lunes, 28 de octubre de 2024

La luna sobre el Atlántico (Capítulos 1-3)

 






MAXIMILIANO DESPUÉS DE PERDER A DIOS




1



Acaso podría llegar a ver la luna en pleno día, se dijo Maximiliano Menéndez Iribarne, mientras contemplaba las inmensas olas de luz desplazándose sobre el océano, deslizándose sobre las aguas, rodeando el barco como fantasmas o espíritus malhechores y perversos que se disfrazaban de luz para engañar a los hombres. La luz enceguece la vista débil del simple ser humano, y el mar, tan enorme, alberga en su profundidad el mal y la perversa mente de los demonios expulsados del paraíso. Quién podría decir que Lucifer no cayó, luego de ser expulsado por Dios, en el agua, ya que ésta predomina sobre la superficie del planeta. Un demonio que se ha hundido creando un infierno en el mar. Fuego brotando en medio de las aguas: éste es el milagro de Satanás, porque él también pretendió alguna vez ser Dios, y ahora es el dios de sus dominios, el dios de las aguas infernales. 

     Y sobre ellas navegaba ahora el barco donde Maximiliano y trescientas personas más viajaban hacia una tierra en la que esperaban encontrar un porvenir mejor, una esperanza más factible que aquella con la que habían nacido y que se estaba desgastando desde su venida al mundo. Sobre las aguas que cubren los espectros del infierno, como el milagro de Jesús caminando sobre las aguas del Mar de Galilea. 

    -Algún día -murmuró en voz baja- bautizaré a un hijo con el nombre de Jesús.

     Maximiliano Menéndez Iribarne tenía veintidós años y era todavía soltero. Cuando vestía la sotana de seminarista en Cádiz muy lejos de él estaba la idea de casarse o engendrar hijos. Cada madrugada, una hora antes del alba, se levantaba del colchón delgado en su celda sin muebles, sólo la estrecha cama, y se lavaba en la palangana de porcelana apoyada en el piso. Después, arrodillado y desnudo se flagelaba las espaldas con el rebenque que su tío le había obsequiado al entrar al seminario como un insulto, una degradación y una humillación que él aceptó lo mismo que aceptaba hasta ese momento las reglas de la orden: el dolor como símbolo de resarcimiento, anestesia del pecado y eliminación de todo dolor y todo placer. Luego, poco antes del alba, seguía rezando de rodillas, sintiendo la sangre sobre las viejas cicatrices de la noche anterior, el olor de la sangre y el aroma de la orina que no pudo evitar derramar mientras se flagelaba. Dos líquidos nauseabundos que debían ser eliminados de su cuerpo para que éste fuese tan puro como el de Jesucristo en la cruz.

     Podría ver la luna en pleno día, seguía diciéndose, observando en éxtasis los alisios de occidente asomándose al verano al que se acercaban lentamente, desde hacía treinta días. El barco como la nave de Aqueronte, alejándose del crudo invierno europeo para acercarse y estremecerse en la calidez extrema de otro continente, de un hemisferio que bien podría parecerse al mismo infierno al que aquella vieja nave también intentó aproximarse, hundiéndose en los abismos, quemándose o congelándose, que al fin y al cabo es lo mismo, porque el alma dolorida es un alma congelada, el hielo quema y marchita y se transforma en una inmensa y a la vez diminuta araña encogida, muerta, donde las hormigas y las moscas se cebarán como perros rabiosos, leones hambrientos o cínicas hienas que llevan la sonrisa de Judas en sus caras. 

    -Tengo miedo- murmuró Maximiliano, mirando las olas que naufragaban contra el casco del barco, el metal de una nave construida un año antes, en 1909, pero ya decrépito el casco por el azar del tiempo y la fuerza del espacio acuoso, la espuma como herramienta de un orfebre maligno que aborrecía incluso la pequeña libertad que el hombre se tomaba para viajar, como si no fuese su derecho, como si hubiese raíces que atasen al hombre a la tierra, luego de haber abandonado el agua en el origen de los tiempos. El agua era, quizá, un ser resentido, o una serie de demonios o criaturas que engendran hijos desagradecidos y descarriados, atraídos por el sabor y la riqueza de la tierra. Y los puentes y los barcos la apoteosis de la venganza, la máxima síntesis de la oportunidad para esas madres del agua, esos padres acuáticos engendrados, tal vez, por el mismo Lucifer. Era así, entonces, la forma en que el cielo, el agua y la tierra se encadenan, se relacionaban como los mismos lazos indisolubles entre padres e hijos. La sangre podría ser aire, agua o polvo, pero todo era la misma sustancia transformada, mezclada, formando la arcilla que los mismos elementos moldeaban para dar cabida a un muñeco tan frágil que ha durado diez millones de años. El hombre como contrapartida de Dios, la criatura creada como fruto del odio entre el cielo y la tierra. 

     En el medio, el agua. 

     La transición, el pasaje, la transformación.

     El viaje.

     Mientras continuaba con las manos aferradas al barandal de la cubierta, mecido su cuerpo por el vaivén del barco, su pelvis como una bisagra cuya hoja en movimiento era su torso, sostenido éste solamente por los brazos apoyados en el barandal, y la cabeza oscilante como el lente de un antiguo telescopio al extremo del corto brazo lubricado con aceite. Intentando ver, ubicar la luna en pleno día. Por qué tanto esmero, se preguntaba a sí mismo, por la simple razón, se contestaba enseguida, de que la noche anterior no había logrado verla. Todas la noches desde que había zarpado, buscó la luna, corriendo a veces desesperado a lo largo de las cubiertas, saltando a los pasajeros que dormían a la intemperie, aquellos que viajaban gratuitamente o pagados por el estado, los que estaban enfermos y tosían o expectoraban sangre o fluidos que cada mañana eran barridos y lavados con incontables baldazos de agua fría y un desinfectante que dejaba su impronta durante exactamente doce horas, cuando era el turno en que la noche llegara y vomitara los restos insobornables de festines y desgracias diurnas. Las cientos de vidas con sus múltiples variables que eran esas trescientos y pico de personas, como un muestrario que Dios había preparado para su venta callejera, es decir, su gira intercontinental. Un continente dominado, un viejo continente adquirido, ahora faltaba otro por conquistar. Y las muestras eran personas, sus mentes y brazos y piernas. El trabajo, la idea y la reproducción. La tríada en que Maximiliano Menéndez Iribarne descubrió un día en Cádiz, antes de sacarse la sotana para siempre. La tríada que reemplazó al tríptico del catolicismo. 

     Corriendo a lo largo de la cubierta, buscó la luna cada noche hasta hallarla entera o en pedazos. A veces apenas visible, pero sabiendo que allí estaba su sombra. La sombra de la luna, su lado oculto, su siempre escondida cara, como si alguna deformidad le diese vergüenza, o hubiese en ese lado de su superficie cosas más claras que en el lado visible, objetos o seres que le diese vergüenza mostrar o escondiese como quien se reserva armas para una guerra próxima. 

     ¿Quién podrá interpretarla?, se preguntaba él, contemplando la nube blanca de la luna a pleno día, bajo el sol refulgente, entre olas de luz reflejadas por las olas del mar, que además aportaban su rugido para que ambos mares, el de luz y el de agua fuesen hermanos gemelos que rara vez se juntaran. Momentos esporádicos que sólo podían contemplarse en alta mar, allí donde ellas, trescientas y pico de personas, estaban quietas como suspendidas en el tiempo, ausentes del espacio real y del tiempo contable. Flotando a la deriva como si viajasen en el aire. Rodeados de las sustancias etéreas que las formaron en el principio de los tiempos.

     Maximiliano se preguntó por qué ellos no se daban cuenta de todo esto. Por qué no veían la luz de la luna bajo el hálito esplendente y el aroma nauseabundo que el sol despertaba en la carne muerta, las pieles sucias y la madera hastiada de sal y sangre. Cuál era la razón de que teniendo ojos, no vieran las manos de la luna arrojando sus huesos sobre el mar, porque esa era la causa de la olas. No el viento ni las corrientes marinas, ni siquiera los demonios de las profundidades, ávidos ellos mismos de los huesos frescos que la luna arrojaba cada día, escondidos tras los haces del sol. Huesos que por la noche iluminaría para alimentarlos y hacerlos revivir. 

    Él soñó con la lluvia de huesos desde hace algún tiempo, y desde entonces buscó la luna cada noche. Más precisamente desde que se arrancó la sotana como si le quemase, un atardecer de marzo en Cádiz, en la calle sobre la que estaba el convento y seminario. Pero de esto no quería acordarse por ahora, y le hacía bien el calor sobre su cabeza, la luz como calor entibiando la camisa blanca de lino, arrugada, de botones desprendidos y otros rotos, dejando ver el ancho de su pecho apenas hirsuto, apenas ancho incluso, más blanco que le camisa sucia. Sentía que el pantalón de cuero viejo le molestaba, haciendo transpirar las piernas y las ingles. Habría querido sacarse la ropa de una vez por todas y zambullirse por un largo rato en el agua. Nadar junto al barco como ha visto hacer a los peces a lo largo de la travesía. 

     Entonces sintió un tirón y luego una punzada en su cadera. Dió un sobresalto menos por el pinchazo que por haber sido despertado de sus ensueños acuáticos, su vida de pez metamorfoseado en busca de los demonios escondidos en las profundidades del mar. Él, un ángel marino reclutando legiones en contra del mal. Pero lo que lo había punzado era nada más que la uña larga y rota de uno de los casi ciento cincuenta niños que había a bordo. Vestía harapos, estaba descalzo y el pelo largo estaba sucio y pegajoso. Olía a mar y a pescado fresco. Sin embargo, la sonrisa era de una virginidad envidiable, de una ingenuidad de sabia ignorancia. 

Sí, se dijo Maximiliano, bautizaré a uno de mis hijos con el nombre de Jesús. Le habría gustado ser el Mesías acostumbraba reunir en torno suyo a los niños para hablarles del reino de los cielos.

     Se dio vuelta y le acarició la cabeza.

     -¿Cómo te llamas? –preguntó al chico.

     El niño no contestó. Frunció la frente y entrecerró los párpados. El sol le daba de frente y no veía más que un halo entre amarillento y rojizo alrededor del hombre a quien había llamado. Y en medio de aquel reflejo, un hálito negro, un hilo oscuro de leve aroma nauseabundo. Pero era tanto el aroma a pescado viejo, seco y podrido en la cubierta, que fácilmente podría pasar inadvertido todo otro aroma, incluso el de un cuerpo humano muerto hace ya tiempo. 

     Maximiliano pensó en los cadáveres que habían sido arrojados al océano desde el comienzo de la epidemia. Tifus, había declarado el médico de abordo. Desde entonces, los enfermos habían sido encerrados en un sector de popa, tras barricadas de barriles vigilados por guardias día y noche. Por las mañanas el médico y un par de ayudantes hacían un recorrido provistos de guantes y barbijos, golpeando los cuerpos recostados en cubierta con bastones. Quien no se movía, se le comprobaba el pulso, y sin ceremonias ni mortaja alguna, era arrojado al mar.  Maximiliano no había querido entrar a la zona restringida, y aunque hubiese querido hacerlo, se lo habrían prohibido. Sólo penetraban el médico o los guardias. Él veía, desde una distancia de diez metros, a los ayudantes de la cocina que llevaban los baldes con alimentos para los enfermos. Los dejaban en las barricadas y los que aún caminaban se encargaban de repartirlos a los demás.  

     El capitán había dicho que llegaría ayuda, pero el barco fue declarado en cuarentena, y aún faltaba más de un mes para que cualquier otro barco pudiese acercarse y recoger pasajeros. Nadie había dicho lo que Maximiliano ya imaginaba, que no podrían entrar en ningún puerto hasta tanto no se cumpliera la cuarentena. Por eso las máquinas habían disminuido su potencia y el barco navegaba más lentamente. Y aunque el sol radiante prometiera un verano tranquilo en alta mar, los riesgos de tormenta y naufragio no eran preocupaciones menores para los tripulantes. Él los veía revisar los botes salvavidas, de madera podrida algunos, reparados con lentitud y mala voluntad, porque no había herramientas suficientes. De algún modo, mientras más tiempo pasaba, o cuando las nubes de tormenta amenazaban el ánimo y el espíritu de todos, salvo de quienes vivían enclaustrados en las cubiertas inferiores o en sus camarotes privados, el deseo de ver amanecer más muertos representaba una forma de alivio, una tranquilidad de conciencia para el futuro. Mientras menos gente más posibilidad de supervivencia para el resto en caso de un naufragio. Es así, se decía él al contemplar el ir y venir de los moribundos tras los barriles, cómo el hombre condena al otro para la paz de su conciencia. Si Dios se encarga de cumplir sus deseos y esperanzas, el hombre no debe tener más trabajo que recoger los frutos de tanta condescendencia. ¿Pero acaso Dios es tan apropiadamente práctico como en estas ocasiones? Y su respuesta era positiva: la practicidad de Dios es utilitaria como una máquina de vapor avanzando sin fin hacia una meta imposible: la nada y el infinito.

     -¿Cómo te llamas? –volvió a preguntarle al chico, que bajó la mirada, se frotó los ojos, y señaló hacia los exiliados del barco. 

     Maximiliano se dio de cuenta que se había escapado, y ahora que descubría que ya lo había tocado, y casi sentido su aliento sobre la palma de su mano, miró hacia la popa, a los enfermos cubiertos por mantas con que ellos ocultaban sus ropas raídas y sucias, las caras demacradas y las vergüenzas, y el pudor que los obligaba a defecar u orinar junto al barandal. La cara externa del casco hedía a excrementos viejos o frescos, y cuando el viento soplaba desde allí el olor se hacía insoportable en todo el barco. La orden del capitán había sido terminante: los enfermos no debían salir de la zona prohibida ni utilizar el mismo sistema de drenaje que el resto de los pasajeros. 

      Nunca se había visto en un caso así, pero había oído hablar a su tío, marino mercante, de ciertas cosas que debían hacerse en esos casos. Sin embargo eran relatos de la infancia, y su tío ya hacía mucho tiempo que no lo trataba como a un niño. La seriedad y el deber habían echado raíces en su rostro firme, en su cuerpo alto, en los modales con que trataba a su único sobrino. Y como último regalo y signo de desprecio por el destino que él había decidido para sí mismo: el rebenque, y las palabras que lo acompañaron. 

     Recordando esas palabras, Maximiliano agarró al chico de la mano, y le dijo:

    -Vamos.

     Caminaron juntos hasta la barricada. Uno de los guardias les prohibió el paso, bajando la mirada hacia el chico y frunciendo el ceño.

    -El niño se ha escapado, debe volver con su familia – dijo Maximiliano.

    El guardia golpeó el pecho del chico con el arma, sin hacerlo caer, y luego lo pateó para que pasara entre los barriles. Maximiliano agarró de la ropa al guardia.

    -¡Yo también tengo que entrar! –gritó él.

    Los guardias trataron de calmarlo a golpes, y cuando quedó sentado en el suelo con la cara morada y el cuerpo tieso, rodeado de curiosos, él se sacó la camisa y el pantalón. Las mujeres se dieron vuelta, los hombres se rieron, pero pronto toda chanza pasó, igual que pasa el viento que trae el aroma tibio de una comida recién preparada o el perfume fugaz de flores silvestres. Mostró la herida que el chico había hecho en su cadera, más grande que lo que había imaginado, porque hasta entonces no había sentido más que el ardor del rasguño, calmado por la frescura tibia de su sangre. 

     Los guardias, entonces, comenzaron a empujarlo con sus botas hacia más allá de los barriles, recogieron la ropa y la arrojaron al agua. Maximiliano quedó tirado sobre cubierta, junto al chico arrodillado junto a él, apoyando sus manos pequeñas sobre el pecho del hombre. Sentía que el chico lo estaba mirando, a él, un hombre que poco tiempo antes había creído sinceramente haber oído la voz de Dios, y haber sido elegido como uno de sus discípulos.  Pero las manos del niños eran más tibias y sinceras que las de Dios mismo, lo comprendía en este momento cuando pensaba que su fin estaba cerca, viendo cómo hombres y mujeres se acercaban lentamente, asomándose a los bordes de su visión como si estuviese semihundido en un lago, siendo bautizado, quizá, por numerosas manos que formaban sombras delante del sol resplandeciente. Unos traían ropas, otras mantas, otras un cuenco de agua fresca. Le limpiaron la cara una manos que debían ser de mujer, y cuando la sangre se diluyó y desapareció de sus ojos, vio la imagen de la Santísima Virgen María.

      -¿Eren la Virgen? –se oyó decir.

     Un coro de risas veladas corrió a lo largo de la multitud que lo rodeaba. Vio cómo el pudor ruborizaba el rostro hasta hace un momento pálido de la chica que lo había lavado. Sintió esas mismas manos restregar suavemente el resto de su cuerpo, mientras un perfume a malvas, aparecido de repente en medio del mar, traído por gaviotas inexistentes a esa distancia, habitante tal vez de un viento piadoso, un viento anciano que ha elegido ofrendar más que arrastrar o derribar. Y en ese aroma a malvas llegó toda una ciudad a pleno, todo un mundo que Maximiliano había creído abandonado en los confines de su despiadada memoria, que en combate con el agrio y viejo olvido, había perdido una batalla, pero ahora se recuperaba, y crecía extendiendo los enormes terrenos del recuerdo y el dolor.





2




Cuando entró al seminario, su tío José lo esperaba en la puerta. Maximiliano lo vio parado allí mientras se acercaba por la acera, con la maleta con sus pocas pertenencias, las únicas que la Orden le autorizaba a traer de su casa, documentos, algún recuerdo de familia, la biblia. Todo el resto era superfluo y reemplazable, la ropa, los objetos de higiene personal, y lo demás, fotos, adornos, anillos incluso, objetos de avaricia. Él entraría con su cuerpo y la vestimenta necesaria para cubrir las vergüenzas de su cuerpo. En esto iba pensando mientras seguía su camino bajo el sol que alumbraba esa calle de Cádiz donde el convento abría y cerraba sus puertas una vez al año para los nuevos seminaristas. El tío José lo vio llegar, pero él no levantó la vista hacia la cara del viejo marino que lo había criado desde los cinco años, desde que sus padres habían muerto. Padres era una palabra nada más, fotos que él había pegado sobre la pared de su habitación en la casona del tío, pero que nunca había besado como el viejo esperaba que hiciera alguna vez luego de decir sus oraciones antes de acostarse. Arrodillado junto a la cama, el niño Maximiliano, como lo llamaban las sirvientas, había mirado de reojo la figura erguida y severa del tío José, con sus botas y su uniforme, la gorra bajo el brazo y la mirada adusta detrás del bigote blanco y espeso. Así lo recordaba antes de acostarse, sabiendo que el viejo partiría esa no mucho después para un viaje de varios meses, y que volvería a repetirse luego de ese tiempo igual que se suceden las estaciones. 

      Maximiliano aprendió a dividir el año de esa manera, según las llegadas y despedidas del tío, y el invierno se diferenciaba de la primavera únicamente porque el uniforme del tío cambiaba de aspecto, levemente, o percibía un perfume diferente, más cálido, como a malvas. Porque el tío José y él caminaban juntos cuando las flores se abrían, justo antes de cada desayuno, entre el alba o la hora en que las sirvientas tenían la mesa lista. Y ellos entraban y se sentaban a la mesa para ser servidos tras el ventanal que abrían únicamente en verano, y que en los inviernos permanecía empañado, escondiendo las formas del jardín, ocultándolas como si hubiese algo terrible y pecaminoso en la niebla del invierno. 

     Los veranos en Cádiz eran más fuertes que en cualquier otro lugar de España, eso decía el tío. Juntos iban a visitar el puerto, y le enseñaba los barcos, le indicaba cómo diferenciar su función según las formas y el tonelaje. Y cuando se hizo más grande lo dejó visitar el interior, recorrer los camarotes, jugar con el timón, explorar y leer los indicadores, descifrar el misterio indescifrable de la brújula. El tío José esperaba que él fuese marino.

      Pero él decidió seguir a Dios. Por eso estaba allí, en el convento, en su primer día de abandono del mundo. No sabía por qué el viejo lo acompañaba. La noche que decidió contarle su decisión, el tío José se levantó del sillón en donde tomaba su café luego de cenar, y comenzó a golpearlo. Él nunca se defendió, hacerlo hubiera significado un desacato a la autoridad del hombre que lo había criado, y también una ofensa al dios que lo había llamado. Al dios que le decía, entre otras cosas, que debía ofrecer la otra mejilla. Maximiliano se quedó, esa noche, arrodillado sobre la alfombra de la biblioteca, la cara libre de sus manos, haciendo el esfuerzo por conservarlas enlazadas sobre su pecho, como si rezara, viendo cómo sus propias lágrimas caían en sus pulgares temblorosos, y soportando los golpes que el viejo le dio durante diez minutos en la espalda y la cabeza, intentando derribarlo y humillarlo, tratando de socavar la resistencia de ese sobrino enclenque y debilucho, cuya alma debía estar tan podrida como la traición que había perpetrado contra él. Porque no menos que traición podría llamarse al acto de convertirse en un cura maricón en lugar de seguir su deseo: el ser un viril marino mercante, un hombre hecho y derecho, orgullo de su nación y de su familia.

    Cuando el viejo dejó de golpearlo, abandonó la biblioteca con un portazo. Maximiliano se derrumbó sobre el piso, y con el cuerpo dolorido se arrastró hacia el sillón. Nadie entró a ayudarlo, las sirvientas debían estar llorando pero no desobedecerían el mandato del viejo que les prohibía entrar. Levantó la mirada llorosa y vio los libros que habían constituido sus amigos durante toda su vida allí. Los únicos que no lo habían engañado, los que lo consolaban con sus paisajes y sus sentimientos, con los personajes y las ideas que surgían de sus páginas. Esas vitrinas cerradas con llave, la misma que ya nunca volvería a tocar, despedía olor a humedad, papel y tinta, al cuero de los lomos, al polvo acumulado. Hasta el polvo extrañaría, tanto como tocar el relieve de las letras en las tapas, las páginas con pecas de humedad, los bordes afilados o dentados de las viejas ediciones, incluso de algunos incunables que el tío conseguía en sus viajes por el mundo. Se quedó allí toda la noche. Cuando vio amanecer por la ventana, subió a su habitación, se dio un baño caliente cerrando puerta a las sirvientas que preguntaban por él. Dos horas después, sabiendo que había perdido el desayuno y que el tío debió haber comido solo, salió a la ciudad para visitar la iglesia.

     Una semana después entraba al seminario, bajo la mirada adusta del tío José. Era costumbre que algún familiar acompañara al seminarista en su abandono del mundo, y también que se le entregara alguna ofrenda que sería guardada por la Orden hasta que el postulante terminara su preparación como novicio. Maximiliano entró a su celda, entregó su ropa y le dieron una camisola blanca. Se reunió con los demás postulantes en una larga fila que se desplazaba lentamente por el pasillo central de la ermita del convento. Las familias estaban en los bancos de los costados, las mujeres  mirando y llorando, los hombres con expresiones serias y tristes. Algunos niños miraban asustados y saludaban con la mano a quienes debían ser sus hermanos mayores. Él, como los otros, llevaba la cabeza inclinada, pero no pudo evitar echar miradas breves en busca del tío José. Cuando llegaron frente al altar, el familiar más cercano entregaba su ofrenda, el postulante la ponía en manos del sacerdote y luego de un último beso, se retiraba para desaparecer en los claustros oscuros. 

     Cuando le llegó el turno, el tío se acercó con las manos en la espalda, ceñudo y evidentemente nervioso, no por hallarse donde estaba, sino por la furia. De pronto, Maximiliano vio la ofrenda: un rebenque de cuero fino, con mango austero, sólo con incrustaciones de piedras oscuras que no ofendían la seriedad de la ocasión. Percibió, o creyó hacerlo, un entendimiento común entre su tío y el sacerdote. Quizá se tratara de una donación que lo favorecería de un modo en que él no deseaba ser favorecido. Tomó el rebenque con sus manos, y cuando iba a entregarlo al cura, éste le dijo que no era necesario: el rebenque cumpliría la digna función que los pobres látigos de la orden cumplían con febril y esforzado trabajo.  

     Maximiliano Menéndez Iribarne se supo desde entonces un privilegiado por favores no pedidos y otorgados como contra entrega de otros pagos que nunca sospecharía. Como esas mujeres de la calle a las que el tío lo llevó a conocer cuando cumplió catorce años, y visitaba regularmente cada quince o veinte días desde aquella época. Pero él las consideraba puras de espíritu, porque el dinero que recibían no había pasado antes por las manos de Dios. De ellas obtenía la fugaz felicidad del cuerpo extenuado y liberado de la lenta muerte que se apodera de cada uno cada mañana al levantarnos, que crece como una crispación de los tendones, un cosquilleo que progresivamente se transforma en un adormecimiento en los muslos y las piernas, un agitarse de la maquinaria espiritual con el mismo combustible que alimenta los cuerpos, el pan y el agua convertidos en fluidos humanos, sudor y semen, y sobre todo en un llanto de impotencia que se expulsa como quien arroja con furia algo por una ventana. El estallido de un vidrio como el grito de un hombre que ha copulado con una virgen desesperada de amor y sexo, muerta y renacida y luego muerta otra vez, a los pocos minutos de su propia desintegración: la desaparición de su cuerpo al unirse a otro, la fusión y el desengranaje de la maquinaria visceral en un cielo sin tiempo que tiene las dimensiones de una cama estrecha. Eso es lo que ellas, las putas, hacían como un favor, sabiendo la desilusión que cargarían como bolsas pesadas sobre las espaldas de los hombres que se iban, dejando antes el dinero no como recompensa, sino como ofrenda a sus propias vidas: a la virgen que han matado, al dios que olvidaron. Y sin embargo, sus manos continuarán limpias.

     Pero no las del tío. Y en esas manos, Maximiliano entregó la prenda más preciada que el novicio debía entregar a su pariente más cercano. Algo que representara su abandono, su sacrifico a los placeres mundanos. Sacó la mano del bolsillo y con el puño encerrando algo que el tío no imaginaba, se acercó a él y le dio un beso en la mejilla. Sus barbas se tocaron, se mezclaron como la sangre que corría por las venas de cada uno de ellos. Sintieron el calor de la piel y el latido de sus corazones por un instante. Hombres y parientes, pensaron cada uno sin decírselo, hermanos tal vez para siempre y sin saberlo, dispuestos a ignorar el lazo de ahora en más para toda la eternidad de sus espíritus inmortales.

     ¿Creía el tío José en Dios, se preguntaba Maximiliano en ese momento, más allá de su regular visita a la Iglesia en Pascua y Navidad, o acompañando a las señoras por las que se sentía atraído o a las viejas con las que estaba obligado? No lo sabía. Únicamente que el alma del tío era tan inmortal como la suya, y el cuerpo grande y robusto del que se sentía tan orgulloso desfallecería alguna vez para no levantarse más. 

     El tío José, sin embargo, era el dueño de la biblioteca donde él había aprendido sobre Dios y los hombres, sobre el mundo habitado y no explorado, sobre las ciencias y la palabra. Por eso, depositó la llave de la gran biblioteca en la palma dura y firme de su tío. El viejo miró su propia mano y el objeto que descansaba en ella, como un pedazo de metal arrancado de otro objeto más grande, una puerta, quizá, un adorno de flores de metal sobre una puerta de metal y vidrio separando el ruido de la calle del silencio de la antigua casona y su inmortal biblioteca. Una llave es eso, entonces, un fragmento de una puerta, un apéndice cuya pérdida puede crear la clausura absoluta de aquel recinto, de aquella paz increada como la que generan por sí mismos los niños que crecen en el vientre  de sus madres. La calidez y la estrechez de un asiento único, la frialdad y la extensión de un espacio que se expande en la oscuridad desconocida del mundo exterior. Puertas que se abren de tanto en tanto, ruidos que perturban la mansedumbre, el conocimiento que crea paz. Todo el resto es ruido y excitación, es parábola de muerte y vida y muerte, como el sexo. Como las mujeres saben. 

      Ellas: la gran biblioteca sin libros del mundo. Ellas, a las que renunciaría para siempre porque Dios así se lo mandaba.

      No fue la última vez que vio al tío José, pero imaginó que el viejo moriría en su casona, víctima de la gota y la artritis que habrían por fin vencido sus resistencias. La fiebre intermitente visitaba su cuerpo como visitaba la casa, bebía en su sangre y se solazaba en sus huesos duros lo mismo que la humedad roía las paredes y el musgo vestía de verde los cimientos. Los criados escucharían los gemidos atenuados del viejo desde su cama, pero cualquiera podría haberlos confundido con el roer y el caminar de las ratas en el sótano, donde las bolsas de harina de maíz y de trigo esperaban se utilizadas en panes que nadie comería. Panes increados, hostias imaginadas por la mente hostil del viejo tío José. Hostias usadas en ceremonias y orgías, blancas como los cráneos y la luna, como el cuello de los curas y la ropa interior de las monjas. 

      Todo esto recordaba Maximiliano mientras la joven del barco le limpiaba el cuerpo, lo refrescaba no con el agua sino con sus manos más intensamente dulces que la irritante sal del océano. Cualidades absolutamente inversas, cuanto más gruesa era la capa de sal del mundo vivo, más dulce era el aroma de esa mujer que aseaba su cuerpo como quien limpia el cuerpo de Cristo al pie de la Cruz.




3




Fue tal vez el sol intenso el que hizo arder aún más las heridas que los guardias le habían provocado, pero más doloroso todavía eran los moretones que a cada minuto continuaban hinchándose. Sentía todo el cuerpo casi adormecido, y cuando intentó ponerse en pie, las piernas se derrumbaron como si estuviesen fracturadas. Se puso de costado sobre el suelo de la cubierta, se miró el cuerpo y vio que estaba limpio pero oscuro. El sol había hecho su trabajo durante lo que llevaba de travesía, pero también el color morado de los golpes acentuaba el bronceado con un color que se tornaba violeta a medida que transcurría la tarde. 

     No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero lo habían cubierto con una sábana y le había dado una especie de almohada improvisada con una bolsa de arena robada de alguna parte del barco. Escuchó que alguien decía:

     -Aquí tienes un pantalón para el joven.

      Era una voz de mujer madura, tan cerca que podía sentir el olor de su ropa y su aliento, pero él tenía los párpados demasiado hinchados para poder ver con claridad la figura de quien hablaba.

    -Gracias – respondió una voz, y él supo que la almohada tan tersa y blanda ya no era la de una bolsa de arena, -quién sabe cuándo se la había sacado, o cuántas veces se había dormido y despertado, como tampoco estaba seguro de que fuese aún la misma tarde o la siguiente-, sino la falda de la joven que lo había limpiado. Reconocía el olor de las manos que recorrieron su cuerpo con extrema suavidad sobre las llagas y los golpes. Las mismas manos le acariciaban la cara y las mejillas, los mismos dedos que se enredaban en su cabello. Deseó con toda su alma abrir los ojos y levantar la vista, pero no pudo más que balbucir un quejido que hizo darse cuenta de que sus labios, además de hinchados, estaban cortajeados y el paladar seco.

      Le dieron de beber un sorbo de agua con azúcar, pero de dónde habrían sacado azúcar esos marginados a la popa, aquellos exiliados no sólo de su tierra sino del mismo barco en que viajaban hacia el exilio. Qué es una emigración más que una forma más de exilio, un alejarse de donde hemos nacido en busca de un lugar que viaja con nosotros hasta donde vayamos. No una ciudad o una aldea, ni siquiera una provincia o una región geográfica limitada, sino de un país, un continente, o quizá, simplemente de una playa o una montaña. Allí donde el idioma es diferente por más que suene parecido, donde las costumbres son tan dispares como la disposición de las dunas en dos playas diferentes o el crecimiento de los árboles en otros tantos bosques distantes.

     El agua dulce le hizo bien, pero sobre todo la caricia y el beso que sintió como ofrecido a través de telas que no eran más que su propia piel inflamada. Sin embargo, aquel calor rayano con la fiebre le refrescó el cuerpo y el espíritu como si fuesen una sola sustancia amalgamada. Y todo lo aprendido en el convento se le tornó caprichoso y arbitrario, pudriéndose en una falsedad sin excusa porque mostraba la maldad, o el cinismo por lo menos, como su origen. La eterna lucha del cuerpo y el alma, la sumisión del cuerpo, su condena a la tierra y al tiempo, la construcción del conglomerado del alma como un árbol nunca acabado, que crecía hasta destruir el cuerpo y expandirse hacia un cielo que nunca había otorgado más que promesas. Acaso el alma no necesitaba del cuerpo para sentir su dolor y sus fracasos, por más que fueran temporales, pensaba entre sueños, mientras el barco se deslizaba sobre la superficie cálida del océano en estío. No era el dolor del cuerpo una expiación, el placer de la autoconciencia regodeándose en su propio ego, o su orgullosa existencia derramándose en placenteras autoafirmaciones de capacidad y omnipotencia, siguió diciéndose en voz muy baja, sabiendo que la joven lo escuchaba, porque había puesto su oído sobre los labios de él para entender sus palabras. 

     -¿No es la sangre un orgullo de la capacidad humana? -preguntó, alzando lo voz por primera vez.

     Ella se sobresaltó y alejó por un momento su cabeza. Él temió haberla asustado, con miedo a que lo abandonara y luego sentirse desvalido y solo, como un perro enfermo que no era capaz de alimentarse ni mucho menos de levantarse. Pero la joven se rió, o por lo menos sonrió entre dientes con leve silbido mezclado con el ruido de las olas. Ella lo protegió del sol con su cabeza y una especie de manta, pero aún así el sol los quemaba a todos, y que el agua que los rodeaba era un simple simulacro, una cruel intención de Dios, una burla indecente de un dueño impiadoso que ofrecía litros de agua a un perro moribundo que nunca podría beberla. Tomar de ella era morir, no tomarla era también morir. 

     El cerebro de un hombre enfermo quizá no sea más complejo que el de un perro sarnoso. Ambos confunden la indiferencia con la crueldad, el amor con el odio. Una mente hambrienta es capaz de confundir el reír de una mujer joven con el canto de las sirenas que devoran a los marinos que sucumben a su canto. Maximiliano yacería sobre cubierta hasta que su carne se pudriera, hasta que el sol criara larvas en sus huesos, y éstos no fueran más que pedazos sólo un poco más bellos o más honrosos que la madera de la cubierta, esqueleto también, al fin de cuentas, de tantos árboles caídos bajo el hacha de otros tantos hombres.

      El mar como un círculo, el mar como una esfera. El planeta no es cuadrado como pensaron los primero navegantes. No hay un precipicio en el horizonte. Cada caída es un comienzo, y él sabe que aunque su carne se pudra, otro barco navegará con otro cuerpo semejante, a disposición de las olas, que no son más que burbujas creadas por los candentes infiernos acuáticos. 

     -Mis huesos son como los de la luna…

     -Delira… -escuchó decir a la joven.

     -¿Tifus? – preguntó una voz de hombre viejo.

     -No creo, papá. Para mí son los golpes y la fiebre.

     No escuchó más. Se sumió en el sueño nuevamente. Cuando volvió a abrir los párpados, era de noche. La luna estaba ausente, escondida por las espesas nubes que dejaban caer una llovizna sobre todos los cuerpos hacinados en popa. Movió la cabeza y contempló a su alrededor los montones oscuros de cuerpos acurrucados y encimados unos sobre otros, cubiertos de telas, como si realmente se tratase de cadáveres. Muchos de ellos lo serían antes del amanecer, pero todavía, por unas horas de la noche, disfrutarían del dudoso privilegio de continuar entre los vivos, de simular una respiración que comenzaba a descomponerse en fragmentos, en pedazos de armonía rota. Instrumentos desafinados, y con cuerdas rotas  en una orquesta, una banda de a abordo destinada a la diversión de los pasajeros, que ahora sonaba con los sonidos resquebrajados, graves, atonales y disonantes de la muerte. La muerte no toca en el violín una música tenue, no posee la voz atiplada de una soprano ni la oscura y expresiva profundidad de un bajo barítono. La muerte rompe las cuerdas que toca, abolla los metales que intentan imitarla, roe las maderas y llena el viento de un olor ponzoñoso. 

     Oyó ronquidos y toses, ladridos de perros que acompañaban a sus amos. Había visto, unos días antes, cómo los animales eran arrojados por la borda. Incluso algunos habían sido matados y carneados. Pero un grupo de mujeres se opuso a los hombres que hacían esto y ellos debieron ceder. 

     -¡No somos salvajes! –habían dicho ellas.

    Los hombres dejaron los cuchillos y tiraron al mar al último perro muerto. Los otros animales miraban desde los brazos asustados de los chicos que eran sus dueños. Niños afectados por el tifus y que sin embargo aún poseían fuerza para proteger a sus perros.

      La llovizna ahora caía con una tersa piedad sobre su cuerpo, mojando la ropa con que lo habían vestido, lamiendo  y empapando los recovecos de su cuerpo acostado. Se secó la cara con la mano derecha. La sintió deformada y aún adormecido, pero ya no le ardía como antes. Al bajar otra vez la mano, chocó con la pierna de alguien que dormía a su lado. Giró la cabeza y vio la cara de la joven que lo había cuidado todo ese tiempo. Ella tenía los ojos cerrados, la cabeza descubierta y el pelo mojado. Los hilos de agua corrían por sus mejillas y sus labios.

     Maximiliano sintió, de pronto y en medio del dolor aún recurrente, de la humedad de una noche calurosa, un deseo inesperado. Deseó tocar esos labios y luego besarlos con ternura. Dios mío, se dijo, es tan hermosa…es más hermosa de lo que había imaginado.

     Otra vez levantó su brazo derecho y se irguió un poco, luego lo pasó debajo de la leve curva del cuello de ella, despacio, nervioso por temor a despertarla. Pero la joven no se despertó, o si lo hizo decidió no abrir los ojos y dejarlo hacer lo que a ella también debía agradarle: descansar sobre el brazo de un hombre, y sentir cómo ese hombre descansaba gracias a ella.


     Cuando amaneció, estaba en la misma posición en que se había dormido, pero su brazo derecho yacía estirado y vacío, pálido, adormecido por la posición en que llevaba durante horas. A él, sin embargo, se le ocurrió, por un fugaz momento, que su brazo había muerto durante la noche. La primera parte de su cuerpo que lo abandonaba, adelantándose a la tumba que esta vez sería el agua. ¿Habrían sido los demonios de las profundidades los que quitaran la vida a su brazo? Recordó que esa noche no pudo ver la luna, ni siquiera había sentido la necesidad, incluso la desesperación de otras tantas veces, por buscarla. Se había dormido sin sentir en sus sueños la caída de los huesos de la luna sobre la superficie del agua. No había soñado ni con los demonios surgiendo del agua para atraparlos ni con los monstruos cuyos brazos y espaldas fuertes arrojaban los huesos de sus semejantes desde la rocosa, árida y siempre oscura superficie de la luna. Sueños sin ruidos, sin gritos ni alaridos que se supone debían surgir de aquellas criaturas deformes. Sólo el silencio y la luz opaca de la luna, los reflejos del agua, y eso sí, el chapoteo de la caída. Y con la luz del amanecer surgiendo desde el horizonte de popa, supo que esos huesos tal vez fuesen los huesos de Dios. Los fétidos huesos de alguien que ha vivido desde siempre, cuyo esqueleto se alimenta de su propia carne. Huesos acostumbrados a la insípida, empalagosa, triste carne que se pudre un milímetro cada mil siglos. La desesperantemente lenta descomposición irreparable, indecentemente exasperante. Huesos de los que Dios mismo se deshace cuando su propio cuerpo los expulsa, así como se expulsa una astilla o una espina infectada. 

      Dios, de a poco y de una manera que nadie, sólo quizá esas criaturas de la luna, se va vaciando de huesos. Y cuando llegue el tiempo o el no tiempo en que ya no le quede ninguno, será una  masa amorfa reptando por los huecos de un universo que se degrada como un cadáver. Como gusanos de cementerio. Como un reptil. Convencido de ser entonces otra cosa que deberá sobrevivir a un nuevo comienzo de los tiempos. Deberá crear dioses y demonios, cielo y tierra. Una nueva guerra renovadora, vital, como una expiación del antiguo resentimiento, o la reparación del ancestral remordimiento. 

     Pero aún quedan demasiados huesos para que Maximiliano tenga intención de preocuparse por el fin de los tiempos. Observar y estudiar las acciones de Dios era una tarea que se había dispuesto a cumplir mientras tuviese vida. Ver la luna era ver la nuca de Dios, por eso dio la espalda al sol naciente, y se levantó haciendo fuerza con sus brazos débiles. Unas manos lo ayudaron, miró atrás y vio la cara de un hombre viejo, que le decía:

     -No se apure…

      Del otro lado estaba la joven, reconoció las manos que tomaban las suyas. Sin decirle nada, lo cubrió con una manta húmeda. Cuando él tembló, porque tenía sólo un pantalón viejo encima, ella retiró la manta y le recriminó al viejo:

     -¡Pero padre, esta manta está empapada, Virgen Santísima!

     Arrojó la tela al piso y no quiso aceptar la excusa del hombre.

    -Pero Elsa, nadie tiene una mejor….-le respondió el padre.

    -Entonces es mejor que lo caliente el sol.

     Ayudó a Maximiliano a caminar por la cubierta. Él se sentía débil, la piernas le temblaban y se daba cuenta que estaba con fiebre.

    -¿Qué día es hoy? ¿Qué tengo?

    Ella llamó a su padre y entre los dos lo ayudaron a mantenerse en pie.

    -Tiene que fortalecerse un poco, en un rato le daremos de comer. Lo golpearon muy fuerte, las heridas se le infectaron.

     Le palpó la frente con el dorso de una mano, y él la sintió fría y reconfortante.

     -Todavía está con fiebre, por suerte el clima ayuda.

    Él iba a preguntar cómo aquel sol calcinante podría aliviarlo, pero no dijo nada. Las manos de la joven y su padre eran las primeras que lo reconfortaban desde hacía mucho tiempo. La piel de la mano de ella, sobre todo, esa exquisita suavidad de una piel curtida, esa aliviadora frescura de una mano expuesta a la suciedad y la infección de aquellos a quienes cuidaba. Contradicciones para las que el mismo Dios no llegaría a dar explicaciones convincentes. Maximiliano sabía esto tanto como sabía que el caminar por cubierta del brazo de ella era lo más parecido a la felicidad que había sentido en mucho tiempo.

     -¿Cuál es su gracia? –preguntó ella, y sus ojos brillaron con una dulzura sólo comparable a la voz y al tono con que habló. Una voz irritada por el clima que dominaba sobre cubierta, probablemente también por efecto del tifus. 

    -Maximiliano Menéndez Iribarne, para servirle, señorita.

    Ella rió, mirando a su padre con complicidad. 

    -Me llamo Elsa Aranguren, y este es mi padre, Don Roberto. Somos de Roncesvalles.

    Nunca había visitado los Pirineos, y buscó en el cuerpo de la chica señales que delataran una vida ruda de campo, de arreo de ganado, del contacto con el sol de la montaña. Sólo vio una piel bronceada, las formas de un cuerpo firme y proporcionado. Las manos eran largas y de piel tersa y oscura. Los ojos negros, con un tono levemente morado.  La imaginó arreando vacas u ovejas, o tal vez ganado caprino en la alta montaña. Cerca estaba el Paso de Roncesvalles a través de la frontera con Francia. Había incluso un muy espaciado acento francés en la forma de hablar de la familia, que recién ahora adquiría prominencia. Como si de alguna forma ellos tomaran ubicación en su plano del mundo, en el plano temporal de Maximiliano. 

     El viaje a través del mar había quitado identidad a los seres, sólo las cosas crecían de valor. El agua dulce y la comida, la ropa y los medicamentos, la sombra bajo un alero construido con tablas y telas. El sol, sobre todo, había dejado de ser un fenómeno para convertirse en lo que hasta entonces había constituido la idea de Dios para el mundo. No un guía, sino un juez del cual cada día se esperaba una condena. 

     -¿Se siente mejor, señor Iribarne? –preguntó el viejo, que había escuchado sólo el último apellido.

     -Mejor, gracias, Don Roberto.

     El hombre sonrió por primera vez, y separándolo de las manos de su hija, se encargó él solo de  llevarlo hasta la manta donde había dormido.

    -¿Qué día es hoy? –volvió a preguntar.

    -Miércoles –dijo ella.- Hace dos días que lo golpearon.

    Lo sorprendió saber que eso no significaba nada para él, luego de aquellos treinta días que le habían parecido sesenta. O aquella larga semana después de abandonar el convento, tan extensa como un año transcurrido en una cámara del dolor.






Ilustración: Georges de La Tour


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