Lucas cumplió hoy ocho años.
Llegué a casa de Lucila a media tarde. La fiesta no iba a empezar hasta las seis o siete, pero querían tenerme cerca para comprar cosas de último momento en el almacén, cargar bolsas y cajas de gaseosas, o entretener a los chicos cuando mi hermana y las otras madres se sentaran a descansar.
-Para eso estoy yo- le dije.- Como si no tuviera nada que hacer.
-¿Y qué tenés que hacer?- me contestó ella.
Matarme, le habría dicho, preparar el plan para morir en mi décimo noveno cumpleaños. Pero me quedé callado, y en sus ojos duros, inflexibles como los de mamá, vi, por un momento, apenas un sesgo de piedad. Como siempre, para no discutir, cambiamos de tema, o en realidad cada uno se ocupó de lo suyo. Así fue cómo aprendimos a convivir después de la muerte de papá. El viejo me protegía. Era mi coraza, mi escudo contra los embates verbales y teñidos de afecto de mamá y Lucila. Los hombres nos defendíamos entre nosotros, y esa fue mi manera de crecer.
Pero mi mente y mi memoria son una cosa, mi cuerpo otra. Eso dijo uno de los tantos médicos que vi en los últimos ocho años y de los cuales ya no recuerdo nombres ni caras. Yo sé, sin embargo, que hay recuerdos grabados en el cuerpo.
Como el de aquel día que llegué corriendo del baldío de la otra cuadra, y abrí la puerta de casa. El gato se escapó hacia la cocina. Papá se asomó desde allí y entonces ahogué mis palabras, me las tragué con saliva y con el sudor que me caía de la frente. Porque descubrí, aunque la cara de mi viejo fuese la de siempre cuando discutía con mamá, esa expresión de amarga paciencia, que ya nada era igual.
El maullido había sido como la campana que anuncia un nuevo round, o la tijera que desgarra la tela, y en ambas cosas no hay marcha atrás. El olor de las frituras, el televisor encendido, la mesa preparada con el mantel de hule y la botella de Coca estaban allí como todos los días. Escuché la voz de mamá al pasar sin detenerme frente a la puerta de la cocina. Su voz y las protestas de siempre. A los once años, ya conocía el carácter de mi vieja. Pero esta vez sentí que algo era diferente.
Cuando me senté, ella se acercó para poner el pan sobre la mesa. Entonces me di cuenta que lloraba con lágrimas silenciosas, raro en ella. Al ver que me había dado cuenta, se secó la cara con el delantal y me miró. Era la primera vez que veía el miedo en la cara de mi madre.
Iba a decir algo, no sé qué, pero papá apareció y me rogó con la mirada que me callara la boca. Se la llevó de vuelta a la cocina, abrazándola de los hombros, mientras ella apoyaba la cabeza sobre su pecho, arrugando la camisa sudada y de puños arremangados. Gemía, aunque yo no escuchara el llanto, y papá también lloraba.
-¡Pá!- grité.
Él alzó la mano para que volviera a sentarme. Parecía un gran olmo dirigiendo el crecimiento de los seres que lo rodeaban con sus grandes ramas extendidas.
Pero el olmo tembló, y fue el viento que vino del teléfono el que lo hizo. Mamá se desprendió de los brazos de su hombre, que nunca más sería otra cosa que su marido. Las manos fuertes de mi vieja, las manos que criaron dos hijos sin aceptar ayuda, levantaron el tubo. Papá la siguió y acercó el oído al auricular.
El cómico de la televisión seguía contando chistes, supongo, pero ya nadie lo escuchaba. Las frituras se estaban quemando, pero nadie olía. No pude entender lo que mamá estaba diciendo, la mayor parte del tiempo que estuvo al teléfono sólo parecía estar escuchando. Después volvió a llorar y soltó el tubo. Papá se puso al habla, preguntó por Lucila.
-¿Dónde…?
Y sentí, por primera vez en toda mi vida, que mi hermana no era solamente la chica que me molestaba, la insoportable hermana mayor que se ponía de parte de mamá para hacerme la vida imposible. Su cuerpo también era de carne y hueso, también podía romperse.
-¿Qué pasó?- pregunté.
Mamá fue hasta el dormitorio. Papá me sacudió el pelo, con la cara más triste que le había visto hasta entonces.
-¡Sabía que iba a pasar tarde o temprano!- dijo finalmente, con la bronca que se iba abriendo paso en su cara llena de miedo.- ¡Vamos al hospital, hijo! Tu hermana está enferma.
Yo sabía que Lucila estaba embarazada, no enferma. Se había casado con Marco, después de pelear cientos de veces con mis viejos, porque ellos decían que era un mal tipo. Durante un tiempo Lucila lo trajo a casa todos los días. Era simpático, entrador, hablaba de fútbol, me acompañaba al metegol o la cancha a veces, pero con mamá no se soportaban. Cuando se iba, mis viejos discutían, y al final él le daba la razón.
-No sé qué tiene que no me da confianza- comentaba papá, con su tono lento y pensativo de siempre. Pero ella sí sabía. No podía darle un nombre, ni verse a simple vista como un defecto físico. Era algo en la forma de hablar, en el chasquido de la lengua, en el color de los dientes, quizá.
-¡Que sé yo! ¡Pero no voy a dejar que se casen!
Se casaron y se fueron a vivir a la casa de la madre de Marco. Pero la mujer murió cinco meses después. En ese tiempo, Lucila vino a casa muy pocas veces. Cuando mamá la llamaba, la voz de mi hermana sonaba como la de una garganta irritada por el llanto.
Pero ahora, casi a punto de dar a luz, mi hermana estaba en el hospital, golpeada, dijeron los médicos. Sin embargo no hablaron del bebé ni mencionaron cuán fuertes habían sido los golpes.
Los chicos llegaron y comenzaron a jugar en el patio con mi sobrino. Lucila preparaba la mesa con sus amigas, y se dio vuelta para mirarme. Yo observaba a los chicos jugar, pero ella, como siempre, no podía verme tranquilo. Acá viene de nuevo, me dije.
-¿Qué tal el nuevo doctor?- preguntó, y ése era un modo de investigarme, de vigilar mi mente. Nadie, desde hacía ocho años, había permitido que me quedara quieto por un momento. Como si dejarme divagar fuera peligroso.
-Como todos. ¿Pero acaso me vas a controlar vos ahora?
Papá te dejó hacer lo que querías, y mirate, no trabajás ni estudiás, te la pasás dando vueltas sin ningún provecho.
-Pero dejame de joder, vos y mamá no me dejan en paz, cuentan cada respiración y palabra que digo. Parece que tuvieran miedo de dejarme crecer. Ya crecí, si no te diste cuenta, hice cosas que vos nunca podrías hacer.
Lucila se limitó a echarme una mirada tensa, aunque no sé si enfurecida o compasiva. Ella, como mi vieja, tenía la peculiaridad de amar pero sin demostrarlo más que con rigidez. Las mujeres, me decía papá, tienen tanto amor desbordando que no saben controlarlo y se ponen nerviosas.
Después armamos las cajas para el escenario de los títeres. Había venido un titiritero, pero su compañero estaba enfermo, dijo él, así que Lucila, rápidamente, me pidió que yo lo ayudase.
-Está bien, hermanita, a tus órdenes.- Ella sonrió con condescendencia, sus labios parecían dos filos que quisieran cortar el aire que yo respiraba.
Con el tipo nos paramos detrás del telón y empezamos a inventar una historia. Me sorprendió un poco que los chicos se rieran de ese cuento que me parecía tan ridículamente falso y alegre: dos cazadores que no lograban matar nada por sus torpezas. Cuando iba mediando el relato, pensé que era tiempo de aderezarlo con algo de emoción, y agarré un cuchillo del suelo, con el que habíamos cortado las sogas que habían atado el escenario al llegar.
-No podemos volver a casa sin nada para comer- dijo mi personaje.
El titiritero me miró tras bambalinas.
-Pero no hay nada que cazar, amiguito. ¿No te dan lástima los pobres animalitos del bosque?
Entonces levanté el cuchillo con las manos de trapo de mi muñeco.
-¡No!
La voz de Lucila fue la que gritó, tan extraña en medio de la fiesta, como si un asesino hubiese irrumpido sembrando sangre alrededor de los niños.
En el auto, papá me explicó que habían recibido el llamado de los vecinos de mi hermana, apenas una hora antes de que yo volviera del partido. No sabían a qué clínica u hospital la habían llevado, porque Gustavo había huido dejándola en casa, encerrada y con dolores en el vientre.
Las luces de la ciudad, a las diez de la noche, se sucedían y pronto quedaron atrás. Fue la primera vez que me sentí parte de la familia, un miembro que sabía que otra parte de ese mismo cuerpo iba a desprenderse tarde o temprano.
En la guardia, se oían los gritos de mi hermana desde uno de los consultorios. Nos prohibieron pasar, sin decirnos más de lo que ya sabíamos. Había llegado con golpes en el vientre, sangrando a mares, esa fue la expresión de la vecina que la acompañó en la ambulancia. A mares, me dije, y mientras esperaba, imaginé un mar de sangre lamiendo las playas con olas rojas, olas como los cabellos de Lucila moviéndose en el viento.
Observé el movimiento del personal de la guardia con sus guardapolvos blancos, yendo de un lado a otro como espuma desplazada por aquel enorme mar de sangre. Entonces mi viejo me miró, compadeciéndome a pesar de la preocupación que debía estar sintiendo por su hija.
-Andá a comprarte una Coca en el bar, estás medio pálido.- Me dio unas monedas. Mamá ni siquiera me miró, estaba con la vista fija en la puerta que conducía al consultorio de Lucila.
Un rato después volví a la sala de espera. Un médico hablaba con papá y mamá.
-La llevan a quirófano- me dijeron luego. No había más que seguir esperando.
-Tomate un taxi a casa y dormí un poco, mañana a la mañana te cuento qué pasó.
-No quiero, pa. No tengo sueño.
-Hacé lo que te dije-insistió, pero entonces escuchamos un griterío desde la puerta de vidrio de la entrada, luego un estallido de vidrios y nuevas voces y golpes. La gente de seguridad corrió hacia el mostrador, donde un hombre gritaba:
-¡Mi mujer! ¡¿Qué le están haciendo a mi mujer?!
Pero no necesité mirar a papá para saber que él también se había dado cuenta de quién era. Gustavo luchaba por desprenderse de los guardias. Por un momento, tuve lástima de él. Bronca y después pena por ese chico de diecinueve años que no parecía darse cuenta de lo que hacía.
-Está drogado- dijo papá, y sus puños temblaban, como si en cualquier momento fuesen a golpear a su yerno. Pero se quedó quieto, lagrimeando, y mi vieja se mantenía aparte, mirando el ascensor que llevaba al quirófano.
Sabíamos desde hacía tiempo que Gustavo se drogaba. Lucila lo había ocultado durante todo el noviazgo. Después de casarse, había empezado rehabilitaciones que nunca terminó.
Los guardias pasaron con él, agarrado de los brazos, junto a nosotros. Gustavo nos miró con odio. Tenía la mirada brillante y un olor extraño impregnado en la ropa. Le miré los brazos, llenos de piquetes infectados. Papá se levantó finalmente y lo agarró de la camisa. Los guardias lo separaron, pero mi viejo logró manotearle la cara y darle un puñetazo casi suave, y después un salivazo que le cayó en un ojo. Pero Gustavo no parecía sentir nada.
-¡Vengo a buscar a mi mujer!- siguió gritando. Entonces aprovechó que los guardias lo habían aflojado un poco y se soltó. Sacó una navaja del cinto y comenzó a amenazar a todos como un animal acorralado que busca a su hembra. La gente que se había acercado a mirar, se alejó formando un semicírculo vacío a su alrededor.
Era la una de la mañana, pocos médicos quedaban rondando los consultorios. Las luces fluorescentes formaban aureolas centellantes sobre nosotros. Mis padres y yo estábamos cansados, queríamos regresar a casa y despertar a la mañana siguiente sabiendo que esto había sido nada más que un mal sueño.
Pero la realidad de las luces era cruel. El filo de la navaja brillaba como nuestros ojos soñolientos. Vi venir a Gustavo como una figura brillante que me sorprendió con su fulgor, y desperté al contacto de sus manos. Mi ensoñación duró, quizá, treinta segundos, pero ya era tarde cuando me agarró de un brazo y apoyó la punta de la navaja en mi espalda. Yo tenía mi cara apretada contra él, y aunque quise darme vuelta, me retenía la cabeza con su otra mano.
-¡Lo mato!- gritaba, yendo de un lado a otro de la sala de espera, sin decidirse, sin saber adónde ir. Cuando él se daba vuelta para buscar una salida, yo veía las caras espantadas de los que nos rodeaban. En el rostro de mi viejo había una expresión de furia que jamás volvería a ver. No era la cara de mi padre, sino la de ese hombre que nunca había conocido antes, porque había estado dormido desde el día en que conoció a mi madre.
Gustavo abrió la puerta de la enfermería, y sin soltarme nos apoyamos contra una mesada. Mientras los demás le hablaban para convencerlo de rendirse, vi una caja de cirugía usada al lado de la pileta. Había también una hoja de bisturí con su mango, asomando claramente entre pinzas y agujas, hilos de sutura y gasas con sangre.
Me miré las manos.
Me pregunté si era posible que mis manos estuviesen libres, y no me hubiese todavía valido de ellas para defenderme.
Y mientras oía las voces que gritaban, agarré el bisturí y lo clavé en la espalda de Gustavo. No me pregunté si necesitaría mucha fuerza, si el cuerpo humano era tan duro como una piedra o blando como una hoja. Cuando el bisturí penetró, sentí el olor, el dulce aroma y la caliente tibieza de la sangre salpicándome un costado de la cara. Gustavo se retorció y caímos juntos al suelo. Yo tenía su sangre en los labios, en la boca, y comencé a vomitar.
Mi viejo corrió a buscarme mientras los guardias sujetaban a Gustavo y lo ataban a una camilla. Se lo llevaron al quirófano por el mismo camino por donde había desparecido Lucila. Ahora estarían juntos otra vez, pensé.
Mi hermana se salvó, y su bebé nació por cesárea antes de término, pero sano.
Fui y volví de la comisaría varias veces, haciendo declaraciones que mi viejo corroboró, así como todos los testigos. Mamá no se movía de la habitación de Lucila o de la nursery. Papá, en cambio, me acompañaba todos los días a terapia intensiva, donde estaba Gustavo.
Lo habían operado, pero dijeron que desmejoraba. Seguía con fiebre y la herida no dejaba de supurar. Volvieron a operarlo y le extirparon el riñón izquierdo, había quedado dentro el extremo romo y roto del bisturí.
Gustavo no tenía más familia que nosotros. Yo lo miraba desde la puerta de la sala. Temía que al despertar me viese. Y cómo iba a soportar sus ojos, me preguntaba. Con mis once años, me sabía más lúcido que él la noche en que lo herí. Él era un animal que deseaba sobrevivir, yo era, en cambio, un hombre que había planeado su escapatoria.
-Si se muere, qué hago…-le pregunté a mi padre.
-Ya lo hablamos...
Asentí, pero hay cosas que no pueden transmitirse, que quedan y crecen en uno.
Hasta que finalmente murió una noche en terapia. Escuché a mi viejo contarle a mi madre, cuando regresó tarde a casa, cómo habían desconectado los cables, retirado los tubos, cubriendo el cuerpo con una sábana limpia y blanca.
-Lo maté-dije yo, sin mirarlos. Lo repetí una y otra vez, pero no lloré.
Cuando Lucila y el bebé salieron del hospital, los acompañé en el auto. A ella le habían contado lo sucedido. Nada dijo. Se veía cansada, triste, y me miró con una sonrisa de complacencia. Estaba sola con un hijo, no tenía más tiempo para mí ni para mis supuestas penas.
Pero con el tiempo comenzó a dedicarme tiempo y esfuerzos. Yo crecí, atravesando la adolescencia entre terapeutas, y ella me guió con dureza, apañada por mamá, que sólo tenía ojos para Lucila. Más tarde papá murió, y la mañana que salimos de la funeraria después del velatorio, ante las figuras férreas de ellas dos bajo el sol del otoño, me sentí caer en un gran pozo nacido en la vereda.
Y en ese pozo, tragándome, señalándome, estaba Gustavo.
-¡Matar! ¡Morir! ¡Quebrantar la vida!- gritaba mi cazador de tela con ojos de botones, y los niños miraban, asombrados.
Lucila pasó detrás del escenario de cartón y me sujetó la muñeca. Ambos recordamos. La fuerza de su mano retrocedió en el tiempo, y supe entonces, definitivamente, que su mano no habría dudado jamás en detener la mía esa noche en el hospital. Por eso, frente a los niños que esperaban con suspenso el remate de la historia de horror que habíamos elegido para entretenerlos, me vi libre de la mitad de mi peso.
-¡Vivamos en paz, cazador!- dijo el titiritero, y mi pequeño personaje soltó el cuchillo. Los niños aplaudieron y corrieron hacia la mesa con la torta.
-¡Esperen, hay que apagar la velitas!-dijo Lucila antes de que se abalanzaran sobre la torta de cumpleaños.
Las velitas fueron encendidas. Las luces se apagaron. La cara de mi sobrino se iluminó con una sonrisa tímida, que lucía aún más avergonzada contra esa luz pálida. En ese momento era muy parecido a su padre.
Antes de soplar, me sacudió de la manga, y me preguntó algo al oído.
-Sí- le contesté.- Podés pedir en voz alta.
Sabía que Lucila me estaba mirando, desconfiada, aunque no alcanzaba a verla bien.
-Quiero que mi papá vuelva- dijo Lucas en voz alta y con los ojos cerrados.
El silencio de la oscuridad se hizo más intenso aún. Hasta los niños, que sabían de la orfandad de su amigo, murmuraron.
Mi hermana no tuvo tiempo de decirme nada, besó a su hijo y le preguntó por qué pedía eso. Ella nunca le había hablado del padre, ni tampoco se había preocupado hasta hoy por saber el motivo de que el niño jamás preguntase por él. Pero ya no podía postergar la respuesta. Sin haber apagado todavía las velas, alguien encendió las luces. Los niños se sentaron y parecieron olvidar. Lucila se veía enfadada, presionada a dar una respuesta. Entonces Lucas bajó la vista al suelo. Pero luego volvió a mirarme, y dijo:
-¿Dónde está mi papá?
Ocho años, Dios mío, en ocho años había visto cientos de chicos con sus padres, y recién hoy preguntaba. Nadie podía culparlo, sin embargo. Yo había tardado ese tiempo en hallar una respuesta. La muerte me esperaba la próxima semana, cuando cumpliera diecinueve.
Y sintiendo todavía el resto del peso que había estado cargando, le dije a mi sobrino, con serena, triste y fingida voz dolorosa:
-Yo lo maté.
Nada pesaba ya sobre mi alma. Le diría a mi doctor, la próxima vez, que no me quitaría la vida. Ante los ojos de un niño marcados para siempre, yo había encontrado mi anhelada paz.
Ilustración: Anto Carte
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