El lector de novelas tiene paciencia, es condescendiente con el camino largo, espera la epifanía como quien bebe a sorbos espaciados un café, va recorriendo un laberinto lleno de vericuetos con mayor o menor grado de afinidad. El lector de poesía penetra los textos, se detiene en un pronombre, se deja conmover por una palabra, una línea, una imagen. Es factible y hasta esperable que el lector de poemas y el de novelas sienta empatía con una obra apenas la saben creada por un autor. Un personaje, una voz, un lenguaje, actúan como puentes de un encuentro incondicional, parecido al amor pasión o al amor materno.
El lector de cuentos es de otra condición. Es un individuo que no espera, ni deja pasar, ni se enamora con tanta facilidad. No lo endulza la voz, no se zambulle al texto por cualquier puerta. El lector de cuentos piensa más en el singular del cuento que en los cuentos de un libro, mucho menos de un autor. Hace su propia antología, la modifica día a día. Visto de afuera es arbitrario, visto de adentro es riguroso. Si hay amor entre un lector de cuentos y un cuento es un amor condicional, exigente. La empatía con un buen cuento termina cuando acaba el cuento, no se extiende al siguiente. El siguiente es un nuevo inicio, un nuevo universo. Tendrá que valerse por sí mismo.
Y si hay lectores de cuentos con el paladar educado a fuerza de goce lector y entrenamiento, hay también hacedores de cuentos. No me refiero los escritores que, entre otras cosas, producen cuentos, muchos de ellos inolvidables, preciosos; sino a aquellos que antes que escritores son cuentistas: cuentistas natos, de raza. Gente que tiene incorporado el cuento en el adn. Que escudriña la realidad con mirada cuentística. El cuentista de raza puede merodear otros géneros, pero en su intimidad sabe que se trata de excursiones, de ejercicios, su universo es cuentístico.
Ricardo Curci pertenece a esta raza. Su mirada literaria es siempre cuentística. En cada nuevo texto se plantea el desafío primordial: crear, a partir de contados elementos, un mundo único que tiene su arquitectura particular, sus puntos cardinales, sus propias leyes, sus talismanes.
Entre 1994 y 2005 Curci escribió, simultáneamente, Los Casas, Los seres intermedios y El rostro de los monos. Entre los textos de los tres volúmenes se establecen redes: personajes que vuelven a aparecer, lugares compartidos, atmósferas recurrentes; como si hubiese, además de lo que cada cuento descubre, una trama transcuentística que podemos entrever. En esas alusiones y revisiones alcanza la plenitud el recurso de la intertextualidad, que no es un juego de referencias sino una afirmación del carácter provisorio de los acontecimientos. Nada es definitivo, ni siquiera el pasado, nos dicen las inter-tramas de los relatos.
Pero hay también un hilo invisible que los conecta. En todos ellos algo acecha a uno o a varios personajes. A veces una tragedia se presenta como inminente, el lector siente que en cualquier momento puede desencadenarse.
Lo notable es la economía con la que Curci constituye un mundo. Son textos esencialmente metonímicos. Cada cuento está construido alrededor de un mínimo de elementos que se cargan de sentido con su presencia apenas delineada. El blanco de los textos, representación de lo que no se dice por imaginable o a veces por inimaginable y hasta por indecible, juega un rol fundamental. Son los espacios en los que el lector conjetura, se involucra, busca desentrañar.
Esos elementos que activan el recorrido del lector pueden ser un objeto, una imagen, un simple gesto. En “El asilo”, por ejemplo, el cementerio inundado expresa un pasado oculto (ocultado) y grave. El mar, en el cuento del mismo título, no es un factor decorativo, ni paisaje, ni decorado: el mar esconde algo ominoso que se irá desvelando en el devenir de la trama. Una obra literaria clásica es un señuelo en “El libro”, el Nocturno de Asunción Silva se conjuga con la noche aciaga en la que se descubren los personajes. “El estuche de la tuba” es un título y un objeto que esconde el horror: donde se espera música se presenta la calamidad. En “La patria del sábado” el oprobio individual es reflejo del que perpetra la guerra de Malvinas referida, como al descuido, por una transmisión radial. En “El colchonero” son los colchones nunca recogidos por clientes ya muertos, los que esconden un secreto terrible, más oscuro que el destino de los propios dueños. En “La memoria” la culpa se materializa en huesos. La cobardía, en “Gloria”, se encierra en una redacción periodística. En “El dibujo” el peor de los crímenes se conjuga con la obsesión de componer un dibujo descomunal y trascendente. La redención que se plantean algunos personajes recorre territorios inverosímiles. La confesión es el talismán que salva al narrador de “La fiesta de cumpleaños”. En “Comentarios para Andrés” los personajes recrean, borgeanamente, la anécdota de Crimen y Castigo. En “El flaco”, el nombre adquiere los atributos de la persona. En “El rostro de los monos”, el encuentro con la verdad no es la mejor noticia. Como artefacto escueto y esencial, cada trama establece una certeza implacable.
Los cuentos de este libro son despojados y contundentes, son inesperados y abrumadoramente lógicos, traman historias oscuras límpidamente, con pulcritud. Son objetos únicos y a su vez vinculados. No permiten una lectura pasatista. Son, para decirlo con un adjetivo preciso, inquietantes.
Algo late detrás de todos ellos. Algo se impone, se quiere desvelar, pero las minuciosas tramas nos llevan sólo hasta las puertas de la otredad. De alguna manera proponen, como aquella novela de Celine, un viaje hacia el fin de la noche que encarnamos en tanto lectores. Hacia allí van, o parece que van los cuentos de este libro.
Porque es sabido que hay que atravesar la oscuridad para encontrar la luz del día.
Fabián Vique
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