La farmacia de Gustavo Valverde estaba en una esquina frente a la plaza. Mi familia vivía a su lado, sólo separada por un baldío, así que fue inevitable que atendiera a mi madre el día que nací. Muchos años después enfermé durante varios meses, y él venía a aplicarme inyecciones todas las semanas. Su voz amable hizo que nunca sintiese dolor a los pinchazos, y llegué a tomarle afecto. Crecí viendo los pequeños frascos de colores oscuros de las medicinas, y me era imposible no asociar su figura con aquel aroma tan peculiar. Me gustaba verlo trabajar, moviéndose de un sitio a otro detrás de las vitrinas y del mostrador, siempre con su guardapolvo celeste. Ningún certificado colgaba de las paredes acreditando su profesión, pero nadie en el barrio dudó jamás de sus conocimientos.
Cuando entré a la farmacia dos semanas antes de su ida definitiva, estaba discutiendo con la dueña del local. Él vivió allí por treinta años, era muy joven cuando abrió su negocio por primera vez, pero el edificio nunca fue suyo. La dueña venía cada dos meses para cobrar el alquiler. Me sorprendió ver los ojos de Valverde muy abiertos y llorosos, como si nunca en su vida le hubiesen hablado de esa manera. Alcancé a escuchar que la mujer iba a vender el local y quería que se fuera antes de fin de mes.
Me hice a un lado para que ella saliera. Escuché las campanillas de la puerta, mientras él permanecía quieto por algunos segundos. Al verme dijo que me acercara, pero no mencionó nada de lo ocurrido. Yo miraba sus ojos verdes, pensando en cómo sería con las mujeres. Sabía que había estado casado alguna vez, sin embargo nunca me habló de eso. Era alto, de cabello castaño peinado hacia atrás, y creo que aún resultaba atractivo para las señoras del barrio, por lo menos eso decían al reunirse en la peluquería.
-¿Todavía estás seguro de lo que vas a hacer, Santiago?- Preguntó de pronto, y me sonrojé.
-Sí, señor. Se lo pido a usted porque es el único con quien puedo hablar de esto. Mis amigos...ya sabe. Si paso otro año sin acostarme con una chica voy a convertirme en el tonto de la escuela. ¿Entiende, no?
-Sí, no te preocupés. Pero, ¿y ella?
-Ya lo sabe. No está segura pero espero quitarle las dudas esta noche.
En ese entonces, lo veía tan serio que deseaba ser como él cuando tuviera su edad. La manera en que Valverde influyó en mi vida fue algo que recién en esta época, la de mi descubrimiento de cosas nuevas, se me hizo conciente. Sacó las llaves de un cajón, y me las entregó con la advertencia de que sólo abriera su habitación. Dudó un poco antes de soltarlas. Tiré de ellas con suavidad, y cuando las dejó en mis manos, repitió que sería únicamente por una noche.
Escondí las llaves en mi bolsillo, y sentí cómo mi pecho se agitaba de entusiasmo. Más tarde encontré a Lidia. Fuimos a tomar un café y hablamos. Estaba nerviosa e irritable, así que la agarré de la mano en silencio, esperando que ella no sintiese mi temblor. Entonces mis pensamientos regresaron al señor Valverde, porque su recuerdo me ofrecía siempre la única seguridad en momentos como esos.
Lo mismo le sucedía a la gente del barrio que confiaba en él. No era médico ni químico, pero hallaba una respuesta para todas las situaciones. Hubo un episodio que se comentó durante muchos años. El doctor Ruiz, nuestro médico, estaba cansado de que Valverde modificara sus recetas. Un día fue a la farmacia y ambos discutieron a los gritos, conmocionando a toda la cuadra. Luego de una hora, varios vecinos vieron salir al doctor llevando un catálogo con las recetas de Valverde.
Mamá me dijo una vez que se había instalado en la ciudad con su mujer, al llegar de su pueblo natal. Según mi madre, era hermosa, pero no tan atractiva como Valverde. La chica no hablaba mucho, permaneciendo la mayor parte del tiempo en su cuarto. El matrimonio duró pocos meses. Ella se fue un día a su pueblo y no regresó. Algún tiempo después se supo que había muerto en esa misma época, pero él nunca lo comentó hasta que alguien pudo hacerlo hablar de sí mismo. Entonces dijo lo que más adelante repetiría con cierta frecuencia cuando iba al bar los sábados a la noche.
-La única forma de salvar la vida es detenerla un instante antes de la muerte, antes de la descomposición.- Y su aliento no tenía el aroma del alcohol, aunque hubiese bebido, sino el rancio olor de las flores viejas en los cementerios.
No pudo saberse mucho más de su parte. Mis padres recordaban que la mujer parecía estar enferma antes de irse, porque la oyeron vomitar frecuentemente desde el baño de la casa cuando iban a comprar algo a la farmacia. Valverde hacía entonces un gesto de triste resignación, mientras despachaba sus pedidos. Pero desde el pasillo de atrás del mostrador, un penetrante aroma semejante al de las frutas secas inundaba el aire entre las paredes llenas de estantes y vitrinas.
A la noche pasé a buscar a Lidia por su casa. Cuando eran las diez y veinte pasó el colectivo, con su regularidad habitual. Las luces de la plaza iluminaban las veredas, y abrían espacios en la oscuridad. Nos detuvimos en una esquina, mientras yo jugaba con las llaves en mi bolsillo. Entramos a la farmacia y cerré la puerta. Atravesamos el local hasta el fondo, donde un pasaje estrecho llevaba hacia las habitaciones. Vi el cuarto de Valverde y más allá una cocina pequeña. Lidia me pidió que esperara algunos minutos en el pasillo antes de entrar. Recorrí el resto de la casa mientras tanto, y descubrí una habitación contigua a la anterior y otra más al final del corredor. Fui hasta allí, pero estaba cerrada. Intenté luego con la anterior, y al abrirla ya no pude volverme atrás.
Un escritorio ocupaba el centro, cubierto de papeles y libros de lomos gruesos. Hacia un costado vi una pileta común pero sucia y llena de tijeras curvas, pinzas de diferentes tamaños y hojas de bisturí. Algunos frascos alrededor de las canillas olían a detergentes y antisépticos. Fui descubriendo todo esto de a poco, a medida que me recobraba del asombro y mis ojos se habituaron a la penumbra. En las paredes había cuadros con dibujos de figuras humanas que parecían vivas y muertas a la vez, mostrando sus músculos desprendidos en un caminar sereno e imposible. Tropecé con el otro costado de la habitación, donde la pared estaba ocupada por estantes repletos de frascos. La mayoría contenía fetos sumergidos en formol. Algunos estaban intactos, otros destrozados o disecados, pero en ningún recipiente figuraba la fecha o el nombre. Me quedé mirando varios minutos aquella escalofriante exposición de niños muertos, sus caras informes y los cuerpos hinchados.
Por accidente golpeé una fuente de chapa, y el ruido me hizo despertar de mi abstracción. Recordé a Lidia y regresé al cuarto de al lado. Hicimos lo que fue nuestra intención desde el principio. Ella estaba molesta y asustada, y yo me sentí demasiado torpe, porque no dejaba de pensar en lo que había descubierto.
Una semana después encontré a Lidia cerca de su casa. No habíamos vuelto a citarnos por común acuerdo. Charlamos un rato, estaba más tranquila, y prometimos hablarnos por teléfono. Fui a ver al señor Valverde, a quien tampoco vi desde aquella noche. Al día siguiente de usar su casa, dejé las llaves en el buzón muy temprano en la mañana. No sabía cómo hablarle, ya no era para mí el mismo tipo de antes.
Al verme no quiso saludarme. Al principio, comenzó a hablar con lentitud, como reteniendo su ira, hasta estallar después de un rato en una cólera que lamento haber provocado.
-¡Me voy en unas semanas, y solamente se te ocurre tirarme las llaves como a un extraño!
-Es que sentí vergüenza, no sabía qué decirle...
Él dejó lo que estaba haciendo, y apoyándose en el mostrador me sonrió de una forma que sugería la pregunta más obscena.
-Salió todo bien... - Fue lo único que me atreví a contestarle, e intenté cambiar de tema.-Vi sus frascos, señor Valverde.- Lo mencioné sin pensar. Él cerró los párpados con fuerza, como si intentase controlar su ira. No le hablé de los fetos, sino de los libros de medicina y le pregunté cómo aprendió a hacer todos esos experimentos, pero no quería escucharme.
-¿No te dije que abrieras nada más que mi habitación?- Me dijo con un contenido tono de furia.
Sentí cómo la sangre me enrojecía la cara, y mis manos sudaban. Le pregunté sobre el alquiler, para cambiar de tema. No me hizo caso y siguió hablando de los frascos. Mencionó a los doctores que había conocido, y me habló de su afición a la investigación. Dijo también, con una expresión de enorme tristeza, como si el fracaso de la humanidad recayese sobre él, que ya nada de todo ese conocimiento le servía ahora. Lo único que había podido comprobar a lo largo de todos esos años era una descomposición más lenta, pero inevitable, del cuerpo.
Entonces hablé, cometiendo el último y más grave error.
-¿No le revuelve el estómago hacer eso?
Valverde miró hacia la puerta, luego a mí, y con una rapidez ante la que no pude reaccionar tomó la palma de mi mano derecha e hizo un corte de un extremo al otro. No sé de dónde salió el cuchillo, sólo vi su reflejo cuando ya era tarde y el dolor apareció varios segundos después. Yo gritaba como un loco, pero nadie entró por aquella puerta. Mis padres estaban trabajando y los vecinos dormían su imperturbable siesta. Él mismo después me cubrió con unas vendas que enrojecieron rápidamente, y volvió a cambiarlas. Vi una mezcla de sangre y carne informe en mi palma, y antes de vendarme de nuevo dijo:
-Esto es lo único que somos.
Fue lo último que escuché de él.
La semana siguiente permanecí en casa sin salir. El doctor Ruiz hizo lo posible por mi mano, y decidí no decir la verdad. Tuve miedo de Valverde. Vivía a su lado, y temí todas las noches escuchar sus amenazas desde el cuarto oliendo a formol.
Exactamente siete días después encontré a Lidia, que se mostró atenta y preocupada por mi herida. Cuando íbamos de regreso a casa vimos un camión y un auto de la policía. Supuse que venían a desalojar a Valverde y quise cruzar para desviarnos del lugar. Lidia estaba emocionada al ver el patrullero e insistió en quedarse. Escuchamos un grito de mujer desde adentro de la farmacia, y la vieja dueña salió corriendo. Se apoyó en un árbol de la vereda, y lloraba agitada mientras otras mujeres se acercaron para ayudarla.
En ese momento vi a Valverde salir con las esposas puestas, custodiado por dos oficiales que lo subieron al auto. La gente murmuraba con asombro.
El patrullero se fue y de inmediato empezaron a sacar los frascos, ocultos por fundas blancas. Mis padres también estaban allí. Mamá entró, curiosa, al local, y yo la seguí. Logró esquivar a un policía que quiso detenerla, y la vi tropezar con dos hombres que venían del fondo llevando una camilla. No tuve tiempo de preguntarme qué era aquello, porque papá agarró a mi madre del brazo y ella, asustada, destapó una parte de la sábana que cubría al cuerpo. El cadáver - disecado impecablemente, sumergido hasta minutos antes en el formol que chorreaba ahora sobre los mosaicos negros y blancos - de la mujer de Valverde.
Recordé el cuarto cerrado al fondo del pasillo, y lo que me habían contado sobre los que mueren intoxicados por cianuro con el perfume de almendras amargas en la boca.
Vi a Lidia sacudiéndose los brazos y el vestido, y me miró con desprecio sin dejar de limpiarse la suciedad que sólo ella podía ver. Luego huyó corriendo.
Me quedé parado en la puerta de la farmacia que visité casi todos los días de mi vida, cruzada desde entonces por una faja judicial. Miré mi mano lastimada, inútil para siempre, con los tendones cortados que el doctor Ruiz ya no pudo unir. Mi mano muerta.
Este relato pertenece al libro "Los Casas", primer volumen de cuentos publicado en 2004. El personaje principal, Gustavo Valverde, aparece en otros relatos del mismo libro, pero aquí conocemos más explícitamente su obsesión, y el destino al que ésta lo conduce. El otro personaje, Santiago Chávez, experimenta por primera vez un crudo indicio de lo que más tarde marcará su vida (ver "La camioneta"). También aparece otro personaje que tendrá su propio laberinto de hechos, Lidia Cortéz, aquí experimentando, como Santiago, la primera manifestación cierta de un destino trágico. El doctor Ruiz es apenas mencionado, y recién se irá desarrollando en otros cuentos de otro libro, y en una novela.
El tema del relato me parece clásico, una variación del mito de Prometeo, más inspirado en realidad en el personaje de Mary Shelley. Las referencias a los íconos de Vesalio son representativas de las inquietudes que inspiraron el cuento: la anatomía y la imposibilidad concreta de ir más allá de lo que ella nos muestra.
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