su madre había seguido a su padre al bosque cuando estaban comprometidos. Ella le habló del miedo, de la sensación de verse perseguida y atrapada, de las manos de los cazadores sobre las lanzas. Y ella había pensado, le dijo entonces, en los hijos que tal vez no tendría.
El animal dejó de insistir en su intento de mantener protegidas a las crías, y se fue acercando despacio hacia la carne que esperaba en la nieve. El sol de la mañana se reflejaba en el pelaje de los osos con tonos blanquecinos y dorados. Las crías caminaban tropezando o saltando con sus patas cortas. La más enferma aún permanecía lejos cuando la sombra de una nube la cubrió.
Sigur no tenía mucho tiempo, sólo una oportunidad para arrojar la flecha certeramente y en el momento exacto.
Levantó el brazo con el arpón. La delgada sombra de su cuerpo llegaba hasta la osa. El animal levantó la cabeza y lo miró, pero Sigur lanzó el arma. Sólo se dio cuenta cuando el arpón ya estaba en el aire, en ese indefinido instante de su recorrido, que una de las crías había alcanzado a su madre, y la lanza se había clavado en ella.
el miedo es más rápido, designio de los dioses, restos de sus lágrimas, grietas en el alma de los hombres
no hay manera de huir del miedo
Comenzó a correr sin mirar atrás, y oyó los primeros pasos de la hembra tras él. Pero ella se detuvo. Sigur se dio vuelta, vio los gestos que hacía la osa por reanimar a su cría, empujando el cuerpo con el hocico, mordiéndolo para despertarlo. Entonces levantó la vista otra vez hacia él, y en esos ojos había más fuerza que en los músculos. Era una mirada de odio casi noble por tan puro, una furia de belleza irreconciliable con lo humano.
Ella emitió ahora unos sonidos extraños, como gritos y alaridos entremezclados, como si un hombre y una bestia gritaran a la vez en forma discontinua. Sigur recordaba que el anciano de la aldea le había dicho que los muertos ocupaban los cuerpos de los animales. Trató de mantenerse sereno y preparó el arco. El animal se le acercaba con rapidez. La nariz dilatada despidiendo el blanco aliento, los colmillos como dos largas gotas de leche congelada.
Sigur levantó el arco y lo sostuvo en el pliegue del muñón de su mano izquierda. Puso la flecha y tensó la cuerda con la mano sana.
Temblaba a pesar suyo, los dedos flaqueaban, la vista se le hizo una sola mancha blanca.
Disparó.
La osa dejó de correr por un momento, pero luego siguió avanzando más lentamente. Por instantes se caía sobre una de las patas, y volvía a levantarse.
Sigur disparó varias veces más. Pero ella continuaba acercándose, esforzándose por llegar a él, mientras la furia transformaba su cara en otra cosa más parecida a un humano que a un animal. Y recién cuando muchas flechas se clavaron en su cuerpo y el pelaje se tiñó de rojo, dejó de correr.
Las manos de Sigur tiritaban. Cerró los párpados y esperó, como si eso fuese suficiente para tornar los hechos a su favor. Luego volvió a abrirlos.
Tumbada en la nieve, la osa aún vivía. La mirada brillaba con el sol blanco reflejado en sus ojos, lo estaba observando a él fijamente.
Y Sigur escuchó que le hablaba
era un hombre alto, de rostro fino y nariz corva. El cabello largo y entrecano tenía suaves ondas. Al ir de cacería sus músculos se tensaban, las arrugas desaparecían. Un día lo seguí para conocer el bosque del que tanto me hablaba. Fui tras él con sigilo, pisando donde él pisaba para no ser oída, y con respirar muy bajo y contenido.
Ese mundo me maravilló. Los árboles frondosos de tantas formas y hojas diferentes, las flores que nunca antes había visto, el canto de las aves parecido al arrullo de los dioses del sueño. El sol penetraba el follaje, y al pasar la mañana, el calor me obligó a detenerme y descansar.
Entonces escuché unos pasos. Tal vez mi padre me había descubierto, aunque también podía ser un animal, no sabía por entonces diferenciar la calidad de las pisadas. Quise esconderme, pero los pasos parecían venir de todas partes, y tuve miedo. Ya me imaginaba muerta en la hiedra, a mi padre llorando a mi lado sin consuelo. Las hojas ya ni siquiera lograban cubrirme, y el llanto me delataba. Entre las ramas vi los ojos de un lobo, que se acercaba lentamente, casi no parecía moverse. Pero la expresión no era amenazante, como si sólo estuviese explorando.
Soporté el miedo todo lo que pude, pero se me escapó un grito al verlo ya tan cerca. Una mano surgió de la espesura, y pensé que era una garra transformada en una mano humana, el espíritu de la bestia que se había convertido en hombre para engañarme. Pero esa mano me sujetó del brazo y me arrastró lejos del peligro.
Después de desahogarme llorando, descansé en las rodillas de mi padre. Lo miré entre los párpados heridos por las lágrimas, y temerosa de su castigo. Él me observaba con las cejas fruncidas y la mirada seria.
“La desobediencia, hija, es el peor de los defectos. El único que terminará matándote antes de la vejez.”
Dije que sí con la cabeza y me sequé los ojos. Su voz no tenía furia, tampoco piedad.
“Tuviste el privilegio de que fuese tu abuelo y no otro el que encontraste, sino yo no habría alcanzado a salvarte.”
No entendí al principio. Mi abuelo estaba muerto y no lo había conocido.
“Cada vez que vengas al bosque verás lobos, zorros, osos, aves. Muchos de ellos son animales de almas humanas. Son los espíritus de los muertos que toman lugar en los cuerpos de las bestias. Por eso me aseguro bien antes de matar.”
Me tomó de la mano y recorrimos juntos el camino de regreso. Comenzó a contarme que mi abuelo y todos sus ancestros habían vivido al noreste del Droinne, donde desaguan las corrientes del río hacia el gran mar, en las playas de acantilados bajos y surcos rocosos, donde nacen los bosques. Antes, hacía mucho tiempo, cuando aún ni siquiera mi padre o mi abuelo habían nacido, el río fue depositando tierra y pedruscos hasta formar las colinas en la que crecen ahora los abetos. Hacia el sur, la barrera de árboles cada vez se extendió más hasta proteger la zona del frío del norte. Detrás, el mar continuaba luchando contra las rocas, y el viento contra los árboles.
En los bosques crecieron todos nuestros ancestros. Pero un día los pueblos que venían del sudoeste, avanzaron en busca de nuevos territorios. Hubo guerras, batallas incontables. Los hombres de nuestro pueblo resistieron, y habrían podido luchar mucho tiempo si una fuerza extraña no hubiese apoyado a los invasores. Nadie supo quién o qué multiplicó las armas y les enseñó curiosas estrategias y trampas contra nosotros. Las ancianas que se dedicaban a llamar a los espíritus, dijeron que esa raza de piel más oscura y ojos marrones, tenía una virtud peculiar. La llamaban percepción de las voces, porque eran capaces de oír sonidos tan hermosos que sólo podían provenir de los dioses. Y porque los divinos seres estaban de su parte, ellos avanzaban conquistando, sin piedad de los que quedaban atrás. Mataron a la mayoría de los hombres, y sólo los niños sobrevivieron después de huir con sus hermanas y madres hacia las cuevas de la costa norte. Desde allí regresaron una generación más tarde, con otros nombres para no ser reconocidos. Uno de ellos fue mi abuelo. Los invasores habían deshecho el producto de muchos años de progreso, adoraban a dioses crueles, cazaban sin medida ni misericordia y tenían criaturas con sus propias hijas o hermanas.
Mi padre y yo caminábamos entre la vegetación oscurecida, mientras la luna subía. Creí ver en las sombras los ojos de esos hombres de lo que él me hablaba, y me aferré fuerte a su mano. Me dijo que las viejas del pueblo habían recurrido a una antigua hechicera, a la que ninguno de los hombres había visto antes, pensando que sólo se trataba de una leyenda inventada por sus mujeres. Jamás presenciaron las tratativas, las ocultas reuniones entre la Hechicera y las demás ancianas en los claros del bosque. Pero cada mañana, quedaban los restos de fogatas apagadas, fragmentos carbonizados de madera o cuero, ya sin forma. Todos comentaron entonces que pronto comenzarían los preparativos para una nueva batalla; pero el tiempo transcurrió, sin proclamarse la guerra.
La gente fue olvidando, y las mujeres volvieron a su rutina. La juventud de mi abuelo pasó, relegado él y su pueblo a vivir desterrados, migrando, aunque con el pensamiento siempre en los intrusos. No sabían cómo vencer a esas familias de hábitos salvajes. Una de las más temidas se hacía llamar Reynhold, y en ella habían nacido varios perceptivos. Fueron éstos el único obstáculo frente a nosotros, como una muralla de hombres, de ojos abiertos día y noche, descubriendo cada uno de nuestros intentos por reconquistar la tierra.
La generación anterior a la de mi abuelo comenzó a morir. Fue en ese tiempo cuando las viejas retomaron su tarea de sabias. Al terminar los funerales se quedaban solas ante las tumbas, sin permitir siquiera la compañía de la familia del muerto. Durante toda la noche siguiente se escuchaban sus voces y gemidos, el roce de las palmas frotadas contra la tierra recién removida, el repiqueteo de los pedruscos bajo los pies desnudos. Después, los hombres comenzaron a decir a sus mujeres que más animales habitaban los bosques. La gente se reunía en las noches para planear expediciones, pero muchos se negaban. Decían haberse enfrentado con nuevas camadas de lobos extraños a los que no se atrevían a matar. En los ojos de esos animales brillaba el reflejo de una luna deforme. Entonces uno de los hombres, mientras escuchaba a los otros, se cubrió la cara con las manos para ocultar sus lágrimas. Todos lo miraron, y sin que nadie se lo pidiese, empezó a contar lo que había visto. La noche anterior había encontrado a su hermano, que estaba muerto desde que era un niño, acariciando el lomo de un lobo entre los troncos caídos. Un escalofrío le recorrió la espalda, y tuvo que bajar la flecha que había apuntado hacia la bestia. El espectro de su hermano se sumergió en el cuerpo del animal.
Cuando llegamos a la choza, alumbrada por el fuego en el que mi madre calentaba la comida, nos detuvimos. Antes de entrar, mi padre dijo:
“Tu abuelo no pudo elegir, tuvo que ser un lobo al instante de su muerte. Pero será también mi privilegio y el tuyo elegir nuestra morada.”
La voz desapareció para confundirse con las voces del viento. Sigur cayó sentado en la nieve. Llevó sus manos a la cara sus manos, miró entre los pliegues de sus dedos el cuerpo caído, y el recuerdo de la violación y la muerte de Sila se formó sobre la nieve. Calor sobre frío alternándose en las imágenes que había querido olvidar. Pero hoy ya se sentía un hombre, y no había tiempo para excusas ni postergaciones. Los sueños se habían encargado de reforzar el dolor y la angustia de su soledad mientras ella desaparecía sobre los brazos de los cazadores
madre, me has abandonado
será porque miré sin hacer nada para ayudarte
y además esta carga: el nuevo conocimiento
a veces podría odiarte, madre, a veces puedo amarte y odiarte al mismo tiempo
Se dio cuenta de que necesitaba una prueba de su hazaña. La ira se concentró en la ríspida excitación de sus músculos, y debía deshacer algo entre ellos.
Destruir y mutilar.
Y allí había un cuerpo que necesitaba inmolación.
Primero cubrió la cabeza, -por nada del mundo iba a mirar esos ojos otra vez- y fue desprendiendo la piel. Tiró de ella mientras con el muñón la separaba el tejido de la grasa y la carne. Una telaraña de sangre fluyó con delicadeza y se fundió como flores rojas en hielo.
Reparó los orificios de las flechas con una mezcla de grasa. Así pudo confeccionar su nueva vestimenta. Se desnudó y permaneció parado un rato al ver la sombra de su cuerpo sobre la nieve. El viento le hablaba al oído, le hacía caricias con manos cóncavas y muertas. Era grato imaginarse para siempre solo en medio de la nada. Sin pensar en el mundo que se le había venido encima, en el inmenso trabajo futuro que cargaría en sus hombros.
¡Oh dioses, sientan mi flaqueza y mi corazón pequeño!
Mi espalda no es más fuerte que la de un hombre solo.
¡Oh, madre, por qué a mí!
El mundo, la gente que lo puebla, me abruma.
La carga de mi raza, el peso de la especie, sobre la espalda.
La esperanza y la redención, en mis brazos.
Las plegarias, los llantos, los gritos, encerrados en los puños.
Y la supervivencia de un pueblo en mis ojos.
Nadie ha nacido para esto, ni puede enseñársele tampoco.
Entonces se vistió con la piel de la osa, e hizo también un gorro con los fragmentos sobrantes, y comenzó a caminar hacia su hogar.
Durante casi cinco días, el retumbar de la maza del dios Thornmeld pudo escucharse desde el Norte. Y toda la noche anterior a su regreso sonaron los golpes, todavía más fuertes, en el cielo rojo. Sigur miró las auroras boreales, por si alcanzaba a distinguir la forma del dios dibujada en el horizonte, pero nada vio. Se sentía abandonado a pesar de aquel sonido, que ahora parecía solamente un fenómeno más de la naturaleza.
Una mañana vio las columnas de humo, elevadas igual que pilares sosteniendo el cuerpo de los dioses, o las dudas crecientes sobre los dioses. Las primeras chozas del pueblo fueron surgiendo como pequeñas hormigas sepultadas en la nieve.
Los hombres lo reconocieron al verlo llegar vestido igual a un rey de las estepas, con la gran capa blanca cayendo a sus espaldas, los cabellos rojos y la barba cubierta de escarcha. Corrieron hacia él y lo rodearon, pero no se atrevieron a poner un solo dedo sobre la piel de la osa, ni a tocar las armas que él había traído de vuelta. Ya muchos otros se estaban acercando ahora. Las mujeres lo siguieron a cierta distancia y con las cabezas gachas.
Cuando Sigur llegó al centro de la aldea, les dio permiso para besar la piel del animal, mientras él caminaba entre la gente. Los gestos de asombro y afecto, de sumo respeto, formaron un halo de veneración a su alrededor. Y se dirigió con lentitud, interrumpido por los ademanes piadosos del pueblo, hacia la cabaña donde su esposa lo aguardaba.
*
Acostado y con la vista fija en los tablones del techo, no pudo descansar en casi toda la noche, dejando que los tiempos de su vida
la extensa vida antes de mi vida, lo que viví siendo otros, siendo ellos en mí, hasta obtener la experiencia de las generaciones
volviesen uno tras otro desde su memoria, sin orden ni medida. El sol brillaba con opacos destellos en el amanecer, el fin de la luminosa noche inundada de recuerdos.
Así debía ser, se dijo, la ansiedad que agradaba a los espíritus malévolos, siempre atentos a la vigilia de las almas intranquilas. Cómo no sentir inquietud, entonces, si lo esperaba la tarea de convencer a los demás del destino al que estaba condenado, como el sol de aquellas regiones a no hundirse nunca.
Apartó las mantas, sin que Gerda despertase. Miró su desnudez y volvió a cubrirla. Se vistió con pereza y cobardía. Lo afligía el olor de la madera ardiendo, el calor del lecho, el aroma de la piel de su mujer, la plácida sensación de la muerte del sueño y su despertar. Todo esto lo retenía allí, diciéndole: No vayas, y vivirás para siempre. Su cuerpo, cultivado en las tareas de la caza y la construcción del hogar, le hablaba, las viviendas del pueblo que veía desde la cabaña, el color del frío amanecer en el horizonte, trayendo la soledad igual que una mujer estéril trae el vacío a su alrededor.
Gerda se levantó. Sacaron las vasijas de leche que almacenaban entre cubos de hielo bajo el piso. El ruido del hielo al romperse entre las manos de Gerda, el olor de la leche al calentarse, todo esto lo recordaría más tarde. Bebieron, mirándose a los ojos mientras entibiaban sus manos sobre las vasijas. Se besaron.
Sigur salió. El viento había amainado un poco y arrastraba la nieve que había caído esa noche. Sus amigos lo estaban esperando junto al trineo. Amarraron a los perros, ajustaron las provisiones y buscaron en el cielo señales propicias para el viaje. Algunos se habían puesto a rezar. Sigur se detuvo una vez más antes de partir. Había escuchado que Gerda le decía algo, en un murmullo.
-¡¿Cómo?!- preguntó, gritando por encima del viento. Pero no esperó que ella le contestase, porque en realidad un instante después se dijo que había escuchado y comprendido bien esas palabras murmuradas que hablaban del hijo que iba a venir, más suaves y acariciadoras aún que el viento de verano, un remanso de sol y brisas cálidas rodeándolos a ambos. Volvió adonde ella estaba y la besó. Acarició el vientre cálido y aún delgado en el que crecía el hijo. Las manos de ella lo tocaron para dejarle en la barba el calor de sus dedos.
Los hombres tenían preparadas dos pieles más para abrigarlo. Cuatro se ubicaron en el primer trineo, y los otros seis en los restantes. Los latigazos resonaron en medio del viento. Los perros ladraron, mordiéndose sin furia unos a otros. La visión del camino se aclaraba a medida que amanecía, y las riendas se tensaron con fuerza. La corta caravana se puso en marcha.
Estaban dispuestos a no detenerse hasta llegar a la primera población que encontrasen. Sigur no había planeado un trayecto en especial, pueblo u hombre que hallaran, sería el objetivo de su discurso. Pero sí había estado pensando desde muchas noches antes, cuando el recurrente sueño no se presentaba, en las palabras que pronunciaría para reclutar hombres, masas de hombres, hasta quizá pueblos enteros, para arrastrarlos hacia el Sur.
Esa mañana el sol brillaba, relumbrando sobre el pelaje de los perros. Había en esos ojos agitados una entusiasta mirada de fidelidad, de alegría quizá. Si los animales eran felices, por qué no él, después de todo. El más diestro y fuerte, así lo había demostrado. Y los hombres que lo acompañaba lo eran casi tanto como él, seres de las poblaciones perdidas en el olvido y el silencio del hielo.
Cuando llegaron al primer pueblo, dos hombres lo acompañaron junto a un par de perros, los demás se quedaron a cuidar a los otros, que ladraban mientras Sigur se alejaba. La aldea le era conocida, allí había ido a comerciar con provisiones y pieles. Vio a un viejo, un curandero quizá, parado en medio de un grupo de hombres frente a la puerta de una cabaña. Los que lo rodeaban reconocieron a Sigur porque los viajeros habían traído la historia de su proeza con la osa.
Un hombre alto, no demasiado, pero fuerte y corpulento. En la espalda puede cargar dos venados a la vez, y su pelo largo es rojo. Tanto como la aurora del Norte, decían, y el relato se había esparcido por la estepa después de que la manada de osos se replegara al norte. Toda la rica zona del noreste se abrió entonces al paso de los pueblos vecinos. Más de cincuenta pueblos se abalanzaron hacia esas tierras, y la historia del hombre que mató a la bestia y era heredero de una raza usurpada, fue pasando de boca en boca.
-Bienvenido, joven Sigur- dijo el anciano. Los rostros de los demás se iluminaron al saludarlo. Caras bronceadas por el reflejo del sol en la nieve, arrugadas unas o cubiertas otras por espesas barbas bordeando ojos muy claros. Pero eran miradas secas, como si estuviesen siempre furiosas, o padeciendo un dolor que les daba aquel brillo constante.
Sigur ofreció su mano derecha enguantada al viejo curandero. Los otros observaron la mano izquierda, porque decían que la había perdido en una pelea con perros salvajes. Después miraron al cielo, porque les habían dicho que el joven era seguido por una bandada de aves negras. La mano izquierda era sólo un muñón cubierto en telas a un costado del cuerpo, tranquila igual que un animal dormido, y el sombrero de oso blanco, si era verdad lo que habían escuchado, se veía sucio y común. Pero aún los que se mostraban más reticentes a alabarlo, le abrieron paso con respeto. Las pocas mujeres que acompañaban a sus esposos bajaron la mirada al encontrarse con sus ojos. Los perros de los alrededores ladraban sin cansancio.
-Necesitamos una plataforma- pidieron los ayudantes de Sigur, y algunos hombres se ofrecieron construirla. Enseguida el viejo se acercó y lo tomó del brazo.
-Mis respetos, Sigur. Tu destreza proviene de una insigne estirpe de cazadores. De línea de mujer te llega tu herencia.
Él lo miró no del todo extrañado por la sapiencia del viejo, y caminaron juntos hacia el tablado que los demás habían empezado a improvisar. La madera estaba manchada de sangre.
-Los restos del matadero te servirán para dirigirnos la palabra, joven señor.
-Lo agradezco, anciano- Y lo besó en la frente.
El viejo se quedó parado, al parecer absorto por el honor que le había hecho, y varios lo rodearon. El silbido del viento se oía detrás de las construcciones: el depósito de leña, la cabaña del curandero y el almacén de pieles y aceites.
-¡Hombres!- comenzó a decir Sigur.- ¡Vengo a buscarlos! Si algo saben de mí, es la capacidad que he demostrado y el legado que he recibido. Les ofrezco una tierra cálida donde las plantas crecen hasta obligarnos a caminar a golpes de hacha, y los árboles tienen el tamaño y la altura del cielo. Donde los ríos son tibios y el agua es siempre abundante. Hay tantos animales, que parecen nacer entre nuestras manos. ¡Vengan solos o con sus familias! Sus hijos crecerán más fuertes y menos temerosos. Este frío intenso, hombres del norte, entorpece la inteligencia.
Al terminar, nadie habló. Lo miraban desde sus hoscos rostros. Aquel destacado joven había interpretado sus deseos con tal exactitud, que era como verlos convertidos en figuras de nieve, pero teñidos de la desesperanza al mismo tiempo. Anhelados y contenidos deseos.
Sigur sabía que eran fugitivos de zonas de hambre y guerra, y la nieve les había ofrecido al principio paz y una mediana prosperidad. Pero habían conocido otros clima en otros tiempos, y esos recuerdos permanecían encendidos en su memoria, lejos de la nieve que retardaba el pensamiento.
-Porque la mente es ligereza y calor-terminó diciendo- y el último paso de la vida a la quietud, el postrero vuelo de la alada conciencia.
Sigur escuchó el murmullo temeroso, que fue creciendo hasta ocultar el ladrido de los perros. Después de todo, ¿qué les ofrecía él? Hambre, seguramente, durante un viaje impredecible donde las tormentas y otros hombres podrían llegar a exterminarlos. Así se animó a hablar uno de ellos. El sol brillaba en la cara del hombre como sobre un trozo de hielo.
-¡Señor!- le dijo.- ¡Tenemos miedo!
Los demás asintieron con un movimiento de cabezas.
-Lo creo- respondió Sigur.- Pero mientras más seamos, más seguros estaremos.
Sin embargo, no tuvo la suficiente destreza para convencerlos. La mayoría se alejó, dándole la espalda y regresando cabizbajos hacia donde sus familias los esperaban.
Al final de la tarde, después de reuniones en grupos alrededor de fogatas que luchaban contra la noche inminente, unos pocos hombres se le unieron, confiados más en lo que se decía de Sigur que en el triunfo del proyecto. La luz del crepúsculo moría, y quedaban en el cielo sólo manchas desgarradas del color de las ciruelas.
Sigur y el curandero caminaron hasta los trineos.
-¿Esperabas tener éxito de inmediato?- se atrevió a preguntarle el viejo.
El resto se dispersaba como un conjunto de hormigas huyendo a sus refugios. Sigur suspiró. Detrás del anciano, los frutos morados del cielo abrían sus pulpas y la dejaban caer con las semillas de la noche.
Apoyó una mano sobre el hombro del anciano.
-Creo que no- le dijo.
Tal vez deba convencerme a mí mismo, todavía.
Las mismas miradas se repitieron en el siguiente pueblo, más pobre que el anterior. No había construcciones, ni tarimas o tablados en donde elevarse por sobre las cabezas de los habitantes, que habían venido de muchas aldeas vecinas al saber de su llegada. Lo observaban con temor y desconfianza, envueltos en abrigos y gorros de piel de zorro. Gotas de mucosidad les helada caía de las narices, y los párpados blancos de escarcha, parecían moverse leyendo las palabras en los labios de Sigur.
-¡Me conocen! Ya saben quién soy y les han dicho ya lo que voy a hacer. Les ofrezco la tierra y la riqueza, que aunque no siempre van juntas, adonde me dirijo no nace una sin la otra. Tan seguro estoy, que he dejado a mi mujer más al norte, y a mi hijo que aún crece en su cuerpo. Ella es la tierra y él su fruto más preciado. Miren a sus hijos y piensen en eso. Dejo mi descendencia, la única, quizá, que tendré en el resto de mi vida. Los desafío a hacer lo mismo, si son tan hombres como yo lo soy!
La única forma de movilizar el letargo de esos hombres era ser duro y exigente, pensaba. Los miró a los ojos, uno por uno, pero los otros bajaban la mirada. Luego un murmullo de entusiasmo comenzó a crecer, tímida primero, entre los más jóvenes. Los viejos, que habían llegado a esa región casi una generación antes, los observaban con temor, pero nada dijeron. Los jóvenes siguieron hablando entre ellos después de dispersarse, yendo y viniendo durante la tarde. Después, se dirigieron a hablar con Sigur.
-¡Yo voy con usted, Señor!
-¡Yo también!
-¡Y yo!- gritaron, más seguros de su decisión al ver que otros se unían al grupo.
Se les dio tiempo para recoger sus trineos, armas y más perros. Cuando partieron del pueblo, eran ya una caravana extensa despedida por mujeres y niños que los seguían hasta más allá de los límites del poblado. Sólo algunos viejos los acompañaron hasta que cayó la noche, con rostros melancólicos en que se adivinaba la pena.
En todas las poblaciones por las que pasaron desde entonces, comenzaron a llamarlo Gran Señor. La noticia de su viaje los precedía de pueblo en pueblo, y en cada uno hallaban más hombres reunidos, aguardándolo para celebrar su arribo con ceremonias donde lo agasajaban con comidas y música.
Llegaron a una aldea mucho más grande que las anteriores, y luego de entrar con su séquito habitual y los casi trescientos hombres que había logrado reunir, Sigur se levantó del trineo. Llevando a dos perros a su lado, caminó hacia el centro de este nuevo pueblo.
Los pobladores lo rodearon para tocarlo, pero sus hombres formaron una barrera que lo protegía. Los niños se le acercaban con ofrendas que las mujeres les habían encargado entregar.
-Demasiado respeto, pero nada de lealtad- les dijo Sigur a sus hombres, en voz alta, mientras avanzaban. Y esas palabras se esparcieron como un quejido de desaprobación y reprimenda del gran hombre hacia los pobladores. La gente las escuchó y fueron repetidas de boca en boca a través de las filas que lo seguían hacia el centro del pueblo, y gestos de vergüenza aparecieron en las caras.
Sigur se había vestido con la piel de la osa del norte, seguro de que tal aspecto acentuaría la fuerza de sus palabras. Necesitaba convencer a muchos más hombres.
Si vieran mi cuerpo debajo de estas pieles, si viesen mi cuerpo de hombre, no me temerían. Aunque fuerte, tengo sólo dos brazos, y aunque valiente, también he sido pretencioso.
Irguió la espalda, enfrentó con mirada desafiante a la multitud, y subió al entarimado que le habían construido. Los perros vigilaban a su alrededor, cautelosos.
Clavó el hacha en la madera que tenía delante de la plataforma.
Extendió el muñón de su mano izquierda con un gesto de extrema delicadeza, como quien ofrece lo más valioso de su persona para ser reverenciado.
Entonces, uno de los perros lamió lo que quedaba de su mano, y varias voces de asombro surgieron de la gente.
-¡Me conocen, hombres! ¡Les ordeno acompañarme! El que no venga se enfrentará conmigo a mi regreso.
Se detuvo porque todos señalaban hacia el techo de un establo. Se dio vuelta y vio al buitre, posado tranquilo y atento, sobre el borde del alero. Las aves habían regresado, y ya no se sentía tan solo. Luego volvió la mirada al pueblo.
-Tal vez piensen que nunca regresaré, pero la duda será la herramienta que cavará sus fosas.
Enseguida se apartó para volver a su trineo, sin hacer caso de las lisonjeras súplicas de los más destacados para que visitase sus casas.
El ave lo siguió hasta la caravana, y se posó junto a él.
Tuvieron que esperar casi todo el día a los hombres que se les unirían. Casi no hubo ninguno en aquella aldea que no estuviese dispuesto a seguirlo. Cargaban bolsas de ropa y comida, y algunos llevaron también a sus mujeres e hijos. Hubo despedidas, llantos de resignado descontento, aclamaciones de victoria y bienaventuranza. Los que se quedaban, contemplaron a la larga caravana despertar lentamente de su letargo sobre la nieve.
El buitre levantó vuelo y se unió a la bandada que había aparecido desde el cielo del Norte, para escoltarlos. La niebla del crepúsculo invernal los envolvió a todos en su sombra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario