Mientras bajaban de las montañas, se detuvieron a mirar el fondo de las grietas entre las rocas. Pero no se atrevieron a ir por esos estrechos, a pesar de que podrían haber evitado un largo camino. Tahia se negó a atravesarlas.
-No- dijo simplemente, la frente y la cara fundidas en un frío enojo.
-¿Por qué?-preguntó Zaid.
Ella ni siquiera lo miró. Se sacó el gorro y sus cabellos rizados cayeron sobre el cuello y las pieles que la abrigaban.
-Sólo sé que no debemos ir por ahí-le dijo bruscamente.
Zaid no había oído antes tal entonación de ira en su voz. Durante el camino de regreso a las tierras del Droinne, ella había cambiado. Tal vez fuese el agotamiento, la falta de comida o el frío. La humedad que se levantaba del río había comenzado a sonrojar su piel.
Zaid contempló la masa verde de los bosques que crecía a medida que se acercaban, los mismos en los que había corrido siendo niño, y los recuerdos llegaron con intenso ardor, como si un gusano se moviese en sus venas cada que pensaba en esas tierras. Él confiaba en Tahia, porque algo en su mujer lo había llevado por los senderos correctos a través de tantos ríos y campos. Pero estaba confundido, y quizá lo perturbase también su propio corazón al pensar en sus padres y su hermano.
Tahia apoyó las manos sobre las mejillas de Zaid.
-Está oscuro, son caminos que no tienen fondo-dijo, refiriéndose otra a vez a las hondonadas.
-Pero…
-¡No! Aquí dentro…-y ella señaló su propio pecho, aunque su expresión quería decir todo el cuerpo-…está demasiado oscuro. Necesito luz para guiarme.
El cuerpo de Tahia le pareció un mundo de gritos y dolores que se silenciaban al fijar los ojos en el cielo azul que cubría y rodeaba los montes. Más allá de donde se habían detenido, un verde espeso moteado de grises sombras y floridos rojos se extendía hasta los afluentes del gran río. Tahia esta vez se sujetó a su brazo derecho, abandonándose. Continuaron caminando, mientras su triste sonrisa no dejaba de enternecerlo.
La carga de carne salada envuelta a sus espaldas era menos pesada después de tantos días. Entre los árboles, escucharon el fluir de arroyos y el chillido de algunas aves. El sol estaba alto, y el rumor de los animales les hablaba de la hora de alimentarse. Pero no tenían hambre. En Zaid había nacido un resquemor que le contraía los músculos y lo hacía sudar. Tahia continuaba mirando con atención cada detalle del lugar. Nunca habían tenido sus ojos tal tamaño de atención y curiosidad. De tanto en tanto, se separaba de él para adelantarse hacia los claros, desde donde podía ver toda la extensión del valle. Resbalaban a veces en el barro, y se reían como niños. Tahia le ofrecía su boca en esos momentos, y él sentía en sus labios un sabor impreciso, amargo pero no desagradable. Un sabor cuya peculiaridad era la forma, el tamaño de algo a ser llenado por otro algo que no podía definir.
Un hueco, una enorme fuente que ni siquiera contiene aire. Ella se ahoga.
Habían llegado casi al pie de la última montaña antes del valle. El sol les doraba el cuerpo con un prístino reflejo, pero pronto nubes negras y malformadas comenzaron a cubrir el cielo. Se sentaron a descansar y cocieron la carne en la fogata. Zaid se sumergió en el río, mientras ella le dedicaba sonrisas desde la orilla. Él se daba cuenta que los pensamientos de Tahia se dirigían hacia otra parte, porque su rostro era una máscara. Pensar en ella lo atraía también a la idea del vacío. Mirando el agua, notó que las suaves olas eran también máscaras debajo de las cuales estaba la nada. Hasta el dolor desaparecía en esas aguas, que ella había recogido para calentar al fuego. Así era también cuando yacían juntos en el lecho. Él se sentía curado del dolor, y los recuerdos le llegaban como imágenes ante las que su piel era insensible. Mientras ella estuviese con él, la templanza de la nada lo protegería de la tierra.
Pasaron la tarde recostados en la orilla junto a las brazas, agotadas como el sol del atardecer. Escucharon truenos desde el sudeste, por encima de los bosques de hayas en los Montes Perdidos.
De espaldas y con un brazo bajo la cabeza de su mujer dormida, Zaid miró al este, hacia las montañas que volvían a elevarse más allá del cauce que el Droinne había escarbado para abrirse paso al mar. Las sombras de las nubes depositaron un halo opaco sobre las cosas. Los árboles sólo eran visibles cuando el viento los movía, y el río brillaba con los relámpagos. Los pájaros pasaban rápidos para refugiarse. Nubes de polvo se levantaron con las ráfagas de aire frío y húmedo. Tahia tuvo un temblor y se aferró más a su brazo.
-Vamos a refugiarnos- dijo él.
Ella asintió, sin abrir los ojos, pero volvió a dormirse. Entonces la levantó en brazos y caminó hasta protegerse bajo los árboles. La lluvia formó pozos en la tierra, venciendo las ramas que parecían puentes y canales por los que la lluvia caminaba para caer en los grandes charcos. El olor de la tierra mojada, tan claro y familiar, se fue haciendo lo único reconocible en medio de la noche.
Al día siguiente, llovía más suavemente. Continuaron el camino entre la niebla. Luego, la llovizna se convirtió en torrentes, y las ramas caídas y arrastradas interrumpían el camino. Durante todo el día no pudieron distinguir más lejos que el largo de sus brazos, únicamente la masa verdosa de los montes aún lejos. Temían pisar senderos resbalosos que simulaban rocas y eran nada más que barro, y a las serpientes en los charcos. A media tarde llegaron a una cabaña. El cauce se había desbordado, pero la corriente golpeaba las paredes de ese refugio con respeto.
Por las ventanas, vieron a un grupo de mujeres alrededor de un fuego. Ellas se dieron vuelta cuando todavía no habían llamado a la puerta. No era posible, se dijo él, que oyeran sus pasos por encima del ruido de la corriente y la lluvia. Una anciana se levantó y fue hasta la puerta. Tenía el rostro cruzado de surcos profundos como los hechos por la lluvia en la tierra. Una cara llena de pozos donde prevalecía la sombra de la desconfianza.
-Queremos protegernos- pidió Zaid.- Mi mujer se siente enferma.
La vieja lo miró detenidamente, sin responder ni dejarlos entrar. Sólo después de un rato, se hizo a un lado. No era alta ni fuerte, pero Zaid no se animaba a forzar esa mirada antigua como el bosque que los albergaba.
Ayudaron a Tahia a desvestirse, la cubrieron con una manta seca y la hicieron sentarse junto al fuego. Zaid comenzó a sacarse las ropas mojadas, pero ellas lo miraron hoscamente con esos ojos secos y pequeños entre las arrugas. Tahia le hizo un gesto que él comprendió, entonces tuvo que ceder. Las mujeres se comprendían una a otra con una complicidad en la que él nunca podría penetrar. Salió enojado, volteando la vasija de la leche junto a la entrada y lastimándose un pie. El olor de la leche se esparció, e hizo más evidente ese algo impreciso que las hermanaba y las separaba de él. Bajo el alero, se quitó la ropa y se vistió con una túnica colorida que la vieja le había entregado.
-Fue de mi esposo- le dijo ella, pero Zaid la recibió con incredulidad, pensando que debía ser robada. Estaba tejida con una lana de cabras puras y bien alimentadas. Se notaba en la calidez de la tela sobre su cuerpo, borrando los escalofríos y sumiéndolo en una tibieza de manos frotadas.
Al volver, Tahia tenía el cabello casi seco, y le sonreía. Las viejas sólo movieron la cabeza en señal de conformidad, lo único que sus inexpresivos ojos parecían capaces de ofrecer. Qué podían estar haciendo allí tantas mujeres solas, se preguntaba él, pero pronto se dejó vencer por la soñolencia y se acostó junto a Tahia, apoyando la cabeza sobre sus muslos. Ella lo acariciaba y hacía rulos con el cabello entre sus dedos, luego le besaba la barba y las orejas. Él cerró los ojos. No supo cuánto tiempo estuvo dormido.
Al despertar, la lluvia continuaba y el fuego aún era fuerte. Pero Tahia y las mujeres no estaban. Por encima del sonido de la lluvia, llegaba un murmullo parecido a un canto. Se levantó. Las piernas le dolían y la herida en el talón lo hizo tambalear. Recorrió la choza, buscando hasta en los rincones donde la luz no llegaba. Nadie, sin embargo, estaba allí ahora. El sonido seguía, más claro, pero parecía venir de las paredes.
-¡Tahia!
Nada más que aquel canto respondió. Las rendijas entre las tablas dejaban pasar el olor de la lluvia y los relámpagos. El sonido debía llegar de alguna parte dentro de la choza. Pisó las tablas del piso, uno de los bordes curvados por la humedad se balanceó. Golpeó con el pie sano y logró desprenderla. Entonces el cántico de las mujeres se hizo más nítido y fuerte.
Bajó por una escalera de piedra. De las paredes resbalaba un líquido que no era agua, sino un aceite que hacía brillar los muros. Al final de la escalera había una bóveda amplia, oscura y viciada de olor a carne podrida. Entonces palpó la roca para refutar lo absurdo de una idea que, de pronto, se le había ocurrido. Olió su mano manchada del líquido. La luz podía hacerlo confundir, pero no el aroma de la sangre. Se limpió en la túnica e intentó ver en la tenue luminosidad que llegaba del fondo. A medida que se acercaba, vio a las mujeres caminando alrededor de un cuerpo acostado en una tabla. Pero no vio a Tahia. La llamó y oyó su propia voz repetida por el eco.
La vieja que los había recibido giró la cabeza, como si respondiera de pronto al llamado que él había hecho a Tahia. Le resultó gracioso que la anciana de rostro delgado y cabello gris pretendiera, quizá, compararse con la belleza de su mujer. Ella le hizo la señal de que se acercara. Zaid llegó junto a ella y distinguió al que yacía sobre las tablas. El cuerpo estaba amortajado con una túnica parecida a la suya, pero dos viejas, sujetando una fuente de la que manaba un olor a fermentos mientras hacían reverencias con un murmullo entre los labios, le impedían acercarse más. La otra dijo algo que él no entendió y lo dejaron pasar.
Por primera vez pudo ver con claridad la figura del hombre, tal vez el esposo de la anciana mayor. Distinguió mejor los colores de la tela.
Era idéntica a la que él llevaba.
Y la cara también se asemejaba a su propia cara.
Las manos sobre el pecho estaban sucias de sangre, como las suyas.
No quería levantar la vista hacia las viejas, sólo huir de allí, pero una mano del muerto lo agarró de la tela, y lo oyó decir:
-Tres veces se anunciará tu muerte.
Los ojos del muerto no se habían abierto. Los labios volvieron a cerrarse con un brillo de saliva cayendo de la boca.
Zaid no recordaba qué había hecho después. Despertó al atardecer, recostado otra vez sobre los muslos de Tahia, con el sol entibiando sus mejillas, las brazas apagadas y el cuerpo envuelto en sudor.
-Estuviste enfermo-dijo ella.- Temblaste toda la noche, pero te froté la espalda para que no te tomaras frío.
Él la miró como si no entendiera. Se levantó y recorrió la cabaña. Allí estaban los restos de la vasija de leche y las telas abandonadas en el suelo. Golpeó la madera del suelo, pero ningún esfuerzo fue suficiente para levantarla.
-¿Qué estás buscando?
-¡La cueva! ¿Dónde están las mujeres?
-Se fueron al amanecer, se refugiaban de la lluvia como nosotros.
-¡Pero el funeral del esposo...!- decía, y al escucharse hablar tenía la sensación de estar contando un sueño.
Ella se acercó a consolarlo, pero Zaid la rechazó. Tuvo deseos de matarla otra vez, pero lloró y se abrazó a las piernas de Tahia.
-¡Voy a morir! ¿No dijiste que ibas a protegerme?
-Te llevo de mi mano, estoy a tu lado, pero qué esperas encontrar estando rodeado de la oscuridad.
Las manos de Tahia jugaban con su alma como con un puñado de tierra, él lo sabía. Y tenía miedo de las palmas que lo acariciaban.
Durante tres días no se hablaron. Recorrieron caminos escarpados que la tormenta convertía en desfiladeros peligrosos, rocas y cúmulos de lodo, árboles viejos que se desprendían por la lluvia. Hallaron a dos cazadores que dijeron haber abandonado el pueblo de Reynod. Los hombres se veían enfermos.
-¿En dónde los han visto?-les preguntaron.
-Los dejamos en la ensenada tras el tercer recodo del Droinne. Allí donde empieza la zona inundada.
-¿Por qué dejan el pueblo?
Ellos se miraron, dudando.
-¿Quién lo pregunta?
-Soy el primogénito de Tol.
Entonces ambos sonrieron y se abrazaron, sus figuras débiles parecían desarmarse con la alegría que demostraban.
-¡Por fin has llegado, nieto de Zor! Hemos esperado por mucho tiempo. El Brujo no ha arrastrado a la peste, pero nadie se atreve a contradecirlo. Nos unimos a los rebeldes, que están luchando. Pero nosotros…- Se abrieron las ropas y mostraron las llagas en el cuerpo.- Estamos enfermos porque hemos bebido del agua del lago.
En sus ojos y en sus manos se notaba el anhelo por abrazar a Zaid, pero la lluvia corría por las caras, por los cabellos mojados y las manchas de la peste, que sangraban.
-Es la maldición que se repite, pero esta vez dura demasiado-dijeron ellos.
Él miró a Tahia, y ellos entonces también lo hicieron. Al ver los ojos de la mujer, dejaron de sonreír. Luego se fueron sin despedirse, casi huyendo y dándose vuelta de vez en cuando mientras se perdían en la espesura del bosque.
Siguieron caminando hasta la ensenada de la que nacía una planicie verdosa bajo el manto de la niebla, la misma que él había atravesado en su viaje al oeste. Pero se veía distinta, llana y cubierta de un verde más oscuro, como una gran superficie de moho maloliente sobre el valle. Se abrieron paso entre la maleza hasta un hondonada que terminaba hacia el norte, pero más allá había sólo tierra yerta y hecha fango por la lluvia. Y lo extraño era que de allí se levantaba una nube de polvo que giraba suspendida en el aire. El cielo era oscuro, alumbrado por relámpagos desde las montañas del oeste.
Y más al norte, un gran lago.
Zaid lo reconoció y recordó a Draiken, la lluvia que lo había matado, tan parecida a ésta. El desborde del Droinne había cedido, pero las aguas estancadas persistían, aisladas de su origen por una lengua de tierra amenazada con anegarse una vez más. Le dijo a Tahia que mirase hacia allí Era la primera vez que le hablaba en días.
-Ese es el lugar.
Ella asintió, sin demostrar curiosidad, como si lo conociese de antes. Se la veía distante y orgullosa. Mientras más avanzaban, más diferente parecía. Sólo estaba un poco más gorda, pero continuaba bella como siempre, firme y erguida, la piel tensa con ese color morado que la asemejaba a frutos maduros a punto de abrir su pulpa.
La nube de polvo dejaba ver puntos brillantes como ojos abiertos en la tela de esa tierra aérea de movimientos y colores imprecisos. Bajaron y ladearon las rocas y los árboles. La nube y el polvo se fueron haciendo menos densos, entonces vieron las figuras de cientos de hombres dispersos hasta más allá de lo que alcanzaban a ver.
-¡Pelean! ¡Son de mi pueblo!- gritó Zaid, con el brazo en alto. Por la frente le caía el sudor de la lluvia. Pero detrás de los hombres que guerreaban, vio la superficie del lago todavía más oscura, a pesar de que la niebla había casi desaparecido. Las aguas ni siquiera reflejaban los relámpagos. Sólo alcanzaba a ver las olas con su lento movimiento de aguas espesas. Zaid miró a su mujer.
Ella estaba contemplando atentamente las aguas, y comenzó el descenso, sin esperarlo. La siguió, y mientras bajaban, escucharon los gritos de guerra, el choque de las lanzas y el zumbido de las flechas que volaban como pájaros sobre los hombres y el campo. El ancho del río los separaba de la batalla, y se sentaron a observar.
Zaid creía reconocer algunas caras, pero más familiares le resultaban las formas de moverse de los hombres. Los gestos no se perdían con el tiempo, se afianzaban, obstinados en ganar el cuerpo hasta fundir los nombres y las caras en un solo movimiento o gesto que los representara. Los que no habían cambiado sobre todo eran los más viejos. Las cabezas blancas se veían entre los grumos de sangre y barro seco. Reconoció al viejo artesano de lanzas a un costado del campo, apartado, protegido por hombres jóvenes.
Tahia miraba más lejos.
-Caminemos hacia allá-dijo ella, y le mostró el recodo del río del que había brotado el lago.
Los gritos de guerra continuaban, atenuados por el ruido de la lluvia en la corriente. El lago iba tomando forma a medida que se acercaban, plasmándose en el paisaje con una austera, aunque no serena, inmovilidad. Algo sobresalía de las aguas por momentos, muy rápidamente, y era imposible reconocer de qué se trataba. Zaid se sintió atraído, y abandonó su atención de la batalla a sus espaldas. Se irguió sobre unas rocas y forzó la vista para ver la causa de aquellos desplazamientos, de las olas casi pétreas que nacían y volvían a hundirse.
Tahia no hizo caso de sus palabras de asombro. Los ojos de ella eran dos blancas esferas lunares en medio del agrisado paisaje, sobre un rostro que cada vez se asemejaba más a la vacía cara de la anciana en la choza.
De las olas se levantaban manos con dedos abiertos, uñas largas y rotas, pieles manchadas por las algas. Surgieron cabezas con cabelleras duras, rígidas como espinas, otras calvas y cubiertas de insectos. A veces, algunos cráneos mostraban cuencas vacías, flotando a la deriva en aquel lago de lentas corrientes.
Un olor fuertemente dulce y empalagoso surgía de allí. Él reconoció ese aroma como el barro que se impregna en la piel una noche de cacería. Un perfume de algo escondido bajo la tierra removida. Tierra y agua en un gran ciclo que tal vez aún no había terminado, pero que iba a repetirse después incontables veces, por más que él y los suyos ya no estuviesen en el mundo.
Tahia caminó hacia la orilla. Sumergió los pies y se detuvo un instante. Una mano le sujetó la pierna, los dedos cubiertos de vello negro, de venas y tendones tensos, apretaron el pie de Tahia. Ella miró. La mano la soltó de pronto con tranquila conformidad, y volvió a sumergirse. Continuó avanzando, hasta hundir la mitad del cuerpo. Alrededor, las manos, las cabezas de bocas abiertas que aún parecían estar ahogándose, balbuceaban gritos sin palabras. Ella extendió los brazos hacia todos ellos como si quisiera consolarlos, abarcando con el arco de sus brazos la pesadumbre y el dolor revuelto en las negras aguas.
Zaid escuchó que los hombres se acercaban cruzando los surcos rocosos al este de la laguna. Llevaban armas cuyo brillo desaparecía en el polvo que levantaban. Frente a ellos, había otro grupo que los aguardaba con las lanzas en alto, y en sus ropas supo que eran los hombres de Reynod. Los fieles estaban atrapados entre el lago y los montes.
Tahia también había escuchado el tronar de las pisadas. El rumor de las armas repercutió por las aguas, y los cráneos se balancearon. Ella miró a Zaid y murmuró algo que él jamás llegó a escuchar, pero sí comprendió el movimiento de los labios, el desplazarse de las gotas de lluvia en la cara de Tahia, dibujando palabras.
Escuchó el mensaje a través de aquellas formas en su rostro.
Ayuda te ayudaré esta vez Luego después será tu Labor será tu trabajo.
Las aguas comenzaron a elevarse.
Había estado mirando los labios de Tahia por un largo rato. Y cuando comprendió el mensaje, ya los brazos de su mujer se estaban levantando, y con ellos la superficie del lago empezó a formar olas sin viento ni violencia. Suaves olas espesas como paredes de árboles subiendo, siempre subiendo y formando innumerables columnas líquidas y remolinos de agua, donde giraban las caras de bocas deforme. Manos y piernas se desprendían de los muros de agua y volvían a entrar, girando sin detenerse, con el canto de voces lejanas, cientos de graves y profundos gritos que se sucedían unos a otros. Cuerpos sobresaliendo del agua y mostrando las marcas de la peste. Las caras eran huesos y eran carne, y los gusanos se desprendían con la fuerza de las olas. La carne gritaba entre los dientes negros.
Zaid no pudo tenerse en pie y se arrodilló con la vista hacia el lago del cielo, hacia ese cielo vencido por los elementos de la tierra, desde donde las cabezas de los muertos miraban, y las manos se abrían y cerraban continuamente.
Los guerreros se habían detenido y comenzaban a retroceder hacia los montes, sin dejar de contemplar la nube de agua suspendida, como si los huesos estuviesen a punto de caer sobre todos ellos. Eran hombres que creían haberlo visto todo, excepto eso.
*
Padre ha muerto.
Quisiera dormir tres días, pero los heridos siguen llegando a pesar de la tregua, que nadie sabe cuánto durará. El silencio hiere. Se oye en los gritos. La paz breve siempre duele. Pero no tengo ansias de entrar al campo bajo la lluvia de flechas.
Padre ha muerto, y mi hermano tomará su puesto. Sin la magia, únicamente la fuerza corporal. Cuando me mira, sé que me reprocha no pelear con ellos. Adivino que mi tarea es nada más que una excusa a sus ojos.
Debería dejar a los muertos con los muertos, y salir con mi lanza y mi arco. No es cobardía lo que me impide hacerlo, es la sensación de perder el tiempo en luchas que no me llevarán a nada. La idea de matar o ser herido sin objeto que lo valga.
Si el orden del cielo y de las cosas, la forma del mundo y de sus días, la luna y sus figuras en el hielo, el sol, el sudor del verano, si todo esto lo he visto en el cuerpo de los hombres, en la costumbre involuntaria de las vísceras, cómo podré darles menos valor que a esas palabras agrupadas bajo el nombre del honor, un instante de algo bien hecho y destruido luego por el pensamiento. Nada dura, y cambiamos, la mente muda sus ropas más rápido que las aguas de una cascada. Pero el cuerpo sigue siendo inocente a pesar de todo, trabaja, siempre, y pocas veces habla o se queja. La vida del cuerpo es plena y grande como el sol. La sangre es el agua que podría apagar al mismo sol. La belleza de la mano que cubre la luna, y la comprime en su palma. Las suaves líneas de un pie, el palpitar del pecho. Los huesos, árboles del cuerpo.
Descansar. Dormir. Cerrar los ojos.
Padre ha muerto.
Se lavó las manos y la cara. Volvió junto al lecho de Reynod para cerrarle los párpados. Lo cubrió con una manta. Estaba solo en la mitad de la noche, y hasta los guardias se habían adormecido. Sabía que le quedaba algo pendiente. El fuego casi se había extinguido, sólo persistía el reflejo del agua acumulada en las vasijas.
Fue hasta la entrada y miró a los heridos, que descansaban por fin. A lo lejos, el inminente amanecer tenía el color de las pústulas. Algunas lanzas se alzaban del campo de batalla, meciéndose con el viento. Caminó hacia la choza de los enfermos. Sus ayudantes ya no trabajaban. Tanta quietud no era normal. Por qué él, que también merecía descanso, seguía despierto. Se quitó la ropa y se acostó, la cabeza sobre las telas manchadas de sangre, las piernas sobre la humedad de la orina. Sus ojos se fueron cerrando con la vista sobre las piernas y brazos amputados formando un montículo alto contra la pared, y cuya sombra lo alcanzaba. Pero del leve sueño salió abruptamente al sentir el contacto frío de la piel de su novia hermana.
-No te asustes-dijo ella, pasando una mano helada por la mejilla de Britan.
Él temblaba por el frío que la lluvia había traído esa noche, y terminó por despertarse del todo. Las manos de ella eran de agua, sus dedos acariciaban igual que gotas heladas.
-Te vi tan quieto, al lado de los muertos.-Ella tomó las manos de Britan y las apoyó sobre uno de sus pechos.
El sintió cómo el cuerpo de su prometida vibraba, rogando algo más allá del límite de las costumbres. Él se había negado hasta entonces a casarse con ella, porque sabía que sería sacrificada en cuanto le diera un hijo. Así había sucedido con las esposas de Sorkus. La diferencia estaba en que su hermano no había amado a las mujeres con la que tuvo descendencia. Incluso había intentado olvidar ese deseo con la llegada de la guerra. Pero su cabeza seguía alimentando la ansiedad del cuerpo, y ya no encontraba sosiego. Ella miraba los muertos a su alrededor. Entonces la atrajo hacia él y comenzó a besarle el cuello, a rozar la nariz contra la piel de sus hombros. Tomó una mano de su novia, la apretó con fuerza, y la llevó hacia su sexo. Ella se sobresaltó, sin decir nada.
Britan y su mente se fueron perdiendo en un campo extenso como la piel de la mujer. Un campo de cielo nublado pero sin lluvia, sin tristeza, sólo amablemente gris. Y en medio de la gran llanura, una pequeña fogata. La piel de ella se fue entibiando mientras la acariciaba. La acostó sobre las mantas y ya no pudo detener el deseo que olía a sangre, y el tiempo pasado cortando piernas y cerrando heridas se convirtió en un impulso con la forma del cuerpo moldeado entre sus manos. Los huesos frágiles de la mujer bajo el peso de sus músculos. Luego el grito desesperado de ambos, como si ella lo hubiese estado esperando también desde la vez que se vieron en la cabaña donde las mujeres cocinaban. El fuego cociendo la carne que los hombres comerían. Era él quien entraba en la cálida choza de carne en que ella ahora lo estaba cobijando. Después se apartó de su lado y se llevó las manos a la cara. Se mordió los labios al mirar los pedazos muertos a su lado, y lloró en silencio durante un largo rato.
-¿Cuándo nos iremos?- preguntó ella, mientras le rozaba la mejilla con la punta de los dedos.
-Debo quedarme para los funerales.
Ella nada respondió, pero comprendía. Cuando se fue, Britan salió de la choza.
-Ya no llueve- le dijo el guardia, que tal vez había visto y escuchado todo.
-Es verdad.
Miraron la luna en el cielo despejado. Pronto los heridos despertarían.
-Que mis ayudantes vayan a la cabaña de mi padre-ordenó, y se fue caminando hacia allí. Vio movimientos y sombras, pero adentro no vio más que el cuerpo. La fogata se mecía con las ráfagas del viento matinal entre las tablas. El cadáver estaba descubierto de la manta con que lo había dejado tapado, con un brazo caído extendido hacia el rincón en sombras. Se acercó y trató de doblarlo, pero estaba rígido. Debía prepararlo, cubrirlo y maquillarlo de la mejor forma que pudiese para no molestar la susceptibilidad del pueblo. No era que a él le importase, sino que los sacerdotes vendrían pronto y lo considerarían un mal augurio. Impaciente por que llegasen sus ayudantes antes de que el sol despertase a los ancianos, decidió desnudar a su padre para ganar tiempo. Comenzó a sacar las mantas que habían absorbido la secreción de las heridas, y las arrojó al fuego. Un aroma nauseabundo se esparció, y los guardias se asomaron.
-¡Afuera!-gritó. Después levantó el cuerpo, y apoyó la espalda del viejo en su brazo derecho. Su cara se acercó a la de Reynod, rozando la mejilla y la nariz de rasgos largos y delgados. Nunca, que él recordase, había estado tan cerca de su padre. Pero tampoco nunca más desde hoy sentiría su aliento a especias cada noche al terminar los ritos, con su gesto duro y severo. Hoy, sin embargo, el viejo se veía tan tranquilo e indefenso, que ya no parecía Reynod el Brujo, sino uno de los tantos ancianos que había tenido que curar alguna vez.
Acercó un poco más su mejilla a la cara del muerto. Las pieles se rozaron. Los brazos le temblaron al abrazarlo. Apenas se dio cuenta, inspiró profundo y continuó su tarea. Retiró la túnica y las pieles. No le sorprendió ver la superficie suave de la piel, sabía que Reynod siempre había carecido de vello espeso. Luego se dedicó a limpiarle la espalda que aún drenaba sangre y pestilencias.
Cortó la tela que cubría las piernas y la parte inferior del cuerpo. Vio las heridas de la batalla y las que él había hecho al intentar curarlo. Echó agua y lavó las cicatrices y la sangre. Cuando llegó al sexo, se detuvo. Pasó un brazo alzando las caderas, y el resto del cuerpo con el otro. Las piernas se abrieron, y volvió a ver la gran cicatriz que había descubierto la noche anterior. Se decidió a no tener reparos esta vez en hacer su trabajo, pero tomaría los recaudos necesarios.
Miró hacia la entrada. Los guardias continuaban en sus lugares. Hizo llamar al que había estado en la otra choza. El centinela entró y Britan apoyó una mano en su hombro para acentuar la confianza, para hacer más duradera la lealtad.
-No dejes que nadie entre hasta que yo lo ordene. Por ninguna causa. Ni siquiera ni hermano debe pasar.
El centinela preguntó qué diría a los ayudantes que acababan de llegar.
-Que regresen a la salida del sol, y esperen.
El guardia salió, lo oyó hablar con los otros y comenzaron a cerrar la entrada con tablas. Britan puso leña al fuego, que se había casi consumido con las telas del muerto. Ahora había más luz. Revisó el cuerpo otra vez. Los muslos fláccidos, tensos solamente donde comenzaba la gran cicatriz, que convertía la piel en un grueso cuero rosáceo terso y duro, sin arrugas. Y en el centro, debajo del sexo, encontró cicatrices contrahechas e irregulares, pero nada más. Él sabía de qué se trataba. Ya de pequeño había castrado muchos animales.
Palpó las cicatrices, tan suaves, que parecían haber sido hechas demasiado tiempo antes para que Britan pudiese recordarlo, quizá más de los que él tenía de vida. Pero eso era imposible.
Padre nunca se ha apartado del pueblo. Nunca se lo vio enfermo. Jamás pasó un día sin que alguien estuviese en su presencia. Los juicios, los reclutamientos, los diarios rezos, impostergables, requirieron de su presencia constante.
Acercó la antorcha un poco más. El calor reavivaba el aroma de las costras. Unas larvas blancas se deslizaban por las heridas. Britano arrojó agua, frotando con un cepillo de pelos duros, hasta que la piel de Reynod fue tomando el color de su juventud. La sangre perdida la empalidecía aún más, y las llamas bailaban sobre la superficie limpia, casi rosada como la de un niño. Las llamas parecían las manos de una mujer surgida del fuego para llevarse al hombre a un viaje.
Secó cada gota que pudiese dejar un rastro impuro entre los pliegues de la cara, del cuello o las manos. Limpió las uñas. Recortó la escasa barba y el pelo hasta dejarlo casi a ras de piel.
Sin pelos en el cuerpo. Un hombre de su estatura, su ancho de hombros, sin pelos en el cuerpo. Nada más que una capa de cabellos rubios cubriendo el centro de su pecho, el comienzo de su espalda.
Y sólo en el sexo se notaba su crecimiento y madurez, que parecía haberse detenido antes de desarrollarse del todo. No quiso ya pensar al descubrir el camino de sus ideas. Iban fluyendo con suave soltura, así era como mejor siempre había razonado, como su inteligencia le había permitido aprender lo que sabía del cuerpo y de los hombres. Mirando, pensando.
Pero no es posible. Si hay algo que no es posible en el mundo, es esto.
Quiso recordar a los amigos de su padre, alguien a quien pudiese preguntar, pero no había ninguno. Nadie había llegado a estar estrechamente unido a Reynod. Nadie jamás que pudiese jactarse de su confianza.
Por lo menos no en el tiempo de mi vida.
Padre estaba solo. Un pueblo lo rodeaba. Él hablaba y conducía siempre las vidas de los otros.
El silencio de Reynod lo seguía aislando, definitivamente ahora. Y él, Britan, examinando con la mirada y las manos, intentaba descubrir otras marcas que le contasen la historia del viejo brujo, que lo aliviaran del peso del vacío, del vértigo de la verdad a la que su razón lo estaba llevando.
-¡Señor!-llamó el guardia a través del tablado.- Los sacerdotes reclaman entrar.
-Que esperen a que salga.
Los ancianos escucharon, y uno habló:
-Señor, hijo de Reynod, entendemos su pesar, pero debió avisarnos esta noche de la muerte de su padre. Es nuestro deber preparar el cuerpo para los ritos fúnebres.
-¡Sé mejor que ustedes lo que hay que hacer!
-Pero no es la costumbre.-La voz comenzaba a perder la serenidad. -Mi Señor conoce las leyes que su padre nos ha enseñado. Debe haber testigos del proceso, por lo menos uno de los sacerdotes debe estar con usted.
Un murmullo fue creciendo del otro lado, luego las pisadas en el barro se alejaron. Uno de los guardias se acercó y su sombra cortada se extendió por debajo de la puerta.
-Están enojados, mi Señor. Van a buscar al jefe Sorkus.
-Lo sé.
Debía apresurarse, sus pensamientos se habían estancado en uno que bloqueaba a todos los demás, que crecía y amenazaba con sumirlo en un vacío que nunca había sentido antes. El vacío rodeando la cabaña, y él en medio de esa abrumadora montaña junto un cuerpo extraño.
Porque ya no sabía de quién era.
Sacó las agujas de hueso y los hilos de carnero de la bolsa que Reynod guardaba bajo su camastro. Olió el aroma que las manos del brujo habían dejado, las que él alguna vez respetó y amó, aunque ya no le parecían dignas. Y hoy cometía un sacrilegio tomando a su cargo esa tarea, pero no iba a dejar que nadie más viese lo que había descubierto. Los sacerdotes, que solían intrigar a espaldas del brujo, comenzarían a sembrar dudas en el pueblo, y la guerra con los rebeldes no toleraría tales cosas.
Tomó las rocas guardadas en la bolsa. Abrió la boca del cadáver y metió una piedra entre los dientes.
-Que la muerte no tenga el sabor de los gusanos-recitó, pensando en el inútil esfuerzo de todo aquel proceso por evitar que los huesos se convirtiesen otra vez en tierra. Cubrir los orificios para que no penetraran las larvas del tiempo que tejen los días uno a uno. Cosió los labios que sangraban al pasar la aguja. Limpió la barbilla y continuó. Puso unas piedras más pequeñas en los orificios de la nariz.
-Que la muerte no posea el olor de los gusanos.
Cosió las alas de la nariz y perforó el tabique con lentitud. Para los párpados, eligió una aguja más fina.
-Que la cara de la muerte no sea más grande que la luna.
Colocó después una piedra en cada oído, dobló las orejas y las cosió.
-Que la muerte tenga el sonido de la música del agua.
Dio vuelta el cuerpo. Buscó una vasija y volcó un poco de aceite, la calentó en las brazas, y cuando estuvo listo, lo vertió sobre la cicatriz del sexo. Apoyó una piedra encima, esperó a que el aceite se enfriase.
-Que la muerte no entre, que la muerte no te haga doler como una mujer, que la muerte únicamente te acaricie…
Volvió a calentar el líquido, y cubrió el resto. La piel fue tomando una tonalidad amarillenta que relucía ya no con las llamas, sino con los primeros rayos del sol que entibiaban la choza. Hubo movimientos afuera, y unos golpes fuertes hicieron temblar las tablas.
-¡Hermano!- lo llamaba Sorkus.- ¿Qué pasa?
-Estoy terminando de amortajar a Padre.
Las voces de los ancianos se alzaron para protestar.
-¡Señor! No estaremos presentes en el funeral si nos quita el privilegio del amortajamiento.
-¡Hermano, debo entrar!
-¡No!
-¡Soy su hijo, también!- Sorkus se oía furioso.-Puedo derribar la cabaña si quiero.
Britan sólo veía las sombras contra el sol. El aroma del aceite les decía a los ancianos que el rito estaba terminando.
-Sorkus, nunca te he sido desleal. He curado a los hombres que enviaste a las batallas durante tres días seguidos, sin descansar ni quejarme.
-Entonces no me provoques.-La voz de Sorkus había cambiado. Su sombra hizo una señal y las otras sombras se apartaron. Luego se apoyó contra las tablas.
-Te pido un poco más de tiempo-dijo Britan.
-¡No! Perderemos el apoyo de los sacerdotes, y el pueblo confía en ellos, aún más con esta guerra que nos llevará tiempo terminar.
-Si te dejo entrar, perderemos guerra y poder. No tendremos ya con qué defendernos, ni qué defender en realidad.
-¡¿Pero qué pasa?!- Sorkus ya no intentaba calmar su ira.
-Confía-le pidió Britan.
Sorkus retrocedió, sin decir nada más.
Únicamente alzó el brazo derecho, con una orden, y las tablas crujieron bajo el peso de los hombres que penetraban.
*
Sorkus hablaba, y con las manos dibujaba figuras del pasado, que pronto desaparecían en el humo de las fogatas. El pueblo escuchaba sus palabras de pesar y desconsuelo. Sus pies a veces tocaban el borde de la plataforma. Habían construido el altar durante la mañana, porque el de la orilla del lago había sido destruido por la flechas de fuego de los rebeldes. El cuerpo de Reynod, detrás y a su derecha, estaba rodeado por la bruma del incienso que los sacerdotes habían encendido con ramas de árboles sagrados. Se veían malhumorados, murmurando la disconformidad que necesitaban demostrar de algún modo. Parecían no escucharlo, y hasta habían olvidado el canto y la salmodia del funeral. Sorkus notó las miradas de la gente dirigidas hacia el rumor de los sacerdotes. Apenas era el mediodía de la primera jornada de los ritos, y temía lo que pudiese sobrevenir.
Frente a mí, la guerra, el acecho de los rebeldes, el silencio y la tregua en que no puedo confiar. Desde aquí los veo, asentados al otro lado del lago, esperando.
Frente a mí, el dolor, la confusión que se mezcla en las palabras.
El caos que mi hermano ha colocado en mi alma.
La duda crece. Me nubla la vista, y hablo sin ver más que los objetos del miedo.
-Yo, primogénito del Gran Padre, asumiré el mando del pueblo. He demostrado mi lealtad. Tendrán que mostrarme la misma obediencia que a mi padre, porque estamos en guerra. Estos tres días serán de descanso y reflexión. Tenemos el deber de unirnos para vencer. Por eso, es necesaria la reconciliación.
Miró a los sacerdotes con severidad, ellos bajaron la vista y él volvió a hablar. Esta vez todos hicieron silencio. El incienso de color verdoso se elevaba en columnas. La lluvia había cesado, y espacios todavía estrechos se abrían entre las nubes.
-Pero estamos aquí para hablar del gran Reynod. ¿Qué podré decir de mi padre más de lo que ya saben? Su sabiduría era evidente, nos extasiaba con su conocimiento de las cosas del mundo visible y del otro, el que pertenece a los dioses. Porque Ellos le hablaban, era diferente al resto de nosotros. Cuántas cosas no nos ha dicho, es algo que jamás sabremos. Sólo nos contó lo necesario para vivir. A veces, saber de más puede quitarnos la simple vida que los dioses nos han dado. Somos pequeños como mis hijos.- Sorkus señaló a los dos niños que jugaban moldeando puñados de barro.-Ellos ignoran, y son benditos por eso.
Daría la mitad de mi vida por ser como ellos. Sólo esta mañana fue que yo era un niño todavía.
-Nunca más tendremos a un hombre semejante, porque no era únicamente un hombre, sino el Elegido. Un ser superior que nos benefició con su presencia.- La voz se le quebró. Tenía la garganta gastada por los gritos de la batalla. Los músculos del cuello le dolían, pero ninguna mujer lo aguardaba en su choza con una bebida caliente, ninguna que lo acariciase. Bebió agua. Su mirada se cruzó con Britan, a un costado del altar. Podría haberle demostrado otra vez su ira, como esta mañana, pero sólo parpadeó varias veces, ocultándole sus ojos.
El incienso había tomado el color del crepúsculo, los sacerdotes estaban quemando ramas de un árbol de tronco rojo. El crepitar comenzaba a confundirse con el ritmo de la danza que los hombres vestidos con túnicas verdes y amplias habían iniciado. Nadie los vio subir al altar, ocultos por el humo. Pero ahora se veía claramente su vestimenta ancha, moviéndose con el baile, como grandes hojas arrancadas del mismo árbol que ardía en las llamas.
Los sacerdotes tenían las cabezas cubiertas por una corona de palomas blancas, cuyos ojos muertos brillaban como puntos grises. Pero aún con las caras pintadas de negro, carecían de las figuras apropiadas para el funeral.
No se atreven a rebelarse, pero sí me enfrentan con esta humillación. Eligen deshonrosas señales para expresarse, los rostros desordenados con la expresión del enojo. Pero qué le darán al pueblo a cambio de su traición. Sus manos callosas de viejos. Sus ritos repetidos hasta el cansancio. Le entregarán nada más que dudas, y el pueblo necesita certezas como del aire que respira para no deshacerse igual que el polvo con el viento.
Debo congraciarme con ellos hasta el término de la guerra.
Los hombres hacían giros en su danza, círculos sobre sí mismos y alrededor del cadáver. Una espiral que se iba cerrado al ritmo de los tambores.
-El ritmo de la vida se aleja, el corazón sucumbe.-Uno de los viejos comenzó finalmente a recitar la salmodia con los brazos en alto, rodeado por los otros sacerdotes.
Sorkus temía una interrupción en cada movimiento. Los ancianos se habían serenado, fríos y discretos, y él sintió ese leve, transitorio apoyo, como un alivio. Sin embargo, desconfiaba. Los murmullos durante la ceremonia parecían haber constituido un acuerdo, un plan.
Miró a su hermano, ensombrecido por la pena y tan ajeno a la destreza y decisión que había mostrado siempre. Difícil era ver a Britan así, rodeado de guardias, con los ojos ofuscados dirigidos a él, los codos sobre las rodillas, y su prometida parada detrás. Por lo menos tenía mujer que lo consolara. Buscó a su hermano menor, pero ni siquiera llegó a verlo entre el pueblo.
Todos estaban rezando, siguiendo la letanía del viejo sacerdote. La danza continuó hasta que los bailarines rodearon el cuerpo, y juntaron las manos sobre el cadáver para formar un techo que lo protegiese del sol. El cielo ya estaba despejado, los charcos de agua reflejaban la luminosidad del atardecer. Las nubes se alejaban hacia el lago.
Sorkus les dio la espalda y habló.
-Aquellos que estén preparados para recibir la ofrenda, que se acerquen.
Tres ciervos machos habían sido sacrificados, y su sangre acumulada en un gran fuente. Los sacerdotes comenzaron a pasarse una vasija de mano en mano, desde la fuente en que recogían la sangre hasta el más viejo, que entregaba a cambio la ofrenda de la carne. Los bailarines habían bajado del altar, y golpeaban la tierra con los pies, simulando el tronar del principio de los tiempos.
-Los dioses están hoy con nosotros-dijo el sacerdote.- Miren el sol que se oculta. El alma de nuestro gran Jefe se ha abierto paso entre las nubes, y las ha vencido. Los dioses lo reciben con regocijo.
Su voz es sincera. No pueden fingirse esas palabras. El anciano conoció a mi padre lo mejor que él se dejó conocer. Fue una vida cuyos pilares van siendo colocados por el recuerdo de quienes lo trataron. Una construcción armada a posterior, en el porvenir. Existe hoy más que ayer. Hoy empieza su vida. Y debe reír. Se está riendo de nuestras insignificantes penas, de la maraña de incertidumbres en que hemos entrado con su muerte.
Padre nos ha dicho su más tremenda palabra, después de morir.
La danza persistió hasta que el día se fue extinguiendo. Las fogatas, círculo de estrellas alrededor del cuerpo, lo seguían alumbrando. Cuando el último hombre del pueblo recibió la ofrenda de los sacrificios, los sacerdotes cambiaron sus túnicas por otras negras. Lo hicieron en la oscuridad más allá de las fogatas, mientras un murmullo de disconformidad continuaba llegando de ellos. A veces el fulgor de la luna se reflejaba sobre la piel de un brazo, una pierna, una cabeza calva. Luego, los ayudantes trajeron un gran manto tejido que cinco sacerdotes desplegaron para cubrir el cuerpo de Reynod, para que el rocío de la noche no lo perturbase.
Sorkus no quiso ver a nadie al terminar la ceremonia. No tenía sueño y necesitaba meditar. Se recostó mirando la esfera blanca de la luna, deforme y cortada entre las ramas del cobertizo. Así era su corazón, se dijo. Dividido en muchos pedazos, y cada uno pensaba en cómo volver a unirse al otro. Sólo un hecho lo consolaba, la terminación de la jornada. Pensó en Britan. Le agradaba hablar con él, pero no iría a verlo esa noche. Iba a rezar, y sin embargo, no sentía deseos de hacerlo.
-¡Señor, ha llegado un mensajero!-le dijeron.
Hizo entrar al hombre, que tenía la cara cubierta de heridas.
-Señor, nos atraparon hace día y medio. Creímos que íbamos a morir, pero los rebeldes se detuvieron sin razón. Las hordas bajaban las colinas y se quedaron quietas de repente. Miraban al cielo, y dejaron de prestarnos atención. Entonces levantaron los brazos señalando el cielo con gritos de espanto. Buscamos por todos lados el motivo de su miedo, y no vimos más que las nubes, la lluvia de siempre, y una línea negra sobre el lago, como una bandada lejana. Era eso tan importante como para acobardarse y detenerse, nos preguntamos. Y pensamos en un hechizo que el Gran Brujo, su padre, les ha enviado. Nos está protegiendo desde la muerte. Entonces nos pusimos a rezar. Desde ayer soportamos la barrera que los enemigos no quieren abrir. Se han quedado quietos, esperando, con la vista puesta en el cielo. Parecen aguardar algo de esa línea de sombra.
Sorkus mandó traer agua y comida. Una idea lo inquietaba mientras oía al mensajero. Hizo venir también al sacerdote más viejo, el único en quien podía llegar a confiar.
-Viejo sabio, perdón por distraer tu sueño, pero la crisis no permite muchas horas de descanso, ni respeta la salud de los ancianos. Acabo de saber algo que me preocupa, aunque felizmente.
El viejo lo escuchó el relato y parecía conmovido, pero Sorkus sabía cómo les gustaba fingir a esos viejos intrigantes. Apoyando una mano sobre un hombro de Sorkus, le dijo:
-Lo lamento… lo lamento.-Y movió la cabeza en señal de pesar y arrepentimiento.-Siempre supimos lo que tu hermano descubrió. Reynod nunca lo dijo abiertamente, pero siempre lo sospechamos. Hay cosas que no pueden ocultarse. Ahora su alma es más poderosa de lo que habíamos pensado. Ha hechizado a los rebeldes, los ha sometido a su voluntad ya invariable. Nos está mirando, y con seguridad escuchó la traición que trazamos contra su hijo. En el tercer día de los funerales, te haríamos beber un preparado para eliminarte, y como tus hermanos no desean tu cargo, nosotros tomaríamos el poder.
Sorkus no se sorprendió, esa confesión satisfacía su orgullo más que enfurecerlo. Pero entonces se dio cuenta de lo endeble de la realidad en la que había crecido. Nada había a qué aferrarse, nada seguro, y tal vez ni siquiera los dioses fuesen más que juegos de la mente.
Caminó alrededor del anciano, pensando en cómo dejarlo ir sin sentirse humillado. El sacerdote parecía sincero, pero fingir era tan fácil como respirar.
¿Qué haría mi padre en mi lugar?
Volvió a dudar de quién era su padre. De nada tenía certeza, todos mentían, todos llevaban máscaras y lágrimas de agua impura. Y de él se aguardaba la decisión correcta, en un instante cuya pérdida equivalía a la absoluta caída de su mundo. De lo que había aprendido, sólo quedaban dudas. Lo único que no cambiaba de formas eran las armas, la eficacia de las armas que nunca fallaban.
Mirándolo encorvado, agitado con respiraciones cortas, interrumpidas por sofocos y toses, deseó sacudirlo de los hombros hasta obligarlo a decirle la verdad. Demasiadas veces había escuchado, cuando era niño, las conversaciones a espaldas de su padre, había visto las miradas cómplices entre los sacerdotes. Era ésta la ocasión que ellos debían haber estado esperando todo ese tiempo. Si dejaba salir indemne al viejo, le estaría dando permiso para llamarlo cobarde, y eso era más peligroso que ser asesinado.
Debo ver la verdad, anciano. Abrir tu cabeza para ver la sinceridad de tus palabras. ¿Hay una ruptura, un abismo, entre ellas? ¿Un contraste más grande que el de los colores del día y la noche? Yo debería saberlo, pero sólo conozco de guerras, de luchas hombre a hombre, de armas. Sé nada más que lo que mi padre me enseñó para sobrevivir. No de las almas y su diversidad.
El anciano seguía sentado, mirando hacia la entrada. Sorkus no lograba distinguir si los ojos permanecían abiertos. Tal vez estaba dormido, o, una vez más, fingía. El corazón del viejo estaba enfermo, se sofocaba con facilidad, y a veces se ponía tan pálido que la sangre no llegaba a sus manos blancas y frías. Lo oyó toser otra vez y apoyarse para no caer.
-Anciano.
No escuchó respuesta. La cabeza se había caído con el mentón sobre el pecho, balanceándose al ritmo de la respiración entrecortada. Sorkus subió al camastro y se arrodilló detrás con una manta de piel en sus manos.
Lo que haría mi padre.
La manta cubrió la cabeza del sacerdote. El viejo despertó y comenzó a moverse con desesperación. Las manos se sacudieron arrancando mechones de los bordes. Alcanzó a tocar las manos de Sorkus, pero ya no tenía fuerzas para lastimarlas.
Lo que padre haría.
Las toses se repitieron, los gemidos intentaron convertirse en palabras. Las piernas apenas se movieron dos o tres veces. Los brazos de Sorkus continuaron sujetándolo. Los mantuvo firmes hasta sentir que el peso del viejo caía. No deseaba ver un solo espasmo o parpadeo, un dedo que quedase temblando cuando él retirase la manta. Como si él no hubiese participado en esa transición, como si no hubiese sido él quien lo hiciera. Y pensó en Reynod, miró sus manos y vio cómo se parecían a las manos del brujo.
Sacó la manta y el cuerpo cayó de costado.
-¡Guardias!-gritó, mientras apoyaba la cabeza en el pecho del viejo. -¡Llamen a mi hermano! Su corazón se ha detenido al conocer las acciones del alma de mi padre.
Los hombres que entraron, lo vieron intentando hallar vida en el cuerpo.
Los otros sacerdotes se negaron a oficiar el funeral de Reynod en la mañana. Sólo la insistente certeza de Britan de que el viejo sacerdote había muerto sin violencia, los convenció de continuar. Pero sus miradas parecían golpes de rocas cada vez que se fijaban en Sorkus. Él sostuvo esas miradas todo el día con el rictus severo de quien se sabe seguro.
El alba había nacido fría, pero el sol comenzaba a entibiar a la gente reunida para despedir al hombre que hablaba con los dioses y los había conducido por cuarenta inviernos. Y una común expresión de desconsuelo prevalecía en los rostros. Ni siquiera la enfermedad y el hambre que encontraron a orillas del lago habían logrado borrar la mansedumbre que la prodigiosa voz y figura del brujo provocaba en ellos.
Los cargadores llevarían el cuerpo de Reynod a lo largo del camino sembrado de semillas blancas y pieles de linces. La voluntad del brujo había sido la de ser depositado en el lago. No era la costumbre, pero tampoco era común el hombre que lo exigía.
Esa noche había recuperado la confianza en su padre, y necesitaba olvidar lo que su hermano le había dicho. Tomó al mensajero como asistente, y no dejó que se separase él durante los ritos. De vez en cuando, mientras observaba el traslado del cuerpo del sacerdote hacia el altar, preguntaba al mensajero por aquel fenómeno que había visto en la batalla, y al escuchar una vez más el relato, se vanagloriaba del favor que su padre les estaba haciendo.
Algunos hombres encendieron llamas alrededor del cuerpo. Las mujeres arrojaron al fuego especias que ayudarían al alma a subir al cielo. Dedicaron casi toda la tarde a honrar su figura, y los sacerdotes no cometieron errores en las letanías. Luego, continuaron los preparativos para el funeral de Reynod.
Los que habían bailado el día anterior se vistieron con telas azules, del color del agua que el lago debió tener alguna vez. Descendieron del altar y se formaron a los lados del sendero. Las mujeres se ubicaron detrás y en los espacios libres, de modo que al pasar el cadáver del brujo, pudiesen cubrirlo con las hojas verdes de sus fuentes. Las brazas de las fogatas fueron recogidas con azadones por los esclavos y llevadas hasta el camino. Entonces las colocaron sobre las semillas y el barro. Las pieles se desplazaron a un lado, y cuando los leños ya tibios estuvieron esparcidos, volvieron a colocarlas encima. El olor de la grasa quemada se disolvió en el aire de la tarde apenas madura. El sol tenía la fuerza lentamente recuperada de un convaleciente. No había viento, pero el murmullo de la multitud pareció reemplazarlo y mover las llamas.
Sorkus precedió la fila de sacerdotes que cargaban el cuerpo. Llevaba en su mano derecha la cornetilla emplumada que alguien había encontrado entre el barro del campo de batalla, y el estilete en la izquierda. No iba a hacer uso de ellos, por ahora. La sucesión iba a concretarse al terminar los funerales. Un pueblo que no había cambiado de jefe espiritual por tanto tiempo, necesitaba aquellos tres días de congoja y meditación antes de una nueva época. Comenzó a bajar del altar, pisando las pieles tibias. Estaba descalzo, pero llevaba puesto las vestiduras que sus hermanas habían cosido esa noche para la ceremonia,
tejían, mientras yo mataba al viejo
hecho con hebras de junco entrelazadas, formando dibujos de cazadores y dioses. Una de las mujeres que había sido exceptuada del antiguo sacrificio de las vírgenes, dibujó sobre las hojas las formas de los dioses según los relatos de Reynod. Los brazos de Sorkus estaban descubiertos, y el vello de los hombros y brazos se arremolinaba y casi concordaba con las figuras. En la cabeza tenía una corona de plumas de urogallo. Luego frotaron su piel con aceites.
Cada paso dado sobre el camino balanceaba las plumas de su corona. Daba un paso y se detenía, otro y volvía a detenerse. El séquito de sacerdotes iba detrás, con las cabezas gachas, los hombros erguidos y un brazo en alto sosteniendo la tabla con el cadáver. De éste sólo alcanzaba a verse la mortaja negra y las cenizas de la fogata con que lo habían cubierto.
Los tambores sonaban débiles. Aunque se lo propusieran, los miembros del cortejo no lograban un paso igual al anterior, una pausa semejante a la otra, porque los golpes eran irregulares en todos los tambores, y así caminaban todos, a distintos ritmos. Pero el aparente retraso de pronto comenzó a mostrar armonía. Algo se estaba creando en la marcha, una música acompasada, serpenteante que ascendía hacia el cuerpo y lo contagiaba. Por eso les pareció a los hombres que lloraban y a las mujeres que arrojaban hojas y semillas, que el cadáver subía muy por encima de todos ellos, y se estiraba en sombras hacia el cielo, como una enorme larva negra.
El cortejo llegó a la playa. Sorkus se detuvo a escasa distancia de la espuma gris de las pequeñas olas. En un sector había cuatro personas al borde del agua. Un joven demasiado delgado para su esbeltez, como si hubiese pasado hambre mucho tiempo y se notase en su figura alargada. La mujer a su lado era de piel oscura, y estaba jugando con dos niños desnudos. Sorkus pensó en sus hijos, que había dejado custodiados por los guardias. Pero estos dos se les parecían mucho, a pesar de no distinguirlos bien a la distancia. Los adultos no pertenecían al pueblo. No sólo no los recordaba, sino que las ropas sucias hacían evidente su vagabundeo. Entonces miró a la mujer con atención, los contornos del cuerpo, las curvas de los pechos y la espalda, la línea de la cabeza recortada contra las grises nubes, los pies cubiertos con las algas muertas del lago. Debió haberse zambullido un rato antes, y ahora estaba empujando a los niños hacia el agua.
Sorkus se reprochó el distraerse con aquellos extraños. Volvió la atención a la ceremonia para obedecer la voluntad de su padre, a pesar de todo. Dejarlo en las aguas pestilentes que el viejo había elegido como última morada. Se acercó al cuerpo y comenzó a soplar la cornetilla. Muchas veces había escuchado esa tonada, esmerándose en aprenderla cuando era niño.
El pueblo seguía sus movimientos. Los ojos de todos habían perdido la pesadumbre. Era una mirada nueva, podía sentirla en esas sonrisas apenas esbozadas, en las caras de los niños alzados sobre los hombros de sus padres, en las manos de las mujeres apoyadas en los brazos de sus hombres.
El sonido empezó tímidamente, velado por la sombra del atardecer. Luego creció. Una música continua, sin fracturas ni incertidumbres, sin titubeos entre los caminos del aire. Un tono suave, brillante a veces, nunca demasiado agudo, pero siempre más allá de la monotonía que podría conducirlo al olvido o la indiferencia. Sujetaba la cornetilla contra los labios, los dedos vibrando sobre la madera. La cabeza en alto, los hombros moviéndose con leves balanceos según lo requiriese el sonido. Las mujeres lloraban. Los hombres lo contemplaban ya sin penas ni desconfianzas. Muchos eran guerreros que sólo dos noches antes habían luchado y sido heridos, pero no tenían cansancio.
Entonces dejó de tocar. La música se interrumpió tan bruscamente, que pareció seguir sonando por su propia fuerza durante un rato.
-La música de mi padre se irá con él-dijo Sorkus. Colocó la cornetilla sobre el pecho del cadáver y la ató con una cinta de cuero rojo.
Los sacerdotes cargaron otra vez el cuerpo y lo pusieron en una balsa. Debían aguardar hasta el crepúsculo para que la marea se la llevase. Las antorchas fueron encendidas a lo largo de la playa.
Cuando se hizo de noche, el cuerpo apenas lograba verse ya entre la niebla. La costa parecía una barrera de estrellas marcando el límite del mundo de los vivos con el mundo de los muertos. Los sacerdotes iban a recitar un canto de alabanza, pero la gente se les había adelantado, y cantaban con una voz sin palabras, que se esparció hacia la sombra del lago.
Sorkus buscó una vez más los contornos de la balsa, pero ya no podía verla. Igual que los niños sacrificados tiempo antes en la otra barca a la deriva, su padre esperaba encontrarse con los dioses. Volver al regazo de donde había nacido y al que sus oídos lo unieron toda su vida.
Padre y sus dioses, sus padres dioses que le hablaban. Nadie jamás creerá tanto como él creyó. ¡Padre! ¿Los dioses viven allí, los has visto? ¿Son los mismos que te hablaron, estas caras horribles que nacen del agua? ¿Puede la belleza nacer de la fetidez?
Le llamó la atención otra luz en el lago, una antorcha sobre una pequeña barca que también se alejaba de la costa donde había visto a los extranjeros. De pronto, sintió un temor que lo obligó a abandonar la ceremonia y correr. Algo le estaba diciendo que no se equivocaba, que las ideas no llegaban por sí solas, que cuando el alma sentía algo, eso había tomado cuerpo en alguna parte del mundo. Los que lo siguieron no pudieron alcanzarlo. Él corrió, y la distancia hasta la choza le pareció mucho mayor a la que antes había recorrido.
La tierra frente a la entrada tenía las huellas de sus hijos, y otros dos pares de pisadas las rodeaban. Sorkus entró y vio a la pareja de la playa. Estaban esperándolo, el hombre sentado y ella parada a su lado, con una mano en el hombro de su esposo. Los guardias habían desaparecido. Preguntó por sus hijos. Tuvo que buscar entre las sombras la respuesta, no habían encendido el fuego, o lo habían apagado antes de que él llegara. El hombre se levantó, pasó una mano por la cintura de la mujer, y dijo:
-Mi nombre es Zaid, hijo de Tol y nieto de Zor el Traidor. Así llamaban a mi abuelo. Debes saberlo porque Reynod le puso ese nombre.
Sorkus recordaba la historia de la familia exiliada, del castigo de los dioses por culpa del más viejo y el sacrificio de sus hermanas. Reynod solía relatarle aquellos hechos cuando le hablaba del pueblo.
-No sé por qué vuelves, si tu familia ha sido execrada. Pero ahora me importa saber dónde están mis hijos.
Se había acercado a Zaid, tan alto como él, pero la espalda angosta contrastaba con el ancho pecho de Sorkus. Un olor extraño venía de la mujer. La miró por un instante, y tuvo la fugaz sensación de estar viendo solamente una sombra fría.
-Viste la barca-respondió el hijo de Tol.- Una barca estrecha y corta para contener a dos niños en un viaje no demasiado largo. Las aguas se encargarán de guiarlos.
Sorkus no pudo contestar. Una mano le comprimió las entrañas y vomitó lo que los sacerdotes le habían dado a beber en la ceremonia. Luego comenzó a juntar mantas, a recoger la carne fría abandonada en las brazas, y puso todo en una bolsa que cargó a su espalda.
-Ve a buscarlos-le dijo Zaid mientras lo miraba hacer.-El viejo que mataste te hará un sitio, los hombres que aniquilaste en la batalla te aguardan. Tu padre también te espera. Él, que toda su vida estuvo buscando este lugar.
Antes de salir, Sorkus se dio vuelta una vez más. Vio que el hijo de Tol tenía algo que brillaba en su mano. El estilete, pensó. Pero no era temor, sin embargo, lo que invadió su cara mientras se alejaba hacia el lago.
Era desesperación.
*
Los guardianes no lo habían dejado solo mientras duraron los funerales, pero cuando su hermano abandonó la ceremonia, Britan se mezcló en la confusión. La gente se había descontrolado y estaba invadiendo los sitios reservados para los sacerdotes. Algunos miraban a Sorkus, que se alejaba de regreso a las chozas, y se preguntaban qué había pasado, por qué su jefe huía de esa manera.
Britan corrió en la misma dirección que su hermano, pero Sorkus se había alejado demasiado, oculta su sombra por la sombra de los árboles. Antes de llegar a las chozas, lo vio pasar a su lado en la oscuridad en sentido contrario, pero esa sombra se alejaba nuevamente hacia la playa. En la orilla del lago lo encontró agachado y empujando una balsa.
-¡Sorkus!-gritó, pero el otro ya se había subido y remaba. Britan quiso meterse al agua, pero el olor le era insoportable. Se apartó de las olas que manchaban sus pies con grumos espesos. Se quedó observando la silueta oscura de su hermano a la luz de la media luna, balanceándose la barca con rítmica y lenta firmeza. Entrando en el filo de lo que ya no podía verse, en las aguas más profundas, en el centro de la zona imprecisa que ni siquiera de día llegaba a vislumbrarse. El movimiento de los remos aún se distinguía, pero el rumor sordo de las olas era ahora el único sonido constante.
En el pueblo, se había dispersado el rumor de la desaparición de Sorkus, y muchos se reunieron alrededor de las chozas de los sacerdotes. Los guardias intentaron detenerlos, pero la gente hablaba y vociferaba. Sólo la obligación del silencio para la tercera jornada de exequias les hizo mantener una endeble calma el resto de la noche. Las mujeres no durmieron, ni pudieron apartar la mirada de la zona donde los rebeldes continuaban su espera. Los sacerdotes dieron órdenes de evitar desmanes, pero no lograron averiguar si alguien había visto a Sorkus luego de su huída.
Britan no deseaba comparecer ante ellos hasta la mañana siguiente. Escondido detrás de los primeros árboles del bosque, los observó entrar a la choza de Reynod con rostros preocupados, gesticulando y alzando en la voz palabras de traición. Dejarían pasar esa noche sin resoluciones para demostrar que controlaban los conflictos. Simularían dormir, también, hasta que el alba hubiese avanzado lo suficiente.
El pueblo en sus manos. ¡Que desgraciada herencia nos dejaste, padre! Esto se acaba.
Britan se acostó pensando en su prometida, en sus planes de exilio. Pero no podía irse sin saber por lo menos que había sucedido con Sorkus, y el pensamiento de la obligación para con el pueblo no era menor, tampoco. Por fin se había dormido, cuando no mucho después lo despertaron.
-Señor, hay reunión de Consejo. Los sacerdotes lo buscan.
Britan asintió. Ya no podría aplazar más el asunto.
-¿Voy como prisionero?-preguntó.
-No, señor. La ausencia de su hermano ha anulado todas sus órdenes.
Miró hacia el valle. El humo de las fogatas se elevaba como todas las mañanas. Creyó haber dormido muy poco, pero el sol rompía los puñados de sombra en que los niños habían descansado. Se veían delgados, lo mismo que todos los nacidos desde el asentamiento junto al lago. Los hombres iban de familia en familia, probablemente distribuyendo o buscando noticias.
Desde el centro del poblado llegaba el llamado de un cuerno de caza, hundiéndose y quebrando el aire frío. Buscaron el origen del sonido, y vieron una caravana que avanzaba por el camino hacia las chozas principales. Pero se dieron cuenta que eran sólo los rezagados de otros tantos grupos que tal vez habían pasado por aquel lugar desde mucho antes del amanecer. Y a través de la barrera de árboles, apareció un enorme grupo de gente que nacía de la choza de Reynod, daba vueltas por el centro del pueblo y regresaba.
Britan y el guardia se acercaron. Era extraño que la gente todavía no hubiese mostrado su descontento con muestras más violentas que aquella caravana. Los que lo vieron llegar le abrieron paso, y aquel respeto lo halagaba. Pero pronto supo que se había equivocado. Las caras de tímida obediencia miraban hacia delante, donde un hombre y una mujer caminaban tocando música. Vio el instrumento que emitía aquel sonido, una calavera que el hombre soplaba en cada órbita vacía, alternadamente, tapando una con los dedos a veces abiertos, a veces más cerrados. El cráneo también tenía otros pequeños orificios que creaban muchos otros diferentes tonos. El viento parecía recorrer cada rincón del cráneo, las huellas de las venas, los laberintos del hueso, hasta salir no sólo como un sonido seco, sino cargando un sabor determinado del tiempo.
Un tono que al sembrar el aire alrededor de la caravana, se hizo profundo, tan bajo que ninguna voz humana podría haberlo imitado. Sin embargo, Britan creyó sentir, entre las pausas, el chillido de un pájaro. Aunque no era exactamente eso tampoco, sino, tal vez, el llanto de un niño.
Junto al hombre, la mujer percutía un tambor rudimentario. Sus manos parecían dos alas negras que chocaban obstinadamente sobre la superficie del tambor, y el sonido que hacía nacer era más a un aleteo que un percutir.
-¿Quiénes son?-quiso saber, pero los guardias no supieron contestarle.
-Dicen que es el hijo de Tol-le dijo un viejo que se había acercado a ellos.
-Así es-confirmaron unas mujeres.-Es el primogénito de Tol y nieto de Zor.
-¿Viene en favor de los rebeldes?-preguntó Britan.
-No sabemos, así debería ser, porque su familia siempre fue ayudada por ellos.
Sin embargo, ni el viejo ni las mujeres deseaban comprometerse. Todas eran nada más que conjeturas, le respondieron, y luego se apartaron.
La caravana había llegado hasta la choza de Reynod. Britan suspiró profundo y caminó con los guardias. Un grupo les impidió el paso, pero él no les hizo caso y ordenó a sus hombres avanzar. Los forcejeos se convirtieron en golpes entre los guardias y los que defendían a los extraños. Britano logró entrar a la choza. Vio a varios de los hombres de Sorkus junto a los sacerdotes.
-Siéntese-le dijeron.
-¿Pero quiénes son…?
-Señor…-lo interrumpió uno de los sacerdotes.-…hay un hecho inesperado. Otro más, así es, y no podemos cambiarlo. Usted ha sido testigo, usted sabe la verdad. Deberá declarar cuando se le pida hacerlo, y será pronto. El hijo de Tol está llegando.
Miró hacia la entrada. Los guardias que habían venido ya no estaban. Otros ahora formaban un espacio libre frente a la choza, y entre las exclamaciones de la gente, apareció el hijo de Tol. Llevaba la calavera pendiendo de una cuerda atada al cinto. La mujer lo seguía, iluminada de espaldas por el sol de la mañana. Su figura esbelta pasó entre las miradas de los hombres, que no pudieron apartar sus ojos de ella.
-Me regocija ver al que cura a los enfermos-dijo Zaid.- Tengo recuerdos gratos de otro hombre que también lo hacía, y me enseñó muchas cosas. Era hijo de Markus el de los Ojos Claros. De él he conseguido este cuchillo.
La voz era alegre, libre de cualquier preocupación, incluso de la ironía. Hasta había una leve sonrisa bajo la barba. La mano izquierda se apoyaba sobre un hombro de su mujer, percutiendo los dedos sobre los huesos de ella, como si tocase una flauta. La miraba de vez en cuando, y la mujer le respondía con un giro de los ojos, un movimiento casi imperceptible de sus rizos. Parecía estar hablándole siempre, comunicándole órdenes que él se encargaba de manifestar en palabras.
El cuchillo en sus manos era de hueso, y se lo estaba ofreciendo a él, pero Britan lo ignoró.
-El hijo de Tol-dijo el sacerdote que antes había hablado- nos pidió esta mañana convocar al pueblo de la manera que has visto. Nos contó lo mismo que vimos al amortajar a Reynod. Él no lo ignoraba, a pesar de haberse ido cuando era un niño. Ha pedido tu presencia y tu opinión sin haberte conocido antes. Debes escucharlo.
Britan se preguntaba la razón de tanto respeto por aquel cuya familia había sido execrada por su padre, y esa duda estaba en su mirada, en el inmoderado gesto de ira en su cara.
-No tengas miedo-le dijo Zaid.-No he venido a destruir al pueblo ni a defender a los rebeldes. Llegué con la intención de unificarlos y dirigirlos en el sendero de la verdad.
La mujer apoyó una mano sobre el brazo de su esposo. Él asintió mirándola de costado por un instante.
-Pero no nos demoremos más. Te ofrezco este cuchillo. Quiero que lo toques y lo acaricies igual que lo harías con una mujer. Quiero que lo huelas, que lo pongas contra tu pecho y sobre tus piernas. Hasta que recuerdes.
Britan miró a los otros, pero nadie aparentaba saber más de lo que se había dicho hasta ese momento. La voz de Zaid dominaba el tiempo en el interior de la choza, y su cuerpo delgado y alto era una especie de pilón alrededor del cual los demás giraban.
-Tu padre…-decía esa voz, curiosamente cada vez más lejana mientras sus manos tocaban el filo del cuchillo, los bordes blanquecinos o manchados con puntos rojos, el mango gastado por el roce de los dedos. No pudo apartar los ojos del arma, de esa blancura que ya no lo era
blanca, amarilla de grasa adherida a su forma original
el molde del que había nacido, lo veía con clara intensidad a medida que el tiempo le regalaba momentos para tocar el cuchillo
lo conozco, pero…no sé, no sé quién o qué es
-Reynod fue castrado.
tal vez, desde el mundo conocido, desde la cabaña, Zaid le seguía hablando, pero él no escuchaba con demasiada atención
veo la pierna, al hombre y la pierna, qué prodigio del sueño, la veo, la pierna cortada y yo
cruzó una rápida mirada con la mujer, y sintió un vuelco del corazón, un golpe y un retorcimiento de las entrañas. El dolor pasó del vientre a su pierna, y sintió tal debilidad que no pudo sostenerse en pie
una enfermedad tan rápida, o era él quien estaba en otro tiempo ya, recorriendo espacios superpuestos, viendo el mundo y sus historias como quien vuela en el lomo de un gran pájaro sobre una aldea, su propia aldea antes y después de haber sido creada
se tambaleó y cayó sobre la rodilla sana, aunque nada malo veía en la otra a pesar del dolor. Algunos se acercaron a ayudarlo, pero esta vez fue la mujer quien habló. Detuvo a los hombres con una señal de la mano y se acercó a Britan. Le dio un beso en la mejilla y alivió su pena.
-El dolor recuerda- murmuró.-El dolor no se equivoca.
-El dolor pasa de hombre a hombre, de padre a hijo…-Era él quien estaba hablando, recitando desde una distancia tan cercana como la de sus propios huesos.
el cuchillo le pertenecía por herencia: el hueso de la pierna
es mi pierna y no lo es, pertenece a mi cuerpo y sin embargo no me la han arrancado
-¿A quién mataste para construirlo?-preguntó al levantarse. Empujó a la mujer a un lado y se enfrentó a Zaid.
Sabía que estaba haciendo preguntas inútiles, pero usar su voz y sentir que aún podía manejar su propio cuerpo a voluntad, servía para cubrir brevemente la verdad con una pátina de cebo, hasta que pudiese entenderla.
-A tu padre lo mató tu padre.
-No hables con oscuridad ni con frases robadas a los dioses-contestó.
-Pero si no crees en los dioses…-le recriminó Zaid.-.. si has visto la carne de los hombres y la has cortado hasta hace dos noches cientos de veces. Debes dejar que tus dedos palpen tus pensamientos para que surjan ideas.
Britan gritó. Nadie esperaba que reaccionara así, él, que siempre se había mostrado tan precavido, tan controlado y sabio para su juventud. Fue un grito corto desde el viento que rozó las paredes de su pecho haciéndolo sangrar hálitos, grumos de tierra de la historia de su cuerpo rebrotado y enterrado y luego vuelto a desenterrar. Era parte de un círculo donde la consistencia de los huesos se volvía tan frágil como la que había sentido entre sus manos al amputar a los guerreros.
Sé quién es la semilla de mi creación, de quién las palabras que me nombran y me crean, dónde está ahora la vida del que yo era, y su voz, la que me ha nombrado, sin mi nombre ya no soy, no me veo en la cara de los otros, no tengo más lo que tuve, no tengo más lo que soy, mi nombre.
La mujer le tocó la frente, y Britan se apartó como en contacto con el hielo.
Zaid relató la historia de Reynod durante el resto de la tarde, aunque no la forma en que la había conocido. La transmitió como si la supiese desde siempre, como si tuviese más tiempo de vida del que aparentaba. Mostrando una sabiduría de la que formaba parte, y no que él hubiese adquirido con el tiempo. Era joven, aunque algo demacrado, pero de sus ojos, de los labios entre los cuales brotaba la historia, surgía una fuerza que nadie se atrevió a interrumpir.
Ni siquiera el bullicio de la gente fuera de la choza parecía distraer a los que lo escuchaban. Allí también había llegado el rumor de que el hijo de Tol estaba contando cosas relativas al pasado del pueblo, y las palabras apenas oídas se fueron esparciendo de boca en boca por toda la región.
La choza se asemejaba a un bosque donde un claro servía de reposo al cazador. Pero el cazador no necesitaba correr o perseguir a sus presas, porque se habían agazapado a sus pies, pendientes de las manos que las acechaban, del gesto de los labios, el chasquido de los dedos, y una mirada de ella, la mujer del cazador.
Cuando llegó el ocaso y el chillido de las aves nocturnas detuvo el relato de Zaid, él miró hacia el techo de la choza, como si pudiese ver a través. Los gritos de algunos niños que regresaban de sus juegos en los bosques vecinos se unieron al vocerío de las mujeres que los llamaban. El murmullo del pueblo volvió a alzarse, y los sacerdotes estaban inquietos.
-Decidimos…-dijo uno de ellos-…ante la muerte de nuestro guía espiritual, del que no renegaremos, y la desaparición de su sucesor inmediato, el nombramiento de una nueva familia para guiarnos. Las causas de su exilio ya han sido borradas por los nuevos hechos. Lo que aquí se dijo, no deberá ser repetido. El que desobedezca…- y miró a Britan-…será sometido a nuestras leyes. Luego del tercer día de las exequias, se prepararán las celebraciones para el primogénito de Tol, nieto de Zor.
Britan se acostó sabiendo que ésa sería su última noche en el pueblo. Ellos no esperarían demasiado para matarlo. Pero pensaba en Sorkus. Su otro hermano no le preocupaba, mezclado con el pueblo y perdido en su trabajo de artesano desde mucho antes, había dejado de ser una preocupación para los sacerdotes.
Su prometida había llegado en medio de la noche para huir juntos.
-No-le dijo él.-Me quedaré a esperar a Sorkus. Nos esconderemos hasta que vuelva.
-¡Pero van a matarnos!- Ella lloraba sobre el pecho de Britan.
Entonces la abrazó y se acostaron, mientras él acariciaba su cabello lacio y oscuro.
-La mujer de Zaid es muy hermosa, ¿no es cierto?-preguntó ella.
Él asintió, pero el recuerdo de esa mujer lo perturbaba, y rechazaba como algo repulsivo el solo hecho de compararlas. La mujer de Zaid tenía belleza, pero algo incierto la hacía más acorde al tacto que a la visión de esa hermosura. Cuando la miraba, sentía que su piel vibraba con gritos. Había llegado a oler también, esa tarde, un aroma agrio que no venía de ninguno de los hombres, porque él los conocía desde hacía mucho tiempo, tampoco llegaba de Zaid. Era el olor de las mujeres, no se equivocaba, pero más parecido a la acre dulzura de la carne muerta y descompuesta.
-Demasiado hermosa para ser verdadera, creo.
Ella levantó la cabeza para mirarlo, extrañada, sin embargo estaba exhausta por el llanto y volvió a cerrar los párpados.
Al amanecer, salió de la choza y contempló el cielo libre de nubes. El brillo pálido del invierno prevalecía por sobre las esporádicas manchas del sol que estallaban detrás de las bandadas que bajaban a tierra. Porque no todos los cuerpos de la batalla habían sido aún enterrados, y los que sí lo estaban tenían sepulturas de barro, que al secarse se agrietaba.
El olor del lago, a pesar de todo, los había habituado, y ya casi no se habrían dado cuenta si no hubiese sido por los pájaros que descendían y se llevaban pedazos de carne de los cadáveres en sus picos. Las alas pasaban cada vez más bajo, haciendo sombras fugaces. Otras aves seguían a las carroñeras, se posaban en las ramas de los árboles bordeando el campo y esperaban su turno. Los rebaños de cabras se agitaban al escuchar los graznidos, y saltaban contra las cercas.
Su prometida había salido y lo tomaba del brazo. Tenía la mirada asustada mientras miraba hacia el campo, sus ojos eran como dos pequeños guijarros negros. Él la besó y comprendió su miedo.
-Vamos a preparar las provisiones. Hay unas grutas que el lago ha dejado libres en la playa.
Abandonaron la choza y el pueblo. Miraron atrás varias veces al alejarse, pero de a poco las dudas se fueron borrando, y lo que al principio creyeron era nostalgia, se perdió en las tinieblas de la duda. Al mirar de nuevo al frente, ya eran otros. Los conocimientos, se dijo él, no iba a perderlos por ninguna causa. Si en algo le servía su constante incertidumbre con respecto a los dioses, era que lo confirmaba como una criatura independiente, un cuerpo que podía alimentarse a sí mismo y una mente capaz de pensar sin ayuda. Era un alma cuyos recuerdos hechos pesadillas o premoniciones podrían ocultarse cada mañana al despertar, bajo los incandescentes reflejos del sol.
Tomaron el camino que conducía al lago, envueltos por un nuevo aroma a verde, a vegetación brotada con las lluvias. En la playa, buscaron las grutas.
-Estamos muy cerca de las hondonadas de los guerreros- dijo ella, y de pronto miró hacia arriba.- ¿Qué es eso?
Britan observó la delgada línea negra suspendida del cielo.
-Lo que dijeron los mensajeros, lo que detuvo la guerra a nuestro favor. Hace tres o más días que está allí. Pero olvidemos esto, solamente me importa mi hermano.
Él sabía que la espera sería imprecisa, y que en algún momento tendrían que irse, por más que Sorkus nunca volviese.
Hallaron una cueva vacía, los muros cubiertos de musgo y las marcas borrosas del nivel que las aguas habían ocupado. Las algas reemplazaban la fetidez original, pero de todos modos ellos quemaron especias para aislarse del aroma del lago. Las heces de los pájaros les sirvieron para alimentar el suelo, y las enredaderas crecieron hasta cubrir la entrada a lo largo de los días. Como ni siquiera los niños iban a jugar allí, podría pasar mucho tiempo antes que alguien los encontrase.
Durante algunas noches después escucharon cantos, tambores festivos y gritos. Los festivales en honor del hijo de Tol habían comenzado. Se subían a una roca alta, y de lejos alcanzaban a ver las fogatas, a escuchar el percutir de los tambores y los instrumentos de madera. La línea negra sobre el lago fue desapareciendo detrás del humo a medida que las fiestas avanzaban. Después, los gritos de los guerreros volvieron a escucharse y ya no cesaron.
Parados en esa roca, él erguido, el cabello largo, la barba nunca demasiado espesa, ella tomada de su brazo, pequeña, temerosa, observándolo con timidez, vieron pasar las nubes y los soles de muchos días, escucharon los sonidos de los hombres al cambiar el rumbo y el destino del pueblo. Los nuevos poderes cuyas leyes y costumbres adivinaban por los cantos, los movimientos en masa y el polvo levantado.
-Ha comenzado otra vez la guerra-murmuró él, con la vista fija en la sombra verde de los árboles que ocultaban el valle.
Ella, temblando, prendida a Britan como un animal miedoso, no pudo evitar transmitirle su estremecimiento.
Una mañana vieron un punto balanceándose sobre las aguas, acercándose con lentitud. Cuando se hizo más grande y más claro, reconocieron la balsa en la que Sorkus había partido. Un hombre estaba dentro, sentado, con la espalda encorvada, los brazos caídos y la cabeza contra el pecho. El sol daba a pleno sobre su cabeza, pero la tenue y constante niebla ensombrecía la superficie del lago.
La balsa encalló en la rompiente. Las olas la empujaron, el hombre despertó. Britan reconoció la cara de su hermano. Sorkus se levantó y empezó a impulsarse hacia la playa con los restos de una tabla. Poco fue lo que pudo avanzar.
-Tengo que ayudarle-dijo, y corrió al agua a pesar de los ruegos de ella por evitarlo.
Sorkus había saltado y el cuerpo estaba hundido hasta la cintura. Caminaba con debilidad contra las olas, llevando sobre los hombros un bulto que había sacado de la balsa. Mientras se acercaba, Britan vio que el bulto ya no era uno solo sino dos, y Sorkus los cargaba sin mirar hacia delante, sino hacia las olas que lo rodeaban. Cuando finalmente su hermano levantó la vista, le dijo:
-Debiste huir.
Su voz apenas se oía por encima del rumor del agua y aquel otro sonido extraño, aquellos gemidos vagos que nacían del fondo del lago. Apenas Britan le tocó un brazo con la punta de los dedos, Sorkus lo miró con pánico y se puso a llorar, como si hubiese roto la membrana tensa que tenía en la mirada.
Su cara se contrajo bajo la barba, su llanto era ronco. Levantó los brazos, los bultos estaban atados entre sí al cuello y quedaron pendiendo en su espalda, luego abrazó a su hermano. Britan no recordaba que alguna vez lo hubiese hecho.
Caminaron hacia la cueva y Sorkus se tumbó en el suelo junto al fuego apenas entró. Britan lo ayudó a sacarse las pieles mojadas. El cuerpo estaba cubierto de lombrices y larvas entremezcladas en el vello o adheridas a la piel. Calentó un poco de agua, y con un paño mojado empezó a desprender los parásitos uno por uno. Sorkus gritaba, sin quitar su mirada del rincón donde había dejado los bultos. Vio a la mujer de su hermano, pero no dijo nada. Britan comprendió y le pidió que los dejara solos.
Entonces Sorkus habló.
-Remé toda la noche y el día siguiente. Podía ver el sol, bien claro encima mío, pero la niebla no me dejaba ver más allá del largo de la balsa. Escuché voces de llamado, chapoteos, y cada vez que me volteaba, no había más que niebla y agua fétida. Muchas veces estuve a punto de volcar, sentía manos que se aferraban a la balsa, otras que me tocaban. Pero las sombras desaparecían enseguida bajo el agua. Sabía que me estaban mirando constantemente, me desafiaban para hacerme olvidar mi búsqueda. Traté de ver la barca de mis hijos. Navegué no sé cuánto tiempo, pero jamás hallé la otra costa. Las aguas estaban más calmas, se espesaban, y el bote se fue deteniendo, hasta que los remos se quebraron y me abandoné a la corriente, si existía. Creo que ni siquiera había llegado al centro del lago todavía, y ese centro era mi esperanza de encontrarlos. Todo a mi alrededor, la quietud, la niebla, los gritos apagados, esos gestos escondidos de seres sin forma, me trataban como si ya estuviese muerto.
Sorkus tosió y bebió de la vasija que su hermano le ofrecía.
-Creo que estuve muerto mientras recorría el lago, ¿es posible? No son los heridos que has intentado curar, ni los recién muertos que se van de tus manos. La vida que se escapa de entre los dedos, hermano, mi hermano…-Y dijo esto llorando y apoyando una palma sobre la cara de Britan.- Ellos son distintos, son partes de otra cosa. Cada fragmento de esos cuerpos llora aislado, esperando formar el todo que no es su ser original, sino otro más grande. Todos ellos unidos y separados a la vez, eso es la muerte. Una ruptura en continua disolución, una pérdida que nunca acaba. La espera eterna sin esperanza. Eso es, y por eso entendí, cuando encontré la barca de mis hijos, su balanceo sobre el agua, la bruma que la habitaba y que había desplazado la vida de sus cuerpos, ahora tendidos y quietos. El golpeteo de las olas, pequeñas y duras como mazas, como puñados de tierra, nunca lograría despertarlos, ni tampoco mis llamados ni mi llanto.
“Pero alguien sí podría. El que les había quitado la vida iba a devolvérsela. Me tiré al agua y nadé entre manos que me sujetaban y caras que me hablaban con voces de agua sucia y bocas llenas de algas. Llegué a la barca y subí. Ellos estaban desnudos y tenían la piel azul, los ojos todavía abiertos e hinchados, los cuerpos quebradizos como dos ramas secas. Los envolví en las mantas que había traído y los amarré a mi cuerpo. Después remé con unos palos que arranqué de la otra barca cuanto pude hasta que perdí el dominio de mí, sin saber qué dirección estaba tomando. A la deriva, a la deriva…siempre. Si eso era un lago, me dije, algún día llegaría.”
Sorkus se durmió, repitiendo esas palabras hasta convertirse en un murmullo. Britan lo cubrió con unas mantas, pero su hermano tuvo escalofríos todo el resto de ese día y de la noche.
Cuando despertó, Sorkus ya estaba levantado y preparando los bultos para cargarlos.
-¡Huyan!-le dijo mientras lo abrazaba con más fuerza que antes.- A mi vida le queda sólo un día, pero ustedes van a salvarse. Debes obedecerme esta vez, por todos los dioses o por todo lo que respetes. Sé lo que te digo. Si ves a nuestro hermano Cesius, que se vaya con ustedes.
Britan no pudo dejar de lamentarse con amargura al sentir ese abrazo. Nunca nadie, ni siquiera una mujer, lo había estrechado de ese modo.
-¡Oh, hermano! ¿De qué semilla hemos nacido, qué castigos estamos pagando?
-De la semilla del lamento, del dolor de los dioses somos carne-dijo Sorkus.
Lo vieron caminar hacia el valle, y se alistaron para partir.
-¿A dónde iremos?-preguntó ella cuando vio cuántas direcciones y cuánta incertidumbre los rodeaba.
Les habían dicho que más allá de los campos al oeste del Drionne estaba el mar, y más lejos aún, las costas de acantilados donde comenzaban las tierras verdes, llenas de animales mansos que podían criarse en gran número. Tierras donde el agua dulce de las lluvias no producía alimentos para los muertos, sino que era clara y sabrosa.
Hacia allí se dirigieron, apenas los primeros pasos los alejaron del pueblo que ya no los aceptaría jamás.
*
Tahia confeccionó la vestimenta para la batalla durante toda la noche. En la mañana, ayudó a Zaid a ponerse la casaca negra que dejaba libres los brazos, cerrada por delante con cinchas. La falda era de piel de cabra, con un cinto que servía de soporte al cuchillo de Markus.
Le puso el arco y el estuche con las flechas a la espalda. Luego, Zaid le pidió la pintura. Ella entonces preparó, como lo había hecho mucho tiempo antes, junto a un río claro, una mañana después de ordeñar las cabras, mientras los perros la miraban desde la puerta de una choza. Esta vez, en cambio, no había aguas frescas, sino un lago sucio e inagotable. Y ambos, hombre y aguas, eran diferentes. Otro hombre distinto al de aquella mañana. Ella, sobre todo, era no solo otra, sino algo más, completamente alterado aunque en apariencia semejante, algo definitivo ahora.
Tahia hundió sus dedos en la vasija con las pinturas. Los pasó sobre las mejillas de Zaid, haciendo dos marcas negras que nacían de las orejas y descendían hasta los labios. Después él cerró los ojos, y ella dibujó un halo oscuro a su alrededor. Cuando los abrió, tenía dos sombras habitadas por las blancas esferas de sus ojos. Zaid se puso el gorro de plumas que había usado Sorkus en los funerales. Ella lo besó en los labios y permaneció parada en el umbral, mirándolo partir con sus guerreros.
Mientras caminaba, sentía que quienes lo observaban le temían de la misma forma que había temido a Reynod cuando era niño. Los sacerdotes lo miraban también con cierta mansedumbre, ni siquiera ellos habrían logrado tanta adhesión, tan profundo respeto de parte de la gente. Todos parecían ver en él algo más grande que su simple cuerpo, fuerza sin duda superior a sus propios y cotidianos cansancios humanos. No se trataba ya de la reivindicación de la familia, su padre o su abuelo estaban sumergidos para siempre en la sombra del pueblo, porque no eran más que hombres.
No tengo las armas que el tiempo podría darme, ni los hombres preparados con lo que he aprendido en mi viaje. Pero debo ganar para convencerlos. Entonces no habrá fuerzas que me desplacen de mi lugar, y serán ellos quienes morirán antes de verme lejos del sitio en que me pusieron.
Todavía no confiaba en nadie más que en Tahia. Los hombres que iban a luchar a su lado tenían su edad, pero no los recordaba. Algunos se habían atrevido a dirigirle una mirada amistosa, pero al encontrarse con su expresión austera, bajaban la vista. Le ofrecieron una lanza, y se sintió torpe con aquellos instrumentos hoscos. El recuerdo de las armas que había visto en otras partes lo encolerizaba, lamentando no haber tenido tiempo de cambiar las costumbres de la guerra. Pero a falta de armas adecuadas, utilizaría la destreza. Los mensajeros le habían traído informes de que los rebeldes se estaban abasteciendo a través de las mujeres, que llegaban todos los días a través de senderos diferentes del bosque. Habían descansado durante la tregua, se habían fortalecido, y resistirían a Zaid a pesar de las aguas suspendidas sobre ellos.
Tahia le dijo que nunca haría algo más por él que eso: la nube de aguas pendiendo del cielo. Pero no importaba. Hoy era parte de su pueblo otra vez, un miembro reconocido y valorado por encima de todos los demás. Había dejado de ser el carretero de los muertos, era quien los comandaba: ellos eran su apoyo, sus aliados.
El entrechocar de las lanzas los acompañaba. Iban subiendo una colina al este del lago, que llevaba al campo de batalla. El cielo agrisado con nubes de tormenta empalidecía el brillo del día, el sol se asomaba lento entre el caminar de esas nubes que llegaban del norte. Los árboles fueron disminuyendo en número, los arbustos se hicieron más bajos, de hojas anchas y espinosas, entonces el paisaje se amplió en una planicie de barro en la que cientos de pájaros carroñeros buscaban restos. Luego el suelo se fue agrietando, alzándose a los costados y formando muros hasta llegar a un barranco. Vieron, a lo lejos, la negra línea en el cielo, borrada en partes por las nubes. Contra la orilla norte del lago, estaban las columnas de los fieles atrapado, y a la derecha, el humo de las fogatas de los rebeldes.
Comenzaron a bajar por la ladera más boscosa para ocultarse. Pero aún antes de llegar al claro donde terminaban la ladera y la hondonada, escucharon el grito del avance de los enemigos. No había tenido tiempo siquiera para preparar las formaciones, pero Zaid sabía que su número era mayor.
-¡Adelante!-gritó, con el brazo en alto hacia el centenar de hombres a su izquierda.
Ellos avanzaron, su fuerza e ira recuperadas, pero desordenadamente. Las filas se deshacían apenas se formaban, tropezando y golpeándose entre ellos, desgastando las fuerzas en riñas inútiles.
-¡Avancen! ¡Únanse en masa!
Los guerreros se organizaron en una formación como la punta de una flecha, y las lanzas apuntando hacia el frente.
Los rebeldes aparecieron desde atrás de los árboles que ocultaban la hondonada. Sus gritos crecieron como un río desbordado y envueltos en nubes de polvo. Estaban enardecidos, más de lo que él había esperado, y vio que la línea negra del cielo había desaparecido.
Los fieles formaron una barrera que los otros trataron de vencer con un golpe frontal, pero pronto cambiaron de estrategia y comenzaron a rodearlos como un conjunto de perros alrededor de una rueda. Las hachas golpearon las primeras filas, y se defendieron cruzando las lanzas como escudos. Pero uno de los hombres de la barrera cayó. La masa se fue agrietando mientras uno tras otros caían, y por el hueco entraron los rebeldes.
-¡Adelante!- ordenó Zaid a la siguiente formación.
Los arqueros eran los únicos a los que había alcanzado a darles indicaciones antes de la batalla, quizá suficientes porque ahora avanzaban lentamente pero con los arcos y las flechas preparados. La primera fila se arrodilló.
-¡Disparen!
Las flechas formaron un amplio arco y cayó sobre los hombres que rodeaban el círculo. Nuevas oleadas derribaron a las siguientes filas. Él sabía que morirían muchos de sus propios hombres esta vez, el círculo era una mezcla indistinguible de guerreros de ambos bandos. Pero confiaba en que los rebeldes hubiesen puesto a toda su gente en ese ataque.
El tercer grupo se preparó para avanzar, pero llevaba piedras en lugar de flechas.
-¡Cambien las flechas por rocas!-gritó, y entró con ellos al ataque, mientras una docena de hombres protegían sus flancos.
-¡Adelante!-Y su voz se fue dispersando a través de los cuerpos apretados y enfurecidos que avanzaban. Todos lo miraron por un instante, los ojos brillantes y llorosos, los cabellos mojados de sudor, las bocas abiertas y jadeando. Avanzaban sin detenerse, alzando los brazos con gritos de furia que crecían de boca en boca, hasta hacerse un coro de jadeos, de pasos fuertes y golpes de lanzas y de piedras.
Lanzaron las piedras contra la gran rueda ya rota de los rebeldes, como si sus alientos y no sus músculos las hubiesen arrojado.
Penetraron en el círculo y formaron grietas y claros en el centro. Los fieles peleaban con rocas en los puños. Los rebeldes sólo tenían lanzas viejas que pronto se partían. Las piedras golpeaban los cráneos y una masa roja brotaba entre los huesos y los hombres morían en el barro. Algunos heridos se mantenían en pie, dando hachazos a su alrededor, pero luego cedían y caían unos sobre otros, mezcladas las cabezas sobre los vientres abiertos de los otros, sobre la tierra que se había metido en las heridas de los que todavía no habían muerto.
La rueda de los rebeldes fue destruyéndose lentamente.
El olor de los enemigos, pensaba él, mientras sus manos se hundían en el pecho de los rebeldes, era más distinguible que las caras, porque todos estaban cubiertos de sangre y negros de barro. Todos parecían iguales, excepto por lo que sus cabezas contenían, y la única manera de saberlo era abrirlas, romper los cráneos con piedras, hallar los pensamientos y destruirlos.
Cortar las formas de la mente cortando las formas de las vísceras.
Vio cómo los huesos de los enemigos se levantaban de la tierra, cómo los otros cuerpos caían sobre las astillas de sus aliados, de los hombres que poco antes lo habían mirado como si fuese un nuevo dios. Y ése era el triunfo, contemplar las vidas que peleaban por él y morían por su causa, penetrados por lanzas como dedos filosos de los dioses.
Cuando el sol se ocultó esa tarde, era sólo una esfera mutilada por el horizonte, de naranja oscuro, que brillaba contra un cielo casi negro, dando sólo un poco de luz a los hombres que sobrevivían. Ninguno más apareció detrás de la hondonada. Los jefes rebeldes habían huido, y su ausencia le daba a Zaid la victoria.
Sus hombres lo rodearon y lo observaron quietos a pesar del dolor en sus caras. Algunos se habían sentado, otros sostenían a los heridos y a los que habían perdido las piernas. Muchos arrastraban armas rotas, y los restos de los arcos pendían delante de los pechos lastimados.
Pero ninguno dejó de acudir a su llamado, y lo escucharon.
-No permitiré desobediencias ni desórdenes. Mientras estemos aquí, pelearemos. No vamos a subestimar a los enemigos.
Ellos miraron los cuerpos de los rebeldes caídos alrededor de ellos, los patearon y maldijeron con furia, haciéndose eco de las palabras de Zaid.
-Señor-le dijo su segundo.-Tenemos que volver.
-¡No! Vigilaremos por si vuelven a atacar. Mañana estaremos más seguros.
Hizo traer agua de un arroyo para lavarse y dar de beber a los hombres.
Los caminos estaban despejados y los rebeldes habían desaparecido. Pero sabía que quedaban más detrás del bosque al norte del lago. Se quitó la ropa de guerra, la hizo quemar, e intentó dormir. Abrió los ojos por un momento para murmurar un rezo que Tahia le había enseñado para el final de la batalla. Se recriminó haber olvidado decirlo antes, y aborreció de su arrogancia.
Mi victoria, o la suya, acaso. La de ellos, que viven en el lago, los restos de los hombres, los restos imperecederos del agua que se alimenta a sí misma. Avanzará en busca de todos estos cuerpos ciegos que me rodean hoy. Deberemos retirarnos mañana. Pero esta noche ellos olerán la carroña e inundarán el mundo para llevárselos, y quedará limpio otra vez.
Ella, la gran diosa de la carroña.
La que limpia la podredumbre del mundo y la carga en su vientre.
Al amanecer, los guerreros se prepararon para volver al pueblo. Pero antes de partir, Zaid vio que algunos hombres llevaban azadones para enterrar a los suyos.
Él lo prohibió.
-¡Señor!-protestaron algunos, mirándolo con una mano en la frente para protegerse del sol, que esa mañana había salido fuerte y enceguecedor.
-¡Obediencia!-Fue lo único que dijo en respuesta.
Esperó. Aguardaría todo lo necesario hasta obtener la completa lealtad. El cuerpo de Zaid no era grande, pero allí parado, con la manta de piel manchada de sangre cubriéndole los hombros, su torso parecía respirar un aire renovado y colérico. Los hombres sólo olían fetidez y veían cuervos revoloteando a su alrededor. Pero él respiraba un aire de triunfo que lo hacía asemejarse más que nunca a un dios hecho hombre. Le debían la victoria, y eso era algo que jamás podrían negarle.
Entonces uno de ellos dejó caer el azadón. Se oyeron otros caer después. Los hombres retrocedieron cabizbajos a sus filas, pasando delante de su jefe sin mirarlo. Ninguno levantó la vista, ninguno emitió un solo quejido, ni siquiera murmurado. Tomaron las armas, formaron filas y columnas, cargaron a los heridos, y comenzaron a caminar lentamente de regreso al pueblo.
Zaid los siguió como un padre que vigila a sus hijos reprendidos. No pudo evitar que algunos se diesen vuelta para mirar a los muertos, ni dejar de oír el quejido silencioso de esas miradas. Sentía en ellos el mismo temor que él había tenido cuando niño: la inquietud al dejarlos desenterrados. Habría querido decirles algo, pero esos ojos lo evadían, se escapaban por encima de sus hombros hacia más atrás. Y había algo que comprendió no llegaría nunca a controlar. La singular piedad de esos ojos fijos en los compañeros abandonados, más grande aún que el temor a los dioses.
-¡Miren adelante!-les gritó, y todos retomaron sus lugares y posiciones. Se levantó un murmullo de las filas, que el eco entre los muros hizo más profundo, como si llegase desde la misma piedra. Pero las rocas fueron haciéndose más bajas, hasta que un camino suave las reemplazó para conducirlos al valle.
Las mujeres los esperaban, los siguieron en silencio con caras tristes, seguras de la respuesta a la pregunta que no se animaban a hacer. Algunas se atrevían a acercarse y se colgaban de los brazos de los guerreros, preguntando dónde habían dejado a los otros.
Cuando llegaron a las primeras chozas, una multitud los seguía y aclamaba, arrojándoles hojas verdes recogidas por lo niños, mientras peleaban, y luego hojas quemadas oliendo a incienso y aceites. Habían encendido nuevas fogatas, sacrificado animales en su honor y en el de los dioses que les habían concedido la victoria. Columnas de humo se elevaban desde todo el valle. Más hombres ancianos, mujeres y niños llegaban continuamente a su encuentro. Se lanzaron al aire coronas de flores. Los bailarines habían comenzado a danzar en el mismo altar donde Reynod había sido velado. Los tambores repiqueteaban con un ritmo vertiginoso. El aroma de la carne cocida viajaba con el viento.
Pero las viudas se quedaron atrás, apretando los brazos de los hombres rezagados que trataban de ignorarlas. Al final de la caravana, llegó Zaid. Ellas lo miraron con desafío, luego se dieron por vencidas. Cambiaron su enojo por súplica, regresaron camino hacia al lago.
Zaid fue alzado en hombros por hombres que vestían las ropas que usaban en los festivales, otros tocaban instrumentos de música con flores en los cabellos y las manos. Lo cubrieron con collares de flores, le bañaron la cabeza con bálsamos. Los sacerdotes lo esperaban en el altar para darle los honores oficiales. Lo cargaron hasta allí, mientras él saludaba con la expresión beatífica de alguien que era más que un hombre, porque les había dado un triunfo que el anterior hombre que hablaba con los dioses no había podido darles.
Tahia lo acompañó a subir al altar. El beso que se dieron fue vitoreado por el pueblo.
-Demos gratitud sin fin al hijo de Tol. Nos ha salvado de la gran crisis de nuestro pueblo-dijo uno de los sacerdotes.
Zaid sería ungido con el aceite que Reynod había creado y traído consigo el día que llegó al pueblo más de cuarenta inviernos antes.
-Te ungimos, nuevo guía espiritual, con el beneplácito de tu antecesor. Desde ahora serás nuestro guía hasta que los dioses te lleven.
La mano pasó dos veces delante de la cara de Zaid, sin tocarlo. Después se posó en ella, se amoldó a su forma. Y el olor lo devolvió a la lejanas épocas de su infancia, a lo recuerdos del brujo y al dolor de su sexo.
Su rostro se frunció bajo la mano del viejo, pero nadie lo vio, quizá sólo el sacerdote sintiera en la palma que sus facciones se habían movido. Cuando la mano lo dejó libre, ya no mostraba signos de sufrimiento, no quedaba más que una máscara impávida en la que, según algunos dirían más tarde, no había nada.
Y al retirarse la mano y sentir la tibieza del sol, vio, por un instante, el rostro de Sorkus en la multitud.
El viejo continuaba con los honores. El bullicio seguía a su alrededor. Por eso él se olvidó de esa cara por un largo rato. Esperaban que hablara, pero Tahia le indicó discreción. Ella le rodeó un brazo con el suyo, y se quedó quieta a su lado, con la suave sonrisa de una mujer sumisa, agradable para todas las otras mujeres del pueblo.
Pero Sorkus apareció otra vez. Su inequívoco rostro era cada vez más claro y cercano. Un espacio de silencio y asombro crecía mientras caminaba hacia el altar. Estaba sucio y débil, pero era él.
Los que estaban de espaldas se voltearon al ver el pánico en la mirada de Zaid. Sorkus avanzaba despacio, desplazando a la gente con sólo su presencia. Tenía el cabello y la barba todavía cubiertos con la suciedad del lago, la ropa destrozada le cubría sólo la cintura y los muslos. Las piernas apenas parecían sostenerlo. De los hombros colgaban dos bultos atados con tiras de cuero.
Los ojos de Sorkus lo estaban mirando, llenos de ira.
Ese mediodía el sol brillaba con una intensidad que nadie recordaba hubiese tenido en por lo menos los últimos cinco años. El verano comenzaba. Sin embargo, Sorkus tenía su propia sombra en los ojos, y Zaid pudo ver en ellos lo que él había visto en los días pasados en el lago.
Sorkus pisó el altar. Las tablas crujieron. Los guardias ni siquiera se le acercaron. Los sacerdotes retrocedieron.
Zaid únicamente miró los pies, no los ojos, no miraría otra vez los ojos. Murmuró a los oídos de Tahia.
-No me dijiste que volvería, que iba a ser tan fuerte como yo con su vuelta.
Ella no le contestó.
Sorkus llegó frente a él y se detuvo. Se miraron mutuamente. Uno, alto y erguido, cubierto de honores y perfumado de aceites y flores, con una mujer a su lado y el favor del pueblo. El otro, encorvado por el peso de los bultos que olían fétidos, casi desnudo y rodeado de sombras.
Sorkus desató los nudos. Arrojó uno después del otro, los cuerpos de sus hijos. Los cadáveres estaban hinchados, las bocas abiertas mostraban los dientes como dos sonrisas, y de las pústulas brotaban líquidos malolientes.
De la gente surgieron gritos. Los sacerdotes se taparon la boca.
Zaid sintió algo en su garganta.
-Recuerdo un sueño…-murmuró.
Pero la voz de Sorkus, la voz del prometedor hijo del brujo, se escuchó entonces invadiendo todos los espacios que el sol del nuevo verano ahora alumbraba.
-No es un sueño, esta vez. Me dijeron, ellos, los perdidos, que tu mujer ha vuelto de aquel sitio. Quiero que mis hijos vuelvan.
Zaid había esperado ese pedido desde que lo vio llegar.
-No querrás…-empezó a decir, pero luego levantó una mano y le indicó que se acercara. Era el gesto de quien está dispuesto a una confidencia, y parecía haber compasión en sus ojos. Una mirada de amistad que todo el pueblo entendió como signo de su benevolencia.
-Cuando los veas, te arrepentirás-le dijo en voz baja, porque sabía que Tahia lo estaba escuchando.-No estás seguro de lo que pides…
Sorkus tenía su cara sucia y cortajeada muy cerca de él. Podía oler más que su piel, podía percibir el miedo, como un animal huele a su presa.
Apoyó una mano en la mejilla de Sorkus, que no se apartó, y secó las lágrimas que caían sobre los cuerpos de los niños.
Luego, la mano derecha de Zaid buscó algo bajo la túnica. El estilete de Reynod destelló de pronto a la luz de la mañana, y encegueció a Sorkus un instante antes de su grito. Antes de que el filo le atravesara el corazón, y cayera muerto sobre sus hijos, cubriéndolos con la misma sangre con que ellos habían sido engendrados.
Ilustración: Australian War Memorial
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