sábado, 23 de agosto de 2008

El desprendimiento

Marcos entró a trabajar en el banco a comienzos del año, y fue acercándose a nosotros no con timidez, sino con indiferencia. Cuando vio que éramos un grupo tranquilo y melancólico, nos acompañó más frecuentemente al bar de la esquina de Paraguay y Esmeralda. Un día decidimos invitarlo a una salida de pesca en la costa.

Era alto, muy delgado, con el cabello canoso y bigotes como manchas de ceniza. Tenía tal vez cuarenta años o un poco menos. Nos contó que era soltero, y que había manejado un taxi por casi diez años para ganarse la vida, hasta aquel accidente con un camión que lo chocó de frente. Estuvo varios meses en el hospital, con las costillas rotas y un respirador artificial. Nos describió el estado del auto después del impacto, reducido a la mitad, contraído como una araña muerta, y él adentro, incrustado en el asiento con el volante metido en el pecho. Resultaba difícil creer en su supervivencia, aún viéndolo algo encorvado y con fuertes y frecuentes accesos de tos. Pero nunca encontré señales de tristeza en su rostro, sólo una serena, inclaudicable confianza en sus gestos, sus palabras, en ese cuerpo que parecía haber desafiado las leyes de la lógica.

Manejaba por General Paz después de llevar a un pasajero. Estaba anocheciendo. De repente un camión bajó del puente a más de ochenta kilómetros por hora, y al entrar en el cruce de caminos dobló en la dirección contraria, justo hacia mí. El chofer agitaba los brazos y me di cuenta de que el freno ni el volante le respondían. Todo pasó en un instante. El dolor vino más tarde, al despertar en el hospital. Fue recién ahí donde sentí mis huesos rotos. Los médicos me rodeaban con caras nerviosas. Entonces levanté la cabeza y vi la sangre, las costillas salientes en mi pecho, y un enorme agujero que parecía conducir a un abismo.

Teníamos que encontrarnos en lo de Marcos a las nueve de la noche del viernes. Cuando llegamos, estaba colocando las cañas en el portaequipajes, y vimos salir de la casa a un niño de alrededor de cinco años. Al acercarse a las luces del auto, noté que era exactamente igual a Marcos. Un parecido que me sorprendió al principio, porque me daba la sensación de estar viendo a la misma persona. El niño, sin embargo, tenía unos ojos más oscuros, de mirada temerosa. Creo que me impresionó sobre todo su apariencia delgada y pálida, casi lúgubre, quizá irreal. Le pregunté a Marcos por qué había ocultado a su hijo todo ese tiempo.

-No me lo preguntaron- dijo riéndose. Tan simple y ofensiva fue su respuesta, que me sentí burlado, pero al mirarlo de frente tuve miedo de sus ojos.

Se ubicó frente al volante y puso al chico en el asiento entre él y yo. Atrás estaban Nicolás y Luis, con mantas y ropa suelta sobre las rodillas, ambos habían perdido a sus hijos y no les molestó llevar al niño. Marcos quiso tomar el primer turno para conducir.

Cuando desperté, no tenía idea del tiempo que había pasado. Estaba envuelto en vendas, dolorido, obnubilado. Me habían puesto una mascarilla de oxígeno conectada a un tubo parado al lado de la cama como un guardia de metal. Las enfermeras me pinchaban los brazos cada dos días, buscando las venas que aún tenía sanas. No podía hablar, y no me atrevía a intentarlo por temor a destruir los parches que me habían cosido en el pecho y alrededor de la boca. Siempre tuve la certidumbre de que la voz es vida, y escucharme habría sido como reconocerme vivo. Por eso no hablé. Aquel estado de semi-muerte me conformaba. Y fue entonces que vi al niño en una silla en el rincón junto a la puerta. Me dijeron que había estado ahí desde el primer día.

-No se quiso separar de usted desde que llegó- me contó una enfermera.- No sé cómo se enteró, porque en su casa nadie contestaba el teléfono.

Lo miré con tanta curiosidad y confusión, que sentí mi cara lastimada contraerse de dolor por las suturas. Pero no fui capaz de decirles que era un error, una equivocación lamentable.

Llevábamos dos horas de viaje cuando el niño se pasó al asiento trasero. Las luces de la ruta y los faros de los autos nos encandilaban. Marcos conducía bien, aunque rápido en las curvas y se adelantaba con mucho riesgo. Le dije que tuviera cuidado.

-Sos un cagón, Ricardo- me respondió, sin dejar de reírse al verme asustado.

Cuando ya me estaba acostumbrando a su destreza, vimos que un camión a más o menos cincuenta metros entraba en nuestro carril. Los faros me enceguecieron y desvié la vista, sentí que doblábamos a la derecha y de pronto todo quedó a oscuras. Nos salimos del camino, el barro y el agua de la banquina salpicaron el parabrisas, y atravesamos el pastizal que desaparecía bajo el paso del coche. Creo haber dicho Dios mío y varias puteadas hasta que nos detuvimos. Entonces Marcos, mirando al camión que se esfumaba en la neblina, salió del auto e hizo un gesto obsceno del que no pudimos evitar reírnos durante un largo rato como locos. Era preferible eso, pensé, dejarse llevar por los nervios y no por la muerte.

Nadie se había acordado del chico, y recién pensamos en él cuando escuchamos, entre el canto de los grillos que se habían metido al auto, un gemido. El niño estaba llorando con la cara en las rodillas y las piernas encogidas, con un temblor que no cesó sino hasta media hora después. Para ese momento, ya habíamos retomado el viaje, sin convencer a Marcos de que nos dejara conducir y lo calmara.

-Dejá de llorar de una vez, no seás maricón- fue lo único que le dijo, y nosotros lo cuidamos el resto de la noche.

Está mal que yo lo diga, lo sé, pero Marcos se veía feliz, como si aquel episodio hubiese sido una especie de revancha para él. Su risa extraña, casi incontrolable durante las siguientes horas del viaje, me resultó irritante. Llegamos a la ruta interbalnearia y contemplamos el reflejo del mar en el cielo recién nacido de ese sábado. Me pidió que despertara al niño por si quería orinar. Lo dijo con una expresión menos sarcástica que la de esa noche; lo que había surgido en él, parecía haberse aplacado.

El chico aún seguía durmiendo. Con la luz de la mañana pude ver mejor su rostro delgado y la nariz enrojecida. Era un niño como cualquier otro, excepto por el hecho de no haber dicho una palabra ni sonreído en toda la noche. Sólo lloró, como si su cuerpo estuviese constituido por un irrevocable estado de ánimo.

Venían a curarme las heridas una vez al día. Sacaban al chico del cuarto y retiraban las vendas. Un día les pedí que me dejaran ver la herida. Creo que ninguna palabra limpia salió de mi boca desde entonces. Intentaron calmarme, dijeron que era necesario enfrentar los hechos con serenidad porque no deseaban mantenerme siempre sedado.

El volante se había incrustado en mi tórax y partido el esternón en tantos pedazos que había resultado imposible reconstruirlo. Iban a operarme para colocar una prótesis, pero yo no los escuchaba. Mi mente sólo tenía ojos para el hueco en el que una membrana roja y gris se movía con el ritmo del corazón. Volvieron a taparme y salieron del cuarto. Entonces sentí una furia que necesitaba depositar en algo o en alguien. El chico abrió la puerta y se acercó.

-No podés perderte al fenómeno de circo-le dije, y despegué otra vez las vendas. Se puso a llorar y quiso escaparse, pero lo retuve del brazo, lo hice oler las heridas recién desinfectadas, casi bellas de tan extrañas. Cuando lo solté, no huyó. Se quedó a mi lado agarrándome de la mano, como si ya se hubiese acostumbrado, y contemplaba mi pecho con algo de nostalgia, quizá.

La casa de Nicolás estaba en Aguas Verdes. Llegamos a las seis de la mañana y nos acostamos. A eso de las doce del mediodía comimos algo y fuimos a pasar la tarde en la playa casi desierta. El niño se mostró más confiado esa tarde, pero con Marcos siempre se comportaba tímido y miedoso. Lo raro era que muy pocas veces se separaba de él.

Cuando el sol comenzó a ocultarse detrás de los médanos, teníamos los ojos enrojecidos por tantas horas de calor. Miré hacia el agua, Marcos se daba una zambullida. Su torso desnudo parecía una cicatriz única, la espalda estaba encorvada, cubierta por una piel blanca y lechosa que resaltaba las costillas con bordes irregulares, como huesos anómalamente soldados. En el frente, tenía una prótesis adherida o suturada no mucho tiempo antes, se notaban todavía las rugosidades de las suturas. Sentí lástima, pero también desconcierto, porque esa tarde se había quitado la camisa sin siquiera mirarnos para ver si lo observábamos. Como si su cuerpo fuese igual al de cualquiera y la deformidad estuviese sólo en nuestra mirada.

Comenzó a llegar más gente. Leticia, la extraña loca a quien veíamos todos los años, saludó de lejos y se fue. Nos acercamos a un par de mujeres solas, hermosas pero tristemente antipáticas. Yo estaba harto de las mujeres distantes después de mi experiencia con mi novia, así que nos apartamos para preparar nuestro campamento. Algunos otros pescadores llegaron con sus redes y se instalaron lejos. El niño había estado casi toda la tarde en el agua o revolcándose en la arena. Le cambiamos los calzoncillos dos o tres veces, y la mayor parte del tiempo Marcos o Luis lo cuidaban. Nunca lo vi jugar con entusiasmo, sino con una extraña lentitud en sus movimientos. Hablaba solo, y cuando alguien intentaba acercarse se callaba. El viento arrastró algunas nubes sobre el mar al final de la tarde, tan calmo como una criatura enferma que nos estaba mirando.

Se sentaba a mi lado con la misma expresión que siempre enterneció a las enfermeras. Cuando estábamos solos, le hacía preguntas que jamás se dignó a responder a pesar de mis muchos y vanos intentos. Verlo era como observarme en un espejo, casi como una parte de mí mismo que ahora estaba allí enfrente, contemplándome.

-Tiene que hacer algo con su hijo- me pidió el médico.- Viene a la mañana temprano, se queda todo el día acá y se pone a llorar. ¿No tiene a alguien más que lo cuide? ¿Vive solo?

-No, doctor, en realidad...- Intenté ensayar una explicación, saber por qué decía eso si yo veía al chico todas las noches en el mismo rincón del cuarto. Una parte de mí decía que debía deshacerme de ese niño. Pero la misma molestia que me producía verlo siempre triste, me llenaba el pecho de una extraña satisfacción.

Durante todo ese tiempo en el hospital no me aburrí, porque Ramiro, así lo llamé cuando dijo que no tenía nombre, me entretuvo con su miedo. Por ejemplo, el temor que tenía a las manos de los médicos, a mis accesos de tos o a la idea de mi posible muerte. Entonces yo me sentía liberado y comenzaba a hablar como nunca antes lo había hecho. Dije obscenidades a las enfermeras mientras las manoseaba, e insulté a todos con los que había hecho amistad en el hospital. Ya no quisieron hablarme más que para lo estrictamente necesario, y me trataron con temeroso respeto.

Los peces picaron esa noche, y tuve que meterme al agua fría para arrojar de nuevo los anzuelos. Los demás prepararon el fuego y una gran jarra de café. Regresé a la playa y puse los pescados en la canasta. Me abrigué con la campera de cuero. Cerca nuestro apareció una luz de linterna y vimos a las mujeres de esa misma tarde. Tenían frío, nos dijeron, y las invitamos a acercarse. Eran las once de la noche. Los seis estábamos hablando y contando chistes cuando vi a Ramiro jugar en la arena un poco más lejos del círculo de luz de la fogata. Le advertí que no se alejara demasiado. Me resultaba grotesco ver en el niño la absoluta carencia de esa parte, tan indefinible como humana, que hace de los hombres un fragmento del tiempo. En la cara de Ramiro no pude hallar ni un solo rasgo de herencia de mujer.

Tuvimos que insistir varias veces en que no se apartara del grupo. Pero cada vez lo veía más cerca de la orilla, prácticamente indistinguible en medio de la oscuridad. Marcos iba a buscarlo y lo traía agarrándolo de un brazo, sin que los temblorosos pies del chico tocaran la arena. Ellas se reían, pero evitaban acercarse a Marcos desde que habían visto su cuerpo deforme al bañarse esa tarde. Él, sin embargo, se sentó con el niño sobre las piernas, indiferente a sus miradas.

Después fui yo el que tuvo que buscar al chico, y traté de retenerlo hablándole de cualquier cosa. Sin contestarme, él miraba la oscuridad del mar con insistencia. Cuando era más de medianoche, Marcos se sentó a mi lado a tomar café frente al fuego, y se puso a contarme, en voz baja, la historia del accidente.

Unos meses más tarde me operaron. Ahora soy mitad hombre y mitad muñeco. Como esos juguetes de trapo que teníamos de niños. Recuerdo haber perdido el mío un día en que me metí en el mar y la corriente me arrastró hacia lo profundo.

Las olas me cubrieron una tras otra, sin darme tiempo a respirar. Yo me hundía, el agua me inundaba la nariz y la boca. Entonces pensé en mi vida, en que ya no vería más todo lo que amaba: mi casa, mi habitación, la cara de mi padre. El mundo estaba tan lejos que parecía un punto oscuro esfumándose en el fondo del agua. Supe que no podría desprenderme jamás de aquella opresión en el pecho. Porque a pesar del brazo salvador de mi padre al rescatarme, no dejé de sentir ese peso hasta el día en que choqué.

Cuando me dieron el alta, tuve que llevarme a Ramiro. Cómo iba a explicarles a todos que ese niño no era mi hijo.

Al principio la historia me pareció absurda, casi una broma de mal gusto.

-Tenemos que cuidarlo- me dijo al terminar su relato, tan serio como nunca lo había visto.-Creo que quiere volver.

-¿A dónde?- le pregunté.

Fue entonces cuando me di cuenta de que Ramiro ya no estaba, y lo vi en el agua, demasiado lejos para llamarlo. Grité a los demás, mientras trataba de distinguir al chico en la oscuridad entre las olas. Marcos corrió enseguida hacia él, y lo seguí. Me costó avanzar contra la marea, las piernas se me endurecieron y por un momento dejé de sentirlas. Tuve frío y una enorme desolación al verme arrastrado por la negra masa de agua que ni siquiera podía ver, bajo ese cielo nublado y oscuro.

Por momentos alcanzaba a verlos a ambos. Sus cabezas sobresalían de la superficie, o quizá fuese solamente la espuma de las olas. Pero luego sí pude a ver a Marcos acercarse al chico, y hasta creo que logró sostenerlo de los brazos por un instante. Después, los gestos desesperados del niño se hundieron y no volví a verlo surgir. La oscuridad se hizo completa al ocultarse otra vez la luna. No podría decir cuánto tiempo pasó. Ya me estaba dando vuelta para regresar a la playa, cuando Marcos me agarró de un brazo.

Nadamos unos metros, sin soltarnos. Cuando hicimos pie, tuvieron que ayudarnos el resto del camino hasta la arena. Las mujeres nos esperaban, nerviosas, con las toallas. Yo temblaba de frío, pero Marcos tenía un temblor diferente. En su cara había miedo otra vez.

Intentó taparse el cuerpo con la ropa mojada, pero cuando quise consolarlo y acercarme, vi al niño bajo la camisa abierta. Me estaba mirando desde el pecho hueco de su padre.



Del libro "Los seres intermedios", es un relato de naturaleza fantástica, pero con la intención de ofrecer un tono de ambiguedad durante su desarrollo. El punto de vista siempre es de un solo personaje a la vez, pero alternándose, y el tiempo en que cada uno transcurre es diferente. Ambas narraciones convergen en un mismo tiempo y situación, finalmente, lo mismo que las pistas ofrecidas renuentemente a lo largo del cuento. El final es fantástico, pero traté de evitar descripciones excesivas y la habitual retórica a la que este tipo de relato puede llevarnos si no sabemos controlar el ritmo y el tono. Todo con el único fin de que el misterio insinuado logre su efecto en la revelación final.
Los personajes, excepto Marcos, aparecen como protagonistas en otros relatos de esta colección, trayendo un historia propia para quienes los leyeron precedentemente, y dando unos matices más al ambiente enrarecido. El mismo objetivo tiene la inclusión del personaje de Leticia (ver "La guardiana") y de un hombre que llama a su perro (ver "Max", de la colección anterior), ambos indicando que en un mismo sitio ocurren muchas historias merecedoras de un relato propio.
Este relato mereció el primero premio en el concuro organizado por la Fundación Ciudad de Arena de Buenos Aires en 2005, con un jurado integrado por Paticia Suárez, Pablo de Santis y Carlos Gardini. Publicado por primera vez en la Revista Cuásar de Luis Pestarini en el número 42, marzo de 2006.

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Si... (Rudyard Kipling, 1895)

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