Cuando nació mi primera hija, ese día, al salir a la calle, sentí que el mundo colgaba de un hilo. Que era frágil y violentamente pequeño, y que esa fragilidad se ocultaba casi siempre como un cazador al acecho a falta de la luz que en ese momento lo alumbraba. Algunos otros episodios en mi vida me llevaron y me llevarían a repetir la experiencia. El primer libro de Ricardo Curci, y este segundo, por ejemplo. Y no es raro que haya comenzado hablando de mi hija, dado que en este segundo libro en buena parte son los chicos los encargados de alumbrar ese esqueleto último, que a cambio de imaginarse sólido y estable como uno a veces supone a las creaciones divinas, se entrevé en la escritura como mutante pero paradójicamente indefectible.
A mitad de camino entre la tragedia griega y la imposibilidad kafkiana, Ricardo Curci, médico para más datos, acostumbrado seguramente a los humores y a los tumores, a la arbitrariedad del cuerpo en relación con la naturaleza, a lidiar con Dios más de lo que convendría, nos pone en el lugar de sus miedos, pero no los nombra. Está ahí, considero, su arte literario y su ontología para ponerlo en práctica.
Aquello que no se nombra aparece, como por ejemplo aparece la muerte en nuestra conciencia, y al hacerse real vamos a negarlo como negaremos a la muerte hasta el día en que algo que subyace lo real nos diga que vamos a morir. Por eso aquí en “Los seres intermedios” no hay nada para aceptar, y es así como los centauros, los niños y la muerte se convierten en un vacío que apenas se puede tocar y es tan efímero como la rémora de un sueño. De este modo, es casi imposible contar los argumentos de estos relatos: aquello que los funda está tan entremezclado con las palabras que alterarlo o aliterarlo sería creer que el mundo y la realidad están hechos de palabras; aquello que escribe estos argumentos está tan mezclado con el universo que enunciarlo sería creer que el universo está hecho sólo de acciones.
Nos queda el hambre, que satisface estéticamente la unidad de estos relatos, pero como el catoblepas, aquel personaje mítico que se come a sí mismo en una novela de Flaubert, este libro nos devorará y se devorará a si mismo y nos quedarán las preguntas que jamás podremos formular con palabras, ni con gestos.
Walter Iannelli
Ilustración: Jean Cocteau
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