jueves, 28 de agosto de 2008

El rostro de los monos








La mujer se resiste con fuerza. Su cuerpo pesado se escurre de los brazos de Charly, y un puñetazo lo alcanza en la boca. Pero él no protesta. Sujeta el puño que lo golpeó y lo retuerce junto a la otra mano en la espalda de la mujer. Ella grita, sigue luchando contra el pañuelo que le oprime la boca y la nariz. Pero el cloroformo comienza a adormecerla y cae sobre la camilla. Charly emite un suspiro de alivio, es la segunda vez que ella despierta. Decide mantenerla sedada con algo más fuerte.

Ata las manos de la mujer con cordones. Palpa el vientre crecido y comprueba si aún hay movimientos, pero no los encuentra. Sus dedos no necesitan mucho tiempo para darse cuenta. Han sido, junto con sus ojos, el único sistema comunicante con el mundo.

Va hasta la heladera, prepara la jeringa y regresa junto a la camilla. La inyecta en el brazo. Atrasará el parto, lo sabe, sin embargo es imprescindible atarla bien antes que despierte otra vez. Ella tiene que estar consciente todo el tiempo para que el parto sea normal. Lo ha sido en las últimas cuatro ocasiones, con las últimas cuatro mujeres.

Rosa, la partera que atendió a su madre al nacer él, siempre había elogiado sus manos. Decía que eran pequeñas y sensibles para palpar a los bebés. Por eso, desde que él tuvo diez años, le había enseñado a poner sus dedos como pinzas en la carne húmeda de las embarazadas para hallar el feto y estimularlo.

Charly recuerda cómo era la casa de La Boca cuando ella vivía. Una habitación con dos camas, la cocina y un baño agregado a un costado, al que se llegaba desde el patio. Sólo dos elementos de su trabajo gozaron siempre de un especial cuidado: la heladera donde guardaba los remedios, y un armario con el instrumental para las urgencias. Las mujeres llegaban gritando a cualquier hora, y Rosa las atendía aunque fuese de noche o cortaran la luz en el barrio.

El comentario sobre sus manos fue lo único bueno que escuchó de ella. El resto se parecía a lo que una vez le oyó decir:

-Menos mal que tu vieja se murió al nacer vos, imagináte cómo habría sufrido al verte así...

Se mira al espejo en la misma habitación donde vive solo desde que Rosa murió hace dos años. No sabe quién lo llamó Charly, pero fue el nombre que menos lo avergonzó de todos los que le dieron. Se mira las manos, pequeñas para su edad, y las pone sobre la cara, sin alcanzar a cubrir del todo su rostro deformado. La mandíbula parece escaparse, los huesos sobresalen con aspecto simiesco. Así lo llamaban a veces, sobre todo en la escuela a la que lo habían enviado al principio. Luego había tenido que abandonarla, y fue a una especial, donde otros niños tan extraños como él se miraban entre sí todo el tiempo, sin comprenderse.

Son las seis de la tarde. Mira por la ventana, el barrio está tranquilo, las luces del circo se están encendiendo en la otra cuadra y dos carros con animales pasan por la calle. Los observa un rato, incluso puede olerlos. Hay mucha menos gente que algunos años antes. Rosa murió cuando sus servicios se reducían a un parto cada dos o tres meses. Las personas ahora asisten a los hospitales. Pero él había conocido la buena época, cuando ella trabajaba todos los días y parte de la noche. La ayudaba hasta que se caía de sueño o sentía ganas de vomitar, y sólo era capaz de pensar en el líquido pegajoso, la sangre y los pelos de pubis que tocarían sus manos antes de saberse vencido del todo por esa noche. Porque en realidad es lo único que recuerda con nitidez. Ya casi ha olvidado las caras de los niños que ayudó a nacer.

La primera vez que Rosa lo hizo acompañarla, lo puso frente a una de las tantas mujeres que pasaron por esa casa.

-Es ésto o el circo, en algo tenés que trabajar…-le dijo ella.

Entonces aprendió observándola. Rosa le daba instrucciones y él obedecía. Ninguna de las mujeres se asustaba al verlo, porque el de Charly había sido siempre un rostro conocido y mudo en el barrio. A veces él pensaba en la razón de su silencio obligado, pasando largas horas de la noche en un infructuoso intento por emitir sonidos con la lengua entre los dientes. Más tarde, llegó a darse cuenta de que su lengua era un rudimentario ejemplo de músculos muertos con una cicatriz inalterable.

Sigue mirándose la boca abierta en el espejo. Hay mucha luz en la habitación, y sin embargo, no hace más que evocar la oscuridad de las noches agitadas, cuando sujetaba los instrumentos con las manos húmedas. Los mismos que guarda en el viejo armario. Desde la muerte de Rosa los ha utilizado solamente para otros cuatro niños.

La mujer despierta otra vez, pero está tan sedada que mueve nada más que sus ojos. Lo mira con atención y frunce las cejas.

Las burlas de los chicos del barrio habían comenzado un día a hacerse insoportables, y desde entonces no quiso salir. Rosa escuchaba los insultos desde la calle, pero no se atrevía a criticarlos.

-Quedáte acá y ayudáme, pronto se van a olvidar de vos si no te ven- le decía ella, mirándolo con sus ojos claros, antiguos, en medio de esa cara de piel oscura y curtida. Se encargó de enseñarle a leer con los manuales que conseguía prestados en el barrio, y después con las recetas y los prospectos que la gente les llevaba.

El cabello de Charly es negro, lacio, y lo peina hacia atrás. Tanta semejanza con un simio debe ser deliberada, piensa. A Rosa le agradaba decirle eso mientras lo peinaba, aplastándole el cabello hacia atrás. Él supo desde entonces que así iba a ser para siempre.

La mujer se agita y quiere gritar. Dirige una mirada hacia la ventana, pero se da por vencida. Son las diez de la noche. Observa a Charly, a su simiesca máscara colocada tan apropiadamente. Porque el cuerpo, aunque no tuviese deformidad, había crecido bajo la autoritaria idea que aquella extraña cabeza proclamaba. Ella lo mira caminar desde la heladera hasta el armario. Una luz se enciende sobre la camilla. Él tiene puesto un guardapolvo gris, debajo del que escapan las manos velludas y el pecho hirsuto. No hay posibilidad de duda para quien lo ve por primera vez, aunque cueste creer en la transformación humana de un animal, y en realidad no fuese más que el hecho inverso.

Él sabe que deberá inducir el parto, así que prepara la solución que Rosa utilizó en los últimos años, cuando ya estaba cansada de las horas expectantes. Siempre había oído decir a los vecinos que los métodos que ella usaba eran peligrosos. Pero eso ahora ya no importa, lo único imprescindible en esta hora once, de esta quinta vez, es sacar al niño para que sea semejante a los otros cuatro.

Rosa agonizaba cuando lo llamó a su lado. Unas radiografías del cráneo cayeron al piso cuando él se sentó en su cama. Charly agarró una, pero no pudo entender la mancha blanca que ocupaba la mitad de la cabeza de Rosa. La imagen gritaba la evidencia, pero él no comprendía. Vio a la partera levantarse torpemente, casi desnuda, con los pechos fláccidos y oscuros que temblaron al caminar hasta al armario para sacar el fórceps de un cajón. El instrumento era tan viejo, tan moldeado por sus dedos, que parecía haberse convertido en una extensión de sus propias manos. Colocó entonces una de las piezas sobre la cabeza de Charly, luego la otra en el lado contrario, y las unió, formando una pinza que presionaba la mandíbula y la frente. No traccionó, pero fue suficiente para que el rostro recordara su origen. Rosa apoyó las manos sobre él, intentando detener la imaginaria hemorragia en la boca de Charly, así como lo había hecho veintidós años antes. Él apartó la cabeza, temblando. Ella acarició el mentón saliente, los labios inflamados, y se detuvo. Los ojos de Charly tenían el brillo de las brasas.

Al día siguiente, Rosa había muerto. Charly se vistió con el saco negro y largo, de cuello ancho que levantaba hasta cubrirse las orejas, se colocó un gorro, y caminó hasta la casa del hermano de Rosa para pedir el dinero que ella había ahorrado. Se lo entregaron con temor, su aspecto era el de un hombre alto, oscuro, silencioso. Vivió con ese dinero, sin preocuparle conseguir más, acostumbrado a la austeridad, a la arraigada idea de pobreza que Rosa siempre le había inculcado.

Pasó los siguientes dos años intentando deshacerse de aquel dolor creciente, como si en esa última noche ella hubiese abierto la compuerta de una hoguera. Sabía que ya no formaba parte del mundo, y que éste no podía dañarlo más. Lo único que le quedaba por hacer, era lo que siempre había hecho mejor: sacar niños del vientre de sus madres. A la primera mujer había tenido que vigilarla durante casi todo el embarazo, y aún después de raptarla debió aguardar para el nacimiento. Pero después calculó el tiempo exacto, y el secuestro, el parto, la venganza y el abandono se sucedieron sin requerir tiempo de espera.

Son las doce y media de la noche. Hay función en el circo, la música de la banda viaja suave y asordinada. Charly cree que ya es tiempo de empezar. Saca otra jeringa de la heladera, y la inyecta por debajo del ombligo. Ella grita, atenuada su voz por la mordaza. Hasta la calle sólo llegan gemidos disfrazados. Retira la aguja y ve llorar a la mujer, que mira hacia la lámpara. Todas hacen lo mismo, piensa él, las mujeres siempre lloran, incluso Rosa. Le es difícil entender el llanto, aunque nunca le resultó extraño el de los niños. También debió haber llorado él, e imagina su nacimiento. Entonces aquel viejo dolor en su pecho empieza a ser más fuerte, y el pelo se le eriza en los brazos, en la espalda. Da vueltas alrededor de la camilla, esperando el efecto de la droga.

Ha pasado media hora, y las contracciones son muy intensas. Ella sigue gimiendo. Charly va hasta el armario y busca las ramas del fórceps. Vuelve y empuja un balde con los pies, pero la mujer rompe la bolsa y el agua cae al mismo piso que tanto líquido humano ha soportado antes. El abdomen se contrae rápidamente, la cabeza del niño se asoma. Charly no aguarda, ése es el instante preciso. Pone una de las palancas en la frente y otra sobre la mandíbula. Nota que el feto tiene un color oscuro muy peculiar, casi no se mueve. Une las ramas del fórceps y gira el tornillo de cierre. Continúa apretando. Sigue comprimiendo.

Tracciona.

La cabeza del feto se desprende del cuerpo, y queda entre las piezas del fórceps. Charly la mira sin entender. No oye llantos, esta vez. Sólo ve una cabeza de ojos cerrados, y los hombros estrechos asomándose entre las piernas de la mujer.

El color morado, piensa, y se da cuenta que el niño hace mucho tiempo que no tiene vida.

El niño al que iba a dar un nuevo rostro, se desliza de sus dedos. Sabe que no habrá manera de seguir con el plan. Ya no es necesario ir con el cuerpo de la mujer hasta el río, ni abandonar al bebé con el nuevo rostro en una calle transitada para que alguien lo encuentre.

Esa ansiada entrega al mundo de su quinto monstruo.

Otro simio enfurecido como él entre los hombres.

Un aroma a fetidez flota en la habitación, pero una ausencia mayor aún lo asusta y lo hace temblar, la del llanto estridente y vital. El dolor comienza nuevamente. El fuego inapagable debe dejarse avanzar, piensa Charly. La puerta que detiene el fuego ahora abierta hasta el fin de sus bisagras. Entonces se desprende el guardapolvo pegado a la piel por el sudor, y huye de la casa.

Las luces nocturnas de la calle lo iluminan mientras corre, como si saltara sobre brasas. Se está quemando. Da largos pasos, la fuerza que aplica a sus piernas parece desarticularlo. Charly llega al borde del muelle y se tira al río. El agua espesa y sucia se balancea, y dos barcos anclados comienzan a juntarse lentamente en el lugar donde se ha hundido.

Son casi las cinco de la mañana. La gente está reunida en una orilla del puerto, alrededor del cuerpo rescatado del agua. Ha venido un forense a investigar, y pregunta lo sucedido.

-No sé bien cómo pasó, Doctor Ibáñez-contesta el policía, con cara cansada y ojos que no ocultan su confusión.-Hace unas horas me pareció ver la sombra de un animal corriendo torpemente, erguido en las patas traseras, y pensé que era un mono escapado del circo.

Pertenece a una tercera colección de cuentos no publicada. La génesis del cuento fue la imagen física del personaje protagonista: esa especie de monstruo que convive con nosotros en cualquier barrio y pocos conocen. ¿Qué hay en ellos? ¿Su cara determina lo que hay en su alma, o viceversa? El objetivo de Charly podría ser probablemente la venganza, y el resentimiento también, pero sobre todo el descubrimiento de que él también puede crear, como un dios, seres a su imagen y semejanza, para no sentirse nunca más el extraño al que todos miran con recelo.
El episodio policial del relato se menciona en el libro de cuentos "Los seres intermedios" (ver "Los Oscuros"). También aparece un personaje que tendrá relevancia a partir de este tercer libro: el doctor Ibañez, médico forense.
El cuento recibió una mención en el concurso Leopoldo Marechal del Municipio de Morón en 2005. Fue publicado en el número 251 de la Revista Casa como finalista del premio Casa de las Américas 2008.



Ilustración. Phil Hale

miércoles, 27 de agosto de 2008

El mar







Sé que a mi derecha está el mar, más allá de los médanos y la playa. El mar donde se pierden las luces de mercurio y los faros de los autos. Pero sólo veo la ruta con su línea de rayas blancas, dividiendo al mundo como los cuerpos dividen a los hombres. Eso fue lo que le dije a Jessica ayer.

-Hace diez años que convivimos, y sin embargo no nos conocemos.

Me miró igual que siempre lo hacía mientras yo manejaba, sin mover la cabeza, como si me ignorase. Sin responderme, comenzó a protestar por el mismo y viejo tema de cada uno de nuestros viajes.

-¿Cuándo vas a arreglar el escape de nafta? Sabés que me duele la cabeza.

Abrió entonces la ventanilla de su lado y luego la de Diego atrás. Mi hijo tenía la nariz pegada al vidrio mientras miraba pasar las dunas.

-¿Falta mucho?-preguntó él, despegando su naricita del vidrio como un insecto aplastado en el parabrisas.

-Te enfriaste la nariz- dijo ella, y le sonrió de esa manera especial que guardaba para los hombres pequeños, para los jóvenes. Me había sonreído así alguna vez, diez años antes.

Jessica se frotó los ojos lastimados por el combustible. Yo sabía cómo la irritaba ese olor en las estaciones de servicio, en los talleres que a mí tanto me atraían. Ella se quedaba encerrada en el auto, con las ventanillas herméticamente clausuradas por su enojo. No me ama, pensaba en esas ocasiones, mirándola desde el borde del foso mientras yo charlaba con el mecánico. Ella se ponía a tocar la bocina para que me apresurara, y me sentía avergonzado como un chico.

Habría querido matarla en esos momentos. Volver al auto, romper el vidrio y tomarla del cuello, sacudirla hasta obligarla a cambiar ese rostro que no era el de ella, el que yo había conocido alguna vez. Pero entonces me daba cuenta que nada iba a sacarle tal máscara porque era la esencia de su alma.

Estamos ciegos, todos estamos ciegos y sordos. En la oscuridad reflejada en el parabrisas, en esta noche en que viajo hacia la que me parece la última playa, veo mi cara recortada en el cielo estrellado, y el brillo opaco del pavimento como diminutos diamantes puestos allí para guiarme.

Deben ser casi las dos de la madrugada. Esta vez viajo solo, o no tan solo, si mejor lo pienso. Si por lo menos ella hubiese sabido cuándo callar. Pero Jessica no conocía el silencio, el mismo que me rodea como una sombra, un tejido de alambres de púa que ella siempre insistió en atravesar, aun sabiendo que iba a lastimarse irremediablemente.

Las luces crecen con el zumbido de los motores. Los autos pasan y queda el silencio de la ruta, el sonido de mi auto y el rugido del mar a la derecha. El viento entre las dunas, doblando los arbustos.

Mi hijo saltó entusiasmado al asiento delantero, volcando un vasito de plástico con café que Jessica había puesto sobre la guantera. Pero ella no dijo nada, porque se trataba de Diego, de su hijo, no de mí. Hice sentar al niño en mis piernas y apoyé sus manitos en el volante, bajo las mías.

-Estás manejando, hijo.

Mi cara y labios estaban pegados a su nuca y su mejilla, al aroma suave de sus cabellos a pesar del sudor.

-Tu abuelo Christian manejaba un colectivo cuando vivíamos acá-le dije.-Después, se compró un auto y me enseñó a conducir corriendo por las playas a toda velocidad.

Y yo sentí, aún antes de escucharla, que ella me miraba. Su mirada recelosa, su ofuscación. Su ira. Porque ahora Diego no era solamente su hijo, sino también el hijo de su esposo.

-No necesita de tus recuerdos.

Fueron exactamente esas sus palabras, y de la boca salió un hedor que inundó el interior del auto. Huelo, todavía hoy, el aroma de su putrefacción. Me volteé a mirarla, y fue entonces que se me ocurrió la idea que más tarde concretaría. Vislumbré su futuro: las arrugas en la hosca cara de vieja.

Le haré un favor, me convencí.

Pero ya no pude seguir contemplándola. Frené y estacioné en la cuneta. El polvo del camino que se levantó con la frenada entró al abrir la puerta. Vomité al borde del asfalto.

-¿Y ahora qué te pasa?

Su voz era otra. Ronca, horrible. Pero si me dedicaba a mirarla, volvería a verla bella, estaba seguro de eso. Su silencio era siempre hermoso. Sus labios sin cigarrillos, finos como de diosa boreal. De allí venía ella, de los pueblos del norte, de los pueblos fríos que adoran solamente en la intimidad y se funden con la luz del sol.

Se deforman como cera.

El vómito había manchado una manga de Diego, y él se rió. Para Jessica fue la excusa para desatar la bronca que había estado juntando desde que salimos de casa. Estábamos a dos kilómetros de la playa en la que había pasado mi infancia. Podía oler el aroma que llegaba del mar, ver las largas hojas de los juncos creciendo en las dunas, escuchar la voz de mi padre que me llamaba, deformándose en el viento hasta que ya era nada más que una figura lejana en la playa con los brazos en alto bajo el sol refulgente.

Allí estaba mi padre, y debía mostrarle a Diego al abuelo que había muerto un mes después de haber nacido él. Su cuerpo perdido entre las olas, deliberadamente, y luego devuelto como un rastrojo que el mar no se había dignado aceptar. Tantas veces me pregunté el motivo de su acto, que ya había dejado de tener sentido como interrogante para transformarse en respuesta. La pregunta era el mar, el resultado era el agua que había quedado en sus pulmones, cálida y con su olor, el de mi viejo, el mismo aroma que Diego llevaba en sus cabellos. El olor de los arbustos y la arena que el viento arrastraba a ras del suelo, picándonos la piel mojada por el agua del mar.

Levanté a Diego en brazos y caminé con firmeza hacia la playa. Había un sendero estrecho entre los pastizales. Jessica me gritó:

-¡¿A dónde vas?!

No le hice caso. La estaba desafiando, lo sabía, y a pesar de sentirme obligado a celebrar tal desafío, sólo tenía pensamientos para la playa que me aguardaba.

Las imágenes llegaron desde la infancia. Me veía salir del agua con la piel bronceada y la sonrisa que recordaba de mis fotos. Uno no recuerda sus propias sonrisas, lamentablemente. Mi madre me esperaba recostada, y al verme llegar me traía la toalla mientras yo temblaba con escalofríos bajo el sol. Y mi padre me frotaba la cabeza, ofreciéndome la taza de té con leche de la merienda.

La misma playa pero otros médanos, como otros eran los hombres que por allí pasarían mañana, como otro era yo después de tantos años. La voz de Jessica, diciendo algo ininteligible, logró despertarme. Escuché la puerta del auto al cerrarse y luego sus pasos tras nosotros. Había decidido acompañarnos, tal vez nada más que para ver qué hacía o le decía a nuestro hijo.

Remonté los médanos que ocultaban el mar, llegué a la cima y me detuve.

La playa se extendía enorme y vacía, azotada por el viento de la primavera. Las olas, grises, perladas, caían una sobre otra rompiendo en la playa, lamiendo la arena para luego regresar y fundirse en las nuevas olas continuamente engendradas. Las figuras del verano aparecieron en mis ojos como si volvieran de la muerte para decirme algo, para ordenarme algo. Entonces lloré, y Diego comenzó a observarme fijo.

-¿Pá?-dijo él, y con su manito derecha me secó las lágrimas, después señaló hacia el agua.

-¿Qué?-pregunté, aunque no creía que hubiese motivo para hablar en ese momento. Sentí, supe con certeza en realidad, que tenía a mi padre en brazos, que yo lo había engendrado como el agua creaba aquellas olas.

Y la muerte se redime en algunas personas, las usa como mensajeros. Son los cristos de las sombras, llevan espinas invisibles en el cráneo.

Mi mujer era una de ellas.

-¡No seas ridículo!-me gritó al verme llorar.

Me estaba mirando con ojos furiosos, que el gris de la tarde fundía y atenuaba con las tonalidades de la pena. Ella era la pena y el dolor. Era la necesaria muerte y el cuchillo con que me atenazaba para despertarme. Pero en lugar de lastimarme la piel, me arrancaba una mano, una pierna, porque eso estaba haciendo al tratar de quitarme a Diego de los brazos.

-Dame al nene. Me vuelvo a la ruta y espero el colectivo. No aguanto más.

-Pero no seas tarada…

No me contestó. Me quedé con la boca abierta, llena de viento. Yo no era nada ni merecía una respuesta porque quizá ni siquiera podrían verme. Mi ropa y mi rostro eran blancos como las nubes, mi pelo castaño como los tallos mecidos por el viento.

Mientras mis pies se hundían en la arena, los miré alejarse.

Hace frío dentro del auto. Los burletes de las puertas y ventanillas están rotos, cortajeados igual que los asientos. Siento el olor del cuero y la espuma de goma sucia que se escapa de las costuras, el olor de los neumáticos. Pero me siento protegido de la intemperie que me abruma. El techo del auto me protege de Dios, del frío de su cara. Nadie me acompaña en el asiento de al lado, nadie en el asiento de atrás. Sólo un poco más allá está quien me persigue. Imagino la cara de Dios, y tiene las facciones de Jessica. Dios me sigue caminando sobre el asfalto, atado quizá al paragolpes trasero, deslizándose suave y silenciosamente.

Prendo la radio. El concierto del sábado a la noche en Radio Nacional. Mi padre siempre encendía la radio después de cenar. Nos sentábamos en el sofá junto al fuego de la chimenea, con un libro en las manos, cuya lectura en voz alta acompañaba la música con palabras que siempre eran acordes. Hoy suena esta melodía de Sibelius. La música penetra en la noche, sigue los pasos de los faros del auto al abrir la oscuridad. El cisne blanco que flota mansamente sobre las aguas del río de la muerte.

Mi auto un cisne.

Cuando llegué a casa esta tarde, la misma casa en la que mi viejo había vivido cuando yo era chico, mi mujer estaba preparando las valijas, la suya y la de Diego. Mi hijo había salido a andar en bicicleta.

-Me vuelvo a Buenos Aires-dijo ella.

-Vas a dejar a Diego conmigo, hay cosas que quiero compartir con él este verano.

-No quiero que le hables más de muertos, torturas o desaparecidos, como tu padre hacía con vos. Te estás volviendo loco igual que él.

-Mi viejo no estaba loco-dije yo, en voz baja, apretando los dientes y los puños para retener la ira. Nadie en mi familia se había atrevido a llamar a mi padre con ese nombre, que siempre fue sólo pensamiento y jamás palabra. Pero ya no pude seguir hablando.

Uno logra vivir muchos años con alguien a quien no se ama, pero no con quien tiene odio en los ojos. En las pupilas de Jessica vi mis ojos reflejados, y acercándome a ella, a mí mismo, cerré las manos que temblaban alrededor de su cuello. Y la besé desesperadamente, le mordí los labios mientras ella hacía esfuerzos por gritar. Sin embargo, su voz se hizo nula atrapada en la garganta que mis dedos resguardaban como centinelas, cancerberos del infierno de esa boca que me quemaba.

La furia llega cuando es imposible detener la injusticia. Pero entonces ya no tiene nombre, y es eco de fuerzas ancestrales, es río de sonidos y de miedos.

Cuando algo ya se ha dicho, sólo queda el olvido o la fuerza, y la fuerza es más rápida, siempre. Por eso sacudí sus hombros, su cuerpo para ver si de una vez por todas lograba hacer salir a la mujer que yo había amado. Su cabeza golpeó varias veces contra los bordes de la cama, y ella quedó inmóvil, fláccida la cintura de su cuello.

Callada, por fin.

La cargué en brazos, mirando el cuarto en el que pasé todos los veranos de mi infancia. El techo con manchas de humedad, la chimenea vacía, los muebles llenos de polvo. No había más música desde muchos años antes. Me di vuelta y me miré al espejo.

Yo, un hombre a quien no reconocía, llevaba en brazos el cadáver de su mujer. Me puse a llorar por segunda vez en ese día, mientras dejaba a Jessica en la bañera.

Me lavé la cara y salí al patio de atrás. Un vecino me saludó, pero bajé la cabeza, como si prestase atención a los caracoles sobre el sendero de baldosas. Volví a la cocina a buscar el salero, y estuve cinco minutos viendo cómo los caracoles morían bajo el montoncito de sal.

Del galpón traje la bolsa de arpillera. La llevé al baño y cerré la puerta. Metí el cuerpo de Jessica en la bolsa y la cargué hasta el baúl del auto. Oscurecía.

La voz de Diego sonó fuerte, alegre, al abrir la puerta de calle.

-¡Pá!- gritó al verme, justo cuando cerraba yo el baúl, y se subió a mis brazos.

-Mamá se fue a casa de una amiga. No vuelve hasta mañana-le dije.

Pasé el resto de la tarde jugando con mi hijo en medio de la sala. Apartamos la mesa del comedor e hicimos correr los autos de juguete en una pista improvisada sobre el piso.

En la noche, acosté a Diego y apagué las luces. Antes de cerrar la puerta de su cuarto, lo miré dormir. Su carita bronceada y soñolienta. Su respirar sereno.

Empujé el auto hasta la esquina para que Diego no me oyera. Luego encendí el motor y tomé el camino hacia la ruta, a la playa en que mi padre había ido a morir.

Las letras del cartel de señalamiento surgen blancas a la luz de los faros. Unos matorrales azulados, ocres por momentos, se hunden en los estrechos senderos que conducen a la playa. Me meto en la banquina y sigo el muro de arbustos hasta la bajada a la playa. La arena húmeda de la noche deja que el auto se deslice sin esfuerzo.

Freno. No porque haya visto algo, sino porque nada veo. Las estrellas han desaparecido, lo mismo que la luna. No hay más que oscuridad, en la cual las luces del auto son menos que débiles velas sometidas al viento. Sólo escucho el ruido del mar al apagar la radio. No alcanzo siquiera a descubrir si estoy cerca de la orilla o aún lejos. Supongo que la marea ha subido como todas las noches, y no quiero avanzar más.

Abro la puerta, saco la llave del encendido y voy hasta el baúl. Hago esto con la cabeza gacha, no me atrevo a mirar adelante. Me siento como un niño avergonzado que teme las miradas de los otros. Pero quién, me pregunto, puede estar mirándome. Si en algún lugar es posible estar solo en este mundo donde los hombres de las ciudades nacen y mueren rodeados de seres que lo miran y no entienden, es éste. Es el cielo, sin embargo, a lo que temo. Es el miedo que siempre tuve a la inmensa oscuridad de las playas en la noche. Al mar apenas vislumbrado por la espuma blanca de las olas. Y cuando hay luna, ella alumbra un sector insuficiente de las aguas, donde olas doradas y negras forman figuras que no me atrevo a imaginar.

Apoyo las rodillas en el paragolpes. El auto, su proximidad, su tibieza, me protegerá. El olor de la sangre sale del baúl. Levanto la bolsa y la dejo en la arena. Me saco las zapatillas, arrastro la bolsa hasta el agua. El mar no está tan frío como imaginé. Mis ojos se acostumbran a la oscuridad, pero mi corazón tiembla. El agua es una amiga, pero no la penumbra que sobre ella se ha acostado. No me animo a levantar la vista más allá del largo de mis brazos.

Arrojo la bolsa a unos metros, pero las olas la traen de regreso. Vuelvo a empujarla con los pies, me adentro para llevarla más lejos y profundo. Recuerdo cuando pescaba con mi padre en las tardes de verano. El agua es cálida porque de ahí venimos, me decía, y luego en la noche me leía pasajes del libro de Darwin que siempre reposaba en su mesa de luz. Devuelvo el polvo a las aguas, pienso ahora.

Regreso a la playa, y tropiezo con alguien.

-¿Pescando?-pregunta. Pero no es ironía, no puede siquiera haber visto algo claramente como para sospechar.

-Paseando, nada más. Me deshago de pescados podridos.

Permanece parado al borde de las olas que no llegan a mojarlo. Ha encendido una linterna, y enfoca el haz hacia la bolsa que flota y se aleja lentamente.

-Dicen que siempre vuelven.

-¿Cómo?

-Todo lo que se arroja, el mar lo trae de vuelta más tarde o más temprano. Dicen algunos que el corazón de los hombres no se hunde.

Le arranco la linterna de las manos y le alumbro la cara. Es un hombre de mediana edad, un vagabundo cuyo aliento huele a vino y suciedad. Paso el haz de luz por sus ropas rotas, manchadas. No tiene calzado.

-¿Quién es usted?

-No se preocupe, no soy un ladrón. Vivo en la playa, pero de día me escondo de los turistas porque se asustan de mí.

No sé qué hacer, no sé qué ha visto.

-Me voy a quedar a dormir acá.

-Hace bien, la noche es fresca.-Se detiene un rato a pensar. -¿Sabe usted decirme algo? Me contaron que tampoco el corazón de los hombres se quema cuando a uno lo incineran.

Lo miro, intento leer en su cara lo que sabe, pero la batería de la linterna se está agotando. No hay para mí, de aquí en más, lugar para las dudas. Lanzo la linterna al agua y lo sujeto de los hombros. Se sobresalta por un instante pero no se resiste. Lo golpeo en la cara y lo arrastro del cabello hasta la orilla. Hundo su cabeza en el agua.

Grita, se ahoga, sigue agitándose por varios segundos. Luego, al fin queda inmóvil.

Lo levanto y vuelvo a llevarlo ahora hacia las olas grandes, hasta más allá de la rompiente. Me sumerjo con él hasta sentirlo flotar y asegurarme que el cuerpo se aleja.

Espero. El agua ya no está fría. El cuerpo va desapareciendo en la oscuridad.

Me doy vuelta para regresar a la orilla. Casi estoy llegando, pero cuando las olas son ya pequeñas y no tocan sino mis talones, con el agua llegan dos manos que me aprietan los tobillos con fuerza. Me arrastran hacia atrás. Tropiezo, trato de levantarme y caigo una y otra vez.

La inquebrantable voluntad de esos dedos es mayor que la fuerza de mi cuerpo. Tienen la firmeza de un hombre sabio, triste como la cara de mi padre en sus fotografías. Sé dónde he visto esa cara esta noche, y sé también de quién son las manos que me arrastran a lo profundo.



Este relato forma parte de una tercera colección de cuentos aún inédita. Fue publicado en la Antología de Narradores de Morón en 2006 por la editorial Pluma 'e gallo del municipio, cuya selección y prólogo corrió por cuenta de la escritora María Rosa Lojo. El cuento tiene como protagonista al hijo de un personaje ya conocido en la colección "Los seres intermedios" (ver "La playa" y "La guardiana"). En este relato nos enteramos del destino trágico del padre, cuya obsesión constituía el motivo de conflicto en el primer cuento mencionado: el afán por encontrar los cadáveres de sus padres desaparecidos por la dictadura militar. Aquí el tema no se aparta demasiado. Si bien tiene como argumento la disolución de un matrimonio y la incomunicación entre dos que alguna vez se amaron, el protagonista sólo intenta regresar al lugar donde perdió a su padre, incluso cree reencontrarlo en su propio hijo, y cuando ve que va a perderlo, ya no duda lo que debe hacer. El ambiente del mar se repite, rememorando las situaciones del libro anterior que ocurren en la playa, sólo que esta vez no es a mediodía y a pleno sol, sino de noche, cuando el mar sólo puede escucharse, resultando más amenazador que de costumbre.

domingo, 24 de agosto de 2008

El inventor







Supe de Gregorio Ansaldi al leer un viejo texto sobre el Renacimiento italiano. Era un hombre importante en Florencia, dueño de un aserradero que abastecía a casi toda la región. Fue constructor y arquitecto, y sus tratados sobre nuevos materiales estuvieron entre los más respetados de la época.

Cuando le encargaron el diseño de un palazzo en Milán, debía tener alrededor de veinticinco años. Ya en ese entonces poseía una fortuna suficiente para el resto de su vida. Sin embargo, apenas su inteligencia comenzó a ser valorada, se hundió en la vergüenza para permanecer escondida por varios siglos. Y todo se inició a su llegada a la ciudad, cuando conoció a Alicia de Trieste, que lo sedujo con la peculiar belleza de sus diecinueve años.

Buscando su retrato, hallé una reproducción que la muestra con la mirada hacia la derecha del cuadro, con un vestido rojo aterciopelado, un collar de perlas blancas y negras, y una esmeralda sobre la frente. El cabello recogido en la nuca, de un color castaño claro, y en el rostro una expresión de excitante ternura. La reputación de su hermosura y desapego por las costumbres había llegado a Ansaldi a través de sus amigos. Le habían dicho que era una mujer muy poco común, demasiado inquieta y de hábitos extraños. Se vieron por primera vez, quizá, en alguna fiesta en Milán, y desde entonces no pudieron separarse.

Pero aquí se me acaban las referencias, y me veo obligado a recurrir a un texto no reconocido, aunque ciertamente alumbrador. Un autor anónimo, en su libro sobre las ciencias en Europa, abre un capítulo extenso sobre Ansaldi. Según este relato, se casó con Alicia pocos meses después de conocerla, y quizá no necesitaran demasiado tiempo para convertirse en el matrimonio más admirado de la ciudad. Una pareja de irresistible atracción que entraba a los salones con los brazos enlazados, recibiendo los saludos reverentes y admirados entre el ruido crepitante de los vestidos amplios y la música monótona del cuarteto de cuerdas.

Fue en esa misma época cuando comenzaron a esparcirse rumores que los describían como arrebatados y violentos en la cama, dando gritos que los sirvientes no podían dejar de escuchar. Uno de éstos debió iniciar también aquel otro comentario aún más perturbador. Se decía que todas las noches, a las tres de la madrugada, Ansaldi se levantaba luego de los juegos incansables con su mujer, y casi desnudo iba a su taller al fondo de la casa. Invariablemente permanecía allí hasta el mediodía.

Sus amigos lo visitaban en las tardes, ansiosos por ver los inventos diseñados durante la noche. Planos y maquetas que colgaban de las paredes y el techo, como ideas suspendidas en el espacio.

-No le va a alcanzar la vida para construir todo esto- le decían, halagadores y escépticos a la vez. Pero para él no era eso lo importante, sino la manera en que las cosas brotaban de su mente como de la nada.

Los rumores se acrecentaron sin que nadie pudiese precisar dónde o por qué surgían. Se hicieron cada vez más crueles, hasta llegó a comentarse que cuando él trabajaba en su taller, su mujer salía de la casa para encontrarse con sus amantes. La ciudad entonces no dejó pasar un día sin que se relatasen nuevas noticias sobre ellos, y la gente comenzó a perderles el respeto, riéndose a sus espaldas al verlos pasar en su carruaje. Pero cada vez que asistían a una fiesta tomados del brazo, reconciliados real o aparentemente, todos callaban y los miraban con disimulada envidia.

Una noche los gemidos habituales de sus juegos amorosos se transformaron en gritos parecidos al de animales enfurecidos.

-¡Bestia enferma!-escucharon gritar a Ansaldi, golpeando la puerta de la habitación y corriendo hacia el taller, donde se encerró el resto de la noche.

A la mañana siguiente, el médico llegó muy temprano, fue hasta el cuarto de Alicia y salió dos horas más tarde. Ansaldi y el doctor hablaron en el salón bajo llave. Se oyeron golpes y frases entrecortadas.

-¡Maldita bestia sin alma!- se lo oía gritar a través de la gruesa puerta.

Cuando el médico se fue esa mañana, los sirvientes estaban seguros de haberlo visto llevar consigo un recipiente con la tapa manchada de sangre

Alicia permaneció dos semanas en cama, y para entonces todos en la ciudad sabían que se había contagiado un mal incurable, tal vez alguna enfermedad venérea de la que ella iba a arrepentirse el resto de su vida. Porque el médico regresó frecuentemente, a veces cada dos o tres meses, y más adelante cada semana. Pero esto fue al final.

Ansaldi siguió trabajando todas las noches. Durante las tardes recibía a sus empleados, controlando la construcción del palazzo que nunca fue terminado. En ocasiones lo vieron salir a la mañana y regresar al final del día con grandes bolsas blancas que despedían, al dejarlas caer, un polvo gris semejante al de huesos deshechos. Cuando los sirvientes le llevaban el almuerzo o la cena, los despedía a gritos exigiendo que lo dejaran en paz.

Se acostumbraron a la idea de que su patrón estaba obsesionado o poseído por un trabajo del que no se separaría hasta que estuviese cumplido. Por la ventana del taller se veía la luminosidad de las velas, y a él agachado sobre el escritorio, con la barba crecida y el oscuro cabello sucio, haciendo cálculos indescifrables en sus papeles.

De este período datan los dibujos que el autor reproduce en el texto. Su nombre figura al pie y la letra concuerda con los archivos de Milán, pero por favor, que se me permita la razonable duda, sin que esto represente subestimar su hallazgo.

Se tratan de estudios preparatorios para una figura humana. Lo curioso es que detrás de los esbozos hay una serie de números y fórmulas, supongo que medidas para otro dibujo definitivo o para un modelo experimental. Más extraño aún es que desde los brazos y piernas de esta figura, hay puntos trazados siguiendo el posible trayecto a seguir por un hombre en movimiento. Todo esto se halló recién luego de su muerte y fueron archivados sin que nadie los estudiara. La muerte indigna de su esposa tal vez favoreció el olvido, la necesaria dosis de indiferencia y escarnio que era habitual.

Alicia continuó entrando y saliendo de la convalecencia. Nadie ya los visitaba, la casa se parecía demasiado a un hospital. No se los escuchó discutir nunca más desde aquella noche, pero él la trataba como quien cuida a un animal que se aborrece. La resguardaba del peligro, le concedía sus deseos, pero el rencor iba acrecentándose. Algunas noches él cedía a sus ruegos y se acostaba en el mismo cuarto, porque ella decía tener miedo a morir sola.

Una mañana salió del taller muy temprano. Había trabajado toda la noche, y cruzó el patio con pasos lentos, la ropa suelta y sudada sobre un cuerpo un poco más gordo, despeinado y con la barba encanecida. Caminaba con dificultad, arrastrando un muñeco hacia la casa. Durante la noche había escuchado a su esposa gritar más de lo habitual, y ni siquiera la llegada del médico con nuevas dosis de opio había podido disminuir su dolor. Entonces Ansaldi decidió que era tiempo de poner en marcha su proyecto. Ahora que su criatura estaba lista se la entregaría a ella, a los restos casi desconocidos de la Alicia de Trieste que había amado en una época ya también irreconocible.

Colocó el muñeco, pesado, del tamaño y forma de un hombre, de figura esquelética y algo graciosa, frente a la cama. Alicia no pudo contener la risa, porque lo más curioso era que la cabeza del títere se parecía a la de un niño sobre el cuerpo de un hombre.

-¿De qué está hecho?- le preguntó, incorporándose en la cama por primera vez en muchas semanas. Sin contestarle, él acercó la lámpara de aceite a la espalda del muñeco y vertió el combustible. El títere de rostro infantil comenzó a moverse convulsivamente, después un poco más lento, hasta que sus piernas se desplazaron con armonía alrededor de la cama. Los brazos hicieron gestos de payaso y la cara se contrajo en muecas que provocaron la risa incontenible de Alicia.

-¡Es una belleza, un juguete maravilloso!- decía ella con ingenuidad renovada.

Ansaldi permaneció de pie y en silencio. Tal vez pensara en que había logrado lo que esperaba, o sólo el primer paso. No sabemos si fue satisfacción o cierto rencor disimulado. La verdad es que el muñeco de material tan extraño hizo que ella prolongara su vida. El títere danzaba al ritmo de las palmas que Alicia batía con entusiasmo, pero también con debilidad. Cada día ella le rogaba que trajera al muñeco, y él vertía el aceite, sin olvidar ver todas las mañanas que en los depósitos siempre hubiese un resto.

Echó al médico del cuarto de su esposa, mientras el doctor le advertía que ella no iba a vivir mucho más de una semana. Ella pasó esas noches gritando de dolor, esperando con ansiedad que a la mañana le trajeran al títere. Pero quedó atrás el plazo que las sirvientas habían aguardado con esperanza de alivio.

Un mes después, Alicia ya no disfrutaba del muñeco al pensar en la agonía que sufriría en su ausencia, así que le pidió a su esposo que lo llevase también de noche. Entonces se quedaba dormida mirando al títere dar vueltas a su alrededor.

-¡Que baile, que baile!- pedía a cada hora, y él seguía renovando el aceite con la voluntad incansable del que espera algo más.

Dos o tres meses pasaron luego de aquella semana en que se esperó su muerte.

Una noche, Ansaldi se había dormido vigilando los movimientos de su criatura en el cuarto de Alicia, y se despertó sobresaltado por el llanto de una de las viejas sirvientas. La vio a dos centímetros de su rostro, insultándolo hasta terminar escupiéndole en la mejilla.

-¡Déjela en paz, libérela!- la escuchó decir mientras escapaba corriendo de la furia de su patrón. Él cerró la puerta, y maldijo en voz baja a la mujer. Oyó los pasos de la sirvienta al alejarse de la casa por los senderos de hojas secas, seguramente en busca de ayuda. Ya no había tiempo, lo sabía.

Alicia seguía mirando el movimiento del muñeco, como si consumiese opio por los ojos. Como si en aquella cabeza de niño viese algo que su marido había olvidado decirle.

Debió ser una noche muy parecida a aquella otra de años atrás, cuando el doctor vino a llevarse al niño deforme que ella había expulsado en la cama ensangrentada; cuando tuvo que escuchar también el patético relato del médico sobre el mal infame de su esposa, la enfermedad costrosa y purulenta que entraba por el sexo destruyendo lo engendrado. Por eso fue inevitable que surgiera la ira nuevamente, el recuerdo intolerable de saber que esa mañana el doctor se había llevado, con exquisita frialdad, el cadáver del niño muerto que era su hijo.

Después, el sueño y el agotamiento de las horas pasadas despierto los últimos meses lo vencieron, aún contra la necesidad de vigilar al muñeco para que continuara desvelando la tortura punzante de su mujer. En el sueño frágil en el que se fue hundiendo otra vez, pensó quizá en palas y cementerios, en la furia desesperada con que había tenido que cavar en busca del cráneo de su hijo.

La pequeña cabeza que coronaría su creación.

El títere siguió bailando mientras él dormitaba. Ansaldi no pudo ver al muñeco agitar los torpes brazos y estirarlos hacia Alicia, como si quisiese acariciarla. Ella, tal vez, haya intentado abrazarlo también, irguiéndose un poco para acercarlo a la cama. Pero Ansaldi continuaba dormido.

Sólo sabemos con certeza que al despertar, allí estaban el doctor y la sirvienta, que gritaba histérica.

-¡La mató!-decía, señalando la cama.

Entonces él descubrió que la criatura había destruido sus planes. Alicia estaba ahora lejos de su furia, con la mitad del cuerpo fuera de la cama, y las manos del muñeco, como pinzas de tres dedos, aún cerradas sobre el cuello.

De "Los seres intermedios". Este cuento tiene influencia, a mi criterio, de Bradbury y sus autómatas, donde lo importante no es la criatura en sí misma, sino los factores humanos que llevan a su creación, o que se desencadenan por ésta. Pienso que no hay relato de ciencia ficción tecnológica que resista el paso del tiempo si no tiene el elemental factor humano, es decir; lo impredecible del pensamiento y corazón de los hombres. Aquí, un autómata no es creado por efecto del amor ni para prolongar la vida, sino por causa del odio y para acelerar el fin de la vida de alguien que alguna vez hubimos amado.El personaje principal reaparece en otro cuento del libro, y es antepasado de otro creador de aparatos mecánicos (ver "La paloma eléctrica"). En cuanto a ciertos recursos utilizados, la voz en primera personaje de relator testigo intenta dar ambiguedad a la narración que pretende estar basada en hechos reales, es decir, otorgar un tono apócrifo a la historia.

Los fugitivos







La casa ya era vieja cuando Pablo y María Cortéz se mudaron. Habían dejado el departamento de Mar de Ajó poco tiempo antes, al final de ese verano en que ella quedó embarazada. En la ciudad les dijeron que el dueño de la panadería alquilaba una casa abandonada, y recorrieron el barrio con el viejo Rambler. Al hallarla, caminaron por el único sendero que conducía a la puerta principal. Tenía un estilo europeo indefinido, con enormes ventanales que daban al frente, y musgo en las paredes.

-¿Te parece bien, María?- le preguntó Pablo.

-Sí- respondió ella solamente, porque sobre todas las cosas quería dejar de huir. No importaba el aspecto de la casa, lo único imprescindible era detenerse y ocultarse.

María lo esperó en la puerta con las valijas, mientras él cerraba el auto. Al entrar lo primero que notaron fue la madera cubriendo todo el interior. El piso deslustrado, las escaleras y barandas astilladas, el techo carcomido por los insectos. Ella dejó el equipaje en el vestíbulo sin animarse a seguir, él vio su mirada de triste desilusión y tuvo que tomarla del brazo y empujarla suavemente.

-¿No pudiste verla en tus sueños?- le preguntó. Pero sabía que, si hubiese descubierto algo malo, se lo habría dicho enseguida.

Subieron a la planta alta, desde donde contemplaron toda la extensión del barrio, tranquilo, dormido en esa tarde de domingo, y que más allá, cerca de la catedral, estaba despertando de la siesta. El piso de la habitación resonó estridente bajo sus pasos, así que permanecieron en el balcón, pensando en la playa. María era la que más extrañaba, allí había vivido desde su nacimiento. Pero al poco tiempo de conocer a Pablo se hizo necesario escapar; él conservaba aún demasiado vivo el recuerdo de sus dos años en la cárcel.

-Éste es el único lugar en el que estoy libre- le había dicho muchas veces, en la playa. Pero después de un tiempo comenzó a tener la nueva sensación de que el mar se había convertido en un muro más de su prisión. A pesar de tanto recambio de agua, solía decir, de tanta muerte y resurrección, el resultado era la absoluta inmovilidad. Las olas parecían hacerle la advertencia de que el camino del mundo ahí terminaba.

Escucharon las campanas de la última misa del día. Pablo subió las valijas con el crujir de las escaleras, mientras ella arreglaba la cocina. El horno era inservible, el agua tenía un color herrumbroso, y no se atrevieron a bañarse. Se acostaron en el piso, sin hablar casi, y María tuvo uno de sus sueños. Ella los llamaba así porque de alguna manera tuvo que nombrarlos, pero no ocurrían necesariamente de noche o cuando estaba dormida. A veces eran presagios de hechos que tarde o temprano sucedían. Sonidos y voces que nadie más escuchaba.

Esa noche oyó los gritos por primera vez. No supo si eran de alegría o llanto, de dónde o de quién provenían. Miró a Pablo a su lado, dando vueltas sin dormir, escuchando, no las voces, sino los ruidos de la casa, como si la construcción se estuviese acomodando al peso que ellos habían traído. “Debe estar pensando en el mar que lo persigue”, se dijo ella. Esas fueron las palabras de Pablo usó el día que decidieron huir. Ni siquiera en la costa, tan anónimos como eran, estarían seguros. El sueldo ya no les alcanzaba, y aunque había intentado conectarse con sus amigos para obtener parte del dinero robado, no había podido conseguirlo. Separado de ellos cuando lo apresaron, nunca volvió a verlos. Todo esto se lo había contado cuando la conoció en la costa, intentando ocultarse de la policía. Vivieron juntos dos meses, y en esa época ella tuvo los primeros sueños sobre Pablo. Había oído las sirenas de la policía, y le advirtió. Él le fue el primero en creerle, y acostumbrada como estaba a que la llamaran loca, María se sintió más feliz que nunca.

Cuando despertó en la mañana, revisó una de las valijas. De una caja, junto al revolver de Pablo, levantó un puñado de arena para olerla, como cuando era niña y se sentaba en la orilla mirando hacia el mar. En esos años oyó las primeras voces de las que tenía memoria, y aunque buscara por todos lados nunca había logrado descubrir de dónde llegaban. Simplemente, seguían sonando en sus oídos.

Fue a la cocina, y como no quedaban más que restos de la comida del viaje, se vistió y fue a la calle. Los negocios comenzaban a abrir sus puertas con aromas de verduras y de pan. Entró a la panadería “La colonial” y conversó con el dueño, que le hablaba con un aire de sutil seducción. El embarazo aún no se notaba, y su cabello castaño, cayéndole sobre los hombros estrechos, le ofrecía un aspecto delicado e indefenso. Le dijo que su marido había trabajado una vez en una pizzería, y preguntó si necesitaba un ayudante.

-Que venga esta tarde y hablamos- le contestó el panadero.

María regresó entusiasmada, y justo antes de llegar a la casa escuchó los disparos. Venían de la calle, pero todo era normal a esa hora, los chicos caminaban a la escuela y los camiones repartidores se detenían en la esquina. Sin embargo, habían sido demasiado intensos para provenir de uno de sus sueños. Luego vio a Pablo leyendo el diario en la cocina, a medio vestir y distraído.

-¿Escuchaste algo?

-No, ¿por qué?- le dijo él.

Pero ella no quiso preocuparlo, esa mañana se veía tranquilo después de mucho tiempo. Comenzaba a creer que podrían establecerse y quedarse allí para siempre.

Pablo comenzó a trabajar en la panadería, y al primer mes pidió un préstamo para comprar muebles. Cuando los cargadores trajeron la mesa del comedor y la cama, un estrépito resonó en las tablas del piso. Todos lo oyeron, aunque María al mismo tiempo percibió un grito breve que apenas había sobrepasado al ruido anterior. Sintió curiosidad, no miedo, porque de alguna forma los sonidos viejos y estériles de la casa parecían haber estimulado la percepción de otros más sutiles e indefinibles.

La siguiente vez ocurrió esa misma tarde, y miró por la ventana para cerciorarse de que lo voz no llegaba desde la calle. Durante el resto del día se sentó en una silla en medio del cuarto, como formando o siendo ella misma una parte del mobiliario, y se puso a escuchar con extrema atención. Entonces pudo distinguir dos voces superpuestas, voces masculinas que gritaban de pánico.

Cuando se lo dijo a Pablo, se arrepintió de haberlo hecho. Una mirada de preocupación invadió el rostro de su esposo, que salió al balcón a fumar. Seguro pensaría en una nueva forma de huir, de abandonar la casa que ella empezaba a sentir como propia. No se decidió, sin embargo, a contarle también sobre los disparos, que se repitieron con mayor frecuencia en los siguientes días.

Más adelante tuvo miedo de quedarse sola, e iba a la panadería cuando el sonido de las armas, ininterrumpido, se le hacía insoportable. Al alejarse, la fuerza de los disparos disminuía, y se daba vuelta observando el perfil de la casona solitaria en la cuadra, sucia y triste bajo el cielo nublado del otoño. Como a veces no quería molestarlos en el negocio, visitaba a alguna vecina o permanecía encerrada en el baño, donde los ruidos se atenuaban. Un día él la buscó por todas partes al volver del trabajo, y María salió del cuarto en el que se había encerrado, abrazándose a su cuello, llorando.

-¿Qué escuchaste?- le preguntaba Pablo, consolándola con cálidas caricias sobre las mejillas húmedas.

Estuvo a punto de contarle sobre las sirenas y los gritos, pero aquella era su casa ahora, y no estaba dispuesta a dejarla. Por eso no le dijo nada. Pablo se acostó mirándola preocupado. Ella conocía esa expresión amarga, con la mente obsesionada por las sirenas de los autos que un día vendrían a buscarlo. Se le acercó para hacerle una caricia, y él se apartó bruscamente, fastidiado, como si se viese atrapado.

Dos meses después, compraron más muebles usados. Habían gastado todo el préstamo, pero ya no les era posible ser cuidadosos. Pensaban que tal vez, llenando la casa con mayor peso, desaparecería su quejido insistente. Los eligieron por una única razón, no su utilidad o su belleza, sino por el peso. Buscaron madera maciza, lo más muerta e inmóvil posible. Los obreros distribuyeron los muebles, y el crujir de la casa volvió a resonar. Pablo comenzaba a ponerse un poco más nervioso a cada minuto, tratando a los obreros con órdenes cortantes y gritos furiosos.

Entonces ella oyó de nuevo las voces, más aún cuando los hombres terminaron y el sonido de las tablas se detuvo. Vio a Pablo discutir con ellos por el pago del transporte, y al escucharlo hablar en ese tono las voces se mezclaron. María se sintió mareada, un griterío de hombres furiosos la estaba rodeando. Y no era capaz de distinguir las voces reales de las de sus sueños. Después una sola persistió, la de Pablo. La suya era la única semejante al dúo original de gritos que la habían perturbado desde su llegada.

En la siguiente semana, el embarazo ocupó sus pensamientos, y ella decidió olvidar todo lo demás. La casa parecía responderle atenuando el sonido de la madera, y Pablo ahora estaba más tranquilo y entusiasmado por su trabajo en el negocio.

Al final del invierno, la fuente de los gritos resurgió. Intentaron pasar separados la mayor parte del tiempo, sin poderse explicar esa necesidad de súbito rechazo. Los fines de semana ella permanecía en cama, y él iba de una habitación a otra con clavos y un martillo. Reparaba las tablas sueltas y las que no lo estaban, con la obsesiva idea de que así podría disminuir el quejido de la casa.

En octubre, María comenzó a sentir los dolores del parto y esperó a que Pablo regresara para ir en busca del médico que vivía enfrente. Media hora después el bebé había nacido y el doctor lo limpiaba, arrullándolo con un murmullo. María, con la mirada asustada, levantó la vista hacia el médico. Los dolores ya habían pasado, pero aquel arrullo, en lugar de tranquilizarla, inquietó su ánimo, porque reconoció la voz, la misma que junto a la de Pablo, gritaba de miedo.

Luego surgió el sonido de las sirenas, aunque esta vez estaba segura de que no era su imaginación. Los dos hombres corrieron hacia la ventana, y ella, desde su cama, pudo ver a los patrulleros frente a la puerta, incendiando el barrio con sus luces rojas. Pablo buscó el revólver del armario, y sujetando al médico del cuello abrió la puerta de calle. Los policías lo iluminaron con sus faros y apuntaron hacia él.

-¡Si no se van, lo mato!- gritó.

Al cerrar, lo ató a una silla y fue a apagar todas las luces. Después se quedó un rato junto a su mujer.

-Me voy solo- le dijo a María, mientras acariciaba a su hija.

María se puso a llorar, quería acompañarlo y prevenirlo del peligro, era la única que podía hacerlo. Pero él se rehusó.

-No pudiste prevenirme esta vez, mi amor, a lo mejor perdiste tu don.- Ella quiso decir algo, pero sabía que era inútil.

Pablo se iría antes del amanecer si lograba evadir a los policías, así que cerró todas las puertas y los postigos de la casa. Cuando terminó, ya le resultaba difícil respirar. Tocándose el pecho descubierto, agitado y sudoroso, recorría la habitación con un silbido involuntario de su garganta estrecha. Fue de una ventana a otra en busca de una rendija de aire fresco. Ella notó la expresión de irremediable desconsuelo en los ojos de su esposo, en ese rostro donde la oscuridad y el ahogo eran cada vez más parecidos al encierro de la prisión. La vieja casa había sido, desde su llegada, una nueva cárcel para él.

Antes de que amaneciera el médico logró desprenderse la mordaza, y dio un grito de auxilio. Pablo despertó asustado del ligero sueño en el que estaba sumido, y sin pensarlo, como un reflejo, le disparó en el cuello. El cuerpo se movió convulsivamente unos segundos y luego se detuvo. María se levantó para detener la sangre con sus sábanas, y empezó a llorar.

-¡Ya lo sabía, ya lo sabía!- dijo gimiendo desesperada, y cuando se dio cuenta de sus palabras ya era tarde.

Pablo la miraba ahora con incomprensible terror, como si ella se hubiese transformado en un objeto o un lugar, en algo más parecido a un sitio de inevitable encierro que a una mujer. Entonces hizo un gesto de ahogo extremo y corrió hacia la puerta. Al abrir, se oyeron los disparos que lo mataron.



Extraído de "Los Casas". Aquí conocemos el origen de dos personaje relevantes para el conjunto de los relatos:Lidia Cortéz y su madre, más adelante habitantes de dudosa reputación en el barrio de los Casas. Pero sobre todo se acentúa el ambiente encerrado y extraño de la casona donde ellas viven, más precisamente se nos revela el don inhabitual de María Cortéz, que más que un don es un estigma difícil de sobrellevar para ella y para quienes la rodean: su capacidad para adivinar el futuro. Un poder que no sólo las aislará de los demás y generá desprecio y resentimiento, sino que parece invadir y tomar cuerpo en la casona, siendo ellas y la construcción un solo elemento armónico de trágicas resonancias en el barrio.




Ilustración: Jorge González Camarena, 'Viento de piedra'

sábado, 23 de agosto de 2008

El desprendimiento







Marcos entró a trabajar en el banco a comienzos del año, y fue acercándose a nosotros no con timidez, sino con indiferencia. Cuando vio que éramos un grupo tranquilo y melancólico, nos acompañó más frecuentemente al bar de la esquina de Paraguay y Esmeralda. Un día decidimos invitarlo a una salida de pesca en la costa.

Era alto, muy delgado, con el cabello canoso y bigotes como manchas de ceniza. Tenía tal vez cuarenta años o un poco menos. Nos contó que era soltero, y que había manejado un taxi por casi diez años para ganarse la vida, hasta aquel accidente con un camión que lo chocó de frente. Estuvo varios meses en el hospital, con las costillas rotas y un respirador artificial. Nos describió el estado del auto después del impacto, reducido a la mitad, contraído como una araña muerta, y él adentro, incrustado en el asiento con el volante metido en el pecho. Resultaba difícil creer en su supervivencia, aún viéndolo algo encorvado y con fuertes y frecuentes accesos de tos. Pero nunca encontré señales de tristeza en su rostro, sólo una serena, inclaudicable confianza en sus gestos, sus palabras, en ese cuerpo que parecía haber desafiado las leyes de la lógica.

Manejaba por General Paz después de llevar a un pasajero. Estaba anocheciendo. De repente un camión bajó del puente a más de ochenta kilómetros por hora, y al entrar en el cruce de caminos dobló en la dirección contraria, justo hacia mí. El chofer agitaba los brazos y me di cuenta de que el freno ni el volante le respondían. Todo pasó en un instante. El dolor vino más tarde, al despertar en el hospital. Fue recién ahí donde sentí mis huesos rotos. Los médicos me rodeaban con caras nerviosas. Entonces levanté la cabeza y vi la sangre, las costillas salientes en mi pecho, y un enorme agujero que parecía conducir a un abismo.

Teníamos que encontrarnos en lo de Marcos a las nueve de la noche del viernes. Cuando llegamos, estaba colocando las cañas en el portaequipajes, y vimos salir de la casa a un niño de alrededor de cinco años. Al acercarse a las luces del auto, noté que era exactamente igual a Marcos. Un parecido que me sorprendió al principio, porque me daba la sensación de estar viendo a la misma persona. El niño, sin embargo, tenía unos ojos más oscuros, de mirada temerosa. Creo que me impresionó sobre todo su apariencia delgada y pálida, casi lúgubre, quizá irreal. Le pregunté a Marcos por qué había ocultado a su hijo todo ese tiempo.

-No me lo preguntaron- dijo riéndose. Tan simple y ofensiva fue su respuesta, que me sentí burlado, pero al mirarlo de frente tuve miedo de sus ojos.

Se ubicó frente al volante y puso al chico en el asiento entre él y yo. Atrás estaban Nicolás y Luis, con mantas y ropa suelta sobre las rodillas, ambos habían perdido a sus hijos y no les molestó llevar al niño. Marcos quiso tomar el primer turno para conducir.

Cuando desperté, no tenía idea del tiempo que había pasado. Estaba envuelto en vendas, dolorido, obnubilado. Me habían puesto una mascarilla de oxígeno conectada a un tubo parado al lado de la cama como un guardia de metal. Las enfermeras me pinchaban los brazos cada dos días, buscando las venas que aún tenía sanas. No podía hablar, y no me atrevía a intentarlo por temor a destruir los parches que me habían cosido en el pecho y alrededor de la boca. Siempre tuve la certidumbre de que la voz es vida, y escucharme habría sido como reconocerme vivo. Por eso no hablé. Aquel estado de semi-muerte me conformaba. Y fue entonces que vi al niño en una silla en el rincón junto a la puerta. Me dijeron que había estado ahí desde el primer día.

-No se quiso separar de usted desde que llegó- me contó una enfermera.- No sé cómo se enteró, porque en su casa nadie contestaba el teléfono.

Lo miré con tanta curiosidad y confusión, que sentí mi cara lastimada contraerse de dolor por las suturas. Pero no fui capaz de decirles que era un error, una equivocación lamentable.

Llevábamos dos horas de viaje cuando el niño se pasó al asiento trasero. Las luces de la ruta y los faros de los autos nos encandilaban. Marcos conducía bien, aunque rápido en las curvas y se adelantaba con mucho riesgo. Le dije que tuviera cuidado.

-Sos un cagón, Ricardo- me respondió, sin dejar de reírse al verme asustado.

Cuando ya me estaba acostumbrando a su destreza, vimos que un camión a más o menos cincuenta metros entraba en nuestro carril. Los faros me enceguecieron y desvié la vista, sentí que doblábamos a la derecha y de pronto todo quedó a oscuras. Nos salimos del camino, el barro y el agua de la banquina salpicaron el parabrisas, y atravesamos el pastizal que desaparecía bajo el paso del coche. Creo haber dicho Dios mío y varias puteadas hasta que nos detuvimos. Entonces Marcos, mirando al camión que se esfumaba en la neblina, salió del auto e hizo un gesto obsceno del que no pudimos evitar reírnos durante un largo rato como locos. Era preferible eso, pensé, dejarse llevar por los nervios y no por la muerte.

Nadie se había acordado del chico, y recién pensamos en él cuando escuchamos, entre el canto de los grillos que se habían metido al auto, un gemido. El niño estaba llorando con la cara en las rodillas y las piernas encogidas, con un temblor que no cesó sino hasta media hora después. Para ese momento, ya habíamos retomado el viaje, sin convencer a Marcos de que nos dejara conducir y lo calmara.

-Dejá de llorar de una vez, no seás maricón- fue lo único que le dijo, y nosotros lo cuidamos el resto de la noche.

Está mal que yo lo diga, lo sé, pero Marcos se veía feliz, como si aquel episodio hubiese sido una especie de revancha para él. Su risa extraña, casi incontrolable durante las siguientes horas del viaje, me resultó irritante. Llegamos a la ruta interbalnearia y contemplamos el reflejo del mar en el cielo recién nacido de ese sábado. Me pidió que despertara al niño por si quería orinar. Lo dijo con una expresión menos sarcástica que la de esa noche; lo que había surgido en él, parecía haberse aplacado.

El chico aún seguía durmiendo. Con la luz de la mañana pude ver mejor su rostro delgado y la nariz enrojecida. Era un niño como cualquier otro, excepto por el hecho de no haber dicho una palabra ni sonreído en toda la noche. Sólo lloró, como si su cuerpo estuviese constituido por un irrevocable estado de ánimo.

Venían a curarme las heridas una vez al día. Sacaban al chico del cuarto y retiraban las vendas. Un día les pedí que me dejaran ver la herida. Creo que ninguna palabra limpia salió de mi boca desde entonces. Intentaron calmarme, dijeron que era necesario enfrentar los hechos con serenidad porque no deseaban mantenerme siempre sedado.

El volante se había incrustado en mi tórax y partido el esternón en tantos pedazos que había resultado imposible reconstruirlo. Iban a operarme para colocar una prótesis, pero yo no los escuchaba. Mi mente sólo tenía ojos para el hueco en el que una membrana roja y gris se movía con el ritmo del corazón. Volvieron a taparme y salieron del cuarto. Entonces sentí una furia que necesitaba depositar en algo o en alguien. El chico abrió la puerta y se acercó.

-No podés perderte al fenómeno de circo-le dije, y despegué otra vez las vendas. Se puso a llorar y quiso escaparse, pero lo retuve del brazo, lo hice oler las heridas recién desinfectadas, casi bellas de tan extrañas. Cuando lo solté, no huyó. Se quedó a mi lado agarrándome de la mano, como si ya se hubiese acostumbrado, y contemplaba mi pecho con algo de nostalgia, quizá.

La casa de Nicolás estaba en Aguas Verdes. Llegamos a las seis de la mañana y nos acostamos. A eso de las doce del mediodía comimos algo y fuimos a pasar la tarde en la playa casi desierta. El niño se mostró más confiado esa tarde, pero con Marcos siempre se comportaba tímido y miedoso. Lo raro era que muy pocas veces se separaba de él.

Cuando el sol comenzó a ocultarse detrás de los médanos, teníamos los ojos enrojecidos por tantas horas de calor. Miré hacia el agua, Marcos se daba una zambullida. Su torso desnudo parecía una cicatriz única, la espalda estaba encorvada, cubierta por una piel blanca y lechosa que resaltaba las costillas con bordes irregulares, como huesos anómalamente soldados. En el frente, tenía una prótesis adherida o suturada no mucho tiempo antes, se notaban todavía las rugosidades de las suturas. Sentí lástima, pero también desconcierto, porque esa tarde se había quitado la camisa sin siquiera mirarnos para ver si lo observábamos. Como si su cuerpo fuese igual al de cualquiera y la deformidad estuviese sólo en nuestra mirada.

Comenzó a llegar más gente. Leticia, la extraña loca a quien veíamos todos los años, saludó de lejos y se fue. Nos acercamos a un par de mujeres solas, hermosas pero tristemente antipáticas. Yo estaba harto de las mujeres distantes después de mi experiencia con mi novia, así que nos apartamos para preparar nuestro campamento. Algunos otros pescadores llegaron con sus redes y se instalaron lejos. El niño había estado casi toda la tarde en el agua o revolcándose en la arena. Le cambiamos los calzoncillos dos o tres veces, y la mayor parte del tiempo Marcos o Luis lo cuidaban. Nunca lo vi jugar con entusiasmo, sino con una extraña lentitud en sus movimientos. Hablaba solo, y cuando alguien intentaba acercarse se callaba. El viento arrastró algunas nubes sobre el mar al final de la tarde, tan calmo como una criatura enferma que nos estaba mirando.

Se sentaba a mi lado con la misma expresión que siempre enterneció a las enfermeras. Cuando estábamos solos, le hacía preguntas que jamás se dignó a responder a pesar de mis muchos y vanos intentos. Verlo era como observarme en un espejo, casi como una parte de mí mismo que ahora estaba allí enfrente, contemplándome.

-Tiene que hacer algo con su hijo- me pidió el médico.- Viene a la mañana temprano, se queda todo el día acá y se pone a llorar. ¿No tiene a alguien más que lo cuide? ¿Vive solo?

-No, doctor, en realidad...- Intenté ensayar una explicación, saber por qué decía eso si yo veía al chico todas las noches en el mismo rincón del cuarto. Una parte de mí decía que debía deshacerme de ese niño. Pero la misma molestia que me producía verlo siempre triste, me llenaba el pecho de una extraña satisfacción.

Durante todo ese tiempo en el hospital no me aburrí, porque Ramiro, así lo llamé cuando dijo que no tenía nombre, me entretuvo con su miedo. Por ejemplo, el temor que tenía a las manos de los médicos, a mis accesos de tos o a la idea de mi posible muerte. Entonces yo me sentía liberado y comenzaba a hablar como nunca antes lo había hecho. Dije obscenidades a las enfermeras mientras las manoseaba, e insulté a todos con los que había hecho amistad en el hospital. Ya no quisieron hablarme más que para lo estrictamente necesario, y me trataron con temeroso respeto.

Los peces picaron esa noche, y tuve que meterme al agua fría para arrojar de nuevo los anzuelos. Los demás prepararon el fuego y una gran jarra de café. Regresé a la playa y puse los pescados en la canasta. Me abrigué con la campera de cuero. Cerca nuestro apareció una luz de linterna y vimos a las mujeres de esa misma tarde. Tenían frío, nos dijeron, y las invitamos a acercarse. Eran las once de la noche. Los seis estábamos hablando y contando chistes cuando vi a Ramiro jugar en la arena un poco más lejos del círculo de luz de la fogata. Le advertí que no se alejara demasiado. Me resultaba grotesco ver en el niño la absoluta carencia de esa parte, tan indefinible como humana, que hace de los hombres un fragmento del tiempo. En la cara de Ramiro no pude hallar ni un solo rasgo de herencia de mujer.

Tuvimos que insistir varias veces en que no se apartara del grupo. Pero cada vez lo veía más cerca de la orilla, prácticamente indistinguible en medio de la oscuridad. Marcos iba a buscarlo y lo traía agarrándolo de un brazo, sin que los temblorosos pies del chico tocaran la arena. Ellas se reían, pero evitaban acercarse a Marcos desde que habían visto su cuerpo deforme al bañarse esa tarde. Él, sin embargo, se sentó con el niño sobre las piernas, indiferente a sus miradas.

Después fui yo el que tuvo que buscar al chico, y traté de retenerlo hablándole de cualquier cosa. Sin contestarme, él miraba la oscuridad del mar con insistencia. Cuando era más de medianoche, Marcos se sentó a mi lado a tomar café frente al fuego, y se puso a contarme, en voz baja, la historia del accidente.

Unos meses más tarde me operaron. Ahora soy mitad hombre y mitad muñeco. Como esos juguetes de trapo que teníamos de niños. Recuerdo haber perdido el mío un día en que me metí en el mar y la corriente me arrastró hacia lo profundo.

Las olas me cubrieron una tras otra, sin darme tiempo a respirar. Yo me hundía, el agua me inundaba la nariz y la boca. Entonces pensé en mi vida, en que ya no vería más todo lo que amaba: mi casa, mi habitación, la cara de mi padre. El mundo estaba tan lejos que parecía un punto oscuro esfumándose en el fondo del agua. Supe que no podría desprenderme jamás de aquella opresión en el pecho. Porque a pesar del brazo salvador de mi padre al rescatarme, no dejé de sentir ese peso hasta el día en que choqué.

Cuando me dieron el alta, tuve que llevarme a Ramiro. Cómo iba a explicarles a todos que ese niño no era mi hijo.

Al principio la historia me pareció absurda, casi una broma de mal gusto.

-Tenemos que cuidarlo- me dijo al terminar su relato, tan serio como nunca lo había visto.-Creo que quiere volver.

-¿A dónde?- le pregunté.

Fue entonces cuando me di cuenta de que Ramiro ya no estaba, y lo vi en el agua, demasiado lejos para llamarlo. Grité a los demás, mientras trataba de distinguir al chico en la oscuridad entre las olas. Marcos corrió enseguida hacia él, y lo seguí. Me costó avanzar contra la marea, las piernas se me endurecieron y por un momento dejé de sentirlas. Tuve frío y una enorme desolación al verme arrastrado por la negra masa de agua que ni siquiera podía ver, bajo ese cielo nublado y oscuro.

Por momentos alcanzaba a verlos a ambos. Sus cabezas sobresalían de la superficie, o quizá fuese solamente la espuma de las olas. Pero luego sí pude a ver a Marcos acercarse al chico, y hasta creo que logró sostenerlo de los brazos por un instante. Después, los gestos desesperados del niño se hundieron y no volví a verlo surgir. La oscuridad se hizo completa al ocultarse otra vez la luna. No podría decir cuánto tiempo pasó. Ya me estaba dando vuelta para regresar a la playa, cuando Marcos me agarró de un brazo.

Nadamos unos metros, sin soltarnos. Cuando hicimos pie, tuvieron que ayudarnos el resto del camino hasta la arena. Las mujeres nos esperaban, nerviosas, con las toallas. Yo temblaba de frío, pero Marcos tenía un temblor diferente. En su cara había miedo otra vez.

Intentó taparse el cuerpo con la ropa mojada, pero cuando quise consolarlo y acercarme, vi al niño bajo la camisa abierta. Me estaba mirando desde el pecho hueco de su padre.



Del libro "Los seres intermedios", es un relato de naturaleza fantástica, pero con la intención de ofrecer un tono de ambiguedad durante su desarrollo. El punto de vista siempre es de un solo personaje a la vez, pero alternándose, y el tiempo en que cada uno transcurre es diferente. Ambas narraciones convergen en un mismo tiempo y situación, finalmente, lo mismo que las pistas ofrecidas renuentemente a lo largo del cuento. El final es fantástico, pero traté de evitar descripciones excesivas y la habitual retórica a la que este tipo de relato puede llevarnos si no sabemos controlar el ritmo y el tono. Todo con el único fin de que el misterio insinuado logre su efecto en la revelación final.
Los personajes, excepto Marcos, aparecen como protagonistas en otros relatos de esta colección, trayendo un historia propia para quienes los leyeron precedentemente, y dando unos matices más al ambiente enrarecido. El mismo objetivo tiene la inclusión del personaje de Leticia (ver "La guardiana") y de un hombre que llama a su perro (ver "Max", de la colección anterior), ambos indicando que en un mismo sitio ocurren muchas historias merecedoras de un relato propio.
Este relato mereció el primero premio en el concuro organizado por la Fundación Ciudad de Arena de Buenos Aires en 2005, con un jurado integrado por Paticia Suárez, Pablo de Santis y Carlos Gardini. Publicado por primera vez en la Revista Cuásar de Luis Pestarini en el número 42, marzo de 2006.




Ilustración: : Käthe Kollwitz

La soledad (Alberto Moravia)

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