sábado, 8 de junio de 2024

La guerra: Las virtudes de la muerte I

 





Un anochecer de colores arduamente dilatados por múltiples soles, amarillos fuertes y oscuros. Nubes que parecen restos de combustiones inconclusas. Un cielo que desaparece en su caída, se derrumba hacia arriba, a otro cielo superior y quizá más calmo o más perenne. Pero aquí, cerca de la tierra, hasta el aire se endurece, se petrifica luego de la última unión de sus elementos, después de ser fuego, gas, líquido y otra vez gas, aire y fuego nuevamente. El cielo se convierte en tierra, en madera, como si los árboles esparcieran sus semillas también allí, capaces de brotar en el barro suspendido, el humo de barro.

     “Ellos nos sostienen. Son la tierra.”

     La cercanía de la tierra espanta a los habitantes primordiales del cielo. Insectos, aves, semidioses, fenómenos sin nombre en irremediable indefensión por estar hechos de material indigno. Es en estos anocheceres cuando los monstruos surgen y dominan el paisaje. Y mientras lúgubres formas salen de un opaco sol que está muriendo, los monstruos se han reunido alrededor de la madre que comienza a emerger desde el otro extremo del cielo.

     “El suelo sobre el que caminamos.”

     La luna le habla a sus hijos en un lenguaje de tonos boscosos, un bosque árido. Y cada uno de las figuras en la superficie de esa luna, es el punto en que se inicia el fin de los hombres. Cada habitante, cada barca o casa, niño, mujer o anciano, ve con nitidez su comienzo y su irrevocable finitud. Por eso, cuando ella, la diosa de la noche, surge en el cielo, los cuerpos reviven.

     “Nos sostienen, son la tierra, caminamos sobre ellos.”

     El resto se esfuma en la nada. Y el vacío induce la piedad de los muertos. Los que ya han sido y conocen la ausencia del ser. Renacen los nervios de sus miembros muertos, que sólo la diosa es capaz de estimular.

     “Nos sostienen en la tierra sobre la que...”

     Nacen de los sitios donde fueron enterrados, y olvidan el lugar de pesadumbre. Sitio de limitada sapiencia, insoportable quietud. Bailan, encienden fogatas. Son rostros que tuvieron ojos, manos. Voces que se han hecho ásperas esta noche.

     “Caminamos sobre ellos, no caemos porque nos sostienen.”

     Él está en medio de las fogatas. Escucha la enorme voz que le repite frases oídas muchas veces, confundida con los gritos y el retumbar de la piel de muertos en la renovada noche de esperanza. La luna mueve sus múltiples ojos, parecida a una fosa cavada en la tierra oscura del cielo, en la que desea meter las manos y llenar sus palmas con esas larvas. La vida que come vida en la muerte.

     Son la tierra sobre la que caminamos, repite la voz.

     Aparta los ojos de aquella luna, y escucha la orden. Pero la voz, por más que se parezca a una orden, es sólo afirmación. Un recuerdo que se había propuesto olvidar por pertenecer a su abuelo.

     Ve la cara en la multitud. Entre los rostros informes, reconoce la cara de alguien a quien vio morir. Y se le está acercando.

     El cuerpo es diferente a los otros, como si nunca hubiese estado expuesto a los gusanos. Él conoce ese cuerpo carente de ruindad que camina hacia él. Pero su memoria se resiste a la revelación del nombre.

     La figura se abre paso entre los bailes y orgías de los muertos. Se agranda, cada vez más clara a la luz de la luna que intenta facilitar la memoria de Zaid.

      Él sufre, llora por no reconocer a quien cree es su obligación dar un beso en la frente, y quizá también poner sus manos sobre el cuello y cerrarlas. Pero, se dice, ya hice algo como eso. Resultados, de eso se trata finalmente, que por cualquier medio son los mismos. Debe reconocer el rostro.

     Cuando se le ha acercado, entrecierra los párpados y fuerza la vista ante la cara frente a la suya.  La ovalada faz de barba y ojos de impreciso color sonríe con un leve gesto de desdén en los labios. Las pupilas se tornan ovales según el movimiento de los ojos, como un animal del bosque.

     Entonces nace un gruñido de furia de la profundidad de la boca abierta.

     Ahora lo sabe. Comprende el idioma, aunque sin haberlo aprendido nunca, y ve lo que está grabado en la cara del muerto.

     El rostro sin nombre, piensa, al despertar.


     Abrió los ojos al sol que empalidecía detrás de nubes espesas. Su cuerpo todavía era el de un niño que estaba creciendo, y le dolía. Pero él no pensaba demasiado en esto aún, sino en la memoria de los sueños que se obstinaban en recordarle que no había enterrado al hombre.

      El abuelo Zor le repetía su tediosa letanía una y otra vez. Era curioso cómo las palabras de aquel viejo se habían fijado en su memoria con más fuerza que cualquier otra cosa dicha por quienes él creía admirar.

     Ellos nos sostienen.

     Los enterrados.

     Su tarea de soportar el peso de los vivos.

     Sin ellos, vivos y muertos continuarían siendo, como en los orígenes, una sola masa común de fango.

      Tu voz de tierra, tu boca llena de aire y de nada. Si no fui más que tu instrumento, en contra aún de mi débil voluntad, porque mi cuerpo también es débil todavía. ¡Maldito seas, viejo cazador!

      Después de correr todo un día a lo largo de la orilla del río, comenzó a pensar en lo que había hecho. Tenía la sensación de que algo faltaba. No entraba en ello el arrepentimiento, lo sabía; sin embargo, matar a un hombre dormido, aunque fuese el hombre que lo había humillado, no era un acto que su padre aprobaría. Si uno mata es para comer o defenderse, le había dicho Tol, y su defensa ahora le parecía venganza. Únicamente había logrado que el alma de la víctima lo amenazara en sus sueños.

     Se detuvo a mirar las aves que volaban en grandes bandadas sobre toda la zona. Algunos hombres, a lo lejos, intentaban espantarlas con gritos y piedras. Alcanzó a distinguir los colores de la túnica del brujo. Reynod rezaba e incitaba a las aves a marcharse. Pero tal vez ellas tuviesen otros dioses, otros temores, porque permanecieron allí dando vueltas sin cansarse, atentas a cualquier cuerpo inmóvil. Una llovizna gris diluía los contornos de los árboles, la superficie del río, la tierra que se apelmazaba en altos montones de barro donde chocaban las olas de la corriente.

     Miró hacia atrás, dispuesto a regresar, pero recordaba el sitio exacto donde había dejado a Markus. El paisaje había cambiado demasiado en poco tiempo, y caminó hacia la gente que rodeaba al brujo con la esperanza de que el viejo hubiese sido llevado hasta allí. Pasó entre las brasas humeantes a lo largo de la playa repleta de muertos y heridos. Una caravana avanzaba alejándose del río hacia el norte. Los miembros vestían hábitos negros y raídos, y un anciano caminaba al lado del muerto que cuatro hombres cargaban.

     -Debe ser el funeral de un hombre importante- dijo alguien que se había parado junto a Zaid, mirando la misma procesión. Las nubes se dispersaron por instantes y dejaron que el sol iluminara el bosque de abetos, las sombras largas y pálidas de los árboles formaron columnas que se arrastraban por el suelo hasta ellos.

     -El viejo es el líder de los rebeldes, se parece al artesano…pero no sé a quien llevan.- El hombre que hablaba echó una mirada hacia la congregación del brujo, y bajó la voz. -Debe ser uno que se hace el muerto para huir.

     Zaid lo miró con asombro. Sabía que a los rebeldes ni siquiera se los debía mencionar, su condición era más precaria aún que la de un esclavo.

     -Hijo, no me mires así- le dijo el otro.- Nadie les prestará atención ahora, todos estamos ocupados en enterrar a nuestros muertos.

     Zaid se alejó siguiendo el camino de la orilla. De vez en cuando, se daba vuelta para observar a los que se dirigían hacia el norte buscando refugio en la costa lejana. De vez en cuando llegaban ráfagas heladas del mar, lejano pero fiel mensajero del invierno. Sintió escalofríos que hicieron temblar su cuerpo casi desnudo e irritado por el ardor de las quemaduras. El viento le punzaba la piel como langostas. Apuró el paso hacia un grupo que se protegía junto a una fogata. Algunas mujeres lo vieron llegar tiritando y se adelantaron para abrigarlo con pieles que olían a sangre.

     -¿Cuál es tu nombre?- le preguntó una mientras lo conducía cerca del fuego. Repitió la pregunta dos o tres veces, pero él no iba a decir su nombre. Incluso esperaba no ser reconocido con esa máscara de tierra. Tuvo entonces una idea que facilitaría su búsqueda, y dijo:

     -Soy el nieto de Markus, el de los Ojos Claros, y busco a mi abuelo.

     Nadie supo responderle. Del río de lava subía un vaho cálido que ni siquiera la brisa frío del norte lograba vencer del todo. Estaba anocheciendo. Más lejos, donde muchos estaban reunidos y rezaban, varias hogueras despedían un denso humo negro con el olor de la carne quemada. Entonces caminó hacia la voz del brujo, cada vez más clara y fuerte a medida que se acercaba.

     -¡Las vírgenes tienen el aroma de la savia de los tallos verdes, tardan y sufren y se resisten a quemarse! ¡Gracias a ellas la ira de los dioses ha cesado!

     Se escuchó un clamor, casi un tronar, de los hombres y mujeres que rodeaban a Reynod. Los cuervos que sobrevolaban las hogueras se alejaron con el estampido de las voces. La gente comenzó a dispersarse cuando terminó la ceremonia, y Zaid se encontró en medio de cientos de hombres y mujeres que buscaban a sus muertos. Levantaban las cabezas de los cadáveres del barro y las dejaban caer de nuevo. Cuando alguno era reconocido, los hombres lo cargaban, o varias mujeres lo arrastraban. Y los brazos y piernas de los muertos hacían entonces el último camino a las fosas, balanceándose en las espaldas de sus deudos.

     Zaid buscó también el rostro sin nombre, pero todos los cuerpos le resultaban perfectamente iguales: tristes, oscuros, rígidos. La muerte era la máscara más hábil del mundo, le había dicho el abuelo Zor una vez.

     párpados cerrados o abiertos, ojos de mirada perdida. rostros y cuellos deformes. bocas entreabiertas, lenguas torcidas. lenguas negras. sangre seca. hormigas entrando en los oídos. picotazos de carroñeros que prueban la carne y la desprecian.

     Durante cinco días estuvo preguntando y buscando a Markus o a su hijo, pero se daba cuenta de lo imposible que sería encontrar una cara entre tantas que habían perdido su fisonomía para siempre. Y cuando ya la niebla se había asentado al final de la tarde, escuchó una voz que gritaba en la neblina, entre los árboles.

     -¡Traigan más hachas, palas y tierra!

     Debía ser uno de los enterradores, se dijo Zaid. No había conocido a muchos de esa casta de voz monótona aunque firme, de tonos tristes y resignados, los de ojos negros igual que sus ropas. Esa tela les ajustaba el cuerpo como si midiese su talla para la fosa en la que algún día iban a descansar. Se decía que cavaban su propia tumba en la mañana de la última jornada de trabajo decidida por ellos en la vejez. En la tarde de ese día aún habrían de cavar para otros, pero después, cuando el sol terminara de esconderse, se dejarían caer en el pozo que la lluvia taparía con la tierra amontonada a un costado. Todo esto se decía de ellos, y si era cierto lo que Zaid había escuchado, el conocimiento de los enterradores sobre la muerte iba a serle útil a él.

     Se metió en la niebla del bosque, guiado por las voces, el jadeo de los cavadores. Como una figura de humo apenas más definida que las otras sombras a su alrededor, el hombre estaba parado junto a un árbol, con un brazo extendido hacia el montón de cuerpos acarreados por sus ayudantes. Cuando sus ojos se acostumbraron, pudo ver que vestía de negro y la barba casi le ocultaba la cara con un halo oscuro. Pero el otro lo descubrió mirándolo, y aprecien enfadarse.

     -¿Qué estás buscando?

     Entonces unos pocos rayos pálidos y ocres del sol atravesaron la niebla, y Zaid distinguió la marca en la frente del hombre, la mancha de carbón ardiente que lo confirmaba en su cargo.

     -Quiero saber... - empezó a decir Zaid, pero empezó a toser y escupir saliva y sangre.

      El otro le dio agua de una vasija.

     -Quiero saber... -repitió. - ...si puedo hablar con ellos... - Y señaló a los cadáveres.

     El hombre lo miró extrañado y lo hizo sentarse con él junto un árbol. Las ramas crujían con el viento, mientras la humedad de la tarde los hacía sudar.

     -¿Quién te dijo que van a responderte? Hay veces que ni siquiera a mí me contestan.

     -De eso depende mi paz- contestó Zaid.

     En sus ojos debió dibujarse un brillo que conmovió al hombre, porque éste dejó la vasija a un lado y desvió la mirada con rapidez vigilando el trabajo de los otros cavadores. La tierra mezclada con ceniza, hojas y ramas, era una maraña de barro viscoso e impenetrable que entorpecía el trabajo.

     -Tengo que saber si hay un muerto que conozco entre los enterrados. Sino, deberé buscarlo y cavar la fosa.

     Zaid creyó que no le estaba prestando atención, pero de pronto le pareció escucharlo gemir. El hombre luego se dio vuelta, tenía una expresión cercana a la pena.

     -Hijo, eso puede llevarte toda la vida.- La voz del enterrador se oyó acongojada.

     -Pero no es eso a lo que tengo miedo- contestó Zaid.

     Entonces el otro lo agarró de los hombros y le besó la frente. No era un signo de cariño, sino de dolor, pensó Zaid, los labios eran secos y ásperos como la tierra con pedruzcos.

     -Hay elegidos, hijo mío, y de vez en cuando nos encontramos, reconociéndonos...

     El beso tuvo, mientras duró, la certeza de una condena, pero no excluía la misericordia por la nueva alma dedicada a tal tarea.

     -Piedad a los muertos, piedad para él- murmuró el hombre con lo párpados cerrados, y después marcó la frente de Zaid con un puñado de tierra.

     -Ahora estás ungido. Serás el más importante de mis ayudantes. Desde este momento, te entrego mi azada.

     Zaid trabajó todo el resto del día cavando fosas. De vez en cuando, se sentaba a descansar, secándose la frente y levantando la mirada para ver a lo lejos. Más allá de los otros cavadores, que se agachaban y se erguían sin descanso, detrás de los árboles caídos y la neblina y la ceniza que aún flotaba en el aire, alcanzó a descubrir a los ayudantes del brujo. Estaban sepultando los cuerpos de las jóvenes en un sitio de la playa, elegido sin duda por Reynod. La fosa de las vírgenes era labor exclusivo de su séquito. Los cuerpos habían sido envueltos con grandes hojas verdes, y parecían larvas de gusanos aguardando las crecidas del río para regresar al espíritu del bosque.

     Pero los cuerpos de la gente del pueblo se abandonaban a la tarea de los enterradores, porque la tierra, lodo y podredumbre, había dicho Reynod, era el material impuro con que habían sido creados.


      Durante los días siguientes, el maestro le enseñó lo que debía saber para su labor, pero Zaid únicamente pensaba en el rostro de sus sueños, buscándolo en cada uno de los cuerpos que sepultaba.

     -¿Cuál es tu nombre?- le había preguntado el maestro muchas veces, sin conseguir respuesta. Y volvió a hacerlo una vez más.

     El joven pensó en mentirle, pero recordando a aquel a quien no lograba encontrar, se dio cuenta que ya le resultaba innecesario.

     -Mi nombre es Zaid...y busco a Markus el de los Ojos Claros.

     El enterrador detuvo su tarea y reflexionó, apoyando una mano sobre el mango de la azada y la otra sobre un hombro del muchacho.

     -Soy uno de sus hijos.

     Zaid lo miraba con resentimiento, como si también el maestro hubiese estado guardando un secreto.

     -¿Por qué estás buscando a mi padre?

      Tardó en hallar una excusa que reemplazara la verdad.

     -El viejo me cuidó en la balsa en que huimos- dijo el joven-y lo perdí de vista. También allí estaba otro de sus hijos.

     -Ese debió ser mi hermano, el menor de todos, el que tuvo que soportar la locura de mi padre. Si te contara lo que Volfus llegó a hacer para el viejo...

     Así que ése es su nombre, y su cara vuelve como en las noches. Pero hoy estoy despierto, aunque los bailes de la niebla oculten el bosque y los hombres que lo habitan.

     Los ojos pequeños, creciendo como dos círculos de agua cuando se arroja una piedra, siempre más grandes, oscuros, sin fondo, sin límites que calmen la sensación de caída en los abismos.

     Los ojos de luna en creciente.

     Un lobo aullando, sobre una roca, a la noche reflejada en sus ojos.    

     Un lobo negro rogando a la luna, monstruo amarillo de ira.

     -Un hombre malo- agregó Zaid, sin pensarlo, y temió la reacción del maestro, que tardó en responder.

     -No he vuelto a verlo desde niño, pero ya entonces era extraño. Aunque nadie es malo, hijo, lo sé porque ellos me lo han dicho.

     Miró entonces hacia los cadáveres vueltos boca abajo en la gran fosa que estaban cavando. Después agarró varios puñados de ceniza y los esparció sobre los cuerpos. Murmuró una letanía cerrando los ojos. Al abrirlos, vio que Zaid lo observaba.

     -Ya aprenderás. A mí me llevó mucho tiempo. Un día estarás feliz si por lo menos uno llega a hablarte.                                                                                                                    

     Zaid retomó el trabajo con esa esperanza. Al anochecer, se marcharon juntos con las azadas al hombro y los pies desnudos sobre la tierra sembrada de huesos nuevos. La luna los guiaba hacia la choza del enterrador. Después de comer, durmieron con los músculos tan tensos como rígidos estaban los que habían sepultado.


     Vivió tres inviernos con el maestro, y aprendió el oficio hasta adquirir su misma destreza. Se levantaban antes que el sol, y luego de lavarse en la cascada que el arroyo creaba detrás de la cabaña, se vestían con las estrechas ropas negras. La espalda de Zaid había crecido con la tarea cotidiana de las excavaciones. Sus hombros también eran fuertes a raíz de cargar tantos cuerpos enmohecidos, estáticos como troncos.

     Y él seguía buscando en cada uno el rostro del que debía provenir la paz. La serenidad para sus sueños. Hasta intentaba hablarles cuando se quedaba solo, encargado de tareas menores como limpiar las herramientas, elegir o remover las tierras para el día siguiente, enterrar, a veces, recién nacidos que las madres daban a luz ya muertos en el bosque. Recordaba en esas ocasiones a los niños devorados en la balsa, y la piedad lo hacía dedicarles una parte especial de su tiempo.

     -Yo lo hago, maestro- le había dicho un día, y el otro cedió, no sin cierto orgullo por la dedicación de su aprendiz.

     Pero los muertos nunca le respondieron.

     Los párpados permanecían cerrados, y aunque los abriese, forzando la piel seca, palpando la dureza de los ojos, nunca halló signos de respuesta. Los labios morados no se movieron jamás con la revelación.

    Su cuerpo ya no es cuerpo. Es aire, es un puñado de tierra, tal vez ni siquiera eso. Polvo que gira entre las ramas, escarcha en las alas de los pájaros, heces bajo las patas de los corzos. Pero él posee el no tiempo entre sus manos, y yo el tiempo que vuela en las alegrías y se arrastra en las penurias.

     La quietud y el silencio sin viento ni brisa, ni el más leve movimiento del aire.

     La nada, el tiempo detenido.

     Una noche se sentó a descansar sobre una roca. Se quedó dormido y despertó poco antes del amanecer. La fetidez de los cadáveres que había dejado sin enterrar se levantaba de los pozos abiertos inundando el bosque. Un pequeño fuego le daba un poco de luz y calor. Miró la cara del último que aguardaba ser enterrado. Vio una herida entre los labios y la nariz, y tuvo una extraña idea. Un conocimiento que nadie pudo haberle enseñado, pero allí estaba en su mente, claro y fácil de comprobar.

     Temió equivocarse, pero lo peor que podía ocurrir era despertar la ira del muerto, y aquello resultaba por lo menos algo nuevo frente a la nada del silencio. Con un golpe del borde de la azada, hundió y partió el rostro. Los huesos se rompieron y la cabeza quedó abierta en dos fragmentos.

     Zaid transpiraba, aunque la madrugada era fría. Estaba seguro que vería el origen del lenguaje, de la memoria de los hombres. Sacó las astillas una por una, se lastimó muchas veces los dedos embarrados. Detrás de los huesos rotos vio una masa blanda cubierta por una membrana crepitante e hinchada por líquidos internos. Con el filo de un cuchillo la cortó, y el material opaco y nauseabundo se derramó sobre el suelo. El líquido cedió de intensidad lentamente, y él trató de retener la masa gris entre los dedos, pero se resbalaba. Parecía que aún después de todo, la esencia de la revelación se le seguía negando. Entonces oyó la voz del maestro a sus espaldas, y vio la apenas nítida luz del sol que se estaba asomando lejos, muy débil aún, como una antorcha que lo pusiese al descubierto cometiendo un error.

     -¡Sacrilegio!¡Quién te enseñó esto!-gritó el maestro, sujetándolo de un hombro y dándole un golpe en la cara.

     Zaid lo miró con vergüenza.

     -Es que nunca me hablaron…

     El otro movió la cabeza con desconsuelo y suspiró profundo.

     -Tu problema es que estás buscando el espíritu entre los cuerpos sin vida. Y yo de eso no sé nada. Sólo conozco de cadáveres.

     Su voz temblaba al hablar, y Zaid tuvo la sensación de que el maestro nunca había dicho eso en voz alta.

     -¿A quién estás buscando?

     -Volfus- contestó Zaid, de una sola vez, y ese nombre pareció hacer un surco en su cara, sembrando tristeza y pesadumbre. –Yo lo maté, y cada día que pasa, maestro- Zaid ahora lloraba- su cuerpo se pudre, y el alma migrará para siempre a expensas de mi paz.

     -No te preocupes, no te culparé de su muerte. Ya te dije que Volfus era extraño, y de mal modo debía terminar. ¿Y si hallas que ha sido sepultado?

     -Me habré deshecho de la culpa.

     La mirada de Zaid se trasparentó, como si con sólo decirlo, se viese libre de la oscuridad tras sus ojos.

      La luz de la mañana caía en trenzas de sol alrededor de las encinas, y se reflejó en la mirada del enterrador. El maestro se había puesto a meditar, sentado junto a Zaid al borde de la fosa, mirando ambos la cabeza abierta del cadáver en la que los pájaros habían empezado a escarbar. Pasó un brazo sobre los hombros de su aprendiz, y le habló como quien despide a un hijo.

     -Mi padre enterró el cuchillo con que Volfus le amputaba el pie de muerto. Se me ocurre que pudo haber llevado el cuerpo a ese lugar.

     -¿Está seguro?

     -Soy de la familia de Markus, no lo olvides... pero será tu trabajo buscar a otro de mis hermanos, el que ha aprendido a curar a los enfermos. Es el único que conoce el lugar. Una vez me dijo que desenterró el arma, sin que nuestro padre lo supiera, y la guardó. Vive al oeste del delta del Droinne, en los Campos Abiertos.

     Zaid partió en la tarde, con las ropas que habían sido del enterrador cuando era joven y una bolsa con provisiones balanceándose a su espalda. Dos o tres veces se dio vuelta para saludar a su maestro, pero justo cuando el brillo del sol desaparecía y era ocupado por la primera sombra del anochecer, el enterrador creyó ver algo más junto al muchacho mientras se alejaba. Un animal, quizá, pero tan alto como un hombre. Una sombra, se dijo, nada más. Tomó la azada y regresó al bosque para retomar su tarea.


*


La tierra apenas estaba perturbada por lomas con pastizales verdes o amarillentos balanceados por el viento, por colinas bajas parecidas a las jorobas de los dioses que viven debajo del mundo para controlar a los muertos. Algunas hondonadas estrechas se alternaban en la llanura, y la luz, reflejada sobre el pasto y los arbustos, se hundía en ellas como tragada por la tierra.

     Durante todo el verano que duró su viaje, la gente que encontró en los caminos le habló de los pueblos del este. Decían que los hombres parecían serenos, pero acostumbraban a enfurecerse en las noches al beber el vino preparado con las uvas que sembraban. Le describieron también las casas y chimeneas de piedra construidas por los mismos hombres y mujeres que trabajaban la tierra.

     Cuando llegó al valle, se detuvo a mirar la aldea a lo lejos. Pero el anochecer ya se había asentado, el pueblo aún estaba más allá de medio día de distancia, y el sueño comenzaba a vencerlo. Se recostó entre  unas altas plantas de hojas verde oscuro que no reconocía, entre espigas movidas por un viento templado dispersando las semillas. Se sintió protegido por los tallos, mientras trataba  de distinguir de dónde venía un rumor de agua, tenue pero continuo, que no había podido descubrir en todo el camino.

      Volvió a abrir los ojos por un momento antes de dormirse finalmente, y vio las espigas que se alzaban hacia la luna, menos cruel y más blanca que en los bosques de su infancia.   


      En la mañana siguió caminando hacia el rumor del agua, y encontró un arroyo angosto encerrado entre tablas. El amanecer hacía brillar los campos. Hasta mucho más allá de su vista, los colores de la tierra se sucedían sin interrupción. El amarillo oscuro, el blanco, el morado, dispuestos en sectores de diversos tamaños, uno tras otro, unidos por caminos y senderos deshabitados.

     No halló a nadie en todo el día, y cuando el hambre y el calor lo agobiaban, vio una carreta y un buey que pastaba al costado del camino. Él no llevaba armas, sólo un puñal viejo y la ropa que el enterrador le había legado, y se colocó junto al animal buscando a alguien por los alrededores. Oyó una voz ronca, y la sombra de quien le hablaba se interpuso entre él y el sol.

     -¡¿Qué busca?!- dijo el hombre viejo. Tenía las cejas espesas y la piel curtida.

     -Busco a Draiken.

     -El médico vive en la aldea- le contestó de mal humor, mientras descargaba un atado de paja. Era un anciano de hombros anchos, barba canosa sobre una cara broncínea, y con la cabeza cubierta por un paño sucio. Al ver a Zaid ensimismado en la contemplación del buey, gritó:

     -¡Ustedes, los salvajes! Viven migrando y cazando... nunca aprenden nada. Este animal puede matarte con una patada, pero nunca te avisará. Es más peligroso que las bestias de los bosques.- El viejo movía la cabeza en señal de resignación.- Ustedes llegan en hordas, destrozan mis cultivos peor que una plaga.  Y cuando no encuentran caza, matan a los bueyes.

     Zaid le preguntó si había visto a alguien de su pueblo. El viejo se rió. Cómo pensaba el joven que tendría tiempo de reconocer a uno siquiera de tantos que lo habían saqueado. Pero la mirada del joven ablandó su hosquedad.

     -Muchos vinieron después del estallido del volcán. Escuché decir que quemaron vivas a las vírgenes del pueblo, pero yo no lo creí, eso no puede pasar en estos tiempos. Hasta algunos querían vivir aquí y rezar a sus dioses sangrientos. ¡Oh, ustedes, los ignorantes y salvajes!

     Repitió esa frase incontables veces mientras iban hacia la aldea. Zaid se dio cuenta que el viejo estaba casi ciego cuando lo vio subir a la carreta palpando las riendas, dejando que los caballos la arrastraran por los campos verdes, a través de los sembrados y cruzando los arroyos. La luz  del crepúsculo comenzaba a teñir los arbustos del camino con una capa de niebla roja.

     Escuchó las voces y la música que aumentaban a medida que se acercaban al pueblo. Un hombre tocaba un instrumento de madera y cuerdas, y muchas mujeres lo rodeaban. Otros hombres discutían y se amenazaban con los puños, pero luego reían y se palmeaban las espaldas mutuamente. Un tambor percutía donde unos niños jugaban corriendo. Las puertas y ventanas de las cabañas se sacudían con la ventisca, que arrastraba un cálido olor a manzanas cocidas.

     El dialecto que escuchaba hablar era más difícil que en el resto de los pueblos que había conocido, pero el viejo le había enseñado algunas palabras en el camino. La gente hablaba un lenguaje menos hosco que el suyo, quizá más delicado, pero había semejanzas en muchos sonidos con los de su propio idioma.

     Ya era casi de noche. Como no quiso pedir comida al viejo de la carreta - la frase de reproche contra el pueblo de Zaid, repetida hasta el cansancio, lo apesadumbraba-, ahora estaba más hambriento. Necesitaba hallar a Draiken si quería comer y dormir un poco.

     Caminó por las calles, mientras lo observaban desde las casas. Se dio cuenta de que las mujeres dejaban de remover los cucharones en las ollas puestas al fuego al verlo pasar, y los hombres detenían el martilleo sobre las tablas. Pero nadie se animaba a observarlo más que unos instantes. Si sus miradas se cruzaban, entonces rápidamente bajaban la vista y murmuraban algo entre dientes. Los niños que se le acercaban enseguida retrocedían ante el grito de sus madres, que los hacían volver y los encerraban. Un sonido, una palabra extraña podía oírse vibrar en el aire, como si todas las voces del pueblo la estuviesen pronunciando al mismo tiempo.

      La gente siguió sus pasos mirando por los postigos entreabiertos. Los ojos de los curiosos a veces se dirigían más arriba de él, o detrás, o a sus costados. Zaid miró alrededor por si alguien lo acompañaba, pero nadie había. Los perros le ladraban al pasar, luego el ladrido se convirtió en un aullido perdido en la oscuridad. La luna hizo que la sombra de las casas se extendiese sobre las calles. Los sonidos que había escuchado al entrar a la aldea decrecieron, y la música había cesado del todo. Las últimas voces se ocultaron tras las puertas. Sólo un viejo se animó a indicarle dónde vivía el médico.

     -Al terminar la calle-dijo.

     Halló el lugar y se paró frente a la puerta. Golpeó con el puño tres veces.

     Un hombre alto y delgado, con una corona de cabello corto y blanco, la barba rubia, abrió la puerta. Zaid se sorprendió del parecido con Markus. El hombre intentó volver a cerrar la puerta, pero luego se quedó quieto mientras miraba hacia la derecha de Zaid.

     -Su hermano el enterrador me ha enviado.

     Cuando el otro volvió a mirarlo, pareció serenarse y le dejó entrar. Un fuego alumbraba la habitación desde un rincón. Las paredes estaban cubiertas de estantes con instrumentos que brillaban con las llamas, pinzas hechas con astillas de huesos, cuchillos y estiletes de muchos tamaños. Sobre las mesas había cuerpos humanos, algunos cortados en fragmentos, otros completos.

     El hombre estaba mirando a Zaid, sin pronunciar una palabra. No se apartaba de él tal vez por no mostrarse cobarde, pero tampoco se animaba a acercarse más. Sólo después de un rato, señaló hacia el espacio junto a Zaid.

     -¿Qué le has hecho a la sombra que te acompaña?- preguntó.

     -¿Qué sombra?

     El otro lo observaba más con desconfianza.

     -¿Entonces, no la ves, nunca la has visto? -Retrocedió unos pasos y se apoyó en la mesa.- ¡Estás maldito, no te acerques!- Pero no le hablaba al joven, sino a la sombra.

     -Su hermano me manda para aprender el oficio.- Zaid deseaba ignorar el miedo del médico.- Lo ayudaré todo el tiempo que me ordene, como esclavo si así lo quiere, a cambio de algo que necesito saber.

     -Si llegas del mundo de los muertos, no hay nada que pueda enseñarte.

     -Es que intento huir de ellos. Si lo que está viendo es lo que sufro en mis sueños, entonces lo entenderá.

     -Veo a Volfus, parece estar vivo pero es una sombra nada más.

     -Usted puede decirme dónde lo llevó su padre.

     -¿Por qué...?

     Zaid miró hacia los cuerpos sobre la mesa. Sus ojos brillaron al ver los inseguros reflejos de la carne muerta sobre el tablón. Draiken tapó los cadáveres con una tela, y ocultó también los instrumentos que podían convertirse en armas.

     -Yo lo maté- murmuró Zaid. Y la sombra a su lado fue creciendo, y el hombre gritó:

     -¡Cuidado!

     Pero Zaid nada había visto ni sentido.

     -No se preocupe- dijo, tan apaciblemente, que aparentaba tener más años que el mundo.- Él me espera en el sueño, sabe que es algo que no podré evitar. Si fuera posible la vigilia constante...

     Draiken echó leña al fuego hasta hacerlo tan intenso, que expulsó la oscuridad de la habitación. Nada más que el techo permanecía en penumbras, y el espectro se había ocultado allí. Luego preparó algo de comer y beber.

     Zaid no dejó nada en su fuente, y aunque se sentía insatisfecho, el adormecimiento lo fue venciendo. Sus párpados se cerraban con lentitud, y la cabeza se inclinó sobre un hombro. El médico tenía los codos apoyados en la mesa y un vaso de madera con leche tibia y miel entre las manos. Le hablaba para mantenerlo despierto.

     -Mi hermano...

     -¡No! El enterrador no quiere que se pronuncie su nombre. Piensa que al nombrarlo se le quitan años a su vida.

     -Ya lo sé-le contestó, sin poder evitar sonreír- Mi hermano el que habla con los muertos. Allá él y sus creencias.

     -Me dijo que su padre pudo haber enterrado a Volfus en el mismo lugar donde dejó el cuchillo.

     Draiken lo miraba desconfiado esta vez.

     -Crié a Volfus por casi diez inviernos, era el menor de nosotros. Se convirtió en un hombre resentido, pero aún lo quiero, y no estoy seguro de ayudar al que lo mató.

     Zaid sintió el frío de una sombra moviéndose justo bajo el techo.

     -¿Qué es, qué forma tiene lo que ve? -preguntó, no por convencer a Draiken, sino porque si ya nada más había por hacer, por lo menos necesitaba averiguar si el muerto que los demás veían era igual al de sus noches.

     -Es un hombre, un cadáver sin podredumbre todavía, y a veces un lobo.- El hombre hablaba fijando la vista en la sombra, luego volvió a mirarlo. - Mi padre me contaba que en el bosque viven muchos espíritus con la forma de animales. Pero el de Volfus es cambiante...- Y miró de vuelta al techo.-... a veces parece un hombre, a veces un lobo.-La voz de Draiken se quebró de pronto, como si se diese cuenta recién ahora de que no veía al pequeño hermano que recordaba, sino la sombra en la que se había convertido.

     Un animal sin contornos que absorbía la memoria de los que lo habían conocido. Una criatura de formas vagas buscando la figura constante, definida, junto a la cual todo lo demás sería sólo un recuerdo desaparecido para siempre, extraviado en el frío y acre aliento que brotaba de esa boca de muerto.


*


De Draiken aprendió todo lo que éste supo enseñarle, pero no lo que esperaba. La revelación del entierro de Volfus se iba postergando indefinidamente. Pero ya no era importante esa urgente necesidad de sepultar el cuerpo para seguir con su propia vida. La culpa había tomado el sabor rancio de las frutas demasiado maduras, y todas las mañanas despertaba con una amarga saliva, como quien mastica sus sueños.

     Cada vez que insistía o pronunciaba en nombre de Volfus, el médico lo miraba con reproche y luego se perdía en sus recuerdos. Por eso Zaid no volvió a preguntarle. Sabía que era necesario complacerlo y trabajar para él, soportando a la vez las amenazas del espíritu de Volfus en las noches.

     Aprendió a conocer las plantas que curaban y  los signos de enfermedad en la gente que iba a ver al médico. Venían viejas doloridas, niños torcidos y llorosos, hombres con llagas. Draiken mostraba dedicación para cada uno, aunque al final del día se sintiese agotado y tuviese los ojos enrojecidos. Se restregaba entonces los párpados con las manos sucias, porque a veces el agua escaseaba en verano. Los enterradores esperaban alrededor de la cabaña, siempre con esa mirada de tierra mojada, y cuando había algún muerto que llevarse, lo cargaban y partían en silencio.

     Durante las tardes, visitaban enfermos con la carreta que un viejo y pesado buey arrastraba con lentitud. La gente los saludaba al verlos salir del pueblo y entrar en la pradera. Zaid sentía una especie de vértigo al mirar el cielo vacío sobre las planicies. A veces se adormecía por el balanceo de las ruedas y soñaba que caía hacia arriba, absorbido por el cielo que fácilmente se confundía con la tierra en el horizonte. Era una pradera amarilla de espigas, una tierra azul con flores rodeadas de frutos como pequeños soles rojos, blancas bandadas de pájaros vegetales que nacían del viento. Hasta donde alcanzaba a ver, había nada más que amalgamados reflejos inconclusos del sol sobre una enorme laguna de plantas. El movimiento de las hojas era como agua que se convertía en aire, ascendiendo en un vaho de la tierra húmeda para alimentar la insaciable boca de las nubes.


     Una mañana, el hijo de una de las familias más viejas de la región llegó corriendo.

     -¡La abuela se muere!- gritó. Se pusieron en marcha hacia la choza que distaba a más de medio día de viaje. Ya la noche se había instalado con una luna de bordes áureos cuando llegaron.

     -La vieja va a morir- le había dicho el maestro durante el viaje.- Te mostraré entonces cómo se derraman los humores de los cuerpos.

     Encontraron a la mujer sobre su camastro cubierta por una manta de pelo de cabra, con los ojos cerrados y los labios abiertos. La fogata iluminaba su cara con una blancura no natural. El pecho aún se movía. Draiken apartó la manta y vio la piel seca, el cuerpo contraído en un espasmo de oscuro ostracismo. Intentó flexionar las piernas y brazos, pero la vieja se resistió a que la moviesen. Todo lo que aún le daba vida se había concentrado en las piernas y brazos, pero su mente estaba ausente y los ojos cerrados a los estímulos. Luego descubrió una herida sucia y fétida en una mano.

     -Un perro la mordió hace un tiempo...-dijo el nieto.

     El médico llamó a Zaid. Lo hizo acercarse al cuerpo para que lo revisara como le había enseñado. Entre ambos dieron vuelta a la vieja. Draiken empezó a palpar la espalda.

     -Aquí esta el humor que da vida a los miembros- explicaba señalando la nuca de la vieja.- Cuando se derrama por una herida que no se cierra en el momento oportuno, es irrecuperable. La armazón del cuerpo se seca y se atrofia. Es una canal entre los huesos, lo mismo que tantas veces viste en los cadáveres. Pero esta vez se está pudriendo por efecto de la mordedura, por eso quiero que hagas el corte que te enseñé. Después taparemos la herida.

     Zaid calentó un estilete sobre el fuego. Hicieron salir al nieto y al resto de la familia. Los murmullos asustados llegaban de la otra habitación.

     -Son supersticiosos- decía el médico.- Esperan hechizos y brebajes, y si no ven bailes y retorcimientos, piensan que nada se hizo por salvarlos. Estarían más satisfechos con Reynod. Pero cuando dejé a mi familia y conocí el resto del mundo, aprendí que todos somos nada más que hombres, carne que se pudre y huesos rotos.

     Tocó el cuerpo de la vieja varias veces mientras hablaba. Sostuvo la mano enferma, y la miró como si la esencia de esa humanidad, todo lo que la anciana había sido siquiera por un instante alguna vez y todo lo que sería más tarde si vivía, fuese cual fuese el resultado de esa noche, estaba contenido entre las manos del médico. Entonces Zaid tomó el estilete, pero sus dedos temblaban. Clavó la punta en el centro de la espalda, y brotó la sangre.

     -¡Más profundo!- dijo Draiken.

     Un líquido espeso de olor fétido fluyó con rapidez y más abundante todavía que la sangre.

     -Recoge un poco-le ordenó mientras limpiaba la herida.

      Zaid puso unas gotas en una vasija y Draiken se la llevó para observarlo a la luz de la fogata. Estudió su consistencia y fluidez contra las paredes del recipiente.

     -¿Sigue saliendo?

     -Poco, y es más rojo.

     -Hay que taparlo, ya es suficiente.

     -¿Pero qué es?

     -Los humores del cuerpo degenerados por esa herida mal curada.

      Después cubrieron el orificio con telas. Draiken hizo entrar a la familia. Había que esperar hasta el día siguiente para saber si la abuela iba a salvarse, les dijo. Todos se fueron, y sólo el nieto se quedó con ellos.

     La luz hacía juegos de sombras sobre la manta que tapaba el cuerpo de la anciana.


*


Los jóvenes se habían acostado en el suelo con pieles que los dueños les habían ofrecido. Draiken se sentó al lado de la enferma, vigilando al mismo tiempo a su discípulo, que se movía y se quejaba en sueños. El nieto se despertó.

      -Vuelve a dormirte, él siempre tiene sueños malos- murmuró Draiken. Dudaba si debía despertar a Zaid. No deseaba verlo sufrir, pero un sentimiento que llegaba de su infancia le impedía hacerlo, el amor por su hermano le hacía difícil sentir otra cosa que no fuese indiferencia por el sufrimiento del muchacho.

     Zaid daba vueltas, se desprendía de las mantas y se tapaba de nuevo un rato después. Tenía piel cubierta de sudor. A veces se golpeaba a sí mismo, pero esos golpes se agotaban pronto, dejando un resto, un pequeño movimiento que se unía al anterior y formaba una sombra con los deshechos del miedo.   

     Draiken vio, o creyó ver algo semejante a dos ojos brillantes en un cráneo delgado y largo. Hasta estuvo seguro de ver el parpadeo, como la luz intermitente de una luciérnaga rondando el cuerpo dormido de Zaid.

     Después sintió el olor, y no tuvo dudas. Era el aroma del pelo húmedo de los animales del bosque. ¿Cómo un olor así podía llegar a aquellas planicies?, se preguntaba. Solamente si alguien lo hubiese traído consigo, y allí estaba el muchacho con aquella bestia habitando su cuerpo, tomando su forma, acechándolo y escondiéndose de él en él mismo. Imaginó a Zaid huyendo de aquella presencia en sus sueños, enfrentándosele al instante siguiente, por una vez valeroso, para descubrir enseguida que el enemigo ya había escapado. Nunca lograría el joven darse cuenta a tiempo que el otro estaba oculto en sus propios ojos, nunca podría hacerlo antes de la llegada de la mañana. Sintió pena por Zaid, pero era el merecido castigo, se dijo.

     Los ojos que había percibido se dejaron ver más nítidos a medida que avanzaba la noche, y el olor era ahora más fuerte aunque impreciso, parte quizá de un ser incompleto y fragmentado que recién comenzaba a formarse, a adquirir cuerpo. Entonces se quedó dormido sin darse cuenta, y creyó haber despertado sólo un rato después, pero ya vislumbraba el halo tenue del sol asomándose al filo del campo. El fuego de la choza se había extinguido, y los jóvenes continuaban dormidos. Las paredes eran más claras, el sol apenas alcanzaba a tocarlas.

     Y pudo ver, primero con escasa nitidez, la forma de un animal, un perro que quizá la familia había olvidado junto a la abuela. ¿Eran suyos esos ojos, ese olor? La silueta comenzaba a moverse, sin agitar la cola, y parecía observarlo. Pero los ojos no eran de un perro, la forma tan robusta del lomo tampoco, por lo menos no de alguno que Draiken hubiese visto en esa región.

     La figura jadeaba, desdibujada en la sombra. La lengua, de rosa oscuro, parecía lamer los restos de la noche que moría. Un temor encarnado, osificado, hecho ojos y cráneo. El pánico en el cuerpo, siempre condenado a seguir creciendo.

     La sombra avanzaba hacia la cama.

     Escuchó las pisadas de la bestia. Un paso tras otro, sigilosos entre el crepitar de los últimos leños. Sintió el olor de la saliva que caía en hilos entre el pelo y las comisuras de la boca.

      Draiken tocó a la anciana, y su extrema frialdad lo sacudió. Estaba muerta desde hacía mucho y él no se había dado cuenta.

     El animal se estaba acercando para devorar el cuerpo.

     Pero antes siquiera de poder agarrar algo con qué matarlo, sintió los dientes hundiéndose en su mano. El dolor dominó su voz, y sólo pudo dar un largo grito que despertó a los otros. Pero ellos únicamente vieron a la vieja en su cama, y al médico parado junto a ella, respirando con gemidos como si se ahogara, y pálido como si la sangre lo hubiese abandonado. Envolvieron la mano con vendas, mientras Draiken los miraba sin expresión, con los ojos abiertos pero sin ver. Algunos miembros de la familia entraron y los observaron en silencio y con recelo. Zaid ayudó a su maestro a salir de la cabaña.

     La luz de la mañana los encegueció. Lentamente, Draiken fue recuperando el color. Metió la cabeza en un cubo de agua para despejarse y se secó. Posó su mirada, aún con restos de pánico, sobre su aprendiz, y lo sujetó fuertemente de los hombros. Entonces comenzó a hablarle como nunca lo había hecho antes, en un tono tan peculiar que el muchacho recordaría tanto como las palabras de su abuelo.

     -Tengo miedo-dijo.-Volfus ya no es mi hermano, sino otra cosa imposible de reconocer a menos que se esté muerto. Nada de lo que he aprendido puede explicarlo. Mis conocimientos son limitados, las cosas que he creído como parte de la vida, son sólo la superficie de ella.-

     Se le acercó a un oído, rozándole la mejilla con su barba.

     - Hoy saldremos en busca de la tumba de mi hermano.- Con los labios heridos por haberse mordido de espanto toda la noche, le dio un beso en la frente.

     -Perdón.- Murmuró después, y se puso a llorar con la cara escondida entre las manos, sin buscar más apoyo que sus piernas cansadas. Encogido, como lo estaba la anciana muerta en la cabaña.


*


Regresaron a la aldea por provisiones, y salieron del pueblo en la misma carreta a la que esta vez habían atado dos bueyes jóvenes.

      Iban silenciosos. Draiken cavilaba con la mirada perdida en el final de la planicie, y Zaid lo observaba, ansioso por saber lo que había sucedido durante la noche. Pero no se animaba a preguntarle.

     Atravesaron campos en los que la luz de la tarde brillaba con un color casi ocre a medida que el sol se ponía. El caminar de los bueyes fue lento y firme, casi no les hizo sentir el paso de los días. Al anochecer desataban a los animales, comían algo y dormían bajo la carreta.

     Dos días después, Zaid halló la oportunidad para hablarle. Había oscurecido, y las nubes eran grandes bocas negras reflejadas en las lagunas.

     -¿Qué pasó en la casa de la vieja?- se atrevió finalmente a preguntar.

     El médico lo miró un momento, mientras desarmaba las yuntas. Parecía preocupado por decidir lo que iba a decir o iba a ocultar.

     -Cuando te pedí que vinieras, fue para que vieses que la imagen que te perturba en las noches es el líquido de la vida convertido en una sustancia pegajosa y maleable. Creí estar seguro que Volfus era nada más que eso. Pero la otra noche un lobo me atacó, y la herida en mi mano no la hizo alguien sin cuerpo. Te estás enfrentando con hechos que no comprendo y temo. Ya no importa si está o no enterrado, él ha conseguido un cuerpo ahora. 

     Les llevó todo el otoño llegar al límite occidental del delta del Droinne. Debían atravesar aún el laberinto de hondonadas y cañones por donde los afluentes se abrían paso entre rocas escarpadas y riachuelos. Cuando se encontraron en campo llano, vieron que los ríos se habían desbordado con las tormentas del último invierno. Sólo alcanzaba a verse un extenso lago sin límites, moteado de montículos de juncos y arbustos, algunas lomas de tierra oscura sobresalían del agua formando una red de pequeñas islas a lo lejos.

     -Tendremos que rodear la inundación.

     -Pero nos llevará todo el otoño- se lamentaba Zaid.

     -No hay otra manera. El bosque que buscamos está mucho más al este. Hace tanto que no voy, que tendrás que guiarme.

     El joven sabía, sin embargo, que el aspecto de la región cambiaba con cada estación de lluvias, que los brazos y afluentes del río eran diferentes cada año. Después de la erupción del volcán, el lecho principal y las playas se habían desplazado. No podía estar seguro de reconocer ni el más pronunciado recodo del cauce.

     -No he regresado desde que era un niño- dijo, tratando de que su voz no demostrase inquietud.

     Draiken suspiró e hizo un gesto de resignación.

     -Entonces estamos igual.

     Decidieron dormir temprano esa tarde para continuar más despejados a la mañana siguiente. En la noche, el aire se convirtió en una pesada masa de agua suspendida del cielo. Hasta el viento era caluroso e irrespirable. Ni siquiera tuvieron deseos de comer, pero tenían que hacerlo para que las provisiones no se desperdiciasen.

     Al otro día comenzaron a rodear el delta lo más cerca posible de la orilla. Las patas de los bueyes se hundían y se agotaban con rapidez antes de llegar la noche. Las nubes se habían reunido formando una sola capa gris que ensombrecía y plateaba el horizonte, sin distinguir el límite entre el cielo y el agua del lago.

     -¿Cuándo va a llover?- se quejaba Zaid, secándose el sudor de la cara y mirando hacia arriba.   

     Algunos relámpagos aparecieron hacia el norte, pero fueron nada más que amenazas de una tormenta que no llegaba.

     -Si llueve-dijo Draiken-nos hundiremos en el barro.

     Y Zaid no estaba convencido de que pudiesen librarse de eso. Los animales parecían dominados por los cambios del aire, se agotaban con facilidad y a veces un resquemor, una inquietud parecía excitarlos.

     Draiken miró atrás. Unas huellas extrañas en el fango lo perturbaron. Además de las pisadas de los bueyes, había otras más pequeñas. Miró a Zaid balanceándose sobre el cabrestante con los ojos cerrados. Tal vez dormía. Las extrañas huellas se iban formando a cada paso que ellos daban, justo detrás a veces.

     -¡Zaid!- gritó.

     El muchacho despertó, y las huellas se retrasaron, más lentas y lejanas.

     -No te duermas..., el otro nos sigue.

     Antes de empezar a llover por fin, un rayo atravesó el cielo y luego cayó una granizada intensa y pesada. Condujeron a los bueyes hacia el bosque, pero los animales casi no habían comido en tres días y avanzaban lentamente bajo las piedras de hielo. Al final de la tarde tuvieron que bajar de la carreta y caminar hasta el árbol más próximo. Lo que parecía un bosque era un conjunto de no más de veinte árboles, la mayoría quemados por el rayo que habían visto un rato antes. Las ramas se fueron venciendo y se quebraron poco tiempo después. Entonces se escondieron lo más posible contra los troncos, mientras alrededor caía un mar de hojas y ramas rotas. Los esqueletos de los árboles ya no podían cubrirlos.

     Siguió lloviendo con la misma intensidad durante todo el día. Miraron a los bueyes, que continuaban quietos, amarrados a las yuntas. Las ruedas se hundían y el agua inundaba la carreta. Vieron cómo la tierra se abría, vieron la creciente penumbra que había comenzado a cubrirlos. Apenas alcanzaban a vislumbrar ya los límites del río, que estaba creciendo hacia ellos.

      Lo único que comieron fueron los frutos húmedos del árbol y el agua de lluvia. Draiken cayó enfermo cuatro noches más tarde. Las raíces se estaban desenterrando y los troncos se quebraron. Zaid desplazó de lugar a Draiken a medida que las aguas avanzaban. Pero ya casi no había árboles donde protegerse, y continuaba lloviendo.

     Los cadáveres de los bueyes sobresalían del barro. El cielo conservaba sus tonos de grises pálidos. En las zonas altas, en las colinas más allá del delta, ocultas en la bruma, el verde de las praderas se había convertido en un amarronado bosque de tierra, como nubes fangosas que se levantaban del suelo por la fuerza de la lluvia.

     Draiken abrió los ojos. Seguía aturdido por la enfermedad que le hacía toser puñados de un líquido fétido y amarillo, pero no dejaba de buscar a su alrededor con la mirada. El lobo, indemne bajo la tormenta, los observaba a ambos: al hombre enfermo acostado, y al muchacho de rodillas junto a él.

     -Que no te venza- murmuró el médico.

     Zaid afirmó con la cabeza, y quiso tranquilizar a su maestro. La voz de Draiken era cada vez más débil.

     -Hay que terminar con él- siguió diciendo, mientras sujetaba una de las manos de Zaid y la ponía sobre su pecho. El muchacho palpó la forma de un cuchillo.

     -Es el cuchillo de mi padre y de mi hermano. Lo desenterré antes de dejar el Droinne.- Tosió y tuvo que aguardar un rato para reponerse.- Cuando te hayas deshecho de Volfus, irás a buscar al viejo místico del sur. Montag, lo llaman. Él sabe de almas, yo sólo sé de cuerpos.- Y su mirada se cerró.

     El lobo estaba allí, de pronto concreto y sin el aspecto incorpóreo con que Zaid lo había visto en sus sueños. Cuando Draiken murió, el animal comenzó a acercarse en la lluvia, atraído por la herida de la mano otra vez abierta, convertidos los tejidos de la carne en una masa de blandos deshechos.

     Zaid buscó entre la ropa de Draiken. El puñal estaba atado al pecho con una soga. Desgarró las telas mojadas con dificultad, y tocó el mango de madera. El filo estaba envuelto por una funda de cuero, y comenzó a desatarlo.

     El lobo se acercaba, abría la boca mostrando el abismo entre sus dientes. Zaid siguió luchando por arrancar la soga que no quería romperse. Estaba a no más de un brazo de distancia cuando logró sacar el cuchillo. Hizo un movimiento rápido y a ciegas hacia delante, sin ver más que una masa confusa de pelos grises que olían a lluvia.

     Un chorro de sangre manó de la mandíbula del animal y le salpicó en la cara , todo a su alrededor adquirió matices rojos, hasta la lluvia era roja, y aquel breve paisaje, pensaría más tarde, había sido el signo más hermoso y terrible que vio en toda su vida.

     Después la sangre se disolvió en el agua que corría por el pelaje del lobo, quieto y jadeante frente a Zaid. La corriente del agua fluía entre las patas de la bestia, fundiéndose para desaparecer en el barro.

     Cuando se limpió los ojos y levantó la vista, el animal se alejaba y se perdía en la planicie que él había creído completamente inundada. Pero la sombra del lobo se confundía con la opaca sustancia de la lluvia y la niebla.


      Dos noches más tarde, había dejado de llover. La masa densa, pétrea del cielo se fue agrietando, y el sol reapareció entre las nubes quebradas.

      Envolvió el cuerpo de Draiken con una manta que el maestro había sacado de la carreta antes de abandonarla, y lo ató con sogas de junco trenzado. Rasgó las ropas y formó sogas que ató alrededor de su cintura. Comenzó a arrastrarlo tomando el camino de vuelta hacia  la aldea. No sabía si los caminos estarían libres,  pero no quería enterrarlo en tierras blandas para que al día siguiente el cadáver se pudriese bajo el sol. Iba a llevarlo hasta el pueblo para darle la sepultura adecuada. Ya tenía, se dijo, un alma acechándolo para siempre, y no deseaba a otro hijo de Markus sobre su espíritu.


*


Zaid se hizo cargo del trabajo del médico. Llegaban para verlo por las mismas causas y dolores que había visto curar a Draiken, y él los aceptaba a todos. A veces, los enfermos venían con problemas que más parecían desviaciones del alma que del cuerpo, entonces algo brotaba en su mente al ver ese torrente de imágenes piadosas en los ojos de la gente. Imágenes semejantes a sueños por su contraste con lo que la realidad ponía frente a ellos. Las miradas de los hombres reflejaban tragedias, llantos, quejidos desconsolados, y las antiguas causas del dolor y la pena  se presentaban descarnadas y crueles. Quizá aquel  conocimiento le llegase de su propio cuerpo habituado al dolor del sueño, a la persecución y a los ojos de los muertos bajo una enorme luna blanca.

     Los cultivos se habían perdido con la inundación, y el pueblo tuvo que esperar dos veranos a que la tierra se curase. Los muertos se multiplicaron a causa del hambre. Los más jóvenes cruzaban las aguas en busca de trabajo y comida, y al regresar tenían las piernas llagadas e impedidas por fuertes dolores. Los partos se adelantaban en las mujeres desnutridas, y los padres le llevaban a sus hijos sobre los hombros, delgados como ramas secas que se quebraban al acostarlos en el camastro.

     Pero cuando ya nada podía hacerse, como remedio o simple consuelo, aceptaba revisar los cuerpos como si todavía estuviesen vivos, no para solucionar lo irremediable o revivir lo que no podía ser recuperado, sino para que los deudos partieran con algo a cambio de lo que dejaban. Todos lo respetaron desde entonces.

    Y muchos años después, al crecer y hacerse hombre, algunas mujeres fueron a vivir con él. Pero un día cualquiera las echaba abruptamente, arrastrándolas sobre el barro frente a su cabaña. Los vecinos no se atrevieron nunca a contradecirlo o recriminárselo, ni siquiera al ver las heridas en las espaldas de las mujeres sobre el polvo. Las palabras que Zaid pronunciaba al hacer esto eran tan incomprensibles como si hubiesen sido dichas en otro idioma, o viniesen de un dialecto tan inclasificable como el de los sueños. Ni siquiera la brisa fresca o el sol matutino clarificaba un poco aquellos gestos o su significado. Al día siguiente, las madres llegaban para ofrecerle a otra de sus hijas, porque temían que la furia acumulada en sus días castos se desatase sobre el pueblo y ya no quisiera curarlos.

     Una mañana, Zaid sintió que su cuerpo estaba definitivamente formado. Supo que sus huesos eran fuertes y sus músculos tenían la rigidez necesaria. Al mirarse en el reflejo del agua, viéndose el rostro de rasgos duros, el cuello ancho y los amplios hombros formados en el acarreo de los muertos y de los enfermos, se dio cuenta que el momento había llegado. Quizá nunca más volvería a estar tan lúcido como entonces, ni sentirse más comprometido con la causa que lo movía desde que era un niño. Aquel suceso del pasado era su toda su vida, aunque otra cosa continuaba oculta debajo de la violación y la esclavitud que había sido la razón del ultraje, el motivo del crimen, la causa del eterno sin descanso de Volfus. No la maldad o la locura, jamás tan variables como los intereses de los hombres, ni la voluntad de los dioses, que tal vez ni siquiera existían más que para las catástrofes y las tragedias. Sino la culpa del abuelo Zor, sólo la culpa vivía procreándose indefinidamente. Multiplicándose como hormigas sobre una fruta madura, convirtiéndose en aire y viento, abarcándolo todo, infiltrándose en cada resquicio de la superficie del mundo. Hasta hacerse ella y la tierra una  masa de recriminación, de causa y efecto sin fin ni posibilidad de retorno, sin el más remoto sueño de redención.

     La única forma de matarla era exterminar la otra culpa, y como escalones borrados con cada paso, las culpas irían perdiéndose en la memoria. Hasta el origen de la primera, la semilla del dolor primordial, la que hería con el solo argumento de su palabra incomprensible: la irreversibilidad de un acto imperdonable.

     Se fue de la aldea una noche tan oscura como en la que había arribado, pero esta vez nadie lo vio. La cabaña que había habitado con Draiken quedó abandonada, y dos o tres hombres aguardaron en la puerta a la mañana siguiente, sin saber que Zaid se había ido.

     El camino de regreso a los bosques de Droinne fue más rápido y menos agobiante que sus recuerdos de aquel largo trayecto hecho cuando más joven. Trepó una colina y miró hacia el este, sintiéndose capaz de adivinar a través de los macizos de roca de los Montes Perdidos, lo que quedaba de su pueblo.

    -Espíritus de la vergüenza- dijo en voz alta, entrelazando las manos y ahuecándolas frente a su boca. Entonces volvió a abrirlas para que ese deseo pronunciado y cultivado por la calidez de su aliento en las palmas, volase con el viento que soplaba del oeste.- No dejes que regrese como un niño dolorido.  No volveré hasta recuperar mi orgullo.- Dejó en el camino las pocas cosas que había llevado consigo, y tomó solamente el hacha.

    Durante todo ese día y los siguientes, derribó árboles y preparó la tierra. Luego construyó una choza a la orilla del arroyo. Un invierno y una primavera transcurrieron después de haberse establecido.


     Y en el siguiente verano, se asomó una mañana al umbral, mientras los restos del rocío nocturno goteaban del alero mojándole los pies. Volvió a entrar, se secó con una manta y usó otra para cubrir a la mujer que dormía. Recién se dio cuenta de que la extrañaría al ver su cuerpo oscuro respirar tan serenamente.

     Buscaba algo en todas las mujeres que había conocido, y en cada una faltaba eso que debía completar el conjunto indefinido de piezas que él llamaba  dioses. Pero de todas ellas, ésta era la única a la que tal vez extrañaría.

     Salió de la cabaña. El sol calentó poco a poco su cuerpo débil por la embriaguez de la noche. Se desperezó con un bostezo apagado que atrajo a los perros. Ellos saltaron a su alrededor, moviendo las colas. En la orilla del arroyo, se arrodilló para lavarse la cara, y sumergió luego todo el cuerpo. Necesitaba desligarse de los restos del sueño, de las imágenes del bosque en que los muertos danzaban, del rostro de Volfus acercándose con los ojos de un lobo.

     El sueño era grande y pesado como un árbol crecido entre sus ojos.

     Los perros esperaban en la orilla y se acercaron a lamerle los pies. El contacto con el pasto fresco lo hizo relajarse. Aquel día de caza sería soleado, y la idea de que el sol había salido especialmente para protegerlo en su aventura, lo hacía feliz. Porque entonces se veía parecido a la imagen que recordaba de su padre.

     Mientras se secaba, su mujer salió de la cabaña con la vasija del ordeñe apretada contra el cuerpo. Las cabras brincaron en el corral cuando ella entró. Detuvo a una de la cola, y se sentó a ordeñarla, entrecerrando los ojos mientras lo hacía, monótonamente. Aunque había amanecido mucho antes, a ella le gustaba dormir, y era difícil lograr que se levantara con el alba.

     pero es buena. Tienen razón los que me dijeron que las mujeres negras son fieles

     Ella le estaba mirando con su perezosa sonrisa. Él le respondió con un gesto reprensivo de las cejas fruncidas, aunque no pudo mostrarse demasiado severo.

     La dejó en su tarea y fue hasta el depósito donde guardaba las armas bajo tierra. Corrió dos tablones y se metió en el pozo. Separó dos o tres lanzas para elegir la que usaría. Volvió a salir y se sentó a dar filo a las puntas. El metal que había traído de la aldea era fuerte, y al afilarlo, el brillo lucía imponente.

     mi padre estaba en lo cierto al decir que el brujo nos mantenía aislados. Si viera él estos materiales de los hombres del Este

     El sol de la mañana se reflejaba en las lanzas, cegándolo a medida que las iba girando entre sus manos. Levantó la vista y vio que Tahia lo miraba con una maternal expresión de pena. Zaid no sabía si enojarse o reírse de tal mirada. Entornó los ojos, con un gesto desdeñoso en los labios. Ella bajó los párpados rápidamente, y se fue llevando la vasija sobre un hombro.

     -Yo no sentiré pena cuando haga lo que debo - se dijo Zaid en voz baja.

     Volvió a la choza y dejó la lanza elegida bajo el alero. Fue hasta donde estaba Tahia, de espaldas y agachada frente al fuego. Zaid se le acercó y comenzó a acariciarla para penetrar en el cuerpo de su mujer como alguien, mucho tiempo antes, había entrado en el suyo cuando él era un niño. Y como cada vez que recordaba y comparaba ambos momentos, no sintió nada más que un dolor ausente de angustia, como si aquel viejo dolor hubiese huido transformado en líquido, en secreciones blancas y puras fluyendo del cuerpo.

     Tahia no lo rechazó, pero al sentirse lastimada hizo un involuntario movimiento para apartarse. Zaid se enojó. Intentó acercase a ella otra vez, acariciando sus pechos esta vez con suavidad.

     -La más hermosa -le susurró al oído. - La más hermosa que he tenido. - Y fue suficiente para vencer su resistencia. Sobre la espalda oscura de la mujer, las blancas manos de Zaid parecían estrellas de cinco puntas sobre un cielo de verano. El calor que se desprendía de su esfuerzo por sujetarla se mezclaba con el calor de las llamas, un pálido fuego frente a la luz de esa mañana brillante. La tuvo en sus brazos mucho tiempo, sintiendo cómo ella se iba desvaneciendo. Pero los párpados de Tahia aún estaban abiertos, y los ojos atentos. Parecían estar absorbiendo sus pensamientos.

     voy a hacerlo

     Recorrió el cuello de Tahia con sus besos.

     después de poseerla. Su boca altera mi espíritu y perturba a los dioses

     Más tarde, cuando el sudor, los gemidos y el rozamiento de una piel contra la otra habían desaparecido, ya todo aparentaba haber sido hecho, menos lo único importante.

     bien, lo que me molestaba ya no está, la misericordia de esa mirada que me dedicó, mi respuesta a su conmiseración

     Se separó de Tahia para aproximarse al fuego. Se sentó y la observó levantarse otra vez, con esa graciosa pereza que lo hacía sonreír siempre.

     -El aceite- le ordenó él. La vio ir en su busca, regresar a su lado y retirar la tapa del recipiente. El aroma de la tierra, los zumbidos del viento que rozaba las hojas unas contra otras como amantes entregados a la penumbra sin tiempo de la noche, inundó el aire cálido de la cabaña.

     Zaid se recostó, y Tahia fue vertiendo el aceite espeso y tibio sobre su piel. Lo esparció con la punta de los dedos en cada sector y pliegue del hombre que la había adoptado. El que le dio un hogar, un fuego, y el preciado abrigo todavía más cálido que la fogata, su propio cuerpo para cubrirla. El mismo que ahora untaba como signo de preparación y despedida. Pasó sus manos sobre la tensa fragilidad de cada músculo, la fuerza que se iba acrecentando hasta hacer de él un árbol, una roca y una piedra en movimiento.

     Zaid apreciaba aquellas manos que pronto ya no vería más. Eran una ausencia en su propia presencia, algo que estaba y no estaba. El tiempo tendía a confundirlo a veces, haciéndolo pensar en el futuro como si fuese su presente.

     Iba a extrañarla.

     Mirar la oscura piel, suavemente cubierta por el vello del cuello, de las axilas, del sexo oculto entre las sombras de los muslos. La extrañaría, y se preguntaba adónde había ido el valor del que hasta entonces se había sentido orgulloso. Porque solamente un gran coraje era imprescindible para clavar el cuchillo en esa carne tersa, mirándola a los ojos, sabiendo que ella, pasiva, voluntaria y resignadamente, se le entregaría como siempre, una vez más, en su totalidad. Su cuerpo completo, los brazos y manos abriéndose y cerrándose en espasmos de placer, las piernas retorcidas, los párpados entreabiertos para ver la nada detrás de él, mientras la poseía.

     Cuando ella acabó con el aceite, se alejó en busca de las pinturas que aguardaban desde la noche anterior para espesarse con el frío. Zaid reposaba en el haz del sol que había logrado entrar. La brisa fresca le provocó escalofríos. Se miró el cuerpo, brillante. Cerró los ojos y se adormeció unos momentos recordando las palabras que Tahia le había dicho al conocerlo: “Mi hermoso Señor”.

     -¡Tahia!

     Ella apareció asomándose desde la puerta.

     - ¿Dónde estabas?

     -Mirando a los perros. Cuando vuelvas, una de las hembras tendrá cría.

      Le hizo señas para que se sentara en sus rodillas.

     -Mujer, lo que voy a hacer en el bosque no tiene posibilidad de retorno, y necesito el apoyo de los dioses y todas las magias y poderes de los que pueda lograr el favor. Tu deber es prometerme que me serás fiel mientras esté ausente.

     Ella lo abrazó de inmediato y lloró.

     -Estas lágrimas no prometen nada. Aunque lo digas, tu palabra es de mujer, inconstante y vulnerable.- Zaid separó su cara de la de ella. Tahia seguía llorando, y de pronto lo empezó a mirar ya no con miedo, sino con una expresión más parecida al rencor.

     -No me mires así- dijo él. - Nunca fuiste ni te prometí que serías más que esos perros, cuando te traje a mi casa.

     Los animales esperaban sentados a la sombra, fuera de la choza, y movieron las colas al saberse nombrados. Ella los miró, y reaccionaron con ladridos. Se apartó de Zaid, trajo las pinturas y se arrodilló junto a él.

     -No quise hacerte enojar- dijo ella, con la mirada baja.

     Zaid le acarició el cabello, como hacía con sus animales, y al darse cuenta, retiró la mano con brusquedad.

     no ablandes mi alma, piedad

     lejos debe quedarse tu bella casa, misericordia

     lejos de mi alma oscura, que no te da cabida ni consuelo 

    Zaid, nieto de Zor el Traidor, Zaid el humillado, el cazador de espíritus

     Se paró delante de Tahia para que comenzara a pintarlo. Ella primero untó una pátina gris oscuro hasta cubrirle todo el cuerpo, haciéndolo parecido a un cielo nublado. Luego dibujó rayas blancas, cortas, y pequeños círculos con los pulpejos de los dedos. Las uñas de Taia le hicieron sentir tenues pinchazos y cosquilleos que provocaron su risa, entonces ella alzó la vista para mirarlo y sonrió.

     Zaid se contempló los brazos y manos, piernas y muslos. Los aceites se iban oscureciendo al secarse, y finalmente tomaron un tono opaco de gris matizado con manchas negras. Tenía el aspecto del pelaje de un lobo.

     Sólo restaba la cara, pero las pinturas rituales le devolvieron la memoria de la carne, y recordó al brujo el día de la circuncisión. Su cuerpo se contrajo y apoyó una mano sobre el sexo.    

     Tahia se apartó, pero enseguida sus ojos se enternecieron. Zaid se puso de rodillas frente a ella. Su cara se había contraído esperando que el dolor se fuera, y a medida que desaparecía, vio a su mujer y sus ojos de lástima. Tuvo vergüenza.

     Odió a la que lo miraba con ese gesto maternal de piedad.

     Entonces la fuerza para el gran acto llegó de ese lugar, en el momento exacto.

     Sintió los dientes apretados de furia, y la boca pronunció palabras que no quería decir.

     -¡No me mires así! ¡Te obligaré a ser fiel, hembra de perro, hembra de bestia!- Y agarró el cuchillo que estaba sobre la mesa.

     Pudo ver la mirada de Tahia, sus brazos abiertos, las manos agitándose, y luego nada.

     Únicamente la sangre.


*


Pasó un dedo de su mano derecha sobre la sangre. Con ese dedo, se frotó la frente desde la base del cabello hasta una ceja. Se detuvo, cerró los ojos, y se pintó el párpado con la misma línea roja. Luego, volvió a abrirlo, y continuó sobre la mejilla hasta la comisura de la boca.

    Se ensució otra vez el dedo, para seguir la línea por el borde externo de la barbilla. Después, todo a lo largo del cuello.

     Era la línea de la valentía.

     Con un dedo de la mano izquierda, repitió el proceso sobre el lado derecho de su cara. Frente, ceja, ojos abiertos y cerrados y abiertos otra vez, párpado, mejilla, labios, barbilla y cuello.

     Era la línea de la destreza.

     Sumergió los pulgares en el gran charco rojo que se había formado bajo la espalda de Tahia. Con los pulpejos, hizo una nueva línea desde el centro de la frente sobre la nariz y el labio superior. Cerró la boca, pasó los dedos sobre los labios. La línea siguió por el centro del mentón y la garganta, hasta la depresión central del cuello.

     La tercera era la línea de los dioses.

     Ahora ya estaba listo. Sacó el cuchillo de Markus del sitio donde lo había enterrado en el suelo de la cabaña, bajo el camastro en el que dormía Tahia. Lo desenvolvió y comenzó a limpiar el mango sucio de humedad y tierra. El filo aún era eficaz, pero se puso a mejorarlo un poco más sobre el fuego.

     La luz entraba con los signos de las tempranas horas de la tarde. En el umbral, los perros lo miraban. Cada movimiento de Zaid se convertía en un pestañeo, un agitar de colas y orejas, un erizarse del lomo, un gemido, una dilatación en las pupilas de las bestias. Husmeaban de vez en cuando el olor que llegaba desde el cadáver, encogido en un rincón y rodeado por el charco oscuro que era a la vez una cuna y una mortaja.

     Las llamas lamían el filo del hueso dejando manchas oscuras en la superficie. Lo probó en su propio dedo, y surgió un delgado surco rojo. Debía ser el mismo filo que muchas veces cortó el pie de muerto del viejo Markus.

      -Bien- dijo en voz alta, dirigiendo la mirada hacia los animales.- Estoy preparado.

     Ellos se levantaron para rodearlo, con las cabezas en alto. Los ojos estaban pendientes del más leve signo que la cara de Zaid expresaba, las orejas levantadas y atentas, las mandíbulas manando saliva. Como había decidido llevarlos para atrapar al lobo, los había dejado sin comer desde el día anterior, y durante el camino los cebaría con grasa, apenas lo suficiente para mantenerlos fuertes y hambrientos a la vez.

     Antes de partir, envolvió el cuerpo de Tahia con unas telas que Draiken le había enseñado a preparar para mantener los cadáveres. Quería que el bello cuerpo de su mujer no se viese perdido del todo. Aquel depósito bajo tierra le daba además el clima adecuado para alejarla de los insectos y gusanos. Allí esperaría, se dijo, el día de su regreso.

     Los perros lo observaron mientras dejaba caer los tablones, el ruido espantó a las aves de los árboles vecinos que huyeron en bandadas. Después cubrió la entrada con tierra y rocas. Se ató el puñal con una soga alrededor del cuerpo y practicó varias veces desenvainarlo con la mano derecha. Miró hacia los bosques de su infancia, como si ya pudiera verlos a pesar de la distancia, y comenzó a caminar hacia el este. 

      Al atardecer, los perros lo precedían en el camino, ladrando, atentos y cumplidores en la tarea de avisar, a quien quisiera o no escucharlos, que su amo estaba pasando por esa región. Zaid parecía balancearse al caminar. Alternaba el paso de sus piernas con el extremo ancho y romo de la lanza como bastón. Iba con la cabeza gacha, puesta la mirada en el suelo y los terrones del camino. Pero no estaba mirando eso, sino otro sitio y otro tiempo por venir, la estrategia planeada, los movimientos y maniobras para el éxito de la cacería. Más tarde, sólo entonces, imaginaría la recompensa de la paz, en cómo serían los sueños sin pesadillas, la gran ausencia y el vacío dorado del rostro ido para siempre. Y esa sensación se la transmitía el cielo al oscurecer. Su propia sombra, proyectada hacia el este, parecía una punta de flecha marcando el camino a seguir. La señal que los dioses le daban. La sombra fue adelgazándose, hasta convertirse en una línea negra acompañada de otras, las de los árboles y los perros, de las pocas aves que atravesaban la silueta del sol que se ocultaba. El camino se perdía entre brumas. Las luciérnagas brillaban justo delante de sus ojos, mientras los perros saltaban para atraparlas. Enjambres de saltamontes, cientos en aquella época estival, pasaban sobre los árboles y algunos se posaron en sus hombros.

     Aún había muchos arroyos y ríos por cruzar, una gran distancia lo separaba del bosque oriental de los Montes Perdidos. La noche lo detuvo y se durmió. Los perros se acostaron, con las orejas erguidas y atentas. Zaid pudo dormir con serenidad.

    

     Despertó con un fuerte aleteo de aves que volaban hacia el norte. Los árboles eran más abundantes y la vegetación se iba transformando. Los arbustos del delta dejaron lugar a altas hierbas y enredaderas a ras de tierra. Luego, cuando los macizos rocosos estaban ya tan cerca que debía alzar la cabeza para ver la cima, aparecieron árboles de tonos rojizos, amarillos y verde claro. El bosque de laderas empinadas había comenzado, la periferia por lo menos, dando indicios de lo que podía hallarse en las hondonadas y colinas entre los montes. Hacia el sur, una serie de nudos gigantes conducían a la lejana zona donde las montañas estaban siempre nevadas.    

     Sabía que no iba a encontrar a los lobos todavía. Los escondites estaban seguramente en sitios ocultos entre los abetos y su maraña de raíces. Siguió caminando mientras los perros se adelantaban a explorar el origen de los olores que sólo ellos percibían. Iban a ser sus narices las primeras en descubrir el refugio del lobo, él lo sabía.

     Pasó la tarde con un único hecho importante, la caminata y el pensamiento, dos planos separados de una misma ansiedad y duda creciente: la forma de enfrentar lo que hasta entonces había sido una imagen inatrapable. Vino también la noche, y el día siguiente, y la noche y tres lunas y soles más.

     El bosque se iba condensando en una sombra guarecida por los montes, las quebraduras de la tierra hechas protuberancias, cicatrices cubiertas de plantas que crecían donde apenas un puñado de tierra era capaz de asentarse entre las piedras. Fosos con setos de cerezos rojos como manchas de sangre, bosquecillos de melocotoneros cuyos frutos recogió como provisión. Pero los perros bebieron muy poca agua de los arroyos. Algo los impelía a rechazarla.

     Llegó un día de lluvia, y las arañas y serpientes salieron de sus escondites. Zaid vigilaba las ramas y el suelo. En la tarde, los perros se habían puesto a ladrar alrededor de una víbora asomada entre la hiedra. Pero antes de que Zaid pudiese matarla, uno de los perros había sido mordido. Los demás se apartaron y la serpiente se escabulló entre las hojas.

     El perro herido se había sentado a lamerse la herida. La vida del perro se fue extinguiendo. El brillo de los ojos se fue borrando con lentitud. Los otros lo miraban, callados, con las colas bajas. El perro intentó mantenerse erguido, pero las patas se le aflojaron, y cayó de costado. Los ojos siguieron abiertos por un rato, se hincharon y se deformaron los rasgos de su cara. Abrió la boca por última vez, y dejó caer la lengua llena de espuma. Tuvo dos accesos de ahogo antes de morir.

     Zaid lo levantó y caminó hasta un árbol grande. Se puso a cavar una pequeña fosa entre las raíces que sobresalían del suelo. Los otros perros se le acercaron y lo ayudaron a excavar con sus patas. Él se les quedó mirando, y después dejó el cuerpo en la fosa.

     Cuando continuaron su camino, esta vez los animales ya no corrían. Lo acompañaban a su mismo paso, apesadumbrados, y tal vez pensando también, como él lo hacía.


     Unos días más tarde, la angustia del hambre reemplazó el anterior estado de ánimo de los perros. No habían comido más que grasa y tomado un poco de agua con desgano. Zaid temió por su propia seguridad, pero estaba demasiado cerca de la meta como para cometer el error de alimentarlos y arrebatarles la furia. Los senderos entre las coníferas eran más empinados, con pequeñas cascadas que marcaban claros en las laderas. De vez en cuando, descubrían cuevas de ardillas o tejones de los que debía alejar a los perros con amenazas.

     Una tarde los animales se detuvieron, husmearon el aire un largo rato, y se pusieron a aullar. Se erizó el pelo de los lomos y las colas se tensaron. Ladraban en círculo alrededor de un refugio tras unos árboles caídos. Algunos empezaron a excavar, otros saltaban encima de los troncos, o se tendían en sus patas delanteras, agazapados y sin dejar de ladrar.

     Zaid sabía que por fin lo habían hallado. Estaba oscuro, y la pintura roja de su cara brillaba con el reflejo del crepúsculo a través del follaje, los ojos de los perros también relampagueaban en la incipiente penumbra.

     El rostro del lobo estaba asomado a la entrada de la cueva, mirándolo receloso. Los perros continuaban ladrándole, pero no se amedrentaba por ellos. Miraba solamente al que había venido a buscarlo, y en lugar de volver a su refugio, huyó pendiente arriba. Lo desafiaba a seguirlo.

     Zaid no iba a desairarlo. Lo perseguiría hasta donde fuese con tal de terminar con lo que se había iniciado hacía mucho tiempo, tan firme en su memoria como una huella en la lava. El origen de la tragedia que los había unido el día que subieron a la misma balsa.

     Corrió tras el animal, siguiendo a los perros. La bestia saltaba las piedras y los troncos, cambiando de dirección con rapidez. El sudor corría por la frente de Zaid, y la garganta se le secaba con el viento. Empezó a sentir que las piernas se le dormían en el terreno ascendente. Las piedrecillas lo hacían resbalar, y varias veces cayó de rodillas.

     El lobo huía sin enfrentarlo. La cola de pelo espeso, los ojos rutilantes al girar la cabeza para ver a su perseguidor, imágenes que se deshacían con los débiles destellos de la luz de la tarde entre las ramas. Hasta que ya no pudo verlo más. Todo el resto del día lo estuvo buscando, con el temor de verse sorprendido a la vuelta de cada sendero o detrás de cada árbol.

     Mantuvo una fogata débil durante la noche, apenas suficiente para iluminarse. No estaba cansado. Los perros se sentaron a su alrededor, atentos como siempre a los sonidos nocturnos. Uno de ellos de pronto alzó la cabeza y saltó hacia la oscuridad más allá del fuego. Otros lo siguieron.

     -¡Quietos!- gritó, y pudo detener por lo menos a los últimos, que se quedaron dentro del halo de luz, escuchando los gemidos desde la penumbra, el sonido de la piel desgarrada, el agitarse de los arbustos con el choque de los cuerpos unidos en una pelea que sonaba como una danza. Los animales, excitados en el límite exacto de la luz, apenas lograban contenerse para no correr. Zaid intentó calmarlos, porque estaba decidido a no intervenir. Sabía que los otros perros no regresarían, y no quería perder también a los únicos que le quedaban.                                                                                                                                                                               

                                                                                                                                             

     En la mañana, enterró los cuerpos y continuó adentrándose al este en una meseta menos frondosa, entibiada por un sol sereno. Los demás animales del bosque parecían saber que él no los buscaba. Los zorros lo veían pasar desde sus madrigueras, y los ciervos lo observaban sin escapar.        

     El cansancio comenzaba a dominarlo, pero era más pesadumbre que cansancio. Se restregó los ojos. Un punzante dolor de cabeza lo hizo buscar la sombra de una encina. Partió algunas bellotas entre sus dedos para aspirar el aroma. Los rayos del sol caían con largas flechas, y vio las motas de polvo, las semillas que seguían la dirección de la brisa. Pensaba continuamente, sin poder detenerse, y ésa era su perdición. El pensamiento traía consigo la desdicha y el recuerdo.

      el pensar no debería ser para los hombres, pero estamos hechos de su sustancia

     Se había quedado quieto, boca abajo y con los ojos cerrados, sintiendo el zumbido del dolor en su cabeza. Oyó el crujir de una rama, pero ya era demasiado tarde para reaccionar. Sintió unos profundos rasguños en la espalda, y el ardor fue tan intenso que lo hizo tirarse al suelo, mientras veía cómo los perros habían salido a defenderlo y peleaban con el lobo, que ahora parecía más grande, como un hombre en cuatro patas.

      Los perros luchaban en desventaja. Dos estaban muy heridos y se quedaron quietos a un costado. El lobo entonces huyó de pronto, no porque no hubiese tenido oportunidad de terminar con ellos de una sola vez, sino por esa inexplicable causa que lo hacía reservar las fuerzas, medirlas, para dominar a Zaid con firmes y esporádicas masacres.

     Mientras los perros se lamían las heridas, él, allí acostado, se sentía otra vez como el pequeño Zaid de la balsa, vencido y boca abajo, viendo pasar al mundo a sus espaldas. La piel le ardía de una forma que jamás imaginó podían doler los rasguños de una garras, por más fuertes que fuesen. Se recriminó una y otra vez su error, la equivocación inadmisible, sintió deseos de llorar. Los perros aullaban.

     Decidió levantarse, lentamente.

     Logró pararse, y con la lanza sacrificó a los animales que sufrían. Los otros lo miraron por un momento, y se sentaron a descansar. Esa noche, preparó una cura de hierbas frescas. Se recostó de espaldas sobre las hojas untadas con ella. Los párpados se le cerraban al mirar las copas de los árboles mecidas por el viento. Los grillos chirriaron bajo los rojos reflejos de la luna sobre las hojas de las encinas. No podía moverse mucho, y ni siquiera trató de hacerlo al presentir que el lobo lo vigilaba, escondido en alguna parte detrás de los troncos, mientras el sonido del viento acompañaba su aullido estentóreo. Ese canto le produjo un escalofrío en la espalda herida, pero era tan bello y tan cruel como la forma del alma a la que pertenecía. Estaba casi seguro que no iba a atacarlo esa noche. Era probablemente otro el método que el lobo había elegido para exterminarlo.

     Los perros tenían miedo, y se acostaron junto a Zaid. Sintió el temblor de sus cuerpos acurrucados contra él, pero no iba a calificarlos de cobardes. El temor era un gran maestro.


     Cuando amaneció, fue a lavarse al arroyo y encontró el cadáver de otro de los perros. Sólo quedaban dos. La espalda se le había aliviado lo suficiente para continuar, y se puso en marcha. Mientras caminaba, su piel parecía rígida como una soga atándole los hombros. Los animales iban a su lado, cabizbajos, el hambre al que los había sometido era menos fuerte que el miedo.

      son nada más que pequeñas bestias, en cambio el otro tiene la mente de un hombre, y actúa acorde a la medida de su crueldad, pero por qué tanto pensar    

      definir, nombrar, actuar y perder en consecuencia.

     La pérdida desde el primer brote y concepción del pensamiento más elemental.

    El pensar para perder, y perder para dedicar la vida al pensamiento.

    Nacer irremediablemente fracasado.

     Sintió los pasos del lobo. Se detuvo, y las pisadas también lo hicieron. Avanzó y se reiniciaron. Los perros parecían adormecidos, continuaban caminando sin hacer caso más que a sus propios dolores. Zaid sujetó el mango del cuchillo con fuerza, dispuesto a morir con la mano allí, aunque el puñal nunca alcanzase a salir de su funda. Dispuesto a ser enterrado de esa forma, si hubiese habido alguien que se encargase de eso.    

     Con la otra mano en la lanza, miró hacia todos lados. Escuchaba los pasos y crujidos en la hojarasca, el viento sobre el pelaje del lobo, el rumor del pelo espeso. Podía oírlo, y era extraño, como si viniese de otro mundo donde el lomo de los lobos hubiese sido concebido con un material más noble que la piel de las simples bestias mortales.

     Y el ataque vino del cielo, de las ramas suspendidas sobre él. De las ramas suficientemente fuertes para sostener el peso de un lobo grande, pero no para soportar el impulso de su salto. La madera se rompió al brincar y cayó quebrando la lanza. Zaid tenía al animal encima, un pelaje abundante y duro cubriéndole la cara. Las garras se prendieron a sus hombros y se hundieron en la carne. Las patas traseras se apoyaron sobre él. El pecho del lobo estaba en su cara. Su brazo izquierdo no tenían fuerzas y el hombro se le había adormecido.

     El lobo buscó su cuello.

     Zaid podría detener la boca del lobo con el brazo derecho muy poco tiempo más. Trató de deshacerse de la sangre, la tierra y el cuerpo que tenía encima moviendo la cabeza. De a poco, la mano izquierda se hizo más sensible y los dedos despertaron. En un momento los dos quedaron tumbados de costado, y él apoyó el codo para meter la mano entre su pecho y el vientre del lobo. Alcanzó el puñal, y lo hundió en el cuerpo.

      El lobo se estremeció y mordió el aire, se mordió a sí mismo donde había sido herido, y se revolcó en el suelo. Pero no pudo levantarse otra vez. Los ojos ya no lo miraban. Cayó sobre el polvo, y de la boca brotaron puñados de sangre oscura.

     Zaid lo estuvo observando mientras agonizaba. Luego de un último temblor, la bestia no se volvió a moverse. Él se acercó, oliendo saliva y sangre como si éstos fuesen los elementos esenciales del bosque. Miró con curiosidad los párpados aún levantados, los ojos sin descanso. Pero ningún signo de vida parecía resistir. Entonces, sin explicarse por qué razón, sin pensarlo siquiera, se arrodilló junto al lobo, apoyó una mano sobre el pelaje, lo acarició y lo besó.

     Los perros se le acercaron, pero esta vez no había temor ni sumisión. Zaid se apartó del lobo y quiso recompensarlos con una caricia, pero le gruñeron. No lo miraban con el furor del hambre, como pensó al principio. No lo estaban observando como lo hacen los animales, sino como lo hacen los hombres.

     -¡Váyanse! ¡Están libres!- les gritó.

     Pero no se fueron. Los ojos de los perros hablaban.

     La voz de Volfus estaba en ellos.




Ilustración: George Grosz

    



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