El buen lector lee por la razón más plausible, antigua y justificada: disfrutar de lo que lee, dijo en cierta ocasión Jaime Rest. Quien se entrega a ese disfrute suele ser un lector sensible e inteligente a la vez. Un lector exigente, sin duda, que al abrir un libro de narraciones abriga el íntimo deseo de encontrarse, primero, con historias que merezcan ser contadas; y segundo, construidas del modo que mejor convenga a dichas historias. El escritor de ficciones debe, por lo tanto, responder a esta doble exigencia. Si es que quiere aspirar a lectores inteligentes y sensibles, claro.
Este conjunto de relatos de Ricardo Curci delata esta aspiración.
En ellos se combinan la buena tradición narrativa y una voz personal, con acentos propios. Las sucesivas historias nos introducen en un mundo extraño, habitado por personajes singulares cuyos propósitos frecuentemente asedian la desmesura, moviéndose en una atmósfera densa, casi siempre alucinatoria. Dije “un mundo”, dije “una atmósfera”, porque si bien los relatos son varios constituyen en realidad una saga, anticipada desde el título del volumen. Los ambientes se reiteran, reaparecen los personajes, aunque con las inevitables modificaciones que el paso del tiempo conlleva. Lo que no se modifica, lo que perdura en el cambio y le otorga unidad al conjunto, es ese rasgo sobresaliente de anormalidad que denotan los personajes centrales, protagónicos. Esta anormalidad se manifiesta a través de proyectos delirantes, en algunos casos sórdidos o siniestros, llevados a cabo contra toda cordura, toda lógica, toda moral, incluso afrontando el riesgo de perder la propia vida o sacrificar la de algún inocente en el afán por consumarlos. Desde esta perspectiva, nos encontramos ante una sorprendente colección de conductas donde parece subyacer el intento desmedido de equiparar la voluntad humana con algún poder sobrenatural, sea de origen divino o diabólico. Intento desde luego condenado a fracasar una y otra vez, con funestas e irreparables consecuencias, que paradojalmente ponen de manifiesto la pequeñez del hombre, lo irrisorio de su desmesura. Este componente hace que un cierto viento trágico corra por entre los resquicios y vericuetos de este mundo construido con mano solvente a partir de cada una de las historias que lo plasman.
Veamos algunos de esos proyectos delirantes: Walter, un arquitecto, quiere construir una casa como una catedral, y le dice a su mujer: “Soy un dios, Griselda, soy el dios de este barrio”. Gustavo Valverde, en un rudimentario laboratorio junto a un río, cruza animales del agua buscando un ser superior. Ya de chico, tenía fama de brujo en su pueblo. El almacenero Costa intenta preservar el fantasma de su hijo muerto. Los gemelos Benítez intercambian identidades para cumplir un propósito siniestro. El mismo Valverde, devenido farmacéutico, colecciona fetos en frascos de formol y pretende detener los efectos de la muerte.
En otros casos las propósitos de los personajes se rebajan a intentos menos desmesurados pero no por eso menos sórdidos o inquietantes: varios amigos urden un artero plan para humillar a una mujer que les es esquiva. Un viejo político, decadente y turbio, opera maquinaciones y engaños para mantener su posición. Dos hermanos mellizos dirimen la enfermiza competencia que los enfrenta desde el mismo vientre materno mediante el hijo de uno de ellos.
Hay relatos, además, donde la anormalidad se traslada a las relaciones que establecen ciertos personajes con objetos o animales, relaciones marcadas por la huella de lo siniestro o diabólico.
Creo suficiente este rápido y parcial recorrido para destacar el vuelo imaginativo puesto en juego por el autor. Con respecto al modo de narrar, también en este plano Curci despliega variados recursos. Alterna, por ejemplo, un narrador externo, en tercera persona, con voces interiores provenientes de personajes protagonistas o testigos, tanto en singular como en plural (en este caso, el “nosotros” articula una voz anónima y grupal). Esta variedad de los puntos de vista narrativos enriquece con matices pero no rompe el clima de unidad que anuda estos relatos.
Según Borges, el prólogo linda, en la triste mayoría de los casos, con la oratoria de sobremesa y resulta una forma subalterna del brindis. Yo me voy a atrever a contradecir al gran maestro, yo quisiera en este prólogo brindar por el éxito del libro que antecede; pienso que reúne las condiciones indispensables para merecerlo. Cuando digo éxito, me refiero a dar con ese lector sensible e inteligente que sepa apreciarlo. Si esto sucede, satisfecha estará la vieja pasión, renovada siempre y siempre la misma, de contar historias para el regocijo de quien cuenta y quien escucha o lee.
Alberto Ramponelli
Ilustración: Marcel Duchamp
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