Claudia despertó. El sol del
sábado a la mañana atravesaba las rendijas de la persiana hasta caer
directamente en sus ojos soñolientos. Se restregó los párpados, se dio vuelta
en la cama y vio el cuerpo del hombre dormido. Su lucidez, apenas despejada, se
dejó sorprender por un momento, pero enseguida recordó. Qué hace todavía acá.
Apoyó un codo en la almohada y la cabeza en la mano, se cubrió con la sábana
porque abril traía ya los primeros fríos del otoño. Las líneas de luz dibujaban
cortes en la espalda del hombre. Todos se van a las dos o tres de la mañana,
por qué se queda. Es un tonto si piensa que me voy a enamorar. Pero no fue tan
tonto anoche, se ve que tiene experiencia. Lo más probable es que quiera
tomarse una taza de café con leche o un mate, y de paso evitarse el frío y la
humedad del viernes a la noche.
No voy a ceder, voy a preparar una sola
taza. Se quedó un rato más observando las manchas de vello oscuro y rizado en
los omóplatos y en la baja espalda. Iba a acariciarlo, pero se detuvo a tiempo.
Justo cuando su mano estaba por tocarlo él se movió, aunque sin despertar
todavía. El reloj marcaba las ocho y media. Prendió la radio y elevó el
volumen. A ver si se despierta y se va de una vez. Radio Nacional y la marcha
militar por centésima ocasión en los últimos dos días.
“...más
de dos mil personas reunidas en la histórica Plaza de Mayo para festejar la
recuperación...”
Se levantó, aturdida por el estridente
sonido monoural y el vocerío de la multitud, que sonaba como un coro desafinado
sin palabras tronando desde un lugar más lejano o más profundo quizá que el de
la plaza. Si no se despierta con esto. Se puso la bata de toalla verde, una
salida de baño en realidad, que le llegaba hasta la mitad de los muslos. Una
corriente de aire le dio escalofríos. Se levantó y abrió la persiana. La mañana
estaba bellamente dorada por el cielo, la ciudad se veía envuelta en
blanquecinas nubes semejantes a alas de ángeles. Las bocinas se escuchaban
débiles por la altura del departamento y las ventanas cerradas. Tuvo la
tentación de abrirlas y dejar que el frío y el ruido despertaran al hombre,
pero un resto de piedad se lo impidió.
Abrió las puertas del armario que separaba
el cuarto de la pequeña cocina que había detrás. Encima del ropero, las valijas
descansaban desde dos años antes, y el polvo se había acumulado. No pensé que
me quedaría tanto.
-La inquilina anterior, una chica llamada
Cecilia, murió de sobredosis-le había contado la dueña, casualmente, pero mirándola
con superioridad, como si así le advirtiera que debía portarse bien.
Pero pronto empezó a gustarle el cuarto, y
ya llevaba viviendo allí cuatro años. Entonces recordó la advertencia que le
habían hecho hacía ya una semana. Los rumores sobre ella provocaban quejas en
las reuniones de consorcio. La vieja del departamento de enfrente le dijo a los
vecinos que había visto entrar hombres diferentes todos los fines de semana al
departamento. Pero qué iba a hacer Claudia si los hombres la engatusaban y no
podía decir que no, era una mujer al fin de cuentas. Así como hay tipos que
llevan mujeres a sus cuartos todas la noches, por qué yo no voy a hacerlo si
ellos me gustan, si tengo ganas de no dormir sola, si necesito que me hagan
sentir viva en medio de la noche, cuando creo estar hundiéndome a través de
cada piso de este maldito edificio. Si unos brazos y un aliento eran capaces de
rescatarla, ella no dudaba. Nunca pensó en el peligro que podrían traer los
desconocidos, ella los miraba a los ojos, y confiaba.
Todos se iban a las dos de la mañana, o si
eso no pasaba, ella encendía la luz y la radio. El otro entonces se levantaba y
se vestía, despidiéndose luego con un beso y un saludo en voz baja. No, jamás
les cobraría; aunque muchos hacían el ademán de llevar la mano al bolsillo,
apenas la miraban a los ojos sabían la respuesta. No era eso lo que Claudia
necesitaba, y la fría, impávida expresión de los hombres parecía
transparentarse en un recuerdo, un agradecimiento, como si ya la conocieran de
mucho antes.
Mañana voy a buscar a Diego a la casa de
mamá. Prendió la hornalla y puso el jarrito con el agua. Sacó de la alacena un
tarro de galletitas. El sonido de la lata resonó entre las cuatro paredes, pero
el vocerío de la radio lo ocultó eficazmente, así como el chocar de la taza, el
plato y la cucharita. La tapa de la azucarera cayó y rodó, sin romperse, sobre
el aluminio de la mesada. Ruidos precarios ante la embestida de la radio.
Sonidos personales que parecían inocentes perros frente a los ejércitos que
invadían islas y la multitud que iba tras ellos, vitoreándolos.
“....hace
décadas que no vemos algo como esto, la gente aplaude y agita pancartas ante
esta demostración de coraje del gobierno...”
Si me echan, quiero estar preparada. Tengo
plata para mantener a Diego por unos meses, y mamá me va a ayudar hasta que
consiga trabajo. Diego ya tiene cuatro años. Tanto tiempo perdido, tan pocas
veces que lo vio. Pero no podía mantenerlo, no era así como lo quería criar: en
un departamento de mierda, durmiendo en su misma cama por falta de espacio,
dejándolo con extraños mientras ella trabajaba de sirvienta. Por lo menos la
abuela era la abuela, y mal que mal no iba a descuidarlo. Al final, Claudia
resultó ser la extraña cuando lo visitaba, y una opresión le estrujaba el pecho
cuando el chico se apartaba llorando y apretándose a las piernas de la abuela.
Eso se terminó, mañana voy a buscarlo y lo
llevo a otro lugar donde vivir. Escuchó el rechinar del colchón y después un
carraspeo de fumador desde el baño, por sobre el ruido del agua. El hijo de
puta se va a bañar sin pedirme permiso, sin avisarme. Golpeó la taza con fuerza
contra el plato, el agua ahora hervía en la hornalla. Fue hasta la puerta, y
cuando iba a llamarlo, se dio cuenta de que no se acordaba del nombre. Él le
había mencionado que era jugador de rugby, pero no sabía nada más. No quería,
sin embargo, parecer una bruja, qué voy a decirle, flaco, quién te dio permiso
para usar la ducha. Después de todo no era para tanto. Tal vez el tipo
realmente se había hecho la idea de que podían llegar a algo serio, a veces
pasa y se encuentran hombres buenos.
Volvió a la cocina, pero antes bajó un
poco la radio, diciendo, en tono maternal:
-¡Hay toallas limpias abajo del lavatorio!
Por qué lo dijo, aún en contra de todo lo
decidido. Siempre la misma tarada, vos, no aprendés más. Tomó su café, sin
azúcar esta vez, sólo le quedaba medio tarro y quería llegar a fin de mes.
La radio hizo intermitencia y el ruido le
lastimó los oídos. Fue a bajar un poco más el volumen, cuando oyó ahora
claramente la voz gangosa, ronca, del presidente. Podía imaginarlo en el balcón
de
-¡Son pegadizas estas marchas, ¿no es
cierto?!- Y la voz no venía de la radio, sino del baño.- ¡La letra no se te
borra de la cabeza por más que pase el tiempo!
Claudia imaginaba al tipo desnudo,
secándose con alguna de sus toallas, con los brazos alzados para frotarse la
espalda. Después la puerta se abrió, y lo vio salir con una toalla alrededor de
la cintura.
-Buenos días, Clau.
Esa familiaridad. Se sintió indefensa, en
desventaja porque él conocía su nombre y ella no el suyo. Sonrió apenas y le
dio la espalda para regresar junto a la hornalla que le daba calor. Dejó la
taza en la pileta, se frotó las manos cerca de la llama. Los pies descalzos del
hombre se le acercaron por detrás. Sintió sus manos meterse por debajo de la
bata, tocarle los glúteos y subir hasta la cintura. Le besaba el cuello,
mientras le decía:
-¿Qué te parece? Les rompimos el culo a
los ingleses, ¿no?
Ella miró al techo, suspirando, y aguantó
el frío de las manos húmedas en su cuerpo. Las manchas de las moscas, que
formaban un mapa cada vez más poblado, la llevaban a pensar en viajes. A
olvidar el olor a mugre y smog de la ciudad, el aroma de las frituras y la
orina de los niños de los departamentos vecinos. Mañana será el último día,
aguantá.
Se dio vuelta e intentó separarse.
-Tengo que salir, querido. Vestite y si
querés, esperáme, que bajamos juntos.
Pero él no quería soltarla. La estaba
mirando con fijeza.
-¡Qué es eso de querido¡ ¿Y mi nombre que
gritabas con tanto placer anoche? ... no te acordás, es verdad, no te
acordás...- Se empezó a reír, satisfecho, abrazándola más todavía.
Ahora ya no podía preguntar, en la cara de
él estaba dibujada una idea, una libertad de acción, una impunidad que el
anonimato le otorgaba gratuitamente. Sólo la cara lo individualizaba, y las
caras, ella lo sabía, se confunden siempre, se pierden en la memoria con otras
miles. Como los rostros de los soldados.
“...nuestros
jóvenes héroes han convertido este hecho en un hito de la historia del país...”
La marcha volvió a sonar, de fondo,
mientras el locutor describía el saludo de los ministros al presidente. Claudia
hasta pudo imaginar el impecable uniforme y el tintineo de las medallas
balanceándose sobre los pechos de los hombres fuertes.
-¡Soltáme!
Logró separarse, pero él volvió a
alcanzarla y le desprendió la bata.
-¡Pero qué te pasa, puta de mierda!
La empujó a la cama y se tiró sobre ella.
Con la boca contra las sábanas, Claudia exhaló un grito apagado al sentir que
la penetraba. Pero esta vez no fue como en la noche. La suavidad se convirtió
en un roce de lijas, los besos en el cuello en picotazos de pájaro. Las
lágrimas corrían, y sus labios bebían esas lágrimas. Sin embargo, no iba a
gritar, para qué, para que lo vecinos llamaran a la policía, para verse echada
un día antes sin poder ir en busca de Diego. No digas el nombre de tu hijo en
este momento, no lo manches, estúpida, si arruinaste tu vida no hagás lo mismo
con la de él.
El hombre parecía decidido a retardar su
placer, a someter la llegada del fin a reglas especificadas en su mente desde
tal vez muchos días antes. Buscaría una mujer sola, la engañaría con su timidez
fingida, o quizá no hubiese planeado nada, y la oportunidad despertara deseos
que él quizá ni siquiera conocía.
Claudia sintió un desgarro. La estaba
lastimando.
-¡Basta!- dijo, pero él no le hizo caso.
Las voces de la plaza en la radio continuaban tronando altivas, orgullosas, y
las bocinas de los autos se elevaban al cielo de la ciudad.
“...hay miles de cintas blancas y celestes
cayendo de las ventanas, todos están ansiosos por mostrar el orgullo del sentir
nacional...”
Luego, el grito de gozo del hombre se dejó
oír fuerte como un grito de guerra, triunfal e irrevocable. Se quedó apoyado
sobre Claudia un largo rato, agitado pero quieto.
-Dejáme que estoy sangrando-murmuró ella.
Él no se movió. Las sábanas estaban
mojadas. Lagrimas, saliva, sangre. Ella no veía porque sus ojos estaban
turbios. Giró la cabeza a un costado. El departamento seguía luminoso,
increíblemente limpio ahora. La luz se burlaba de Claudia. Siempre tan sucio, y
ahora, tan brillante. Brillaba como los refulgentes relampagueos del sol en las
alas de plata de las gorras y uniformes, en los bronces de la banda que tocaba
en el viejo disco de la radio.
El hombre sin nombre se levantó. Ella no
quiso mirarlo. Esperó, sólo esperó el golpe certero que acabaría con su vida, y
que hasta llegó a desear, porque no quería vivir más en ese departamento limpio
y frío como el bronce. Lo oyó vestirse. El pantalón, la hebilla del cinto, el
cierre, el roce de los dedos en los botones de la camisa. Él no dijo nada,
quizá ni siquiera la estaba mirando. Después, Claudia escuchó la puerta que se
abría y cerraba.
Se tocó el bajo vientre. Estaba herida,
pero no era nada que no pudiera solucionar ella misma con unos días de reposo.
Fue hasta el baño, encogida por el dolor, y se metió en la bañera con el olor
que el otro había dejado. Permaneció quieta, pensando, mientras el vapor
enturbiaba el espejo del botiquín. No lloró. El dolor se coagulaba como la
sangre, y la hemorragia de las lágrimas al fin se detendría alguna vez, sin
dejar rastros.
La radio continuaba transmitiendo el
acontecimiento central del año. Qué maravillosa proeza, pensó, qué valentía la
de esos chicos que peleaban tan al sur, y pensó en el frío que debían estar
pasando. Seguro que muy pocos habían sufrido heridas, los partes militares así
lo informaban. Pero qué frío, pobrecitos.
Sólo volvió a permitirse unas lágrimas al
pensar en Diego. Debía estar aún en la cama, seguramente, mientras la abuela
calentaba la leche del desayuno. El aroma de la leche hervida, qué hermoso
olor, qué tibio aroma para los que, lejos, guerreaban y extrañaban.
Ya no iría en busca de su hijo mañana. Ya
no tenía sentido cambiar el ritmo de su vida, ni el inútil intento de verse
mejor frente a la opinión de los demás. La imagen se había puesto en armonía
con el interior, casi en perfecto equilibrio. Podía estar tranquila, aunque no
del todo.
Entonces comenzó a tararear la marcha de
la radio. Hacía años que no la cantaba. Primero muy suavemente, indecisa,
dudando de cómo sonaría su voz. Luego se animó a elevar el tono, porque nadie
la escuchaba, y si lo hacían, dirían que por fin estaba al tanto de los
acontecimientos y no se abstraía a ellos.
Su vida por fin iba adoptando el ritmo de
la realidad. Esa brillante y enceguecedora estridencia de las fuerzas que no se
detienen ante nada.
Ilustración: Eduardo Sivori