sábado, 25 de mayo de 2024

La patria del sábado

 



 

 

Claudia despertó. El sol del sábado a la mañana atravesaba las rendijas de la persiana hasta caer directamente en sus ojos soñolientos. Se restregó los párpados, se dio vuelta en la cama y vio el cuerpo del hombre dormido. Su lucidez, apenas despejada, se dejó sorprender por un momento, pero enseguida recordó. Qué hace todavía acá. Apoyó un codo en la almohada y la cabeza en la mano, se cubrió con la sábana porque abril traía ya los primeros fríos del otoño. Las líneas de luz dibujaban cortes en la espalda del hombre. Todos se van a las dos o tres de la mañana, por qué se queda. Es un tonto si piensa que me voy a enamorar. Pero no fue tan tonto anoche, se ve que tiene experiencia. Lo más probable es que quiera tomarse una taza de café con leche o un mate, y de paso evitarse el frío y la humedad del viernes a la noche.

     No voy a ceder, voy a preparar una sola taza. Se quedó un rato más observando las manchas de vello oscuro y rizado en los omóplatos y en la baja espalda. Iba a acariciarlo, pero se detuvo a tiempo. Justo cuando su mano estaba por tocarlo él se movió, aunque sin despertar todavía. El reloj marcaba las ocho y media. Prendió la radio y elevó el volumen. A ver si se despierta y se va de una vez. Radio Nacional y la marcha militar por centésima ocasión en los últimos dos días.

     “...más de dos mil personas reunidas en la histórica Plaza de Mayo para festejar la recuperación...”

     Se levantó, aturdida por el estridente sonido monoural y el vocerío de la multitud, que sonaba como un coro desafinado sin palabras tronando desde un lugar más lejano o más profundo quizá que el de la plaza. Si no se despierta con esto. Se puso la bata de toalla verde, una salida de baño en realidad, que le llegaba hasta la mitad de los muslos. Una corriente de aire le dio escalofríos. Se levantó y abrió la persiana. La mañana estaba bellamente dorada por el cielo, la ciudad se veía envuelta en blanquecinas nubes semejantes a alas de ángeles. Las bocinas se escuchaban débiles por la altura del departamento y las ventanas cerradas. Tuvo la tentación de abrirlas y dejar que el frío y el ruido despertaran al hombre, pero un resto de piedad se lo impidió.

     Abrió las puertas del armario que separaba el cuarto de la pequeña cocina que había detrás. Encima del ropero, las valijas descansaban desde dos años antes, y el polvo se había acumulado. No pensé que me quedaría tanto.

     -La inquilina anterior, una chica llamada Cecilia, murió de sobredosis-le había contado la dueña, casualmente, pero mirándola con superioridad, como si así le advirtiera que debía portarse bien.

     Pero pronto empezó a gustarle el cuarto, y ya llevaba viviendo allí cuatro años. Entonces recordó la advertencia que le habían hecho hacía ya una semana. Los rumores sobre ella provocaban quejas en las reuniones de consorcio. La vieja del departamento de enfrente le dijo a los vecinos que había visto entrar hombres diferentes todos los fines de semana al departamento. Pero qué iba a hacer Claudia si los hombres la engatusaban y no podía decir que no, era una mujer al fin de cuentas. Así como hay tipos que llevan mujeres a sus cuartos todas la noches, por qué yo no voy a hacerlo si ellos me gustan, si tengo ganas de no dormir sola, si necesito que me hagan sentir viva en medio de la noche, cuando creo estar hundiéndome a través de cada piso de este maldito edificio. Si unos brazos y un aliento eran capaces de rescatarla, ella no dudaba. Nunca pensó en el peligro que podrían traer los desconocidos, ella los miraba a los ojos, y confiaba.

     Todos se iban a las dos de la mañana, o si eso no pasaba, ella encendía la luz y la radio. El otro entonces se levantaba y se vestía, despidiéndose luego con un beso y un saludo en voz baja. No, jamás les cobraría; aunque muchos hacían el ademán de llevar la mano al bolsillo, apenas la miraban a los ojos sabían la respuesta. No era eso lo que Claudia necesitaba, y la fría, impávida expresión de los hombres parecía transparentarse en un recuerdo, un agradecimiento, como si ya la conocieran de mucho antes.

     Mañana voy a buscar a Diego a la casa de mamá. Prendió la hornalla y puso el jarrito con el agua. Sacó de la alacena un tarro de galletitas. El sonido de la lata resonó entre las cuatro paredes, pero el vocerío de la radio lo ocultó eficazmente, así como el chocar de la taza, el plato y la cucharita. La tapa de la azucarera cayó y rodó, sin romperse, sobre el aluminio de la mesada. Ruidos precarios ante la embestida de la radio. Sonidos personales que parecían inocentes perros frente a los ejércitos que invadían islas y la multitud que iba tras ellos, vitoreándolos.

     “....hace décadas que no vemos algo como esto, la gente aplaude y agita pancartas ante esta demostración de coraje del gobierno...”

     Si me echan, quiero estar preparada. Tengo plata para mantener a Diego por unos meses, y mamá me va a ayudar hasta que consiga trabajo. Diego ya tiene cuatro años. Tanto tiempo perdido, tan pocas veces que lo vio. Pero no podía mantenerlo, no era así como lo quería criar: en un departamento de mierda, durmiendo en su misma cama por falta de espacio, dejándolo con extraños mientras ella trabajaba de sirvienta. Por lo menos la abuela era la abuela, y mal que mal no iba a descuidarlo. Al final, Claudia resultó ser la extraña cuando lo visitaba, y una opresión le estrujaba el pecho cuando el chico se apartaba llorando y apretándose a las piernas de la abuela.

     Eso se terminó, mañana voy a buscarlo y lo llevo a otro lugar donde vivir. Escuchó el rechinar del colchón y después un carraspeo de fumador desde el baño, por sobre el ruido del agua. El hijo de puta se va a bañar sin pedirme permiso, sin avisarme. Golpeó la taza con fuerza contra el plato, el agua ahora hervía en la hornalla. Fue hasta la puerta, y cuando iba a llamarlo, se dio cuenta de que no se acordaba del nombre. Él le había mencionado que era jugador de rugby, pero no sabía nada más. No quería, sin embargo, parecer una bruja, qué voy a decirle, flaco, quién te dio permiso para usar la ducha. Después de todo no era para tanto. Tal vez el tipo realmente se había hecho la idea de que podían llegar a algo serio, a veces pasa y se encuentran hombres buenos.

     Volvió a la cocina, pero antes bajó un poco la radio, diciendo, en tono maternal:

     -¡Hay toallas limpias abajo del lavatorio!

     Por qué lo dijo, aún en contra de todo lo decidido. Siempre la misma tarada, vos, no aprendés más. Tomó su café, sin azúcar esta vez, sólo le quedaba medio tarro y quería llegar a fin de mes.

     La radio hizo intermitencia y el ruido le lastimó los oídos. Fue a bajar un poco más el volumen, cuando oyó ahora claramente la voz gangosa, ronca, del presidente. Podía imaginarlo en el balcón de la Casa de Gobierno, con los brazos alzados abarcando a la muchedumbre que lo escuchaba en silencio. Ni un sonido interrumpía la voz nacida de la profunda oscuridad de los pulmones de un hombre que producía temor con sólo oírlo. Entonces la voz pareció surgir del baño, de un cuerpo escurriendo agua mientras cantaba algo semejante a la marcha de San Lorenzo, distorsionada, retaceados sus acordes gloriosos por otros más afines a la urdimbre débil de los hombres contemporáneos.

     -¡Son pegadizas estas marchas, ¿no es cierto?!- Y la voz no venía de la radio, sino del baño.- ¡La letra no se te borra de la cabeza por más que pase el tiempo!

     Claudia imaginaba al tipo desnudo, secándose con alguna de sus toallas, con los brazos alzados para frotarse la espalda. Después la puerta se abrió, y lo vio salir con una toalla alrededor de la cintura.

     -Buenos días, Clau.

     Esa familiaridad. Se sintió indefensa, en desventaja porque él conocía su nombre y ella no el suyo. Sonrió apenas y le dio la espalda para regresar junto a la hornalla que le daba calor. Dejó la taza en la pileta, se frotó las manos cerca de la llama. Los pies descalzos del hombre se le acercaron por detrás. Sintió sus manos meterse por debajo de la bata, tocarle los glúteos y subir hasta la cintura. Le besaba el cuello, mientras le decía:

     -¿Qué te parece? Les rompimos el culo a los ingleses, ¿no?

     Ella miró al techo, suspirando, y aguantó el frío de las manos húmedas en su cuerpo. Las manchas de las moscas, que formaban un mapa cada vez más poblado, la llevaban a pensar en viajes. A olvidar el olor a mugre y smog de la ciudad, el aroma de las frituras y la orina de los niños de los departamentos vecinos. Mañana será el último día, aguantá.

     Se dio vuelta e intentó separarse.

     -Tengo que salir, querido. Vestite y si querés, esperáme, que bajamos juntos.

     Pero él no quería soltarla. La estaba mirando con fijeza.

     -¡Qué es eso de querido¡ ¿Y mi nombre que gritabas con tanto placer anoche? ... no te acordás, es verdad, no te acordás...- Se empezó a reír, satisfecho, abrazándola más todavía.

     Ahora ya no podía preguntar, en la cara de él estaba dibujada una idea, una libertad de acción, una impunidad que el anonimato le otorgaba gratuitamente. Sólo la cara lo individualizaba, y las caras, ella lo sabía, se confunden siempre, se pierden en la memoria con otras miles. Como los rostros de los soldados.

     “...nuestros jóvenes héroes han convertido este hecho en un hito de la historia del país...”

     La marcha volvió a sonar, de fondo, mientras el locutor describía el saludo de los ministros al presidente. Claudia hasta pudo imaginar el impecable uniforme y el tintineo de las medallas balanceándose sobre los pechos de los hombres fuertes.

     -¡Soltáme!

     Logró separarse, pero él volvió a alcanzarla y le desprendió la bata.

     -¡Pero qué te pasa, puta de mierda!

     La empujó a la cama y se tiró sobre ella. Con la boca contra las sábanas, Claudia exhaló un grito apagado al sentir que la penetraba. Pero esta vez no fue como en la noche. La suavidad se convirtió en un roce de lijas, los besos en el cuello en picotazos de pájaro. Las lágrimas corrían, y sus labios bebían esas lágrimas. Sin embargo, no iba a gritar, para qué, para que lo vecinos llamaran a la policía, para verse echada un día antes sin poder ir en busca de Diego. No digas el nombre de tu hijo en este momento, no lo manches, estúpida, si arruinaste tu vida no hagás lo mismo con la de él.

     El hombre parecía decidido a retardar su placer, a someter la llegada del fin a reglas especificadas en su mente desde tal vez muchos días antes. Buscaría una mujer sola, la engañaría con su timidez fingida, o quizá no hubiese planeado nada, y la oportunidad despertara deseos que él quizá ni siquiera conocía.

     Claudia sintió un desgarro. La estaba lastimando.

     -¡Basta!- dijo, pero él no le hizo caso. Las voces de la plaza en la radio continuaban tronando altivas, orgullosas, y las bocinas de los autos se elevaban al cielo de la ciudad.

     “...hay miles de cintas blancas y celestes cayendo de las ventanas, todos están ansiosos por mostrar el orgullo del sentir nacional...”

     Luego, el grito de gozo del hombre se dejó oír fuerte como un grito de guerra, triunfal e irrevocable. Se quedó apoyado sobre Claudia un largo rato, agitado pero quieto.

     -Dejáme que estoy sangrando-murmuró ella.

     Él no se movió. Las sábanas estaban mojadas. Lagrimas, saliva, sangre. Ella no veía porque sus ojos estaban turbios. Giró la cabeza a un costado. El departamento seguía luminoso, increíblemente limpio ahora. La luz se burlaba de Claudia. Siempre tan sucio, y ahora, tan brillante. Brillaba como los refulgentes relampagueos del sol en las alas de plata de las gorras y uniformes, en los bronces de la banda que tocaba en el viejo disco de la radio.

     El hombre sin nombre se levantó. Ella no quiso mirarlo. Esperó, sólo esperó el golpe certero que acabaría con su vida, y que hasta llegó a desear, porque no quería vivir más en ese departamento limpio y frío como el bronce. Lo oyó vestirse. El pantalón, la hebilla del cinto, el cierre, el roce de los dedos en los botones de la camisa. Él no dijo nada, quizá ni siquiera la estaba mirando. Después, Claudia escuchó la puerta que se abría y cerraba.       

     Se tocó el bajo vientre. Estaba herida, pero no era nada que no pudiera solucionar ella misma con unos días de reposo. Fue hasta el baño, encogida por el dolor, y se metió en la bañera con el olor que el otro había dejado. Permaneció quieta, pensando, mientras el vapor enturbiaba el espejo del botiquín. No lloró. El dolor se coagulaba como la sangre, y la hemorragia de las lágrimas al fin se detendría alguna vez, sin dejar rastros.

     La radio continuaba transmitiendo el acontecimiento central del año. Qué maravillosa proeza, pensó, qué valentía la de esos chicos que peleaban tan al sur, y pensó en el frío que debían estar pasando. Seguro que muy pocos habían sufrido heridas, los partes militares así lo informaban. Pero qué frío, pobrecitos.

     Sólo volvió a permitirse unas lágrimas al pensar en Diego. Debía estar aún en la cama, seguramente, mientras la abuela calentaba la leche del desayuno. El aroma de la leche hervida, qué hermoso olor, qué tibio aroma para los que, lejos, guerreaban y extrañaban.

     Ya no iría en busca de su hijo mañana. Ya no tenía sentido cambiar el ritmo de su vida, ni el inútil intento de verse mejor frente a la opinión de los demás. La imagen se había puesto en armonía con el interior, casi en perfecto equilibrio. Podía estar tranquila, aunque no del todo.

     Entonces comenzó a tararear la marcha de la radio. Hacía años que no la cantaba. Primero muy suavemente, indecisa, dudando de cómo sonaría su voz. Luego se animó a elevar el tono, porque nadie la escuchaba, y si lo hacían, dirían que por fin estaba al tanto de los acontecimientos y no se abstraía a ellos.

     Su vida por fin iba adoptando el ritmo de la realidad. Esa brillante y enceguecedora estridencia de las fuerzas que no se detienen ante nada.



Ilustración: Eduardo Sivori

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