sábado, 8 de junio de 2024

La guerra: Los cuerpos en el lago I

 





Todo a su alrededor era un conjunto de caras, muchas veces indefinidas e irreconocibles, pero todas pertenecían a los hombres del pueblo que se había rebelado. Y al mismo tiempo que las armas y los brazos, los golpes y las heridas se sucedían en su cuerpo o en los cuerpos de los otros, el sudor que empapaba a los hombres y las lágrimas de los heridos, todos esos inconfundibles flujos del miedo, cayeron en la tierra como ofrendas.

     Las lanzas y las flechas llegaban de muchos rostros que parecían ser del mismo hombre, hijo del viejo que pensó iba a serle siempre fiel.

     El artesano de armas, tallador de arcos.

     Recordaba cuántas veces éste le había pedido que dejara las lanzas antiguas y adoptara los arcos y flechas que había traído de otros pueblos. Pero el brujo siempre rehusaba apartarse de sus ideas, los principios que mantenían aislado al pueblo. Los rebeldes habían llegado al final de sus protestas pacíficas, de sus reclamos por una forma de vida que Reynod no estaba dispuesto a consentir. Y cuando su amenaza era ya demasiado tangible para ignorarla, y escuchando el ruego de sus propios hombres que pedían nuevas defensas contra los rebeldes, tuvo que recurrir a las armas que había secuestrado al tallador.


      Abrir los horizontes, le había pedido el viejo artesano un día, respetuosamente, en la reunión que cada temporada le solicitaban para hablar de asuntos del pueblo. El armero y su hijo mayor llegaron muy temprano, después de atravesar la escarcha de la colina de una mañana de invierno. El viejo era un poco mayor que Reynod, pero lo espalda curva, el cuello débil, eran signos lamentables de su oficio. Los ojos claros eran ya inútiles, casi ciegos, aunque conservaban su brillo. La barba blanca marcaba el triste perfil de un ermitaño arrastrado a la fuerza fuera de su choza. Reynod miró con crudeza el rostro severo del joven.

     -¿Cómo te atreves a alejar de la calidez del fuego a tu padre?- le reprochó, mientras extendía una mano para llevar al viejo hacia unas mantas de piel junto al fuego. Lo envolvió una ternura que a él mismo le resultaba extraña. Verse a sí mismo, aún erguido el cuerpo, los brazos fuertes, al lado del pequeño torso del armero, le dio escalofríos, como si una mosca invisible le recorriese la piel dejándole las manchas del tiempo con sus patas.

     -Escucha a mi hijo- pidió el anciano, y Reynod miró al otro con desconfianza.

     Aristid comenzó a hablar de lo mismas reclamaciones que los rebeldes venían haciendo desde hacía largo tiempo. Un gesto de hastío se dibujó en los ojos de Reynod, y levantando la mirada al techo, como si los dioses compartiesen su impaciencia, le devolvió a Aristid una expresión rígida, furibunda, y no lo dejó terminar.

     -Has escuchado mi última palabra hace mucho. Si debo volver a hablar de esto, no será con mis labios, sino con el lenguaje de mis manos para cerrar tus ojos de una vez…

     El joven hizo silencio y frunció los labios con fuerza, necesitaba callar lo que pensaba. Luego tomó a su padre de un brazo para alejarlo de Reynod. El brujo no dijo nada, pero observó el rostro de Aristid mientras éste giraba la cabeza hacia él antes de perderse en la claridad que avanzaba entre la bruma de la mañana.


     Era la misma expresión que ahora se estaba formando en cada guerrero enemigo, en cada mano al empuñar una lanza, en las mejillas barbadas de los rebeldes, tan bien entrenados, que no era posible entender cómo habían obtenido aquella destreza. Debió haberlos exterminado cuando tuvo oportunidad, pensó, pero en realidad hablaba en voz alta sin darse cuenta del filo de las flechas rozándole los brazos, de los puñales de los que ya casi no podía defenderse.

     Somos muchos...venceremos porque somos muchos y los dioses nos apoyan.

     Pero se repetía esto como si tuviese que convencerse a sí mismo. El número era lo más importante, y se arrepintió de no haber movilizado a todos. Los rebeldes los habían sorprendido. Los escudos con la imagen de los dioses se astillaban con los golpes de hacha, las piernas se quebraban y la sangre corría como el sudor. Las flechas parecían pájaros que volaban hacia los hombres. Y los hombres caían, y muchos otros aún caminaban enterrando los gritos en sus heridas. El sol seguía brillando sobre la danza de los que guerreaban. Más allá de la vista de Reynod, los rebeldes resistían y avanzaban sobre la masa confusa de sus legiones.

     La cornetilla emplumada se había perdido. No sabía por qué la recordaba en este momento. Quizá deseara hacer música allí, unificar los llantos, los silbidos de las lanzas y flechas, el percutir de las cuerdas de los arcos, el chapoteo de los pies en el barro, el golpe de cuerpos, el crujir de las manos para sujetar de la cola al alma -animal díscolo de piel viscosa-, o enlazarla del cuello y encerrarla en el hueco íntimo del pecho.

     Sus manos dejaron la lanza y el escudo, para tocarse el cuerpo. Pero no estaba seguro que le doliese el pecho, porque la cabeza también le traía recuerdos, y el dolor se centraba en esa parte de su viejo cuerpo. El dolor entre sus piernas era el mismo, pero regresaba acentuado por el paso del tiempo. El corte impreciso, la sangre que manchaba a su padre, la expresión de piadosa crueldad que había visto en su cara, y que hoy se dibujaba en el cielo: el sol era uno de sus ojos, y las aves se habían formado para modelar los contornos de la cara.

     El dolor se iba y regresaba. Cuando se hacía conciente como una idea, entonces no era tan intenso. Pero luego se escabullía con mayor destreza, y las manos no alcanzaban a atraparlo. Quería detener ese ardor tan parecido al alma, que era como si ella quisiese escaparse por las heridas y diseminar las semillas en las llagas.

     Había caído sentado en el barro, y ya no lo agredían, tal vez lo creyeran muerto. Su postura no era demasiado extraña para los muertos en las batallas. Los espíritus a veces elegían tales formas para humillar a los vencidos, ofreciendo la espalda y el pecho a los cuervos para alimentarlos, y convertirse en aves que coman la carne de otros guerreros.

     Pero Reynod estaba vivo todavía, y miró al suelo en busca de la cornetilla emplumada. Había charcos de agua llenos de barro y piedras, pies que iban y venían con los tiempos imprecisos de una batalla que se estaba prolongando demasiado. Se abrió paso entre las piernas de los que luchaban y entre los muertos. Levantó pedazos de cuerpos, escarbó en la tierra, blanda como las nubes grises que se habían formado sobre ellos. Halló el instrumento, sucio y roto, pero fiel a su dueño. La cornetilla con las plumas del urogallo que había matado el día que llegó al pueblo en su camino hacia el este. Intentó repararla, pero nada iba hacer que fuese la misma que había sido, símbolo de bienaventuranza y redención pasa esa lejana tarde en que había decidido revelar al pueblo elegido las voces de los dioses. Reunir ese conjunto de hombres perdidos en los ritos del sol y los dioses del mal en una sola creencia y un único culto.                                                                                             

    

      Recordó la mañana en que el canto del urogallo lo había despertado. Al principio no sabía de qué animal se trataba. Si era de una bestia aquel sonido semejante al trueno en pleno cielo sin nubes. Pero una pátina de rugosa decrepitud en el canto, un rasgar de troncos quizá, o como pájaros escarbando una roca con sus picos, inútil y tristemente. Era un canto que insistía en algo sin finalidad, concentrado aunque ingenuo, esforzado y alegre, con un matiz de cansancio y bienestar a la vez. Todo esto en tonos muy altos, pero opacos. El canto no de un hombre, sino de muchos, dominados por la ronca voz de un anciano fuerte y de amplio pecho. Un anciano cuya voz fuese la resonancia del tiempo.

     Era una mañana de pleno sol bullendo sobre las praderas al oeste del río Droinne.  Reynod caminaba con la tristeza adherida a la piel, una cáscara de miel y polen sobre el cuerpo amargo. Le agradaba sumergir sus pensamientos en la pena,  como quien lame su herida para saber que aún vive. Todavía sentía, a veces, la presencia ausente de las partes de su cuerpo, la extrañeza de lo arrancado. Pero el sol lo apartaba de tales ideas, y se preguntaba entonces por qué no habían regresado las anteriores dulces voces, porque las de ahora eran secas igual que el canto del urogallo. Como si lo que le hubiesen quitado fuese eso: la garganta de los dioses que su sexo había engendrado.

     En esto pensaba cuando oyó al ave mucho más cerca, oculta entre los arbustos de una hondonada que desembocaba en el río. Los arbustos se movían y dejaban ver colores vivos como el sol. Una parte del sol parecía haber descendido y estar refrescándose a la orilla del agua. El sol tenía voz, una voz ronca de hombre fuerte y viejo, dominante pero benévolo. Entonces, las últimas ramas del último arbusto se abrieron, y el urogallo surgió en su esplendor. Todo rojo, todo verde, todo amarillo y negro. Esbelto, erguido, el cuello extendido y la cresta en alto, balanceándose orgullosa y esquivamente en el aire de la mañana.

     La brisa movía sus plumas y el viento existía sólo por el cuerpo de la criatura que alimentaba. El urogallo paseaba con delicadeza detrás de una hembra que huía no con demasiada prisa. Pero ninguno vio al hombre que los seguía con la lanza. La hembra pudo escapar hasta perderse de vista, pero el urogallo cayó al suelo. Su canto, sólo vencido en su extraña belleza hasta entonces por su figura, se convirtió en un grito largo, casi semejante al de un niño que se estuviese ahogando. Reynod recordó su propio dolor, y mientras corría hacia la presa, intentó deshacerse del recuerdo de la cicatriz en su entrepierna.

     Reynod desplumó al ave con encono. Las plumas se amontonaron a un costado, y luego se esparcieron con el viento que venía del río. Eligió las mejores plumas, y de pronto se dio cuenta que no había pensado qué iba a hacer con ellas. Pensó durante toda la tarde con las plumas en sus manos, observándolas en el silencio que el río acompañaba con el fluir del agua. Y supo entonces que la música del urogallo debía continuar, y esta vez nunca moriría.    

     Buscó entre los árboles el que tuviese las flores más bellas. Encontró uno con estaba perdiendo las hojas antes de la temporada de otoño, y sus ramas peladas formaban ojos vacíos entre el resto. No tenía flores, pero las hojas caídas eran grandes y hermosas. Tenían el color del agua del río después de una tormenta. Entonces talló una cornetilla con una rama gruesa y ató las plumas a ella. Luego, se llevó la punta del instrumento a la boca y sopló.

     La música que surgió lo satisfizo, y cada sonido lo conformaba un poco más, hasta convencerse que el árbol elegido le había sido asignado por los dioses. Volvió a mirarlo, y le pareció entonces el más bello árbol que hubiese visto en toda su vida, y el sonido que surgía de la corteza, mecido entre sus dedos, debía sin duda llegar de los sueños en que las deidades se habían abandonado luego de crear los seres del mundo. Los pájaros de los alrededores comenzaron a acercarse y sobrevolar el claro en el que Reynod se había sentado. Sólo podía escucharse, además de la música, el aleteo de las aves que seguían llegando, hasta que la claridad del cielo se fue perdiendo más allá de los pájaros que volaban en círculos más cerrados a medida que otros se iban sumando.

     La luz del bosque desapareció en una gran sombra de ojos grises y picos corvos. Y la música se fue moldeando a la oscuridad creciente entre las plantas, los senderos entre las ramas, donde se dibujaban figuras incorpóreas. El sonido se atenuó hasta caer a una profundidad de bajos instintos, de apesadumbrados pensamientos. La música viajaba por regiones del cuerpo de Reynod, sitios que se asemejaban también a las vísceras de los dioses. Ellos tenían  lo que le habían quitado: el sexo, y el canto era lo que le habían dado a cambio.

     Pero él debía recuperar lo suyo. Entregar lo que fuese con tal de recuperarlo. El encumbramiento de los dioses, la adoración de un pueblo entero entregada a Ellos. Miles de espíritus que se convertirían en incontables con el correr de las generaciones.

     Los entregaría a cambio del más elemental fragmento de su cuerpo.


     El sonido podía viajar en el tiempo, porque ésa era la danza del aire que empujaba a los hombres, moviendo sus brazos de músculos tensos, cubierto el vello del pecho por la sangre de los otros. Nada parecía protegerlos ya, ni las pieles y cueros con que él les enseñó a cubrirse al pelear, aunque aquella idea fuese tan rudimentaria como simple su propio conocimiento de la guerra. No había tenido tampoco más alternativa que sacar a sus hijos del aislamiento y generar la camaradería entre ellos y los hijos de los hombres que sabía más tarde tendrían que enfrentar a los rebeldes. Pero sólo Sorkus, el mayor, demostró real interés y una hábil, natural destreza para la guerra.

     -Los rebeldes están produciendo cada día más tumultos- les había dicho Reynod un día a sus hijos, junto a la corriente de un río que ocultaba sus palabras para cualquier otro oído extraño. Ya no confiaba del todo ni siquiera en sus ayudantes.

     Sorkus lo había mirado entonces, con sus ojos oscuros de quince inviernos, el cuerpo casi de un adulto, el pelo crespo y largo, negro pero moteado de luminosidades marrones bajo el sol reflejado en la hierba. Sin embargo, la mirada estaba también llena de respeto y temor, ansioso por conformar a su padre. Fue el único de los tres que cada día, durante los siguientes veranos, practicaba lanzamientos con las armas del tallador, que habían perdido el viejo polvo en el que estuvieron enterradas mucho tiempo. Entrenaba por las mañanas, nadaba luego en el río, comía, repasaba estrategias y armaba en su mente grupos de combate en su mente durante las tardes, que luego comentaría a su padre. En las noches, se perdía en la oscuridad para explorar los asentamientos de los rebeldes, que vivían apartados del pueblo, obligados a depender del dominio de Reynod para alimentarse, porque siempre recibían los restos de los animales que las avanzadas de cazadores del brujo hallaban primero. Nadie reconocía que estas familias se hubiesen sublevado, y menos se atrevían a decir algo en contra del respetado armero y su familia, pero las miradas eran frías y sólo discretamente tolerantes.


     Los ojos de Sorkus estaban frente a él. Irreprochables, duros como los fuertes puños que aquel prometedor guerrero de quince inviernos había desarrollado ahora, diez veranos después. Reynod sintió que esas manos lo levantaban del campo de batalla como si tuviese el peso de las plumas perdidas en el barro. Miró a su hijo, el rostro era casi irreconocible. La barba sucia de sangre, el pelo surcado por cortes heridas leves y otras más profundas, aunque no suficientes para quitarle el alma y esa voz de dios melancólico, que siempre había hecho sentir a su padre seguro de su descendencia.

     La cabeza del viejo colgaba sin fuerza, después de tantos tiempo de no haber cedido jamás. Sólo sus ojos vivían y miraban al cielo limpio, tranquilo a pesar del desastre y su baile girando en torno de los hombres que peleaban. Nada más que gritos venían del cielo, y luego también sus oídos dejaron de percibirlos, entonces le pareció que la vida del cielo comenzaba a alzarlo del lecho terroso de los hombres.

     Cargado en los brazos de Sorkus, veía el sendero abierto a sus costados por sus guerreros mientras lo veían pasar herido. Habría querido continuar con ellos. El sendero era estrecho, las caras se sucedían y superponían a medida que avanzaba. Todas confluían finalmente en rasgos comunes, hasta recordarle a aquel otro que le había traído el dolor al cuerpo. Sintió un hueco ocupando su vientre, lleno de un líquido negro, maloliente, que drenaba al suelo por las manos y las piernas de Sorkus.

     Pero no fue esto lo que sacudió su espíritu al principio-más tarde tendría tiempo para la desesperación y los rezos-, sino el ver una figura de mujer a lo lejos, de piel oscura, que descendía la colina a cuyo pie se desarrollaba la batalla. Muchas aves habían comenzado a revolotear la zona en busca de carroña, y en ese momento una bandada acompañaba a la mujer en su descenso. Su caminata era lenta, parecía no querer lastimarse los pies con los pedruscos. Estaba seguro que ella no miraba al suelo, sino más adelante.

      Tal vez lo observaba a él.

     Detrás de ella, había un joven de rasgos familiares, tan conocido, que el obstinado olvido lo irritó más que el dolor de las heridas. Pero no importaba  por el  momento ese hombre, sino ella. También la había visto antes, pero no como a alguien de rostro preciso, particular, sino quizá como un sueño vislumbrado no en una batalla, sino en el estallido de un volcán que arrojaba rocas.

     No era su cuerpo lo más llamativo, sino el rostro. Quizá los ojos brillantes resaltando a través de la distancia del campo, sobre el verde oscuro de la suave ladera de la colina. Eso era lo inquietante, porque la figura que había visto en un río desbordado por la lava, muchos tiempo antes -ya lo recordaba, la memoria venía, finalmente-, era la misma.

     Una belleza sin tiempo, y por eso sin posibilidad de pérdida alguna. Constante, lejana a veces, pero perenne. Fuerte, delgada. Oscura en su fisonomía, pero transparentes en sus ojos. Podían adivinarse sus pensamientos, verse las formas mansamente construidas de su cerebro. En sus vueltas y circunvoluciones, uno se mareaba y se perdía, hasta hallarse distinto y vacío después de recorrerlo.

     El  cerebro de la muerte era vertiginoso.

     Las lenguas del cerebro llamaban a los hombres, sus manos los tocaban, y ese instante se convertía en todo el tiempo. Igual y sin espacio y sin esperanza.

     Por eso Reynod lloró. Se puso a gemir como no lo había hecho desde el día que lo mutilaron. Después, tocó la barba de su hijo, la barba espesa que él nunca llegó a tener, y comenzó a limpiarle el cuello con una caricia.

     Las caras de las mujeres.

     Reynod se preguntaba por qué razón ellas se presentaban siempre sin ser llamadas. Como ahora lo hacía  también su madre con los cambios de la muerte en sus arrugas, en las cejas fruncidas de dolor y los labios crispados. La cara oculta contra su hombro derecho, el abrazo que comprimió el frágil pecho de esa mujer cuyo corazón se agitaba con la intuición. Ella debió sentir, entre los brazos de su hijo, las armas invertidas de un afecto que había rogado mientras criaba a ese niño extraño que sólo hablaba con los dioses.

     Y el cerebro de la muerte también vibraba en el cráneo tembloroso de su madre acostado en su hombro, en el cabello canoso cuyas hebras negras comenzaban a eclipsarse y sucumbir como hojas en invierno.

     Pero debo detenerme, no pensaré más si quiero mantener mi lucidez. No deseo que ella, la gran asesina inocente, la hermosa  mensajera del mundo sin tiempo de los muertos, me sorprenda con su más fácil discurso. Llevaré mis pensamientos a otro lugar y tiempo, tal vez también a otra mujer, y así lograré engañar a la divina, la postrera risa sin dientes que me mira cada vez que cierro los ojos, desde el día que nací. Pensaré en la mujer de Zor.


     Zor, mi amigo, si así puedo llamarte en el umbral de los recuerdos, a la entrada de la región en la que habitas. No viste cómo tu mujer me enfrentó aquel día. Cuando te abandoné en el bosque junto a Markus, regresé al pueblo en busca de tu familia. Lo que habías descubierto cuando éramos jóvenes, me amenazaba, y la imagen de tu mujer y tu hijo me ofreció la respuesta para obtener tu silencio. Eran tan indefensos, que matarlos habría sido menos difícil que retorcer el cuello de un gato.

     Ella estaba sentada frente a la fogata, esperándote, levantando la vista hacia  la puesta del sol, desde donde habrías llegado de habértelo permitido yo. Tu hijo Tol no debía tener más de dos inviernos, y jugaba con un perro que le lamía la cara. Un perro tres veces mayor que su tamaño, y me dije que con un poco de furia incitada, el animal se convertiría en una bestia.

     Mis hombres plantaron sus lanzas en la tierra árida alrededor de tu choza. Me miraron, recogiendo las ideas de mis ojos, y fueron hacia el perro. Tardaron en enfurecerlo mientras lo amenazaban con puntapiés y con piedras. El niño gritaba, llamando a su madre, que permanecía retenida contra el suelo por otros dos de mis hombres. Era hermosa, Zor, hasta la desesperación la embellecía en formas que no creí posibles en una mujer. Ella era, en ese momento, su esposo y su hijo a la vez, los poseía en sus ojos y en los movimientos de sus dedos cerrándose contra la tierra. Cinco surcos iguales, hondos, como si quisiesen hallar el agua que calmara su ansiedad.

     El pequeño Tol nos miraba, y había callado. Jamás sabré si recuerda algo de  aquel día. El perro se había enfurecido, encerrado en un círculo de hombres, gruñendo y ladrando. Entonces levanté a Tol, y él empezó a moverse como un cachorro de lobo enajenado. Hice el movimiento de arrojarlo dentro del círculo donde estaba el perro, pero no lo dejé caer. La saliva del animal corría por las comisuras de la boca, saltando y mordiendo el aire cada vez que yo apartaba al niño. La polvareda giraba en espiral con la brisa del pronto anochecer que descendía de los árboles. Las ramas absorbían los últimos rayos del sol, y el canto de los grillos surgió anunciando el inicio de un rito.

     Después, no sé por qué lo hice, no hubo trazos de miedo o culpa, desgarré un fragmento de mi ropa y vendé los ojos de tu hijo. La madre dejó de llorar. El silencio fue entonces más pesado que el vocerío de quienes me maldecían.

     El perro me miraba. Levanté otra vez al niño. Tol estiraba los brazos y sus ruegos a la ceguera del aire frente a él. Pero me di cuenta demasiado tarde de la serenidad oculta de su voz bajo la delgada estridencia del llanto.

     La voz de un niño es lo más cercano a la mirada perdida y virgen del recién nacido, a la caricia de los dioses. La voz que están aprendiendo a usar, el significado de las palabras que por primera y única vez quieren decir lo que dicen. Tal descubrimiento era capaz de vencer las paredes del círculo del miedo, de penetrar el cráneo del perro y hablarle a la rudimentaria masa de sangre que ladraba, comía y se procreaba sin penas ni remordimientos.

     Tol habló.

     Dijo: “Perro”.

     Los grillos se callaron. La brisa se acrecentó para refrescar las mejillas acaloradas del pequeño. Sentí un rubor en mi cara, que creí pertenecía a otro que ya no era yo mismo, Reynod el Brujo, sino el anterior, el otro, el doble superior que alguna vez fui.

     El perro manso de un niño llamado Tol volvió a surgir entre las garras y el pelo erizado, los colmillos escondidos ya en la boca cerrada, vergonzosamente. Los hombres lo herían con las lanzas para enfurecerlo, y de las heridas manaba la sangre, pero ya nada parecía molestarlo.

     Dejé a Tol a un lado, pero no le quité la venda. Fui hasta tu mujer. La hice pararse, y me acerqué a su cara. Sentí el aroma de su piel, Zor, y te envidié. Ella no se apartó, su cuerpo permaneció rígido como un tronco, pero su aroma delataba su material humano.

     Llamé a uno de mis hombres, pero ni siquiera lo miré, mis ojos estaban atados a los de tu mujer, mi nariz a su aroma. Luego, me entregaron un puñal. Los ojos de tu mujer parpadearon al ver el arma, después se quedaron fijos en mí. Rocé con el filo su cuerpo, su sexo, sus pechos tan agitados como si contuviesen dos corazones. Llegué hasta el cuello y su boca. Los labios se cerraron.

     -Por Zor-murmuró. Hasta eso te ofrecía. Pero no lloró. Y yo pensé en mí, en la ausencia de ese aroma a mi lado, para siempre. Las mujeres tienen, en mis sentidos, el olor y el gusto de la tierra, la dureza de los guijarros que regresan para tumbarnos de espaldas, definitivamente.

     Con la sangre que brotó, pinté mi cara con cinco líneas. Los hombres me observaron, impacientes y agitados, dando vueltas a mi alrededor, temerosos de la oscuridad naciente, más asustados que el pequeño Tol junto a su perro.

     Entonces, hundí el filo como se penetra una estaca en el agua. Tan débil y fluido era su cuerpo, que temí fuese a deshacerse y esparcirse igual que ceniza. Ella era eso, ceniza y polvo, agua y barro, humo. Era una mujer, mi amigo Zor, tan bella, escrutadora y despiadada como lo es la muerte.



*


Aristid tenía el sabor amargo de la sangre en la boca, y los cortes en los labios se abrían al hablar. Escupió los dientes sueltos. Se tocó la mandíbula quebrada y una hinchazón en un lado de la cara. Se miró en el reflejo del charco donde fue a lavar sus heridas. La piel del lado izquierdo había sido casi por completo arrancada, y parecía tener doble rostro.

      Debía hablar con Sorkus, insistió en repetirse, para que ni el dolor lo distrajese de sus próximos pasos. No asistir a la reunión era lo mismo que negarse al acuerdo de paz, y su padre tenía razón  al decir que los rebeldes no resistirían mucho tiempo más. Sus hombres continuaban acostados sobre lo que había sido el campo de batalla durante toda esa tarde. El resto yacía esparcido y muerto, fragmentos de cuerpos atravesados por lanzas.

     Se puso a caminar, rengueando sobre la pierna derecha. No necesitaba sacarse las pieles que lo cubrían para sentir la herida todavía fresca. Arrastró la pierna, haciendo surcos en el barro. La rodilla era como una enorme piedra que ardía.

     Los heridos se quejaban y gritaban. Una mano se aferró a él. Miró hacia abajo, y en el mismo momento la mano murió cerrada alrededor de su pie. Tuvo que esforzarse para abrirle los dedos y seguir, echando miradas a los ojos abiertos de los cadáveres. Levantó la vista más allá de ellos, hacia el crepúsculo que ahora les ofrecía el descanso que él no les había permitido.

     El mundo debe ser más hermoso sin los hombres. La voz humana es ruido, horrible escozor para la tierra.

     Pensó en su padre, ansioso en la choza de la colina norte por saber el resultado de la batalla. Debían haberle llegado mensajeros, pero esperaba probablemente ver a su hijo.


     Tan hablador y convincente a veces, el viejo no había logrado hasta entonces sacar las antiguas ideas de la cabeza de Reynod. La última vez que intentaron hablarle, después de varios días de atravesar las filas de los guardias, que al verlos  decían: “Hoy no, quizá mañana”, el brujo había al fin aceptado reunirse una vez más con ellos, no sin antes hacer  una reprimenda a Aristid por haber expuesto a su padre al frío.

     El viejo armero estaba tenso, con el cuerpo tembloroso mientras él lo ayudaba a caminar, ansioso  quizá por disimular su desventaja frente al brujo, esa diferencia de edad que no era mucha,, pero que convertían su vejez en debilidad y al otro le daban el atributo de la fuerza. La voz del anciano, sin embargo, sonó segura cuando pidió a Reynod que esuchara a su hijo.

     Aristid entonces inspiró profundo el aire frío que pasaba en ráfagas breves por la colina. Se sintió importante por primera vez. A pesar de haber dejado de ser un niño hacía muchos inviernos antes, la mirada de su padre siempre lo había intimidado. Precaución, era la palabra más veces repetida por el armero, para obtener lo que se quiere lograr. Pero él pensaba que había llegado el tiempo en que los rebeldes debían romper los obsoletos ritos de Reynod, y permitir la entrada del mundo a la mente de su pueblo.

      Durante mucho tiempo intentó convencer a su padre. Los crímenes contra la familia de Zor habían sido execrables y fuera de toda motivación real. Hasta vio ceder al armero a veces, pero la fuerza de sus principios siempre prevaleció, y sin doblegarse le había dicho: “Primero nos prepararemos, de lo contrario todo esfuerzo se perderá como el humo de una fogata recién apagada.”

     Fue por eso que Aristid habló con irrefrenable entusiasmo del progreso, de las armas nuevas que habían visto en el extranjero, de las tierras del Sur más allá de las altas montañas. Mencionó los barcos que llegaban a la costa norte, en los cultivos de la tierra en el oeste. Pero a cada nueva idea que proclamaba con orgullo y con un tono de esperanza, Reynod negaba con la cabeza.

     -Ya les he dicho muchas veces que mi pueblo se mantendrá en sus costumbres. No lo dejaré en las manos de hombres desgastados por espíritus sin dioses. No permitiré la no creencia.

      Los labios de Aristid se abrieron luego para el grito primero de la rebelión, pero un dedo de la mano de su padre surgió entre sus abrigos. El dedo era un pequeño gusano que aquellas mismas aves que los sobrevolaban parecían haber estado buscando. Ese dedo  hizo un lento pero firme camino hacia la boca, y se posó sobre los labios serenos, plácidamente y en paz.

     Aristid no habló, pero su rostro hizo un gesto de disconformidad, un temblor involuntario frente a las mismas palabras escuchadas hasta el cansancio. Habían pasado toda la mañana y parte de la tarde discutiendo. Cuando salieron, el sol ya había declinado, y las aves emitían gritos de caza sobre la colina. Sus aleteos violentos sobre el pasto, sus zarpazos, sonaban como mordazas rotas de pronto.

         Al regresar a casa, las mujeres los miraron con tristeza y reproche, porque los ojos de la guerra ya se habían dibujado en el rostro de los hombres. Luego, ellas se alejaron con los niños para juntar las cabras abandonadas en los campos. El viejo se apoyó sobre los hombros de su hijo.

     -Debes mirarlos todo lo que puedas-le dijo, mientras observaban la lucha de los niños por reunir a los animales, y escuchaba las risas de las mujeres que parecían brillar con los últimos rayos del sol caído sobre el polvo.- Llegará el momento en que todo esto estará nada más que en tu cabeza, y deberás conformarte. Después de las batallas que vendrán, solamente la memoria va a quedar. Por eso, espera, hijo, posterga la ira, y da un día más al mundo.

     Entraron a la choza y dibujaron el esquema de sus planes sobre madera, con puntas de carbón.

     Esa noche, el fuego iluminó los rostros cetrinos de los hombres que iban llegando y entraban para sentarse alrededor del gran esquema bosquejado sobre las tablas. La familia se mantuvo quieta en un rincón, respetuosa de los hombres y ancianos amigos del viejo, todos fundadores o jefes de clanes cuya autoridad no se atreverían a molestar.

     Aristid se sentía como un niño sin experiencia entre aquellos amigos de su padre. Él no había visto del mundo más que los límites impuestos por el miedo y la obediencia a Reynod. Pero los otros habían conocido tierras lejanas cuando eran muy jóvenes, habían visto a hombres y mujeres cuya descripción lo asombraba y lo conducía a sitios de penumbras por lo que su imaginación lograba abrirse paso sin ayuda de la razón. Viajaba con las palabras pronunciadas en un rincón oscuro del bosque, en la choza donde el fuego iluminaba las bocas de los viajeros, sus ojos, que miraban hacia la oscuridad pero tenían la luz como esencia de los hechos que relataban. Cuando todos estuvieron sentados alrededor de las tablas, cada uno anunció el número de guerreros de que disponían, y las familias a su cargo.


     Muchos habían sido convencidos finalmente luego de la forzada marcha hacia el este, donde encontraron solamente tierras inundadas. Aristid y los rebeldes, relegados al final de las caravanas, habían llegado últimos a la enorme capa de cielo reflejado sobre los campos anegados. Árboles muertos se alzaban del agua como picos en medio de una calma sólo perturbada por la brisa que mecía las aguas. Cada dos o tres noches, la lluvia alimentaba la inundación, y entonces los insectos brotaban para abalanzarse sobre el pueblo a las orillas del lago.

     Los enjambres llegaban sobrevolando la superficie. El zumbido hacía llorar a los pequeños, y los niños más grandes se tapaban los oídos. Las mujeres cubrían a sus hijos con ramas o aceites que las viejas habían preparado. Una tenue claridad se formaba lentamente en el cielo azul opaco, oculto detrás de la espesa capa de nubes cargadas de relámpagos. Reynod se había empecinado en instalarlos allí, aún cuando él mismo debía soportar el ataque de los insectos. De vez en cuando les decía a quienes le preguntaban hasta cuándo iban a permanecer allí:

     -Imiten a los dioses. Tengan la virtud de la paciencia. Del agua hemos nacido, así me fue revelado por Ellos, y por eso nos abastecerán en el sufrimiento. El dolor nos hará valorar el bienestar que vendrá después.

     Los ritos continuaron celebrándose por las tardes, y el fuego se erguía desde las hogueras con sacrificios de animales, pero los insectos no desaparecían ni con el humo ni con el fuego.

      Pasaron cinco veranos y cinco otoños, y la caza comenzó a escasear. Los niños se metían en el lago en busca de peces, pero eran poco abundantes en esas aguan inmóviles, sólo renovadas por las lluvias. Los hombres se peleaban por las presas, y comían los pescados crudos antes que otros se los robaran, sucios aún de las extrañas escamas amargas y negras que los cubrían.

     Un día vieron a un anciano del séquito del brujo vomitar y evacuar aguas toda una tarde. Dijeron, al día siguiente, que lo habían visto esa noche huir de su choza hacia el lago, delirando y gritando como si el fuego lo persiguiera. Nadie volvió a verlo por diez días. Lo buscaron, sus nietos lo esperaron en la orilla. Una mañana, el lago devolvió el cuerpo cubierto de llagas bajo las algas. Lo enterraron sin ceremonias.

     Reynod ordenó que no se rezara por el viejo. El agua lo había castigo. El agua se hacía impura por las iniquidades de los hombres. La capa de inmundos residuos que se iba acumulando sobre el lago eran los restos de cuerpos impuros. Era esa la prueba mayor a soportar por el pueblo que los dioses habían elegido, y la gente, sintiendo el olor del anciano que las olas habían arrojado con desprecio en las playas, acataron el castigo.

     Los niños comenzaron a caer enfermos, y muchos morían cada día. Los hombres ya no se levantaban para cazar, se sentían demasiado débiles. Muchos dejaron de ir a los herbazales para evacuar, lo hacían entre las chozas separadas por senderos de aguas estancadas. Los recién nacidos no lograban vivir más de un día.

     La familia de Aristid se mantuvo alejada del resto del pueblo. El viejo armero decidió entonces no dar más oportunidades al brujo.

 

     -Reynod ha rechazado todos los pedidos y consejos- dijo a sus amigos en la asamblea que reunió esa noche en su choza.- Es hora de detenerlo. Me asombro de que haya llegado el día de tener que decirlo, yo, que siempre he insistido en la paz.- Hizo un gesto de resignada pesadumbre, y se tambaleó un poco.  

     Aristid creyó que su padre iba a caerse, pero el viejo levantó la mano para indicarle que se encontraba bien.

     - No estoy sano. Mi corazón falla y estoy casi ciego, así que no estaré con ustedes. Pero mi hijo llevará en su pecho dos corazones a la batalla.

     Los hombres que decidieron tomar el mando de los rebeldes eran diez. Cada uno dijo tener no menos de cien guerreros a su disposición. Aristid, sin embargo, consideró tales números como una exagerada reacción de entusiasmo. Aquellos hombres estaban en la mediana edad, algunos ya eran ancianos, y habían tenido una vida sólo interrumpida por esporádicas peleas entre clanes. Habían soñado, tal vez, con ser algo más que simples hombres que se reproducían y morían como insectos estivales. Pero el dominio y la vergüenza, como estacas que Reynod había levantado sobre sus cabezas, los quebrantaba. Si nada más grande podía obtenerse con aquella magia que el brujo conservaba en sus manos, si nada podía lograrse contra la voluntad de los dioses que hablaban por la boca de Reynod, entonces no quedaba más que resignarse al paso del tiempo y al olvido de la tierra.

     Eran esos mismos hombres los que tenían ahora una sonrisa de dientes rotos bajo narices corvas y delgadas. Los cabellos escasos y las barbas largas. El vello del pecho como plumas blancas asomándose de las casacas. Las incipientes jorobas denunciando la edad de los más viejos.

     Aristid era el único joven de la reunión, y apreciaba los venerados rasgos alumbrados por la fogata.

     La imagen que deseamos. Esa a la que nos negamos a renunciar aunque cada reflejo en cada ojo de los otros nos muestre lo contrario. La imagen que nos sobrevive y nos tolera.

     Tenían ellos también una visión alterada del pequeño mundo que los rodeaba. Sus clanes eran tan reducidos, que no habrían logrado resistir ni dos días a las fuerzas de Reynod. Además, eran hombres no del todo convencidos de sus ideas. Una mañana prometían fidelidad, y en la noche rectificaban su compromiso. Pero uno de ellos pidió la palabra. Bostezó antes de hablar, y miró al techo en busca de los haces de luz que le indicaban la posición de la luna entre las rendijas de las tablas.

     -Debemos decidir hoy el ataque. Sin planes nadie estará dispuesto a apoyarnos. Puedo asegurarles que convenceré a doscientos hombres, que es más de lo que podrán decir ustedes. Saben que las familias de mi grupo siempre han sido fieles seguidores de Zor y los suyos.

     Los demás aprobaron con un murmullo de satisfacción. La placidez en el rostro del viejo armero fue el primer signo de alivio para Aristid en todo ese día.

     -Mi plan- continuó diciendo el que hablaba, adelantándose a la pregunta que Aristid había mostrado con su gesto- es atacar cuando comiencen las lluvias. Los guerreros del brujo no están acostumbrados a pelear en el barro de los campos abiertos. Nosotros estamos aislados y disponemos de tierras para prepararnos. Tenemos árboles para construir armas, y creo que el venerable armero recordará cómo eran aquellas que el brujo escondió. Estoy seguro que ni siquiera prestarán atención a nuestros movimientos. La enfermedad está diezmando al pueblo.

     El hombre parecía satisfecho de la firmeza con que había hablado. Aunque arrogante, a Aristid le pareció sincero, y tal arrogancia podía ser  necesaria para incentivar la voluntad de los otros.

     -¿Pero cómo atacaremos?- preguntó él.

     Todos lo miraron como a un joven atrevido que se entrometiese en la conversación de los mayores, sin embargo ninguno le respondió, mientras se miraban confundidos. Otro, tan anciano como el armero, pidió la palabra.

     -Amigos. Todos hemos tenido pequeñas luchas internas. Peleas de no más de treinta o cincuenta hombres. Los hechos últimos nos han revuelto la sangre estancada en el cuerpo. La fuerza de los más jóvenes-dijo señalando a Aristid- se agita. Lo veo en sus ojos, en los movimientos de sus dedos mientras hablamos, en esas piernas que no quieren quedarse quietas y lo obligan a dar vueltas entre estos viejos sin mucha experiencia en la guerra. Porque la verdad es que no conocemos a Reynod. Ignoramos su procedencia, lo que su mente ha creado y conservado desde antes de llegar a nosotros. ¿Qué ha sido, qué ha hecho?, les pregunto. ¿Los dioses le hablan? Y si Ellos lo apoyan, ¿qué nos espera más que la derrota y la muerte de nuestras familias?

     Los demás miraron al armero.

     -Sólo les digo esto porque si comenzamos la guerra, debemos ser sinceros en cuanto a lo que tenemos. Poco es, si me permiten la verdad.

     Aristid ya no pudo mantenerse callado.

     -Padre, venerables amigos de mi padre. Recuerdo el día que el brujo escondió las armas que mi padre trajo del extranjero, humillándolo delante de todos. Yo lo vi llorar, y me reproché la cobardía de mi quietud. Lo vi llorar y aún puedo verlo cada vez que contemplo su cara.

     Una tos de niño se escuchó detrás de las paredes, seguida por las risas de algunos otros. Aristid aprovechó la distracción para deshacerse del llanto que había anudado su garganta, y gritó a sus hijos que fueran a dormir. Los pasos pronto desparecieron en el silencio oscuro de la choza vecina. Miró a su padre, pero éste, lejana y perdida su débil atención, tenía los párpados cerrados, las manos sobre el bastón, y se había colocado una capa sobre los hombros y la cabeza para protegerse del frío.

     Cuando vio que lo dejaban seguir hablando, les pidió acercase a estudiar los esquemas. Hizo traer antorchas y esbozó sus planes dibujando figuras de hombres combatiendo. Borró y volvió a bosquejar otros con carbón, hasta lograr que todos comprendiesen el plan que había ideado durante largas noches de inquietud, dándole la definitiva forma que ahora presentaba al juicio de los otros.


*


El dolor que sienten los dioses. Ellos mueren conmigo.

     Su voz es un susurro en las heridas que borran los límites de mi piel y hacen de mi cuerpo un camino hacia el mundo.    

    Sus voces parecen las de niños enfermos, dominados por el ardor y el delirio, sólo el susurro de sus madres los une todavía con un delgado hilo de saliva al resto del mundo.

     El sonido de las madres que cantan, meciéndolos.

     Siempre el sonido de una mujer, aún al final de todo.

     Madre, aquí estás, tan lúcida todavía a pesar del tiempo desde tu muerte. Uno envejece también en la muerte, se cansa de haber muerto, quizá.

     Pierdo sangre, y tengo miedo.

     Las pieles del camastro en el que Sorkus lo había acostado se estaban empapando de sangre. Su hijo estaba cerca, hablando con los hombres probablemente sobre la batalla. No sabía cómo había terminado, o si aún continuaba. Iba a preguntar, pero se dio cuenta que no podía abrir la boca. Tenía la lengua seca. El aire lo ahogaba, enrarecido por el vaho del sudor y las especias que sus sacerdotes quemaban para apartar a los espíritus indeseables. El humo azulado se acumulaba bajo el techo de la choza. Las hojas trenzadas que los protegían de la lluvia, impedían también la fuga de aquel aroma tan parecido al cuerpo pesado de una madre de pechos grandes y cabeza oblonga, de mirada torva y sonrisa falsa. Apretándolo, ordenándole dormir con la voz crepitante de las llamas.

     Levantó una mano, señalando la fogata, y miró a Sorkus. Pero no lograría que lo entendiese y evitara que ese espíritu que se estaba formando en la choza terminara ahogándolo.

     Había líquido bajo su espalda. Le pareció estar viajando en una canoa sobre un río de aguas serenas y espesas. Giró la cabeza, parpadeó, la tierra entre los cabellos le cayó en los ojos al moverse. Al toser, escupió una masa tan densa como ese mar sobre el que su cuerpo había sido colocado. Era su cuerpo sobre su propio cuerpo, la parte sólida de él sobre la líquida. La carne y los huesos flotando en la sangre. Y se vio subir, ascender en una balsa sobre un río desbordado. Llegar al techo del cielo, el suelo de los dioses, las plantas de los pies divinos, y ser aplastado.

     -¡No!- gritó con suficiente fuerza para vencer la mordaza que los dioses habían puesto sobre su boca.

     Sorkus y los sacerdotes se acercaron. Reynod hizo gestos desesperados con sus manos, precarios signos que señalaban su espalda.

     -Hay una herida profunda en el vientre, Señor-murmuró uno de los sacerdotes.

     Pero Sorkus sabía que su padre era conocedor de las enfermedades.

     -Ayúdenme a levantarlo-ordenó, y entre tres lo giraron hacia un costado.

     El rostro de su hijo había tomado el aspecto de un niño asustado, tan diferente al que había tenido en la batalla.

    -¿Qué hay?- preguntó el brujo en voz muy baja.

     -No sé, padre. Hay un bulto alrededor de la herida.- Entonces miró a los sacerdotes que habían revisado al brujo, y les recriminó su error amenazándoles con un puño.

     -¡Viejos inútiles, no han visto esta herida!    

     Reynod le dijo a Sorkus:

     -Hijo...debe venir Britano.- Pero ya no pudo hablar más, porque escuchó el bullicio de mucha gente fuera de la choza. Las voces de los guardias intentaban detener la muchedumbre.

     ¿Qué reclaman? Los cuidé como a niños toda mi vida. Los traje a este páramo de agua donde los dioses duermen. Éste es su lecho, la calma impasible del agua que cae del cielo. El cielo reflejado en ella, los rostros de los dioses que ya no son sólo voces. Los he visto desde la orilla. El sonido de las olas los anuncia.

     Cuando vi la extensa superficie, lo supe. Llovía una cortina de espinas sobre las espaldas del pueblo. La gente me seguía, asombrada de haber llegado a tan triste desolación. Árboles mustios surgiendo del agua oscura, nubes grises y relámpagos reflejados igual a sombras sobre las sombras del lago. Se sentaron a contemplar lo que no comprendían. Los perros empezaron a aullar, y los hombres los miraron en silencio. Los niños lloraron. Los jóvenes tenían una expresión común de labios caídos, ocultos entre las barbas recién crecidas. Sus espaldas eran un solo gran muro frente a la playa cambiante del lago. Quizá no veían lo que únicamente yo alcancé a apreciar en toda su belleza.

     Allí estaban los dioses, parados sobre la superficie del agua, caminando, haciendo crecer sus rostros terribles. Cada rostro era una voz, las antiguas voces que, luego de tanto tiempo, eran piadosas.

     El aullido de los perros fue creciendo también. Quienes intentaron hacerlos callar, sólo lograron enfurecerlos. Sus quijadas parecían haber sido creadas para aquel aullido que tenía palabras en sus tonos, como finales de frases en un grito, gemidos ahogados, llorosos quejidos de hembras o niños reclamando alimento, silenciosas salivaciones de viejos que exhalaban el último aliento.

     Las caras de los dioses estaban satisfechas. Sus sonrisas, si eso eran los pliegues de los labios formados en las ondulaciones del agua, si eran ojos las ramas secas de los árboles, si las nubes inflaban sus pálidas mejillas. Nunca supe cuántos eran. Cada vez que miraba, crecían en número y a su vez eran diferentes. Como si los que viera antes se hubiesen borrado de pronto, y al mirar de nuevo, no fuesen los mismos, sino otros a los que se habían sumado muchos más.

     Pero yo había llegado.

     Desde la lejana época del viaje con mi padre, desde las primeras voces no comprendidas, éstos finalmente eran mis Dioses.

     Las sombrías caras que no dejaban de mirarme.


*


Aristid miraba la caída del sol detrás del bosque, más allá del campo donde habían estado peleando. Un halo anaranjado rodeaba el círculo incompleto y aplastado contra la tierra. Una mancha brillaba con intensidad dentro de la esfera, degenerándose con la llegada de la noche.

     Pero el color de alas de pájaros grises dominaba todo el horizonte. Varias bandadas volaban encima de los cadáveres no cubiertos. Los hombres trabajaban con esmero para enterrarlos, daban órdenes y utilizaban cualquier herramienta, escudos partidos, puntas de lanzas, todo lo que sirviese para remover la tierra dura como piedra en lo más profundo. Cavaban, y los brazos y las espaldas se estremecían con los golpes, las caras también temblaban al mismo ritmo, sin quitar la vista del suelo. Luego levantaban los cuerpos como si fuesen perros muertos recogidos del campo luego de una noche de cacería, era esa misma indiferencia la que se veía en sus ojos, la desmemoriada insensibilidad de la costumbre. Otros cubrían las fosas, y de pronto se detenían a mirar con curiosidad, porque no podían explicarse la razón de que la tierra se acabara antes de tapar la fosa completamente.

     De vez en cuando hablaban entre ellos. Decían que Reynod estaba grave, que habían visto a Sorkus cargarlo en brazos. Habían contemplado lo que nunca creyeron posible: el protegido por los dioses moribundo en los brazos de su hijo, la cabeza hacia atrás, los ojos abiertos y llorosos, el cabello blanco moviéndose con el balanceo de los pasos de Sorkus. Las miradas de los guerreros fueron tan desoladoras, que no sólo se arrodillaban al paso de sus jefes, sino que por primera vez, cien hombres, tal vez incluso la legión entera, habían llorado juntos.

     -Necesitamos su consejo- le dijo un guerrero, jadeando después de correr para alcanzarlo. Tenía la ropa mojada y sucia, iba descalzo, y una herida le inutilizaba el brazo izquierdo.- El grupo del norte sigue luchando, pero no va a resistir mucho más. Piden consejo sobre si tienen que continuar o retroceder.- El mensajero bajó la mirada, avergonzado.- Saben que perdimos hoy, y temen que los abandonemos.

     -Dígales que resistan sin atacar, sólo por esta noche. Para el amanecer iremos a buscarlos con refuerzos.

     El mensajero se fue corriendo. Se oyeron luego saludos de bienaventuranza desde la oscuridad y las fogatas, donde los hombres descansaban, abrazos rápidos, palmadas en las espaldas y gritos. Pero el mensajero no se detuvo mucho tiempo con cada uno.      

     Aristid caminó hacia la choza de Reynod, del otro lado del campo, detrás de las líneas marcadas por las filas de guerreros fieles. A su izquierda, escuchaba el repiqueteo de la lluvia sobre el lago, a cuya orilla el pueblo aguardaba desde hacía dos inviernos los preparativos para la guerra. De vez en cuando veía grupos de jóvenes que avanzaban para curiosear detrás de toldos y chozas. Los cuerpos antes erguidos, oscurecidos por el sol del Este, se veían débiles y pálidos. Las estaciones de las lluvias no cesaban, alimentadas las nubes por el agua de la gran inundación.


     Y desde que ellos llegaran, la mortandad de peces se había convertido en una plaga incontrolable. Primero fue aquel viejo cuyo cuerpo fue carcomido por las ratas que huían de las madrigueras inundadas. Después, los insectos continuaron la enfermedad en los niños. Amanecían con los rostros hinchados y sin poder respirar, algunos morían antes de tragar la savia de hierbas que las ancianas preparaban. Se organizaron rezos tres veces por día, liderados por el brujo, que cada noche ordenaba los preparativos para que los niños enfermos fuesen sangrados. Los que sobrevivían, se miraban en la piel los cortes secos y negros, cubiertos de hojas en las que pequeños gusanos blancos parecían trabajar para restituir el color normal de la sangre.

     En toda la zona no podía respirarse más que el aroma de las sustancias que las viejas cocinaban cada mañana, quemando las uñas de los muertos mezcladas con la orina de los enfermos. Conjuros que la hechicera les había enseñado en las noches cuando adoptaba la figura de un búho o entre las llamas de una fogata en el bosque. Aristid no creía en ella, por lo menos no en sus dones mágicos. Según su padre, se trataba de una anciana extraña que debió morir mucho antes que él naciera, si es que en realidad había existido alguna vez.

     Pero los insectos no cesaron de procrearse. Al acostarse el sol sobre las aguas estancadas, los insectos depositaban sus huevos. Y antes del alba, nubes de enjambres aparecían suspendidas sobre el agua, avanzando hacia la orilla. Entonces las mujeres corrían para llevar a los niños hasta las piletas de madera con aceites.

     Una de esas noches, mientras ayudaba a sus hijos a sumergirse en las piletas, Aristid tuvo un sueño peculiar. Vio que muchos hombres corrían por los extensos llanos empantanados a los que el brujo los había conducido. No comprendió al principio el significado, ni por qué razón estaba soñando con inmensidades que jamás había visto. Los cazadores nunca salían en grupos mayores a diez hombres, mientras los clanes peleaban únicamente por cuestiones internas, agravios, robos de vírgenes, o alguna muerte injusta y ocasional. Pero aquel sueño lo atemorizó más que el triste, oscuro porvenir que veía caer sobre su gente. Eran hordas de hombres furiosos corriendo, rodeados por el sonido de tambores, o de pisadas, tal vez, que retumbaban en la tierra seca levantando polvo. Y esas formas imprecisas le golpearon la cara y enturbiaron sus ojos hasta hacerlo lagrimear como un niño. Desde entonces, temblaba en las noches, no por los insectos que saldrían con la llegada del sol, sino al soñar con esas legiones que atravesaban campos más allá de los cuales parecía acabar el mundo.

     Un día vieron al brujo reuniendo a sus sacerdotes en la playa, alrededor del altar en honor de los dioses del lago.

     -¿Qué estará haciendo?- preguntó el viejo artesano a su hijo.

     Aristid subió a un árbol.

     -Hay muchos niños en la orilla, y los están subiendo a una barcaza.

     -Pero... ¿qué son esos llantos?- decía el viejo, ansioso, tocando las piernas de Aristid que colgaban de una rama.

     -Son las mujeres, están gritando por los niños. ¿Qué irán a hacer con ellos?

     La lluvia hacía a sus párpados más pesados, y el esfuerzo de su vista más penoso. Se limpiaba la cara con el brazo, pero no había forma de secarse la humedad que brotaba de su piel en gotas de sudor. Uno de sus hijos se había acercado a ellos, y se puso a llorar al escucharlos. El anciano le dio un pequeño golpe en el hombro, retándolo.

     -Espera, padre, está mirando hacia allá.- Había algo extraño en los ojos de su hijo, y le preguntó: -¿Qué ves?

     El niño no contestó enseguida. Levantó un brazo, con un dedo extendido hacia el lago. Sus párpados y sus labios se movieron con inquietud.

     -Ahí...ahí está, padre... ¡miren!, es...es tan grande, ¡oh, no sé! ...son muchos, uno encima del otro... ¡tengo miedo, no quiero ir, no...!

     Su voz creció hasta transformarse en pavor y el lágrimas cubriendo su cara. El pequeño se había orinado sin darse cuenta, y su cuerpo temblaba como una rama sometida por el viento del invierno. El abuelo intentó abrazarlo, pero el niño seguía llorando, siempre con el brazo extendido, y la otra mano sobre el sexo. Aristid bajó del árbol.

     -¡¿Qué ves?!- Sabía que su hijo sufría, pero también que esa visión era única, y que si la dejaba esfumarse en la inatrapable sustancia de donde había llegado, perdería la comprensión de sus propio sueño, quizá. Sacudió a su hijo de los hombros, mientras seguía preguntando.

     -¡Padre, no dejes que me lleven! ¡Se los llevan al agua, a todos!

     Entonces Aristid vio lo que veía su hijo.

     Reynod hace un nuevo sacrificio para los dioses del lago.


     Esa tarde, la familia y todos los que decidieron seguirlos, levantaron sus cosas y se alejaron aún más del resto del pueblo. Durante la semana siguiente organizó grupos para explorar en busca de cuevas. Les ordenó a las mujeres que recogieran toda planta que sirviera de alimento, y a los hombres salir de cacería a los bosques, sin detenerse hasta almacenar suficientes presas para abastecerse por mucho tiempo. El padre recuperó la ansiedad de su juventud, y se puso a enseñar la construcción de lanzas y arcos a los más jóvenes. Otros hombres se unieron a Asistid y lo acompañaron por las noches para escuchar sus planes.

     -Basta de sacrificios. Reynod nos está masacrando. Dejemos de ser las víctimas ofrendadas a sus dioses.

     Los que aún creían en las divinidades, murmuraron con la vista fija en las brazas.

     -Los dioses son éstos…- insistió Aristid, matando un insecto que se había posado en su cara- …y nos están devorando junto a nuestros hijos.

     La luna se había dejado ver antes de medianoche, y los hombres pudieron mirar entonces en los ojos desnudos de todo pensamiento de excusa o de culpa, los rasgos del pasado y la memoria libre del miedo al castigo. Uno de ellos se levantó.

     -La única familia que se le ha enfrentado fue la de Zor, y no sabemos qué ha sido de todos ellos. Por eso tenemos miedo. Pero somos muchos, y yo no creo en los dioses que lo defienden. Dudo que el Brujo sea más que un hombre común, que sangra y muere como cualquiera.

     Los demás hablaron entre ellos, mientras las brazas brillaban con el soplido de sus alientos. La luna volvió a ocultarse. Las mujeres aparecieron, trayendo vasijas y alimentos, y se retiraron tan silenciosamente como habían llegado. Un llanto se escabulló desde la oscuridad hasta ellos, y alguien recordó a los niños de la barcaza, que debía seguir avanzando, lentamente, hacia el centro del lago.

     -¿Vamos a salvarlos?- preguntó una voz bajo un piel de cabra que protegía la garganta del frío de la noche.

     -Arriesgarse es morir. Cuando seamos fuertes, venceremos.

     Pero él estaba pensando en su hijo, que no había podido recuperar la calma desde el día que vieron la barca. Los ojos del niño no dejaban de mirar hacia el lago, aún cuando lo arrastraran lejos, o pusiesen vendas sobre sus ojos. Su cabeza giraba, tarde o temprano, en esa dirección.

     -Esto es lo que he planeado.

     En el polvo y bajo las antorchas, dibujó los pasos para la batalla.

     -Aquí y del otro lado de los montes estaremos nosotros. Un grupo central se encargará de sorprenderlos. Cuando intenten huir por los lados, nuestros flancos los detendrán. Después será una lucha hombre a hombre, y para eso debemos entrenarnos.

     -Pero somos pocos.- Objetó uno, mientras se restregaba la barba, como si tratara de arrancase las dudas.

     -Los ancianos amigos de mi padre son jefes de muchas familias que se oponen a Reynod. Líderes que no convenceremos a menos que les mostremos nuestra decisión. Padre tiene influencias en ellos. Guardan rencor al Brujo y nos ayudarán. Mañana empezaremos los entrenamientos. Vayan a dormir.

     Se alejaron de la fogata con caras preocupadas por la decisión que acababan de tomar. Algunos se arrodillaron y rezaron. Otros, se fueron caminando con sus mujeres, que habían venido a buscarlos. Algunos solitarios, mascando hojas, se acostaron en sus lechos, pensando en la lucha que los aguardaba. Pero todos miraron hacia el lago por lo menos una vez antes de dormirse, oliendo el hedor que de allí nacía.


*

                                                                                                                                                 

El cuchillo cortaba los restos de la pierna del guerrero. Una lanza había quebrado el hueso debajo de la rodilla, y durante la espera fuera de la choza, se había convertido en un fragmento frágil como carbón, con el olor de las larvas trabajando y carcomiéndolo.

     El guerrero gritaba, como lo habían hecho los otros poco antes, y como más tarde lo harían los demás al pasar por sus manos para remediar lo incurable, para el gesto casi inútil de darles preparados a beber o cortando las partes destrozadas de sus cuerpos.

     -¡Otro!- gritó Britan a sus ayudantes, que corrieron a reemplazar el cuchillo que había usado desde la mañana y ya no tenía filo. Algunos, que su padre o él mismo había entrenado, trabajaban con esmero. Pero los heridos querían que solamente él los curase.

     -Quiero al hijo del Gran Jefe- decían, alzando un poco las cabezas entre los brazos de quienes los cargaban desde el campo de batalla, en medio de los estertores, el frío y el delirio que formaba gusanos frente a sus ojos. Pequeñas serpientes que sus mentes sentían en las piernas, en los huecos de los vientres, en las flechas clavadas y erguidas como rayos de sol. Los hombres las arrancaban, pero las puntas permanecían dentro.

     Britan sabía que no podría atenderlos a todos. Su padre, de quien había aprendido sobre el cuerpo de los hombres, quien le había dado lecciones sobre la forma y la función de los órganos con los cadáveres de hombres que mataban especialmente para eso, ya estaba viejo y demasiado ocupado con la guerra. Ahora el brujo era un guerrero que mandaba los heridos a su hijo. Volvió la atención al hombre que gritaba entre sus manos. Tocó el hueso roto de la pierna y comenzó a cortarlo.

     -¡Bien alto!

      Los ayudantes levantaron el muñón para que él lo cosiera. Sentía que también su resistencia se quebraba. Hacía un día entero que estaba parado, y la fila de heridos aún era muy larga. La lluvia traspasaba el techo y una fina cortina de agua caía sobre ellos. Puso un empasto de hojas limpias en la herida, se llevaron al enfermo y trajeron a otro.

      -¡Señor!- lo llamaron desde la entrada.- ¡Lo necesitan en la choza de su padre!

      -Sigan ustedes- dijo, frotándose los ojos y abandonando los instrumentos en manos de los otros.

     Afuera, había una larga fila que se extendía hasta perderse en la bruma del polvo y de la noche que avanzaba. Al verlo salir, lo rodearon, pero sólo prestó atención a un grupo alrededor de algo que no alcanzaba a ver.  Le dieron paso, un lancero tenía la mitad del cráneo abierto, y una masa roja con astillas de hueso colgaba de la herida.

     -Todavía respira-dijo alguien.

     Ya lo sabía, pero no perdería el tiempo. Agarró un puñado de tierra y la dejó caer sobre la cara del hombre. Los demás dejaron el cuerpo donde estaba.

     Sintió una mano que lo tomaba del hombro, y de pronto se vio deseando, contra lo que había sido su temperamento hasta entonces, nada más que cerrar los ojos, sin importar quién fuese el que lo buscaba ahora, y descansar. Entonces las imágenes de lugares desconocidos se abalanzaron en sus ojos como lo hacían en los sueños.

     Viajaré a través del mar que mi padre niega. Conoceré el mundo y los hombres que mi padre niega. Las costas que están sobre nosotros, nacidas antes, más sabias aún que nuestros padres. Los hallazgos que me han relatado los viajeros, la prosperidad que mi padre niega.

     Sus ojos volvieron a abrirse y se dio vuelta. Los dedos que lo habían tocado se mezclaron en su cabello lacio y largo. La nariz recta, las cejas negras, la frente ancha que goteaba sudor, los labios cortados, los dientes amarillos, todo su rostro reflejaba cansancio. Sorkus lo estaba mirando.

     -Vas a dormir después de ver a nuestro padre-lo oyó decir, y lo llevó a través de un camino con hedor de muertos, oscuramente disimulada la tibieza cálida del otoño nocturno por ese aroma dulce de la carne que se pudre. El repiqueteo de la lluvia sonaba en los charcos alrededor de los cuerpos, limpiándolos de tierra, lágrimas de los dioses que caían para desenterrar a los pocos que habían sido sepultados esa tarde.

     -Habrá que volver a sepultarlos mañana.  Si los rebeldes nos dejan.

     El rostro de Sorkus se había enfurecido otra vez, pero su hermano escuchó sólo las palabras, pensando en Reynod.

     -¿Cómo está?

     -Mal. Agoniza desde que cayó el sol, pero sabía que estabas ocupado con nuestros hombres.

     Britan se detuvo para mirar a su hermano, la imperturbable máscara que a veces se parecía tanto al rostro de Reynod, como si hubiese sido moldeada no desde el nacimiento, sino con los inviernos. Y esa rigidez era la que tenía que tomar decisiones como la de esa noche. Como si su padre ya estuviese muerto, o necesitase de esa muerte para justificar su decisión.

     -No me mires así, por todos los dioses te lo pido.- Sorkus había dicho esto frente a él, pero con la vista hacia otro lado, mojados los párpados por la lluvia, mojado el pelo crespo y la barba, lo único que parecía diferenciarlo del rostro de Reynod. Había murmurado esas palabras casi tan tenuemente como los gemidos que llegaban desde la choza de los heridos.

     Britan creyó ver cómo el mentón de Sorkus temblaba, de frío tal vez, y apoyó la palma de su mano sobre la frente del otro, quien hizo un gesto huraño, pero se dejó tocar.

     -Estás enfermo, será mejor que lleguemos pronto y tomes algo que voy a prepararte.

     Cuando entraron a la cabaña grande, el incienso los recibió con la densa masa azulada que buscaba resquicios por donde huir hacia la noche. Sorkus le ofreció una mirada cómplice al ver una vez más los inútiles esfuerzos de los sacerdotes. Britan hizo un gesto de ira frente a los olores que los sacerdotes habían creado con mezclas quemadas al fuego, aromas que habrían espantado a los mismos dioses cuyos favores pretendían recuperar.

     -¡Saquen de aquí a los falsos!- gritó.

     Reservado tanto si se trataba de la guerra como de la vida cotidiana, parecía abrir su alma ahora, exponer su habilidad en la destreza de los movimientos y la rapidez de sus ideas. Los largos inviernos pasados explorando los cadáveres que su padre le mandaba para estudiar, el esmerado esfuerzo por lograr el conocimiento que el brujo no había alcanzado, lo confrontaron con los viejos ritos que los sacerdotes imponían y que Reyunod no había querido tampoco alejar del todo. Porque el brujo sabía que la magia lo había elevado al sitio en el que estaba, u aunque parecía orgulloso de su hijo, la inteligencia que se estaba desarrollando en Britan, ese instinto para ver la enfermedad, lo inquietaba.

       Los guardias entraron para llevarse a los viejos sacerdotes.

     -Necesito ayudantes, por lo menos dos, y el material que guardo bajo mi camastro.

     Sorkus mandó traerlos. Britan se acercó al cuerpo del viejo, le abrió los párpados y comprobó la palidez. La mancha roja del camastro se había convertido en una costra espesa, resquebrajada en parte por el calor de la fogata. El viejo no se movía, pero su aliento, aún cálido, entibió el rostro de Britan.

     Sorkus comenzó a contarle lo que habían visto en la espalda del padre. Lo dieron vuelta. El bulto original se había transformado en una fruta morada que secretaba un líquido amarillo y espeso.

     -Debe haber una flecha clavada desde esta mañana.

      Los demás lo miraron y declararon su ignorancia con un gesto de hastío y culpa.

     - O quizá una roca o una astilla-dijo atenuando su tono de reproche.- Hay que abrirlo, hermano. Si está allí la sacaremos y eso podrá detener la enfermedad.

     Entonces se quitó las ropas mojadas. Se frotó el cuerpo para secarse, y notó que su cuerpo se resentía, pero era necesario continuar despierto. No había comido nada en todo el día, aunque no quiso probar más que agua antes de curar a su padre. En el fondo de la cabaña, vio a una de sus hermanas, la que le había sido destinada para unirse, y con ella se apartó hasta un rincón.

     La túnica blanca que la cubría se balanceaba como los cabellos negros sobre los hombros. Britan le murmuró algo al oído. Luego ella se colocó detrás y comenzó a frotarle la espalda. Las manos tibias que lo aliviaban del sudor, de la lluvia fría, que desanudaban su carne rígida y tensa, que lo apartaban de los ojos de los heridos, de los temblores y sollozos, de los cuerpos cortados.

     -Está todo listo, Señor-le dijo un ayudante, que volvió a dejarlos en la casi oscuridad cuando se retiró con la antorcha.

     Britan despertó de esa mansa pradera de intenso verde en la que se había puesto a soñar. Vio la oscuridad del rincón y la luz en el otro sector, pero no vio más a su hermana, sólo le quedaba el recuerdo de esas manos en el cuerpo. Ella lo había moldeado una vez más después de la confusión en que su mente se había dispersado durante todo el día. De la memoria de tantos rostros tristes, él regresaba casi indemne.

     Terminó de vestirse con ropas secas y regresó junto a su padre. Sorkus ya no estaba. Sus ayudantes habían lavado el cuerpo, que lucía tan pálido como debía ser cuando era un niño. El viejo, que nunca tuvo mucha barba, volvía a adquirir el aspecto de la infancia. Pero no se atrevieron a quitarle el taparrabos, porque Reynod había dejado expresamente dicho que nunca lo hicieran.

     -Yo se lo sacaré.

      Britan sabía que el orgullo de su padre no se vería menoscabado siendo su hijo quien lo hiciera. Colocaron el cuerpo de costado y sobre el lado sano. Se paró delante y comenzó a cortar las telas. Los demás permanecían tras la espalda del viejo.  

     Cuando lo desnudó, no estaba seguro de lo que había visto. La sombra de los muslos cubría el sexo. Le levantó una pierna delgada y envejecida. El vello se había perdido, o nunca lo había tenido si juzgaba por la poca barba y el ancho pecho blanco y liso de Reynod. La sombra del sexo también era blanca.

      Entonces vio una cicatriz rosada y deforme, que creyó debía ser una quemadura, o los restos de una enfermedad. Meditó antes de revisarla con cuidado, porque deseaba preservar la intimidad que el cuerpo y la autoridad de su padre demandaban. Volvió a cubrirlo, pero ya no lo abandonó la inquietud.


*


El filo corta. Al principio no duele. Después viene el dolor.

     Mi voz cae, se dispersa en las aguas, se derrumba en el sueño. Estoy cayendo, y el dolor me empuja, no como una mano que aplasta, sino como el peso de una carga.

     El dolor tiene también un peso tan concreto como el motivo que lo provoca. Y no es uno solo, nunca hay un único dolor que sea tan fuerte para crearse a sí mismo. Son uno a uno los que nacen y se unen. Dolores que no parecen serlo apenas surgen, sino fragmentos que se van enlazando.

     El dolor es redondo. Duro, blanco y circular. Parecido al sol. Se encamina por el mundo igual que una semilla oblonga, a lo largo de las suaves laderas de las montañas. Arrastra piedras que toman nuevas formas. Se  deshacen de sus vestiduras y muestran  las cuevas de sus cuerpos de dolor.

     Así crece el dolor, y sube a nuestras espaldas.

     Es una costra de suciedad que no puede arrancarse sino a expensas de amputar una parte del  cuerpo.

     Me están abriendo.

     El dolor deja lugar al crepitar de los huesos. La cobertura de mi corazón se abre como un arco por el que penetra una mano. Toca el corazón y lo aparta. Explora. Experta y segura. Sabe lo que hace.

     Baja hacia el vientre, pero deberá encontrarse con los pilares y la cúpula del mundo de mi cuerpo. Entra aire. No debería suceder, y la mano aún no lo sabe. La mano del hombre que debe ser mi hijo.

     Los dedos se encuentran con mi espalda, bajan por ella, por dentro, tocan un gran cilindro largo y pulsátil. Se detienen. Dudan.

     La sensación de que nadie sabe, ni uno mismo, qué hay allí, y uno portándose como un dios, bello como el dios de ese instante. Nadie sabe qué está tocando y qué es lo que hará con ese fragmento del hombre en sus manos.

     Tal vez allí esté su alma, quizá esa carne sea la respuesta a las iniquidades del mundo.

     La creación entre los dedos, entre la fuerza de los dedos, y la duda como único instrumento de esa fuerza.


     El día que Markus regresó, no esperaba volverlo a ver después de la competencia con Zor. Lo creía lejos, humillado por lo que todo el pueblo sabía, la vergüenza de no haber sabido enfrentarse a un animal del bosque. Pero muchos lo habían visto recuperarse, y tal noticia había llegado a él.

     Markus venía cojeando a través del gentío, con una pierna cortada hasta por debajo de la rodilla. Se apoyaba en su hijo al caminar. El niño encorvado sostenía el muñón de su padre sobre la espalda, y estaba llorando. Al ver a ambos, Reynod supo que debía hacer cualquier cosa por acallar la voz de Markus. Por más que no hiciera caso de las acusaciones que creía inevitables, el daño a su autoridad ya habría sido hecho.

     Le abrieron paso a medida que el hombre y su hijo avanzaban arrastrando piedrecillas por el camino que conducía al altar, entre los charcos de la sangre del cordero. Markus estaba sudando bajo el sol que iluminaba su cabello blanco con leves destellos rubios. El hijo parecía la sombra a los pies de su padre. Luego, se detuvo frente al brujo.  Un rayo de sol se reflejó en el cuchillo clavado en el cordero, y los cegó por un instante.

     -Vengo a que me cures-dijo Markus.

     A Reynod le habían dicho que los gritos de Markus resonaban cada noche desde su choza hasta invadir todo el bosque. No eran palabras, sólo gritos sin sentido cortando el aire de la noche hasta cansar su voz. La que ahora oía, era una voz semejante, cascada y rota.

     -Vas a curarme-repitió, no como una orden, no tenía fuerza para eso, sino simplemente como una afirmación que ya estuviese cumplida de antemano.

     Reynod no contestó. La gente esperaba su respuesta. Se sacó la túnica ceremonial y cubrió la espalda de Markus, que temblaba. Los demás hicieron un gesto de admiración y se retiraron con lentitud. Pero cuando estuvo fuera de la mirada del pueblo, se sintió inseguro frente a la mirada del otro. Los sacerdotes seguían allí, y necesitaba deshacerse de ellos. Ordenó que se llevasen al niño. Reynod siguió los lentos pasos del enfermo hacia la choza. Las últimas ramas estaban siendo puestas en el techo, atadas con trenzas de juncos.

     -Dejen eso para mañana.

     Los hombres se fueron, los guardias dejaron a Markus. Ahora solos, parecían recelosos de romper el silencio. Hablaron de Zor.

     -No lo he visto, es lo mejor para él-dijo Reynod.

     -Se ha acobardado después de la muerte de su mujer. Pero yo no te tengo miedo, y quiero que me devuelvas mi pierna.-Entonces comenzó a desatar las telas que envolvían el muñón. Las capas de tela se fueron abriendo una a una, y al mismo tiempo que las sacaba, unas hojas puestas sobre la herida absorbían la sangre y la supuración que manaba sin detenerse. Cuando la última se desprendió, Reynod vio que pierna parecía recién amputada.

     -¿Cómo la has conservado así?

     -No lo hice yo, sino la misma vieja hechicera que me ha maldecido al darme un pie de muerto cada dos o tres días, y obligándome a cortarlo yo mismo o mi hijo. Te pido que detengas su maldición, curándome para siempre.

     -Pero...-El brujo se calló al darse cuenta que iba a decir en voz alta lo que jamás se había dicho siquiera a sí mismo.

     -¿Qué todo es mentira?-dijo Markus.-Una palabra falsa encarnada en el cuerpo de un hombre. Lo sé. Pero tus voces y tus dioses me han intrigado desde que nos conocemos, y esta duda ha crecido con mi desesperación.

     Reynod sabía que algo debía hacer. El pueblo estaba allí afuera, aguardando la hora del próximo rezo, los sacerdotes vendrían a buscarlo, los hombres lo esperaban también para la Asamblea de la noche. Pero él pensaba en la parte de su vida que sólo ese hombre conocía. Esa memoria que no era posible eliminar, que no desaparecería aunque la sepultase lo más profundamente posible en la tierra del olvido. Un fragmento resistente de la vida de los hombres era la tal memoria, un hueso tan inquebrantable, o aun más quizá, que la voluntad de un dios.

     De eso se trataba, del hueso de la pierna de Markus, cuyas manos se la ofrecían como si fuese un niño dormido. Un niño o una pierna, en este caso era lo mismo. Darle la vida era algo que nunca había hecho. Por un momento, un escaso lapso de tiempo en el que casi se había dejado convencer, cerró los ojos y oró. Pero pronto se dio cuenta de la falacia: no sabía rezar más que en voz alta, frente a sus súbditos, y no vislumbraba a los dioses más que en esos momentos, al alzar los brazos y gesticular. El resto del tiempo siempre habían sido sólo sonidos, palabras que pronunciaba hasta estando dormido. Voces dichas y oídas simultáneamente, y eso lo había conservado lúcido: dejar salir las voces guturales que su cuerpo emanaba. Ejercicios y juegos de los dioses, risas que repercutían en sus vísceras, y ellas secretaban savias y líquidos, aire expulsado con la forma de palabras.

     Intentó entonces nuevamente su acto, como lo hacía ante sus fieles, pero Markus lo interrumpió.

     -¡No necesito tus ritos! ¡Sólo toca mi pierna, a ciegas, o sumérgela en la saliva o las heces de tu cuerpo infértil, y haz que viva!- El rostro de Markus había perdido su triste serenidad para convertirse en furia, mientras apoyaba su pierna sobre el pecho de Reynod.

     El brujo retrocedió, y Markus cayó al suelo. Y al verlo así, volvió a sentirse seguro.

     -No me amenaces si no tienes forma de cumplir.

     A nada iba a verse obligado. Markus era únicamente un pedazo de hombre entre sus manos. Y no tuvo más que pronunciar su pensamiento para vencerlo por fin.

     -Esta pierna está más viva que el resto de tu cuerpo.

     Markus gimió.

     Reynod creyó conveniente entonces un gesto de piedad.

     -Trataremos a tu pierna como a un hijo. Voy a levantarte y me ayudarás a labrar la herramienta que deberás tener desde ahora siempre a mano.

     Hizo que Markus se acostara con la pierna sobre una tabla. Fue en busca de un recipiente envuelto en cuero resquebrajado. Dentro estaba el instrumental de madera tallada y rocas de diferentes filos. Se sentó en un banco, se sacó el resto de la vestidura ceremonial y comenzó a trabajar.

     Markus lo observaba abrir los músculos, levantarlos como escamas secas, como pieles quemadas. Pero no le dolía. El brujo ponía toda la fina exactitud de sus dedos en el trabajo, mirándolo de vez en cuando, y Markus asentía, sin saber a qué, si a la pregunta de si era verdad que no le dolía, o aceptando resignadamente la tarea de Reynod.

     -Señor...- dijo una voz desde afuera.

     -Hoy suspenderemos todo- respondió el brujo.

     En la mano izquierda, la pinza de ramas de abedul se movía como un pequeño insecto; en la derecha, el filo de una piedra blanca comenzaba a cavar en el hueso, hasta separarlo del resto. Reynod pensó entonces en su estilete, y fue en su busca.

     -¡Qué bella estructura es la del hombre!- dijo Reynod, libre de la sequedad que vivía en sus expresiones, de la indiferencia aparente y el oculto vacío que era su máscara habitual. Algo había estallado en sus ojos al ver el mundo y su interminable variedad cada vez que le era permitido explorar en el cuerpo de los hombres. Miró a Markus una vez más, y le entregó el estilete.

     -Eres cazador y has tallado tus propias lanzas. Talla ahora el cuchillo con tu propio hueso.

     Markus tomó el estilete, pero las manos le temblaban. Un viento frío atravesó las tablas de la choza. El sol de la media tarde estaba cayendo a la altura de sus caras, formando líneas de luz y sombra entre las rendijas. Reynod se limitó a observarlo, mientras el otro, descubierto de carne, amarillo el hueso por los restos de grasa que cubrían la superficie, se puso a tallar.

     La frente de Markus sudaba, pero había comenzado a dominarlo un ímpetu que no iba a detener si deseaba terminar su trabajo. Sólo un instante que se detuviera, era suficiente para no recomenzar nunca más. Por eso talló, aunque lloraba con los hombros encogidos y tragando las lágrimas.

     Cuando terminó, era de noche. Reynod seguía a su lado, no para controlar la tarea, sino observando la lenta caída de Markus. Para asegurarse que la labor que lo mantenía vivo fuese la misma que más tarde lo haría sucumbir.

     Markus levantó la vista. Su cabello sin color reflejaba el brillo de las llamas. Ya no estaba trémulo. Sus manos sostenían el nuevo cuchillo, contemplándolo a la luz del fuego. No era más largo que su mano abierta, blanco, con tenues tintes verdes de hongos y marrones de vejez. Tenía una leve convexidad en cada cara, y una protuberancia en la base del hueso para cortar y machacar. El extremo se afinaba en una punta que Markus pasó por uno de sus dedos para probar el filo.

     A Reynod le asombró la destreza demostrada en esa artesanía. Markus había sabido utilizar el borde anterior y fino del hueso como filo. Había buscado la trama escondida en su propio esqueleto, hasta hallar la sonrisa terrible de los huesos. Que de sus lágrimas, de la marca que su segura caída habría de dejar más adelante, surgiese tal bello instrumento, lo hizo pensar en la contradicción de los dioses, el incomprensible regalo que ellos le daban a quien pronto no iba a ser más que un mendigo errabundo.

     Entonces extendió una mano hacia la cara de Markus. Con el dorso de sus dedos acarició la mejilla y la barba. Tal vez el otro ni siquiera lo notara, perplejo como estaba en la contemplación de su pequeña obra. Con sólo dos dedos tocó la piel de Markus, y supo que era suficiente. Que él, el hombre de escasa barba, consolaba al hombre absorto mirando el objeto de su última gloria y desesperación. Retiró la mano. Se dio cuenta que sudaba.

     -Cortarás desde hoy tu pie de muerto con esta arma, y la maldición se detendrá.

     Markus lo miró una vez más antes de irse. Sus ojos claros lo observaron por debajo de la sombra del cabello. El cuchillo estaba guardado ya entre sus ropas.


     La mano llega a la boca del respirar. La entrada al vientre del aire que los niños exhalan cuando corren. Juega con el  cuerpo como si fuese suyo, esa mano extraña.

     El aire es dolor.

     Corre como el viento que entra en los cuerpos de los niños enfermos. La mano explora, escarbando como en la tierra, a ciegas. Más abajo, hasta las raíces, los huesos que se abren en líneas de cuerdas blancas, grises, marrones, extendiéndose en las ramas invertidas del árbol. Alimentan y absorben la savia, la sangre. Los toca, y duelen, siempre, cada elemento tiene la capacidad de la voz y el grito.

     La mano palpa una masa de líquido maloliente. El olfato de las vísceras lo sabe antes que el hombre. El líquido estancado nace y se recrea. Se acumula, y es caliente. Su color es el del sol de la tarde. El sol también esta aquí dentro. La mano lo toca, pero el sol se deshace y muere. Se resquebraja, echando de las entrañas el líquido de su muerte. El sol consume la vitalidad de la creación.

     Los dedos intentan romper la burbuja del sol. Pero no están solos. Algo duro está entre ellos, con un filo.

     El dolor. Un estallido seguido de la densa calma del aire, antes del abismo. El derrumbe se aproxima. No puedo pensar. Caigo. Mi pensamiento se aleja, no me pertenece. Lo veo quedarse en el filo de la montaña.


*


Un bosque de hombres parecían las filas de guardias a las que se acercaba. Y todos ellos tenían ojos resplandeciendo con el brillo de la lluvia.

     Lo miraban, y Aristid se sabía reconocido. Lo habían visto pelear con fiereza, y por eso lo respetaban. Era esa misma valentía la que lo llevaba al campo de los enemigos para el acuerdo de paz, si lograba llegarse a tal acuerdo.

     Se desplazaba lentamente, dolorido por sus heridas, obligado a atravesar mojones de tierra y ramas que habían servido de muros y vallas en el frente. No podía cruzar los grandes charcos sin riesgo de resbalar con su pierna débil, así que tuvo que rodearlos, y la espalda comenzó a molestarlo también entonces.

     Mucho antes de ver a los guardias, el campo y los muertos eran una única superficie negra y lisa bajo el gris capote del cielo. El lago no parecía de agua, sino una parte del cielo caído, siempre quieto, semejante a una era desolada de tierra dura como roca, y sintió otra vez el aroma nauseabundo del lago.

     Ya más cerca, alcanzó a ver los lomos de los cuerpos que flotaban en el agua, y los imaginó exhalando los restos fétidos, vacíos hasta de los pensamientos que alguna vez los habitaron, y éstos también parecían haberse vuelto negros, espesos como las aguas. Muy a la distancia, creyó ver la barca del sacrificio, pero no estuvo seguro de distinguirla.

      Levantó una mano hacia la primera fila, mostrando la palma en la que había dibujado un círculo azul. Luego, con un dedo, dibujó un nuevo círculo en su frente, y así confirmó que venía en misión de paz. Giró la cabeza hacia un costado y hacia el otro, indicando que estaba solo. Iba a decir algo, pero el grito de una bandada de cuervos que en ese momento descendía sobre los cadáveres apilados, lo disuadió de su intento. Sabía que era tarde para pedir por los cuerpos de sus hombres, ya los enemigos los arrastraban hacia el agua.

     Los guardias se abrieron para dejarlo pasar, y volvieron a cerrarse tras él.

     -¡Mensajero en paz!- Fue la voz que se repitió de hombre a hombre a lo largo del camino que conducía a la cabaña de Reynod. Nadie se le acercó para escoltarlo. Había grupos trabajando en el tallado y construcción de armas alrededor de las fogatas. El sol crepuscular aún podía verse, oculto detrás de las nubes densas suspendidas sobre el lago, rodeadas de un halo amarillo, opaco y seco como el centro de un hueso muerto.

     Esperó a que Sorkus viniese a buscarlo, no se sentía seguro caminando entre los hombres que lo miraban silenciosamente. Se había detenido, y sintió que esto provocaba inquietud en los que lo observaban, supuso que pronto comenzarían las preguntas y empujones. Pero nada de esto sucedió. Era su mente la que giraba en torno de posibles miedos, recordando a la vez el gesto que Sorkus le había hecho esa tarde mientras peleaban.


     Ambos estaban luchando. Sorkus trataba de deshacerse de un rebelde que no cesaba de amenazarlo con su lanza, y Aristid tenía un guerrero encima buscando cortarle el cuello. Logró separarse y le clavó un puñal en el pecho. Entonces su mirada se encontró con la de Sorkus cuando éste se deshacía de su enemigo con un golpe de hacha en el vientre. Ninguno de los dos supo con certeza quién había hecho el primer gesto. Tal vez fuese un signo malinterpretado que cambió las ideas que uno tenía del otro hasta ese momento. Un cambio que les pareció un remanso de agua clara entre las tristes olas del lago. Alguno de los dos hizo el movimiento del círculo en la frente, quizá sólo para secarse el sudor. Pero fue suficiente para que el otro, con los ojos fijos en el enemigo, hiciese el mismo círculo en la palma de su mano.

     Sus miradas luego se apartaron sin prisa ni temor, seguros de algo que sobrevendría más tarde, cuando terminase la batalla. Fuese cual fuese el resultado, sobre la firme roca del encuentro, a la hora precisa, se crearía un nuevo pensamiento. Ese día seguirían peleando, pero una cuerda se había aflojado entre ellos, aunque sus manos batallaran y los ojos buscasen enemigos, y la piedad no tuviese lugar más que para no matar a un hombre por vez.

     Después uno de los suyos lo había sujetado de un brazo, señalándole la pierna, y recién entonces él se había dado cuento que estaba herido.    

     -¡¿Cómo están las otras fuerzas?-preguntó.

     -¡Resistiendo! El plan se mantiene pero sin avances. Los fieles trataron de huir por los lados del lago, pero no pudieron. Nos faltan hombres.

     -¿Cuál frente es el más débil?

     -El este.

     -Que se retiren, no hay más que el río adelante, y que refuercen el frente oeste. ¡Que ataquen sin piedad! ¿Me escuchaste?- Agarró al hombre del cabello, sujetando su cabeza como si fuese a darle un beso de despedida u oler el pelo para recordarlo.

     -¡Sin piedad!- repitió la voz del que llevaría el mensaje, y se fue corriendo.

     Las fuerzas fieles del este avanzaron, seguras de la derrota de los rebeldes, pero retrasaron su marcha al bordear uno de los afluentes del Droinne. Sólo les quedaba caminar por las laderas de los montes que se extendían hacia el oeste.

     Los rebeldes se unieron al frente restante, y avanzaron con fuerza al principio. Aristid no había estado allí, pero escuchó el relato del primer mensajero. El joven había llegado mientras él pensaba en las pérdidas de esa tarde.

     -Señor...ayer avanzamos. Los fieles cayeron en una llanura tan grande que no se puede alcanzar a ver el final. Seguimos caminando con los hombres más altos adelante para avistar enemigos. Atravesamos tres ríos muy anchos, esperando llegar al lago. Al fin vimos su reflejo en el cielo. ¡El lago se había levantado, Señor, créame!

     El mensajero se había puesto a llorar, y Aristid no comprendía.

     -El lago se elevó con toda su profundidad hasta el cielo, y colgaba como si tuviera cuerdas que lo atasen a los dedos de los dioses. Nos quedamos mirando, confundidos y preguntándonos si era un sueño en medio de la batalla, o si la lucha era un sueño. Había oscurecido todavía más y comenzó a llover. El pasto se deshizo y el barro se formó muy rápido. Las aguas del lago desbordaban y caían como lluvia sobre nosotros. Ya no pudimos seguir. Resbalamos cuando intentábamos caminar, y nos encegueció una neblina de polvo entre la lluvia. Las primeras filas fueron vencidas y tuvimos que retroceder. El jefe nos ordenó esperar. Me enviaron ante usted, Señor, para pedir consejo.

     Esa fue la primera vez en aquella tarde que les ordenó continuar hasta el fin del día. Lo volvió a hacer varias veces cuando los mensajeros regresaban con nuevas noticias. Pero al último no le permitió regresar. Esperaría el resultado de la reunión con Sorkus esa noche.


     Sorkus salió de la cabaña del brujo. Caminó hacia él, sólo. La mirada no se mostraba ofuscada ni rencorosa. Era un guerrero y nada más. Era diestro en lo suyo, un excelente luchador con el que no se atrevería a pelear cuerpo a cuerpo. El pelo crespo y largo de Sorkus caía mojado sobre el cuello, iluminado por la luminosidad extraña que siempre venía del lago.

     Aristid se preguntó, mientras lo veía acercarse, cuánto más duraría su propia osadía, cuánto el engaño, la simulación de fuerzas y legiones de las que no disponía, antes de que Sorkus se diese cuenta.

     La luna se había asomado brevemente. Parecía, detrás de la cabeza de Sorkus, tener otras mil cabezas semejantes a las del hijo de Reynod. Los contornos bailaban una danza de agua de río montañoso, un vaho sin color que brotaba en contraste con la oscuridad del cielo. Pero dentro de la esfera, las figuras estaban quietas, asustadas de verse así sorprendidas al despejarse las nubes, como si se abriesen después del amor o de un crimen.

     Aristid sabía que no todos, aunque miraran desde el mismo sitio, verían lo mismo. Porque él llegaba a ver un mundo con una superficie de leche espesa, caliente, recién salida de las ubres de la hembra del sol. La que se esconde cuando nace la mañana y se asoma, orgullosa o pálida, pero completa, solamente un día cada veintiocho noches. Esto no podía explicárselo a los hijos de Reynod. Las ventajas de predecir las estaciones, de establecerse en las llanuras y trabajar la tierra. Aprender de los extranjeros la habilidad de transitar los ríos y construir carretas que vencieran distancias más grandes que las que los pies podrían lograr jamás. Y sobre todo, abandonar la sangre de los dioses. Todo eso era un sueño vislumbrado en los relatos de quienes habían viajado, hombres que su padre conoció alguna vez y de los que él sólo había escuchado.

     -¿Qué buscas?- le preguntó Sorkus, con su corona de luna sobre la cabeza. No se veía ni enojado ni sereno, únicamente indiferente, tal vez cansado. Ninguno de los dos había dormido desde varios días antes.

     -¿Cómo está tu padre, me han dicho que está herido?

     Sorkus asintió, con las manos a la espalda, el mentón en alto y los ojos enrojecidos.

     -Mi hermano se encarga de sanarlo. Pero no celebres su desgracia, yo estoy aquí para continuar su tarea.

     Aristid hizo el gesto de la paz, el círculo sobre la frente.

     -Hicimos esto en medio de la batalla, y quiero creer que significó algo.

     -No perdamos el tiempo, los hombres deben dormir y yo velar por mi padre.

     -Mi propuesta es que tu padre abra los límites del pueblo y deje entrar a los maestros que enseñen a nuestros hijos lo que nosotros no sabemos. Hay incontables cosas detrás de esas montañas y más allá del mar al norte.

     -¿Y qué será de nuestras virtudes?

     -¿Cuáles? Hace casi cincuenta inviernos que tu padre nos gobierna con dioses que no hemos visto, y que no traen más beneficios que sólo los que él ve.

     Sorkus miró a los guardias, pero él mismo les había dicho que no intervinieran y se mantuviesen lejos mientras hablaba con el rebelde.

     -No me provoques, porque no saldrás vivo de acá.

     -Entonces entrarán mis hombres, y aunque estén agotados, se arrastrarán para atacarte con puños y dientes. ¡No cederán, te lo prometo!

     Al ver que la reunión estaba desvaneciéndose en fútiles amenazas que ninguno podría cumplir, por lo menos no hasta que sus hombres se recuperaran, Sorkus comenzó a serenarse.

     -¿Por qué tanta saña por atacarnos? Siempre han vivido alejados con sus familias y en paz.

     -No lo ves porque estás dentro de la influencia de Reynod. Pero nosotros sabemos que ante el más mísero intento de separarnos definitivamente, tirará de la cuerda con que nos retiene. Te haré una pregunta que te responderá. ¿Dejaría tu padre que te alejaras de él?

     Sorkus se había puesto a pensar, con la mirada baja, dibujando en el suelo con el pie un círculo que borraba y volvía a dibujar. La luna, asomándose de tanto en tanto, parecía adorar su cabello, y lo hacía lucir casi blanco en medio de la noche. Aristid no sabía cuántos años tenía Sorkus, pero era el mayor de los tres hermanos, y mayor que él.

     -Temo a los dioses. A veces, también creo escucharlos en el agua del lago, hablándome.

     -Temes a tu padre. Él te ha convencido de ellos desde que eras un niño.

     -¡No es verdad! Las curaciones que ha hecho son obras de los dioses. ¡¿Cómo negarlo?!

     -¿Pero cuál es el número de los que ha salvado? Mi padre me ha dicho que todos a quienes salvó murieron más tarde, cuando debían hacerlo. Curaciones sí, no hechos divinos. Tu padre le enseñó todo eso a tu hermano, y él no habla de los dioses sino de hombres y fenómenos del mundo natural. Está alrededor de ustedes la verdad, igual que esta luna que no podemos negar.

     Aristid lo tomó del brazo, y señaló hacia la gran esfera blanca que se estaba ocultando otra vez. Un sonido de lanzas y pasos se escuchó, muy cerca, y se sintió en peligro.

     -Creo que tus hombres me matarán.

     Sorkus levantó un brazo para indicar que todo estaba bien.

     -Lo que quiero decir es que si tu padre muere, tendrás la oportunidad de cambiar las cosas. No necesitamos pelear.

     -Me estás pidiendo demasiado, aún cuando compartiese tus ideas. Tengo miedo de los dioses porque creo en mi padre. Su imagen y sus voces se repiten en mi memoria todos los días. Cada cosa que hago él me la ha enseñado, me ha visto hacerlas y me ha corregido una y otra vez. A su manera pienso y ya no podré habituarme a otra. Envejeceré pensando como mi padre. Él está aquí.-Y señaló su cabeza.-De jóvenes, pudimos ser amigos, por eso te digo esto. Pero si lo repites, no sólo lo negaré, sino que te mataré llamándote mentiroso.

     -La guerra…-murmuró Aristid.

     -No la elegimos, nos la dieron nuestros padres. ¿Acaso el tuyo no te ha hablado? Cada uno de ellos es una confusión y un fracaso. Una duda que nos envuelve y se nos mete en la cabeza hasta hacerse carne.

     -Pero yo estoy convencido de lo que digo, tengo razón, ¿no es verdad?- Y parecía buscar ahora un consuelo.

     -No importa ya. Vuelve con los tuyos y diles que abandonarás la causa, que vivirás solo sin importarte lo que suceda con nosotros. Verás que no te dejarán. No te permitirán la soledad, y sin embargo te verás tan solo como un perro entre lobos.

     -La guerra…-repitió Aristid, cabizbajo, y se volteó para alejarse.

     -¡Mañana en la mañana mis fuerzas atacarán!

    Escuchó vociferar a Sorkus, no para él sino para que los hombres lo oyeran. Todos, los heridos y los guardias, se movieron en la oscuridad y lo vitorearon.

     -¡Que tus dioses mueran!-respondió Asistid.

     Sorkus dio la orden de que lo dejaran regresar sano y salvo. Entonces pudo atravesar de vuelta el campo enemigo, rodeado de voces que lo maldecían, pero sin más heridas que con las que había llegado.

     -La guerra…-siguió murmurando, mientras se acercaba a las fogatas de su gente, pensando en la calidez de las llamas que lo aguardaban.


*

    

Las caras se retuercen en el agua, no las reconozco. El dolor me confunde. Pero dónde vive el dolor.

     Levanto los párpados. Mis ojos ven las sombras de quienes me resguardan. Junto a la puerta, los guardias. A mi izquierda, el fuego entibiando este lado de mi cuerpo excavado por las manos de los hombres como si fuese de tierra. Yo, mi propia fosa.

     Del otro lado, los sacerdotes insisten con el incienso para apartar a la muerte. Lo hacen según se los he enseñado, pero con un esfuerzo que más parece condescendencia que anhelo. No se dan cuenta de lo que está detrás de las llamas. Más allá de la luz, en ese  rincón al que nadie va porque a nadie le agrada la oscuridad cuando alguien está muriendo.

     Él está una vez más allí. El Otro ha regresado. Se sienta en ese rincón de escasa luminosidad que no parece ser parte de un lugar, sino un fragmento de la noche arrancado y caído como algo abandonado. Y ahí habita él, igual que los insectos que se crían bajo las rocas, los gusanos que procrean un mundo perenne en las sombras de las piedras.

     No se mueve, por lo menos no lo ha hecho desde que desperté, pero he vuelto a dormirme, ansioso de ya no verlo al abrir los ojos otra vez. Le temo porque no me habla. Tan parecido a mí, tiene sin embargo esa sonrisa que renueva la envidia como una herida sin cerrar.

     Le dolía la herida en el costado, los bordes aún abiertos para que los líquidos siguiesen supurando. Lo habían colocado con el cuerpo medio inclinado hacia la izquierda. Se sentía un hombre de agua que no terminaba de vaciarse, un esqueleto cubierto de cueros perforados.

     Había abierto los ojos, sin responder a las preguntas de sus hijos. Volvió a cerrarlos, y su mente se adentró en una balsa que alguien arrastraba por el campo de batalla, mientras cientos de seres sin vida se abrían paso para abandonarlo. Vaciándolo.

     Tenía sed, pero no podía hablar.

   

     La misma sed que cuando era joven, al ver a su padre a su lado al despertar. Sabía lo que le habían hecho, viendo incluso las marcas de las cuerdas en sus manos, sintiendo el entumecimiento de la cara por los golpes, los labios heridos. El sabor de la sangre le calmó la sed durante todo aquel día, hasta que en una de las frías noches siguientes escuchó la despedida del hombre que había ayudado a su padre. Se daban la mano bajo la incipiente luz del alba, y él los observó alejarse. Un perro comenzó a lamerle la mano. Miró otra vez hacia la luz. Ellos se dieron vuelta varias veces para mirarlo, pero su padre bajó la vista al suelo. Después se le acercó.

     -Nada diré desde hoy, no te reprocharé el odio-le dijo.

     Separó los labios para contestar. Una costra se desprendió y la sangre cayó por la comisura de la boca. El padre se acercó para limpiarlo, pero él giró la cabeza. El perro le lamió la mejilla y los labios.

     Siete días más tarde, empezó a levantarse y caminar lentamente, reteniendo la respiración cuando la herida volvía a abrirse. Pero el tiempo fue formando una cicatriz extensa y gruesa, que le daba la sensación de tener la corteza de un árbol, de convertirse en un vegetal. Eso era, quizá, nada más que un tronco incapaz de dar semillas.

     De noche lloraba, pero el verse sangrar y el dolor lo distraían de la desesperación. Se dio cuenta que el mismo dolor lo salvaba de arrojarse al río o clavarse el cuchillo de su padre.

     A veces, iba hasta la orilla, donde aún las aguas arrastraban a las víctimas de la peste, e intentaba orinar. El perro lo acompañaba, mirándolo, sentado a su lado a la luz de la luna, y gemía. La noche pasaba, y en la mañana él estaba dormido boca abajo, mojado en la orina que había brotado sin aviso mientras descansaba.

      En las tardes, su padre lo abrigaba con pieles de carneros, y luego se dedicaba a construir la choza, o despellejaba los animales que había cazado en la noche, y los cocía. No hablaron durante largo tiempo. El padre sólo se le acercaba para darle de comer. Pero él pensaba nada más que en las voces de los dioses, que no habían regresado todavía.

     Y si eran ellos, se preguntaba, si el dolor fuese la voz distorsionada de los dioses.

     Ellos, tal vez, habían sufrido con él la misma derrota, y no podían hablar más que de esa forma. Ahora se sentía más seguro. Ya no era sólo él, sino ellos y él. Uno apoyándose en los otros, apuntalándose como bastones.

     -Padre, ¿qué hiciste con lo que me quitaste?

     Reynhold estaba en el techo de la choza, enlazando las ramas que había traído esa mañana del bosque, y lo miró.

     -En el fuego…-contestó.

     El hijo se irguió y se apoyó en un codo. Desconfiaba, y lo observaba con odio. El otro no pudo sostener esa mirada por mucho tiempo.

     -Rescaté una parte, la puse en un saco y lo enterré.

     -Quiero que me lo des, necesito preparar un ungüento que me cure de una vez. No podré levantarme y caminar hasta que sane.

     Reynhold no le preguntó qué clase de preparación era, no cómo la había aprendido, sólo estaba seguro ya qye las voces de su hijo continuaban indemnes. Él estaba allí, de ahora en más, para ayudarlo. Bajó del techo, caminó hacia el centro de la choza inconclusa y excavó hasta desenterrar un saco de cuero atado con cuerdas. Regresó adonde estaba su hijo y lo puso a su lado.

     -Necesito hojas de esas hojas que están allá, padre.-Y señaló un conjunto de arbustos frondosos y morados.- También esas enredaderas, y todas las perdices que puedas cazar. Te esperaré hasta la noche si es necesario, y no te apartaré de tus tareas más que este día.

     Su voz era clara y tranquila. Sonaba como una voz sin rencor. No era, en cambio, la de un hombre, sino más parecida al ruido de las ramas que se quiebran con el viento fuerte.  Era precisa y exacta, sin tonos severos ni tímidos murmullos. Irrecuperables luego de pronunciadas.

     Reynhold agarró su lanza y se cubrió la cabeza con un gorro de piel al ver las nubes oscuras que se avecinaban desde el norte. Mirando una vez más a su hijo, sin decir nada se alejó. Sus pasos se perdieron en la espesura, mezclados con los llamados guturales de las aves, que de a poco fueron tomando el tono del llanto, como el tono con que los hombres lloran.

     Antes el anochecer, estuvo de vuelta. El sol le alumbraba la cara acongojada.    

     -¿Has llorado, padre?

     El hombre se restregó los ojos para borrar los rasgos de la pena, y dejó caer la bolsa con las perdices. Reynod entonces las revisó una por una, conforme al comprobar que eran del tamaño que esperaba.

     -Bien, padre, has traído las más viejas, las que estaban a punto de morir en esta época.

     Después revisó las hojas y las puso en un recipiente de barro que había moldeado en su ausencia, y que ya estaba seco. Se sentó con la vasija entre las piernas abiertas, quieto un rato al sentir el desgarro que siempre aparecía al moverse. Ya casi no se veía la cara de su padre. La luna recién se levantaba y la penumbra se hacía más fría. El otro entonces se acostó no muy lejos, de espaldas a él.

     Reynod comenzó a recitar una letanía que recordaba de cuando era niño. Mientras abría el pecho de las perdices, las metía en la vasija y cantaba. La sangre y los huesos triturados con el mortero fueron formando una masa que tardó en satisfacerlo. El ruido de los huesos era también como su voz, exacto. Los búhos estaban callados esa noche, y los grillos muertos. Ni siquiera había murciélagos volando de árbol en árbol. La luna seguía lerda en ascender. El canto de Reynod y los sonidos de su mortero eran el manto que atenuaba el brillo y la estridencia de la tierra.

     Las hierbas ablandaron la consistencia de la preparación, que olía fresca y fuerte. El aroma era no sólo extraño, sino que parecía despertar sus otros sentidos, trayéndole imágenes de heridas y cuerpos mutilados que sanaban. Abrió el saco de cuero, y la firmeza que había tenido hasta ese momento en su tarea, desapareció. Se sorprendió al verse temblar. Desató los nudos. El cuero quebrado se abrió solo, dejando ver la masa de tejidos blandos y secos, sin forma definida. Lo levantó y la dejó caer en la vasija. Cuando sus manos estuvieron libres, entonces dejó de temblar. Encendió el fuego, y lo mantuvo toda la noche calentando la fuente, revolviendo y cantando hasta que sus labios se dormían. Pero las manos nunca se cansaron porque recordaban lo que habían tocado.

      Al amanecer, seguía revolviendo, y de la vasija salía humo con olor a carne. Nada más que el simple aroma de las perdices cocidas. El padre se levantó y husmeó el aire sin acercarse. Las llamas se habían apagado para el mediodía, y el líquido era ya un ungüento frío, de color amarronado y con la consistencia adecuada para ser untado sobre las llagas. Lo volcó entonces en un pequeño saco de cuero que le había pedido coser a su padre.    

     Reynod se desnudó. Algunas manchas de sangre ensuciaban las pieles del camastro, como todos los días. Reynhold lo miraba hacer, sentado lejos, con las manos sobre la cabeza, aparentemente sereno, pero golpeándose a sí mismo con los puños de tanto en tanto.

     El hijo comenzó a esparcir el ungüento sobre su cicatriz abierta. No gritaba, pero fruncía el rostro de dolor al tocarse. El padre se tapaba la cara, luego volvía a mirar y lloraba. Los labios de Reynod también sangraban. El perro huyó de la choza y se escondió entre los árboles, siempre ladrando.

     Reynod se secó el sudor y volvió a cubrirse el cuerpo con ungüento. El ardor llegó a serle insoportable, pero luego, lenta y apaciblemente, fue cediendo a medida que el cansancio lo llevaba al sueño.

     Era media tarde, las nubes cubrían el cielo con amenazas de tormenta. El padre se le acercó para acomodar unas mantas que lo abrigaran. Hasta que oscureció, se dedicó a terminar  de cubrir el techo con ramas. Después se sentó junto a su hijo, vigilando su descanso hasta la mañana siguiente.

     La cabeza del padre estaba apoyada en su mano cuando despertó. Miró el cielo entre las rendijas del techo. Las nubes parecían congeladas. Apartó con suavidad la cabeza y se sacó las mantas. No vio manchas de sangre. Pudo moverse, darse vuelta y pararse sin dolor. Corrió desnudo hacia el río. El perro lo siguió agitando la cola y saltando.

     El sol lo cegaba y se cubrió los ojos hasta habituarse. Su cuerpo desgarbado, alto, la espalda vencida por la debilidad, las piernas delgadas, los dedos de las manos entumecidos, el cabello largo. Al verse en el reflejo del agua, se imaginó una larva que salía de su capullo. Miró las aguas contaminadas del río, pensando si se atrevería a beber de ellas. El perro también esperaba su decisión. Hizo un gesto rápido de indiferencia, y formando una cuenca con sus manos, bebió.

     Un murmullo creció en sus oídos, en torrentes y cascadas, estruendos que se hicieron voces. Los dioses se deslizaban sobre el río y lo estaban mirando, y él podía ver hacia donde iban. Un lugar aún lejano, más allá de los montes, donde el reflejo del agua y el olor de la carne se elevaban como alientos de la tierra.

     Sabía que los dioses habían recuperado su dominio. Él los había aliviado y lo recompensaban quitándole el silencio que lo abrumaba.

     -Soy un instrumento- dijo en voz alta, para sí mismo y para el río que llevaría esas palabras, para las aves que picoteaban en la arena, para el perro sentado a su lado, con las orejas erguidas y la mirada atenta.

     Su padre había despertado y se le acercaba con una manta.

     -Hace frío para que estés desnudo, hijo.

     -No importa, padre.- Y lo rechazó, sin dejar que se acercara más.-Estoy curado.-Hizo una pausa, pensando.- Me curé a mí mismo.

     Se llevó las manos al pecho, las entrelazó y apuntó sus pulgares al centro de su cuerpo. El cabello chorreaba agua en la orilla, la cara, limpia, dejaba ver los ojos libres de la dolorosa penumbra de aquellos tiempos.

     Reynhold descubrió otra vez la mirada que aborrecía, la que había visto el día que murió su esposa. Se cubrió los ojos y se arrodilló frente a su hijo.

     -¡No me mires así! ¡De qué son esos ojos que tienen voz, parecen ser más grandes que tu cuerpo, se estiran por el cielo!

     -No estoy haciendo nada, padre. Ves, mis manos están quietas.

     Y el viejo miró, sin pensar en el miedo que había confesado un rato antes. Las manos de su hijo estaban ahora junto su cara, rodeándolo sin tocarlo, y en las palmas había ojos que pestañeaban. Reynhold se puso a gritar. El perro huyó otra vez, una bandada voló hacia el otro lado del río. Después, escapando de esas manos que lo miraban, el hombre corrió a esconderse también en el bosque.

     Se oyó un batir de alas, ramas rotas y un aullido prolongándose en la distancia. Luego, todo se hundió en un silencio abrupto y rígido.

     Reynod no volvió a ver a su padre.

     Más tarde, abandonó la choza y remontó el río hacia el este.


     Un día se sentó sobre una roca a soplar la cornetilla que había construido, cubierta con las plumas de un urogallo. No le sería difícil hallar enfermos luego que la peste desolara la región y dejase postrados a los que quedaban vivos.

     -¿Cuál es tu nombre?- le preguntó una anciana, la primera persona que se acercó a él luego de haber hecho música durante casi todo un día.-Tu nombre debe ser tan hermoso como este canto.

     -Mi voz proviene de los dioses- dijo él.- Mis manos son su instrumento. Los que me tocan, se curan y viven mucho tiempo.

     En ese claro entre los árboles, los que se habían reunido a su alrededor murmuraron, hablándose con asombro. La figura de Reynod, tan serena como la roca sobre la que estaba sentado bajo el sol de la tarde, entre el polvo y las semillas de las flores flotando junto a sus dedos sobre la cornetilla, lo asemejaba a un dios recién descendido del cielo. El abrigo le cubría sólo un hombro, y dejaba ver su pecho sin vello. El gorro era la piel suave y simple de un perro.

     La anciana trajo a su hombre enfermo, con llagas en la cara.

     -Cúrelo, si puede.

     Reynod sacó el ungüento de la bolsa atada a su brazo derecho, y lo pasó sobre las heridas. El hombre sintió el contacto frío del preparado, y un alivio transformó su expresión. Se postró frente a Reynod para besarle los pies. La mujer lo miraba con miedo, pero al ver que las llagas se iban borrando, y que al tocarlas su esposo ya no gritaba, se abrazó a él y juntos lo adoraron. Los que habían visto esto se acercaron, preguntando qué era aquel ungüento tan maravilloso.

     -Agua del río de la peste- contestó Reynod.

     La mujer dejó de sonreír, mientras el resto lo miraba sin comprender. Pero cómo entender los designios de los dioses, cómo seguir el entendimiento de aquello que curaba con las mismas armas que habían enfermado.

     Entonces aparecieron otros, que se habían mantenido ocultos entre los árboles, escuchando, esperando qué iba a suceder con aquellas promesas de bienaventuranza. Lo que no entendían los fascinaba y sobrecogía como una tormenta o una inundación. Tan incomprensible y natural como ellas era el misterio de ese hombre joven que sanaba y tocaba el instrumento de los cielos.

     Reynod curó a cada uno de los que se acercaron, y éstos trajeron más enfermos, y tuvieron que llevarlo a su pueblo a las orillas de un angosto río. Las noticias de que había llegado finalmente el sanador se extendieron por toda la región. Algunos dijeron que venía de los territorios de oeste, que habían pertenecido a la raza que engendraba a los perceptivos y que muchas generaciones antes les había quitado las tierras y matado a su gente. Pero otros aseguraban que el gran hombre había nacido de las entrañas de los dioses, de las aguas del cielo que caen de las montañas y crean los ríos.

     Le construyeron una choza, lo abastecieron de alimentos.

     Conoció a un joven llamado Zor, cuya familia era una de las más respetadas del pueblo.

     -No tengo padres más que los del cielo- les había dicho, y lo aceptaron. Eran los únicos que lo trataron como a uno más de ellos, sin dones ni talentos especiales. Comía con la familia, a veces los acompañaba a cazar, y hablaba con Zor sobre lo que ambos habían visto del mundo, descubriendo uno en el otro la sagacidad ausente en el resto.

     Sus curas continuaron, y la gente pensó que había llegado la prosperidad de mano de los dioses. Comenzaron a rendirle tributos que él no había pedido. Lo llevaban a presenciar sus ritos, y al ver él los festivales donde sólo regía el desorden y las risas, que adoraban a bestias del bosque con el mismo respeto que a él, erigiendo dioses tan fácilmente como los derribaban, sintió que ofendían a los creadores.

     Entonces se paró sobre el techo de una cabaña y gritó:

      -¡Los Dioses los pusieron a prueba! ¿Van a perder sus favores? ¿Están dispuestos a pasar otra vez por las miserias de la peste? Si pierden la oportunidad de redimirse, miles de pestes caerán sobre ustedes.

     Todos bajaron las miradas. El gran hombre tenía razón, se dijeron. Apenas alguien los había curado, parecían haber olvidado a los muertos que arrojaron al río durante aquellos últimos inviernos.

     Reynod suavizó sus gestos y abrió los brazos como un padre que recibe a sus hijos arrepentidos. Organizó rezos comunitarios y sacrificios de corderos para limpiar las almas de los que morían. A los recién nacidos se los apartaba de sus madres para que Reynod expurgara sus malos espíritus. Decían que les hablaba al oído, soplando el aliento de los dioses, y que los niños exhalaban gritos de voces roncas con olor a podredumbre. Luego él mismo los devolvía a sus madres, que le besaban las manos dando gracias a los creadores.

     Pero un día les dijo:

     -Esta tierra es pobre, debemos migrar a otras más prósperas.- Señaló hacia el este, en dirección hacia unas montañas que se levantaban entre las brumas.- Hacia allí iremos, donde los dioses nos esperan a los pies de los montes.

      Y los picos gastados, hoscos, de los Montes Perdidos se vieron libres por un momento de las nubes que los cubrían, y brillaron bajo el sol que alumbraba el verde de sus bosques.


*


El que esperaba en el rincón estiró una mano.

     Apenas se alcanzaba a ver como una mancha opaca en la oscuridad. La piel verdosa, salpicada con lunares, arrugas en los nudillos deformados, los dedos delgados y sucios.

     A la uña del pulgar le faltaba la media luna blanca.

     El temblor de la mano llamó la atención de Reynod. Si continuaba asomando fragmentos del cuerpo desde el rincón oscuro, pensaba él, el otro iría acercándose más, hasta tocarlo, y eso era lo que no podría soportar. Porque presentía que nada de todo lo que antes le hubiese ocurrido era tan terrible como eso, y ver la sonrisa que él nunca tuvo.

     Cuando el incienso se fuese debilitando, cuando todos estuviesen dormidos excepto él. Cuando el fuego no fuera más que brazas, el silencio tendría la suficiente fuerza para hacer que el otro saliera de su escondite.

     Pensó en el ungüento, en que quizá volvería a salvarse, pero era ya demasiado tarde para decirle a su hijo dónde lo había guardado. Britan estaba a su lado, entrecerrados los ojos y su mente inmersa en un sueño frágil.

     -¿Cómo estás, padre?- lo oyó preguntarle, al despertar.

     Reynod tenía la boca seca, un aire frío le corrió por la garganta y tosió. Su hijo lo acomodó de costado para limpiarlo.

     Él pensaba en los dioses, que habían enmudecido nuevamente. El dolor ocupaba su lugar. El dolor no iba a abandonarlo más, no había tiempo ya. No sentía calores ni vahídos como antes que su hijo intentara curarlo, pero sí un vacío.

     Me has curado, le habría dicho a Britan, pero me has empujado también un paso hacia Ellos. Iba a acariciar la mejilla de su hijo, pero no pudo. Se dio cuenta que hasta su respiración era tan débil, que ni siquiera lograba notar el movimiento de su pecho. La vista se le nublaba de a poco. Un color semejante al del lago ocupaba todo el espacio frente a él.

     El lago en el que había hallado el hogar de los dioses.

     Aunque estaba lejos, lo veía con nitidez. Las aguas calmas, tan sigilosas las olas, que se dirían cubiertas de arena bajo el cielo gris con su perenne llovizna de tierra líquida.

     Muchos rostros se asomaban de las aguas, con los ojos abiertos y el cabello mojado pegado a las orejas. Pero no podía verlos más abajo del cuello. Algunos comenzaron a  aparecer más lejos o más cerca, rápidamente, sin darse cuenta de cuándo habían surgido.

     Eras las caras de sus voces.

     Coincidían con ellas con implacable exactitud, las mismas fisonomías que había imaginado mientras las escuchaba a lo largo de su vida.

     Él no estaba en la playa, pero sus pies avanzaron hacia la orilla. Ya no miraba adelante, sólo hacia sus pasos sobre el barro. Vio otra cara al tocar el agua, formada con las gotas que se fueron agrupando, hasta dibujar el rostro a sus pies.

     Pero él ya no quiso ver y se cubrió los ojos.

     No, madre, no me esperes, ni vengas a buscarme. No ocupes el lugar de los dioses que me salvaron la vida. El agua no es tu sitio. Tu cara oscura pertenece a la tierra, madre. No tiene la suavidad del agua, ni puede unirse como ella. Tu cuerpo es tierra seca, imposible de unificar, para siempre resquebrajada.

     ¡No debo verte! No evites mi encuentro con los Creadores, no me castigue así. Te daré mi cuerpo, madre, si lo reclamas, pero no me quites la eternidad.

     El rostro no desapareció.

     Reynod sacudió el agua con los pies, pero volvió a formarse, clara e inexpresiva, serena y silenciosa. Una cara más en el lago, ni siquiera más importante que el resto, pero era la única que había realmente conocido en vida.


     Presintió la tormenta muchos días antes, su padre no le había anunciado todavía el día de la iniciación. Pero al oír los primeros truenos, al viento golpeando las ramas con ira, los relámpagos que iluminaban la impureza del bosque esa noche, supo que algo se había roto dentro suyo. Las voces se habían apagado de pronto, y tanto silencio acrecentaba los presagios de los truenos. Los dioses no hablaban, y él estaba indefenso en medio de la vida.

     Después de haber cazado las presas y cargarlas en sus hombros, ignorando los gritos de su padre, lejanos, ingenuos como los gemidos de las perdices en sus nidos, supo que en algún momento, algo que aún desconocía iba a desviarlo como un tronco caído en el camino, y obligarlo a tomar un rumbo por el que en realidad no había caminos.

     -¡Déjame ayudarte!- le dijo el padre.

     Pero él no se lo permitiría. Dos presas era demasiado para cargar sobre sus hombros, y sin embargo lo estaba haciendo. No iba a darse vuelta tampoco, no sabía lo que sus manos harían al ver la mirada de su padre. Mientras mantuviese la vista hacia delante y las manos sujetando las patas de los venados, estaba seguro de controlarse.

     Vio la choza iluminada a fogonazos por los relámpagos, cortada por las sombras de los árboles. Después descubrió el fuego en el que su madre cocía los alimentos con que los aguardaba. Dejó caer las presas en la entrada, y ella corrió a abrazarlo.

     -¡Ya eres un hombre!- le decía, mientras él la rodeaba con sus brazos, enlazando las manos en la espalda de su madre. Ella había apoyado la cabeza en su pecho, y lloraba.

     -Madre…

     Ella levantó la mirada. Un relámpago la alumbró, pero lo que había en sus ojos no era sólo el color de siempre, sino los múltiples rostros de los dioses.

     Esa noche vio la cara del tiempo en la mirada de la mujer.

     Los pequeños puntos negros de los ojos eran dos grandes excavaciones donde habitaban miles de formas y caras. Incontables, dispuestos en hileras, mudándose luego, metamorfoseando sus fisonomías. Los contornos de los rostros se superponían.

     También hablaban.

     Sus voces eran las que había escuchado siempre, pero estaban confundidas unas con otras. Las formas no coincidían con las voces. Los dioses estaban todavía creándose, era el cuerpo de su madre quien los engendraba.

     Y él debía hacerlos nacer.

     Entonces la apretó más, y ella se abandonó a él, feliz y recompensada. El olor del cabello tibio, cálido por la cercanía del fuego, lo extasiaba. Ella se estremecía, y sus lágrimas mojaban el pecho de su hijo. Presionó un poco más todavía, cerrando los brazos como si no hubiese nada entre los dos.

     Ella jadeaba.

     -No…- la oyó decir, con los labios apretados contra él, mientras trataba de separarse, sacudiendo los brazos, que perdían fuerzas. Sus manos lo golpearon por unos instantes, pero pronto cedieron, fláccidas como hojas vencidas por el bochorno del verano.

     La noche gemía con su llanto de astillas de agua sobre la tierra, sobre los bosques y los hombres perdidos que debían estar cazando, aún a esas horas de la noche, especialmente en esas horas de la oscuridad. La tierra se iba haciendo más pesada con el agua, tanto como el cuerpo de su madre deslizándose de sus brazos.

     Luego, nada. La sostuvo sin dejarla caer. Y nada. Ni un suspiro que confirmase el traspaso de los dioses, de aquellos rostros con sus voces. Los párpados continuaban abiertos. Los puntos negros se habían ensanchado, hasta detenerse finalmente. La entrada a las cuencas de los dioses permanecía abierta, pero era nada más que una entrada vacía.

     Sintió las manos de su padre que lo golpeaban, pero se resistió, sus pensamientos lo hacían indiferente.

   No podía explicarse por qué razón no había recuperado las voces divinas.

     El cuerpo de su madre estaba boca abajo, los brazos estirados hacia el fuego y la vasija que había estado revolviendo hasta que ellos llegaron, rota a su lado. El olor de la comida le daba a la choza un desolador aire de cotidianeidad ya perdida para siempre. Se limpió la cara y escupió los dientes que los golpes de su padre le habían arrancado.

     Pero no podía dejar de mirar el cuerpo.

     Ella tenía aún la misma expresión cándida de siempre, sólo su tez era un poco más morada. Ella estaba muerta, y los dioses insistían en no abandonarla.

     Se cubrió la cara con las manos.

     Entender pensar negar pensar lo niego debo decirlo no lo niego sí los muertos los                                                                       dioses las voces en sus cuerpos voces sin caras cuerpos que yacen separados los dioses pensamientos que duelen lo negaré todo engañaré a los dioses al mundo al río que cambia le contaré una y otra vez la misma historia diré tantas veces que terminaré por creer los sigo escuchando  todos deberán soportar mi pena construiré pilares que me sostengan borraré mi mente ya lo estoy haciendo no recuerdo hay cosas que olvido mi rostro a los ocho inviernos el fuego que encendí por primera vez el perro que me mordió lamió la herida la primera cacería golpeándome lo olvidaré hasta borrar cada punto de la faz de mi madre cada punto que formaron sus ojos ya                   ahora mismo hundiré  mi cabeza en el barro y negaré todo negaré que haya otros dioses que no sean de lodo negaré que haya más dioses que este polvo  y los gusanos naciendo  de los cuerpos de los muertos                                                                                                                                                                                



Ilustración: Salvador Dalí                                                                   


No hay comentarios:

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...