Caminó por la playa barrosa del río. La gruesa túnica cubría su cuerpo fuerte, aunque la piel mostrase el deterioro de la edad bajo el vello escaso, suave como el de un niño. Sus seguidores iban detrás y a salvo junto a la figura protectora, caminando de rodillas mientras besaban la manta arrastrada sobre la suciedad y los muertos.
-¡Reza por nosotros, Gran Voz de los Dioses!-decían. Muchos otros lloraban y señalaban en lo alto a las aves que sobrevolaban los cadáveres.
-¡Silencio!- ordenó él. Pero por más que lo obedecieran, las caras de los heridos no podían dejar de mostrarse desoladas.
-¡Moriremos!- repetían las mujeres en un coro líquido de palabras y llanto. Los gritos alcanzaban a oírse aún desde los refugios más lejanos, y ascendía al cielo como un vaho rechazado por la lluvia.
En su mano izquierda estaba la bolsa de cuero con el negro ungüento para curar a los heridos. Pronunciaba una plegaria en voz baja, y la gente se serenaba para unirse al rezo con los párpados bajos y las manos enlazadas. Así les había enseñado a rezar, luego de muchos esfuerzos y castigos para que olvidasen los frenéticos bailes que habían formado parte de sus ritos.
Reynod no era su verdadero nombre. No aquel que su padre le había legado y que el pueblo que ahora gobernaba transformó en un rudimento del original. Pero él había nacido de nuevo al llegar a esa región de Droinne, y merecía también un nuevo nombre, si no totalmente distinto, por lo menos diferente al que le hacía recordar a su padre. Él debía olvidarlo para siempre. Era ya desde hacía mucho tiempo antes el Gran Brujo que curaba enfermos y hablaba con los dioses. Y nadie jamás había puesto en duda su sabiduría hasta que el desafío de Zor surgió de en medio de los hombres para acusarlo de mentir al pueblo con falsos dioses.
El cazador había alzado su voz desde la congregación que asistía a la ceremonia del mediodía. Su alta figura sobrepasaba las cabezas de los otros. El cabello largo y crespo, oscuro como la maleza en una noche de otoño. La voz ronca, fuerte, y esos ojos marrones que lo estaban acusando como nunca antes nadie se había atrevido a hacerlo.
-¡Sacrificios!- había gritado Zor. -¡Hasta cuándo!
Pero no fueron sus palabras las que lo molestaron, sino el tono de ocultamiento que usó al pronunciarlas, como un mensaje que le enviaba sólo a él, porque únicamente él lo comprendería. Reynod estuvo entonces seguro que la amenaza seguía latente desde aquel día en que ambos habían asistido juntos a los ritos de iniciación.
Reynod se cubrió la cara con los brazos, expresando así que el silencio que esa voz había provocado entre los demás, lo lastimaba.
-¡Qué blasfemia!
Los ayudantes se miraron, no sabían qué hacer ante aquel atrevimiento por parte de un hombre tan respetado en el pueblo. Entonces uno de ellos agarró una lanza y corrió hacia Zor, mientras la multitud también empezaba a abalanzarse sobre él.
-¡No!- gritó Reynod, levantando los brazos. En su cara había ahora una expresión de tolerancia bajo la pintura verde y negra, las líneas que dividían su cara con múltiples formas.- No le haremos daño. Él y su familia desde hoy serán esclavos si quieren permanecer bajo nuestra protección. Es lo único que la bondad de los dioses me permite. Soy un espíritu generoso pero incomprendido.
Después bajó del altar, con la mirada ensombrecida por una pena que sólo él parecía capaz de consolar, rodeado por los súbditos que le confirmaban su fidelidad. Alzó la mirada mientras se alejaba entre la multitud a su alrededor, y vio a Zor quedarse solo, parado en medio del campo de los sacrificios. La tierra apelmazada y dura, sin hierbas, bajo los pies de quien alguna vez había sido su amigo.
Las aves insistían en seguir volando sobre los cadáveres, tercas como esa muerte que parecía venir navegando sobre una balsa, cruzando el río.
Su negra figura, la máscara gris que oculta ojos vacíos. Allí está, mirando desde la balsa, y tiene a un niño aferrado a su mano. Ella salta al agua con el niño y alcanza la playa.
El cielo había tomado el color de las plumas de los cuervos, que volaban bajo a pesar de los gritos y las piedras que les arrojaban, a pesar aún de las fogatas cuyo humo debía mantenerlos lejos. Reynod se hizo sombra con las manos, contra el reflejo que venía de la superficie del río. Se dio vuelta y prosiguió con su labor. No quería mirarla a los ojos. Las manos de la gente aferrándose a él para obtener la bendición, le daban seguridad.
Y entonces sintió en la espalda el llamado de una mano áspera y fría.
Cuando se atrevió a mirar, Sila estaba allí.
-Vengo a rogarle por ayuda, Gran Maestro- le decía. Era esa voz igual a la que imaginó que tendría la figura muerta en la balsa, parecida también a las voces divinas que fluían continuas como el agua y el fuego del volcán. Al mirarla a los ojos, vio a la otra, habitando en esa mujer para espiar al mundo desde aquel lado invisible del extenso espectro de la realidad.
Pero detrás de ella alguien lo estaba mirando. Un hombre del pueblo, con la ropa deshecha y la cara deformada por las quemaduras. Y aunque era evidente que estaba muerto, en los labios del hombre, se formaron dos palabras: la víctima.
Luego levantó una corona de algas de la playa, y la puso sobre la cabeza de Sigur.
Después el muerto volvió a tenderse en la arena.
Entonces Reynod cerró los ojos, asintió con la cabeza, y supo que los dioses no necesitaban sangre vieja, sino la nueva carne cuyo valor no consistía en su peso, sino en su potencial. Porque la carga del futuro es siempre mayor que el tamaño del pasado.
Casi sin darse cuenta que sus manos temblaban, tocó el estilete bajo su túnica, atado con un cinto de cuero al cuerpo. Sacó la pequeña arma ante la que su pueblo siempre se postraba, por ser el regalo de los dioses a su hijo predilecto.
Pero Sila se había apartado ya, sin darle tiempo no solo a atraparla, sino siquiera a ordenar que la detuviesen. Llevándose a su hijo, había escapado tan ágilmente como un ciervo saltando con sus largas piernas sobre las rocas, y hundiéndose en el barro como si fuese nieve.
Pasó el resto del día rezando y curando, mientras la esfera pálida moría hacia el final de la tarde escondida tras las lluvias de ceniza. Un murmullo de asombro lo hizo mirar atrás. Confundido entre el polvo reconoció a Tol cargando a su padre sobre los hombros. Lo vio acercarse con paso lento, dejar al anciano sobre la arena, y sentarse a descansar.
El viejo Zor era de su misma edad, pero se encontraba avejentado. Todos esos años en que mantuvo la maldición sobre su casta, parecían haberlo destruido más que la culpa por la desobediencia. Porque qué más había sido sino, obstinarse en permanecer en el pueblo cuando debió haberse ido llevándose a su familia. Antes que tener que vigilarlos constantemente como a insectos que no pueden ser matados, habría preferido verlos partir. Porque quién en esa familia no sabría la verdad sobre Reynod, si hasta en los ojos de los niños veía la amenaza. Zor se había quedado como una espina clavada en la palma de su mano, y ya no le quedaba más que deshacerse de ellos. Pero había esperado demasiado. Ya no podía terminar con él simplemente con la muerte. Un hombre con los ancestros del cazador, no era eliminado o silenciado con facilidad. Ahora Zor estaba herido de muerte, por fin, y la ansiedad del pronto desenlace se acrecentó en su alma.
Las etéreas voces lejanas de los dioses le habían hablado del estallido en sus sueños, de la inquietud que crecía en lo profundo del volcán, de la multitud de almas que recobraban sus fuerzas. Los espíritus bajo el mando del dios de la montaña.
El fuego del mundo está por empezar...los dioses hablan por la boca de los muertos...las manos sangran...las rocas están ardiendo y el cielo se esconde...el fuego comienza, la tierra está temblando...el líquido fluye y se espesa...sube...las almas se están enfureciendo y estallan...son ellas las que derribarán el cielo y hundirán la tierra para siempre...y seguirán temblando alrededor de los hombres...hasta que el último dé el último grito de congoja...y el último hijo de las mujeres muera de dolor...
Reynod se agachó sobre el cuerpo de un enfermo, pero miraba a Tol de tanto en tanto. El hijo buscaba ayuda entre los otros, muchos de los cuales habían crecido y cazado con él. A pesar de retenerlos de los brazos, para que los ojos no pudiesen ocultarse ni siquiera detrás de las barbas sucias o la sangre seca, lo miraron con frialdad. Después, lo vio quedarse un rato contemplando el sitio donde estaban Reynod y sus seguidores. Pero él deseaba evitar las reprimendas y sermones que se veía obligado a dar cada vez que algún miembro de esa familia se cruzaba en su camino.
El enfermo había muerto e hizo los primeros pasos del ceremonial para encomendar el espíritu a los dioses. Un movimiento de las palmas abiertas hacia arriba y los dedos separados, para que la fluidez del alma pudiese pasar entre ellos y dar el salto al cielo. Los súbditos lo observaron en silencio, y lo imitaron.
Pero la montaña le estaba hablando otra vez. La enorme, múltiple voz, repercutió en su cabeza y él se cubrió los oídos con las manos. Luego, se fue atenuando gradualmente, hasta ser la de un hombre solo. Miró al cadáver, y escuchó su voz. Acercó su oído a la boca. Un rato después, alzó una mano y dijo:
-¡Aquí están los traidores!
La gente miró a Tol y lo reconocieron, pero se apartaron como un enfermo del que temían contagiarse. Un murmullo se escuchó de boca en boca, y era más importante que el dolor de las heridas. Era éste un acontecimiento esencial en la historia de su pueblo, una lucha entre honores que los elevaba por encima de la tragedia.
Tol se acercó a Reynod y rogó por su padre, con las manos sobre el pecho y la cabeza inclinada. La ceniza se había acumulado en sus cabellos, y la sombra de una bandada de cuervos pasó con rapidez sobre ambos.
Reynod tuvo entonces pensamientos de fatales augurios. Se llevó las manos a la cara, sobre las líneas negras que dividían su mente en dos partes.
Si supieras lo que te aguarda, el destino que no me atrevo a pronunciar. Si aún conociendo todo eso, luego te hablara de la sombra y el dolor de mi espíritu, las insondables regiones de árida espera, sed y hambre, de espinas y polvo que me reservan. Lugares construidos para mí, con mi sombra y tamaño, con las medidas del espíritu que me habita y abandona, avergonzado de llamarse como me llamo, y sin poder evitarlo, adorándome. Debes decirme, si aún sabiendo esto, no cambiarías tus dones futuros por un poco de mis perennes dolores, una pequeña parte de mi pena, un pinchazo tenue de mis espinas. Debes creerme, un poco de dolor enriquecerá tu alma.
Buscó la complicidad de los dioses levantando los brazos al cielo, y proclamó las conocidas razones del exilio y la inmediata necesidad del sacrificio humano.
-El Espíritu de la Montaña deberá ser calmado de cualquier modo. Tu padre es la causa de su furia.
Vio el gesto amargo de Tol. La desesperanza en el rostro de un hombre fuerte pero cansado. Una mirada fugazmente llorosa, aunque no podía asegurar que hubiese lágrimas en sus ojos. Sintió un curioso orgullo por ese joven, que a pesar de todo, honraba y permanecía fiel a su padre.
Tol había vuelto junto a su padre, seguido por las miradas del pueblo. Lo dejaría ir para que sus llagas lo mataran. Reynod tenía otro cuerpo que ofrecer al volcán. Después los vio alejarse nuevamente por la playa, hasta perderse de vista entre el humo. Los quejidos de los heridos volvieron a llamar la atención del brujo.
*
Antes del nacimiento de Tol, Zor y Reynod acostumbraban a sentarse a la orilla de un arroyo después de cazar, para comer ciruelas de los árboles del camino. Miraban el cielo entre los árboles, recostados en la hierba. Las nubes pasaban, y taciturnos se ensimismaban en sus pensamientos como si los cadáveres de las presas a su lado les hiciesen pensar sobre la vida.
-Le enseñaré a mi hijo las leyes de la cacería desde muy pequeño, así no podrá olvidarlas- decía Zor, los codos apoyados en el suelo, y prestando atención al sonido del agua y al paso de alguna bestia.
Pero el rostro de Reynod se ensombrecía al escucharlo. Para él, el río hablaba con gritos, los árboles con llantos entre las hojas, las aves con cantos y palabras de dolor. Porque escuchaba las voces de los dioses día y noche. Entonces se quedaba observando a Zor con la mente llena de aquellos sonidos perturbadores que lo habían obligado a mantenerse siempre aislado de lo que alguna vez creyó esperar y merecer, la vida simple y la deseada descendencia.
Cada verano, el pueblo se preparaba para veinticinco días de festejos alrededor de las pruebas de destreza. Pero cada diez años los festivales también debían elegir a la familia que ocuparía el más alto rango del pueblo durante diez inviernos, y para eso los jefes de familia se habían entrenado durante el verano anterior para pelear entre sí. Pero esta vez era una ocasión especial, Reynod había decidido adelantar la competencia antes de cumplirse el plazo, y no consideró si debía alguna explicación a su gente.
Las mujeres acostumbraban a encender las fogatas muy temprano la primera mañana de estío, y debían mantenerlas así para cocinar lo que sus hombres cargarían sobre las espaldas después de la caza nocturna. Una luz anaranjada apenas nacía por encima de los abetos cuando ellos llegaban, las sombras de los hombres surgían de la niebla y dejaban caer las presas. Ellas entonces se distribuían los cuchillos y se dedicaban a desangrarlas y carnearlas, mientras los hombres iban al arroyo y se desnudaban para limpiarse la sangre, porque nada necesitaban decirse ni explicarse. Lo mismo habían visto hacer a sus padres, y de la misma forma lo habían hecho ellos mismos desde que habían salido a cazar por primera vez.
Cada mañana, después de haber cazado lo requerido por la ley, se unían al séquito que rodeaba al brujo y a los competidores para recorrer las tierras en que se habían asentado hacía dos inviernos, reclutando a los posibles candidatos a las pruebas.
Era el brujo quien estaba a cargo de la elección final, pero todos miraban lo que los otros habían cazado y la forma en que las mujeres cocían las presas. No sólo el olor y el sabor de las bestias contaban para ser elegidos, sino la manera en que el fuego había sido preparado, la forma de las brasas, y la armonía de los cortes puestos sobre las llamas.
Durante dos noches los competidores peleaban entre sí. Esta vez a las mujeres no se les permitía acceder al lugar de la lucha. Los hombres peleaban sin armas entre los árboles, sin más fuerza que las de sus brazos o piernas. En la mañana los cuerpos de los perdedores eran abandonados junto a un arroyo, adonde sus mujeres iban a buscarlos.
Pero después de la tercera media luna desde el comienzo del verano, frente al fuego en el que se sacrificaban trece crías de gamos, el brujo anunciaba los nombres de los finalistas.
-He elegido, por consejo de los Dioses, a Zor, hijo natural de las tierras del Droinne, y a Markus, fiel descendiente de los que llegaron del Norte.
A la mañana siguiente, Zor se despidió de su mujer y de su hijo, que apenas caminaba todavía, y se confundió en medio de la columna de hombres que pasaron a buscarlo. Cuando llegaron al bosque, los artesanos del pueblo pintaron las figuras del ceremonial en su cara. Durante casi media mañana, dibujaron pequeñas siluetas humanas no mayores al tamaño de un dedo en la cara del cazador. Eran las formas de sus ancestros, los que habían participado de aquella competencia desde que los más viejos podían recordar. Pintaron el resto del cuerpo con círculos rojos unidos entre sí, representando la sucesión de las diferentes competencias a través del tiempo. Luego lo vistieron con un taparrabo de piel de zorro, y enlazando sogas de cuero alrededor de sus muslos para sujetar las armas.
Le presentaron los puñales, las lanzas y hachas envueltos en grandes hojas verdes para que eligiese. Él abrió las hojas que otros sostenían y escogió. Después le abrieron paso hacia donde estaba el brujo, y los que lo habían servido y los que esperaban a que estuviese listo, se pusieron en camino detrás de Zor.
Apenas alcanzó ver a su competidor entre los hombres que formaban grupos cerrados alrededor de cada candidato. Un monótono cántico que el brujo lideraba con su trompetilla desde la cabeza de la caravana, ensombrecía los festejos y hacía parecer a esta elección la más solemne y trascendente que hubiesen presenciado alguna vez.
Entre los árboles, por las sendas cubiertas de flores azules que llevaban a los Montes Perdidos, los competidores y el brujo continuaron solos. Los demás se detuvieron al cruzar las primeras filas de troncos, y los contemplaron alejarse mientras se adentraban en la espesura.
El sol ya estaba alto y alumbraba las laderas de los montes, lejanos pero ya perceptibles. Los restos de la noche aún escondidos en la maleza se iban desdibujando a medida que ellos avanzaban a paso de hacha y golpes de lanchas contra las ramas. Los animales se escondían en sus cuevas, las codornices los miraban desde sus madrigueras. Entre la hiedra rastrera se ocultaron las serpientes. Algunos troncos estaban marcados con las señas de otras competencias similares, y las cicatrices se habían convertido en nudos deformes.
Caminaron durante casi todo el día, hasta llegar a un claro.
-Markus- ordenó el brujo.- Tu tarea será derribar árboles para cerrar este lugar como un refugio.
-Zor-dijo, indicando al árbol más alto.- Tu tarea será trepar hasta la rama más alta, y traer el último pájaro que encuentres ahí, vivo.
La luz del sol llegaba en rayos tenues a través del follaje alto y espeso. El reflejo sobre las hojas daba un color ocre a las caras de los hombres, en especial sobre la piel blanca de Markus. Su peculiar fisonomía le hacía enrojecer con el sol con facilidad. Tenía pestañas y cejas blancas. Ojos claros. Casi nada de color en toda su piel, y un silencio pocas veces roto entre sus labios. Pero era fuerte, lo había demostrado por mucho tiempo cazando para su familia de cuatro hijos varones. Diariamente cargaba pesadas presas a través de los senderos de encinas, acompañado siempre por sus hijos. Se lo veía cada noche en el camino hacia su gente, con las antorchas iluminando su cabeza blanca y el cadáver de una presa sobre los hombros. Los dos niños más pequeños lo acompañaban, mientras varios perros iban tras el rastro de la sangre.
No dejaba de ser honorable para Zor competir con ese hombre. Habían cazado juntos en la época en que Reynod ya no era su amigo, dedicado a convertirse en el líder espiritual del pueblo. Si alguna vez pensó Zor en alguien más para reemplazar a Reynod como compañero, fue al ver a Markus con su muda marcha a lo largo de los caminos de barro entre árboles oscuros, como una mancha de nieve en el verano verde del bosque. No necesitó mucho tiempo para que esa confianza se viese confirmada más tarde cuando empezaron a cazar juntos, pero el aspecto reservado de Markus había continuado siendo siempre una barrera impenetrable.
Zor comenzó a trepar mientras escuchaba el hacha de Markus contra los árboles. Se sabía más diestro para correr que para trepar, pero a medida que subía las aves echaban a volar entre las hojas desprendidas. Y justo cuando estaba casi en lo más alto, su memoria se obstinó en recordar aquel sueño que tuvo la noche anterior, después de rezar en el bosque, en el oscuro y tibio silencio del estío que siempre lo llenaba de calma. Al dormirse más tarde junto a su mujer, extraños seres de negro lo persiguieron
parecidos a animales, creo. Lucen como ellos, pequeñas ratas negras que escarban los troncos
se escabullen entre las hojas, la luna alumbra su pelaje. Se meten entre las raíces que salen de la tierra, y las comen. Suben por los troncos, los pelan hasta convertirlos en esqueletos tristes
temblor de la tierra. Son los árboles que caen huecos como cáscaras de huevo. Capaces de aplastarme. Uno se apoya en el otro y caen en cadena. Su retumbar levanta tierra y hojas, destroza arbustos. Escapo hasta la salida del bosque, hacia mi choza junto al río. Veo a mi mujer, que me observa con las manos tapándose los labios, y una expresión tan extraña en sus ojos, que siento el más terrible miedo de toda mi vida. Veo sus lágrimas, el escalofrío recorriéndole el cuerpo como si tuviese una serpiente bajo la ropa
viene a buscarme.
¡no! le grito, porque siento los troncos que siguen cayendo detrás,
ella se acerca. Un árbol empieza a caer, a encontrarla, como un amante. Están muy cerca uno del otro. Ya no puedo rescatarla. Siento envidia de ese árbol que la toca
pero no es el árbol, sino una forma de la muerte. Y los Dioses, allí arriba, observan. Los escucho reír. Es curioso cómo una risa tan hermosa, fuerte y resistente a la tarea del tiempo, tenga también esta porción de crueldad
una furia está creciendo en mí, lo sé, lentamente
fingiré que no he presenciado tal matanza. Fingiré que todavía creo en Ellos
aunque fuese nada más que eso, la manifestación inofensiva de un ánimo ansioso, sabía que si se lo contaba a su mujer, ella iría a preguntarle a la hechicera y tendría que postergar la competencia para verla por fin tranquila. Eso era imposible ahora. Reynod había decidido comenzar los festivales antes que los próximos fríos del invierno les impidieran partir, pero él sabía que todo esto tenía relación con la interrupción de Markus en la última ceremonia y lo que éste le había dicho al brujo al oído. Días después, Reynod le había anunciado el adelanto de los festivales.
-Si no estás dispuesto todavía, Markus ganará por tu renuncia.
No era justo que así fuera, sobre todo conociendo la frialdad con que lo trataba desde tiempo antes. Entonces tuvo que aceptar.
La corteza era resinosa, y sus pies resbalaban. En la parte baja se había precavido de las culebras buscando las franjas de escamas verdes, partiéndolas con el hacha. Cuando logró llegar a lo más alto, asomó la cabeza y se protegió la cara del sol. El manto de hojas que formaban el techo del bosque se extendía hasta más allá de lo que podía ver. Los picos de los montes se elevaban grandes hacia el oeste, y una línea de agua brillaba como una serpiente a gran distancia. Sintió que por ese instante se hallaba lejos del mundo de los cazadores, contemplando las bandadas que levantaban vuelo y agitaban el polvo que bailaba a los rayos del sol, tenues líneas de luz que descendían como sogas colgadas del cielo hasta el suelo del bosque.
Oyó la caída de un árbol bajo la fuerza de Markus. Los pájaros seguían huyendo y cruzando la silueta del sol. El aleteo se convirtió en un viento que giraba incesante en los oídos de Zor. Polvo, hojas, y un penetrante olor a plumas.
Afirmó los pies en la corteza, y encontró varios nidos vacíos en una rama débil. Acercó una mano mientras se sujetaba con la otra. Podía oír el llamado de las crías en los nidos. Y ya alcanzaba a tocarlas cuando sintió los golpes del hacha de Markus en la base del tronco. El nido se desprendió y lo vio caer. Las crías eran pequeños puntos negros golpeando contra las ramas hasta desaparecer en la espesura.
Él mismo había visto la señal que Reynod hizo con su estilete sobre la corteza del único árbol que Markus no debía tocar. Pero cuando se dio cuenta de la trampa, supo que era demasiado tarde, y que los golpes no iban a detenerse.
-¡Malditos sean para siempre tus hijos, Markus!
Empezó a bajar, pero sabía que el tiempo nunca sería el suficiente. El árbol comenzaba a ceder rápidamente. Markus era fuerte y el tronco de madera tierna. Buscó las ramas de los árboles vecinos, pero estaban lejos y eran endebles. Se abrazó al tronco principal con brazos y piernas, pero luego tuvo que desprenderse y se sujetó a una rama fuerte
El árbol se inclinaba, crujiendo y entrechocando ramas con los árboles vecinos. Por un instante, quedó enganchado sobre otro hasta que el peso lo hizo desprenderse una vez más. Y al caer la sangre se iba del cuerpo de Zor, se ubicaba por encima de él como en una bolsa atada al cuello guardando su alma hasta entonces devota de los dioses. Las plegarias se dispersaron en un remolino de hojas y el vertiginoso fondo de rezos inacabados.
estoy rezando luego de tanto tiempo
miro a los dioses, a sus caras imaginadas por mis sueños. Un rostro especial para cada uno, según mis ideas de la belleza, y no he visto mucha en mi vida: la luz del amanecer el día de mi iniciación, el rostro de mi esposa, y poco más que eso. Todos los dioses tienen la gentil sonrisa de una mujer en sus cuerpos luminosos de albas
imaginados. Y es a ellos a quienes rezo. Mi propio pensamiento.
porque lo que se descree se derrumba en su propia muerte. La magia se esfuma en su corta duración
rezos, qué son sino palabras perdidas. Mi espíritu también se perderá.
Las hojas le salpicaban la cara como azotes de las olas de un río revuelto en el cielo, veía las nubes correr una tras otra en círculos, y las ramas lo golpeaban y marcaban y con rayas verdes que luego se hicieron rojas, luego blancas como los huesos, luego negras como la tierra acumulada sobre un cadáver.
A su lado pasaron mundos detrás de otros mundos, idénticos porque en todos había una misma cara. Un rostro formado con arena. Ojos amplios y bien abiertos, una boca de labios finos y dientes como nubes.
El apacible rostro de su hijo Tol, esperándolo.
Apenas esa mañana que ahora le parecía tan lejana como el principio del mundo, se había despedido de él con un sereno beso de tarde soñolienta, sostenido por los brazos de su madre. El niño había intentado mantenerse despierto para verlo partir, pero finalmente había vuelto a dormirse. El sueño que protegía de las penas a los hijos. Pero la mano perezosa de Tol se fue despertando una vez más, y acarició la barba de su padre con una sonrisa que nunca olvidaría, por más que espantosos mundos llegaran para apropiarse de su espíritu.
Él se alejaba.
Su mujer y su hijo se perdieron en la vegetación que les había legado. La tierra que conquistó para ellos, junto con el derecho a adorarla y servirla, a usarla como un animal lo haría. Para asentar allí su fertilidad. Y los árboles y la madera con que había construido su choza, lo despidieron también esa mañana.
En el niño pensaba, y en los pliegues de su frente se formó el sudor de los años inacabados, y al final, cuando la vida parecía haberse suspendido o atascado en un mar de sangre que no alcanzó a volcarse de su cuerpo, sintió que aún seguía girando, y que su cabeza trataba de ubicarse en el lugar correcto. Intentó dejar los ojos cerrados, pero cada vez que los abría miles de hojas verdes pasaban por delante, y todo, hasta su memoria, era de color verde.
Entonces todo se detuvo, y se vio a salvo en la hojarasca. Había hecho bien, se diría más tarde, en no aferrarse al tronco principal ni resistir su peso, sino en seguirlo como una rama más. Se tocó las piernas y las palpó como dos pesadas masas insensibles. El viento seguía haciendo caer el resto de las hojas sobre él, pero apenas lograba sentirlas. Un tibio adormecimiento dominaba el resto de su cuerpo. Pero todavía estaba vivo. Era esto lo que no terminaba de asombrarlo, y decidió quedarse quieto sobre el follaje, junto a los nidos rotos de las aves muertas.
*
Acostada junto a él, notó el extravío en el rostro preocupado de su esposo. La luz de la luna penetraba a través de las rendijas de la choza. Escuchó a los búhos desde el centro del bosque. No pudo evitar sentir un estremecimiento.
-¿Qué pasa, mujer?-preguntó Zor. Pero ella tuvo vergüenza de mostrarse miedosa.
-Nada- respondió, y desde entonces ya no dejaría de recriminarse por haberlo perturbado.
Pensó en la visita que había hecho a la hechicera el día anterior, recordó esas imágenes que la vieja había puesto en su frente. Podía sentirlas aún grabadas en la piel, nítidas, y sin embargo ocultas a su torpe comprensión.
Árboles de todas clases, plantas que nunca había visto antes ni había llegado a imaginar que podrían existir. Hojas de incontables tamaños y flores de otros tantos colores. Desde las copas donde habitaban las aves, venía un rumor, no de cantos, sino del viento que crece entre los árboles antes de la tormenta. Pero esta vez no había una fresca brisa con olor a savia, sino un extraño aroma a cadáveres: los cuerpos de los pájaros colgaban de las ramas. Y esos cuerpos amortajados por hojas de pedernal, emitían un sonido atronador. Todas las aves habían perecido, pero aún cantaban, y eran el temblor creciente y doloroso con que la tierra se estaba quejando.
La respiración entrecortada de su hijo Tol le llegaba desde un rincón.
¿Qué haré, sola con el niño, si algo le pasa a Zor?
Los búhos le decían algo, pero callaron de pronto. La luna era grande esa noche, aunque incompleta. No necesitaba levantarse y mirar afuera para saberlo, los búhos habrían continuado con su fúnebre discurso si hubiese habido luna llena. Su esposo hizo un movimiento brusco mientras dormía, golpeándole la pierna.
-Zor- le murmuró al oído, sacudiéndolo con suavidad de los hombros para despertarlo.
Él abrió los ojos, la miró un instante, y la besó en el cuello.
-Sólo son sueños, mujer - se restregó la cara, y meditó un momento, con la vista perdida.- Si alguna vez las pesadillas se convierten en realidad, aborreceré a los dioses para siempre.
Ella lo hizo callar, cubriendo su boca con una mano, asustada de esas palabras. Pero él había cerrado los párpados otra vez, y ya no se atrevió a molestarlo de nuevo.
*
Lo estuvieron buscando un largo rato entre los troncos derribados, bajo el sol que brillaba sin obstáculos sobre sus cabezas.
-No puede estar vivo- dijo Markus.
-No lo digas hasta verlo, lo conozco de hace mucho tiempo- contestó Reynod.
-Pero nadie es inmortal.
-Algunos lo son aún en contra de su voluntad- Reynod pensaba en sus voces y visiones.
-La única inmortalidad de la que estoy seguro... -dijo Markus. - ... es la que me dan mis hijos, pero no creo que lo entiendas.-Y mientras hablaba mirando el sendero por el que iban, daba furtivas miradas de costado a Reynod. El brujo inició un movimiento para golpearlo, pero se contuvo recordando la advertencia de Markus.
Con esa misma impaciente inquietud lo había interrumpido un día en la ceremonia de sacrificio de cada temporada, donde inmolaban cabras y carneros a los dioses. Llegó empujando a los penitentes que rezaban de rodillas, y subiendo al altar se le acercó para sujetarlo de un brazo, como si fuese su vasallo. Un murmullo de asombro se levantó de la gente, pero Markus no hizo caso de los guardias que intentaron separarlo del brujo. Reynod les hizo señas de no intervenir. Entonces escuchó lo que Markus tenía para decirle, una corta, exacta frase de rencor.
Sentía aún el aliento agrio de Markus soplándole en la cara, el olor del recordatorio que traía consigo la advertencia, y después, inevitablemente, la revelación. Un día iba a llegar en que lo prometido, antes tan etéreo y lejano, tendría que cumplirse si no quería verse arrebatado no sólo de su cargo, sino también de la vida si dejaba que el pueblo se enterase.
Se había desprendido de las manos de Markus, apartó de un golpe las fuentes y las pieles y cueros con sangre, y anunció:
-¡Cuando pasen dos días a partir de esta noche, comenzarán las pruebas para la elección del nuevo jefe! ¡Dedicaremos los ritos al dios Sol!
Hizo sonar la cornetilla emplumada con sonidos breves y entrecortados, solemnes. Una música que parecía percutir el manto tenso de la tierra. Los hombres gritaron, excitados, por aquel adelanto de los festivales, y las mujeres se juntaron para organizar los preparativos.
Reynod permaneció pensativo mirando el carnero arrastrado por los cargadores hacia el pueblo, como prenda de la ceremonia interrumpida. Miró el rastro de sangre que dejaba, un sendero rojo indiferente al amarillento cielo del anochecer, al bosque de hayas y las escarpadas rocas por el que la bestia debió haber brincado mucho antes. En el valle y las colinas que lo rodeaban, la gente se había reunido alrededor de las fogatas, y el humo subía como un rezo gris de contento y bienestar. La adoración al dios Sol era un rito que no le agradaba, pero no había deseado forzar demasiado las viejas tradiciones del pueblo. Pensando en el esfuerzo que había necesitado para hacer cumplir las leyes dictadas por sus voces, se dio cuenta que no soportaría perderlo todo. Él era el Elegido, y no podía destruir los planes de los dioses, los proyectos milenarios que desembocaban en sus manos. Era verdad que los había aceptado, pero así como se acepta el propio cuerpo y la vejez.
Por eso cerró los ojos, y deseó fervientemente ser más pequeño que una hormiga, una cosa insignificante en la que los dioses no pusieran su mirada.
*
Oyó los pasos que se acercaban por el follaje, las palabras aisladas cuyo significado pudo comprender a pesar de la distancia. La furia crispó las facciones de Zor, pero le era imposible moverse. Seguía de espaldas entre las hojas verdes que le manchaban el cuerpo con savia fresca. Algunos pájaros se habían posado en sus piernas, y le picoteaban la sangre seca, sobre la que se habían pegado semillas y frutos de los ciruelos morados. El viento giraba con el olor de las ciruelas aplastadas. El sol caía a pleno en el círculo abierto por los árboles caídos.
Al escuchar la voz de Reynod, recordó aquel viejo día cuando ambos eran muy jóvenes.
El padre de Zor los había llevado a cazar para la primera jornada de iniciación. Después de toda una tarde de matar y cargar las presas hasta el pueblo, fueron llevados de vuelta al bosque al anochecer. Caminaron hasta que la luna estuvo alta y llegaron a un claro. Las sombras de las hayas sumían en nieblas grises el lugar más allá de la fogata. Vieron a una anciana de cabellos largos moviéndose como si bailara, sonriendo de la forma más extraña que hubiesen visto. Su padre palmeó las espaldas de ambos, y se despidió.
La vieja los ayudó entonces a lavarse el sudor y la sangre que les manchaba el cuerpo y las manos. Calentó agua sobre la fogata, y la vertió sobre cada uno, aliviando el dolor de sus músculos tensos.
-Los esperan- dijo un rato después.
Siguieron el paso achacosa de la vieja que arrastraba una pierna inútil, por un camino rodeado de almendros florecidos. La luna reflejada en las flores alumbraba el sitio con una tenue luz blanca. La vieja los llevó hasta donde había dos mujeres junto a un árbol. Y vieron por primera vez a las hembras de una casta que les habían prohibido visitar mientras fueron niños. Eran mantenidas por ancianas de carácter duro y pieles curtidas. Vivían apartadas y no se las consideraba parte del pueblo, más que para ocasiones como esa.
Las mujeres se sentaron al pie del árbol, sin mirarlos a los ojos, manteniendo la vista baja, cruzaron las piernas y dejaron ver el vello del sexo. Reynod se acercó y sujetó de los brazos a una de las mujeres. Ella retuvo entre los labios apretados un breve gesto de dolor. Después, él le rodeó el cuello con las manos. Zor murmuró algo, pero Reynod no quiso escucharlo. Le dijo que se acercara y Zor tomó a la otra mujer. Empezaron a moverse y a frotarse contra ellas, y las hicieron agacharse. Apoyaron las palmas en la corteza del árbol, y apretaron sus cuerpos contra el de las mujeres y las penetraron.
Los alientos brotaron blancos, rítmicamente de las bocas, en el frío de la noche. Algunos insectos se posaron en sus espaldas, y las picaduras excitaron más sus deseos. Las mujeres no emitieron gritos de placer ni de dolor, ellas no podían hablar. Las viejas les habían tapado los oídos con cera desde el nacimiento.
Zor se sentó en el suelo al terminar, pero vio que Reynod estaba molesto y dolorido. Golpeaba a la mujer, mientras intentaba ocultar al mismo tiempo su desnudez. Cuando se acercó a Zor, le dijo:
-No puedo.
Zor creyó entender. Abandonaron el claro, y caminaron juntos hacia el pueblo. Le habló de curaciones que podía probar si le preguntaba a la hechicera. Reynod aparentaba escucharlo, pero se había ensimismado en su furor, y ya no hablaron el resto de la noche.
Nunca supo más de aquel asunto, ni volvieron a hablar de eso. Muy pocas veces cazaron juntos otra vez. Reynod estaba siempre triste y callado, apartándose de Zor con respuestas duras, de pretenciosa superioridad. Más tarde, quizá al invierno siguiente, se había alejado definitivamente de él, como si temiera que fuese a traicionarlo.
El esmero con que lo vio dedicarse después para ser sacerdote del pueblo, le había hecho olvidar en parte lo de esa noche. Los rezos y ceremonias que enseñaba, los complicados ritos, las leyes que las voces divinas le dictaban y él decía escuchar, crearon un nuevo apogeo del espíritu. El alma del pueblo parecía haberse apagado durante mucho tiempo antes de la llegada de Reynod, y éste ahora rescataba la importancia de sus antiguas creencias. Los más jóvenes se entusiasmaron al escuchar las palabras del brujo, los hechos mágicos que él producía con sus ungüentos, y sobre todo las palabras de castigo. Los sacrificios diarios creaban temor entre los hombres, pero Reynod volvía a suavizar el corazón de su pueblo con historias que contaba sentado en una roca al final de cada rito. Relatos que los dioses le habían murmurado en las noches.
En las primaveras, cada tres temporadas, nacían los hijos o hijas de Reynod, de madres elegidas entre las vírgenes. Pero de la belleza de las mujeres únicamente podía obtenerse la superficie, porque él sabía que jamás duraría demasiado. Cuando los hijos nacieran y fuesen entregados al brujo, las madres tendrían que ser sacrificadas.
-Ha engendrado con el Elegido de los Dioses- le dijo Reynod a Zor la tarde en que la primera mujer moría en la hoguera. Fue esa la última vez que Zor gozó de su confianza. -Deben serme fieles, y así me aseguro de ello.
Apenas alcanzaba a escucharlo. Un cántico comenzó a elevarse de la gente que presenciaba el sacrificio. La mujer ya no alcanzaba a verse entre las llamas. El crepitar del fuego hacía juegos en la cara de Reynod. Su rostro brillaba en la luminosidad del atardecer, cuando las cenizas de la fogata se esparcían con el viento nocturno, y los animales salían del bosque en busca de los huesos.
Zor sentía el calor de las llamas en su barba. Apretó el brazo de Reynod cuando la mujer comenzó a cubrirse de un manto negro. El cabello de ella se había encendido.
Reynod lo miró entonces con recelo, y en sus ojos vio aquel definitivo resentimiento que no se borraría nunca más.
*
Durante muchos días estuvo llamando a la hechicera. Fue hasta un lugar apartado en un cañaveral, sobre un promontorio con vegetación frondosa y setos de flores amarillas, desde donde se veían con claridad las estrellas. Encendió fuegos, rezó y recurrió a hechizos que sabía le agradaban a la anciana.
Al fin ella apareció.
-Te estuve rezando durante mucho tiempo- le reprochó él.
Era una noche fría, pero más que eso, le provocó estremecimientos ver cómo los sonidos del bosque se apagaron, y hasta el viento se había detenido. La vieja lo miraba con ira.
-Hasta los dioses me responden enseguida.
-Sabes bien de dónde llegan esos dioses...- empezó a decir ella, pero se detuvo al ver la expresión de extrañeza en la cara de Reynod. Sonrió y dijo:-¿Será verdad que no sabes de dónde llegan?
Reynod no quiso responder. Sabía que ella buscaba enfadarlo y empobrecer sus creencias, sacudir el altar de las voces que escuchaba. Nunca había dudado, y no iba a desconfiar ahora de algo tan tangible como aquellos ecos ancestrales.
-Son los dioses, y no me es permitido interrogarlos, por eso estoy obligado a recurrir a tu magia.
Le habló de su ineptitud para la procreación, la dificultad de concretar un acto que hasta el más simple animal podía hacer con eficacia. La risa de la hechicera retumbó en la cabeza de Reynod, y él habría deseado huir, abandonarlo todo y que la maldita vieja se apoderase del mundo, si esa risa hubiese continuado un poco más de lo que duró. Pero ella contuvo su sarcasmo un rato después, y apoyó las manos resecas sobre los hombros de Reynod.
-Lo que algunos no pueden hacer, otros lo hacen en su lugar-dijo ella, y desapareció.
Cuando buscaba una solución mágica, la hechicera le ofrecía en cambio una ordinaria salida terrenal. Sintió odio de su propia impotencia, del mal que lo aquejaba, y maldijo su vida. Se desnudó y corrió hacia la orilla de un charco, donde caía una pequeña cascada. Se miró en el reflejo del agua con la luz lunar, y abominó de su cuerpo, de la fláccida carne y los huesos que eran su persona. Apretó su sexo con las manos, intentando forzarlo a satisfacer sus deseos, pero sólo logró lastimarse.
De nada más que de esa despreciable conformación podía disponer. Pero su mente continuaba intacta. Más fuerte que el resto, su cabeza reemplazaba los defectos de sus formas. Se arrodilló y comenzó a golpearse el pecho con los puños, los costados de la espalda, la pelvis estrecha, el sexo inservible, las piernas débiles. Se arañó con las uñas y con ramas de plantas espinosas se azotó la espalda. Después se agarró la cabeza entre las manos, y la comprimió tanto como pudo, tratando de concentrar toda la historia de su vida, que era finalmente la experiencia del mundo, en su memoria. El dolor que su padre le había provocado como castigo, le había dado fuerzas. El dolor crea cosas así igual que engendra hombres. Las guerras y las muertes nacen del resentimiento. Podría encontrar la historia del mundo en su propia infancia, en aquel lejano día junto a su padre a orillas de un río que arrastraba a las víctimas de la peste.
Entonces supo lo que debía hacer. Pero no pediría aquel favor a su amigo Zor, sino a otro.
*
Encontraron a Zor de espaldas y con los brazos en cruz en el suelo. Las ramas formaban campos de diferentes niveles alrededor de Zor. Su cuerpo habitaba un pequeño hueco sin sombra entre las hojas. Saltaron por encima de las ramas hasta llegar a él.
-Vivo pero inútil, no puede moverse- dijo Reynod.
Zor sólo agitaba los dedos de manos y pies. Levantó un poco la cabeza y los miró. Dijo algo pero tenía la boca entumecida, llena de saliva, y apenas se le entendía. Escupió a los pies de ellos y le metieron tierra en la boca.
-Matarlo será muy fácil- dijo Markus.-Yo lo haré, como siempre hago tu trabajo...-Cuando levantó el hacha sobre el cuello de Zor, una figura apareció detrás, y el brujo gritó.
Era su imagen. Su exacto reflejo, pero con la piel más blanca y una sonrisa que él no recordaba haber tenido. Muchas veces había visto a ese otro que realizaba lo contrario que él. El eterno malestar que lo hacía dudar de todos sus actos, siempre.
La figura se movía hacia Zor, caminando entre las perdices que lo observaban emitiendo su canto gutural, como un jadeo de la hierba.
La sonrisa pareció dispersarse entonces en el aire, les daba a las plantas un temblor sin viento. Los animales comenzaron a correr. A veces se veía nada más que el agitarse de las ramas, pero luego se vieron pasar cruzando el claro por encima de los troncos y las hojas que cubrían a Zor. Todos parecían huir frente a la amenaza de una tormenta inminente.
Pero esta vez percibían el aroma del Otro.
-¡No!- gritó, pero no se dirigía a Markus, que se había dado vuelta para mirarlo, con los brazos bajos y sin resistencia, sino al otro que caminaba hacia él y amenazaba con tocarlo. Vio a Zor robando el hacha de sus manos con un movimiento que era propio del pasado, de los relatos de leyendas de antiguas cacerías contadas cuando caía la noche. Hasta el mango del hacha se había amoldado al puño débil del cazador, y el arma cortó el pie de Markus. El rostro se desgarró con el dolor, y se retorció en el suelo apretándose la pierna contra el cuerpo.
Pero Reynod sólo se fijó en que el intruso había desaparecido, y se sintió libre otra vez.
El bosque volvió a su serena placidez habitual, a los sonidos comunes del atardecer. Pero tenía miedo de volver a verlo si se quedaba. No sabía cómo ahuyentarlo, ni qué podría estar planeando el Otro en la parte oscura del mundo, la intangible zona de la que llegaba para atormentarlo.
Por eso huyó y los dejó solos.
Zor todavía tenía el hacha en su mano, pero había vuelto a entumecerse. Markus se había puesto una rama entre los dientes y la apretaba con fuerza. El pie parecía una bolsa de hojas aplastada contra el suelo, una gran mancha roja ensuciando el follaje. La sangre se hundía en la tierra a medida que brotaba, hasta que al final se detuvo, y se oscureció al secarse.
-Gran muñeco blanco, te creímos tan honorable... -dijo Zor, en un lamento, pero Markus no le prestaba atención y murmuraba algo con el rostro crispado. Pero Zor nunca supo si el significado de esos gemidos entrecortados era un rezo o una maldición.
El olor de la sangre se dispersó en el aire enmohecido por la quietud del anochecer, voluble espacio de tiempo entre la tarde luminosa y la noche que empezaba a moverse, quedamente, en el centelleo de las luciérnagas y los ojos de los búhos. Viajó con la luz que se perdía en el nacimiento de la negritud entre los troncos, la áspera oscuridad del aire enfriándose a orillas del río. Nadó con la corriente hasta hallarse en la región los grandes gatos que aguardaban la noche como a un cielo bienhechor, escondidos en la hierba, agazapados, con los párpados apenas abiertos para ocultar el brillo de los ojos, mirando a la luna y esperando que ella borrase los contornos con sombras y difusas líneas, hasta hacer del mundo un ambiente adecuado para el miedo.
El olor atrajo al animal de manchas grises que ahora se estaba acercando a ellos.
Zor había percibido desde un poco antes el aroma a sudor del pelaje. Iba a prevenir a Markus, pero algo lo detuvo. La debilidad del cuerpo dolorido, tal vez, la pesarosa lobreguez del adormecimiento, el deseo de acabar con el enemigo y sobrevivir.
El gato montés miró primero a Zor, como si así se asegurase de su indiferencia. Después a Markus, que retrocedió con torpeza apoyando una mano después de la otra sobre la tierra blanda, arrastrándose con la vista fija en la bestia.
-No te muevas-dijo Zor, pero su voz fue sólo un susurro.
Escucharon las pisadas sobre la hiedra. El animal era un cazador como ellos. Las garras se extendieron y se asomaron entre el pelaje de las patas. Los colmillos brillaron cuando abrió la boca. Los pelos moteados y espesos del lomo se erizaron hasta la cola. Los largos bigotes grises se habían tensado y temblaban.
Entonces se abalanzó sobre Markus y mordió el pie. Markus gritó mientras trataba de retroceder, pero el animal hundía más sus dientes. Luego sacudió la presa desgarrando los huesos y la carne que aún seguían unidos al resto de la pierna. Y escapó con pedazos de carne en la boca para perderse en la espesura.
De la pierna borboteaba un chorro de sangre, formando una masa roja y oscura en el muñón. El largo cabello blanco de Markus se mezclaba en la hierba, pero perdió la conciencia después del dolor.
Zor creyó seguir escuchando los pasos del gato y el crujido del hueso entre los colmillos, aún cuando ya estaba lejos. Necesitaba levantarse y llegar al límite del bosque en busca de ayuda. Comenzó a arrastrarse siguiendo la guía de las estrellas entre los árboles, las sombras de los troncos. La noche y los animales ahora le resultaban menos peligrosos que los hombres.
Durante tres días avanzó arrastrándose. Descansaba en las noches y bebía de la escarcha y el rocío nocturno. Se dio cuenta que sus miembros iban adquiriendo fuerza, pero no la suficiente para erguirse. Sintió cosquilleos en los dedos de las manos. Recostó la espalda con llagas sobre las hojas frescas. Los huesos le dolían cada vez que se daba vuelta. Sabía que era necesario alejarse del bosque si no quería que los cazadores de Reynod viniesen a buscarlo.
Pudo arrastrarse hasta el último árbol antes de los campos de turba al que llegaban los vientos fríos de la lejana costa norte. Allí casi no había arbustos y el pasto escaso crecía en cortas y finas hebras duras. Se quedó acostado, no tenía fuerzas para seguir. Miró el paisaje desolado, los escarabajos que pasaban a su alrededor, y finalmente se durmió.
Al despertar, sintió hambre. Trató de levantarse, pero sólo pudo darse vuelta con más facilidad de la que esperaba. También el dolor fue mayor.
Tengo el cuerpo de una araña.
Pensó en Markus, que debía seguir desangrándose en el bosque.
Tengo el espíritu de una araña.
Lamió luego el rocío del suelo, las escasas gotas que le parecieron olas de agua fresca.
Nunca supo cuántos soles pasaron sobre él. Cambiaba de posición de vez en cuando para no quemarse, pero ya no encontró forma de cubrirse. Se arrepintió de haberse alejado de los árboles, pero ya no tenía fuerzas para regresar.
Se hunde en la niebla de la mañana en las praderas al oeste del Droinne. Los bisontes pacen, los bisontes avanzan levantando el polvo que los envuelve.
Los hombres se esconden detrás de la última fila de abetos antes de la pradera, y vigilan a las bestias, que tienen las testuces inclinadas y rumian con pájaros sobre los lomos. Los hombres salen en grupos y llegan al gran claro, corren y se esparcen como un ancho y lento río. Se acercan embadurnados de barro para ocultar su olor. Las lanzas recién afiladas en los brazos en alto, brillando a la luz del sol que dispersa la bruma.
“¡Soles de aquellos días!”, recuerda. “Ya no volverán los tiempos de la abundante caza, las hermosas bestias cuya carne se abre con el filo de los cuchillos. La carne que satisface el hambre de los hijos y las mujeres, nuestra propia hambre de fuerza, de sangre manchando las manos en señal de mansedumbre.
“La masa de músculos muertos derrumbándose en la tierra arremolinada por las pezuñas, el cuerpo vencido.
“Los gritos alrededor de las nobles cabezas caídas, los cantos y bailes, y luego el rito del primer corte otorgado al más viejo. Sentir el cálido vaho de las entrañas, estremeciéndonos con un escalofrío en medio del rubor del sol, aún demasiado jóvenes para entender de lentitud o suavidad.
“El bochorno del sol del verano iluminando la cresta de nuestro poderío en las praderas.”
Creyó seguir soñando cuando vio a un grupo caminando a lento paso, no muy lejos de donde él estaba. Intentó llamarlos pero tenía la garganta seca y fue incapaz de emitir más que un quejido.
El cortejo avanzaba y se estaba alejando. Entonces arrojó algunos pedruscos a los cuervos que lo habían rondado desde días antes y que ahora lo aguardaban posados en el suelo. Las aves aletearon y huyeron, los hombres que pasaban se dieron vuelta. Vestían de negro y tenían las caras cubiertas por máscaras fúnebres. Manchas ovales y negras sobre los labios y ojos, los círculos de la muerte alrededor de las manifestaciones de la vida. Llevaban cargando un cuerpo envuelto en una mortaja de tela simple, el muerto debía ser un execrado del pueblo.
Se habían detenido y lo señalaban. Un hombre se separó de los demás y comenzó a caminar hacia él. Cuando estuvo a su lado, lo cubrió con su sombra. Zor apenas distinguía las facciones, pero creyó reconocerlo aunque no podía pensar con claridad.
-¡Zor! ¡Nos dijeron que había muerto!- dijo el extraño.
Zor quiso hablar, pero tosió. El otro le dio de beber de una bolsa sujeta a su cinto, y esperó a que tomase varios tragos.
-Casi lo estoy- dijo Zor, más aliviado después de escupir agua y sangre.- Allá atrás está Markus, quizá vivo todavía. Pero antes de seguir con tu funeral, dame más agua o yo también acompañaré a tu muerto. ¿Quién era, si puedo saber?
El otro lo ayudó a levantar la cabeza, pero no contestó.
-¿No me oíste?
-Este cortejo es para tu esposa. El Brujo suspendió los festivales, maldijo a toda tu familia y ordenó matarla. Si descubren que salvamos su cuerpo de la hoguera, nos quemarán.
Zor lo miró otra vez con atención, y recordó que ese hombre era el hijo del artesano de lanzas, uno de los pocos cuyas familias se habían atrevido en contrariar a Reynod. Pero esto ya no importaba. Los ojos de Zor giraron de un lado a otro de la llanura, mirando al campo desolado, al cielo roto por líneas celestes entre las nubes grises, al cortejo y las caras en la distancia, asomadas por entre el polvo como puntos negros, grumos de tierra levantados del barro. Miró hacia la mortaja y adivinó las formas del cuerpo. Se sintió perdido. Sus pies pisaban el vacío más que al caer del árbol, más que en la insensibilidad del cuerpo roto. Sabía que pronto iba a perder la razón si no se levantaba.
Hizo esfuerzos por erguir la espalda. Pero después de intentarlo muchas veces se dio por vencido, y no halló otra alternativa más que gritar.
El grito, más un llanto exhalado que un grito, más un gemido que el grito de la furia, inundó toda la extensión del campo de turba. Se esparció por el cielo nublado hacia la fría superficie de la costa y del mar, mucho más lejos.
Porque el viento era el mensajero, el viajero errante encargado de los desconsolados lamentos.
*
Una masa roja y de brillo intenso bajaba por las laderas como una gran lengua en medio del mundo gris, como un precoz crepúsculo y abrupta noche sin estrellas ni luna. Pero era la luna la que estaba bajando de la montaña.
La lava color de luna caía lentamente arrasando con los árboles y la gente. Los gritos provocaban el pánico de los que observaban desde la playa. Reynod se quedó allí un largo rato, rechazando los llamados de sus súbditos, que tironeaban de su manto para obligarlo a huir. En la orilla opuesta, comenzaron a verse los gestos desesperados de hombres y mujeres huyendo de la montaña que los seguía con la lentitud de un monstruo con pies de fuego. Los que alcanzaron la orilla se arrojaron al río, el olor de los cuerpos quemados se levantaba de la superficie del agua.
La lava siguió bajando con su boca hecha de llamas, y cuando finalmente llegó a las aguas, un denso vapor rojizo ensombreció aún más el aire. Una nueva capa de nubes grises se había formado y descendía en lentas, pesadas masas de vapor. La lava desplazó al río de su cauce, las olas se levantaron primero espesas, luego más altas, una detrás de otra, empujándose cada vez más lejos, hasta crear una montaña de agua que no sólo inundó las playas adyacentes, sino todo el terreno de los desfiladeros hasta más allá de los surcos rocosos, entre los primeros árboles de los bosques en ambas costas.
El brujo y su gente habían huido hacia los promontorios encima de esos mismos surcos que se estaban inundando. Había tomado la decisión correcta, pensó al ver venir las aguas, al enviar a sus hijos lejos y refugiar al pueblo en algún sitio lo más alto posible. Sabía que el volcán no iba a conformarse con destruir sólo sus contornos. Las manos del dios de la montaña se extenderían hasta acabar con el pueblo que albergaba a los desobedientes.
El humo llegaba en bocanadas densas. Los hombres de mayor confianza se protegieron junto a Reynod, que se había erguido con los brazos en alto invocando la piedad divina, como si con ese solo gesto pudiese dominar las fuerzas de la naturaleza. Después hizo un círculo con los brazos y elevó la mirada al cielo. Los demás lo imitaron, aún cuando el agua ya había subido y empezaba a rodear las base de los troncos. Temblaban mientras rezaban, mientras sus rodillas se hundían.
-No teman- dijo él.- Conmigo estarán a salvo.
El río corría junto al desfiladero. Recién al llegar la noche se había serenado y formado un nuevo lecho. Finalmente el agua comenzó a retroceder. Muchos se asomaron desde los promontorios, apoyados en los troncos caídos para observar el nuevo cauce que se desplazaba lentamente, oscuro, con grandes círculos humeantes y rojos como hongos rodeando los cadáveres que pasaban flotando.
Los niños se despertaron con hambre y los hombres fueron a buscar las cabras que habían huido. Regresaron arrastrando de los cuernos a las que estaban muertas, y las cocieron al fuego. Las mujeres ordeñaron al resto.
Reynod caminó entre su gente. No parecía cansado, ni siquiera aceptó alimentarse hasta que los demás lo hicieran primero. Se asomó de las rocas sobre el nuevo río, y creyó ver en la niebla, entre los troncos erguidos como tallos verdes sobre la superficie ya mansa del agua, una pálida penumbra de voluntad propia.
siluetas indemnes a la destrucción, como si viniesen desde otro lugar nunca alterado. visitantes asombradas del paisaje del que no creían ser la causa,
ellas, las inocentes hijas de lo inexplicado, de lo imperecedero, como la sustancia de los huesos o el origen de los gusanos y la sangre, naciendo del alma de los hombres, causa y fin de los actos, iguales a sombras adentrándose en los cuerpos para cometer los más atroces designios con el nombre de los otros
le hablaban en un idioma que no conocía, que fue entendiendo poco a poco, un dialecto extraño de familiar cadencia, con primitivos tonos de la infancia, escuchó con atención su relato: le estaban hablando de los muertos,
-Nos esperan, padre no padre -dijeron.- Los dioses esperan, nos llaman desde hace mucho
las hijas se equivocaban, sus espíritus jóvenes veían lo que no eran en las sombras de los dioses, y debía hacerles ver el error, el castigo a la familia de Zor era el castigo de los dioses sobre el pueblo, él desataría los nudos en la garganta de los dioses, sería su voz, el viento y el agua para barrer la sangre atrapada en las bocas de los creadores,
los haría decir sus nombres, que él nunca supo,
las hijas iban a morir para la expiación del honor del pueblo, para borrar las dudas que otros creaban en su mente, vírgenes para los cuerpos de los dioses, el fuego de esos cuerpos transformados en cenizas creando semillas, polen esparcido por los vientos
Reynod dio la espalda al volcán y ordenó:
-¡Preparan los altares de sacrificio, y traigan a mis hijas!
Pero él no iba a desprenderse aún de los tres varones. Si los había mantenido aislados e inalcanzables, tanto que nadie más que dos guardianes y dos ancianas accedían a ellos, no era para perderlos tan pronto. Sólo cuando él fuese demasiado viejo y sus enemigos acabados, los hijos saldrían como estrellas brillantes para gobernar con la fuerza de un gato montés uno, la astucia de un zorro el otro, y la delicadeza de una hoja el tercero. Para complementarse y darse consejos, para turnarse en la tarea de procrear con sus hermanas y continuar la pureza de la inteligencia y la porosidad de esos ojos capaces de percibir la sustancia de los dioses.
Como él, aunque no fuesen hijos de su carne, eso no importaba.
Uno de los niños una vez le había preguntado:
-Padre, ¿cómo sabré si es un dios el que me habla?
-Lo sabrás porque tus sentidos van a decidirlo. Cuanto menos pienses, mayor será el campo de tu percepción.
Luego se acostaron, cubiertos por las pieles de osos que sus hombres habían cazado, y que las mujeres cosían especialmente para los niños. Los dejó durmiendo con el viento agitando sus cabellos largos, y Reynod levantó la vista hacia la luna, que parecía estarlo mirando, y hablarle. Cerró los ojos a esa luz blanca que lo observaba. Tapó sus oídos al viento que barría la superficie del río, al murmullo del agua, a la lenta y exasperante voz de su memoria, con ese tono lastimero de una madre preocupada.
Los hombres empezaron a construir el altar. Usaron los troncos arrastrados por la inundación, también las balsas que habían encallado y colgaban con murciélagos en los bordes de las rocas. Se oyeron martilleos y mazazos durante cinco noches y días. Golpes de las hachas en los troncos, y el zumbido de las voces que rezaban acompañando a los que trabajaban.
El olor de las especias quemadas por los ayudantes del brujo delante de los muertos, corrió a lo largo de las playas de lava, que se iba enfriando lentamente.
Al final del sexto día, los altares estuvieron listos. Algunos pocos hombres aún se dedicaban a colocar leña alrededor de los troncos de nudos retorcidos y brotes abortados, erguidos en un extenso campo de marga.
Reynod comenzó a caminar entre los troncos. Contemplaba, con orgullo, la belleza de la construcción.
Cuando el volcán ya se había apagado y la niebla desaparecido, escuchó el cántico de sus cazadores desde los bosques, más allá de los montones de arenisca. Y entre las ramas de las hayas lastimadas por el aire caliente y la ceniza de todos aquellos días, aparecieron los hombres portando sus lanzas en alto, agitándolas en señal de victoria.
Las puntas rotas y con bordes como dientes se balanceaban llevando el cuerpo de Sila, desgarrado y rojo, clavados los cuatro miembros en cuatro lanzas. Enjambres de moscas se habían posado sobre el cadáver. Pero la carne brillaba como el sol en los últimos días del verano.
-¿Dónde está el nieto de Zor?- preguntó.
Los hombres se miraron temerosos al ver la furia del brujo. Reynod emitió un profundo suspiro de lamento, seguro ya de que nunca nada sería suficiente para acabar con el recuerdo.
-¡Ustedes también serán entregados a los Dioses!
La pintura en la cara de Reynod se había deformado. Ya no era una fría máscara imperturbable, sino la mueca de algo que retorcía su espíritu.
Las vírgenes fueron atadas a los maderos. Algunas eran de piel oscura, pero otras tenían un matiz claro que transparentaba las venas del cuello. Todas eran de cabellera lacia y larga que se movía sobre las túnicas blancas. Caminaron con las cabezas gachas por el sendero abierto entre las filas de guardias. De vez en cuando levantaban la vista para mirar a los hombres. Eran de edades similares a la de Sila al morir, se dijo Reynod, pero parecían niñas encerradas en cuerpos de mujeres. Sus formas delgadas acentuaban la pequeñez de los senos y el vello de las pelvis. Sólo una de ellas lloraba, pero en silencio, porque el brujo les había hablado de la necesidad del rito, de la privilegiada suerte de ser elegidas para satisfacción de los dioses. Los Creadores aman con especial devoción a quienes se sacrifican por Ellos, les había enseñado.
Por eso subieron seguras, a pesar del miedo, y miraban con tristeza a las que quedaban al pie del altar. Sabían que el pueblo las observaba como si ellas no fuesen humanas, sino seres venidos con una mancha de sangre en la espalda.
Habían nacido entre el fuego que mató a sus madres, y así morirían. El fuego era su estirpe y el volcán había venido a buscarlas. Reynod las había preparado para la muerte. Así de sabios eran los dioses. El mundo que conocían ya no existía en ese lugar donde lo únicos pájaros volaban sobre los cuerpos no enterrados.
El único consuelo era la figura del Gran Padre allí adelante, con sus brazos en alto mientras rezaba. El cabello largo y canoso cayendo sobre los hombros, el pecho ancho bajo la túnica ceremonial tejida con fibras de juncos y cosida con hilos de carnero. Las grandes hojas estampadas en la tela hundían y extraviaban la mirada en lo profundo de un bosque oscuro, donde los animales olían a muertos.
Entonces el brujo inició la ceremonia, entonando una música triste con su cornetilla de madera.
Ellas no habían olvidado la leyenda que él les relataba cuando eran pequeñas. Venía a visitarlas rodeado de su séquito, cubierto con pieles en invierno, con el torso desnudo en la primavera, en las largas temporadas de caza. Cuando terminaba de acomodarse sobre las mantas que sus ayudantes extendían sobre el pasto, ellas lo rodeaban en silencio, apenas conteniendo el temor por el siempre impredecible ánimo del brujo.
-Desde hace mucho han admirado este instrumento...-les decía.-Hay un árbol en la lejana región del Oeste, mucho más allá del río, donde anidan las aves con el canto más hermoso. Yo he escuchado las órdenes de los Dioses en sus trinos.
Cuando comenzaba a tocar, el resto de los sonidos del mundo desaparecía. El bosque se transformaba para ellas en un sitio de clara belleza. Las bandadas pasaban por por donde él tocaba, los insectos se posaban en los hombros de las niñas, y la luz que entraba al bosque parecía formar un aura alrededor de la cabeza de Reynod. Las mujeres que cuidaban a las niñas se estremecían y caían de rodillas. Las jóvenes miraban, veían las manchas rojas en la cara de Reynod, y entonces se miraban las manos.
El brujo era otro hombre en esos momentos, quizá ni siquiera uno en realidad, sino varios hombres encarnados en la figura de aquel sonido, una figura suspendida en el aire verde, cubierta de gotas de rocío, del sudor de los animales y la nieve del invierno. Algo indefinido pendiendo del cielo, arrastrado por los dioses del viento.
Después el brujo abría los ojos, se levantaba y se iba. La rígida expresión de la autoridad volvía a su cara, la dureza de la investidura sobre la blandura del rostro.
Reynod creyó escuchar un grito de hombre, una voz conocida traída por el viento. Pero el tono de pesar era muy lejano, e inverosímil, como si hubiese atravesado el tiempo o sobrevivido a su propia decadencia y muerte frente al peso de la distancia, y lo adjudicó a sus acostumbradas voces.
Volvió a concentrarse en la decisión de las que iban a morir o a ser preservadas para su descendencia.
¡Ustedes, en lo alto, por qué no están hoy conmigo! ¿Por qué dejan que mi máscara y mi rostro sean diferentes, que los ojos sientan pesar y los labios un furor traducido en sentenciosa fatalidad?
Cómo las elegiré para la vida o la muerte, con qué ideas o pensamientos de futuro probable o improbable. Ella sí... la otra no... la más pequeña tiene un largo tiempo de fertilidad para que mis hijos procreen... la mayor ya no me será útil.
Recuerdo cuando nació. Tanto tiempo, y tanto hielo y nieve y muertos han pasado, cubriendo la delgada capa de piedad al ver su cuerpo indefenso entre las manos de la anciana que se la llevaba, y los brazos de la madre que se adelantaron con el gesto poderoso del anhelo, sin alcanzar a tocarla. Fue ésa la última vez que cometí aquel error. Después, vendé los ojos de las madres, tapé sus oídos, y las llevé a la hoguera.
Elegir.
Caminan juntas hacia el fuego, pero separadas para siempre una de la otra, hijas irreconciliables de mi tórrida alma.
Cuando terminó su elección, había dos grupos: uno junto al altar, esperando. El otro caminaba hacia los maderos.
Sacó el estilete. El brillo se alzó con el reflejo sublimado del sol entre las nubes, un centelleo que hizo a todos cubrirse la cara con los brazos. Entonces se acercó al primero de los hombres e hizo un corte profundo en el lado derecho del cuello. La sangre se vertió mientras el hombre gritaba y el corte seguía hacia el otro costado. Se había formado un surco ancho, prolijo, burbujeante por el aire exhalado a través de la segunda boca de labios nuevos.
Repitió el mismo proceso con cada uno de ellos. La ropa ceremonial había quedado marcada por grandes manchas rojas, la calidez de la sangre lo hizo pensar en los cadáveres que había abierto en los últimos años. La distribución de los órganos, las fibras y membranas casi trasparentes
las manos, los músculos que las mueven, las costillas blandas como madera de los juncos, el corazón sin sonido, un cuervo muerto en el hueco del tórax, las culebras de las entrañas, los huesos de las piernas y su fortaleza, su noble sensación de la distancia, y allí arriba la masa de los sesos, tan extraños, fútiles en apariencia, tan impenetrables y mudos, que provocan el deseo de aplastarlos para castigar su silencio.
Arrojó el estilete a un lado, y elevando otra vez su mano derecha, hizo resonar la cornetilla con un llamado de extrema vivacidad. La sangre se deslizó por su brazo hasta llegar al hombro y unirse al resto de las manchas del cuerpo.
Los sonidos se fundieron entre sí a través de sus ecos, se convirtieron en un canto grave de tonos lacerantes.
Y encendieron las fogatas a su mismo ritmo.
Era una música opaca sobre el fondo ocre del cielo. Nubes grises y negras se fundieron una sobre otra y comenzaban a descender sobre el pueblo.
El cielo caía sobre la tierra.
El mundo se transformaba en una estrecha choza cerrada y sin aire, donde el humo ahogaba a aquellos que lloraban.
Las llamas terminaron de envolver los cuerpos de las vírgenes. El miedo apareció en sus caras por un instante, pero desapareció frente a la dura mirada de Reynod. Las llamas lamían sus piernas y su sexo. El humo de las hogueras se fue haciendo negro, y las columnas se fundieron en una gran masa que podría haber competido con los restos del volcán. El fuego crecía con más fuerza. El crepitar de la madera sobrepasaba los gritos contenidos de las vírgenes.
El cuerpo cruje al morir. Somos madera del mundo, materia que el espíritu no puede controlar del todo.
El ruido y el olor.
El aroma de la carne me ha atraído siempre. Pero el tiempo anula mi olfato así como cierra mis ojos, que miran sin pestañear, secos como pequeños dátiles sin sabor. Las cejas arqueadas, el sudor en la frente corriendo como lluvia estival. Un sudor que mi barba se encargará de secar.
Las ancianas se taparon las bocas, pero era necesario que su rezo continuase, firme e incesante. Los hombres que avivaban el fuego habían agotado las ramas y arrojaban otras nuevas que traían desde los árboles más cercanos. Ramas verdes, que tardaban en consumirse y exhalaban un olor a hierba fresca mezclada con la carne de las vírgenes.
están tomando la forma de los árboles
El humo había empezado a secarlas, las hacía parte de la vegetación del mundo
el crepitar de los huesos es el sonido de la música que llega de la tierra, un repiqueteo de mandíbulas, de dientes y colmillos, de costras que se deshacen
el quiebre de los cabellos, de los dedos crispados, torcidos por atrapar el aire, la ruptura de uñas como escarabajos sin patas
las fogatas gritaban, el fuego tenía la voz de mujeres. Un sonido que mezclaba los rezos de la historia, los relámpagos confundidos en palabras de crueldad y los truenos moldeados con los elementos del cielo. Voces elevándose y huyendo del polvo, de la carne y el fuego postrero y liberador que las había concebido
de las caras que hacen muecas con sonrisas negras
pequeños volcanes ardiendo en busca del cielo, escaleras de etérea sustancia en espiral, en combate con la la soledad de las alturas, con las hojas que vuelan en el pecho del viento
si no pudiese ver esas sombras que se elevan sin piedad de los que se quedan, soportaría todo mirando la consumación del fuego y el brillo de las llamas extinguiéndose en la noche hasta la mañana siguiente, pero el aroma de los muertos entra en la memoria, escarba en los sitios del dolor y rescata pedazos de la carne del pasado
el olor inextinguible, el olor perdurable como las almas, el olor de los cadáveres.
Ilustración; Cecil Constant Philip Lawson
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