miércoles, 9 de octubre de 2024

El asilo








La vieja ruta que conduce desde la ciudad en la que vivo al pueblo en que nací, es un solitario camino inhospitalario y pedregoso. Sin embargo, lo prefiero al nuevo, porque es tan peculiar como mi pueblo. Allí hay una plaza y escasos negocios a su alrededor, y ya sólo ancianos lo habitan, excepto por el asilo de locos y el cementerio.

     El asilo está en el centro del pueblo, como si el resto hubiese nacido de ese edificio de hombres alienados y deformes. El cementerio, en cambio, fue construido entre la última calle habitada y la playa, sobre una explanada de arena y montículos de cemento que se pierden a la vista del mar siempre creciente.
     Recorrí este camino el último domingo de cada mes desde que me mudé a la ciudad y dejé a Damián en el asilo. Mi hermano, el encefalítico, no podía hablar y casi no era capaz de moverse. Nunca supe si me reconocía, o si por lo menos le agradaba verme. Al principio lo visité por compromiso, por un sentido de culpa del que me deshacía durante un mes. Pero al acercarse el día treinta, iba surgiendo en mí un ánimo inclasificable de piedad y deseo. Manejé incansablemente ida y vuelta todos aquellos años. Me levantaba muy temprano y regresaba a la ciudad al anochecer. Me fui acostumbrando a la vieja ruta, y cuando construyeron el camino nuevo, continué utilizando el otro.
     Una noche viajé antes del amanecer, y llegué a la entrada del pueblo justo cuando el sol se levantaba. Entonces vi que el mar crecido inundaba el cementerio. Todo el terreno era una laguna de escaso oleaje, con lápidas sobresaliendo como rocas en una playa. Las ruedas del auto hacían olas a mi paso, movían la tierra y la arena de las tumbas a pocos metros del camino. Me sorprendió ver concretada una amenaza latente desde que era un niño, cuando cada verano observaba cómo la playa se reducía un poco más.
     Esa tarde estuve con Damián, como todos los domingos, en el jardín del asilo, rodeados del tumulto cuchicheado de los locos.
     -¿No te parece absurdo que lo construyeran justo ahí? Debían saber que las mareas iban a inundarlo tarde o temprano.- Así le hablaba, de cosas que se me ocurrían en el momento, o me quedaba callado, mirando su extraña belleza, una hermosura que rozaba el límite de la beatitud. Una leve desviación en el lado izquierdo de su cara era casi imperceptible. Después de mirarlo unos pocos minutos, cualquiera podría haber dicho que era normal. Pero no lo era. Eso es lo que Gonçalves dijo la primera vez que lo vio cuando éramos chicos.
     -Se ve de lejos que es un retardado.
     Cada fin de mes en la oficina, al llegar el viernes, también me repetía lo mismo.
      -¿Qué tenés que hacer en ese pueblo? Bueno, visitá a tu hermano si querés, pero vas a terminar tan enfermo como él.
     Gonçalves era de mi edad, la misma de Damián. Tenía la barba oscura, que se tocaba constantemente, como si no pudiese mantener sus manos quietas. Siempre se reía de todo, y su gestualidad era coincidente con esa necesidad de actuar a cada instante, de decir algo o simplemente de no quedarse quieto. Aquella actividad febril me exasperaba.
     -Gonçalves me lo hizo otra vez- le comenté a Damián un día.- Dijo que me reservaba el puesto de subgerente, y se lo dio a otro. Es un hijo de puta y yo le sigo creyendo.
     Mi hermano me miró fijo. Por primera vez en toda la tarde, movió los ojos y se rascó la cabeza con su brazo sano. El sol del mediodía lo alumbraba como un aura, y parecía querer decirme algo.
     -No hagás esfuerzos- le insistí, porque su deseo de moverse o de hablar transformaba sus rasgos en gestos horribles, comunes quizá, pero violadores de su extraña y bella pasividad.
     Al irme, me agarró de la mano y fue difícil desprenderme de esa fuerza que su cuerpo no demostraba.
     -Sabés que voy a volver, nos vemos el mes que viene.- Le besé la frente y él lloró, mojando su rostro enrojecido, el cabello largo y rubio que había heredado de nuestro padre.
     Durante el viaje de vuelta, encontré el viejo camino cubierto de arena y barro, y en medio de esa mezcla, los restos de huesos que el agua había arrastrado desde el cementerio. Aún estaba claro el día, así que era fácil ver los cráneos de hombres muertos hacía incontables años. Me detuve y bajé del auto chapoteando sobre el agua salada. Delante estaban las lápidas, y el mar fundido con el gris del cielo, que comenzaba a morir en esa tarde de domingo.
     Caminé varios metros, un poco asustado, pero también con una especie de fascinación. Eso fue lo único que hice, caminar pateando los huesos largos que se quebraban con mis pisadas. Luego creí comprender por qué los constructores había dispuesto el cementerio tan cerca del mar, y se lo dije a Damián cuando regresé al mes siguiente.
     -Sabían que la marea llegaría a inundarlo, así que lo hicieron para que algún día los muertos fuesen desenterrados y mostrasen la futilidad de la vida.
     Mi hermano me miró sereno, con su envidiable y aparente despreocupación. Creo que si  hubiese podido hablarme, sus palabras serían, de un modo incierto pero fundamental, extremadamente reveladoras. Porque sus ojos lo eran, esa hermosa quietud de su mirada inocente, misericordiosa quizá.
     -Gonçalves no lo entendió. Perdonáme por no habértelo dicho antes que a él, pero es que todo este mes estuve ansioso por decirle a alquien lo que vi. Es que nos conocemos desde hace demasiado tiempo, aunque me haya superado y ahora sea mi jefe. Pero lo único que me contestó fue: “¿Me lo decís en serio o es una de esas historias que inventás? Dejate de pavadas y andá a laburar.”
    Es cierto que a veces le inventaba cuentos, episodios con los que sazonaba mi vida opaca e irreparable. Después de descubrir mis mentiras, Gonçalves solía castigarme con tareas extra. Ponía los expedientes sobre mi escritorio, y me miraba esos ojos oscuros debajo de cejas tupidas y negras, tocándose la barba, tratando de entenderme, quizá, de atraparme o abolir mi rebelde sumisión. Sabía, sin embargo, que yo me escapaba igual. Aún estando allí sentado, mi mente permanecía en el pueblo con Damián.
    
     Durante los siguientes meses, regresé a la ciudad a la hora en que sabía iba a encontrar la marea baja. Los huesos allí estaban, renovados y removidos por las olas. Pensé en mi madre, tal vez su esqueleto estuviese entre esos restos, la estrecha pelvis que apenas había sido capaz de concebirnos a Damián y a mí simultáneamente. Cómo fue que nacimos vivos, no lo sé. A veces pienso que uno de los dos debió morir, y no quedar así, con este desequilibrado estado de las cosas.
     -Después apareció Gonçalves, ¿te acordás?-le decía a mi hermano al recordar los viejos tiempos.-Tenía once o doce años, y era vecino nuestro. Su familia es extraña, especialmente su madre, que administra una funeraria, pero en ese entonces él me agradaba porque era sólo un niño como nosotros. Iba a casa para la merienda, y jugaba con la silla de ruedas de Damián, haciéndose el payaso. Sus gestos, sin embargo, ya en esa época eran vitales e impredecibles, la cara de pronto se le iluminaba con un gesto de ira y nos gritaba: “¡Váyanse a la mierda vos y tu hermano el retardado!”.
     Cuando murió la vieja y nos quedamos solos, me ofreció viajar con él a Buenos Aires. No tuve más remedio que desprenderme de Damián y abandonarlo. Me hizo conocer el centro de la ciudad, la parte húmeda y desgastada de un piso de oficinas muy alto sobre la avenida Alem. Y allí me dejó, controlándome, subordinado a él, siendo casi su mano derecha, pero siempre debajo suyo.

     La nueva ruta estaba terminada, y el viejo camino seguía cubierto de huesos limpios, porque el mar los lavaba en cada una de sus incursiones. Al volver del asilo, estacionaba el auto a un costado, sentándome a contemplar el paisaje desolador de los restos sobre el camino, y el océano a lo lejos, con su sonido imperturbable ocultando las voces imaginadas de los muertos. Me quedaba dormido, y al despertar una gripe me había hecho su presa. Luego iba directamente a la oficina, sucio y cansado. Gonçalves me gritaba.
     -Estás loco, viejo. Te traje para que no te murieras de hambre en ese pueblo de mierda. ¿Y me pagás así? Olvidate de tu hermano o te largás de la oficina, ¿entendés?
     Con los puños aferrados a mi camisa, se me acercó hasta que sus labios me rozaron la cara. La cercanía era para él una forma de llegar a entenderme.
     -Tenés los ojos de Damián- me dijo después.- Son como piedras, y las piedras son inútiles.
     Volvió a su trabajo, siempre con ese pullover negro que se ponía cada mañana, rodeado por sus secretarias estériles y sin embargo sensuales. El vertiginoso movimiento que lo rodeaba desde el inicio de su vida.
     Me castigó con trabajo para los siete días de esa semana. Y lo hice. El resto del personal me miraba como a un pobre tipo, con la curiosidad de quien observa un fenómeno extraño. Me quedaba hasta después de hora para estar solo, para evitar esas miradas que durante ocho horas me desesperaban.
     -A veces estoy tranquilo, trabajando en mi escritorio, y de repente cualquier cosa me provoca un sobresalto. Insulto a todo el mundo, doy golpes en la mesa, y mis compañeros se dan vuelta para mirarme. Ahora discuto con Gonçalves, me enfrento a él, y creéme que ya no se atreve a despedirme.
     Damián me observó con una especie de desalentadora desaprobación al terminar de contarle. Pero él, en su extrema beatitud, no comprendía la pasión arrebatadora de la fuerza y la violencia contenidas.
     Cuando llegó el sábado, me llamaron desde el asilo. Mi hermano había muerto serenamente en su silla de ruedas.
     -Tengo que viajar mañana- le dije a Gonçalves.
     -El domingo te quedás, hay trabajo. Ese hermano tuyo te está enfermando. Qué es eso de visitar asilos y cementerios.
     Mientras lo escuchaba, una furia iba creciendo con un ruido que parecía venir desde todas partes. Un sonido semejante a los motores de los autos que pasaban por la calle, al tronar de las olas que avanzaban.
     -Ahora estás acá, tenés un futuro. ¿Acaso creés que Damián podría ocupar mi lugar alguna vez?
     Y se rió. Dios santo, ¿por qué lo hizo? ¿Por qué lo dijo con aquella risa? Entonces yo no habría agarrado el cortapapeles del escritorio, ni mi mano lo hubiese hecho penetrar en su cuerpo con esa furia que no fui capaz de detener.
     Estaba demasiado cerca. Como siempre, me sacudía de la camisa y de los hombros para dominarme. Su aliento fue lo último que percibí de él, el aroma a cigarrillos caros que aprendió a fumar a los doce años, y que un día había obligado a mi hermano a probar. Damián casi se ahogó y habría muerto con su propio vómito si mi madre no hubiese llegado en ese momento. Fue esa la primera vez que quise matar a Gonçalves.
     Ahora se desplomaba sobre la mesa con un grito que nadie más escuchó. Eran las diez de la noche del sábado. Las bocinas de los autos en la avenida y el bullicio de la gente ocultaron los demás sonidos. En ese último piso del edificio de oficinas, tan cerca del silencioso cielo, comencé a arrastrar el cuerpo hasta el ascensor de servicio. Lo envolví en una frazada negra, pero no limpié nada.
     Manejé toda la noche hasta el pueblo, con Gonçalves en el baúl, sintiendo cómo el cuerpo se mecía con cada sacudida del coche. El camino viejo recién comenzaba a ser iluminado por el amanecer. El mar ya no era el mismo. Me detuve en una banquina pedregosa. Sentí el frío como un cortapapeles al abrir la puerta. El cielo nublado era una mancha de tinta suspendida sobre el pueblo y el mar, salpicado de ojos violetas por donde se filtraba el amanecer.
     Abrí el baúl y arrojé el cadáver muy cerca de los otros huesos. Simulaba una roca, una piedra inerte en medio del camino. Quieto, sereno e inmutable por primera vez. Al alejarme, por el espejo retrovisor vi que la marea empezaba a cubrir la ruta. El bulto negro, sin embargo, no se movía. Estaba más muerto que los huesos centenarios flotando a su alrededor.
     A las ocho de la mañana llegué al asilo. Hicimos los arreglos y me entregaron a mi hermano.
     -Quiero enterrarlo en la ciudad- les dije.- El velorio será en la oficina de mi jefe.
     Lo llevaron en el auto de la cochería hasta Buenos Aires.
     A las cuatro de la tarde del domingo, el ataúd fue subido hasta el último piso. El portero me dio su pésame, y pidió que le avisara si necesitaba algo. Les pagué a los funebreros, los soborné para que me dejaran solo.
     Saqué el cuerpo de Damián del cajón, ese cuerpo tan parecido al mío, pero con los brazos torcidos y la cabeza deforme. Su cabello rubio estaba seco y gris, en unas pocas horas la muerte había comenzado a destruir su belleza.
     El cuerpo pesaba, pero pude llevarlo hasta la silla de Gonçalves. Y allí quedó, quieto como siempre, sobre el asiento de pana roja, con una mano en el regazo, la otra colgando a un costado, y la cabeza grande apoyada con una leve inclinación sobre el respaldo.
     Me senté a esperar. Cuando una de las secretarias entró a la oficina en la mañana, se tapó la boca ahogando un grito. Entonces le dije que no se preocupara, allí estaba quien había venido para reconciliarnos a todos.  





Ilustración: Zdzislav Beksinski

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