La casa ya era vieja cuando Pablo y María Cortéz se mudaron. Habían dejado el departamento de Mar de Ajó poco tiempo antes, al final de ese verano en que ella quedó embarazada. En la ciudad les dijeron que el dueño de la panadería alquilaba una casa abandonada, y recorrieron el barrio con el viejo Rambler. Al hallarla, caminaron por el único sendero que conducía a la puerta principal. Tenía un estilo europeo indefinido, con enormes ventanales que daban al frente, y musgo en las paredes.
-¿Te parece bien, María?- le preguntó Pablo.
-Sí- respondió ella solamente, porque sobre todas las cosas quería dejar de huir. No importaba el aspecto de la casa, lo único imprescindible era detenerse y ocultarse.
María lo esperó en la puerta con las valijas, mientras él cerraba el auto. Al entrar lo primero que notaron fue la madera cubriendo todo el interior. El piso deslustrado, las escaleras y barandas astilladas, el techo carcomido por los insectos. Ella dejó el equipaje en el vestíbulo sin animarse a seguir, él vio su mirada de triste desilusión y tuvo que tomarla del brazo y empujarla suavemente.
-¿No pudiste verla en tus sueños?- le preguntó. Pero sabía que, si hubiese descubierto algo malo, se lo habría dicho enseguida.
Subieron a la planta alta, desde donde contemplaron toda la extensión del barrio, tranquilo, dormido en esa tarde de domingo, y que más allá, cerca de la catedral, estaba despertando de la siesta. El piso de la habitación resonó estridente bajo sus pasos, así que permanecieron en el balcón, pensando en la playa. María era la que más extrañaba, allí había vivido desde su nacimiento. Pero al poco tiempo de conocer a Pablo se hizo necesario escapar; él conservaba aún demasiado vivo el recuerdo de sus dos años en la cárcel.
-Éste es el único lugar en el que estoy libre- le había dicho muchas veces, en la playa. Pero después de un tiempo comenzó a tener la nueva sensación de que el mar se había convertido en un muro más de su prisión. A pesar de tanto recambio de agua, solía decir, de tanta muerte y resurrección, el resultado era la absoluta inmovilidad. Las olas parecían hacerle la advertencia de que el camino del mundo ahí terminaba.
Escucharon las campanas de la última misa del día. Pablo subió las valijas con el crujir de las escaleras, mientras ella arreglaba la cocina. El horno era inservible, el agua tenía un color herrumbroso, y no se atrevieron a bañarse. Se acostaron en el piso, sin hablar casi, y María tuvo uno de sus sueños. Ella los llamaba así porque de alguna manera tuvo que nombrarlos, pero no ocurrían necesariamente de noche o cuando estaba dormida. A veces eran presagios de hechos que tarde o temprano sucedían. Sonidos y voces que nadie más escuchaba.
Esa noche oyó los gritos por primera vez. No supo si eran de alegría o llanto, de dónde o de quién provenían. Miró a Pablo a su lado, dando vueltas sin dormir, escuchando, no las voces, sino los ruidos de la casa, como si la construcción se estuviese acomodando al peso que ellos habían traído. “Debe estar pensando en el mar que lo persigue”, se dijo ella. Esas fueron las palabras de Pablo usó el día que decidieron huir. Ni siquiera en la costa, tan anónimos como eran, estarían seguros. El sueldo ya no les alcanzaba, y aunque había intentado conectarse con sus amigos para obtener parte del dinero robado, no había podido conseguirlo. Separado de ellos cuando lo apresaron, nunca volvió a verlos. Todo esto se lo había contado cuando la conoció en la costa, intentando ocultarse de la policía. Vivieron juntos dos meses, y en esa época ella tuvo los primeros sueños sobre Pablo. Había oído las sirenas de la policía, y le advirtió. Él le fue el primero en creerle, y acostumbrada como estaba a que la llamaran loca, María se sintió más feliz que nunca.
Cuando despertó en la mañana, revisó una de las valijas. De una caja, junto al revolver de Pablo, levantó un puñado de arena para olerla, como cuando era niña y se sentaba en la orilla mirando hacia el mar. En esos años oyó las primeras voces de las que tenía memoria, y aunque buscara por todos lados nunca había logrado descubrir de dónde llegaban. Simplemente, seguían sonando en sus oídos.
Fue a la cocina, y como no quedaban más que restos de la comida del viaje, se vistió y fue a la calle. Los negocios comenzaban a abrir sus puertas con aromas de verduras y de pan. Entró a la panadería “La colonial” y conversó con el dueño, que le hablaba con un aire de sutil seducción. El embarazo aún no se notaba, y su cabello castaño, cayéndole sobre los hombros estrechos, le ofrecía un aspecto delicado e indefenso. Le dijo que su marido había trabajado una vez en una pizzería, y preguntó si necesitaba un ayudante.
-Que venga esta tarde y hablamos- le contestó el panadero.
María regresó entusiasmada, y justo antes de llegar a la casa escuchó los disparos. Venían de la calle, pero todo era normal a esa hora, los chicos caminaban a la escuela y los camiones repartidores se detenían en la esquina. Sin embargo, habían sido demasiado intensos para provenir de uno de sus sueños. Luego vio a Pablo leyendo el diario en la cocina, a medio vestir y distraído.
-¿Escuchaste algo?
-No, ¿por qué?- le dijo él.
Pero ella no quiso preocuparlo, esa mañana se veía tranquilo después de mucho tiempo. Comenzaba a creer que podrían establecerse y quedarse allí para siempre.
Pablo comenzó a trabajar en la panadería, y al primer mes pidió un préstamo para comprar muebles. Cuando los cargadores trajeron la mesa del comedor y la cama, un estrépito resonó en las tablas del piso. Todos lo oyeron, aunque María al mismo tiempo percibió un grito breve que apenas había sobrepasado al ruido anterior. Sintió curiosidad, no miedo, porque de alguna forma los sonidos viejos y estériles de la casa parecían haber estimulado la percepción de otros más sutiles e indefinibles.
La siguiente vez ocurrió esa misma tarde, y miró por la ventana para cerciorarse de que lo voz no llegaba desde la calle. Durante el resto del día se sentó en una silla en medio del cuarto, como formando o siendo ella misma una parte del mobiliario, y se puso a escuchar con extrema atención. Entonces pudo distinguir dos voces superpuestas, voces masculinas que gritaban de pánico.
Cuando se lo dijo a Pablo, se arrepintió de haberlo hecho. Una mirada de preocupación invadió el rostro de su esposo, que salió al balcón a fumar. Seguro pensaría en una nueva forma de huir, de abandonar la casa que ella empezaba a sentir como propia. No se decidió, sin embargo, a contarle también sobre los disparos, que se repitieron con mayor frecuencia en los siguientes días.
Más adelante tuvo miedo de quedarse sola, e iba a la panadería cuando el sonido de las armas, ininterrumpido, se le hacía insoportable. Al alejarse, la fuerza de los disparos disminuía, y se daba vuelta observando el perfil de la casona solitaria en la cuadra, sucia y triste bajo el cielo nublado del otoño. Como a veces no quería molestarlos en el negocio, visitaba a alguna vecina o permanecía encerrada en el baño, donde los ruidos se atenuaban. Un día él la buscó por todas partes al volver del trabajo, y María salió del cuarto en el que se había encerrado, abrazándose a su cuello, llorando.
-¿Qué escuchaste?- le preguntaba Pablo, consolándola con cálidas caricias sobre las mejillas húmedas.
Estuvo a punto de contarle sobre las sirenas y los gritos, pero aquella era su casa ahora, y no estaba dispuesta a dejarla. Por eso no le dijo nada. Pablo se acostó mirándola preocupado. Ella conocía esa expresión amarga, con la mente obsesionada por las sirenas de los autos que un día vendrían a buscarlo. Se le acercó para hacerle una caricia, y él se apartó bruscamente, fastidiado, como si se viese atrapado.
Dos meses después, compraron más muebles usados. Habían gastado todo el préstamo, pero ya no les era posible ser cuidadosos. Pensaban que tal vez, llenando la casa con mayor peso, desaparecería su quejido insistente. Los eligieron por una única razón, no su utilidad o su belleza, sino por el peso. Buscaron madera maciza, lo más muerta e inmóvil posible. Los obreros distribuyeron los muebles, y el crujir de la casa volvió a resonar. Pablo comenzaba a ponerse un poco más nervioso a cada minuto, tratando a los obreros con órdenes cortantes y gritos furiosos.
Entonces ella oyó de nuevo las voces, más aún cuando los hombres terminaron y el sonido de las tablas se detuvo. Vio a Pablo discutir con ellos por el pago del transporte, y al escucharlo hablar en ese tono las voces se mezclaron. María se sintió mareada, un griterío de hombres furiosos la estaba rodeando. Y no era capaz de distinguir las voces reales de las de sus sueños. Después una sola persistió, la de Pablo. La suya era la única semejante al dúo original de gritos que la habían perturbado desde su llegada.
En la siguiente semana, el embarazo ocupó sus pensamientos, y ella decidió olvidar todo lo demás. La casa parecía responderle atenuando el sonido de la madera, y Pablo ahora estaba más tranquilo y entusiasmado por su trabajo en el negocio.
Al final del invierno, la fuente de los gritos resurgió. Intentaron pasar separados la mayor parte del tiempo, sin poderse explicar esa necesidad de súbito rechazo. Los fines de semana ella permanecía en cama, y él iba de una habitación a otra con clavos y un martillo. Reparaba las tablas sueltas y las que no lo estaban, con la obsesiva idea de que así podría disminuir el quejido de la casa.
En octubre, María comenzó a sentir los dolores del parto y esperó a que Pablo regresara para ir en busca del médico que vivía enfrente. Media hora después el bebé había nacido y el doctor lo limpiaba, arrullándolo con un murmullo. María, con la mirada asustada, levantó la vista hacia el médico. Los dolores ya habían pasado, pero aquel arrullo, en lugar de tranquilizarla, inquietó su ánimo, porque reconoció la voz, la misma que junto a la de Pablo, gritaba de miedo.
Luego surgió el sonido de las sirenas, aunque esta vez estaba segura de que no era su imaginación. Los dos hombres corrieron hacia la ventana, y ella, desde su cama, pudo ver a los patrulleros frente a la puerta, incendiando el barrio con sus luces rojas. Pablo buscó el revólver del armario, y sujetando al médico del cuello abrió la puerta de calle. Los policías lo iluminaron con sus faros y apuntaron hacia él.
-¡Si no se van, lo mato!- gritó.
Al cerrar, lo ató a una silla y fue a apagar todas las luces. Después se quedó un rato junto a su mujer.
-Me voy solo- le dijo a María, mientras acariciaba a su hija.
María se puso a llorar, quería acompañarlo y prevenirlo del peligro, era la única que podía hacerlo. Pero él se rehusó.
-No pudiste prevenirme esta vez, mi amor, a lo mejor perdiste tu don.- Ella quiso decir algo, pero sabía que era inútil.
Pablo se iría antes del amanecer si lograba evadir a los policías, así que cerró todas las puertas y los postigos de la casa. Cuando terminó, ya le resultaba difícil respirar. Tocándose el pecho descubierto, agitado y sudoroso, recorría la habitación con un silbido involuntario de su garganta estrecha. Fue de una ventana a otra en busca de una rendija de aire fresco. Ella notó la expresión de irremediable desconsuelo en los ojos de su esposo, en ese rostro donde la oscuridad y el ahogo eran cada vez más parecidos al encierro de la prisión. La vieja casa había sido, desde su llegada, una nueva cárcel para él.
Antes de que amaneciera el médico logró desprenderse la mordaza, y dio un grito de auxilio. Pablo despertó asustado del ligero sueño en el que estaba sumido, y sin pensarlo, como un reflejo, le disparó en el cuello. El cuerpo se movió convulsivamente unos segundos y luego se detuvo. María se levantó para detener la sangre con sus sábanas, y empezó a llorar.
-¡Ya lo sabía, ya lo sabía!- dijo gimiendo desesperada, y cuando se dio cuenta de sus palabras ya era tarde.
Pablo la miraba ahora con incomprensible terror, como si ella se hubiese transformado en un objeto o un lugar, en algo más parecido a un sitio de inevitable encierro que a una mujer. Entonces hizo un gesto de ahogo extremo y corrió hacia la puerta. Al abrir, se oyeron los disparos que lo mataron.
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