sábado, 8 de junio de 2024

La guerra: Los guerreros alados II

 





Las naves están partiendo. Las olas golpeando el duro casco de madera. La espuma salta y se acumula en la cubierta. Desaparece al filtrarse al fondo, o se seca dejando una baba de sal que carcome el maderamen. Las algas crecen, forman un espectro verde oscuro, suave a las caricias de los hombres. Las manos callosas ya casi no sienten. Cierran los ojos y acarician el musgo, como si tocasen los senos de una mujer seca, ya no joven, pero una mujer al fin.

     Cierran los párpados y ven el cuerpo bajo sus cuerpos. El barco es una gran hembra que pueden acariciar en cada resquicio. El viento les limpia la cara de sudor, despeja los cabellos de la frente, y sienten la mano del sol que los toca con dedos y uñas rotas. Pero es el sol, después de todo.

      Es el mar donde el tiempo puede ser perdonado, porque es piadoso, porque no parece transcurrir. Donde aún el viento pasa y desaparece, y vuelve a rozarlos sin premeditación, sin la idea del día o la noche como tiempos que se suceden para no regresar. Hoy también puede ser mañana, y no hay pena ni prisa en eso. No existe la angustia de la noche que llega, de la oscuridad sin fondo en que se hunde el barco, del abismo con que el cielo envuelve al mar.

      El mar es entonces un cómplice de los hombres que navegan en las frágiles naves. Mece los barcos como si fuesen cunas donde los niños duermen o sueñan con ojos abiertos. Los hombres se dejan llevar, y miran al cielo.

     El ruido de los remos, subiendo y bajando. El sonido del agua en los oídos, el sabor de la sal en la boca, la áspera sal que raspa la frente quemada por el sol. Y la piel existe, el cuerpo vive, y los hombres saben que podrían morir en ese instante, sin lamentarse. Son una parte del mundo que ha venido a buscarlos. Los elementos frágiles que moldean las formas del mundo. Abren los ojos y ven las nubes que lentamente van creciendo. Blancas, luego más oscuras hasta hacerse negras, inmensas, uniéndose unas a otras igual que monstruos sin cara venidos desde más allá del mar. Del confín del mundo donde el mundo se pierde y cae en lo desconocido, quizá en la nada. Relámpagos, y los mástiles se balancean con el impulso del viento más fuerte.

     Han ordenado arriar las velas. Los remos trabajan con menos fuerzas. El mar está encrespado. Las olas altas invaden la cubierta. Pero aún no ha oscurecido. Es media tarde. La niebla se levanta de la superficie, envolviendo a los barcos. La claridad opaca se transforma en perdidas formas sin contornos. Gaviotas pasan, raudas, ciegas, y chocan con los mástiles. Caen a cubierta y los hombres las guardan como reservas. Alguien enciende una antorcha y avanza con ella muy cerca de las velas. Le gritan que la apague si no quiere incendiar el barco.

     La tormenta se ha detenido. El mar está calmo. La niebla pesa sobre las aguas. Hace mucho calor. Los hombres traspiran y esperan. Saben que la tempestad llegará. Piensan en los que caerán por la borda, en si las naves podrán resistir.

      A medianoche, cuando ya nada puede verse más que la lámpara de aceite del vigía en la altura del palo mayor, como una estrella solitaria, el viento aumenta de pronto. Un tronar continuo los estremece desde un tiempo antes. Los relámpagos los alumbran, y sus caras parecen pálidas aunque no lo estén, parecen tensas aunque quieran fingir que no es así. Los estallidos del cielo desnudan el alma de los hombres.

     Llueve muy fuerte. Las velas, por más que han sido recogidas, se embeben de agua y chorrean como cascadas. Uno, dos rayos seguidos estallan, lejos, y las olas golpean, castigan con ferocidad. Se escuchan órdenes a gritos de un extremo al otro de las naves. Señales de los faroles de una a otra, cortadas por la lluvia y los relámpagos. El barco se tambalea de costado. A sotavento, la tormenta arrecia peligrosamente. Están inclinados, y el agua se acumula a barlovento. Varios se encargan de sacarla con cubos, pero saben que es un trabajar inútil. El fondo se ha inundado, dicen algunos.

     Un mástil cae a cubierta. El quiebre de la madera ha sonado apagado por el viento. Corren a mirar. Hay dos, tal vez más cuerpos bajo el mástil. Casi no se ve en la oscuridad que los faroles no logran dominar. Se apagan constantemente. Deberán, entonces, soportar la noche y la tormenta como ciegos. Sólo guiados por la intermitencia de los relámpagos. Pero éstos son menos frecuentes. La lluvia es lo peor, azota sin piedad. Y el viento no cede.

     Los hombres saben que muchos han caído al agua, pero no los ven. Oyen sus gritos al perderse entre la espuma de las grandes olas. La tenue blancura los arrastra como una nube de polvo de huesos. Ellos saben que los muertos brillan en la noche, que los huesos sudan, y el fluido en que se convierten los cuerpos flota en las aguas como aceite con brillo propio.

     Sin embargo, deberán resistir hasta la mañana.

     Y al amanecer, no hay rastros de tormenta. Las seis naves han sobrevivido, aunque una ha quedado inclinada, y otras con los mástiles caídos.

     De barco en barco llegan informes de los daños a través de las señales de luces de los vigías o de hombres que recorren la distancia en botes. Veinte hombres han desaparecido. Mástiles y velas deberán ser reconstruidos y confeccionadas otra vez. Los caballos están enfermos, pero se recuperan. Las provisiones de la nave más averiada se han inundado. A la distancia, desde el primer barco, ven cómo el último tira al mar los deshechos. Desde las otras naves, han comenzado a arrojar también algunos cuerpos.

     El sol es intenso, y quema. No hace frío. Unos cosen velas rotas, otros martillean, otros reman. Las naves, una detrás de otra, navegan sobre aguas calmas, azules, bajo un cielo sin nubes. Tras ellas, como la cola de un animal cansado, el último barco avanza pesadamente, inclinado a barlovento. Puede verse a sus hombres caminar con cautela, mientras siguen sacando agua durante todo el día. Esperan que el sol seque las cubiertas. Un olor a podredumbre, dulce y agrio a la vez, gira alrededor de las naves. El olor del agua de lluvia en los deshechos, en las telas arruinadas, en los cadáveres que flotan alrededor y se alejan  muy lentamente.

     El calor, sin embargo, lo irá transformando, y el viento, que en la tarde va a llegar, traerá el aroma de siempre, el aroma de la sal.

     Y ese día y el siguiente fueron parecidos a los que siguieron. Un verano tormentoso. Un otoño más plácido, y al comienzo del invierno, el frío se asentó en las cubiertas. La escarcha se trizó con un sonido semejante al graznido de los cuervos. La madera de los cascos crujió como a punto de quebrarse.

     Hubo hambre entre los hombres, y algunos caballos morían cada mañana. Una epidemia tomó una de las naves y muchos hombres y animales murieron. El barco fue aislado al final de la flota.

     Pero un día se oyó un grito desde el mástil del vigía, que se repitió en las seis naves.

     -¡Tierra!

     La mirada de los hombres se llenó de luz.


*


Había visto los barcos desde dos días antes, cuando eran sólo dos puntos negros en la línea que separaba el mar del cielo. En las noches, especialmente, llegaba a verse una muy tenue luz titilando, como una estrella caída luchando por no hundirse.

     Después, dos días más tarde, cuando esa mañana Cesius salió de su refugio entre las rocas de la playa, ya no vio dos puntos negros, sino barcos cuyas velas se combaban con el viento, refulgentes a pesar de las hilachas de los bordes y la suciedad que las cubría. El movimiento de los remos los hacía balancearse como el avanzar de una oruga. Eran pequeños barcos todavía a la distancia, pero detrás de los primeros aparecieron otros puntos, rezagados. Tres, tal vez, o más si prestaba mayor atención. Quizá fueran las sombras de las olas en contraste con el brillo intenso del sol sobre el agua.

     Sin embargo, de los primeros no tuvo dudas. Se sentó sobre las rocas para limpiar y cortar los pescados que sus redes atraparon esa mañana. Cada vez que se adentraba en el mar, sus ojos se perdían en la contemplación de las naves, que parecían tan quietas y serenas, que eran casi una respuesta a lo que había estado soñando aquellos últimos tiempos.

     Desde que la muerte de su padre y de su hermano, de la huída de Britan, a él solamente le restaba esconderse. No sabía cuánto iba a durar esa vida, pero no lo inquietaba demasiado pensar que así viviría siempre. Mientras el nuevo jefe del pueblo no lo buscara, él lograría sobrevivir si lo dejaban en paz. No serían diferentes sus días a los que ya llevaba, solo, apartado de los suyos, componiendo cantos que recitaba para su soledad, para la luna que a veces decidía acompañarlo en noches desveladas. Palabras para las voces del agua, del río o de aquel lugar en que le tocase vivir. Palabras para el techo que lo cubría, las piedras, la tierra o las ramas de su refugio. Para los peces que lo alimentaban, el aire y el viento que refrescaba el sudor nocturno. Únicamente el pensar y hablar consigo mismo lo consolaba.

     Desde hacía mucho tiempo que no valían nada las explicaciones que había dado a la disconformidad de sus hermanos por su voluntario aislamiento. Ellos lo habían invitado a formar parte del destino del pueblo. Su padre, el hombre que hablaba con los dioses, sin embargo nunca le recriminó aquello. Lo dejó irse, conocedor de las aptitudes que había demostrado desde que era un niño, cuando se levantaba en medio de la noche y corría desnudo entre los árboles, llamando a la luna su madre y a las nubes su ropa. Telas desgarradas que quería tomar extendiendo los brazos, trepando los árboles, para arrancarlas del cielo y protegerse del frío. Cada mañana iban a buscarlo para bajarlo de las ramas en las que se había quedado dormido, los brazos y las piernas colgando, la cabeza y el cuerpo apoyados en la corteza.

     Al crecer, esa búsqueda se transformó en fiebre y desaliento. Sus pasos eran más pesados y lentos, una frase incierta y sin sentido brotaba de sus labios. El sudor le corría por el cuerpo y se secaba contra los troncos en los que buscaba paz al ímpetu de su sexo. Ya no despertaba, agotado, en la rama de un árbol, sino que seguía dormido cuando Britan llegaba a buscarlo. Cesius murmuraba entonces las mismas frases entrecortadas que esa noche había pronunciado sin interrupción, como una ola creciente de palabras que eran una fuerza en sí mismas, pidiendo destruir el bosque con la intensidad de su significado, para transformarlo en cielo. Hacer llegar las nubes, o espantarlas como se patean las piedras sueltas. Convertir el mundo a su voluntad por una noche. Vivir en otro lugar que no fuese éste, el anterior al día que los demás se apropiarían de la tierra y vendrían con las sogas de la razón.

     Pero los inviernos atenuaron la inconsistente miríada de fuerzas contrapuestas que lo atormentaban, luchando por su cuerpo como si fuese presa de espíritus superiores. Ya no corría desnudo por el bosque, sino cubierto de livianas telas que las viejas del pueblo le tejían con finas hebras de hojas de ciruelos, caminando descalzo sobre la hiedra, si aguardar a que la luna saliese. Él la llamaba con sus cantos, los mismos que no surgían espontáneamente, sino pensados y retenidos en la memoria durante todo el día. El sol o la lluvia parecían dictarles aquellas palabras, y él las adornaba con otras que realzaran la belleza de esos intentos que el mundo cotidiano fallaba en transmitir. Él era el instrumento, la voz que daba un orden al caos del mundo.

     Por eso Reynod, su padre, lo había dejado en paz. Porque sabiendo de su aptitud, parecía descansar a veces en su hijo menor. Lo que de pureza tenía aún su vieja voluntad, la triste inocencia de las voces de los dioses que escuchaba, del origen más remoto de ellas, persistía en Cesius. No eran voces entonces, eran palabras de belleza teñidas de melancolía. Las palabras de los dioses que su padre había logrado transmitir al pueblo con fuerza brutal, como una orden sin asomo de piedad, eran cantos en la voz de Cesius.

     Él lo sabía. Pero desde la muerte de su padre, los cantos, las epopeyas que creaba y se iban acumulando en la memoria, fueron convirtiéndose en oscuros presagios. Los cantos eran bellos, pero tristes. Inmensos, aunque acababan en frases sin sentido. Largos cantos que terminaban matándose a sí mismos, y sin embargo, no podía borrarlos de su memoria.

     Cargando las redes en sus hombros, de espaldas al mar, las palabras llegaban con las olas y se impregnaban en la arena. Y él las leía, pronunciándolas en voz alta. El agua le hablaba de barcos, naves que él había decidido ignorar, pero al volver la vista allí seguían, un poco más grandes, resistentes no sólo a la fuerza del mar, sino a la fragilidad de la memoria, a la débil resistencia de la vista de un simple hombre. El ruido de las olas le daba ritmo al canto de las naves.

     Pero Cesius veía más que eso, alcanzaba a ver otras aguas y una barcaza cuya sombra no distinguía del todo, y lo perturbaba. La imagen de la barca era lo más importante en este día de verano, mientras dejaba caer las redes y los pescados en la playa. Las manos callosas, de vello oscuro en el dorso de los dedos. De piel dorada, oscurecida por el sol. El cuerpo encorvado, las piernas flexionadas, los tobillos apoyados en la arena caliente. Las manos abriendo las entrañas de los pescados, con el sol cayendo sobre su espalda. La vista a veces se alzaba hacia las aguas, vigilando el lento crecer de las naves con el correr de la tarde, al mismo ritmo con que la luz decrecía y el frío arreciaba. Entonces las pequeñas luces lejanas se convertían en estrellas fuertes reflejadas por el mar.

     Cinco barcos, y otro aún lejano en la distancia.

     En la noche, arrojó agua a la fogata. La ceniza se levantó con una nube de humo hasta hacerse nada más que una grisácea capa que se confundía en la oscuridad. Más allá, la frontera del oeste y del norte estaba siempre alumbrada por guardias con antorchas, día y noche, frente a los peligros que de allí podrían llegar. La forma en que Zaid gobernaba era distinta a la del brujo. Reynod los había hecho migrar de región en región, como una manada de hombres que no aceptaba nuevos adeptos ni disidencias. Eran un pueblo cerrado pero sin barreras ni cercos, inmutables en su número, en la pureza de las castas que lo formaban.

     Pero el pueblo de Zaid era un lugar con barreras de fuego y agua. Límites siempre alumbrados por destellos. Hasta el cielo formaba también una barrera de nubes negras. Hacia fuera irradiaba luminosidad, pero adentro una creciente negritud crecía. Él podía verlo desde su refugio, desde las rocas golpeadas por las olas. El valle, lejos, parecía hundirse en el fango que el lago iba formando en su incesante avance.

     En esta noche de estrellas sin luna, Cesius miró hacia el mar, y vio las luces de los barcos, que de a poco comenzaban a virar hacia donde él estaba, tal vez evitando acercarse a las playas iluminadas. Decidió esperarlos. El aire era tibio. Cerca de la orilla, la brisa le trajo gotas de las olas que rompían allí cerca, al alcance de sus manos. Sólo alcanzaba a distinguir la blancura de la espuma, más allá de la cual las luces de los barcos iban aumentando. Eran ya seis naves claramente visibles, a gran distancia una de otra. Sobre la cubierta de la más cercana se veía el movimiento de los hombres, pequeños como hormigas. Puntos desplazándose bajo y sobre los mástiles y travesaños, como hormigas en las ramas del barco. Eran árboles flotantes que llegaban de desconocidas tierras.

     Estuvo observándolos durante toda la noche. Vio cómo bajaban los botes y los hombres descendían con gritos contenidos y órdenes casi susurradas que él no pudo oír. Las lámparas habían sido apagadas a las mínimas necesarias. A pesar de estar tan cerca, lucían lejanas como luciérnagas suspendidas a pocos pies sobre el mar, o semejantes a esos peces cuyos cuerpos brillan al saltar en la noche con la luz de la luna.

     El amanecer comenzaba. La bruma se había asentado sobre el agua, pero las figuras pálidas de las lámparas se abrían paso en la neblina, balanceándose en los botes. Las pequeñas barcas se mecían con las olas de la rompiente. Las primeras fueron surgiendo, naciendo desde la masa informe de la niebla. Puntos de luz débil que se convirtieron en hombres y remos, hombres y madera. Voces de hombres que temblaban en las gargantas roncas de humedad y cansancio.

     Cuando el primer bote pasó la rompiente, quedó encallado en la arena. Era ya casi de día, pero la bruma ocultaba a los tripulantes. Sólo uno podía distinguirse con cierta claridad, una figura alta, de anchas espaldas, cubierto de pieles oscuras. En una mano llevaba una antorcha levantada. En la otra, una lanza. Pero Cesius no vio su cara. Dos botes más llegaron después, y serían diez los que encallarían a lo largo de la mañana. Una bandada de cigueñas cruzó el cielo en busca de alimento, pero la extraña actividad de ese día las hizo seguir de largo sin detenerse.

     El hombre que había bajado primero hundió los pies en la arena húmeda, y se acercó acompañado por otros hacia donde él estaba, pero no parecían haberlo visto. Dirigían la vista hacia la playa y las rocas.

     Cesius no se atrevió a llamarlos. A pesar de su peculiar mansedumbre y su falta de desconfianza ante los hombres, éstos que ahora llegaban del mar le indujeron temor. La bruma se iba abriendo mientras caminaban, desgarrándose en volutas de vapor blanco y pesado, dejando gotas de sudor en la cara. Podía ver los rostros cubiertos de transpiración, que se limpiaban con el dorso de las manos. Sus figuras grises, con puntas de lanzas y escudos frente al pecho, aparecieron a escasos pies de Cesius. Entonces ya no supo evadirlos, aunque hubiese querido o tenido tiempo para decidir si eran buenos o malos por su aspecto. Ahora que ya estaban delante de él, vio al principal, que llevaba un casco hecho con pezuñas de bisonte, y en el rostro una amarga mirada de cansancio.

     -¿Eres del pueblo?-le preguntó el extraño no sólo en su misma lengua, sino con el idéntico acento de su gente. Los otros, detrás, cambiaban miradas, con las armas en actitud vigilante.

     Cesius creyó percibir un gesto desconfiado en la voz del principal, ronca y desgastada. Bajo los ojos había unas manchas negras, quizá luego de muchos días sin dormir. Miró los pies, hinchados y ulcerados.

     -Sí-contestó.-Pero no vivo con los demás. La playa es mi hogar.

     -¿Por qué?-volvió a preguntar el otro.

     -Porque así lo deseo-dijo, y tomó una postura arrogante, extraña en él, que delataba su miedo. Quiso creer que el hombre, ya algo viejo, no tenía tanta fuerza como demostraba su estatura.

     -¡Tu nombre!

     -Cesius.

     -¿De qué familia?

     -¿Quién lo pregunta?-se defendió.

     El otro pareció cansarse de aquel juego, y con un ademán hizo que sus hombres lo apresaran. Mientras dos lo estaban sujetando de los brazos, Cesius sintió el olor de pescados rancios, de suciedad acumulada en su pelo largo y ensortijado. Quién sabía cuánto tiempo habían estado navegando, o cuánto que no comían o bebían.

     El principal se sacó el casco, y sus cabellos entrecanos cayeron sobre los hombros. Su rostro era recio, firme en los contornos. La cabeza se irguió, orgullosa, y los labios se abrieron. Un hilo de sangre corrió por las costras de los labios.

     -Tol, hijo de Zor el Cazador. Si algo te han enseñado, sabrás de quién estoy hablando.

     Cesius había escuchado de aquella familia por boca de su padre, que habló de su desobediencia, de cómo el viejo Zor se había rebelado a sus leyes, para luego ser expulsado del pueblo. Pero sobre todo sabía lo que él mismo conoció: la llegada de Zaid.

     -Si vienes a ver a tu hijo, acá no lo encontrarás. Dónde él esté, yo debo huir.

     La mirada de Tol abandonó el débil ensueño en que parecían haberse sumido por un momento. Por primera vez lo vio abrir los ojos realmente, como si no hubiese despertado desde que había salido del barco. Ojos de color marrón claro, pálidas órbitas blancas que contrastaban como nubes dentro de un tornado de tierra negra.

     -¿De qué estás hablando?

     -Tu hijo Zaid es el jefe de nuestro pueblo, un tirano que no permite el entierro de los muertos.

     Miró hacia el oeste, como si pudiese ver más allá de las rocas que ocultaban el valle. Hizo una señal con la cabeza, pidiendo que lo soltaran. Tol accedió. Entonces Cesius caminó hasta la roca más alta, y lo siguieron.

     El viento arrastraba las nubes que se esparcían sobre el mar y el valle. El sudor de los rostros se fue secando, y los hombres hicieron gestos de alivio frente al viento fresco. Todas las miradas se dirigieron hacia el valle. Cesius señaló la mancha negra que cubría la mitad sur.

     -El lago los está invadiendo, y cada noche crece un poco más. Mira las nubes.-Su mirada se alzó hacia la masa oscura en el cielo.-Estamos en verano, pero las nubes nunca se apartan.

     Tol seguía sin comprender la causa ni la relación de Zaid con todo esto. De pronto, sintió un escozor en las piernas, y tuvo que sentarse. Los otros lo ayudaron, atando antes a Cesius. Más hombres que subían por las rocas. Uno se acercó a socorrer a Tol. Era de cabellos rojos, que caían enredados sobre la espalda. Vestía una piel más fina que Tol, una piel que alguna vez había sido blanca.

     -¡Padre!

     Tol levantó la mirada e hizo que Sigur se arrodillara junto a él. Lo tomó de un brazo, temblando. Su cara se había transformado en una expectante expresión de ansiedad. Las bolsas bajo los ojos desaparecieron, y se restregó la cara y la barba al hablar.

     -Tu hermano está aquí-dijo, repitiendo la frase varias veces, como si quisiera convencerse a sí  mismo.-Debemos hablar con él, ya no es necesario luchar. Zaid es el jefe del pueblo.

     Sigur hizo un gesto de confusión  ante el cambio de planes. Miró al que habían apresado y pidió explicaciones.

     -Tu hijo es un tirano-dijo Cesius, sereno, sin odio en la voz, mientras Tol lo observaba con recelo.

     -De eso no tengo miedo-dijo Tol.

     Sigur lo miraba rencorosamente, pero el viejo parecía respirar admiración tras la palidez de sus ojos.

     -Yo lo he sido, y tu también. No digas que arrastraste a todos tus hombres sólo por voluntad de ellos. Si tus actos no te hacen un tirano, lo hacen tus palabras.

     Sigur bajó la mirada.

     -Necesitamos órdenes-dijo uno de los hombres.

     -Formen una barricada en este borde del valle, con guardia permanente. Después, construyan un muelle para bajar los cadáveres y los hombres.-Tol respiró profundo y tomó aliento.-¡Y por todos los dioses que no han querido ayudarnos, busquen comida y agua!

     Los hombres se fueron, y unos pocos se quedaron con ellos.

     -¿Dónde está Reynod?-preguntó Sigur.

     -Mi padre ha muerto el otoño pasado.

     Cesius notó cómo los otros se miraban, sorprendidos.

     -No se preocupen por mí, conozco el odio entre nuestras familias, y no lo comparto. Mi padre me crió diferente a mis hermanos. Yo no hablo de resentimientos, sino de cantos. Mi familia se ha deshecho, ya lo ven. Quedo yo solamente, y mi fuerza es una voz tan frágil como este la brisa del mar.

     -Está mintiendo-dijo Tol a Sigur.-Zaid no puede ser lo que él dice. Si es el jefe, lo logró por sus méritos. Recuerda que debe haber sufrido tanto o más que nosotros.

     Pero Sigur parecía querer más explicaciones. Se apartó de su padre y fue hasta Cesius. Le dio un golpe en el costado.

     -¡Estás mintiendo! ¡¿Cómo puede mi hermano ser un tirano?!

     Cesius mantuvo silencio mientras se recuperaba. Vomitó sangre y luego habló.

     -Cada uno es uno y muchos. A veces, ni siquiera elegimos cuál de nuestras caras prevalecerá con el tiempo.

     Padre e hijo se miraron. El viento se había llevado la niebla, y los barcos surgieron entonces como grandes montañas acostadas sobre el mar. Las proas, balanceadas por las olas, tenían maderas rotas. Algunos mástiles se apoyaban en los otros o sobre la borda, y las velas colgaban rotas de los travesaños. Unas columnas de humo se elevaban de las cubiertas, y un hormiguero de hombres iba de un sitio a otro ocupados en sus tareas. Pero en sus movimientos se veía el mismo cansancio, el desgano que estaba en los que habían desembarcado.

     Varios botes más comenzaron a ser bajados al agua. Los hombres descendían por las cuerdas con fardos de herramientas y armas, y avanzaban lentamente hacia la costa. Primero fueron diez, luego quizá cuarenta o cincuenta que traían una veintena de hombres cada uno. Y desde los barcos continuaron descendiendo durante todo ese día.

     Cesius vio desde lo alto del acantilado a los botes que llegaban y a los hombres que descendían para agruparse en torno a sus jefes. Tol siguió con la mirada aquel proceso, ya recuperado del dolor en sus piernas. Un hombre le estaba curando las llagas de los pies.

     -Este aire lo mejorará, Señor, es más seco. La arena es limpia.

     -Lo sé, amigo mío-contestó Tol, apoyándose en los hombros del otro, sin que sus ojos perdiesen movimiento de lo que pasaba en la playa.

      Sigur permanecía apartado y cabizbajo, ensimismado en pensamientos tristes. Tenía su mano sana bajo la piel de oso, delante del pecho. Jugaba, quizá, con algo que escondía. Entonces sacó la mano con dos plumas negras. Cesius, sentado en el suelo y libre ahora de ataduras pero con la mirada de los guardias fija en él, observaba a Sigur jugar con las plumas entre sus dedos. No supo decirse si algo murmuraban los labios al moverse, porque no pudo escucharlos. Pero sí estuvo seguro de haberlos visto soplar las plumas y besarlas, acariciando sus propias mejillas con ellas, y luego volvió a guardarlas bajo su abrigo. Parecía no importarle que alguien lo estuviese viendo. A Cesius le provocó curiosidad el hecho de ver a un hombre de esas características mostrando tal sensibilidad. Había imaginado que los recién llegados eran fuertes, de endurecidas almas, cuyos brazos habían sido hechos sólo para cargar lanzas y empuñar puñales.

     Dejaron de prestarle atención durante el resto de aquel día, salvo para ofrecerle alimentos que él rechazó. Desde el acantilado, vio a los hombres desnudarse y bañarse en el mar. Sus cuerpos estaban delgados: los huesos de los hombros se asomaban como puntas de mástiles y los tobillos como extremos de muñones enfermos. Los jefes favorecían a los más fuertes, dándoles de comer primero. Al mediodía, los cazadores regresaron con no pocas piezas, sobre las que todos se abalanzaron sin esperar a que se cociesen al fuego. Después, el entusiasmo por la comida mermó. El hambre había sido satisfecha, y una lánguida pesadez los adormeció, aún a los jefes y al mismo Tol. Había comido y bebido agua dulce, se había deshecho de sus ropas sucias, para recostarse al sol de la tarde, cuya tibia calidez era diferente a la de mar adentro.


     Cinco días tardaron en construir los muelles. Más de doscientos hombres habían tomado la playa. Casi la mitad mantenía la guardia frente al valle, y Cesius pudo escuchar los informes que le traían a Tol. A pesar de que no se escondían, la gente del pueblo no parecía haberlos visto, dijeron los mensajeros. Sólo los fuegos nocturnos eran más numerosos, y nunca se apagaban. Era como si presintieran su presencia, la barrera que rodeaba al valle del que no podrían salir. No porque ellos se lo impidiesen, sino por algo que tal vez los empujaba más que la presencia de los recién llegados. Quizá fuese ese lago junto al centro del valle, esas olas de espuma gris que brillaban con la luz de la luna. Pero los guardias habían visto que la luna nunca alumbraba más allá de la medianoche. Las nubes se iban haciendo más densas, casi impenetrables a todo rayo de luz. Únicamente las mañanas se teñían de un color naranja, en un tenue cambio de la habitual crudeza de su aspecto.

     -Es extraño que Zaid no haya mandado representantes-dijo Tol al escucharlos.

     -Trama algo-le dijo Cesius.-La mujer que trajo con él y los muertos del lago son parte de su plan.

     -¡Calla!

     -Cuando estés preparado, te llevaré a ver el valle, a escuchar las voces de la gente y las caras en la penumbra. Cada uno de nosotros lleva dos muertos en el rostro. El nuestro y el que nos ha tocado llevar en vida. ¡Si oyeras las voces de los muertos en el agua, las olas con sonidos como gritos! ¡Y a lo lejos, apenas perceptibles, en el centro justo del lago, está la barca!

     -¡Calla!

     -¡…la barca!

     Tol lo golpeó varias veces. Los guardias rodearon a Cesius, pero nada había que pudiera hacer él para levantarse o amenazarlos. Sólo las palabras que no podía pronunciar, y que sin embargo parecían estar escritas en la cara amoratada.


    

     Al décimo quinto día, los barcos se acercaron a los muelles terminados, que se adentraban en el mar como dos grandes manos para sujetar a los barcos. Muchos hombres más bajaron entonces. Los que estaban enfermos eran cargados en tablas o restos de velas rotas. Una larga fila de mujeres los siguió, llevando cada una de la mano varios niños.

     Luego, casi antes del crepúsculo, aparecieron los caballos. El estruendo de los cascos sobre los muelles repercutió por toda la playa. Se levantaron nubes de arena que empalidecieron el ya oscuro azul del cielo estival. Los hombres los guiaban con golpes de látigos para hacerlos formar en dos columnas que ocupaban todo el ancho de los muelles. Al llegar a la playa, se reunieron en manadas entre los acantilados.

     Cesius nunca había visto animales como esos, pero su extraña belleza, los colores del pelaje tras el polvo, y sobre todo los tonos de la luz crepuscular en los lomos, lo hicieron salir de la tienda y quedarse parado allí, en el borde de las rocas, para contemplarlos.

     Los barcos iban desapareciendo en una sombra que llegaba del mar y hundía en ocres tonos las luces de las lámparas de aceite que acompañaban el desembarco de los tarpanes. De pronto, vio un animal de pelo rojo, con crines largas y revueltas. Parecía levemente más alto que los otros, aunque la robustez del cuerpo y de las patas lo asemejaba al resto. El caballo corría junto a los demás a lo largo del muelle. Los pilares temblaban más que al principio. Algunos hombres gritaron órdenes para detener el paso. Los gritos se perdieron en el estruendo general, y la arena apenas dejaba ver los movimientos de los brazos señalando hacia dónde había que guiarlos..

     Las naves se balanceaban más que antes con la marea, aliviadas por el peso que los había ocupado hasta entonces. El caballo rojo fue de los últimos en salir. Iban más despacio, quizá más cansado. Las gotas de sudor no podían ocultarse ni aún bajo la polvareda y la arena. Brillaban bajo la luz movediza de las lámparas que se balanceaban colgadas a los lados del muelle.

     El sol, oculto en la mitad de su esfera, formaba un largo camino sobre las aguas, casi tocando la playa. Los últimos calores hicieron sudar a los caballos, pero la brisa del mar corría como un hálito de aire fresco a lo largo de la costa. El mismo viento que golpeaba la cara de Cesius era el que pasaba sus manos ásperas sobre el lomo del tarpán. Y fue entonces que creyó sentir que el animal lo estaba mirando.

     Al principio fue la duda, después la certeza de que sobre él, entre tantos hombres, el caballo había fijado la mirada. El tarpán comenzó a cabalgar un poco más sereno, sin inquietarse cuando los otros caballos lo golpeaban al pasar. Ni siquiera los látigos le llamaban la atención. Venía derecho hacia él, todavía muy lejos, pero como si buscase un camino más corto entre la multitud. Al pie de los acantilados, un mar de nubes precedía al verdadero mar, y abriéndose paso entre ellas, el tarpán cabalgaba con sus crines rojas agitadas por la brisa.

    Pero un caballo y un jinete se interpusieron en el camino, y un lazo le rodeó el cuello. Cesius no pudo distinguir quién era, luego vio el gorro blanco y la cabellera roja del hombre. Se dio vuelta y vio que lo habían dejado solo. Sigur debió haber bajado del acantilado durante la tarde, para ayudar en el descenso de hombres y caballos, y era él quien ahora intentaba atrapar al animal. Y sin saber por qué razón, si jamás había tenido algo propio ni se había aferrado a cosas en toda su vida, Cesius sintió que le arrebataban algo.

     Nada de los que los recién llegados traían le interesaba, ni ansiaba poseer las grandes naves, ni las armas o las mujeres que había visto descender de los barcos. No quería siquiera la destreza que demostraban construyendo muelles y organizando todos aquellos preparativos. Los sabía más inteligentes y avanzados, no cabía duda. Pero ese caballo era distinto. No se trataba de la necesidad de ser su dueño, ni de la satisfacción de verlo cada mañana pastando frente a su choza y esperándolo para que lo llevase a cabalgar. Tuvo la sensación de que si perdía de vista a ese caballo, la idea misma del futuro, la imprescindible seguridad de que mañana, o dos días o un invierno después, él desaparecería. Y eso lo hizo sentirse como al borde de un abismo. La inquietud se transformó en un cosquilleo recorriéndole el cuerpo, el corazón agitado y la frente mojada. Entonces ya no pudo quedarse allí, y del acantilado por la bajada más cercana.

     Corriendo y tropezando, logró llegar a la playa. Algunas mujeres le interrumpieron el paso. Cuando salió del sendero entre las rocas, las manadas se habían hecho más densas de lo que parecían desde arriba. Alcanzaba a ver, sin embargo, a Sigur cabalgando junto al caballo rojo, que lo obedecía, pero el animal daba vuelta la cabeza y estaba mirando a Cesius. Tres hombres se acercaron a Sigur para ayudarlo con la manada.

     Cesius hizo fuerza para abrirse paso entre los flancos de los tarpanes. Avanzaba con lentitud hacia el caballo que Sigur estaba llevando hacia el centro de la playa. La marea había subido y quedaba muy poco espacio libre. Cuando finalmente alcanzó a encontrarse con ellos, recién entonces recordó a los guardias que no había visto y debieron haberlo seguido desde que comenzó a bajar. Pero ya no importaba. El tarpán se agitó, se desprendió del lazo y comenzó a correr hacia él. Estaban uno frente al otro, mirándose. El animal sudaba, contrastando su brillo con la opaca arena que lo cubría. Cesius levantó los brazos y los pasó alrededor del cuello del tarpán, apoyando la cabeza sobre el hocico.

     Los demás los observaron con asombro. Los otros animales seguían pasando, pero los hombres detuvieron su tarea para mirar aquello que no comprendían.

     -¡Señor!-le dijo uno a Sigur.-¡Su caballo!

     Sigur no contestó. Cesius había escuchado, y en sus ojos estaba reflejado el miedo. Si el caballo era del hijo de Tol, jamás lo obtendría.

     -¿Cómo es que conoces a este animal?

     Entonces no tuvo más alternativa que decir la verdad, aunque mentir habría sido menos absurdo en este caso.

     -No lo conozco-respondió. Tuvo que gritar para seguir hablando. Aunque el tumulto de los trotes iba menguando, el bullicio de la gente se había acrecentado por el hambre. Las fogatas comenzaron a ser encendidas, y los niños lloraban alrededor. Lo que empezó a decir no tenía sentido, como jamás lo tuvieron sus cantos nocturnos.

     -Eres dueño de lo que no posees. Ves el sol, y no lo tienes. Pero el sol se cría en tu piel y tus entrañas. Comes sol, escupes sol, porque está en tu cuerpo. Tocas la hierba que comes, pero en realidad saboreas tus propios labios. El sol en tu lengua, la lengua que se come a sí misma y mastica las entrañas de tu ser. Eres dueño de todo si está en tu cuerpo, pero no eres dueño de nada al final del día. Debes devolverlo, así como devuelves los cuerpos a la tierra.

     Una fogata se había encendido junto a la tienda de Tol. Cesius seguía acariciando al animal mientras hablaba.

     -Aunque no conozcas algo, lo sabes porque está en el cuerpo. La sangre es la misma aquí y en los confines del mundo. Y la sangre habla. La sangre es el tiempo. Sin tiempo no hay sangre ni muerte. Las tres son una misma cosa, vidas independientes que se alimentan una de la otra. Sangre. Muerte. Tiempo. Verdugos de la razón y la cordura. No hablo de paz, porque no importa. Sólo interesa, como una balsa en un río o en el mar, el saber. El conocimiento que nos salva, que retrasa la mordida del tiempo que nos aturde con la idea de lo que no puede poseerse. Eso es lo que quiero decir. Nada tenemos y lo tenemos, sin embargo, en el cuerpo, riéndose de nosotros. Mirándonos desde dentro con una odiosa sonrisa. Tan pequeño que no podemos atraparlo, tan fuerte que puede destruirnos. Esto es lo que quiero explicar. Al fin lo he encontrado. El porvenir.

     Acarició al caballo, ya sereno y sumiso. Sigur hizo un gesto de hastío, quizá de desilusión. El caballo nunca se había mostrado tan obediente y entregado como esta vez, ni siquiera al atraparlo en las tierras del Norte.

     -¡Que se lo lleve!-ordenó, y se fue cabalgando rápido y sin mirar atrás, hacia donde lo esperaba su padre.


*


Retiró la mano del cuerpo de su padre. El viejo había dejado de respirar. Acercó la cara al los labios. Ni un suave aliento que delatase vida. Sólo el olor de la vejez. La piel oscurecida. La barba entre las arrugas de la cara, pliegues que fueron marcando el aspecto de la enfermedad que lo había consumido.

     Si el viejo se había mantenido en pie hasta poco tiempo antes, si iba al campo de batalla, en la retaguardia, a observar los resultados, si aún se mantenía atento, a pesar del dolor en los oídos, durante las reuniones para definir estrategias, era por la fuerza de su voluntad inquebrantable, firme, y más dura que nunca. Únicamente, se dijo Aristid, por ver cómo los rebeldes resistían después de las primeras derrotas. Batallas perdidas o suspendidas por razones que no comprendían. Enfrentaban enemigos diferentes. Muerto uno, aparecía otro que era más extraño aún. Y bajo la forma de la familiaridad, con el rostro de una familia amiga, había llegado un nuevo hombre para algo que ellos no lograban entender. Sólo vieron en Zaid una nueva estrategia de la tiranía. El viejo artesano sabía que lo importante era luchar, pero había dejado de ver a la gente, de oír los llantos por los no enterrados. Dejó de oler el aroma de los cadáveres desde el lago. Si así no lo hubiese hecho, no habría tenido voluntad para continuar peleando.

     Y ahora se lo llevaban. El mismo olor que habían intentado siempre mantener alejado con fuegos e incienso, crecía en el lecho donde reposaba el cuerpo. Echó más leña al fuego, y la luz aumentó espantando las sombras que las mismas llamas provocaban entre las ropas y los cabellos del viejo. Buscó especias y granos entre los fardos apoyados contra la pared, para arrojarlos también a las llamas. Un aroma intenso inundó el lugar. Tan fuerte, que parecía ser una burla, una imitación del olor de la muerte. Aristid buscó aceites, y los esparció sobre el cuerpo. El olor se hizo más dulce. Pero al acercarse otra vez al rostro de su padre, abrió la boca del viejo, y sintió el inconfundible perfume del vacío, como gritos apagados en la boca oscura.

     Por eso arrancó brutalmente las mantas y cubrió con ellas todo el cuerpo y la cara, con rápida furia, sin cuidarse de los ritos que los demás, mirándolo, parecían estar reprochándole no cumplir. Se detuvo un momento, buscando algo que no encontraba alrededor. Se le acercaron y le tocaron un hombro. Los miró, y sus puños, sujetando las mantas, se aflojaron. Se llevó las manos a la cara, y olió el mismo aroma que nada lograba hacer desaparecer. Entonces abandonó a su padre al cuidado de los otros, y salió.

     Era de noche. Sus hombres pasaban cargando cuerpos y armas. Las vidas de su pueblo se habían trastocado en una atenta mirada continua hacia el lago suspendido del cielo. Mientras más días transcurrían, los rebeldes atrapados en la emboscada iban muriendo sin poder hacer nada más que resistir. Ni siquiera luchaban. Reynod había muerto, el hijo mayor había muerto también, y los otros dos habían desaparecido. Y el hombre que debía ser su aliado, era su enemigo.

     Padre, si te vas ahora, no podré hallar la solución. No se qué hacer, padre. Ese olor me vence. Ni siquiera tengo deseos de luchar, porque el enemigo no tiene cara. Tiene, sí, el rostro de un amigo que no es fiel. Y no se puede matar esa cara, porque sería como matarme. No lo conozco y sin embargo es nieto de tu mejor amigo. Es nuestra sangre, padre, y eso no puede matarse. En él reconozco una fuerza que me está consumiendo sin haberlo visto o tocado. Es ese olor que está en mis manos, y a veces huelo también en las noches que no logro el sueño. La imagen de Zaid lo invade todo. Los aromas que lo siguen y rodean, la oscuridad del lago y el cielo a su alrededor. Quiero entrar allí, padre, porque estás entrando. Es un lugar sereno, lo sé. La entrada es la cara sin nariz, consumida por el fango.

     Las rodillas de Aristid se habían hundido en el barro. Se levantó al ver una luz que avanzaba con rapidez hacia él, balanceándose en la penumbra como una luciérnaga que volase en círculos, creciendo hasta alumbrar la cara del mensajero.

     -¡Señor!-dijo la voz del joven sin barba, delgado y bajo. Poco mayor que un niño, debía tener apenas unos cuantos inviernos más de vida que su propio hijo.

     -¡Señor!-repitió jadeando, pero no podía decir más con su garganta seca.

     Aristid le dio de beber del tonel junto a la tienda. El joven luego suspiró profundamente, y se arrodilló.

     -¿Qué ibas a decirme?

     -¡Señor! El jefe del grupo del norte manda avisarle que llegaron barcos a la costa, con cientos de hombres y animales. Hace ya dos días que atracaron. Corrí lo más rápido que pude, señor. Otro grupo me sigue y llegará en tres días.

     En ese momento una estrella cruzó el cielo, rápida y brillantemente. Pero Aristide ya no creía en la infabilidad de los dioses, sino más que nada en su infinita crueldad.

     ¿Un presagio de bienaventuranza? ¡No! Con seguridad, los dioses usan las estrellas para engañarnos como a niños, como a este joven que aún cree en las cosas de ese otro mundo. Pero al ver una estrella, yo  veo a los dioses ponerse su máscara de piedad. La máscara se afloja fácilmente con la sonrisa que bajo ellas se va formando. La sonrisa que les provoca la ingenuidad de los hombres.

      -Ve a calentarte junto al fuego y duerme. Dile a los demás que yo te mando. Mi mujer y mi hijo te darán abrigo y comida.

     El joven se fue, sin antes olvidar besarle una mano. Aristid no se movió de allí en toda la noche. A falta de sacerdotes, tuvo que aceptar la ayuda de los ancianos que conocían a su padre desde que eran jóvenes. Vio entrar y salir a los viejos y sus hijos, guerreros que desde hacía largo tiempo soportaban el rigor del hambre y la resistencia. Los mismos que habían abandonado sus puestos por un rato al llegarles el mensaje de la muerte del gran artesano de armas. El líder de los rebeldes. Tal vez llorasen, o cerrasen los ojos por un instante antes de emprender el camino hacia la tienda del anciano. Estaban llegando uno tras otro, en una larga fila que Aristid saludaba con extremo pudor y con orgullo. Apenas separó los labios para pronunciar un agradecimiento casi mudo. Los hombres entraron y salieron durante toda la noche. Los viejos se apoyaban en los brazos de los hijos. El amanecer los halló en la misma rutina, pero eran más los que entraban que los que salían. Muchos habían decidido velar el cuerpo por tres días, como era costumbre, aunque no hubiese sacerdotes para cumplir con los ritos.

     -Muchos de nosotros somos más puros que aquellos que se dicen hombres nobles y nos han traicionado-dijo un amigo de su padre.

     -Hombres que podemos enterrar a un muerto como debe hacerse. Hombres que no deshonrarán la memoria de los muertos ensuciando los cuerpos con manos traicioneras. Contados hombres, como tu padre o el viejo Zor, que ya no están con nosotros.

     -¡Y es su nieto quien lo contradice ahora!-dijo Aristid.

     -Así es, pero nuestro fin no es vengarnos. Recuerda lo que nos ha mantenido firmes desde los tiempos en que vimos los primeros intentos de Zor por contradecir a Reynod. Abrir el pueblo al mundo. Respirar el aire de los otros pueblos, las enseñanzas y libertades de que aquí nos vimos privadas como si no las mereciéramos. Nos sumimos en la ignorancia por más de cuarenta inviernos, algunos aceptándola, otros ocultando el conocimiento como un mal o una enfermedad. ¡Oh, hijo!-se lamentó el viejo alzando las manos.-Recuerdo la hogueras y los sacrificios. La ciega devoción al Brujo, que nos sometía con sus oraciones, los rezos a los dioses, sus ungüentos y curas.

     Aristid quiso consolarlo con un abrazo, y se apartaron en la niebla, lejos de la tienda para que nadie lo viese llorar. Pero muchos habían escuchado sus lamentos, y murmuraban entre sí con un contenido tono de ira y desconsuelo.

     -Confíe, viejo amigo, en que los venceremos. Nuestra tarea es sobrevivir, no sólo liberar al pueblo. Los que se han quedado allí, quizá no merecen ser salvados. Pero pienso en nosotros, en mi hijo y en los niños de la barca a la deriva en el lago. Los entregados. Y no puedo soportar el furor que crece en mi pecho cuando pienso en ellos.

      Los ojos del viejo se abrieron más, claros y secos, igual que el sol de esa mañana que se iba limpiando de neblina. Ni una nube ensuciaba ya el horizonte, donde, hacia el norte desaparecían los pálidos puntos de las estrellas rezagadas.

     -Amanece. Debemos empezar los funerales.

     Mientras el viejo se retiraba, rodeado de sus dos hijos, Aristid les dijo que la próxima reunión sería esa noche en su tienda. Volvió a entrar, el cuerpo estaba untado en aceite y cubierto de hierbas aromáticas. El olor de la muerte había cedido finalmente. El fuego relumbraba sobre el cadáver desnudo, contraído y de miembros delgados. Sólo la cabeza parecía grande, con el halo blanco de los cabellos crespos y aún erguidos. Y no pudo evitar sentir una congoja, un estremecimiento en la garganta. Pero no mostró emoción alguna.

     Caminó hacia el camastro, se arrodilló y rezó. Los otros, aunque no era la costumbre en el momento de iniciarse recién los ritos, lo imitaron. La fila de guerreros que deseaban despedirse y permanecían afuera, debieron resignarse a esperar a que saliera el cortejo. Luego éste se abrió paso entre ellos, y le arrojaron especias. Delante, Aristid llevaba de la mano a su hijo. Su mujer, vestida de blanco, los seguía. Más atrás, un grupo de guerreros formaba dos columnas de doce hombres. Con los brazos en alto, mantenían tensa una tela fina, cuyos hilos transparentaban al fulgurante sol sobre el lecho del muerto. El cuerpo se balanceaba con los pasos lentos, irregulares, de los hombres sobre el barro. Grandes surcos quedaban del lluvioso invierno de la guerra, cuando las pisadas de los guerreros habían formado pozos y montículos bajo la llovizna constante. Ya seca, la tierra parecía tener olas petrificadas, pequeñas o grandes ondulaciones y surcos que ni siquiera el tórridos sol era capaz de quebrar y convertir en polvo.

      Le agradaron aquellas muestras de afecto, pero Aristid se sentía solo. Aun la mano de su hijo le resultaba lejana, como una rama caída que él había recogido, pero que nunca volvería a ser parte del tronco original, y quedaba un vacío, una idea de extravío.

     Padre se ha ido, y estoy solo.

     Después de recorrer la distancia entre la tienda y las primeras rocas donde, mucho más allá, estaban los hombres atrapados, aguardando, resistiendo, el cortejo comenzó a subir la escalinata esculpida en la piedra. Su gente le había dicho que era un sitio digno para un altar. Entre dos altos muros, a los que se accedía por un hueco en uno de ellos, hallaron un puente de roca que los unía. El viento silbaba entre los muros como entre las paredes de un enorme caracol. Y a medida que subían, el viento aumentaba. La inclinación de la escalinata obligó a los que llevaban el cuerpo a esforzase más, transpirando y ascendiendo muy lentamente para mirar dónde apoyaban los pies. Tanteaban en la roca que los ojos no podían ver por la sombra entre los muros. Ya no necesitaban de la tela protectora, así que los que la habían llevado dejaron las lanzas en la entrada y ayudaron a los otros.

     Aristid continuaba siempre adelante, cargando a su hijo en brazos a pesar de que ya era un niño grande. Su mujer caminaba sin ayuda, apoyando las manos en los muros de piedra. Los que cumplían la función de sacerdotes arrojaban especias hacia esos que eran testigos del paso del hombre muerto. Un golpe de sol iluminó la cara de Aristid. Él y el niño se taparon los ojos. Estaban en la cima, por fin. Cuando se fueron habituando a la luz, contemplaron el paisaje. Como círculos concéntricos, primero estaba la superficie enlodada donde sus hombres se habían asentado. Pudo ver las tiendas, los fuegos, los heridos y mutilados que aguardaban el fin de la guerra, sabiendo que ya no podrían luchar. Era un vista gris, punteada de tanto en tanto por brillantes fogatas que elevaban columnas de humo como niebla, anegando el cielo con una palidez continua y cerrada. Más allá estaban las mujeres y los niños, los ancianos y las primeras chozas donde vivían. Ése era el mundo que él se había comprometido a defender. Los únicos, entre todo el pueblo al que él había pertenecido, que fueron fieles a los rebeldes. Detrás de las chozas, se veían los restos verdinegros del valle, algunos bosques y riachos, y muy lejos, hacia el este, la recortada figura de los Montes Perdidos.

     Aristid miró hacia el norte. El lago le pareció más grande que antes. Pero nada distinguió de lo que le habían contado: el ascenso de las aguas al cielo.

     Imaginación y ensueño de los guerreros cansados

     Pero aquella ondulada superficie negra lo atemorizaba. Las orillas avanzaban, curiosamente rápidas a pesar de la aparente consistencia de las aguas, como fango hundiéndose con su propio peso, y que sin embargo tenía la fluidez de un río de montaña. Cerca, escondido más allá de un bosque, alcanzó a ver la periferia del pueblo que el nieto de Zor gobernaba.

     Las pisadas del cortejo atrajeron de nuevo su atención. Los hombres, sudorosos y enceguecidos por el sol, suspiraron profundamente, se detuvieron un momento, y continuaron. Algunos los guiaban por delante hacia el puente para evitar el abismo escarpado. El sol les daba de frente, así que caminaban casi a ojos cerrados. Aristid dejó a su hijo con la madre, y antes de apartarse, se dio cuenta de que el niño observaba aquel proceso con éxtasis. Los ojos tal brillaban por la luz cegadora, tal vez por el miedo, por el pozo oscuro entre los muros allí debajo, adonde llevarían al abuelo. Entonces el niño comenzó a correr, y pudo agarrarlo de un brazo antes de que sus pies pisaran el vacío. La madre fue hasta ellos, asustada y mirando a ambos sin comprender. Aristid sostenía al niño con dificultad mientras éste se resistía y golpeaba el pecho de su padre, sin dejar de gritar y llorar.

     -¡No lo hagas, padre!

     -Nada malo va a pasar, hijo-lo consolaba él.

     -¡No lo entregue, padre! ¡Los otros lo esperan!

     -¿Quiénes lo esperan?-preguntó, reteniendo la cara de su hijo con una mano para que lo mirase a los ojos.

     Su madre se abrazaba a ambos, como si sintiese que podía perderlos a los dos en la cercanía del pozo oscuro. El niño contempló fijamente los ojos de su padre, pero no lo observaba a él en realidad. Aristid se dio cuenta que había puesto su mirada más atrás, en un sitio perdido en la distancia. Se dio vuelta, y vio la penumbra en el lago. Recordó la mirada de su hijo el día que los niños fueron puestos en la barca a la deriva. Lo besó en la frente, haciendo que apoyara la cabeza temblorosa sobre su hombro.

     -El abuelo estará en el puente por tres días, y luego los dioses se lo llevarán con  Ellos.

     Su mujer lo miró, agradecida. Ella sabía lo que él pensaba de los dioses, las dudas que lentamente lo habían llevado a considerar la nada como esencia del mundo. Pero no había por qué darle más desconsuelo al niño, más del que ya tenía.


     Pasaron dos noches, y Aristid miraba el arco del puente sobre el sendero entre las rocas en sombra. Las débiles antorchas junto al cuerpo alumbraban apenas a los guardias. Se adivinaba los perfiles rígidos, pero las caras no podían verse, y tal vez ellos tuvieran los ojos cerrados. Las rezadoras se habían ido también, y sólo velaban los restos aquellos hombres cuyas memorias eran más pasajeras que el agua siempre renovada de los ríos.

     Dormir mientras se vela a un muerto. Abrir los ojos de vez en cuando ante algún sonido nocturno, y luego descansar otra vez. Pero él podía verlos, por lo menos sus figuras alzadas como troncos en esa tosca roca de formas extrañas. Un puente que no unía nada importante. Ésa era la transitoria tumba de su padre, como si toda su vida mereciese nada más que eso, un símbolo de lo que había hecho: luchar, rebelarse. Hacer con su vida un puente que no llegó a unir nada.

     Las luces persistían, a pesar de su debilidad, y Aristid las contemplaba desde la entrada de su tienda casi viendo respuestas en ellas. Desde afuera se escuchaba el delirio de su hijo en voz alta y aguda. Su mujer le había rogado que no se alejase del niño, que se veía cansado y nervioso, y ya no se levantaba de su cama. Aristid temía por su vida, pero no podía olvidarse tampoco del que aguardaba allí en lo alto.

     Dos días pasaron, y los ritos se sucedieron con paso tranquilo. Recordó los funerales de Reynod, vastos, llenos de pompa y con cientos de hombres lamentando la pérdida. De pronto, vio dos puntos claros moviéndose en el sendero bajo el arco. Tal vez fuese el cambio de guardia, pero no era la hora todavía. Sintió los pasos de alguien que corría hacia él. Un mensajero se presentó, jadeando.

     -Llegan los hombres de la frontera norte, Señor.

     -Así lo esperaba-dijo Aristid.-Lleva el mensaje a mi segundo, y que prepare una reunión de inmediato.

     El otro corrió a cumplir la orden, y él entró a la tienda a avisar a su mujer. Ella lo miró apesadumbrada. Su hijo no dormía desde hacía dos días. Tenía los párpados cerrados, pero sudaba y se movía incesantemente. Entre sus puños apretaba una tela que su madre le había dado para secarse.

     -Abuelo….-repetía-…te esperan, abuelo. Los niños te esperan.

     Aristid salió. No podía ver así a su hijo. Si iba a morir, que fuera rápido y no lastimase de esa manera a sus padres.

     Los muertos. Cuánto hacen doler. Qué orgullosa tarea la de ellos. Sólo piensan en sí mismos. Todo lo poseen. La eternidad. Y aún así se esfuerzan por atormentarnos.

     Quiso apartar esos pensamientos. El suelo irregular retrasaba su camino hacia donde dormían los hombres. Muchos fueron al encuentro del mensajero.

     -¿Señor, para qué han venido los hombres del mar?    

     -No lo sé-dijo él, y se abrió paso buscando a los recién llegados de la frontera.

     Los cuerpos de los hombres aún desnudos y sorprendidos en medio de la noche se desplazaban algo retorcidos por el sueño. Murmullos y voces de sorpresa se alzaron al ver a su jefe presentarse inesperadamente. Más a la derecha, los del norte estaban lavándose en unas tinajas que otros llenaban con agua fría.

     -¿Qué tienen que informar?-dijo él.

     -Señor, lamentamos el estado en que nos encuentra, pero no creímos necesario molestar su sueño…

     Otros hombres los interrumpieron para que no siguieran hablando, porque no habían tenido tiempo de avisarles de la tragedia de su jefe.

     -Descansen-dijo Aristid.-Beberé con ustedes. También he hecho largos caminos, y entiendo lo que es el cansancio.

     Recordó, mientras los miraba vestirse y preparase, cuando él era sólo un joven más entre muchos grandes hombres. Una joven voz que debió obligar a que la escucharan, a pesar de ser hijo de uno de los principales. Ahora, en cambio, él era el líder, y se sentía solo como entonces, y asustado. Su segundo y todos los de su edad ya habían llegado al recibir las noticias, pero él se sentía tan solo como entre un grupo de niños que no comprendían su dolor.

     Miraba el fuego, prestaba atención al crepitar casi más fuerte que la voz opaca de los hombres. Aceptó la vasija de vino que le ofrecieron y sintió el sabor levemente dulce calentado sobre las llamas. Pero no se atrevió a mirar a los demás, porque sabía que sus propios ojos brillaban y no quería que ellos se diesen cuenta. Cuando todos estuvieron listos, se formaron frente a él.

     -Con su permiso, Señor.

     -Hablen.

     -Hace cinco días llegaron los barcos a la costa norte. Grandes naves como nunca hemos visto antes. Atracaron lejos de la orilla, pero los hombres que bajaron de ellos construyeron muelles con rapidez. Traían troncos y hasta rompieron sus botes para construirlos. Después bajaron cientos de hombres con sus mujeres, y cuando nos dispusimos a venir a informarle, estaban bajando caballos, tantos que no pudimos contarlos.

     -¿Armas?

     -Sí, Señor. Lanzas, arcos y flechas. Y muchos instrumentos y artefactos que no conocemos.

     -¿Cómo son, cómo se visten?

     -Sus ropas son muy hermosas a pesar de verse sucias. Visten pieles de bellos osos y bien cuidadas cabras. Pero ellos se ven enfermos, creo que débiles por el hambre. Los observamos desde nuestros refugios en las rocas, y oímos sus voces. Hablan un idioma extraño, pero algunos, que parecían ser los jefes, usaban palabras en nuestra lengua.

     Aristid consultó con sus ayudantes, mientras los otros aguardaban.

     -¿Se veían hostiles?-preguntó uno de sus hombres.

     -No sabría decirlo, Señor. Pero demostraban su intención de asentarse aquí para mucho tiempo.

     -¡Y no se conformarán con la playa!-gritó otro.- ¡Hay que prepararse para luchar!

     -Esperen-dijo Aristid.-Debemos saber si son enemigos nuestros o de los fieles. Pueden facilitarnos la lucha si pelean contra ellos.

     -¿Pero qué ganaremos con que ellos los venzan, si no podremos ganarles a los nuevos?

     Aristid miró al que hablaba, pero uno de los recién llegados dijo:

     -Señores, si hubiesen visto sus fuerzas... Son superiores en armas, de eso no tengo dudas.

     -¿Cuántos hombres pueden viajar en esos barcos?-preguntó Aristide.

    -Tal vez  trescientos en cada uno, si no contamos a las mujeres, niños y animales.

    -Pero pueden llegar más.

    -Es verdad.

     Aristid decidió oponerse a la idea de luchar a ciegas.

     -De cualquier modo, los fieles son muchos más. Hemos contado casi dos mil hombres, que sabemos que no podremos vencer nosotros solos. Insisto en ver a los nuevos. Saldremos en expedición hacia la costa en dos días.

     Pero el recién llegado pidió otra vez la palabra.

     -Podrían sorprendernos antes, Señor.

     -Estamos en duelo, mi padre ha muerto. No habrá luchas mientras duren los funerales.

     El otro se quedó quieto, sin saber cómo excusarse. Alguien se le acercó para hablarle al oído sobre el hijo de Aristid. Entonces ya no pudo pronunciar palabra frente a su jefe, que lo estaba mirando duramente y luego se volvía para regresar a su tienda. Los guerreros, silenciosos y cabizbajos, se dispusieron a descansar lo que quedaba de esa noche.


     Sobre este puente de piedra, en este último día de tus funerales, te entrego, padre, a la región de los muertos. El sol decae como una brasa que se extingue sin que nadie la alimente con nuevos maderos, ni siquiera con un soplo que avive las llamas por un tiempo más. La sombra de las rocas te aplasta. Pongo mis manos en ella, y es pesada, dura y fría.

     A ambos lados, están los guerreros, mirándote, mirando mis actos. Mis manos, por si tiemblan. Pero no observan mis ojos. La máscara de cuero me cubre, lo que las viejas me dieron para no ver la cara de la muerte. Dicen ellas que cuando se toca a los muertos, una parte de esa zona se mete en la sangre de los vivos, y siembra la discordia, el conflicto, la desesperación. Vemos el límite sin límite, la frontera que debemos cruzar sin armas. No llevo guantes. Mis manos se defenderán solas. Y es mi padre a quien cubro con las telas que lo acompañarán para siempre.

     Levanto la manta de cuero. Su cara queda libre. Me alcanzan la vasija con aceites, antigua, con forma de cáliz, cuya tapa alguien ha perdido hace mucho tiempo. El olor es dulce, tanto, que a veces se transforma en un insoportable aroma casi agrio. Pero debe ser el perfume de los muertos que baila en el aire. Para eso lo hemos dejado aquí tres días, para que la esencia, el alma perfumada se despegue del cuerpo y avise a los seres del aire que está preparada para despedirse definitivamente de nosotros. Aún del aroma, porque eso también se extingue. Y entonces no queda más que la nada.

     Vuelco lo aceites sobre tu cara, que está brillando. Las luces del ocaso caen con las gotas espesas por tu frente y tus mejillas. Los párpados cerrados. Los labios finos. La barba casi pétrea. Te ha crecido la barba en estos días, padre. Por qué razón, me pregunto. Miro los pies, libres aún de la mortaja. Tus uñas también han crecido. Si pudiéramos, mis hombres y yo, besar tu barba y tus uñas, para sacar de ellas el secreto que las hace vivir en medio de la muerte. Un secreto acorde a la mente de los Dioses. ¿Y si los Dioses también mueren? Si pudiera recortar las uñas de todos lo muertos y construir el casco de una nave inmensa, ¿navegaría hacia la vida o hacia la muerte? ¿De un sitio a otro, continuamente y sin fin?

     Tu rostro pierde belleza, parece aplanarse como visto bajo el agua. Entonces te cubro totalmente con la manta, y envuelvo tu cuerpo con lazos como un fardo. Vuelvo a colocar aceite, esta vez como un hilo de esencia espesa sobre la tela. Devuelvo la vasija, me dan una bolsa con hojas secas. Tomo puñados y las deshago para esparcirlas sobre el aceite. La brisa del anochecer no logra despegarlas.

     Luego raspo una piedra sobre otra, hasta saltar las chispas que brotan aún débiles, como niños que no han nacido todavía. Pero la antorcha se enciende por fin, y alzándola lo más que puedo, miro a mis hombres.

     Harán los mismo conmigo, les digo. Pero ellos no necesitan prometerlo en voz alta. La antorcha cae sobre el fardo. El fuego estalla, como si lo hubieses estado esperando, padre, como si lo hubieses estado esperando desde que naciste.


     En la mañana, Aristid y otros treinta hombres partieron hacia la costa del norte. Algunos de los que de allí habían venido, fueron con ellos. Ninguno pudo convencerlo de quedarse en el pueblo. Él era el jefe, le habían dicho, el único capaz de organizarlos. Si llegaban a herirlo de muerte, tal vez todo lo hecho hasta entonces se perdería en el vacío del pasado.

     -Mi padre luchó para que la rebelión se valiese por sí misma.

     -Pero, Señor, todos los mayores han muerto de hambre en el último invierno de la guerra, y de los jóvenes, usted es el único a quien respetamos.

     Aristid, que miraba en ese momento a su hijo, que seguía delirando, mientras le hablaban, había rehusado aquellos argumentos con un gesto de hastío. Movió sus manos como si apartase de su cara un insecto, y no volvió a mirar a los otros. Ellos salieron de la tienda y se prepararon a partir.

     Tres días estuvieron viajando. El clima se hacía más cálido a que medida que dejaban las montañas, y las rocas fueron dejando su paso a arbustos bajos sobre tierra salpicada de arena. Vieron la amplia meseta interrumpida por colinas, y en el horizonte un gran reflejo brillante que ondulaba y parecía estar suspendido del cielo.

     -¡El mar!-gritó uno de sus hombres.

     Aristid caminaba cabizbajo y pensativo, luego levantó la mirada y puso una mano sobre su frente. El brillo dorado del sol le hizo fruncir los párpados. Aún no veía más que rocas bajas al final de toda aquella extensión.

     -Detrás de las colinas, Señor…-le indicó otro.-Hemos tomado este camino para rodear el valle de los fieles. Atrás de las rocas están los intrusos. Sus guardias están apostados en las laderas.

     -Manden dos hombres a explorar. Tenemos que estar seguros de que no nos esperan.

     Dos guerreros se separaron del resto y desaparecieron en el reflejo enceguecedor del sol. Los demás decidieron descansar y reponerse. El calor los abrumaba desde que habían salido, y las provisiones de agua se habían agotado como si hubiesen pasado mucho más tiempo de travesía.

     -Estamos en medio de enemigos-dijo él, mirando al norte.

     Quienes lo escucharon, asintieron sin contestar. Todos sabían mirar únicamente hacia esa dirección, ávidos los ojos por ver entre las matas de arbustos y el cielo límpido, entre los rayos centelleantes del sol sobre el pasto seco, un movimiento. Incluso la fútil brisa del verano al mover una rama no podía ser dejada de lado.

     La espera duró medio día. Recién cuando el sol se ocultaba, los enviados volvieron con paso lento, apoyándose en las lanzas para avanzar. Algunos se adelantaron a recibirlos con agua, y recogían las ropas empapados de sudor que los otros se sacaban. Aristid se les acercó y pidió informes.

     -Camino desierto, Señor. Solamente hay guardias en la zona noroeste del valle. Más allá, las rocas están libres para observar. Pero no deben ir más de diez hombres.

     Aristid les dijo que descansaran, y eligió a nueve.

     -Duerman-les dijo a todos esa noche.-Descansen sus ojos para mirar mañana con atenta presteza. Si supieran ver el alma en el cuerpo de los hombres... De esto depende la batalla. Elegiremos enemigos, y eso no es un privilegio de todos los días.


     Salieron antes del amanecer. Aristid iba a la cabeza de una columna compacta, vigilantes las miradas de hombres, vigilantes las miradas y las armas dispuestas. No pretendían demostrar su escaso poderío: que el enemigo dudara, que los viese indefensos, y ellos entonces sacarían sus espinas y aguijones ocultos.

     Las colinas se elevaban como jorobas verdes, con arbustos bajos y escasos árboles torcidos. Antiguas rocas que parecían estar allí desde antes que el mar. El pasto fue desapareciendo y en su lugar crecían plantas de hojas largas y delgadas. Matas de arbustos floreciendo entre montículos de arena y roca. Una brisa suave trajo olor de lasitud desde las colinas. El camino continuaba marcado por pisadas que muchos otros hombres habían profundizado quizá cientos de inviernos antes. Generaciones que habían desparecido como la arena arrastrada por el viento y el mar.

     -No me dijeron que esta zona estaba habitada.

     -No lo sabemos en realidad, Señor. Son marcas muy viejas. Toque las pisadas en esta roca, son de hace más de cien inviernos, quizá.-Luego el hombre miró hacia el lejano sendero que conducía a las colinas, entre muros escarpados.-Las plantas han crecido recientemente, invadieron los espacios libres entre la piedra. La tierra parece haberse recuperado después de mucho tiempo. Nadie de nuestra gente ha venido por acá desde hace más de cincuenta inviernos, por lo menos.

     El resto del camino estaba rodeado por muros con la altura de varios hombres, demasiado. Las raíces de las plantas que crecían en lo alto y sobresalían de las paredes, les sirvieron para sujetarse. La luz de media tarde iluminaba la mitad superior, pero el resto permanecía dentro de una sombra fría. No dejaban de mirar hacia arriba, pendientes de una emboscada. A media tarde seguían ascendiendo, pero finalmente encontraron la salida. Las paredes de piedra se interrumpieron de pronto, y en la cima de la colina a la que habían llegado, la más alta de todas, se sentaron sobre el suelo de arenisca y piedras. Miraron hacia el norte, y vieron el mar. Ninguno lo había visto antes, y lo que alguna vez imaginaron, era diferente a lo que veían. Se quedaron quietos, protegiéndose del sol con las manos en la frente y mojando sus cabezas con el agua que traían de reserva. Algunos permanecían parados, boquiabiertos.

     -¡Por los dioses!

     -¿Pero dónde termina? No alcanzo a verlo.

     -Allá, en el horizonte las aguas caen al vacío. Así me han dicho.

     -Escuchen-les dijo.

     Un sonido de aguas cayendo sobre sí mismas, tersamente. Luego, una apagada estridencia daba comienzo a la continua ruptura de las olas que golpeaban las rocas y morían en la playa, dejando cadáveres de espuma en la arena. Como el límite entre ambos mundos. Avance y retroceso de fronteras.

     Como en la guerra.

     -Escuchen-insistió.

     Pero mientras algunos cerraban los párpados, adormecidos por el sol, él abrió más los ojos, buscando el origen de un sonido distinto al que había oído hasta entonces.

Y vio a los hombres del mar llegar a la playa al pie del acantilado. Una formación con lanzas y escudos detrás de un líder vestido con pieles blancas y un gorro que apenas ocultaba una melena de cabellos rojos. Parecían estar explorando, buscando por los alrededores de la playa y haciendo comentarios entre ellos, señalando lugares, tal vez las entradas a las cuevas bajo los acantilados.

     Aristid hizo una señal a su gente para que retrocediera, pero fue este movimiento el que los delató. Los hombres del mar levantaron las cabezas y corrieron hacia la base del acantilado y treparon por una escalera esculpida en las rocas. Él sabía que estaba atrapado, el sendero de regreso era demasiado estrecho para huir a tiempo. Ordenó preparar las lanzas y puñales, pero los recién llegados aparecieron uno tras otro, y su número se hizo el doble al de ellos, y luego tres veces más. Caminaron en posición amenazante, el escudo en una mano y la lanza en la otra. A la espalda cargaban arcos y flechas, y de las cinturas colgaban un látigo y una bola de piedra dentada.

     Cuando los rodearon y quedaron atrapados contra los muros de piedra, el líder apareció entre los demás. Al terminar de subir, buscó con la mirada a quien podría ser el jefe de aquellos hombres, y sus ojos cayeron directamente en Aristid. Era un hombre joven, aún más joven que él. Tal vez por eso no tuvo miedo ni vergüenza. Ser vencido por un número mayor de hombres no lo deshonraba, pero sí que su enemigo fuese un viejo escondido tras la fuerza de sus hombres. Ahora que lo veía de cerca, sus rasgos le sugirieron vagos recuerdos, como si alguna vez lo hubiese visto antes. No tenía señal de amenaza en el rostro.

     -¿Quién eres?-le preguntó el extraño en una lengua extranjera, que sin embargo logró entender.

     Aristid no respondió. Se sentía como el jefe de una manada a punto de morir. Animales a quienes los cazadores se dignaban dirigir una palabra antes de matarlos.

     -Vamos a morir peleando-dijo él.

     -No te pregunto eso, sino tu nombre.-El lenguaje del extraño estaba plagado de acentos extranjeros, pero hablaba sin dificultad.

     -¿Acaso mi nombre va a salvar nuestras vidas?

     -Tal vez…

     Entonces Aristid suspiró cuando la imagen de su hijo vino a su memoria.

     Se parece a un niño, creo que ya lo he visto alguna vez.

     -Soy Aristide, de la estirpe de los artesanos. Soy el líder de los rebeldes.

     Vio que el otro le sonreía y hacía una señal a sus hombres para que dejaran las armas, mientras decía:

     -He sabido de ustedes, y esperaba encontrarlos.

     -¿Pero cómo es que habla nuestra lengua?

     -Porque aquí nací, en las tierras del Droinne. Conozco cada fluente, brazo y recodo de este río. Era muy pequeño cuando me fui, pero esos recuerdos no se pierden, sino que crecen cuando no se tiene más en qué pensar.

     Aristid lo observaba con asombro. El sudor le corría por la cara y se secó con el dorso de las manos. Dio órdenes a sus hombres para descansar. Los dos jefes se sentaron uno junto al otro al borde del acantilado, mientras los demás compartían el agua sin dejar por eso de mirarse con desconfianza.

     -Me llamo Sigur, nieto de Zor.

     Aristid sonrió. Escuchar ese nombre le dio tanto alivio como la brisa fresca que venía del mar. Pero entonces recordó a Zaid, y el temor volvió.

     -Si llegan en ayuda de tu hermano, no es ésta la forma de tratarnos. Hablarnos y darnos de beber antes de aniquilarnos no es digno.

     -Insistes en decir que los mataré.

     -Porque eres hermano de nuestro enemigo.

     -Te equivocas. Me han dicho que Zaid es jefe del pueblo, así que ha recuperado lo que fue de los abuelos de nuestros abuelos. Lo que el pueblo del Oeste les quitó, hasta casi hacernos desaparecer. Dame tiempo, y te contaré más tarde toda la historia.

     -No lo entiendo. Tu hermano es un tirano, y no lo sabes. Lo que odiábamos de Reynod, ha sido superado por la ceguera de Zaid, su cruel obstinación en dejar a todos sin hogar más que este valle en que crece el lago muerto. No entierra los cadáveres, y hace que los hombres se cacen entren ellos en las noches sin luna, porque tienen hambre.

     Sigur parecía confundido.

     -Es mi sangre, y debo hablar con él antes de hacer cualquier otra cosa.

     -No lo harás. Ni siquiera lo reconocerás.

     Y en la cara se Sigur apareció una expresión de ira.

     -Es verdad, pero tampoco a ti te conozco y sin embargo he decidido no matarte.

     Durante la tarde compartieron la pesca y planearon las acciones para los siguientes días. Aristid regresaría con los suyos en espera de Sigur y su padre, que irían al valle a hablar con Zaid, y necesitaban que él los acompañase para hacer la paz. Pero para Aristid no había paz posible, sólo veía una oportunidad para llegar al valle sin ser atacado. Su gente se mezclaría con los recién llegados, y si los fieles los agredían, no tendrían más remedio que pelear junto a los rebeldes. No confiaría en los hombres del mar, por más que sus líderes hubiesen nacido en Droinne.

     Si solamente lograse infiltrar sus hombres entre los escudos de los recién llegados, haría progresar la enfermedad fatal sobre la tiranía. Hombres gusanos como gusanos guerreros que carcomieran desde dentro el poder de Zaid. No, no se dejaría engañar. El lazo de la sangre siempre era más fuerte que los ideales, si es que Sigur era realmente sincero. En cuanto viese a su hermano, sucumbiría. El hermano mayor, al que nunca se puede vencer completamente.

     

     A la mañana siguiente, un viento frío los despertó cuando ya había amanecido. El mar había crecido estaba alto, y las olas llegaban hasta muy cerca de donde estaban acostados. Se desperezaron y se calentaron al sol, esperando que la arena se entibiase, lentamente. Muchos se metieron al agua y compartieron la mañana, y resultaba extraña esa confianza entre ambos grupos. Sigur y él habían logrado mostrarse seguros uno del otro ante los demás, y fue suficiente para que los guerreros se sintiesen casi como niños cuyos padres entablaban una amble, una postergada pero segura y tranquila conversación.

     Mirando el mar, él pensaba, esperando que todos se alistaran, llenaran sus alforjas, limpiaran las lanzas de la arena que las había cubierto durante la noche. Su propio puñal, a pesar de haber transcurrido sólo un día, parecía cubierto de pequeñas manchas. Tan rudimentario frente a los metales de los recién llegados, que le daba vergüenza limpiarlo mientras ellos miraban. Por eso se negó a hacerlo antes de partir de la playa, también una frontera inaccesible que los atrapaba entre las rocas y el mar.

     Sigur levantaba la vista la vista hacia él de vez en cuando desde el círculo en que sus hombres se habían formado para comer. Otros hacían maniobras de entrenamiento en la playa, o simplemente corrían. Pero él oyó detrás, sobre el acantilado, una voz que lo llamaba, y todos se dieron vuelta. Aristid se llevó las manos a la frente para hacer sombra y verlo mejor. No era el mismo mensajero, seguramente el otro ya había muerto.

      No le dieron tiempo a bajar. Los hombres de Sigur lo atraparon, mientras Aristid corría hacia ellos.

     -¡Es un mensajero!-gritó.

     Enseguida lo soltaron y lo llevaron con los demás. El joven era delgado y bajo, y temblaba junto a aquellos guerreros fuertes. Su cabello largo estaba mojado, adherido a la cara por el sudor. Cuando estuvo frente a su jefe, lo miró en silencio.

     -¿Qué ha pasado?-preguntó Aristid.

     Pero el mensajero no respondió, mirando desconfiado a los que no conocía.

     -Habla, estamos entre aliados.

     -Señor…el niño ha muerto anoche.

     Aristid se mantuvo quieto, sin expresión en el rostro. Una paz fría bajo el sol del verano. Los ojos cerrados, el cabello cabalgando con el viento en su frente, la cabeza levemente ladeada. Un lado de la cara iluminado, el otro en sombra. Abrió un poco los párpados. Un ojo brillante, oculto por un mechón de pelo oscuro. El otro ciego por la sombra. Como si mirase no lo que tenía delante, arena y rocas y hombres que nada significaban para el ojo del presente. El ojo fijo en la memoria inmediata, suspendida del cielo tan azul, tan luminosamente espléndido, que era como si el niño estuviese mirándolo desde el sol. A él, su padre, confundido entre tantos hombres en esa playa.

     Se dio vuelta hacia el mar. Los otros le abrieron paso, y únicamente su gente lo acompañó, sin tocarlo, sólo con la mirada puesta en la arena, o sobre los extraños, de nuevo desconfiados. Cuando alguien moría, cuando un niño moría, alguien debía tener la culpa.

     Aristid agarró el puñal. Los otros se acercaron, pero retrocedieron ante su negativa. Decidieron dejarlo solo. Entonces, mientras las olas lamían sus pies, hundiéndose un poco en la arena húmeda, cabizbajo y sin llorar, comenzó a limpiar su arma.


*


Se lamentó del mal que afectaba sus piernas. Ya no sería nunca más el mismo hombre que había zarpado de la Aldea del Norte. Como un castigo. Un mal que iría a arrebatarle el tiempo que le quedaba de vida. Repleto su pasado de una jamás saciada necesidad de ver cambios a su alrededor. Un mundo diferente como lo era el mar de la tierra. Una inquietud que sus piernas hinchadas y oscurecidas no le permitirían ver.

     Sobre el caballo, sus piernas se insensibilizaban y el dolor de las llagas se hacía más tolerable. Las mismas que había visto en los animales durante el viaje.

     -¿Quién lo hirió?-había preguntado la primera vez, celoso del trato que daban a sus bestias. Pero hoy su propia ingenuidad le provocaba una triste sonrisa.

     Un castigo latente en el cuerpo de los animales, aún antes de que hubiesen llegado a aquellas tierras, quizá antes todavía de que partiesen, antes incluso de que él incendiase el pueblo. La epidemia se había extendido por todo el barco. Cincuenta caballos habían muerto antes de poder hacer algo. Por las mañanas y cada tarde, los cuerpos que supuraban bajo el sol en la cubierta, donde los habían llevado para protegerlos de la humedad, eran arrojados al agua con nauseabundos vahos que descomponían y contagiaban a los hombres. Entonces éstos también empezaron a morir. Y todo esto en medio de la nada. Del mar que se extendía enorme, sin darles señas de estar avanzando. Únicamente el sol era su guía, pero el sol exacerbaba las llagas, y tenían que permanecer bajo cubierta, untándose ungüentos uno al otro con gritos de dolor.

     Luego, cuando la misma plaga había afectado a otras dos naves, la mortandad decreció finalmente. De un barco a otro se dieron señales para mantenerse aislados. Ni siquiera permitió que se llevase comida a los barcos infectados, y los enfermos se resignaban, sabiendo que lo que quedaba en los depósitos había estado en contacto con los caballos, con sus heces blancas como leche, con pieles cubiertas de úlceras rojas en lechos profundos de supuración maloliente. Los hombres se convertirían en lo mismo, en masas blandas enrojecidas por el sol, y almas que empalidecían en el reflejo vacío del mar.

     Hubo muchos moribundos sobre cubierta, despidiendo heces que se esparcían sobre la madera, mientras los rostros se fruncían como si los estuviesen lacerando. Poco después se quedaban inmóviles. Entonces Tol los levantaba. Eran livianos, tanto como un viejo sin músculos, como Zor al morir. Sin el peso del alma. Sólo carne deshaciéndose por acción del sol. Y los arrojaba por la borda. Pero sus manos habían tocado las heces del hombre, así como lo había hecho con la primera llaga del caballo enfermo.

     Tol se miró los dedos, recordando los contornos de las llagas, los círculos que formaban, y su memoria se llenó con la blanda fetidez de las heces que no había podido limpiarse del todo. Aún cuando disponía de tanta agua alrededor, de que el mundo era sólo y nada más que agua, nada limpiaría lo ya hecho.

     La mancha, la marca, la semilla.

     Sobre el caballo, mirando ahora sus piernas, se consoló con la idea de que por lo menos Sigur se había salvado. Lo había visto tomar el mando, respetado por todos con la misma veneración que él había merecido hasta entonces. Pero la mirada de los hombres que cabalgaban alrededor de su hijo, tenía algo diferente. La sensación de que lo obedecían aunque el joven apenas murmurara su orden, como si incluso sus más simples deseos fuesen un mandado vociferado en voz alta.

     El balanceo llevaba su cabeza de un lado a otro del horizonte de sus ojos. Era esta la primera mañana del viaje hacia el valle. Las rocas de la costa daban lugar a la aridez, donde el sol caía a pleno sobre los restos resecos del pasto. Sólo crecían, erguidos y punzantes, los arbustos espinosos. Pero más lejos, una mancha de color verde oscuro, hundida entre montes y colinas, los aguardaba. Mucho había oído sobre el valle y el lago, pero por más que creyese en la palabra de Cesius, no iba a convencerse nunca de que su hijo Zaid fuese un tirano. La noticia de que había recuperado el pueblo arrebatado a Zor, lo complacía con la casi certeza de que ya no necesitarían pelear. Y este consuelo aliviaba la pesadez de sus piernas, y se dio cuenta de dónde llegaba: la cabeza cansada, los ojos agotados, el cuerpo como un tronco astillado y ablandado por la humedad. La mente, en acuerdo con su cuerpo, se consolaba con la suspensión de la batalla.

     Pero si no es así, si a pesar de todo debemos pelear…

     Allí estaba Sigur para hacerlo.

     Viajar, planear tanto. Tanto deseo acumulado, convertido en piernas que se deshacen con el viento. Fui yo, al menos, la barca que llevó a su hijo sobre el mar.

     Sin embargo, intentaba rebelarse una y otra vez en contra de tales ideas.

     ¿Pelear padre contra hijo, hermano contra hermano? Nunca llegaremos a eso.

     Por qué, si él había engendrado a ambos, uno sería tan honroso hombre de mando, y el otro alguien repleto de maldad, según decían. Ni las circunstancias habrían de cambiar la bondad de sus hijos.

     Hace mucho tiempo pensaba en ellos como en hombres extraños. Ajenos a mí por los hechos del mundo. Hombres simplemente. Ni buenos ni malos. Pero la maldad o la bondad nos acercan, mueven ánimos, despiertan abandonadas creencias. Puede ignorarse a un hombre, pero no a un hombre que actúa. Y ahí está el horror: en la elección del acto que lleva a otro hombre, a su padre, tal vez, a amarlo o aborrecerlo.

     La caravana avanzaba con ellos adelante. Sigur, custodiado por quince hombres a cada lado. Detrás, tres guardias seguían a Cesius, que cabalgaba sobre su rojo tarpán, pensativo y silencioso. Luego estaba él, casi recostado sobre el lomo del animal, para mantener las piernas  levantadas. Echó una mirada atrás. Un mar de cabezas se balanceaba, avanzando en sus caballos, y más lejos, ampliándose la caravana como un sembradío de hombres, estaban los que iban caminando con arcos, flechas y escudos a la espalda, parecidos a cientos de escarabajos en busca de refugio. Trescientos hombres los acompañaban, el resto se había quedado en la playa esperando ser llamados.

     Al final de la segunda jornada, cuando el crepúsculo se asomaba entre los árboles de la montaña más alta del oeste, vieron una masa de hombres moviéndose hacia ellos desde la zona baja de la ladera. El sol, naranja, les daba de frente, y Tol se irguió en su caballo.

     -¡Son ellos!-gritó uno de sus hombres.

     Sigur dibujó con sus brazos un gran círculo de bienvenida. En seguida cabalgó hacia su padre, mientras el ruido de los cascos de una docena de tarpanes se dirigía hacia allá.

     -¡Aristid y los suyos! Lo reconocerás, es muy parecido a su padre-le dijo a Tol.

     Tol apenas los recordaba, pero no dijo nada. La caravana se detuvo, y los grupos más alejados siguieron un breve trecho y también se detuvieron. Era ése el verano más caluroso en mucho tiempo. Se secó la frente con el dorso de las manos.

     -Estamos acostumbrados al clima del norte-dijo él.

     -Es verdad-asintió Sigur.-¿Cómo están tus piernas?

     No se miraban. Tenían la vista fija en los movimientos de los rebeldes.

     -No me duelen. Cuando haga menos calor, empezaré a entrenarlas otra vez. Pude morir…

     Sigur esta vez lo miró, porque su padre había puesto una mano sobre su brazo.

     -Me salvaste…

     Pero Sigur, escondiendo los ojos tras el cabello largo que le caía sobre la frente, rojos y sucios bajo el sol del anochecer, nada le contestó. Tol presentía que todo iba a repetirse. Que los hijos se convertían en padres de sus padres. Así cómo él había ayudado a Zor con el preparado de la hechicera, Sigur le había salvado la vida con aquella mezcla de sabor amargo que preparó durante el viaje. Le había dicho a su hijo que no cambiase de barco. Al verlo en la balsa, acercándose a la nave infecta donde él estaba, le había gritado:

     -No te acerques o te mato.

     Sigur no lo obedeció.

     -Prefiero matarte antes que verte morir como yo.

     Pero su hijo siguió avanzando, solitario en medio de una tarde nublada, rodeado sólo por agua y nubes. El chapoteo de los cuerpos en el mar se escuchaba de lejos, mientras la balsa se abría paso entre los cadáveres hacia la nave de su padre. Los brazos castigaron los remos hasta que finalmente llegó, golpeando el casco y sujetándose a la madera por un lazo que Sigur arrojó con fuerza hacia la cubierta. Luego se irguió en la balsa.

     -¡No subas! ¿Qué vienes a decirme?

     -¡Alcánzame otra soga, padre! ¡Ataré la vasija para que la subas! Debes beber de ella a pequeños sorbos, y te curarás.

     Y mientras Sigur ataba el recipiente, cerrado con una funda de cuero, Tol creyó estar escuchándose a sí mismo mucho tiempo atrás. Pero él, a diferencia de Zor, no bebería con desesperación.

     Desenvolvió la vasija. De sus manos cayó una pluma negra, que había estado envuelta en la funda. Debía ser de aquel pájaro que Sigur tenía el día que se encontraron. Olió el preparado, sin saber definirlo. Entonces lo bebió a lentos y breves sorbos, sintiendo el sabor amargo de las aves del norte. Su carne mezclada con especias. Vertió el contenido en la boca hasta que no quedó una sola gota, y arrojó la vasija al mar. Luego, mirando a su alrededor, como quien esconde un tesoro sin querer que nadie lo vea, guardó la pluma entre la ropa y el pecho.

     Eso y el líquido, o tal vez la misma necesidad de no morir sin antes ver realizado su objetivo, lo hicieron recuperarse. Quizá todo esto junto, pero la mezcla de Sigur tenía el privilegio de llevar consigo un recuerdo repetido. Imágenes que le hablaban del acercamiento final entre padre e hijo, el instante en que uno de ellos entraría en la muerte.

     Pero ahora que se había salvado, miraba a Sigur moviéndose con el tibio respirar de su aliento acre. Su hijo casi no sonreía ya. Le hablaba con serenidad, sin enfado ni recriminación, pero con una oscura, impenetrable tristeza que cubría su frente, repleta de pensamientos. Hablaba, pero los ojos de Sigur se iban hacia los montes que rodeaban el valle. Pensando en su hermano, tal vez. La misma incertidumbre que él sufría. Pero era algo más, también. Con las manos agarrando las crines del tarpán, y las piernas apretando los flancos del animal que buscaba hierbas, su hijo parecía saber más que su padre.

     -¿Qué piensas?-le preguntó.

     La columna de hombres descendía como una víbora entre los arbustos de la ladera.

     -Nada, padre.

     -Dudas de tu hermano.

     Sigur lo miró con pesadumbre.

     -Ese es el problema, padre. No tengo dudas, y me agradaría tenerlas.

     -Entonces crees que nos ha traicionado.

     -Traición habría sido de saber que vendríamos. Él actuó de acuerdo a sus deseos anteriores, cualquiera fuesen.

     -Debe haber una razón, y tal vez veamos que todo lo que dijo Cesius es engaño.

     -Padre, Aristid me ha contado lo mismo. Y recuerda que ambos vienen de familias enemigas, por más que Cesius haya abandonado a la suya.

     Un hormigueo de sonidos llegaba arrastrándose por la tierra, y subía por las patas de los caballos. Las pisadas de los rebeldes se desplazabas como hormigas en una caravana que reptaba entre los árboles y se esparcía hacia la planicie donde ellos aguardaban. Las voces también se dejaron escuchar con gritos de mando. Tol las oía, sintiendo que eran extraños los que allí venían. Su pueblo, los hombres que siempre habían defendido a su padre, le resultaban ajenos a su propia vida. Era tanta la distancia del tiempo y las costumbres, que hasta su objetivo, se había convertido en una cosa aislada, como un muro que lo protegía y debía arrastrar con demasiado esfuerzo. Una obsesión que se alimentaba a sí misma, girando sin hastiarse nunca de su repetición.

     Los rebeldes llegaron en noche cerrada. Las antorchas iluminaron la columna que ya no era tal, sino un conjunto de hombres que arribaban en grupos, agotados aún antes de comenzar cualquier batalla. Fueron apareciendo en grupos de veinte o treinta hombres, a veces sólo de unos pocos, sin nadie que los presentara ante los jefes. Se aislaban en un sector oscuro del campamento, alrededor de fogatas pequeñas, para descansar, con la mirada siempre baja y puesta en sus armas o sobre las llamas. Pero un grupo mayor se acercó a recibirlo, iluminadas las cabezas por los juegos de las antorchas en sus cabellos oscuros.

     Tol se apoyó en el hombro izquierdo de su hijo. Se sentía sano, descansado y ávido por mostrarse fuerte frente a los demás. Del círculo de antorchas en que los hombres se perdían, entre sombras fundidas unas sobre otras, surgió una protegida por otras dos. Tol no veía sus caras, sólo siluetas recostadas contra el sol artificial de esa noche. Las llamas le recordaron, fugazmente, a la Aldea del Norte. Las figuras avanzaron hasta ellos, y la del medio se arrodilló.

     Él sintió que alguien tomaba su mano y la besaba. La barba le produjo un escalofrío en el antebrazo. Era corta y punzante, y el aliento tenía el aroma de los fermentos. En cambio, la sombra era más gentil y etérea.

     -Señor…-dijo la voz, ronca y joven, de tonos pausados.

     Entonces Sigur arrancó una antorcha de manos de uno de sus guardias e iluminó el rostro de Aristid. Los ojos de éste brillaron al levantar la mirada. Seguía de rodillas, con la mano de Tol entre la suyas.

     -Señor, es un honor para nosotros.

     -De pie-le pidió Tol, sin reconocerlo. Buscó rasgos familiares en la cara de Aristid, las facciones del padre. El otro se levantó.

     -Recuerdo, Señor, cuando vino con su hijo a la choza de mi padre.

     -No es posible.-Se apresuró a contestar.-Sigur nunca fue de caza conmigo, era muy pequeño cuando…

     -Su otro hijo, Señor…

     Tol se sintió apesadumbrado y herido. Había rencor en la voz del otro.

    -¿Tanto es tu odio que me apenas así?

     -Tal vez, no lo sé. Pero recuerde a Zor. Piense en el odio, y tendrá su razón. Los dolores no se olvidan, el rechazo tampoco, y el odio surge fácilmente de ellos.

     -No es eso lo que acordamos-interrumpió Sigur.

     -Yo no he acordado nada. Somos aliados por necesidad. Mire atrás. Hay cientos de hombres esperando órdenes para morir, por lo menos una sola razón válida. Sin dudas ni remordimientos que debiliten la fuerza del motivo que los trajo hasta acá. No cederé mis hombres a la sombra de

la duda. Ustedes y nosotros. No mezclados. Si no fuese su hijo mayor el que nos separa…

     Tol asintió, en silencio. En la cara de Aristid había algo de melancolía.

     -¿Dónde está el respeto que le debes a mi padre?-dijo Sigur.

     -El respeto se acabó con la muerte de mi hijo. Sólo debo respeto a mí mismo y a los míos.-Se acercó a Tol, y éste hizo un rápido gesto de defensa.

     -No me tengas miedo-le dijo, y le dio un beso en las mejillas.-Por el pasado-murmuró después. Se dio vuelta y se perdió en el claro de luz de las antorchas.

 

     El viaje continuó durante tres días. El conjunto de hombres y armas se desplazó lentamente por las zonas escarpadas, cubiertos de piedras los senderos y bosquecillos hacia los Montes Perdidos. Caminos estrechos en los que entraban no más de diez hombres a la vez. La gente de Aristid se había ido mezclando entre los hombres de Tol. Su actitud tranquila y amistosa contrastaba con la severidad de su jefe. Parecía una estrategia, y Tol no dejó de notarlo. Pero un aliado era un amigo, se dijo, y Aristid, como enemigo, podía ser impredecible. Así que observó, desde su montura, las manchas de ropas oscuras de los rebeldes, confundiéndose como círculos de sangre entre las ropas claras y las pieles blancas de sus propios hombres.

      Se acercaba una tormenta desde el sur. Nubes deformes y negras dejaban ver relámpagos aislados, que provocaron escalofríos en los caballos.

     -Lloverá-dijo él, para romper el silencio en el que habían estado cabalgando desde hacía rato.  

     Cesius iba a su lado. El tarpán rojo se veía nervioso, sacudiendo la cabeza, como si quisiera deshacerse de las riendas.

     -¿Lo dice por las nubes en el valle? Siempre han estado allí, desde que se formó el lago de la inundación hace algunos inviernos. Ya le he hablado de esto, pero no esperaba que lo entendiese hasta verlo por sí mismo.

     Adelante, la gente que Sigur conducía se había detenido al borde del valle, el sitio más cercano al que podían llegar sin entrar al pueblo. Alcanzaban a verse como una mancha gris en la neblina, que a pesar de ser mediodía, permanecía como un crepúsculo continuo. Pero los pensamientos de Tol se interrumpieron cuando vio una flecha sobre el cuello de su caballo. El animal se encabritó un instante y luego se derrumbó, mientras muchas más caían alrededor. Él pensó en sus piernas, y saltó antes de que el caballo lo aplastase, pero su lanza se partió y el crujir de la madera resonó fuerte, como si fuese el único sonido del mundo en ese instante. Sin embargo había gritos de desbandada, órdenes de mando, galopes y zumbidos de interminables flechas. Sus hombres caían. Muchos escapaban, pero vio que algunos formaron un refugio con sus escudos, pero las flechas continuaron aumentando de intensidad.

     Cesius quiso ayudarlo, Tol ya se había levantado. Las piernas le obedecían. Luego lo ayudó a subir al caballo rojo, y galoparon hasta el círculo donde estaba su gente. Una boca se abrió en el centro, negra y cálida, llena de calor y sudor de hombres. Invadida de quejidos y temblores que el orgullo no dejaría demostrar por mucho tiempo. La luz gris se filtró por las ranuras entre los escudos, sobre los que las flechas seguían repiqueteando con el mismo y exacto sonido de una lluvia torrencial. Los recibieron entre los haces de luz donde el polvo giraba.

     -¡Nos atacaron por retaguardia!-se lamentaba alguien.

     -Eso ya lo sabemos-dijo Cesius.- Estaba seguro que Zaid no nos iba a dar tiempo siquiera de hablar. No toma riesgos.

     -Pero él no sabe que es a su familia a quien ataca-dijo Tol.

     Cesius no insistió.

     -Esperaremos a que se detengan las flechas. Después enviaremos dos mensajeros a Sigur. Uno tendrá que ser un señuelo. Pero si fallan, no habrá oportunidad para un tercero.

     Un oscuro bosque cercano los separaba de Sigur y sus hombres. Los caballos se habían negado a acercarse esa noche, porque los lobos habían aullado, y sólo aceptaron continuar cuando el sol iluminó el camino. Debían salir de la trampa antes de la noche siguiente.

     Un rato después las flechas disminuyeron sus fuerzas.

     -Ahora es tiempo-dijo Tol.

     Un mensajero salió cabalgando. Lo vieron perderse de vista mientras las flechas lo seguían como bandadas de pájaros pequeños y largos. El segundo mensajero partió recién entonces, tomando un camino hundido en la grava alta. Ni siquiera el polvo se levantó a su paso. Dos escudos lo protegían apoyados en los flancos del caballo. Las nubes estaban creciendo. Los relámpagos centelleaban entre las flechas e iluminaron al mensajero mientras desaparecía tras los árboles de la ladera oeste.

     -¡Avancemos!

     El caparazón de escudos se fue desplazando hacia el sur. Cuando llegaron a los bosques, el reflejo opaco del sol sobre el cuero iluminó un poco más el suelo, y las flechas se perdieron entre la masa de los árboles.

     -¡Nos atraparán aquí, Señor!

     -Por eso hay que avanzar. Mira estos viejos árboles. Son presas fáciles para el fuego.

     Durante toda la tarde, huyeron hacia la salida que terminaba en la planicie donde debía estar Sigur. No se escuchó más que el galopar y los relinchos asustados de los tarpanes. El sol aparecía de tanto en tanto entre las nubes que el viento intentaba arrastrar. Los caballos comenzaron a excitarse, se detenían y golpeaban la tierra con las patas. Se dieron vuelta y vieron lo que temían: el fuego que alguna flecha encendida había iniciado en un viejo tronco. Ellos eran rápidos, más que el fuego, pero el bosque era también un enorme alimento para una hoguera.

     El caballo rojo continuaba cabalgando sin cansancio, llevando a Cesius y a Tol, pero a pesar de su fuerza, comenzó a relegar terreno a otros, perdiéndose en el conjunto de hombres y animales.

     -¡Sigan, no se detenga!-gritaban algunos para animar a sus compañeros.

     -¡Qué desastre, Señor!

     -¡Nos ha sorprendido deshonrosamente!

     -¡No se desanimen!-dijo él, jadeando, olvidado ya de su enfermedad, creyéndose otra vez joven. Su pelo canoso se mecía con docilidad con el viento frío entre los cientos de árboles que aún les quedaba por atravesar.

     El fuego del bosque. Su sueño de mucho tiempo atrás. Él era ahora el viejo y no el joven.

     Los árboles siempre son los mismos. El fuego quema de la misma forma. Los hombres mueren como siempre. El cuerpo no tiene secretos para eso. La muerte alumbra los espacios entre los huesos, y ya no hay secretos, misterio ni dudas.

     Los mensajeros debían haber llegado, pero era inútil. No eran perseguidos por hombres, sino por el fuego contra el que nadie podía combatir, sólo había que dejarlo crecer hasta que su alimento se acabase. Tol se sujetó con fuerza contra la espalda de Cesius, porque sintió que los árboles se balanceaban sobre su cabeza y temía caerse del caballo.

     Pero pronto se hallaron en terreno abierto, de pasto verde y brillante. Una pradera amplia con una curva suave que llevaba hacia el oeste. La tarde acababa, y parecía relumbrar sobre la hierba, que absorbía la luz para volver a reflejarla en tonos verduzcos y ocres. Allí empezaba el valle, donde la colina descendía en una extensa pendiente. Y en contraste con la casi etérea luminosidad, como si permaneciese suspendida de las nubes, la oscura materia del lago semejaba un abismo cuyo fondo no lograba verse del todo. Las nubes seguían girando en espiral, moteadas con manchas claras y naranjas.

     Vieron hombres asomándose desde la curva horizontal de la colina. Primero las cabezas, luego los cuerpos, finalmente los caballos. La gente de Sigur cabalgaba con rapidez hacia ellos. Tol sintió alivio. Ya no estaban solos. Pero el fuego crecía detrás, tomando los últimos árboles. La humareda inmensa subía al cielo, cubriendo de gris las escasas partes por las que aún penetraba el sol.

     -¡Padre!-se escuchaba gritar a Sigur a la distancia, entre el trote de los tarpanes.

     Tol dijo a Cesius que fuera hasta la colina, e hizo el ademán a los suyos para que los siguieran. Ya no podía precisar cuántos hombres le quedaban.

     -¡Padre!-gritó Sigur una vez más.

     El caballo de su hijo llegó a su lado, y los brazos de Sigur lo agarraron de la cintura y lo llevaron a su propio tarpán. Tol sintió recuperar su fuerza. En el pecho percibió el cosquilleo de la pluma, y dejó que Sigur tomara el mando.

     -¡Vamos al valle!-lo oyó ordenar, con el brazo izquierdo en alto.

     Todos miraron atrás una vez más, hacia el fuego que ya no podía avanzar sobre la hierba fresca y los pastos jóvenes.

     Cesius, Tol y Sigur iban adelante, y pronto alcanzaron el extremo oeste de la colina. La ladera tenía una pendiente, como la orilla de un río o una playa. Pero los caballos comenzaron a encabritarse otra vez.

     -¡El fuego!

     -Ya no es fuego lo que temen, y no está detrás sino adelante-dijo Sigur.-Tiemblan diferente.      

     Era verdad, era un temblor distinto, casi podía palparse la desesperación. Los tarpanes se calmaban por momentos, y luego intentaban retroceder. A pesar de sujetarlos de las crines y apretar los flancos con fuerza, las bestias querían huir. Detrás, el fuego continuaba, quieto pero constante.

     -¡Van a matarnos!-dijo Tol.-¡Quieren llevarnos de vuelta a las llamas!

     -No, padre. Es que huyen del valle, ¿no lo ves?-Y miró hacia el lago.

     El cielo parecía caer con su pesado color morado sobre toda la región, hasta más allá de los montes.

     -Por todos los dioses-murmuró Sigur.

     -¿Qué ves?

     -¡Miren!-gritó, alzándose en su montura sobre el caballo inquieto.

     Los demás se aproximaron para ver. La ladera era un oscuro camino sin contrastes. Únicamente los relámpagos continuaban con su lumbre intermitente. Unos brillos se habían formado en la superficie del lago. Un aire frío, de tormenta, atravesó la zona, y las nubes giraron más rápido, cambiando las tonalidades del cielo de una casi noche a un estado de crepúsculo lluvioso. Algo había crecido en el aire. Algo que había hecho erizar el pelaje de las bestias. Incluso los hombres sintieron un escalofrío en la espalda y un hormigueo en los brazos.

     -¿Qué es esto?-preguntó Tol, que sentía que en sus piernas volvía a circular la sangre más rápidamente.

     -Es la vida, así huele la vida-dijo Cesius.

     Los bultos en la superficie del lago se estaban moviendo como en oleajes espesos que no rompían en ninguna playa. Se elevaban y aparentaban alzarse hacia el cielo para volver a  caer en incontables gotas vacías.

     -Yo vi las aguas alzarse al cielo, pero esta vez están naciendo.

     -¿Quiénes?

     A Tol le exasperaba la forma en que Cesius contaba las cosas, como si hablara siempre para sí mismo y no a los demás.

     -Toman la vida de los seres a su alrededor. Se alimentan. Los muertos quieren volver a vivir. Ya no quieren ser sólo sombras que algunos hombres ven a veces.

     Los caballos se hicieron incontrolables y comenzaron a correr hacia el bosque. Sólo el tarpán rojo se mantuvo un poco más sereno, y golpeando la cabeza contra los que estaban a su lado, parecía hablarles. Entonces los tres caballos se mantuvieron firmes, aunque temblorosos, mientras sus dueños contemplaron a los bordes del lago empezar a extenderse y abrirse como dedos. Los bultos se habían convertido en cosas sin forma definida, pero avanzaban arrastrando oleadas de fango y barro.

     Las masas de agua estaban cambiando rápidamente. Ahora eran piernas que cargaban torsos y brazos y cabezas mezcladas, que pronto empezaron a incorporarse a los cuerpos.

     Cuerpos de guerreros.

     Estaban cubiertos de algas verdes y llevaban armas. Lanzas en el brazo izquierdo, puñales en la mano derecha. Las cabezas alzadas, los cabellos negros y largos. Las barbas espesas. Los pechos cubiertos de un vello que dibujaba la forma de una espiral, como si el cielo se hubiese gravado allí.

     De toda la costa del lago, los guerreros surgieron y caminaron en todas direcciones. Lentamente, y sin detenerse. Igual que ciegos, pero tenían ojos. Puntos pequeños en medio de las caras ocultas por los cabellos largos. Puntos negros como carbones recién sacados del fondo de una grieta, de un pozo donde el agua había alimentado el cultivo de los muertos.


*


    -¡Mujer!

     Tahia desnuda caminando hacia el agua. Sola, y con los ojos cerrados.

     Te entregas a ellos. Los has extrañado más de lo que me amas.

     Pero Zaid no podía reprochárselo. No en ese momento en que ella se estaba sacrificando para darle poder. La única fuerza que ella conocía por haberla tocado con los dedos de su alma endurecida, mucho tiempo antes, a través de la entrada sin luz del depósito de armas de la vieja choza que habían compartido. Su mortaja y su tumba. Tal vez con esos ojos muertos, sin nada que hacer más que mirar la oscuridad, ella había observado las armas y las ratas. Para cuando despertó, sus anteriores dudas o inseguros pensamientos ya se habrían cubierto con el polvo y adquirido el filo que hiere.

     -Los intrusos del mar…-le dijo ella hace dos noches, acostados bajo el manto de niebla, húmeda y calurosa, mirando el cielo del lago. Tahia hablaba como si tradujese otras voces que llegaban desde ese lugar cuyos elementos: agua, fango y nubes, parecían fundirse unos en otros, para volver a separarse y unirse nuevamente, sin detenerse nunca en su ciclo. Girando en espiral, centelleando a veces. Una densa oscuridad sin fondo se iba cerrando en el centro, donde ya no podía distinguirse nada con claridad, ni una ola o reflejo. La arena de la playa ya no era arena, sino terrones duros como piedra.

     -Los intrusos del mar-repetía ella-vendrán, y son fuertes, pueden vencerte.

     -No lo harán.

     -Créeme si yo lo digo.

     -No dudo de tu palabra. Pero esta vez te equivocas. Encontré las armas del jefe de los rebeldes, que Reynod había escondido.

     -Pero falta mucho tiempo para que estén preparados. Tú mismo lo dijiste hace días y postergaste el ataque.

     La mirada de Tahia seguía fija en las nubes que se desplazaban pesadamente, como si el cielo hubiese decidido cambiar su morada sin decidirse del todo todavía. El vértigo sobresaltó a Zaid, y sintió que era él quien se movía o la tierra que se estaba levantando.

     -Me esperan-dijo ella.-Desde hace tanto…Prometí volver. Les dije que volvería a la vida por un tiempo a preparar los hechos necesarios para su retorno. El regreso de los que nunca mueren. Qué puede ser más grande que ellos. Ustedes, los mortales, no son nada. Terrones que se deshacen al cerrar un puño.

     Zaid la miró, apesadumbrado. Algo le apretaba el pecho y le oprimía la garganta. Sus ojos se humedecieron y se recostó sobre el cuerpo de Tahia.

     -Tengo miedo de quedarme solo. Nada podré hacer en tu ausencia.

     Ella rió.

     -¿Acaso no te acuerdas cuando me cargaste desde nuestro hogar hasta las montañas? Has sobrevivido sin mi ayuda mucho tiempo, pero esto no puedes hacerlo solo. No es tu tarea siquiera, sino la mía. Ellos-dijo, señalando el lago-son los míos.

     Carretero de los muertos.

     No recordaba quién le había dado tal nombre. Bestia y carreta a la vez. Eso era él. Instrumento de los otros.

     Matriz…matriz.

     Las voces se mezclaban en su memoria.

     Dador de placer.

     Instrumento. Y luego nada. Materia para el deshecho y el tiempo. Y luego nada. Ni siquiera el alma. Había nacido sin alma. Con esa idea que alumbraba su mente como si después de tantos inviernos aún fuese nueva, volvió a sentir aquel viejo dolor de la infancia. La piel le ardía, y comenzó a sacarse las ropas. Tahia lo miraba, sin temor. Con las piernas abiertas, las rodillas apoyadas junto a las caderas de su mujer, Zaid se rascaba el cuerpo desnudo con las uñas hasta lastimarse. Cuando ya no sabía como deshacerse de aquel dolor, se acostó sobre Tahia y sus labios se pusieron a recorrer el cuerpo de ella. Luego comenzó a morderle las mejillas, los labios, el cuello. Siguió más abajo, los senos, las caderas. Los dientes de Zaid besaban y mordían, sin mirarla ni una vez, con los ojos cerrados y las cejas fruncidas. Las marcas quedaron en la piel, pequeñas, con un halo blanco alrededor de un punto rojo.

     Entonces, ya sin encontrar otro lugar que devorar con besos, Zaid la penetró con más fuerza que lo habitual. Ella se abandonó a los brazos del hombre que parecía bailar sobre su cuerpo, cuyo sudor goteaba sobre Tahia e irritaba sus heridas. Zaid no quería dejarla. Un vaivén de idas y venidas a través del tiempo. Un día eliminado, un invierno. Así iba contando él, con gemidos y el dolor del rostro. Cuando hizo su gesto final, la empujó hacia un lado y se quedó como estaba, boca abajo, con los ojos abiertos, de espaldas a Tahia. Su piel estaba cubierta de gotas que le corrían por los hombros. Tenía la mirada puesta en el lago, perdida como si viese otra cosa en realidad, tal vez un río quieto.

     La siguiente noche durmieron separados. Él no se atrevió a mirarla a los ojos, pero ella sí lo observaba.

     -Hoy no, querido. Debo prepararme para mañana. Tu cuerpo ha dado frutos esta vez, y tengo que entregarme.

     Zaid no entendió. Por eso, en la tarde del día siguiente, cuando ella se desnudó y comenzó a acariciarse el vientre, supo lo que ella había querido decirle. Quiso detenerla cuando Tahia comenzó a caminar hacia la orilla del lago.

     -Ellos me esperan para despertar. Aguardan el fruto que les devolverá la vida.

     Carretero de los muertos, bestia de arrastre de las almas, cuerpo nacido para alimentar otros cuerpos. Muerte, resurrección y muerte. Muerte, resurrección y muerte…

     Las nubes bailaban sobre las aguas, igual que él lo había hecho sobre el cuerpo de Tahia, blando como el fango del lago. Las nubes estaban procreando algo en esas aguas. Las vidas vacías de la muerte.

     -¡Mujer!-gritó mientras ella escapaba hacia la orilla. Pero cuando ella se dio vuelta para mirarlo, él vio los ojos blancos que nunca había descubierto antes. Una blanca nada.

     La muerte es oscuridad, me han dicho. Pero no es así. La muerte es blanca. Blancura de ciego frente al sol.

     Tahia entró al lago. Los pies se hundieron, rodeados por círculos de agua que ya no parecía tan espesa. La solitaria y pequeña figura de su mujer bajo la sombra espiral de las nubes. El horizonte oscuro confundiendo el cielo de agua y las aguas nubes. La indefensa silueta de la mujer se hundía lentamente. Pero entonces unos seres empezaron a nacer de la superficie, y treparon por el cuerpo de Tahia. Eran más grandes que simples gusanos del barro. Más parecidos a humanos empequeñecidos.

     Él estaba seguro de lo que veía, porque lo recordaba. Pequeños cadáveres subían por la piel de Tahia y allí desaparecían. Él, que había expulsado cuerpos como esos en las montañas, estaba viendo a los muertos recuperar un verdadero cuerpo.  

     Cuando ella se sumergió hasta el cuello, dos manos surgieron del agua. Nunca sabría a quién habían pertenecido alguna vez, o por qué fueron tales manos y no otras. Por qué no cientos o sólo una. Las manos empujaron la cabeza de Tahia bajo el agua, y ya no volvió a salir.

     Zaid temblaba. Miró alrededor, pero no vio nada, como si estuviese aislado del tiempo en aquel espacio de colores extraños. Manchas rojas aparecían de vez en cuando entre las nubes. Puntos amarillos que brotaban del lago.

     De allí llegaba el ruido de burbujas, pero sabía que no había peces en ese lugar. Entonces descubrió las caras formándose con la brisa que movía las aguas. Los ojos, la boca, los contornos, creándose igual que lo hace un niño cuando dibuja con una rama sobre la arena. Las caras planas enfrentaban al cielo, y luego se inclinaban hacia la playa. Toda la superficie era un manto continuo de rostros, porque habían surgido uno después de otro sin que él tuviese tiempo de verlos todos. Rápidamente, dos y tres a la vez en un sector, otros mucho más lejos. Y cuando todas las caras se inclinaron juntas, los cráneos nacieron como pequeños montes. Bultos de fango. Barro moldeado por extrañas manos. Las cabezas se levantaron del agua, y surgieron los cuellos que las mantenían firmes. Cuellos anchos y desnudos de piel. Después aparecieron los hombros y los brazos. Manos de dedos perfectos, rígidos y en puño, sujetando mangos de puñales de hueso y lanzas cubiertas de algas.

     Y los guerreros, porque eso eran, Zaid lo sabía, llegaban con sus propias armas para pelear por él. Salieron del agua formando filas que se dirigían a la playa. Caminaban en largas columnas que se extendían hasta su origen, en el centro impreciso del lago. Pero nada indicaba que dejarían de nacer. Cabezas, brazos y piernas seguían apareciendo, y mucho más atrás, el borboteo continuaba creándolos.

     Los guerreros avanzaron hacia él. Estaban ya tan cerca, que no pudo evitar ver el color de sus ojos escondidos bajo los cabellos. Los ojos tenían el aspecto del carbón. Diminutas rocas negras. Los labios eran delgados como lombrices. Y mientras observaba acercarse aquellas caras, la primera de todas se detuvo frente a él. Zaid no tuvo miedo. No sintió más que un vacío en el que el tiempo cumplía su orden implacable. Tiempo y espera en el vacío. Eso era la muerte.

     Los guerreros se arrodillaron. Las lombrices de los labios se separaron. La voz del hedor se esparció en el aire.

     -Señor-dijeron todos juntos, y las nubes sobre Zaid comenzaron a descender y formar un cono hacia la tierra, por donde el cielo parecía hundirse. Pero cuando el eco de las voces desapareció, las nubes se calmaron.

     No les preguntaría nada. Si cada vez que ellos hablaran, el mundo haría un movimiento para perecer, el poder que ahora él tenía era demasiado inapreciable como para malgastarlo. Era casi como si él fuese la muerte. Pero no se haría ilusiones. Él era, únicamente y como siempre, un ejecutor.


Los guerreros se han quedado quietos. Apenas alcanzan a verse en medio de la noche. Sólo resaltan sus hombros y cabezas, cubiertas por una pálida blancura, como el polvillo de alas de mariposa. Es verano, y los insectos vuelan a su alrededor. Pero ahora están dormidos, quizá, si es que ellos realmente duermen. Sus ojos de carbón no se han cerrado, sin embargo. Las armas están oscurecidas por la sombra de los cuerpos. Les dirigí una mirada y me han comprendido. Hoy descansaremos, les dije después, para pensar en mañana. Todos giraron sus cabezas al mismo tiempo hacia el frente, y ya no volvieron a moverse.

     No puedo dormir. Cierro los ojos y vuelvo a abrirlos. Me duelen. Quiero mirar a los guerreros. Siento el miedo de mis hombres ante ellos. Sé que ninguno duerme esta noche. Únicamente los muertos lo hacen, y no para descansar. Ellos nunca descansan y siempre duermen.

     Me gustaría cerrar los párpados, y que el sueño me invadiera tan brutalmente como antes lo hacía, acompañado por los seres espectrales y su continuo acoso. Pero hoy soy otro hombre, y ellos están ahí afuera, no dentro. Me son fieles y me obedecerán con una simple mueca de mis labios.

     Si al despertar yo estuviese solo. Desatado de todas esas manos muertas. Sólo yo, aislado, como muerto.

     Cinco de mis hombres se acercan y se sientan alrededor del fuego.

     -Estamos asustados, Señor.

     -No tengan miedo a los que salieron del lago. Yo voy a conducirlos, ustedes preparen sus filas como siempre.

     -No es sólo eso, Señor. Tememos su reacción cuando sepa lo que venimos a decirle. Los mensajeros heridos nos hablaron esta noche.

     -¿Y qué dijeron?

      Las caras de los hombres estaban pálidas frente al fuego, los labios se movían muy quedamente.

     -Han escuchado el nombre de Sigur, el nombre de Tol, y nosotros sabemos…

     Yo los miro con atención. Sé que no mienten. Nada me asombra a estas alturas de mi vida. Pero creo que debo resistirme a ser tan crédulo.

     -Han mentido, son unos traidores.

     -Están muriendo, mi Señor, no creo que nos mientan.

     Esperan mi respuesta. ¿Quién, en cambio, contestará mis dudas? El dolor brota otra vez, en la cabeza, como un vocero de llantos, gemidos y desgarros de huesos rotos por la pena. Como tambores sonando en funerales. “Maldito sea el que nace bajo el signo de la nada”, debió decir mi madre al descubrir que el día que nací no había cielo. Mi madre con la túnica blanca del día de mi funeral soñado.

     -¿Había una mujer con ellos?-pregunté.

     Negaron con la cabeza. Madre ya no está. Pero el funeral no se detendrá por un solo ausente. Continuará su paso por la playa, hasta la hoguera. Mi padre, fuerte y alto, camina erguido frente al cortejo. Mi hermano ya es un hombre también. Avanzan con la vista al frente. Las caras serias, pero la mirada resplandeciente, escoltando el lecho en el que me llevan. Veo mi cara claramente, y esta vez no tengo miedo.

     ¡Vida del sueño, usas el tiempo como barro para convertirlo en piedra!

     “Nos sostienen, son la tierra en la que caminamos”. El abuelo Zor tenía razón. De mí hablaba. Pero mi cuerpo sobrevivirá a mi muerte. Me defenderé. ¡Los enemigos llegan!


     El fuego del bosque era una línea dorada en el alba sobre la colina, un muro de humo se levantaba en todo el horizonte. Delante, el mar de pasto continuaba en la sombra nocturna. El manto de la niebla lo seguía aplastando. Y era ese manto el que se fue moviendo en pequeños remolinos: los hombres del mar se adentraban en ese otro mar inclinado. Navegando en sus caballos como sobre botes. Riendas como remos. Crines como velas.

     No los veía aún, pero a veces el brillo de una lanza centelleaba en el amanecer. La niebla se iba levantando, rápida, molestada y ofendida por los intrusos. Descendían en dos amplios flancos, por el oeste y el norte de la colina. Dos grupos más con hombres a caballo avanzaban igual que olas hacia una orilla. El tamaño de cada columna variaba por momentos, sus contornos se iban modificando, y tal vez fuesen sólo señuelos que escondían más hombres detrás. Debía haber más de quinientos sólo a la vista, y ni siquiera el fuego parecía haberlos asustado.

     El mar de pasto era tan extenso que tardarían en llegar. Debían saber que los habían visto ya, pero confiados en su número y en la fatalidad incierta de la guerra, no esperarían a que el fuego se apagase para recibir refuerzos.

     Zaid así pensaba, y dio orden de atacar. Los hombres avanzaron hacia la colina en largas filas de casi cien guerreros cada una. No utilizaría a los del lago aún, si podía evitarlo. Las dos primeras columnas comenzaron a subir la ladera. No estaba cada hombre detrás del otro, sino alternados y cubriendo los espacios vacíos entre cada fila. Llevaban las flechas en las ballestas, listas a disparar, ordenados en la posición que Zaid les había enseñado.

     -¡Disparen!

     Su voz se hizo eco en las voces de los otros jefes, hasta llegar a los guerreros, y las flechas volaron formando un gran arco dibujado en el cielo claro de la mañana. El arco comenzó a recorrer la segunda mitad de su trayecto. Él había imaginado el recorrido hasta la cima de la colina, y así estaba sucediendo. La lluvia de flechas cayó sobre la zona norte. En el oeste, los enemigos no se habían detenido, pero aunque vacilaban, siguieron avanzando, y de allí brotó una oleada de flechas rojas y candentes que quemó el aire y cayeron sobre la gente de Zaid.

     -¡Sigan!-decían los jefes, de grupo en grupo, en gritos que se repitieron mientras las flechas continuaban surgiendo de uno y otro lado.

     Zaid entró a pelear. Los hombres quisieron detenerlo, pero él corrió con su lanza en alto y se abrió paso entre las últimas filas hasta llegar al frente. Tuvo que saltar sobre los cadáveres quemados y flechas clavadas que todavía ardían. Los heridos que lo vieron pasar, aumentaron sus quejidos apretándose una pierna, un brazo, o el costado del cuerpo herido.

     Los jefes lo rodearon, con las caras cubiertas de sangre y los brazos con heridas abiertas. Los cadáveres habían sido apilados a un lado para no molestar el avance. Todos seguían luchando más adelante, con hachas y puñales contra los enemigos que llevaban la ventaja del número y los caballos, desde podían patear y arrojar lanzas antes de que ellos pudieran acercarse. Pero las nuevas armas de metal que Zaid había encontrado escondidas por los viejos rebeldes eran más fáciles de manejar, armas moldeadas y pulidas por el fuego.

     -¡Maten a las bestias!-gritó, y los animales empezaron a caer con sus jinetes. Luego arrancaban las armas y volvían a clavarlas sobre el hombre.

     Zaid se adentró más en el frente. Un tarpán lo empujó. Él se levantó con furia y clavó su lanza. El animal se tambaleó y cayó sobre el jinete. Zaid hundió en puñal en el hombre. Algunos vinieron a ayudarlo, y siguieron luchando en el poco espacio libre, mirando a todos lados al sentir el filo de las armas y los golpes de los cascos. Los cadáveres los hacían tropezar, los huesos expuestos se quebraban al pisarlos. Rescataban las armas todavía útiles, y avanzaban lentamente y hombre a hombre, siempre hacia delante. Los hombres del oeste eran más numerosos, llegaban protegidos por escudos.

     -¡Masa!-ordenó, y los guerreros se agruparon con las lanzas en alto apuntando al cielo.

     Las filas de atrás estaban desorganizadas y continuaban peleando con los que llegaban del norte. Los enemigos no parecían agotar ni disminuir su número. Pero Zaid y los suyos peleaban con los puñales a dos manos contra todo lo que estuviese en su camino de avance, abriendo brechas entre las filas enemigas. Como una masa roja de un volcán, pensó él, debían convertirse en algo tan fuerte y fulminante como la lava.

     El lado norte de la colina se mantenía igual, ninguno de los frentes lograba avanzar demasiado. Ordenó a sus hombres ir hacia allí, y sintió la sangre que se le iba secando en la piel. Pronto volvía a mancharse cuando su puñal se clavaba en otro pecho, arrancaba el arma y otra vez la hundía en el siguiente que aparecía a su lado, o detrás del que había matado. Uno de los jefes de su ejército le estaba gritando, pero apenas lo alcanzaba a ver.

     -¡Voy delante!-le decía, avanzando a golpes de lanza con su mano derecha, mientras usaba el puñal contra los que intentaban detenerlo. Lo vio vencer una barrera de diez hombres a fuerza de gritos furiosos y desesperados golpes de filo. Los enemigos lo rodeaban, pero fuera del alcance de sus brazos, cada vez que trataban de acercarse los amenazaba.

      Zaid se dio cuenta que había abierto un camino para ellos, y ordenó a los demás que lo siguieran. El claro se había agrandado cuando llegaron. Los caballos retrocedían y los jinetes no lograban controlarlos, como si Zaid y los suyos fuesen portadores de una plaga.

     -¡Formen!-gritó, y todos se ubicaron en un círculo, apuntando las lanzas hacia el centro y aumentando el círculo a medida que llegaban más. Los enemigos seguían retrocediendo. Pero entonces vio las bolas de espinas que llevaban atadas con cuerdas a los brazos. Las revolearon en el aire varias veces y comenzaron a lanzarlas contra ellos. Con un solo golpe las gruesas espinas de madera atravesaban los cráneos y los hombres caían con las cabezas partidas. A veces las bolas tenían dientes y se adherían al cráneo, entonces volvían a tirar de las cuerdas y las arrancaban con pedazos de huesos y carne. Las limpiaban con sus cuchillos y volvían a arrojarlas. El silbido de todas esas bolas atravesando el aire al mismo tiempo daba la impresión de una tormenta. Pero el cielo, limpio y luminoso, el sol brillante en lo más alto de esa mañana, estaba tan sereno como un indiferente testigo de la batalla.

     Las bolas golpeaban sólo una vez y eran efectivas para matar, pero ellos tenían que acercarse para usar los puñales y hachas, y necesitaban más de dos o tres heridas para acabar con cualquiera. Cuerpo a cuerpo con los enemigos, casi cara y pecho frente al aliento de los otros. Las lanzas tampoco les brindaban ventaja, las bolas las alcanzaban y partían. Los hombres de Zaid comenzaron a retroceder. El número fue disminuyendo, y se dio cuenta que en poco tiempo habían retrocedido el doble de lo que habían avanzado esa mañana. Todo el flanco oeste huía de vuelta hacia el valle.

     -¡Señor! ¡¿Qué haremos?!-le decía uno de sus hombres, parado sobre el barro, con las piernas abiertas y tensas, los brazos caídos, apenas sujetando lo que quedaba de la lanza. El arco partido colgaba de su espalda y las flechas estaban perdidas en el lodo. Los ojos eran dos manchas oscuras en la cara cubierta de sangre y una irreflotable expresión de pena más que de  miedo. Era tristeza sin consuelo, porque las fatales armas habían llegado como puños de los dioses.

     Entonces Zaid recordó a los guerreros del lago, y mirando al sol, se preguntó si los muertos necesitaban de la sombra o despertarían aún a pleno día.

     -¡Atrás!-gritó, y todos obedecieron y retrocedieron rodeando a su jefe y defendiendo la retaguardia mientras escapaban. Algunos estaban disconformes, pero no protestaron.

     -¡Atrás!-insistió al ver que lo hacían lentamente y con desgano.

     -¡No somos cobardes!-dijo una voz perdida en el tumulto, entre el silbido de las bolas dentadas y el chocar de los escudos.

     -¡Atrás, atrás!-repitió casi con desesperación, porque no podía explicarles en ese momento, y temía que cualquiera de ellos arruinara el plan que tanto tiempo y dolor le habían costado, aún sin saber que lo había estado creando desde aquel día en la balsa, o quizá mucho antes, el día de la circuncisión.

      Pronto llegarían a las playas, donde los cadáveres del lago esperaban quietos y formados en perfectas filas.

     Despertar, dijo él en voz alta.

      Pero continuaron sin moverse, con los ojos de carbón cerrados y el pelo de algas agitándose en la brisa. Zaid pensó que tal vez ellos estaban aguardando algo más. Eligió uno de los cuerpos de la batalla y lo levantó en su espalda. Las piernas del muerto arrastraban sobre el barro y dejaban surcos. Luego lo dejó caer y lo empujó hacia la orilla. El cuerpo se hundió, pero

nada sucedió. Buscó otro, lo arrastró de los brazos, pasando entre las filas y alimentó las aguas con el cuerpo. La superficie se movió en círculos concéntricos entre las piernas de los guerreros.

      Nada sucedió tampoco.

     -¡¿No es suficiente?!-gritó en voz muy alta, para que todo el lago lo escuchase.-Si no lo es, acá hay más, siempre habrá más para ustedes. Nunca cesará el alimento.

     Sus hombres lo miraban tristes y desconsolados, y aunque tenían miedo de esas aguas y los seres que habían surgido, cada uno pensaba sólo en su próxima muerte.

     Zaid fue y volvió cargando los cuerpos de los que habían sido sus hombres, los que tanto habían resistido, y ahora estaban siendo devorados por el lago.

    Muerte y resurrección.

    Los guerreros muertos son los creadores de las larvas.

     Los que continuaban llegando a la playa luchaban contra los jinetes que los perseguían sin cansancio. Habían perdido más armas en la huida y sólo les quedaban sus cuerpos para defenderse. Entonces vieron que entre ellos habían aparecido otros guerreros que no conocían. No eran hombres comunes, sino restos de diversos cuerpos unidos y elementos del agua. Los hombres se apartaron al oler la fetidez de los otros. Se abrió un claro en cada uno de los grupos hacia donde los muertos avanzaban. Y vieron que en el frente enemigo, los caballos comenzaron a encabritarse y arrojar a sus jinetes.

     El pensamiento de Zaid era uno con lo hechos que estaba contemplando, un lazo lo unía a la realidad, sin interrupción. No era sólo pensamiento ni únicamente realidad. Sólo presencia absoluta.

     Muerte y vida unidas.

     Muertevida.

     Esta era la palabra del presente, deshecha y esparcida en el barro como presente irrefutable.

     Ella su propio origen y finalidad.

     Lo demás: absurdo y abominación.

     Los muertos y su fuerza por encima de la tierra.


*


-¡Vencidos!-se lamentó Sigur, mientras su padre cabalgaba a su lado, erguido a pesar del cansancio, y mirando atrás, a los espectros de guerreros que los seguían.

     -Solamente una batalla, hijo.

     Sigur lo había visto rejuvenecer en plena pelea. Era el mismo que recordaba huyendo del volcán. La esbelta y alta figura de anchas espaldas. Únicamente el cabello encanecido y la piel con pecas de vejez delataban la distancia que había creado el tiempo. Pero hoy, manchados de sangre la cara y los brazos, sudoroso y sucio el rostro, y enlazada a su mano derecha una bola dentada, era más que un simple cazador. Más aún que el hombre joven que había sido cuando él, Sigur, era pequeño. Un cazador de hombres, y su estampa lucía como la imaginación infantil lo había bosquejado, tantos inviernos antes.

     Su padre nunca había dejado de ser su padre.

     Los rodeaba una cabalgata de casi cuatrocientos hombres que huían del valle, perseguidos por las apenas perceptibles pisadas de los guerreros del lago. Los perseguidores no los amenazaban ni arrojaban lanzas. Sólo los seguían como cazadores seguros de que en algún momento las presas se detendrían. Ni sigur ni Tol podían culpar a los suyos del miedo frente a esas sombras y su aspecto, sobre todo aquel olor insoportable. Algunos no habían podido volver a abrir los ojos luego de mirarlos, y otros se pusieron a gritar y a correr, abandonando armas y caballos. Pero la mayoría miró hacia al bosque, y cabalgaron hacia allí. No había más que el bosque de troncos caídos y otros en pie despidiendo humo blanco y gris, pero muchos otros árboles continuaban ardiendo a lo lejos.

     Entonces entraron. Un calor intenso surgía del suelo, aunque los caballos no se rebelaron: los perseguidores eran una amenaza mayor para ellos. El olor de cascos y pelos quemados al tocar las brazas entre las cenizas, inundaba las gargantas de los hombres. Iban en silencio, más lenta y precavidamente. Los troncos parecían capaces de quebrarse con un solo roce. Una liebre de pelo chamuscado pasó veloz por entre las patas de los tarpanes, pero los caballos no reaccionaron.

      Tol seguió mirando atrás de vez en cuando. Los guerreros continuaban ascendiendo la larga ladera de la colina.

     -Nuestra gente debía haber llegado ya. Los deben haber matado.

     -No lo creo-dijo Sigur.-Tal vez todavía tratan de defenderse y atravesar el bosque. Recuerda que hace apenas un día que arde.

     Cabalgaron hasta que llegó la noche. Las filas de guerreros se asomaban ya por encima de la cumbre. Luego, al salir la luna, las sombras del crepúsculo se dispersaron sobre el bosque. La luna rojiza alumbraba desde un cielo morado los contornos humeantes de los árboles. Pero sobre el valle, continuaba la oscuridad.

      -Descansemos-dijo Tol.-No se atreverán a entrar sabiendo que esperamos refuerzos.

      Sigur dudaba. La mayoría se acostó luego de alimentar a sus caballos, enlazando las riendas a sus muñecas para despertarse apenas los animales se moviesen. Otros cepillaron el pelaje de las bestias mientras vigilaban. Sigur les había prohibido encender fogatas. Su padre y él se sentaron sobre rocas, escuchando el resoplido constante de los animales asustados.  Se quedaron silenciosos por un rato, pero había algo latente en ellos que no sabían cómo decir.

     -¿Lo viste, padre?

     Tol miró a su hijo y bajó la mirada al suelo.

     -Sí. Se parece a tu abuelo a esa edad. El cabello espeso, la nariz recta…

     -No nos vio, ni siquiera nos buscó.

     -Quizá no sabe de nosotros.

     -Sí lo sabe, pero no le importa.

     -No creo en eso-dijo Tol, terminante.

     Luego fijaron la vista en el horizonte azulado de la noche sobre la colina. Atentos a cada pisada o crujido sobre la hojarasca. La voz monótona, gastada, de cada uno, había sonado con tonos irritantes en los oídos del otro.

     -Dormiré un poco-dijo Sigur.

     Tol asintió y también se acostó donde estaba, sobre un lecho de paja en un hueco apenas excavado.

     Sigur se separó de su padre y caminó entre los guardias. No tenía deseos de dormir. Pensaba en su hermano, en la batalla perdida, y en qué sucedería mañana. Miró varias veces hacia lo profundo del bosque, donde pálidas manchas de ceniza y humo impedían la llegada de su gente. Después, se volvió a observar el borde de la colina, donde las sombras humanas aguardaban.

     Por qué no vienen por nosotros, por que se retrasan. Si no necesitan descansar, si la noche es su ámbito propicio, por qué no vienen a acabar con nosotros.

     Sabía que los muertos actuaban siempre así, acechando ocultos, ofreciendo fútiles esperanzas para el comienzo del día. La muerte solía llegar al alba. Era una costumbre, así como los sueños llegaban también a esa hora.

     Los sueños tal vez son de los muertos, o sus palabras. Por eso despertamos tan pronto, asustados. No pueden evitar tocarnos, y la piel de los sentidos reacciona y nos despierta. Nos rescata por un día más del abismo.

     Se estaba adormeciendo allí parado, con las manos a la espalda y las piernas firmes, un poco abiertas. Balanceándose como si los brazos de su madre aún lo sujetaran. La brisa nocturna, siempre con olor a quemado, lo rodeaba y lo envolvía, meciéndolo. Cuando abrió los ojos, la claridad del día se asomaba por el este. Aún no había salido el sol, pero el cielo lucía más claro y las estrellas se debilitaban. Entonces vio llegar un ave desde el norte. Las alas anchas se movían dos o tres veces y luego permanecían quietas, planeando, después volvía a aletear otras tantas. Solitaria, el ave volaba directamente hacia él.

      Reconoció al pájaro: un buitre negro, mensajero de su hogar del norte. El ave graznó con fuerza ya muy cerca de él, y comenzó a dar vueltas a su alrededor. Sigur levantó el brazo izquierdo y el pájaro se posó sobre el muñón. La cabeza, tan oscura que casi no se veían los ojos, se movió de un lado a otro, como si no lo viese o no estuviese interesado en verlo aún.

     -Mensajero, ¿cómo está mi familia?

     El ave agitó las alas, y un montón de plumas cayó al suelo. Con el pico corvo se rascó el pecho. Recién entonces se dignó a mirarlo. Sigur bajó un poco el brazo, para que el ave le hablase al oído. El pico se acercó a él, y Sigur escuchó las voces tan ansiosamente añoradas.

     Tu hijo crece tan grande y fuerte como se espera de tal simiente. No te asombres si pronto tus hazañas se olvidan, y las de él prevalecen. Te dignarás a llevar el nombre de Padre. Padre de la semilla que dará frutos, y estos frutos más descendientes. Y la generación esperada llegará por fin. La época en que el pueblo del norte será dueño de la tierra del sueño.

     No soy yo quien te habla, padre, sino mi futuro. Mi  porvenir se hace voz para saludarte y mostrarte mi cara con mi voz, ya que nunca me has visto. Por eso, hoy marco mi porvenir en tu memoria. Por eso, padre, te digo que te enorgullezcas de mí como te enorgulleces de ti mismo. Las almas llegan, padre. Se romperá el antiguo hechizo que las brujas crearon en los bosques. A eso he venido, a decirte que no dejes de mirar el cielo esta mañana.

     Sigur sintió un fuerte dolor de desgarro en la oreja. El ave se apartó se apartó un poco, pero se quedó prendida a su brazo. Sigur se tocó con la mano derecha. Sólo colgajos de carne quedaban, la sangre le inundaba el oído y chorreaba por el cuello. Se dio cuenta que ya no podía oír de ese lado. Pero esto no pareció preocuparlo. Obedeció, llevando la vista al cielo, y vio la inmensa bandada de aves negras que se acercaba desde el norte. Primero era una franja que cubría el horizonte lejano, después se convirtió en diferentes líneas de bandadas cada vez más anchas y grandes.

     -¡Padre!

     Algunos corrieron a él, y al verlo mirar al valle comenzaron a preparar las armas, pero nada veían llegar desde ahí.

     -¡Prepárense a atacar! Formen un solo flanco junto a los caballos, pero no monten.

     Los hombres no entendían el propósito. Aún medio dormidos, alistaron sus armas.

     Tol se acercó a su hijo.

     -¿Qué pasa?

     -Nada que no tuviese que pasar. Mira, padre, allí vienen.

     Tol miró al cielo. Las bandadas eran innumerables. Llegaban en inmensos grupos, uno detrás del otro, y las primeras no estaban demasiado lejos ya.

     -Necesitamos los tarpanes, padre. Debemos hacer que los refuerzos traigan también sus caballos. ¡Mensajeros!-llamó a su derecha, y les ordenó ir en busca de los otros.

    Las bandadas estaban casi sobre ellos. Las más cercanas comenzaron a dar vueltas. Las siguientes las rodearon formando círculos concéntricos a medida que llegaban. En el cielo del norte no podía verse límite al número de aves. Continuaban naciendo de la distancia, acrecentándose, amenazando con borrar la luz del sol con sus anchas alas desplegadas. Los graznidos se hicieron estridentes, y un polvillo sin color caía de las plumas.

     Cesius estaba junto a Sigur, y las contemplaba extasiado.

     -Nunca vi antes algo tan hermoso-dijo.-Escuchen. Están formando una palabra con los graznidos.

     Inclinó un poco la cabeza y cerró los ojos, prestando concentrada atención.

     -¡Sí! Vienen a ayudarte, son tuyos y de tu hijo.

     Sigur lo miró, no demasiado asombrado de la intuición de ese hombre a quien nada le había contado de su vida. Los demás estaban terminando de juntar a los caballos cuando un viento descendió desde donde giraban los pájaros. El cabello rojo de Sigur se agitó, las crines se movieron con el viento, polvo y hojas dieron vueltas en el aire, despertando a todos de la pesadez matutina.

     Del centro del gran círculo, los pájaros negros comenzaron a bajar. Seguían graznando, y los hombres tuvieron que taparse los oídos para no aturdirse. Entonces la primer ave se posó en el lomo de uno de los caballos. El tarpán se agitó por un instante, luego se quedó quieto, más manso que si su propio jinete lo hubiese montado. El resto de los pájaros fue haciendo lo mismo uno después del otro. Se posaron en cada lomo, en el orden en que las filas de animales habían sido formadas. Pero en el cielo, el estrecho hueco dejado por las que bajaban, era enseguida ocupado por las otras, así que la extraña penumbra de la mañana no logró desvanecerse del todo. Un olor a tierra y plumas llegó con aquel polvillo desprendido de los cuerpos. Al posarse sobre los tarpanes, aleteaban por un momento, apretando el lomo con sus garras, sin lastimarlos.

      Los hombres se fueron apartando de los animales al ver aquello. Algunos, miedosos de la ira de los dioses, se arrodillaron para rezar. Otros parecían ansiosos por entender lo que estaban viendo, con la mirada asombrada y fija en lo que sucedía.

     Ya casi la totalidad de los caballos estaban ocupados por los pájaros, enfrentando la colina que llevaba al valle. La primera de las filas estaba lejos de Sigur, pero pudo ver que el ave en el centro estaba cambiando de forma. Recordó el sueño de sus noches en el norte. Era eso lo que había visto, y creyó que había estado soñando. Pero ahora todas las aves se estaban transformando en guerreros.

     El pico corvo se iba aplastando. El plumaje se convertía en cabellos oscuros que reflejaban las claridades con que la extraña luz matutina golpeaba sus figuras. Las plumas caían al suelo, y las alas se plegaban y enrollaban hasta convertirse en brazos gruesos. Las patas se alargaron, perdieron las garras y se hicieron piernas.

     Ya no eran pájaros, sino hombres.

     Eran guerreros.

     El pico se había convertido en un puñal en los cintos. Las plumas en piel cubierta de vello ocre y taparrabos sujetos con lazos. Los ojos parecían algo cerrados, confundidos quizá ante el despertar de nuevas formas. Miraban de un lado a otro. Las manos firmes en las crines, como si temieran caerse. Porque tal vez no reconocían su nuevo cuerpo, o quizá no recordaran el cuerpo recuperado. Luego, un sonido gutural salió de las gargantas. Lo que había sido su graznido, era ahora un quejido que lentamente fue transformándose en grito.

     Y un brazo se alzó de la primera fila. El pájaro hombre había terminado su transformación, y estaba gritando con el brazo alzado:

     -¡Al ataque!

     A él se unieron las voces de los otros, mezcla de chillido y canto, con los brazos en alto, aún echando plumas que revoloteaban alrededor, los puñales cortando el viento que el resto de las aves aún provocaban al seguir descendiendo en las últimas filas. Entonces partieron al galope, las siguientes las siguieron a corta distancia.

      Los hombres de Tol retrocedieron con las armas en las manos y sin dejar de señalar lo que veían. Tal vez pensaban que todo aquel prodigio se les vendría encima para castigarlos. Algunos corrieron de vuelta al bosque.

     -¡Prepárense!-gritaba Tol.-Debemos seguirlos. Para eso hemos venido.

     Pero ellos no se dejaron convencer. No era eso lo que habían esperado encontrar. Fuerzas que no comprendían, poderes cuyo favor podía tornarse fácilmente contrario. Sin saber de dónde llegaban esos seres o a quién respondían, lo mejor era temerles y huir.

     -¡Cobardes!-dijo Tol.

     Los hombres de Sigur no se movieron de sus lugares, pero temblaban. Se veía en el movimiento de los ojos que seguían los pasos de los pájaros hombres. Sigur escuchó que la tierra tronaba con los cascos de los caballos. El chillido de las aves en el cielo se había acrecentado, porque ya no quedaban tarpanes libres. Sus ruidos ya no eran graznidos, sino voces impotentes, y algunos pájaros bajaron y atacaron a los hombres que miraban.

     -¡Tengan paciencia!-gritó Sigur, pero no a ellos, sino a los pájaros.-Ya se acercan más caballos.

     Una manada llegaba desde el bosque, rodeada de ceniza agitándose en el aire. Las crines bailaban y los jinetes espoleaban a los caballos. Cada hombre cabalgaba uno y llevaba de las riendas otros diez. Eran trescientas bestias, tal vez quinientos tarpanes dispuestos a marchar. Detrás, reapareció Aristid al mando de un grupo de doscientos hombres.

     -¡Traje todos los refuerzos que quedaron de la resistencia! Estoy orgulloso de ellos, se empecinaron en salvar a los caballos del fuego.

     -¡Bien!-dijo Sigur, y comenzó a guiar a los tarpanes hacia los lugares libres dejados por los que habían avanzado.

     Aristid jadeaba luego de la cabalgata, y se había sentado a beber. El agua se atascó en su garganta cuando vio a las aves que tapaban todo el cielo más allá del bosque del que acababa de salir, y se convertían en hombres sobre el lomo de los caballos. Las piernas le temblaron y el vértigo casi lo hizo caer. No había comido ni bebido lo suficiente en cuatro días.

     -Dioses-murmuró. -¿Qué maldición es esta?

     Sigur no perdió tiempo en explicarle.

     -Prepara a tus hombres, en cualquier momento deberán avanzar.

     -Pero….-Aristid no dejaba de señalar a los hombres aves. -¿Ellos van a luchar?

     -La primera batalla, pero tal vez debamos continuar nosotros. No sabemos cuánto resistirán los enemigos.

     Aristid no volvió a preguntar. Arrojó la vasija y corrió a alertar a los suyos. Sigur vigiló con celosa mirada la metamorfosis de cada ave.

     -¡Padre, quédate acá hasta que veas retroceder a los guerreros del lago! ¡Entonces avanza!

     Sin esperar respuesta, salió al trote y se puso al frente de los guerreros del cielo, que continuaron sumándose detrás de las últimas filas. Tol lo vio desaparecer el frente de las columnas, hundiéndose tras la ladera de la colina.


     Sigur encontró a los guerreros del lago resistiendo el avance de los hombres aves, penetrando con lanzas el pecho de los tarpanes. Pero sus hombres respondían con golpes de filo de puñal segando cabezas y brazos que caían al fango. Él se seguía preguntando por qué los enemigos no habían avanzado durante la noche. Fácilmente los habrían vencido en la oscuridad.

     Tal vez tienen miedo a lo oscuro. Si vienen de la región sin luz, si vagan perdidos en la niebla continua de un cielo sin dioses. El cielo de la tierra al que ellos se atan con un eterno deseo de regresar. Volver a ser hombres. ¿Extrañarán tanto la luz, acaso, que ya no soportan la oscuridad?

     Los hombres pájaros se abrieron paso entre los grupos compactos de los guerreros muertos. Sin embargo, luego de tal vez medio día, quizá más, éstos volvieron a avanzar contra todo lo que hallaron a su paso. Los caballos intentaron retroceder, y los obligaron a continuar en la batalla. Los huesos de los muertos se quebraban y se asomaban de la carne, pero los brazos partidos continuaban luchando, y las piernas rotas seguían caminando.

     Los jinetes del cielo peligraban tan cercanos al hacha de los muertos. Los hombres pájaros siguieron cercenando cabezas a su paso. Sigur avanzó con refuerzos para relevar a los heridos, pero las almas hecha carne de los hombres pájaros, libres por fin del hechizo de las brujas, no quisieron descansar. Entonces se levantaron y buscaron los caballos sanos, y volvieron al frente.

     Los hombres que avanzaban caminando mataban con lanzas y puñales a un lado y a otro.

 Los cráneos abiertos eran huesos como conchas de caracol dadas vuelta. Cráneos abiertos como frutos con pulpa derramada, cayendo, colgando de los cuellos, balanceándose en las espaldas.

     -Una batalla sin fin-dijo Cesius, que había acompañado a Sigur a pesar de su negativa.

     -Ellos determinarán el final. Yo soy solamente un instrumento, mi cuerpo es nada frente al tiempo que ellos han esperado. Creo que lo entendí demasiado tarde.

     Continuó observando el fragor de la batalla, el entrechocar de las armas y los cuerpos. Sucio de barro, cubierto de heces y fragmentos de carne y astillas de los huesos de los muertos. El olor de la sangre y el aroma a podredumbre. Pero también el otro aroma, el de las plumas y el perfume del aire del norte. Por un instante, que volvió a perderse enseguida en su memoria, volvió a sentir el aroma de Gerda, el de su cabello claro cubierto de copos de nieve.

     Miró a los hombres pájaros, y la vio a ella.

     Miró a los pájaros hombres, y vio a los suyos.

     Buscó en el cielo a su hijo, y lo halló en cada par de ojos de cada ave.

     Entonces dio un grito de alerta, haciendo avanzar otra vez a sus guerreros. Comandando el ejército que él había formado a lo largo de tanta distancia recorrida, y que no podría repetirse quizá en miles de inviernos.

     -¡Ataquen!

     Su voz se repitió por las filas y columnas que guerreaban, desordenadas y cansadas, pero que obedecieron sin detenerse.

     -¡Ataquen!

     Los hombres avanzaron. Los guerreros muertos retrocedieron. Los caídos fueron aplastados por los caballos, y aunque podrían volver a levantarse, ya no tenían motivo para hacerlo. Todo cuerpo era capaz de recuperarse, esa era la tarea del agua, pero la carne muerta era un obstáculo insalvable. Por eso los cuerpos se fueron hundiéndose en el barro, desfigurando las formas de la misma lenta manera en que habían nacido del agua.

     -¡El lago!-dijo Cesius.

     Sigur levantó la vista. Estaban ya muy cerca, y los enemigos retrocedían hacia allí. Una enorme masa de barro se desbordaba de las orillas, pero no alcanzaba a ver la causa. Buscó a su hermano, pero sin hallarlo. Habría querido despedirse de él.

     Y no supo por qué había pensado en eso.

     Su caballo se encabritó. Eran demasiado los cuerpos aplastados en el suelo. Avanzaban sobre carne y huesos clavados en el fango y las bestias trotaban tambaleándose y lastimándose con las astillas. Al llegar a la playa, vieron que el lago había disminuido sus bordes. Toda la zona que atravesaban había estado cubierta por el agua, sembrada ahora de cuerpos tan viejos que parecían haber sido sepultados cientos de inviernos antes.

     El lago se estaba secando.

     Entonces escucharon los llantos.

     Al principio no lograron distinguir de dónde llegaban. Eran gemidos entrecortados, pero que nunca se interrumpían del todo. Diferentes tonos sucediéndose uno al otro, y eran tantos que no podían provenir de una sola persona. Muchos estaban llorando en algún lugar, y no eran los hombres heridos, porque los llantos eran débiles y agudos. Venían de algún lugar desde el centro del lago.

     Cesius se irguió en la montura, tratando de ver y prestar atención al sonido.

     -¿Qué es?-preguntó Sigur.

     Cesius señaló al lago.

     -¡Los niños!

     Sigur esperó a que le explicase.

     -Los niños abandonados en la barca a la deriva. ¡Ellos están llorando!

     -Pero están demasiado lejos para escucharlos.

     -Es que están muertos, ¿no los ves?

      Y Sigur siguió con la mirada el punto que Cesius señalaba. En el centro del lago, una mancha opaca se esforzaba por salir de la bruma.

     Cesius se veía extasiado por aquel descubrimiento.

     -Si supieses cuánto lloraron las mujeres del pueblo. Cada mañana, durante varios inviernos, iban hasta la orilla y esperaban. Las aguas se corrompían noche a noche, y el olor las envolvía como un mensaje que ellas se negaban a escuchar. ¡La barca de los niños muertos! ¡Allí está, surgiendo de la sombra!

     Los llantos se hicieron más fuertes, y comenzaron a herir los oídos de Sigur como espinas. Un escalofrío le recorrió la espalda. Trató de concentrarse en el avance de sus hombres, que continuaban venciendo a los guerreros del lago. Las aguas se estaban secando con rapidez, y los conducía hacia el centro. Pronto vio la barca con mayor claridad. Era un casco alto y sin velas. No se movía ni se balanceaba, sólo conservaba una leve inclinación. Estaba, quizá, encallada. No alcanzó a ver a nadie adentro, pero la niebla, despejándose de a poco, se desplazaba alrededor en diferentes direcciones, como si débiles vientos exhalados de pequeños pechos la empujaran.

     Los llantos siguieron un poco más fuertes, y Sigur pudo diferenciar hasta seis o siete voces, sólo algunas más identificables. Imposible de saber cuántas eran en realidad. Cada una parecía desdoblarse a su vez, multiplicarse en incontables tonos.

     Sigur pensó en su hijo.

     El graznido de las aves en el cielo se había atenuado, pero servía de fondo para confundirse con los llantos de los niños.

     Los pájaros y los niños lloraban.

     Sigur seguía pensando en su hijo. La sola idea, fugaz, de que podía estar sufriendo, fue semejante a la sensación de aquella vieja hacha cortando su mano izquierda.

     -¡Ataquen! ¡Ataquen!-gritó sin pensar.

     Los guerreros y sus bestias que aguardaban en la cima de la colina, avanzaron. El rugido de los cascos retumbó a lo largo de toda la colina, la masa de caballos y jinetes levantó el polvo como una nube de tierra desmoronándose desde el cielo. Pero Sigur recién entonces se dio cuenta que Cesius y él estaban en medio del camino, sin que ninguna señal los distinguiera en la bruma.

     -¡Protégete!-le gritó a Cesius.

     Luego se separaron.


     Vio desaparecer a Sigur entre el resto confuso de animales y hombres. El polvo lo había envuelto, pero el cabello rojo lograba distinguirse de tanto en tanto. Después, las últimas filas que se unían a las primeras, comenzaron a atropellarse entre sí. Tal vez la tierra de la ladera se había aflojado luego de tantas batallas. Tal vez el rocío nocturno y la lluvia habían removido las raíces que formaban el esqueleto de la tierra.

     Lo que Cesius veía era una avalancha de tierra, hombres y caballos resbalando y cayendo por la colina, creciendo al sumarse a los hombres que estaban a la mitad del camino inclinado. Pero el frente continuaba inmutable, siempre avanzando e ignorante de lo que pasaba.

     Cesius cabalgó hasta acercarse lo más que pudo a la avalancha que ya se había detenido. El polvo levantado era una masa que sólo le permitía escuchar los gritos de los hombres. Decidió desmontar y seguir a pie. Los heridos intentaban levantarse de debajo de las enormes bolas de barro que cubrían los cadáveres. Sólo se veían manos y piernas sobresaliendo de la superficie. Muchos llamaban desde debajo de los caballos muertos. Las puntas de las costillas de los tarpanes parecían jaulas clavadas en el fango. Los gritos que reclamaban ayuda lo aturdieron, pero él estaba dispuesto a ignorarlos para buscar de Sigur.

     Los pocos hombres que pudieron levantarse, tenían los brazos quebrados, y en los huesos expuestos había plumas que todavía continuaban cubriendo las heridas. Movían las cabezas como suelen hacerlo los pájaros heridos, y agitaban los brazos para sacudirse como inútiles alas lastimadas.

     Entonces vio, no muy lejos, un grupo de hombres de pie. Corrió hacia ellos, saltando sobre los cadáveres y resbalando a veces, hasta abrirse paso entre los que allí se reunían. El cuerpo de Sigur yacía bajo el peso de varios muertos que los demás aún no habían terminado de apartar, mientras otros paleaban la tierra de los costados y rompían los huesos con las azadas.

     Cuando finalmente lo liberaron, él se acercó para comprobar lo que ya sabía. El cadáver estaba cubierto de barro, con parte del cráneo arrancado y mucha tierra tapándole la mitad abierta de la cabeza, las piernas partidas y dobladas como tallos, en una postura humillante y deshonrosa. No era la muerte para un hombre como Sigur, se dijo Cesius. Si todo lo que había oído era cierto, no era esa la muerte merecida. Entre tantos hombres que allí estaban, había tres que habían llegado con Sigur de la región del Norte. Lo supo porque los vio arrodillarse junto al cuerpo y comenzar a limpiarlo, mientras rezaban en voz alta y sin mirar a nadie más.

     -Thierhold-repetían-Thierhold…

     Enderezaron las piernas de Sigur, lavaron su cara y el cabello rojo y largo, hasta darle un aspecto que piadosamente podía llamarse digno en medio del desastre que los rodeaba.

     La muerte en el barro

     La muerte en el fuego.

     El resto siempre es polvo y ceniza, polvo y humo.    

     Se acercó al cuerpo cuando los demás se apartaron un poco, y se agachó, murmurando algo que los otros no entendieron.

     -¿Cómo se lo diré a tu padre?-siguió preguntándole, preguntándose.

   

*


Cuando vio que sus hombres retrocedían, Tol dio a toda voz la orden de avanzar. Su gente y la de su hijo cabalgaron entonces al trote, alejándose del suelo gris del bosque hacia la pradera de tierra removida por tantos cascos y pisadas. El pasto había sido totalmente arrancado, los caballos saltaban las raíces de los arbustos que formaban una maraña de barro y pedruscos.

     La gente de Sigur parecía estar triunfando, y una ciega confianza, a la que antes no se había atrevido a ceder, comenzó a formarse en su ánimo. Por eso fue tan inesperada la sensación siguiente, como si le hubiesen cortado una mano con un arma invisible, sin dolor aún, pero que más tarde llegaría, sin duda. Pero ahora fue solo eso, la sensación del temblor de tierra llegando desde más allá de la mitad de la ladera. Una lluvia de barro que ascendía, para luego caer levantando el poco polvo ya seco. El polvo sobre el lomo de los tarpanes. El polvo en la cara de los hombres que morían.

     Pudo ver, de lejos, cómo los animales estaban resbalando y aplastándose entre sí. Tol miró a Aristid a la distancia. Lo vio hacer un gesto afirmativo, y continuaron avanzando.

     Él volvió a sentir aquella inquietud extraña que cada vez se parecía más a un mal presagio. El sonido de muchos llantos le llamó la atención. No de hombres, sino de niños.

     Qué pueden estar haciendo niños en esta batalla.

     Sin detenerse, Tol señaló su oído derecho con la mano alzada, mirando a Aristid. Éste afirmó con la cabeza, levantando los hombros en señal de ignorancia. Había algunos claros en el cielo, las aves disminuían su número y un tímido sol se asomaba formando grandes y fugaces círculos sobre el campo. Un brillo opaco resaltaba las masas de hombres al cruzar la colina, hasta que otra gran bandada cubrió otra vez el sol.

     Los llantos resurgieron, convertidos en gritos de niños que ya no soportan el dolor, o la tristeza, o quizá la soledad de su estado. Entonces Tol vio que el lago se había reducido a un espacio no mayor al que podían ocupar cuarenta hombres, y estaba casi seco.

     En el centro, una barca inclinada se estaba moviendo.

     Sin agua suficiente para navegar, y sin embargo se estaba moviendo.

     Las maderas del casco y la cubierta cedieron y cayeron al fango, lo único que quedaba de las extensas aguas. Mientras las maderas caían, desprendiéndose no como si algo las hiciese estallar desde adentro, sino por su propia podredumbre, un conjunto de extrañas figuras apareció desde el interior.

     Tol hizo detener a sus hombres antes de llegar a lo que ahora era una playa seca frente a las ruinas del lago. Aristid también interrumpió la marcha, y todos estaban más altos que el nivel de la playa, así que vieron lo que restaba del lago, nada más que barro secándose tan rápidamente que podía verse el vapor del agua elevándose del suelo y dejando montículos secos y duros, de donde sobresalían espículas de hueso o huesos enteros como columnas rotas.

     Y siempre en medio de una aridez creciente, estaba la barca deshecha, alumbrando como una hembra extrañas figuras cuyas formas todavía eran irreconocibles.

     Entonces los pájaros negros abrieron un enorme agujero azul en el cielo, y de la barca surgieron innumerables aves blancas, de un plumaje tan claro y brillante que encegueció los ojos de los hombres que observaban.

     Los pájaros blancos, más grandes que los mensajeros del Norte, desplegaron sus alas tan anchas como todo el largo de la barca, y subieron hacia aquella abertura del cielo. Uno a uno, volaron hasta perderse de vista en las alturas, confundiéndose sus contornos pálidos con el azul difuminado del horizonte.

     Tol se sintió perdido en un mundo que ignoraba. Qué eran sus aspiraciones mortales, sino tristes y pequeños conflictos frente a esa batalla que iba más allá del tamaño de su espíritu.

     Si no los hubiese abandonado aquel día. Si no me hubiese apartado de Sila y mis hijos. Ni el sacrificio de mi padre estaría entre las llagas de mi alma. Ni la gran distancia que me separa del amor de Sigur.

     Y el espíritu de Zaid no se habría convertido en lo que es. Yo pude haber sido su protector. Pude haberlo abrazado y hacer que eso fuese suficiente para transformarlo en otro hombre.

     Tol no logró deshacerse de esa angustia, cuyo origen no podía tocar ni ver con sus manos. Algo que no venía del profundo pasado, sino de lo que aún no había sucedido. Un filo abriéndole el pecho sobre el exacto centro de las costillas.

     Su corazón latía con inusitada rapidez, y ni siquiera durante la batalla lo había sentido agitarse así. Entregó el mando a Aristid y fue hacia los restos del lago. Un grupo de cinco o más hombres se acercaban a él. Notó el cansancio, el balanceo de las patas heridas de los tarpanes resbalando sobre la inclinación del suelo. Reconoció el caballo de Cesius, y aunque sintiera alivio de volver a encontrarlo, no dejó de inquietarse. Cuando estuvieron cerca, Cesius se adelantó.

     Tol adivinó su rostro bajo la triste máscara de tierra y sangre. Pero sobre todo, se dio cuenta de qué eran aquellas líneas finas, blancas y limpias, surcos que recorrían de arriba abajo las mejillas de los otros hombres. Entonces dos de ellos se abrieron paso entre los demás, y detrás apareció un caballo cargando un cuerpo. Boca abajo, las piernas colgaban por un flanco y los brazos por el otro. Los cabellos se balanceaban con el movimiento del tarpán sobre los montículos del campo de batalla. Algunos cabellos largos cubrían la cara del muerto. Cabellos rojos.

     Sigur muerto.

     El único que iba a heredar la tierra, muerto.

     Tol gritó sin bajarse de la montura. Un grito que podría haber desgarrado los músculos de su garganta, sonando profundo y largo, prolongándose en el eco de los montes.

     Los hombres lo vieron apretar los puños temblorosos, hundiendo las uñas en las crines y tirando de ellas tan fuertemente, que el tarpán comenzó a moverse y relinchar. Acudieron a él, pero no les prestó atención.

     Cuando su grito finalmente se detuvo, seguía con los ojos cerrados y las cejas fruncidas, pero no lloraba. Su cabello entrecano, la barba casi blanca, se agitaban más con el temblor del cuerpo que con la brisa, sin embargo él permanecía más quieto que la tierra a sus pies. Luego abrió los párpados, y sin mirar a nadie desmontó y caminó hacia Sigur. Apoyó su cuerpo contra el de su hijo, escondiendo la cara sobre la espalda del muerto. Estuvo así un largo rato, y de pronto, como un brusco despertar, sujetó en un puño un mechón de cabellos de Sigur, y los cortó con su puñal. Después los ató y envolvió con el lazo de cuero que sostenía el hacha contra un costado de su pecho. Los demás lo observaban como si presenciasen un rito, silenciosos y ensimismados en su tristeza.

     Tol entonces suspiró profundamente con un quejido, y comenzó a hablarles a los dos hombres más cercanos a Sigur. Sus ojos parecían apenas capaces de contener la furia.

     -Escuchen. Sé que ustedes llegaron con él desde la tierra del Norte. Preparen el cuerpo como es debido, y llévenlo de vuelta para que mi nieto honre su memoria. No lo enterraré en estas tierras malditas.

      Dirigió su mirada hacia el valle. Aristid se acercaba a la desnuda superficie donde había estado el lago. Muchos hombres lo secundaban caminando lentamente sobre los huesos y el barro. La gente del pueblo también iba hacia allí, pero desde lo que había sido el margen opuesto y donde habían estado asentados los últimos largos y funestos inviernos. Allí donde Reynod los había llevado, cuando aún eran dóciles y creían en él. Cargando azadas y hachas, esas lejanas y estrechas siluetas caminaban cabizbajas, aunque firmes. No lentamente, sino con una seguridad que nunca antes habían demostrado, por lo menos no que Tol recordara cuando vivía con ellos.

     Estaban solos por primera vez.

     Por primera vez estaban sin un hombre que los guiara. Sin embargo, caminaban no con las manos vacías, sino con herramientas e instrumentos de trabajo. Algo iban a hacer, algo ocupaba sus mentes.

     Tol los observó detenerse y comenzar a remover la tierra, fangosa todavía en el centro, dura alrededor. Hombres y mujeres penetraron la tierra con sus azadas, rompiendo los terrones casi pétreos, matando los gusanos del barro.

     Quebraron los restos de los huesos hasta hacerlos astillas.

     Y Aristide, a un costado del gran grupo de gente, los miraba trabajar. No los incitaba a hacerlo, sólo los contemplaba. Y la gente del pueblo le dirigía una mirada de vez en cuando. Los dientes relucían a veces en el rostro de las mujeres, y los hombres, únicamente con el movimiento continuo e ininterrumpido de los músculos, mostraban su gentil aceptación.

     Tol devolvió sus pensamientos al cuerpo de Sigur.

     Llevaban a su hijo a la costa y hacia los barcos.    

     Sólo Cesius permaneció a su lado.

     -Finalmente debo creer en los dioses…-murmuró Tol.

     Cesius esperó que continuase hablando.

     -¿Por qué no debería toda mi familia morir en mis manos? ¿Por qué unos y no todos?

     Hizo otra pausa, siempre mirando al pueblo que había dejado más de veinte inviernos antes.

     -Han estado volando en los aires de la fatalidad estos pensamientos desde mucho antes que yo naciera. Pensamientos tan crueles, ideas perpetradas con tal perfección, que sólo pueden haber nacido de la mente de los dioses.

     Sin mirar a Cesius, volvió a montar. Se quedó quieto un instante. Sacó el hacha de su funda, y se deshizo de la lanza, ya rota, y del puñal. Ambos se hundieron en el barro, como restos inútiles de un guerrero.

     Cabalgó, sin objetivo preciso, sabiendo únicamente que debía dirigirse al extremo este del valle, donde el principal número de enemigos permanecía esperando aún el avance de los rebeldes. Las chozas humeaban. Muchos niños lloraban solos, arrodillados y abrazados uno al otro.

     Tol avanzó entre las mujeres que se acercaron a él llorando. Se agarraban de las crines y la cola del caballo, dejándose arrastrar mientras suplicaban que les perdonase la vida. Él las fustigó con el lazo hasta lograr que se soltaran. Otros huyeron al verlo, asombrados de verlo llegar solo, siendo él el gran vencedor.

     Los más viejos lo miraban, señalándolo. Hasta podía él adivinar qué decían a pesar de no poder escucharlos entre los gritos. Nada más que viejos, niños y mujeres quedaban. El resto, había ido a cavar en el lago seco.

     Al final del pueblo, un grupo de hombres con armas lo esperaba. Eran los últimos guerreros que sobrevivían de la guardia de Zaid. Formaron un muro al verlo avanzar, y él detuvo el caballo.

      -¡Hijo!

     Los hombres murmuraron. Detrás, alguien los empujó para abrirse paso. Zaid apareció entre ellos y caminó hacia su padre. Parecía haber estado llorando.

     No pronunció palabra. Sabía que no era necesario.

     Cuando vio a Tol darse vuelta otra vez, lo siguió.

     Los hombres que lo vieron partir perdieron su último orgullo al ver que su líder se alejaba cabizbajo tras un viejo de gestos duros. Luego fueron en busca de lo que quedaba de sus familias.

     Tol no se animó a mirar atrás. Escuchó los pasos de Zaid sobre el polvo, arrastrados casi, y pudo imaginar su figura macilenta y contraída por la vergüenza.

     La pena lo venció por momentos, pero esa misma pena era a la vez tan profunda, que movilizaba sus entrañas y hacía nacer la furia que hasta allí lo había arrastrado. Porque ya no estaba seguro de que hubiese ido por su voluntad, sino que un puño hecho de dolor, tan grande como la mano de los dioses, lo había tomado de los hombros para llevarlo hacia su hijo.

     No es venganza, estoy seguro. Es algo que no sé nombrar. Lo que me impide verle la cara sin sentir dolor.

     Reemplazar su abrazo con el filo de un arma. Si un abrazo pudo haberlo hecho ser otro hombre, ahora esto también lo hará.

     No es venganza. Maldita sea mi alma, más de lo que ya lo está, si fuese así.

     Porque soy su padre, debo hacerlo. Salvarlo de sí mismo.

     Eso es. Debo convencerme, aunque duela más que el dolor de todos los hombres hasta hoy nacidos en el mundo.

     ¡Dioses que juegan con las almas!

     ¡Aborrezco de ustedes!

    ¡Aborrezco del mundo!

     Cuando se hallaron otra vez en el lago seco, lejos del resto de los hombres, Tol se detuvo. Hizo girar al caballo, y se encontró con los ojos de Zaid.

     Hacía veinte inviernos que no miraba esos ojos. Ni siquiera le resultaba parecido al niño que había dejado en la balsa. Si no hubiese respondido a su nombre, no habría podido reconocerlo jamás. Desechó aquel pensamiento. Verlo como un desconocido no ayudaba a su tarea, sino al contrario. Lo hacía sentir que aquel hombre era ajeno al dolor que reclamaba compensación.

     Palabra extraña. No sé por qué pienso en ella.

     Ya no sé si una muerte compensa a otra. Tal vez una lleva a la otra, y a otra, siempre. No podemos detenernos.

     Vio los cabellos oscuros de Zaid balancearse a cada lado de una raya en medio del cráneo. Su hijo había ocultado sus ojos al verse sorprendido mirando la espalda del padre mientras caminaban.

     No se atreve a mirarme directamente, y observa receloso, como quien cavila desastres en la oscuridad de su escondite.

     Su mente es oscura. Lo he visto en sus ojos, apenas un instante. Pero no son los ojos de su madre, como lo fueron los de Sigur.

     Ahora lo sé: son los míos.

     Sintió un extraño alivio. Lo que debía ser hecho, la lógica de su pensamiento lo confirmaba.

     Inspiró profundo. Estuvo a punto de perder las fuerzas por el llanto que peleaba por surgir. Luego emitió un grito semejante al que había dedicado a su otro hijo, pero más gastado, con un tono de troncos quebrados, de viento tormentoso derribando árboles en un bosque antiguo. Espoleó al tarpán, y cabalgó a trote rápido con el brazo derecho en alto y el izquierdo sujeto a las crines.

     En la mano alzada llevaba el hacha.

     Quiso no ver. Pero fue inevitable.

     El rostro de Zaid se levantó justo cuando estaba sobre él. Vio sus ojos llenos de espanto, los brazos de su hijo levantados para cubrirse. Y ya no tuvo Tol la fuerza necesaria para acabar con todo de un solo golpe. El hacha hirió sin lograr matarlo. El arma había entrado por un hombro de Zaid, y allí seguía clavada, mientras el brazo colgaba de una masa espesa de músculos.

     Su hijo gritaba, pero mordiéndose los labios al mismo tiempo, como si quisiera contenerse. Parecía sentir vergüenza de mostrarse débil ante su padre.

     Tol bajó del caballo y se arrodilló junto a él.

     -¡No quería esto! ¡No lo quería de esta forma!-decía balbuceando.- ¡Debes creerme! Un solo golpe seco, hijo mío, y no habrías sentido más dolor que el picotazo de una codorniz. Pero de pronto flaqueé. Mi maldita mano me traicionó.

     Se miraba la palma derecha, cerrándola luego con fuerza para lastimarla con sus uñas. Entonces arrancó el hacha del cuerpo de su hijo, y un borboteo de sangre salió abundante e incontenible del costado del pecho bajo el hombro.

     Zaid respiraba dificultosamente, con un silbido que parecía salir no de la boca, sino de la herida, y entonces apretó la mano de su padre con la suya.

     -Padre-alcanzó a murmurar.

     Tol acercó el oído a los labios de Zaid.

     El olor de su hijo.

     El mismo aroma que tenía de niño. El mismo aroma. El mismo aroma. El mismo aroma…el mismo aroma…el mismo…aroma…el mismo

     Cerró los ojos, para no llorar, y escuchó.

     -Les dije que no avanzaran esta noche…-Y sus labios se apagaron al cerrar los ojos.

     Sin embargo, la sangre siguió fluyendo por unos momentos, hasta detenerse. Hasta convertirse en una nueva laguna espesa, roja y oscura. Pero pequeña, del tamaño de su cuerpo.

     Tol, con las rodillas hundidas en la sangre, intentó levantarse, repitiendo entre dientes esas últimas palabras que había escuchado, como si quisiese entenderlas. Pero de tanto repetirlas comenzaron a perder significado. Con el filo del hacha, cortó un mechón de pelo de Zaid, y lo colocó junto al de Sigur, contra su pecho.

     Volvió a sentir que su cuerpo se abría con una imaginaria herida en el centro de sus costillas.

Pero escuchó el tronar de los cascos de un caballo que pasaba junto a él, y alguien lo levantó de los hombros. Se encontró de pronto sobre el rojo tarpán de Cesius, que lo llevaba con él. Tol enlazó las manos en la cintura de Cesius, mirando pasar el paisaje: los montes, la gente cavando, las humaredas del pueblo y las últimas aves que regresaban al Norte.

     Cerró los ojos, y pensó. Así se habría quedado, si no hubiese sentido un ardor en sus manos. Se soltó para mirarlas, sin entender lo que el otro le decía, tal vez advirtiéndole que no se soltara. Pero las manos le ardían tan intensamente, que quizá estaba herido y no se había dado cuenta.

     Entonces, apoyando el dorso de las manos sobre la espalda de Cesius, las abrió, y ya no pudo contener el dolor de su pecho.

     En las palmas vio, recién formados, grandes y pesados, dos corazones latiendo.

     Tol se dejó caer del caballo, golpeando la espalda contra unas rocas del suelo. Al recobrarse, yacía boca arriba sobre el polvo. Pero ya no tenía nada en las manos. No podía moverse. Apenas logró girar un poco la cabeza hacia un costado, vio que Cesius se había detenido para mirar atrás, pero quizá al creerlo muerto, continuó cabalgando. Tol se quedó quieto contemplándolo alejarse. Nada le quedaba ya por hacer más que eso.

     Los cabellos de sus hijos, mezclados con el blanco vello de su pecho, lo acariciaban. El sol caía pleno sobre la tierra, entibiando también su rostro con cálidos hálitos. El tarpán rojo continuaba alejándose, más hermoso que nunca antes. Tal vez lo único verdaderamente hermoso que recordaba haber visto en toda su vida, perdiéndose en la distancia, hasta ser nada más que un pequeño punto.

     Y luego, ni siquiera eso, en la espléndida aridez de la tierra.





Ilustración: Glenn Brady

No hay comentarios:

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...