jueves, 28 de agosto de 2008

El rostro de los monos








La mujer se resiste con fuerza. Su cuerpo pesado se escurre de los brazos de Charly, y un puñetazo lo alcanza en la boca. Pero él no protesta. Sujeta el puño que lo golpeó y lo retuerce junto a la otra mano en la espalda de la mujer. Ella grita, sigue luchando contra el pañuelo que le oprime la boca y la nariz. Pero el cloroformo comienza a adormecerla y cae sobre la camilla. Charly emite un suspiro de alivio, es la segunda vez que ella despierta. Decide mantenerla sedada con algo más fuerte.

Ata las manos de la mujer con cordones. Palpa el vientre crecido y comprueba si aún hay movimientos, pero no los encuentra. Sus dedos no necesitan mucho tiempo para darse cuenta. Han sido, junto con sus ojos, el único sistema comunicante con el mundo.

Va hasta la heladera, prepara la jeringa y regresa junto a la camilla. La inyecta en el brazo. Atrasará el parto, lo sabe, sin embargo es imprescindible atarla bien antes que despierte otra vez. Ella tiene que estar consciente todo el tiempo para que el parto sea normal. Lo ha sido en las últimas cuatro ocasiones, con las últimas cuatro mujeres.

Rosa, la partera que atendió a su madre al nacer él, siempre había elogiado sus manos. Decía que eran pequeñas y sensibles para palpar a los bebés. Por eso, desde que él tuvo diez años, le había enseñado a poner sus dedos como pinzas en la carne húmeda de las embarazadas para hallar el feto y estimularlo.

Charly recuerda cómo era la casa de La Boca cuando ella vivía. Una habitación con dos camas, la cocina y un baño agregado a un costado, al que se llegaba desde el patio. Sólo dos elementos de su trabajo gozaron siempre de un especial cuidado: la heladera donde guardaba los remedios, y un armario con el instrumental para las urgencias. Las mujeres llegaban gritando a cualquier hora, y Rosa las atendía aunque fuese de noche o cortaran la luz en el barrio.

El comentario sobre sus manos fue lo único bueno que escuchó de ella. El resto se parecía a lo que una vez le oyó decir:

-Menos mal que tu vieja se murió al nacer vos, imagináte cómo habría sufrido al verte así...

Se mira al espejo en la misma habitación donde vive solo desde que Rosa murió hace dos años. No sabe quién lo llamó Charly, pero fue el nombre que menos lo avergonzó de todos los que le dieron. Se mira las manos, pequeñas para su edad, y las pone sobre la cara, sin alcanzar a cubrir del todo su rostro deformado. La mandíbula parece escaparse, los huesos sobresalen con aspecto simiesco. Así lo llamaban a veces, sobre todo en la escuela a la que lo habían enviado al principio. Luego había tenido que abandonarla, y fue a una especial, donde otros niños tan extraños como él se miraban entre sí todo el tiempo, sin comprenderse.

Son las seis de la tarde. Mira por la ventana, el barrio está tranquilo, las luces del circo se están encendiendo en la otra cuadra y dos carros con animales pasan por la calle. Los observa un rato, incluso puede olerlos. Hay mucha menos gente que algunos años antes. Rosa murió cuando sus servicios se reducían a un parto cada dos o tres meses. Las personas ahora asisten a los hospitales. Pero él había conocido la buena época, cuando ella trabajaba todos los días y parte de la noche. La ayudaba hasta que se caía de sueño o sentía ganas de vomitar, y sólo era capaz de pensar en el líquido pegajoso, la sangre y los pelos de pubis que tocarían sus manos antes de saberse vencido del todo por esa noche. Porque en realidad es lo único que recuerda con nitidez. Ya casi ha olvidado las caras de los niños que ayudó a nacer.

La primera vez que Rosa lo hizo acompañarla, lo puso frente a una de las tantas mujeres que pasaron por esa casa.

-Es ésto o el circo, en algo tenés que trabajar…-le dijo ella.

Entonces aprendió observándola. Rosa le daba instrucciones y él obedecía. Ninguna de las mujeres se asustaba al verlo, porque el de Charly había sido siempre un rostro conocido y mudo en el barrio. A veces él pensaba en la razón de su silencio obligado, pasando largas horas de la noche en un infructuoso intento por emitir sonidos con la lengua entre los dientes. Más tarde, llegó a darse cuenta de que su lengua era un rudimentario ejemplo de músculos muertos con una cicatriz inalterable.

Sigue mirándose la boca abierta en el espejo. Hay mucha luz en la habitación, y sin embargo, no hace más que evocar la oscuridad de las noches agitadas, cuando sujetaba los instrumentos con las manos húmedas. Los mismos que guarda en el viejo armario. Desde la muerte de Rosa los ha utilizado solamente para otros cuatro niños.

La mujer despierta otra vez, pero está tan sedada que mueve nada más que sus ojos. Lo mira con atención y frunce las cejas.

Las burlas de los chicos del barrio habían comenzado un día a hacerse insoportables, y desde entonces no quiso salir. Rosa escuchaba los insultos desde la calle, pero no se atrevía a criticarlos.

-Quedáte acá y ayudáme, pronto se van a olvidar de vos si no te ven- le decía ella, mirándolo con sus ojos claros, antiguos, en medio de esa cara de piel oscura y curtida. Se encargó de enseñarle a leer con los manuales que conseguía prestados en el barrio, y después con las recetas y los prospectos que la gente les llevaba.

El cabello de Charly es negro, lacio, y lo peina hacia atrás. Tanta semejanza con un simio debe ser deliberada, piensa. A Rosa le agradaba decirle eso mientras lo peinaba, aplastándole el cabello hacia atrás. Él supo desde entonces que así iba a ser para siempre.

La mujer se agita y quiere gritar. Dirige una mirada hacia la ventana, pero se da por vencida. Son las diez de la noche. Observa a Charly, a su simiesca máscara colocada tan apropiadamente. Porque el cuerpo, aunque no tuviese deformidad, había crecido bajo la autoritaria idea que aquella extraña cabeza proclamaba. Ella lo mira caminar desde la heladera hasta el armario. Una luz se enciende sobre la camilla. Él tiene puesto un guardapolvo gris, debajo del que escapan las manos velludas y el pecho hirsuto. No hay posibilidad de duda para quien lo ve por primera vez, aunque cueste creer en la transformación humana de un animal, y en realidad no fuese más que el hecho inverso.

Él sabe que deberá inducir el parto, así que prepara la solución que Rosa utilizó en los últimos años, cuando ya estaba cansada de las horas expectantes. Siempre había oído decir a los vecinos que los métodos que ella usaba eran peligrosos. Pero eso ahora ya no importa, lo único imprescindible en esta hora once, de esta quinta vez, es sacar al niño para que sea semejante a los otros cuatro.

Rosa agonizaba cuando lo llamó a su lado. Unas radiografías del cráneo cayeron al piso cuando él se sentó en su cama. Charly agarró una, pero no pudo entender la mancha blanca que ocupaba la mitad de la cabeza de Rosa. La imagen gritaba la evidencia, pero él no comprendía. Vio a la partera levantarse torpemente, casi desnuda, con los pechos fláccidos y oscuros que temblaron al caminar hasta al armario para sacar el fórceps de un cajón. El instrumento era tan viejo, tan moldeado por sus dedos, que parecía haberse convertido en una extensión de sus propias manos. Colocó entonces una de las piezas sobre la cabeza de Charly, luego la otra en el lado contrario, y las unió, formando una pinza que presionaba la mandíbula y la frente. No traccionó, pero fue suficiente para que el rostro recordara su origen. Rosa apoyó las manos sobre él, intentando detener la imaginaria hemorragia en la boca de Charly, así como lo había hecho veintidós años antes. Él apartó la cabeza, temblando. Ella acarició el mentón saliente, los labios inflamados, y se detuvo. Los ojos de Charly tenían el brillo de las brasas.

Al día siguiente, Rosa había muerto. Charly se vistió con el saco negro y largo, de cuello ancho que levantaba hasta cubrirse las orejas, se colocó un gorro, y caminó hasta la casa del hermano de Rosa para pedir el dinero que ella había ahorrado. Se lo entregaron con temor, su aspecto era el de un hombre alto, oscuro, silencioso. Vivió con ese dinero, sin preocuparle conseguir más, acostumbrado a la austeridad, a la arraigada idea de pobreza que Rosa siempre le había inculcado.

Pasó los siguientes dos años intentando deshacerse de aquel dolor creciente, como si en esa última noche ella hubiese abierto la compuerta de una hoguera. Sabía que ya no formaba parte del mundo, y que éste no podía dañarlo más. Lo único que le quedaba por hacer, era lo que siempre había hecho mejor: sacar niños del vientre de sus madres. A la primera mujer había tenido que vigilarla durante casi todo el embarazo, y aún después de raptarla debió aguardar para el nacimiento. Pero después calculó el tiempo exacto, y el secuestro, el parto, la venganza y el abandono se sucedieron sin requerir tiempo de espera.

Son las doce y media de la noche. Hay función en el circo, la música de la banda viaja suave y asordinada. Charly cree que ya es tiempo de empezar. Saca otra jeringa de la heladera, y la inyecta por debajo del ombligo. Ella grita, atenuada su voz por la mordaza. Hasta la calle sólo llegan gemidos disfrazados. Retira la aguja y ve llorar a la mujer, que mira hacia la lámpara. Todas hacen lo mismo, piensa él, las mujeres siempre lloran, incluso Rosa. Le es difícil entender el llanto, aunque nunca le resultó extraño el de los niños. También debió haber llorado él, e imagina su nacimiento. Entonces aquel viejo dolor en su pecho empieza a ser más fuerte, y el pelo se le eriza en los brazos, en la espalda. Da vueltas alrededor de la camilla, esperando el efecto de la droga.

Ha pasado media hora, y las contracciones son muy intensas. Ella sigue gimiendo. Charly va hasta el armario y busca las ramas del fórceps. Vuelve y empuja un balde con los pies, pero la mujer rompe la bolsa y el agua cae al mismo piso que tanto líquido humano ha soportado antes. El abdomen se contrae rápidamente, la cabeza del niño se asoma. Charly no aguarda, ése es el instante preciso. Pone una de las palancas en la frente y otra sobre la mandíbula. Nota que el feto tiene un color oscuro muy peculiar, casi no se mueve. Une las ramas del fórceps y gira el tornillo de cierre. Continúa apretando. Sigue comprimiendo.

Tracciona.

La cabeza del feto se desprende del cuerpo, y queda entre las piezas del fórceps. Charly la mira sin entender. No oye llantos, esta vez. Sólo ve una cabeza de ojos cerrados, y los hombros estrechos asomándose entre las piernas de la mujer.

El color morado, piensa, y se da cuenta que el niño hace mucho tiempo que no tiene vida.

El niño al que iba a dar un nuevo rostro, se desliza de sus dedos. Sabe que no habrá manera de seguir con el plan. Ya no es necesario ir con el cuerpo de la mujer hasta el río, ni abandonar al bebé con el nuevo rostro en una calle transitada para que alguien lo encuentre.

Esa ansiada entrega al mundo de su quinto monstruo.

Otro simio enfurecido como él entre los hombres.

Un aroma a fetidez flota en la habitación, pero una ausencia mayor aún lo asusta y lo hace temblar, la del llanto estridente y vital. El dolor comienza nuevamente. El fuego inapagable debe dejarse avanzar, piensa Charly. La puerta que detiene el fuego ahora abierta hasta el fin de sus bisagras. Entonces se desprende el guardapolvo pegado a la piel por el sudor, y huye de la casa.

Las luces nocturnas de la calle lo iluminan mientras corre, como si saltara sobre brasas. Se está quemando. Da largos pasos, la fuerza que aplica a sus piernas parece desarticularlo. Charly llega al borde del muelle y se tira al río. El agua espesa y sucia se balancea, y dos barcos anclados comienzan a juntarse lentamente en el lugar donde se ha hundido.

Son casi las cinco de la mañana. La gente está reunida en una orilla del puerto, alrededor del cuerpo rescatado del agua. Ha venido un forense a investigar, y pregunta lo sucedido.

-No sé bien cómo pasó, Doctor Ibáñez-contesta el policía, con cara cansada y ojos que no ocultan su confusión.-Hace unas horas me pareció ver la sombra de un animal corriendo torpemente, erguido en las patas traseras, y pensé que era un mono escapado del circo.

Pertenece a una tercera colección de cuentos no publicada. La génesis del cuento fue la imagen física del personaje protagonista: esa especie de monstruo que convive con nosotros en cualquier barrio y pocos conocen. ¿Qué hay en ellos? ¿Su cara determina lo que hay en su alma, o viceversa? El objetivo de Charly podría ser probablemente la venganza, y el resentimiento también, pero sobre todo el descubrimiento de que él también puede crear, como un dios, seres a su imagen y semejanza, para no sentirse nunca más el extraño al que todos miran con recelo.
El episodio policial del relato se menciona en el libro de cuentos "Los seres intermedios" (ver "Los Oscuros"). También aparece un personaje que tendrá relevancia a partir de este tercer libro: el doctor Ibañez, médico forense.
El cuento recibió una mención en el concurso Leopoldo Marechal del Municipio de Morón en 2005. Fue publicado en el número 251 de la Revista Casa como finalista del premio Casa de las Américas 2008.



Ilustración. Phil Hale

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