Te veo llorar sobre la cama, mientras el sol del mediodía permanece detrás de las persianas, y pienso que fue apenas esta mañana cuando nos encontramos en el café. Querías volver con Sonia, y esperabas llamarla al salir del trabajo esta tarde. Me hablaste de su dedicación hacia vos durante todos estos años, a pesar de las peleas y desencuentros. Nunca encontrarías a otra mejor, dijiste. Pero tampoco olvido la manera en que empezaste a mirar a la chica de la otra mesa.
Era muy temprano todavía. Después de casi un año sin vernos, querías charlar antes de ir a la oficina para contarme tu decisión. Recién ahora, Andrés, te diste cuenta del tiempo, como si de pronto hubieses visto algunas canas en tu barba al afeitarte, más de las que el miedo te permitió tolerar. O quizá te encontraste hablando solo con el espejo, en el baño en desorden y sin recibir respuesta.
Pero Sonia fue perdiendo importancia en tus palabras, mientras yo miraba por la ventana el movimiento de la calle. El olor a humedad de aquel bar me traía recuerdos de la casa de tus viejos. Nunca supe de dónde nacía exactamente, si del piso de madera, hundido en los rincones, o de las paredes. Cuando me quedaba a comer, observaba los bajorrelieves de la araña del comedor, las manchas de humedad formando figuras en el techo. Pero vos y tus padres no parecían preocuparse. Hablaban como si las cáscaras de pintura que caían en la mesa no existiesen.
Al volver tu viejo del trabajo, mientras jugábamos a la pelota en el patio, lo oíamos golpear la puerta del baño.
-¡Dame una toalla limpia!- le decía a tu mamá. Después entraba al comedor con un perfume a colonia rancia. Hablaban, sí, pero ya sabés lo que quiero decir. Intercambiaban palabras sin responderse en realidad uno al otro. Yo levantaba los ojos de mi plato esperando descubrir el único instante en que sus miradas coincidirían. Pero antes de eso, tu vieja traía la fuente de fruta, y él comenzaba a pelar un durazno hasta casi deshacerlo entre los dedos, embebiéndolo en su vaso de vino. La barba se le manchaba de rojo, entonces ella cambiaba de repente. De su sumisa actitud, de atenderlo casi como una sirvienta, se le acercaba para secarle la cara. Primero con una mano, luego con la palma abierta, abarcando las mejillas y el mentón, frotándolo con una ternura que aumentaba con imperceptible intensidad. Sus ojos, en ese momento, se encontraban por primera vez en todo el día. Vos, de pronto, me decías:
-¡Vamos!- Nos íbamos a jugar a tu cuarto. Cerrabas la puerta, y la escena del comedor quedaba siempre trunca en mi imaginación.
En casa, mis viejos discutían siempre, así que no lograba entender tu recelo, si es que así puedo llamarlo. Tus padres, aunque raros en ciertas cosas, parecían quererse.
-Nunca voy a casarme- dijiste una vez, mientras escuchábamos discos. Tus labios pronunciaron esas palabras por debajo del sonido de la música, y no me atreví a responderte, simplemente no sabía qué decir.
Las mesas se fueron ocupando de a poco. Eran casi las nueve de la mañana y tenía que entrar a la oficina. Cuando quise hablarte de mi mujer, pusiste la mano sobre mi brazo, mirando hacia esa chica. Es verdad, era hermosa. De alguna manera todas las mujeres que vi con vos se parecían, incluso Sonia. Por eso necesitaba hablarte de ella antes de que intentaras llamarla, pero tu boca llena de jactancia volvió a cohibirme. Te levantaste, y me molestó ese gesto de hastío cuando quise detenerte, como si dijeras que yo también te estorbaba. Tu manera de seducir a una completa extraña me hizo pensar en mi torpeza. Miré al mozo, y supe por su sonrisa que ya te conocía.
Me acuerdo de la noche en que los cuatro cenamos en tu casa. Lo habíamos pasado bien, y luego ocurrió aquello. Yo no entendía nada, hasta que mi esposa te gritó:
-¡Cerdo, hijo de puta!
Nunca la había oído hablar así. Vi tu mano apartándose de ella y supe lo que había pasado. Vos estabas borracho, pero en ese momento no me importó. Recibiste el golpe seco de mi puño con verdadero orgullo, pude verlo en tu cara. Me pediste disculpas, mientras yo intentaba sostenerte. Tus labios sangraban, manchándome la camisa. No sé qué pensarían ellas al vernos, pero no pude soltarte. Te llevé hasta el sofá y te limpié la boca con el pañuelo. Es que siempre estuve dispuesto a perdonarte porque envidiaba tu forma de ser con las mujeres, ese desafío entre ingenuo y arrogante que nunca tuve.
Toda la noche hablamos apoyados en el marco de la puerta de calle.
-No sé si quiero a Sonia- me confesaste. Tampoco estabas seguro de haber sentido el más mínimo afecto por todas las mujeres con quienes te habías acostado. Pensé en los rostros de las que llegué a conocer, y sentí vergüenza. Después lloraste, me resigné entonces a aguantar tus lágrimas hasta que estuvieses sobrio. Desde el dormitorio venían las palabras irritadas, furiosas de tu mujer y la mía, mientras preparaban las valijas de tu Sonia. Te apoyaste entonces contra mí diciendo, con irremediable seguridad, que no eras capaz de amar.
Una vez, de chicos, te vi tan asustado como esa noche. Yo había llegado tarde a tu casa. Desde el fondo llegaban unos ruidos raros. El zaguán era largo, y en la oscuridad que una lámpara antigua nunca logró vencer, se escuchaba el sonido de animales gimiendo, y sentí más curiosidad que miedo.
-¿Qué pasa? ¿Son los vecinos?
Mi pregunta fue inocente, te lo juro. No quise sonar sarcástico. Vos, en cambio, interpretaste lo que no quise decir. Unas semanas antes, en la escuela, nos habían dado una clase de educación sexual, en la que nos reímos dándonos codazos al mirar las ilustraciones. No hubo después otro tema de conversación fuera de la escuela. Todos festejábamos las ocurrencias de Bermúdez, que imitaba los gritos de una hembra en celo con su voz aflautada. Cómo no recordarlo ahora, cómo evitar recordarlo esa tarde.
Me empujaste y cerraste la puerta. Me quedé en la vereda, oliendo la humedad que brotaba de tu casa, de la puerta pesada, alta. Iba a insistir, pero al pensar en tu cara no me atreví.
Mientras revisaba expedientes en mi escritorio, a las once y media recibí el llamado. Tu voz sonaba muy mal, como la de la noche de la separación. Hablé con el jefe, le inventé una excusa sobre un problema familiar y me dejó salir. Encontré el hotel, este albergue de mala muerte, con frisos carcomidos por la humedad y la lluvia y dos ventanas balcón cerradas, como siempre deben estarlo. Condenadas las habitaciones a la oscuridad acorde a los encuentros entre quienes no desean tanto verse, sino sentir ese olor humano fragmentado, dividido por cosméticos, cigarrillos y el aroma del tiempo en las paredes viejas. Una construcción muy parecida a la casa de tus padres. Por esa razón la elegiste, pienso. Si te conoceré, viejo amigo.
Entré preguntando por el cuarto, el conserje me dijo lo que había pasado antes y después de ver al hombre que huyó del hotel. Cuando lo dejé ya estaba levantando el tubo del teléfono. Recorrí el pasillo y unas putas se escondieron al verme. Vi la puerta abierta. Te encontré en la cama, casi desnudo, pero no pude hallar rastros de alcohol en tu mirada. Temblabas y te cubrí con las sábanas.
-No me expliqués nada.
Tenías, sin embargo, la necesidad de hacerlo. Entonces vi el cuerpo de la chica en el suelo, del otro lado de la cama, seguramente con el cuello roto.
-Llegamos, todo estaba bien. Nos sacamos la ropa, nos tiramos en la cama. Después apareció el tipo, no sé de dónde...estaba esperando aquí....
-Llorá, desahogate- te dije con las mínimas palabras, tibias, de un amigo.
-El tipo me agarró de los brazos mientras ella me sacaba la billetera y el reloj. Y se reían, ¿me entendés?, se reían...
Te palmeé las mejillas con suavidad. El pelo desprolijo, la cara sucia de lágrimas. Tan parecido al pequeño Andrés que me recibió una tarde con la expresión más desprotegida que vi en mi vida. Aún tenés esa cara, después de tantos años, la misma que yo no volveré a tener aunque me mire al espejo durante horas, buscando algún rasgo del que fui. Por eso te odié, ya sin sentir que se me revolvía el estómago al pensar que eras mi amigo, que yo era tu mejor amigo, y sin embargo te odiaba.
-Les aguanté las bromas por un rato, pero no se iban. El tipo no me soltaba y ella decía boludeces para ponerme nervioso. Cuando la mina le dijo que me atara y él me aflojó por un segundo, me tiré encima de ella.
Te miraste las manos como si no fuesen tuyas, manchadas con sangre seca sobre el vello del dorso. Sólo se me ocurrió entonces apretarlas entre mis palmas, como lo hice cuando éramos chicos, te acordás. Fue al día siguiente de aquella tarde, o después quizá. Salimos de la escuela, pero no recorrimos la vereda de tu casa. Caminamos hasta el parque, mientras algunos chicos se sacaban los guardapolvos y daban el primer pelotazo del partido. Vos, sin mirarlos, empezaste a hablar.
Y mientras tanto, yo imaginaba cada paso que dabas en esa casa cuyos rincones no conocía del todo, aunque sí el ambiente, el olor que ofrecía a cada sector sombrío de mis recuerdos un escenario definido, adecuado. Vi tu casa a las doce de la noche. Una lámpara de pie al fondo del living. El comedor a oscuras, sólo habitado por la silueta negra de la mesa, las sillas apartadas, los platos sin levantar. Más allá de la luz, el pasillo que conducía a los dormitorios. Al final, la puerta del patio trasero, con su vidrio esmerilado que dibujaba las sombras de los árboles al mecerse con el viento. Te vi caminar sobre los eternos restos de pintura caídos del techo, recorrer las habitaciones en tu obligado insomnio. Esperando que se acallasen los ruidos, los insoportables gemidos junto a tu cuarto. Tenías un pijama grande, las mangas sobrepasaban el largo de tus brazos, el pantalón se te resbalaba de las caderas. Pero ya no podías estar más en la cocina, ni sentado en la oscuridad del comedor. Los ojos se te cerraban, y cada grito, cada llamado te abría los párpados como si hubiese un dedo invisible delante.
-¡Andrés!
Te buscaban. Al perder la esperanza de que esta vez no lo hicieran, te sumiste, como todas la noches, en la desesperación que te sembraba la cara. Luego ibas, obedecías, porque no hacerlo era esperar el castigo de la mañana siguiente. Veías la luz, pálida, amarilla, saliendo por la puerta entornada del dormitorio de tus padres. Y aunque supieras qué encontrarías, te asomabas con la tonta idea de que esa noche sería diferente. Pero la sombra de la mano de tu madre sobre la pared, como una araña enorme, se movía en señal de llamado. Ella estaba desnuda sobre el cuerpo de tu padre, y el brazo de él también se movía, reclamándote. Vos, con la transpiración recorriéndote el cuerpo, te secaste las manos en el pijama.
Entonces el pantalón se aflojó y cayó sobre tus pies. No te diste cuenta. Tus ojos, grandes, asustados, miraban y no veían. Únicamente lo descubriste al oír sus risas. Tu viejo no podía contenerse, y ella le decía algo así como “pobrecito, no tiene la culpa”, entre risas. Él la animaba, “pero si ya es un hombre”, y te pedía que te acercaras a la luz. Vos ya no los miraste, sino que bajaste la vista a tus calzoncillos, tensos y mojados por algo que no era orina.
El conserje ya debe haber hecho lo que le pedí, y antes de que la policía atraviese la puerta, voy a contarte lo que no pude mencionar esta mañana. Lo que te habría dicho si no te hubieras dejado enredar por ese cuerpo de mina indiferente, de mina engañosa, como todas. Para darte mis noticias de la mejor forma posible, evitándote esto que ya hiciste, esta muerte que está junto a nosotros.
Puedo ya decirte que mi esposa me dejó. Después de la noche de la pelea, insistí en defenderte, te lo dije antes, y me abandonó meses después. No te llamé porque me estaba pareciendo demasiado a vos. Ebrio y estúpido en mi soledad. Pero no tenés que preocuparte más, ni siquiera en llamar a Sonia para que te espere a que salgas de prisión.
Yo me ocupo de ella ahora.
Ilustración: Benjamin Hope
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