viernes, 11 de octubre de 2024

El dibujo








Un día casi toda la ciudad habló de Hugo Hollander, no de su nombre, que descubrimos recién dos años después, sino de lo que había hecho. Cuando encontraron el pie izquierdo de la mujer entre unas bolsas de basura del barrio de Once, la ciudad se convulsionó y ya nadie pudo arrancar de la memoria colectiva algo que volvería a repetirse varias veces en un radio de cincuenta cuadras. Cada hallazgo sumó un poco más de especulación y de papel prensa a la vida cotidiana, completando a la vez un cadáver que así fue tomando su forma original.

     Tanto los pies como las manos habían sido quemados, y deben ustedes también comprender el diferente estado en que estaban los restos. La cabeza fue encontrada seis meses después del asesinato, que según los peritos debió ocurrir dos días antes del primer hallazgo.
     Recién dieron a conocer a la prensa un año después la peculiar distribución que el asesino había elegido para repartir los fragmentos del cuerpo. Pero el día que fui a la comisaría a ver si recavaba informes, vi un mapa colgado de la pared y lleno de alfileres con cabezas de colores formando el dibujo de un niño en posición fetal. Entonces unos policías me miraron desconfiados y me fui, pero yo había alcanzado a copiar el dibujo en mi libreta.
     Llegado a este punto, debo hablar de Hugo Hollander. Si a él se le adjudica el asesinato, no ha sido por mérito de la investigación, sino a su propia confesión. Dos años después de ocurrido el crimen, quiso decirnos la verdad.
     Hollander trabajaba en la morgue judicial, y los exámenes psiquiátricos laborarles no demostraron ninguna peculiaridad fuera de lo común en su carácter. Un día tomó licencia por dos semanas, y según consta en declaraciones de sus compañeros, su hijo de seis meses había muerto. Los vecinos lo corroboraron, y pudimos comprobar la tumba del bebé en un cementerio de la provincia. Nadie supo responder la razón de que no lo sepultaran en la capital. Sólo los empleados del cementerio dijeron algo interesante: que vieron a Hollander discutir con su mujer por esta causa el mismo día del funeral.
     Durante sus seis meses de vida, el niño estuvo internado tres veces. La historia clínica fue secuestrada en dos ocasiones, y los peritos confirmaron el diagnóstico de traumas físicos severos. No sabemos si Hollander maltrataba al chico o fue su esposa. Al principio la policía se inclinó por la hipótesis de que el bebé y su madre habían sido víctimas del mismo hombre perturbado, y aún persiste de manera oficial. Planteé mis dudas al doctor Ibáñez, un médico legista que me recibió en su despacho con mucha impaciencia. Le dije que un hombre golpeador en general actúa con furia y abruptamente, en cambio este crimen había sido premeditado, como lo demostraba el cuidadoso descuartizamiento. El doctor estuvo de acuerdo conmigo. Dijo que no son las mentes más brillantes las que salen impunes de sus crímenes, sino los hombres que saben callar. Los que tienen un torbellino incesante en sus cabezas, y aún así sus rostros muestran paz. Después, me despidió recomendándome algunos textos que ya conocía.
     Sólo nos queda recurrir a la confesión de Hollander. Un hombre de treinta años, hijo de inmigrantes polacos, que nunca salió de los límites de la ciudad más que para enterrar a su hijo. Era callado e introvertido, le gustaba recorrer las confiterías de Buenos Aires en su tiempo libre. Su rostro era delgado, de ojos infantiles, bajo de estatura, y no sugería más que veinticuatro o veinticinco años. Lo imagino observando el cuerpo durante un largo rato después del crimen -tal vez la estrangulara-, y yendo luego a buscar el hacha. Sabemos por la pericia que se hallaron marcas de tinta en la piel, así que primero debió desnudarla, dibujando entonces, como una pintura, las líneas precisas sobre el cadáver. Dividió los brazos y las piernas en tres fragmentos, separó la cabeza y el tórax del abdomen. Tuvo que ser un hacha sin duda, porque los bordes irregulares de algunos restos indicaban haber sido arrancados.
     No era un hombre fuerte, sino un tipo sedentario que no hacía deportes. Pero si hizo todo esto no fue por la incomodidad de la carga, sino con un objetivo preciso: la figura trazada en las calles. Puedo ahora sí verlo cargar los fragmentos en bolsas separadas, llevándolas en su camioneta para repartirlas. Quizá ni siquiera necesitara un mapa. La ciudad estaba en su cabeza desde su nacimiento, y utilizó ese mismo barrio para expresarse.
     Todos nos preguntamos qué quiso decirnos con ese dibujo. Sin duda algo relacionado con la muerte de su hijo. El crimen fue cometido luego del fallecimiento del niño. Su mujer no trabajaba, así que los vecinos la vieron quedarse en casa y gritar como una loca hasta que alguien llamaba al marido al trabajo. Pero también lo hacía desde antes de morir el chico. Cuando la ambulancia llegaba para atender al bebé, se protegían el uno al otro ante las preguntas de los médicos. Lo cierto es que su hijo murió en la tercera internación, con una fractura en el cráneo.
     Hollander confesó haber matado a su esposa, y sólo tenemos el testimonio de González, su compañero más cercano. No hay otras pruebas. Tampoco su mujer fue encontrada. La gente participó involuntariamente de la búsqueda, descubriendo sin querer y con un grito de espanto, cada fragmento humano. Sin saberlo, caminaba entre las líneas del dibujo, hilos invisibles que unían puntos, formando la figura de ese niño encogido que el asesino utilizó por algún motivo.
     Se preguntarán la razón de que Hollander haya decidido confesar dos años más tarde. Según él, volvió a ver el cuerpo de su esposa. La noche anterior había recibido el cadáver de una mujer ahogada en el río, y dijo que era el mismo cuerpo que él había destrozado. Pero estaba de nuevo completo en una camilla de la morgue. Ya no dejó de decir, entonces, que ella había regresado para vengarse.
     La policía adjudicó todo esto al delirio. Sabemos que los cuerpos desmembrados no vuelven a reunirse por sí solos, ni que los muertos regresan a la vida para morir nuevamente. Por lo menos eso pensamos.

     Ahora que los canas dejaron de molestarme de una vez por todas, el juez me manda esta nueva citación para declarar lo mismo que le dije en mil ocasiones. No sé por qué jodida suerte tuve que ser yo el que acompañara a Hugo esa noche. A lo mejor por la misma causa que me hizo conocerlo el día que entró a laburar, cuando él recién tenía veinte años.
     En ese entonces empezó en mantenimiento, pero después lo ascendieron. Yo tenía casi cinco años más que él, y como era el único joven en esa sala, nos hicimos amigos. No hablaba mucho, y las pocas veces que decía algo era porque una bronca estaba creciendo dentro suyo, despacio, hasta hacerlo contar finalmente lo que lo molestaba. Eso fue lo que pasó en los últimos meses.
     Poco después de conocernos, tomamos la costumbre de ir a un café al salir del trabajo. Más adelante, frecuentamos a dos minas. El día que salimos por primera vez los cuatro, le hice un mal juego. Me encontré con ellas un rato antes, y noté algo raro en la chica que había venido con mi amiga. No era fea, tenía un buenas tetas que compensaban su mirada de estúpida, pero no me cayó bien, como si detrás de esa superficial torpeza hubiese algo de planeada crueldad. Los tres esperamos en el bar, y cuando Hugo apareció, no me resistí y me cambié de asiento. Así fue que me quedé con la que más me gustaba, y él salió con la que tenía ojos raros. Sé que fue una jugada tramposa de mi parte, pero Hugo también entró como un ratón en las manos de esa mina.    
     Al poco tiempo se casaron, y los problemas ya habían empezado desde antes. Ella tenía la lamentable costumbre de ponerse a gritar por cualquier cosa que no le gustara. Sus caprichos eran siempre tan desproporcionados con la situación, que al final no tuve dudas de que estaba loca. Un tipo de locura diferente a la que Hugo demostró después. Porque me parece que es tiempo de decir las cosas como realmente fueron, aunque la policía y el periodista que me entrevistó no estén de acuerdo. La locura de ella era de esas que hacen brotar la de los demás. De pronto despierta en uno, sin saber cómo ni dónde estaba escondida.
     La cuestión es que aguantó su histeria mucho tiempo, y no era fácil hacerlo. A veces le daba por enojarse en medio de la calle, y él permanecía callado siguiéndole la corriente. Se me ocurrió que luego los dos se desquitaban en la cama y todo volvía a ser como antes. Pero déjenme decirles que lo que está en la cabeza no se quita con nada, ni siquiera con la muerte. Si pudiera preguntarle, Hugo me daría la razón.
     Después ella quedó embarazada, y les juro que nunca vi a un tipo tan entusiasmado con el chico como mi amigo. Fui a visitarlos al hospital el día siguiente al parto, y me dio la impresión de que ella no estaba contenta. Al salir del cuarto, escuché de nuevo sus protestas y sus gritos. Sin embargo, Hugo sólo miraba al bebé en su cuna, repitiendo lo hermoso que era. Lo llamaron Tony.
     A partir de entonces, las cosas sucedieron muy rápido, solamente seis meses, y no puedo creer que todo eso estuviese trabajando en la mente de Hugo. Me refiero a lo que hizo después. Supe sobre las internaciones del chico a través del diario, cuando ya todo terminó. Nunca me había dicho nada, sólo faltaba al laburo algunos días aislados y sin avisar. Cuando empezó a hablarme más seguido, me di cuenta de que algo grave lo estaba calentando por dentro. Al enterarnos de la muerte de Tony, no me salieron palabras. No quiso que asistiera al funeral, y sólo me dijo que iba a ser en la provincia.
     Me contaron, unos días más tarde, que los vieron discutir en la puerta del cementerio, porque no quería que ella estuviese en la ceremonia. Le pregunté sobre la causa de la muerte de Tony, y no me contestó. Por eso insisto en que no hay otra explicación posible: ella estaba matando al hijo. No sé si era consciente, pero con golpes o descuidos le quitaba la salud a ese cuerpecito que imaginé llorar como un marrano todo el día, hasta que Hugo llegaba del trabajo. Entonces seguro que lo levantaba en brazos con más cuidado que si fuese un miembro más de su propio cuerpo, porque yo lo vi hacerlo. Me consta que era capaz de matarse por el chico. Me equivoco, iba a matar por Tony. Esto es lo que le dije a Beltrame, el periodista. Ella lo despertó a Hugo, sacudiendo su locura hasta hacerla salir.
     La última noche que trabajé con él, me confesó su verdad. Unas horas antes lo noté ponerse pálido ante el cadáver que acababan de traer a la una de la mañana. Comenzó a sudar, sentándose y agarrándose la cabeza entre las manos. Cuando faltaba poco para que terminara mi turno, me lo dijo todo. Lo mismo que repetí al juez hasta el cansancio. Hugo iba y venía desde la camilla donde estaba el cuerpo, revisándolo como si fuese un forense. Miraba las axilas, las rodillas y las manos. El vello de los brazos se le había erizado como el de un gato, y temblaba. No le creí al principio, no era un tipo fuerte capaz de destrozar un cadáver de la manera en que me contó. Me parece que además de la fuerza debió necesitar también la resistencia para hacerlo una y otra vez, hasta poner el último fragmento en la camioneta.
     Pero, desde hace ya un tiempo largo, creo que es verdad, especialmente cuando pienso en las ocasiones en que algo dentro de nosotros se levanta de un profundo letargo, y ya no podemos detenerlo.
    
     Hace cinco horas que ella llegó. Los muchachos la dejaron sobre la camilla. Al verla, sentí que iba a desmayarme, porque a pesar de haber tenido siempre en el pecho un agudo dolor desesperado, nunca había experimentado antes este miedo. Caminé hacia ella, tratando de ocultar mi temblor, aunque sé que González se dio cuenta. En los escasos momentos que pude estar solo, me puse a observarla. Miré su rostro indemne, sus pechos blancos y mojados por el agua sucia del río. Y leí en su cara que lo hizo para vengarse, revivió para matarse nuevamente y hacerme sentir culpable. Piensa engañar a los forenses y a la policía simulando un suicidio. Ha venido a destruir estos dos años de olvido, porque sabe que es el único estado que me permite vivir.
     La quise, es cierto, pero nunca tanto como a Tony. Al volver a casa y encontrarlo llorando, amoratado y tenso, ese dolor en mi pecho crecía de pronto. Ella, con su cabello rubio y sus ojos bellos, escondía una furia muy parecida a la que yo tuve más tarde.
     No la vi golpearlo, nunca lo hizo en mi presencia. Esperaba que me fuera al trabajo para hacerlo de inmediato o más tarde, no lo sé. El llanto de Tony y sus necesidades tal vez la exasperaban, como antes de casarnos le pasaba con las cosas más triviales. Dos o tres veces le pegué, o aún más, creo, cuando entraba al departamento y veía al niño en un estado tan cercano a la muerte, que no sabía de qué otra manera reaccionar. En el hospital los médicos me pedían explicaciones, y nunca pude decirles la verdad. Prefería que pensaran lo que quisieran, antes de verme obligado a contarles. En esos momentos imaginaba lo que mis padres habrían pensado si me hubiesen visto.
     Recordaba a papá sentado a la cabecera de la mesa, hablando en ese idioma en el que sólo ponía cuatro o cinco palabras castellanas, pero lo suficientemente acentuadas como para que yo entendiese. Él siempre nos enseñó que nada debía filtrarse fuera de nuestra casa. Una familia resuelve sus problemas sola, decía él. Mi madre también era así, aunque su voz sonaba hacia adentro, de ella aprendí a callarme. Entonces me di cuenta que no existían problemas en casa. Papá tuvo razón en eso, los había espantado con su voz gastada, hasta que la vida se fue conformando en dos planos. El inmediato y el otro, el que sobrevolaba encima de nuestros cuerpos, sórdido, como un pájaro negro dando vueltas bajo el cielo raso, y al que nunca me atreví a mirar.
     Mi dolor empezó así, muy suave primero, casi como un pinchazo leve. Mi mujer lo convirtió en un sacudimiento. Ver a Tony en el estado en que lo dejaba, fue mi despertar definitivo.
     Seis meses después, me llamó para decirme que fuera al hospital lo más rápido posible. Esta vez me esperaba en la sala de urgencias, y no en la cafetería como otras veces. Me contó de la muerte de Tony. Sentí que el dolor regresaba agudo e insoportable, pero me contuve y permanecí callado. La escuchaba decirles a los médicos que el bebé se había caído, y la gente a nuestro alrededor nos miraba con desconfianza. Empecé a sudar bajo las luces intensas del pasillo, parecidas a un sol nocturno que de algún modo me reveló lo que debía hacer.
     No sé cuánto tiempo pasó desde esa noche, ya he dicho que el olvido ha sido mi salvador. Sin embargo, lo único que pude rescatar de mi memoria fue a Tony, y que para traerlo de vuelta a mi lado tenía que realizar aquel dibujo.
     Acabo de confesárselo a González, pero no me cree cuando le digo que una de la siguientes noches, mientras estábamos solos, decidí que era el momento adecuado. Dos horas tardé en desmembrar su cuerpo. Al final, estaba agotado y cubierto de sangre y transpiración. Me di una ducha y después cargué la camioneta con los restos envueltos en bolsas negras que robé de la morgue. Eran las seis de la mañana, y como un repartidor distribuí mi mercadería en el barrio, formando la figura de mi hijo. Un dibujo lo bastante grande para que él lo viese desde allá arriba y me respondiera.
     Nunca contestó.
     Hace dos años que lo espero, y utilizo mis fuerzas para lograr el olvido completo, sólo por él. Ahora mi mujer ha regresado para decirme que los muertos permanecen en sus fosas, no importa lo que suceda. Sólo despiertan los infelices, y por eso viene a deshacer mi trabajo de toda aquella noche. A convertir mi desvelado esfuerzo en una inútil sentencia de muerte.
     La examino buscando las marcas, los cortes en los brazos y en el cuello, y únicamente encuentro un cuerpo sucio. Pero es el mismo rostro, el mismo sexo tan hermoso de donde nació mi hijo. Estoy seguro de que cuando la identifiquen me condenarán, y aunque vuelva a destrozarla, ella va a encontrar la forma de molestarme una vez más.
     Son las cinco y media de la mañana, y el sol está saliendo por detrás de la ciudad. González se despide con cierta preocupación en la mirada. Ya estoy solo.
     Y cuando voy a cubrir el rostro de mi esposa con una sábana, la escucho decir que no lo haga, que quiere verme, y que use la tela para sujetarme. Entonces miro hacia el techo, y sé que por esta vez, por ésta única vez, estamos de acuerdo. Una viga, el trozo de tela y la silla bajo mis pies serán suficientes para llevarme a la oscuridad en la que no ya habrá miedo, porque mi hijo estará conmigo.

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