jueves, 10 de octubre de 2024

El libro







Bajó del tren con su bolso de piel de cordero y el cabello revuelto por los remolinos del andén. El incesante movimiento que había visto al llegar a Buenos Aires desde General Lavalle cuando era niña, la había asustado, y esta vez no era distinto. Se sintió ahogada al verse envuelta en el calor de la multitud , sin posibilidad de liberarse, como si estuviese obligada a formar parte para siempre de la ciudad.

     Pensó en Arturo, era curioso que lo hiciera hoy, como aquella vez. En ese entonces había estado enamorada de su primo, un adolescente apenas tres años mayor que ella, y que sólo prestaba atención a sus estudios. A nadie le sorprendió que al terminar la escuela dejase el pueblo para estudiar Letras en la Capital, pero ella ya había dejado de adorarlo, y Franco estaba allí presente, siempre más fuerte, cuya voz y cuerpo ella admiraba más que la inteligencia de su primo.
     Recorrió los andenes buscando la cara de Franco entre otros cientos de rostros que cambiaban de un momento a otro. Los molinetes apenas daban abasto para dar paso a la gente, y su metálico sonido era sólo apagado por el ronroneo incesante de las pisadas y la voz cascada de los altoparlantes. Ella había escuchado mucho sobre Buenos Aires, su jactancia, su húmeda insalubridad bosquejando agrias muecas en los rostros de la gente, pero las cartas que Franco le enviaba desde allí eran alentadoras. Mi amor, el trabajo es rentable, así que en unos meses te venís y vemos de instalarnos.
    Una semana antes, había recibido una esquela que la sorprendió un poco, aunque las palabras de su marido resonaban en su imaginación fuertes y cálidas. Arturo tiene vacaciones en la facultad, aprovechemos para reunirnos los tres. No te olvides el libro de Asunción Silva, lo necesita para el próximo curso. 
     Miró la hora en el gran reloj del hall central, pero estaba detenido en una perenne medianoche, quizá mediodía. Se sentía preocupada porque él le había anunciado que iba a esperarla en la fila de los molinetes, y hacía rato que buscaba sin hallarlo. Su bolso se movía con los empujones de los que pasaban. Se puso a un lado, murmurando un “perdón” que nadie escuchó. Los guardas la observaban.
    -Espero a mi marido- dijo ella, y la dejaron tranquila.
     Afuera, el sol de la tarde iba cayendo, arrastrando su luz por los pisos del hall. Los quioscos de revistas seguían abiertos, y fue a entretenerse hojeando ejemplares, mirando hacia las puertas por si él aparecía. Nunca había sido tan impuntual, pero el tráfico o  el trabajo, tal vez, fueran las causas de su retraso.
     Entonces recordó el libro que él le había pedido para Arturo. La última carta de su primo le hablaba de sus progresos en la facultad, de la especialización en poesía, y de que iba a hacer la tesis sobre la obra de Asunción Silva. Los mismos versos que ella había escuchado de sus labios el día que él se fue del pueblo. Y mientras miraba el tren alejarse, Mercedes había llorado en silencio en el andén, con esos versos resonando por encima del jadeo cada vez más distante de la máquina.
     Recordaba haberle confesado una vez a Franco aquel deseo aún frustrado, el de ser la mujer que inspirase un nuevo poema. Pero él se había limitado a hablar de otras cosas, cambiando de tema. No, no lograría nunca que Franco le recitase un verso. Luego tuvo aquella sorpresa, cuando él le regaló el libro. Y ahora, el apuro por prestárselo. Ellos, tan celosos uno de otro desde que se habían peleado por ella, de pronto eran amigos. Soy una tonta presumida, debería alegrarme de ya no ser una muñeca tironeada de los brazos.
     Se sentó en un banco, que se fue ocupando de familias, hombres solitarios, vagabundos, bolsas y cajas que desaparecieron a medida que los trenes partían. Sólo quedaron migas de pan sobre la madera, y algunas palomas descendieron desde los altos techos encerrados en la oscuridad.
     Sacó el libro del bolso y comenzó a hojearlo. Lo había leído dos o tres veces. Los poemas eran tristes, especialmente los Nocturnos subrayados por Franco.
     Eran ya las ocho y cuarto. Hacía tres horas que esperaba, pero no quería moverse. Leyó de nuevo la esquela, pero él se había olvidado de anotar la dirección de la nueva pensión. Si de algo se sentía segura, era de que él iba a venir, tarde o temprano.
     Se le ocurrió preguntar en la delegación del correo de la estación, pero estaba cerrada. Averiguó en las oficinas del ferrocarril si habían recibido algún recado, pero le contestaron que no con malhumor y caras de cansancio.
     Regresó al asiento, y apenas levantó la vista, un hombre se había parado a su lado.
     -¿Puedo ayudarla?
     -Espero a mi marido. Está retrasado y me preocupa, pero debe estar por llegar.
     El hombre se quedó mirándola un momento en silencio.
     -¿Puedo esperar aquí¿ ¿El asiento no está ocupado, no es cierto?- preguntó ella con aire ingenuo.
     El otro sonrió, mientras se daba pequeños golpecitos en los muslos, como siguiendo el ritmo de una música. Tenía un traje negro y una camisa blanca, sin corbata.
     -Por supuesto. Salgo de trabajar en esa oficina de allá, ¿la ve? Dígame si puedo guiarla, me parece que usted no es de acá. A lo mejor entendió mal las indicaciones de su marido.- Y se sentó junto a ella.
     Mercedes se asombró un poco, pero también se sentió acompañada por primera vez en toda la tarde.
     -El lugar se llena de gente rara cuando oscurece. Siempre son vagabundos que vienen a dormir, pero algunos buscan gente sola y desprevenida-le dijo el hombre.
     Ella le mostró la esquela de Franco. Él la miró rápidamente, sin prestarle atención.
     -¿Está segura de que no le dio un número de teléfono, o una dirección?
    -Me envió este libro para mi cumpleaños, con la dedicatoria.-Mercedes se sonrojó cuando las líneas en lápiz de Franco subrayando los versos, brillaron con la luz de los tubos fluorescentes.
     -No se preocupe entonces, su marido parece un romántico, y son lo que nunca defraudan a una mujer.
     Mercedes veía ahora a un amigo en ese hombre.
     -Es que por eso me inquieta, puede haberle pasado algo.
     El otro se había puesto a mirar hacia un grupo de jóvenes que bebían de una botella envuelta en papel. Ella le preguntó:
     -¿Son conocidos?
     -Se la pasan tomando y duermen toda la noche, otros venden drogas. Hay algunos que se aprovechan de mujeres solas. Me voy quedar a protegerla.
     -No, por favor, no se moleste por mí.
     Pero él no le hizo caso. Se pasó la mano por el cabello oscuro, levemente encrespado, abundante. La barba había crecido desde esa mañana en que debió afeitarse, y Mercedes pudo sentir su aspereza aunque ni siquiera lo había tocado. Parece un buen hombre, solitario, tal vez soltero.
     -¿Lee mucho?-le preguntó ella al notar que miraba la tapa del libro sobre su falda.
     -Cuando tengo tiempo. Me gustan los versos, pero a mis compañeros no se lo puedo contar porque se burlarían.
     -Déjeme leerle algunos.- Entonces leyó en voz alta dos poemas, los dos primeros Nocturnos.
     -Cementerios- dijo él, y Mercedes no había acabado todavía el último verso.
     -¿Cómo?
     -Nada. Quiero decir, la obsesión por los cementerios es evidente.
     -O por la muerte, o el amor. Pero mi primo, que es escritor, diría que son lo mismo.-Y mientras le mostraba la página que había leído, él se arrimó y puso un dedo sobre las palabras marcadas por Franco. Ella sintió el aliento a tabaco, y cerró los ojos por un instante. Por eso tardó en reaccionar cuando vio que el libro ya no estaba entre sus manos, y el hombre, que había rozado su hombro durante casi media hora, estaba huyendo. Creyó primero que perseguía a alguien, pero de pronto se dio cuenta de lo que había pasado, y reprochándose ser tan estúpida, se puso a llorar. Ya no tenía el libro, y eso era lo que más lamentaba. Sin saber por qué, sólo atinó a correr tras él, que había disminuido su fuga frente un contingente de monjas. Mercedes logró sujetarlo de una manga, pero él la golpeó con un puño en la cara. Un desvanecimiento fugaz la hizo caer al suelo, mientras lo veía desaparecer finalmente por las puertas que llevaban a la calle.
     Tenía la mejilla izquierda hinchada. No sangraba, pero apenas podía tocarse.
     -¡El bolso!- gimió. La gente agrupada a su alrededor, y las monjas que querían ayudarla, de repente se apartaron ante el paso de otro hombre que se le acercaba con el bolso en la mano.
     -¡Mecha! Vi al tipo, pero no alcancé a agarrarlo, por lo menos tiró el bolso. Fijate si falta algo.
     Ella reconoció la voz, aunque no pudiese verle bien la cara entre los párpados entumecidos.
     -¿Arturo? ¿Pero qué hacés acá?
     -Franco me mandó venir a buscarte. Después te explico.- La ayudó a levantarse, mientras ella se protegía la mejilla de la mirada de la gente.
     -¡Qué vergüenza!
     -No seas tonta.
     -Pero me dejé engañar como una nena.
     Arturo la miró, condescendiente. Ella no pudo evitar sonreír al cruzarse sus miradas, pero la cara le dolía intensamente. La llevó hasta el bar de la estación, pidió dos cafés y una bolsa de hielo para el moretón.
     -¿Tenemos que hacer la denuncia? Encargate vos, por favor, yo no sé manejarme bien con estos trámites.
     -No, dejá la cosas como están, y olvidate, no vale la pena. Si no te robó nada.
     -No...pero sí, se llevó el libro que era para vos. No entiendo nada.-Tomó dos sorbos de café y volvió a ponerse el hielo sobre la mejilla.-Me parece estar metida en un sueño, veo todo nublado. ¿Pero un ladrón que me roba un libro? Nadie me lo va a creer...
     Arturo miraba alrededor, a las otras mesas. Algunos los observaban.
     -Bajá la voz, Mecha. A lo mejor creía que tenías plata escondida, mucha gente hace eso, especialmente los que vienen del interior.
     Mercedes ahora podía ver a su primo más claramente. Arturo estaba nervioso, había puesto cuatro cucharitas de azúcar al café, y revuelto tantas veces que ya estaba frío. Cuando ella mencionó lo del libro y la esquela, él echó vistazos rápidos alrededor, y le repitió que bajara la voz, aunque ella apenas podía hablar con la mejilla hinchada.
     -Decime una cosa, ¿cómo se llamaba el libro, Franco te mandó algo más?
    -Vos se lo pediste para tu curso, ¿no te acordás?, así me dijo él, los poemas de Asunción Silva.
     -Pero Mecha, lo que quiero saber es si había algo marcado en las páginas, algo que al chorro ése le sirviera de indicación.- Lo que Arturo decía no tenía sentido, y cada vez se veía más nervioso. Volcó el café en el plato y se dedicó a secarlo con servilletas de papel. Ella lo ayudó, mirándolo tan extraño, tan distante como cuando era un adolescente pálido y distraído, el mismo del que se había enamorado alguna vez. Por eso le tuvo lástima cuando notó el temblor en sus manos.
     -¿Qué te pasa?
     -Nada, es que me olvidé de tomar la pastilla para los nervios hoy, y los exámenes de mitad de año me tienen mal. Mirá, Mecha, voy a decirte la verdad, porque sino no acabamos más. Franco está vendiendo merca… en la construcción no se gana nada. Y yo, de refilón, me enganché para pagarme los estudios.
     Ella lo miraba como si le estuviesen contando una película.
     -Nos manejamos con plata chica, nos quedamos en la sombra, y la cana mira para otro lado cuando le pasan unos billetes. El tipo ese era uno de la competencia, que está buscando a Franco.
    Mercedes miró por la ventana del bar. La estación lucía todo su esplendor de pilares altísimos y portones ornamentados, y los arcos de acero, más que un cielo protector de las lluvias y tormentas, formaban una jaula, cuya puerta se abría solamente para dejar salir a las bestias de hierro que transportaban diminutos seres al exilio. Quería ponerse a llorar, pero no lograba sentir más que bronca.
     -¿Y qué tengo que hacer yo, más que volverme a casa? Decile a mi marido...
     Arturo la agarró de las muñecas con fuerza.
     -No importás vos ahora, Mecha, sino él. El otro tipo va a matarlo si lo encuentra, y vos le dejaste saber dónde está.
     -¡¿Pero cómo supo que era yo?!
     -¡El libro, la puta que te parió, cuántas mujeres esperan horas en el andén con un libro en la falda! Perdoname, pero mientras hablamos tu marido puede estar muerto.-A Arturo le temblaron aún más las manos, pero sobre todo tenía una mirada desesperada.
     Mercedes trató de pensar. Cómo se había enterado el otro que ella llegaría, se preguntó, pero tuvo miedo de hacer tal pregunta en voz alta. La respuesta, lo presentía, iba a serle tan desagradable como descubrir que Arturo no era lo que parecía. Mientras más tranquila intentaba permanecer, más blanca se ponía su memoria. Tomó el resto del café frío.
     -Había notas de Franco, garabateadas, versos subrayados, en los Nocturnos. Cuando se lo mostré al tipo, lo primero que dijo fue: Cementerios.
     Los ojos de Arturo parecieron centellar.
     -¡En la Chacarita, allí está! ¡Vamos!- Se levantó, tirando unos billetes que se mancharon al caer sobre la taza de café, y agarró a Mercedes de la mano. Ella apenas tuvo tiempo de dejar el hielo y tomar el bolso.
     El aire frío calmó la hinchazón de su mejilla, pero sentía escalofríos en las piernas. Cruzaron miradas con dos o tres vigilantes, que no les hicieron caso. Varios niños vagabundos se estaban drogando en los umbrales de las oficinas y bajo las ventanillas de las boleterías. En la calle, las luces de los autos y semáforos la enceguecieron y enturbiaron sus ojos.
     -¿Tenés plata para un taxi?
     -No, si Franco iba a venir a buscarme.
     La agarró del brazo, apretándolo fuerte, y sintió ella otra vez ese temblor, que ahora era impaciencia. Caminaron hasta la parada de un colectivo. Había dos o tres personas antes, pero Arturo se adelantó. Lo insultaron y retrocedió, ocultando una expresión de vergüenza en la sombra del cabello lacio que le caía de costado.
     -Está bien- lo consoló ella. No supo si él le había prestado atención, pero el tono su voz debió ser suficiente porque él dejó de presionarle el brazo y la tomó de la mano.   
     En el colectivo, el sudor corría por la frente y el cuello de su primo, a pesar del frío. Recordó cosas que había leído en las revistas femeninas, informes médicos que hablaban de los síndromes de abstención. Lejos habían estado siempre esas cosas de su vida anterior, de sus padres, de la pequeña parroquia, de la época en que Arturo y Franco eran niños que jugaban a la pelota en los jardines de sus casas y venían a buscarla los domingos a la tarde para andar en bicicleta.
     Puso su mano sobre la rodilla de Arturo, él la miró y dejó de temblar.
     -¿Por qué la Chacarita?, no es el único cementerio en Buenos Aires que yo sepa.
     -Ahí hacemos ventas de tanto en tanto, Mecha.
     Miró el reloj de Arturo, eran ya casi las diez y media de la noche. El tránsito disminuía, lentamente, y las luces de mercurio iluminaban los silencios de los perros que escarbaban en las bolsas de basura.
     Los muros del cementerio no eran muy altos. Desde afuera se veían algunas cruces y árboles. Bajaron del colectivo en la esquina, caminaron junto a la pared hasta llegar a una puerta auxiliar para el personal. Una lámpara pendía del friso de la entrada, que titiló cuando Arturo comenzó a forcejear.
     -Tengo miedo- dijo ella.
     -No podés quedarte acá, es más peligroso para todos si pasa un policía.
     -Ni pienso, quiero ver a Franco.- Y justo al pronunciar su nombre, la puerta se abrió y Arturo la empujó adentro.
     Al principio no vio nada más que oscuridad. Luego, las plateadas callejuelas entre las tumbas, mojadas de rocío, formaron el cuadrillado por el que anduvieron casi diez minutos. Los muros de la calle habían quedado lejos. La luna brillaba en cuarto menguante, alumbrando las cruces, los tejados de las capillas y bóvedas, los reflejos de las placas de bronce. El aire estaba saturado de flores nuevas, y también de viejas flores llenas de insectos. El olor del agua podrida en los floreros de porcelana. El olor de los muertos.
     Más adelante, los campos de cruces mostraban las sepulturas en tierra, con la luna casi acostada, dormida sobre los senderos desolados. Ahora era Mercedes quien temblaba, y sentía la mano de Arturo tranquila, controlada.
     Oyó un estallido, y aunque nunca había escuchado uno antes, supo que era un disparo.
     -¡Arturo...!-comenzó a decir cuando el cuerpo de su primo la empujó con él hasta el suelo. Le tocó la cara, la palpó en la oscuridad, pero no él no respondió. Alguien más entonces la arrastró hacia otro lado, aplastando el césped hasta dejarla junto a una lápida, mientras con una mano le tapaba la boca para que no gritara. Ella sólo alcanzó a ver la silueta de un ángel de cemento recortado contra el cielo violeta.
     -¡Calláte, Mecha!
     -¡Franco!-Su voz apenas se oía bajo la palma de su esposo.
     -Te suelto si prometés no gritar.
     Ella accedió, y respiró profundo cuando él la soltó.
     -Dios mío, Franco, algo le pasó a Arturo...
     -Ya lo sé.
     Pero la mano de Mercedes tropezó con el revólver cuando quiso abrazarlo, y estaba tan caliente que quemaba. Se llevó la mano a la boca para abortar el grito.
     -¿Vos...?
     Franco vigilaba alrededor, y la miró un rato sin verla en realidad, oculta por la sombra del ángel. Pero los ojos de Franco sí brillaban y la buscaban.
     -No entendés. No sé qué te habrá contado, pero era un enfermoEl último día que hablamos estaba tan desesperado que amenazó con delatarme a la competencia.
     -Pero Franco...- Mercedes tartamudeó, y no pudo continuar. Ya no sabía siquiera qué era lo que deseaba decir.-...era Arturo, Dios mío.
     Él no contestó. Sólo la tomó de los hombros y la apretó contra su cuerpo. El arma, en sus manos, entibiaba la espalda de Mercedes.
     -Siempre se metía entre nosotros. Aún en nuestra cama, sabía que pensabas en él. Te escuchaba hablar dormida, Mecha, recitando esos versos. Entonces se me ocurrió que los versos son como el alimento que sirve de carnada a los peces.
     Pero Mercedes ya no lo escuchaba. Ella se abría paso en la oscuridad como un pozo que siempre había estado a su lado y unca había visto. Como si hasta el día antes hubiese estado viviendo en otro barrio y otra época, rodeada del amor de sus padres, de los verdes jardines y los caminos de arena. Senderos que recorría pensando en los dos hombres que se peleaban por ella y la adoraban. Se sintió tan estúpida, que no fue capaz de culpar a nadie más que a sí misma.
     Ella había traído el libro. Ella conducía a la gente a la muerte.
     Quiso apartarse de Franco.
     -Dejame...-gritó entre sus brazos, desgarrando los botones y la camisa de su esposo.
     Pero él no la soltaba, quizá ésa fuese la única manera de tenerla para sí, por fin.
     -Me hiciste traerlo, me usaste, hijo de puta.- Y el llanto se ahogó en la camisa abierta.
     Las caricias de Franco se detuvieron. Algo llamaba su atención.
     -Dejála que se vaya- lo oyó decir, y fue lo último que recordaría de él. Muchas veces, sola en casa, fantaseaba en cuál de los dos moriría primero, en qué diría cada uno para que el otro lo recordara. Y ese ruego de Franco fue mejor que todas las frases imaginadas.
     Adivinaba a quien le estaba hablando. El hombre de la estación. Sintió la necesidad de serle fiel a Franco una vez más, tenía que decirle que Arturo lo había delatado, pero las evidencias llegaban siempre tarde, haciendo inútil el arrepentimiento. Cuando levantó la vista, él ya la estaba empujando a un lado, y vio el relámpago de un disparo al estallar sobre la cabeza de Franco. El cuerpo cayó a su lado, húmedo y tibio con el calor de la sangre.
     Y de pronto surgió, a unos pasos, el brillo de un metal reflejando el fulgor de la luna. Escuchó las pisadas sobre los cantos rodados entre las sepulturas, y reconoció aquellos golpecitos suaves de las palmas sobre los pantalones.
     Ella sabía que era el hombre de la estación, otra vez. Olió de nuevo ese aroma a tabaco, que vencía los olores del cementerio, dominándolo todo con su segura y penetrante firmeza.
     El hombre encendió una linterna y alumbró a Mercedes. Ella se cubrió la cara con las manos, sin levantarse. Luego el haz de luz se replegó. Entonces ella trató de refugiarse buscando a Franco en la oscuridad.
     -No busqués vida entre los muertos-le dijo el otro.
     Mercedes no pudo reprimir el llanto, y creía que ya no podría dejar de llorar nunca, ella, que tanto había reído siempre.
     La luz volvió a encenderse, esta vez sobre el rostro del hombre. Tenía el libro abierto entre sus manos, casi frente a la cara.
     -“Las sombras de los cuerpos que se unen a las sombras de las almas, forman una sola sombra larga”-recitó con el tono de quien en realidad lee un salmo.
     Mercedes repitió los versos casi sin pensar en lo que decía. La linterna se fue acercando a ella, hasta rozar sus labios con un beso antes de apagarse.





Ilustración: Jason Todd

No hay comentarios:

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...