lunes, 7 de octubre de 2024

Las ancianas











Mi amigo César había decidido cada detalle de su funeral, y quienes lo habíamos conocido estábamos en su casa de Belgrano, a las diez de una fría mañana de mayo.

     Al llegar, atravesé el jardín y saludé al custodio que vigilaba la casa. César nunca tuvo preocupaciones de dinero. Su familia le había dejado el apellido Gonzaga como herencia de  alta y respetada burguesía porteña. Creo que él no salió de aquel barrio más que para pasar sus vacaciones en Europa. Tal vez por eso, o a pesar de ello, un leve toque de excentricidad aparecía de cuando en cuando en sus actitudes. Un gesto o una frase, pero nada más.
     Un día, sin embargo, me llamó por teléfono para decirme:
     -Me estoy muriendo.
     Así, como un comentario banal entre sus discursos sobre teatro o política, me anunció su sentencia de muerte, otorgada por una enfermedad con la que había luchado por casi tres meses, empeorando en las últimas dos semanas. Sólo permitió que lo visitara un médico de la familia de su madre, y no quiso que lo internaran.
     Pocos días antes de su muerte, me había dicho que deseaba algo grande para su velorio. Algo que la gente recordase y supiese cómo era morir a los treinta y nueve años. Más tarde lo olvidé hasta el momento en que vi al grupo de familiares y amigos, todos de riguroso negro, reunidos en el jardín de invierno con vasos de vino blanco o agua mineral en sus manos, conversando.
     En ese instante, mientras el sol brillaba sobre el tejado de la casa, noté bajo la sombra de la galería, un movimiento rápido entre mis pies, sobre las lajas grises del sendero. No le presté mucha atención, aunque me pareció descubrir a un ratón que corría hacia la escalinata de la casa y entraba por la puerta abierta.
     -¡Mario!- me saludaron cuando me acerqué.
     Nos abrazamos con gestos fútiles de un pesar resignado y sereno. Di mi pésame a la madre, una vieja inválida que había permanecido encerrada en el cuarto de arriba desde la enfermedad de su hijo. No sé si me escuchó en su desvariada conciencia. Sólo me miró cuando le di el pésame, y se puso a llorar. La enfermera que la atendía le alcanzó un pañuelo. A ella la había visto varias veces antes, pero con aquel vestido negro en lugar del delantal y la cofia almidonada, parecía más hermosa. Sus ojos me observaron con lástima.
     -La epidemia, Mario. El señor César estuvo en los barrios bajos hace un mes, usted sabe...-me dijo ella.
     No lo sabía en realidad, pero debí imaginar que algún gesto de mundana debilidad iba a surgir en él tarde o temprano.
     -Fue como si una virgen visitara un antro de perdición- le dije. Ella asintió con su mirada. Se me ocurrió en ese momento que tal vez ellos habían sido amantes.
      Dios mío... ¿es que no limpian en esta casa?, pensé al ver otra rata, o tal vez la misma, cruzar rápidamente por debajo de la silla de ruedas. Estaba por llamar a la mucama cuando el custodio anunció la llegada del cortejo.
     Entraron cinco hombres, serios y con rostros más parecidos a una piedra que la piedra misma. Nos pidieron que nos reuniéramos en la biblioteca, donde César había querido que colocaran su ataúd. El hogar estaba encendido, las ventanas cerradas, y las innumerables filas de libros nos rodeaban como amenazando caer sobre el cadáver. El escritorio estaba limpio. César lo había ordenado fría y maquinalmente la noche antes de morir. La enfermera se me acercó, y murmuró a mi oído:
     -Después quiero hablarle, no se olvide.- Y volvió a su rigidez habitual, mirando, como todos nosotros, hacia el cortejo extraño de ancianas que hacía su entrada por la puerta doble de la biblioteca.
     Las cuatro viejas, pequeñas y bajas, enjutas, de cuerpos delgados y pieles trigueñas, entraron en dos filas, formando un cuadro de perfecta armonía en sus movimientos pausados hacia el ataúd. Los pasos eran cortos y estudiados. Vestían trajes largos que les llegaban a los tobillos. Encima llevaban chales con preciosos encajes, los cabellos recogidos en un prolijo rodete. Los ojos, descubiertos, parecían pequeñas bolitas de color gris, parpadeando ligeramente. Sus rostros, la forma y estructura de aquellas fisonomías, me hicieron recordar algo familiar, pero no pude descubrir qué en ese momento.
     Me extasiaba ahora el oscuro ritual que se estaba produciendo. Era difícil pensar que afuera brillaba el sol en pleno mediodía. En aquel cuarto era de noche, y la penumbra propicia para un escenario de cementerio. Me imaginé estar dentro de una bóveda, más aún cuando ellas se acercaron al féretro, y con una fuerza sacada no sé cómo de sus brazos débiles, entre las cuatro colocaron la tapa.
     Volví a sorprenderme, al punto de acercarme para decir lo que había visto, cuando todos de pronto me miraron con ojos desaprobadores. Un ratón se metió en el ataúd antes de cerrarlo, quería avisarles. Pero cómo iba a pronunciar semejante insensatez, me dije. Me equivocaba, el whisky que había bebido anoche al enterarme de la muerte de César me estaba provocando estas visiones. En una casa tan aristocrática no podía haber ratas.
     Los hombres que acompañaban a las ancianas cargaron el féretro sobre sus hombros. Salimos de la casa, el sol nos lastimó los ojos. Las viejas se ubicaron delante del coche fúnebre, comenzando a caminar en dirección al cementerio.
     -No van a caminar todo el trayecto, ¿no?- le pregunté a la enfermera, que había decidido no separarse de mi lado durante aquellos últimos minutos.
     -Creo que sí- me contestó.
     Como eso iba para todo el día, la distancia era de varios kilómetros, subimos a los autos y las seguimos. Después de dos horas, los motores se recalentaron por la lenta velocidad a la que nos veíamos obligados a marchar. La gente nos miraba curiosa y asombrada, los chicos de las escuelas se reían. Pero las viejas continuaron caminando con sus espaldas encorvadas, las manos entrelazadas sobre el pecho, y las miradas bajas pero firmes. Tuvimos que detenernos varias veces en los semáforos, y el espectáculo de aquella caravana extraña en medio de los signos de la modernidad, resultaba patético. Así me sentí, y se lo dije a mi compañera.
     -César nos está haciendo esto para reírse de nosotros, el hijo de puta...
     Ella me miró como reprendiéndome por hablar mal de los muertos. Luego sacó de su bolsillo un recorte de diario. “Cortejos fúnebres con la calidad de los antiguos tiempos”, leí. Sólo una dirección figuraba al pie del anuncio.
     -Así que esto fue lo que atrajo a César. ¿Sabe Mónica? Mañana voy a averiguar un poco sobre estas viejas.
     Me agarró del brazo, y al sentir su calidez, la estreché contra mí. Así continuamos al ritmo lento de una carreta. El sol estaba en lo más alto del cielo. El cuerpo de César comenzaba a descomponerse dentro del ataúd, acompañado quizá por aquel ratón que había visto. En mi auto, Mónica y yo íbamos despreocupados, con la radio encendida pero las ventanillas cerradas, para que los demás no se escandalizaran.

     Dicen que la muerte, o los rituales que la rodean, suele provocar ánimos contradictorios en las personas. En mi caso, una rara alegría de estar vivo me llevó a acostarme con Mónica esa misma noche, en la casa de César, que ya se había ido para siempre. Y no sentí remordimiento.
     Al levantarme, vi el recorte del diario sobre la mesa de luz, puesto allí deliberadamente por ella, acostada desnuda a mi lado. Me vestí y la besé sin despertarla. La madre de César aún dormía en su cuarto del altillo. Encontré a la cocinera preparando el desayuno mientras escuchaba la televisión.
     -El ministro Farías dice que llevará mucho tiempo combatir las ratas- comentó mientras servía el desayuno.-Va a venir más a menudo, ¿no es cierto, señor?- preguntó después, con una sonrisa no exenta de picardía.
     Al salir a la calle, hasta el custodio me saludó con un apretón de manos, como si fuese ahora su nuevo patrón. Afuera el mundo seguía igual, fríamente indiferente, pero lo prefería, no sé por qué, al ambiente tan lleno de empalagosa pomposidad de esa casa.
     La dirección que figuraba en el anuncio era la de un negocio de vidrieras oscuras, con cuatro nombres escritos en letras doradas: “Martins, Gonçalves, Aranguren y Arriaga”.
     Abrí la puerta y una campanilla sonó quedamente. La anciana de la recepción, una de las que habían formado el cortejo, me recibió con sus “buenos días”.
     -Me gustaría informarme sobre sus servicios.- Como no me contestó, supuse que esperaba alguna referencia.- Un amigo recientemente fallecido...
     Entonces la vieja hizo una leve sonrisa, un movimiento casi imperceptible de sus labios sobre la piel apergaminada de la cara.
     -Comprendo. Siéntese, por favor.
     La señorita Martins me mostró un pequeño living detrás del mostrador de caoba, en el que figuraba el apellido del servicio para esa tarde, un tal Casas de La Plata. Sirvió dos tazas de café, y comenzó a hablar.
     -Disculpe si no puedo jactarme de mostrarle folletos, pero ésa no es nuestra filosofía de trabajo. La muerte, señor, es un problema que se resuelve conversando, sin firmas ni papeles de por medio.
     Fue así que comenzó su discurso sobre los fines humanitarios de la empresa que ella lideraba, y me convenció de contratar sus servicios para el día - ojalá muy lejano, se encargó de resaltar- en que yo muriese.
     -Hay que tener todo preparado, y el mundo nos recordará quizá más justicieramente por cómo hemos muerto que cómo vivimos.
     Su voz era tan tenue, que me adormecí por segundos sobre el mullido sofá. El aroma del café irlandés, con un leve sabor a canela y vodka, ayudó a envolverme en un estado de leve embriaguez. En el fondo del cuarto, un ruido percusivo y agudo aumentaba de a ratos. Ella miraba de vez en cuando hacia allí, observando la hora en el reloj de pared, y comenzó a acortar mi visita.
     -Espero que esté conforme con todo, señor...- Su voz, interrumpida por una tos actuada y vergonzosa, se tornó chillona, parecida al sonido que llegaba desde la puerta del fondo.
     Entonces, coincidiendo con aquel tono, el rostro de aquella mujer me recordó lo que no había podido descifrar el día que la vi por primera vez. Los ojos, la forma del cuerpo y la cara tenían la fisonomía de una rata. Se levantó para despedirme. Sus mismos cortos pasos se asemejaban al percutir tenue de patitas pequeñas sobre un piso de madera. Miré hacia el suelo, en los rincones, casi sin querer.
     -¿Perdió algo?- me preguntó.
     -Nada, es que últimamente la epidemia y las ratas en la ciudad me tienen algo paranoico.
     -Así estamos- dijo como quien lamenta el descuido actual del mundo, y me dio la mano.
     Me fui pensando, con sorna, en que detrás de aquel negocio había un laboratorio lleno de ratas de experimentación. Me dejé llevar por la imaginación, es verdad, pero la cara obtusa de aquella vieja me resultaba cómica y adecuada para la burla.
    Con Mónica nos reímos de mi visita a ese lugar.
     -Ojalá te hubiese acompañado- me dijo.

     Me mudé a la casa de César para vivir con Mónica. Tres semanas más tarde, en el estudio del abogado, recibí la noticia de que César me había legado sus propiedades. Empecé a acostumbrarme a esa forma de vida, y fue como si reemplazara a César, o que él me hubiese elegido para hacerlo. Fui feliz durante un tiempo, hasta que volví a ver a las ratas.
     La primera apareció en la cocina, durante el desayuno. La perseguí con una escoba, golpeando las cosas que se interponían en mi camino.
     -¡Basta, Mario!- gritó Mónica al ver la cocina hecha un desastre.
     -¡Voy a matar a la maldita!
     No sé por qué me exalté tanto. Me enrojecí de furia, las manos me temblaban. Dos veces más aquel día vi ratas en el jardín trasero y en la biblioteca. Especialmente aquí, los libros que fueron de mi amigo, y el aroma funesto de las flores marchitas, que Mónica había dejado desde el funeral, me hundían en un desasosiego del que me no me recuperaba hasta salir del cuarto. Por eso nunca tuve fuerzas para perseguirlas hasta allí, y comenzaron a aparecer cada vez más seguido.
     Me mantuve lejos de la biblioteca. Cerraba la puerta con llave, escuchando con inquietud el repiqueteo de las ratas sobre los estantes. Carcomían el tapiz del escritorio y el papel de las paredes, destrozaban los libros y las alfombras.
     -Voy a llamar al exterminador- le dije a Mónica una mañana.-Voy a acabar con ellas.
     Pero al día siguiente debo haberlo olvidado, porque al mediodía fui a la Municipalidad. Le pedí a un amigo informes sobre la habilitación del local de servicios fúnebres. Los papeles estaban en orden, me dijeron. El único hecho que había alterado la sociedad, era la salida de una de las mujeres ese año. La quinta societaria se llamaba Eva Larriere, y recordé que ése era el nombre de la madre de César.
     Busqué más allá en el tiempo, decidí averiguar quiénes eran ellas y sus familias. En la hemeroteca del Congreso hallé los cinco apellidos. Busqué los antepasados de cada uno, hasta ubicarme cerca de comienzos del mil ochocientos. La familia Martins se había mudado de Irlanda a un pueblo pequeño en Francia, vecino a donde vivían los Larriere.
     Aquella aldea era puritana y religiosa en extremo. Un pueblo rústico y campesino con ideas estrechas. Celebraban sus rituales y misas de la misma forma que diez siglos antes. Busqué más libros y documentos, hasta encontrar sólo referencias emparentadas más con la ficción que con la realidad histórica.
     Leí con entusiasmo, en un éxtasis del que mi ánimo no quiso deshacerse, porque era semejante al que sentía al acostarme con Mónica, un capítulo que se refería al cortejo de las ancianas. Fue como si no hubiesen transcurrido casi doscientos años. Según la descripción minuciosa y levemente fantástica de aquel autor, era igual al que yo había presenciado en el funeral de César.
     En los años de la peste bubónica, las ratas caminaban entre el gentío diezmado de las calles. Los hombres caían en las esquinas bajo el peso de la lluvia en sus pulmones. Los perros perseguían a las ratas, y morían dispersando la peste al pudrirse sus cuerpos en las cunetas y desagües.
     Un grupo de viejas comenzó a llevarse a los muertos de cada casa de la aldea, poniendo más respeto en esa tarea que los enterradores a sueldo. El pueblo las conocía de mucho antes por su comportamiento extraño. Decían que las habían visto reunirse todas las noches en el bosque para practicar ritos, rezando en dialectos desconocidos. Por eso las llamaban “brujas”, y se apartaban de su camino al cruzarse con ellas. Sin embargo, fueron, finalmente, las únicas que se atrevieron a exponerse sin miedo a la peste, y las toleraban con un temeroso y servil respeto.
     Llegaban a media mañana para recoger los cuerpos de la noche anterior. Los cargaban en la carreta, cubriéndolos con cal y tierra, y se alejaban en silencio, enfrentando el hálito fétido del viento sobre sus rostros como rocas.
    
     Volví a casa con la mente llena de imágenes del pasado. En todas las calles me parecía ver de nuevo el cortejo de ancianas en el funeral de mi amigo. Tan fascinante me resultó esa sociedad que rescataba rituales antiguos, que le conté a Mónica, cuando nos acostamos, lo que había descubierto.
     -Es una pena que la vieja no pueda hablar para contarme por qué abandonó la empresa.
     Ella se quedó mirándome.
     -No creí que fueras tan curioso- me dijo.- La gente en general es tan perezosa para pensar...
     Un minuto después vi una rata atravesando la habitación. Me levanté y la perseguí con un zapato hasta verla desaparecer bajo la cama. Traté de meterme debajo, levantando el colchón sobre el que Mónica continuaba impávida.
     -No vas a matarla nunca, ni vos ni ningún exterminador- dijo, y fue la primera vez que escuché algo horrible en su tono. La lucha contra las ratas había llegado a convertirse en un asunto obsesivo para mí; por eso, cuando presentí por primera vez en su voz que ella tenía razón, sentí deseos de llorar.
     -¡Andá a mirar la biblioteca!-le grité.-¡Nos van a matar!
     Pero una parte de mí, la aún sensata, me decía que me estaba volviendo loco. El deseo de la supervivencia me decía que luchase, pero Mónica no parecía apoyarme en nada.

     Unos días después, fui al despacho del abogado de César. Le pregunté sobre la madre y esa sociedad a la que había pertenecido en forma casi secreta.
     -Mire, Mario. Cuando César supo que estaba enfermo, la madre dejó el negocio el mismo día. Es fácil suponer que no quería saber nada con la muerte, teniendo a su hijo con una enfermedad terminal.
     Razonable, pensé. Eso lo explicaba, pero no estaba del todo convencido. Regresé a la biblioteca pública y seguí buscando. Los empleados, los porteros, la gente en la calle se aparecía a mis ojos con los rasgos de pequeñas ratitas fisgonas, y mi mal humor se acrecentaba.
     Los siguientes hallazgos fueron en libros sobre asuntos policiales de la época. Alguien había abierto un día los establos junto a la casa de las viejas. Allí encontraron cientos de ratas encerradas en jaulas, y otras libres corriendo por las paredes y los techos. El que abrió la puerta por primera vez debió ser aplastado por una avalancha de animales infectados, que se dispersaron por la ciudad. Sólo quedaron en los galpones los huesos de los cadáveres que habían recogido, desnudos y secos. Las ancianas no regresaron por largo tiempo, pero la epidemia fue cediendo lentamente. Algunos aseguraron haberlas visto pocos meses después en pueblos vecinos, cuando la peste se trasladó hacia esas zonas.
    
     -María-le pregunté a la vieja cocinera que trabajaba en la casa desde antes que naciera César.- ¿Sé acuerda cuándo empezaron a aparecer ratas aquí?
     -Usted venía muy de vez en cuando, señor, por eso no las vio, pero las hubo por lo menos desde que el señor César se enfermó.
     La gente del barrio me negó haber hallado alguna en sus casas.
     -Debió ser cuando los camioneros entraron-me dijo una de las vecinas.-Usted no estaba, pero un día un camión se estacionó en la puerta todo el día, y me pareció raro en este barrio. Pensé que eran los recolectores de residuos, pero César les abrió la puerta como si los conociera, y le dieron una bolsa negra. Me acuerdo bien porque ese día César volvió borracho escandalizando a todos con sus gritos.
     El día en que se enteró de su enfermedad, me dije.
     -¿De qué empresa era el camión?- pregunté.
     -¡Por Dios, cómo me voy a acordar! Pero sí, déjeme pensar...era un nombre portugués...de eso me acuerdo.
     -¿Gonçalvez?
     -Sí, puede ser, pero no puedo asegurarlo- contestó.
     Pensé en las viejas de la antigua historia. En sus pasos vacilantes al llevar los cuerpos a su desvencijada carreta, mientras sus cabellos blancos atados en la nuca se soltaban con el viento y el esfuerzo. Las flacas manos arrastrando los cadáveres, las mismas manos que daban de comer a las ratas al descargar los cuerpos y dejarlos caer en el interior del viejo establo. Y las puertas seguían abriéndose cada tanto, y las ratas repartiendo la peste de casa en casa.         
     -Mensajeras-murmuré. Me di cuenta de la razón de la ira de la madre de César. Sus propias compañeras habían condenado a su hijo.
     Me quedé mirando las bolsas negras junto a los árboles, frente a cada puerta. Estaba anocheciendo. La luz decrecía y el sol formaba reflejos sobre la superficie de las bolsas. Creí  ver que se movían, pero nunca tendría el valor suficiente para tocarlas.
     Mónica abrió la puerta de nuestra casa en ese momento.
     -¿Ya lo averiguaste, querido?-me dijo, asomándose. Todo su cuerpo delgado se parecía a una enorme rata que me miraba con ojos ávidos.
     -Lo sabías desde el principio…
     -Soy la sobrina-nieta de la señorita Martins, mi amor.- Y puso su mano sobre mi brazo.- Pensá en nosotros ahora, en nuestra fuerza, querido. Acordate de la biblioteca.
     Entramos. La puerta de la habitación ya no era suficiente para detener el ruido de las ratas. Miré a Mónica y asintió con la cabeza.
     -No me hagas hacerlo, por favor- le rogué. Pero vi en su rostro tanta antigüedad, las marcas del cansancio de la rutinaria tarea de entregar y recoger alientos muertos, que aparté los ojos otra vez hacia la puerta.
     Apenas la entreabrí, sentí el intenso olor nauseabundo de las ratas. Los cientos de criaturas cubrían cada sector de la biblioteca, procreándose y luchando por un espacio, unas sobre otras hasta formar montones que se desplazaban como dunas con el viento. Pero no era viento, sino el olor y la fuerza de la peste.
     Cerré de golpe, y la puerta comenzó a moverse desde adentro, empujada por la avalancha de las ratas que habían descubierto la salida.
     Miré de nuevo a Mónica, que me observaba con ansiedad, con un brillo que hasta entonces nunca había visto.  En sus ojos leí no un pedido ni un ruego, sino una orden que no concebía la desobediencia.
     Entonces volví a abrir la puerta de la habitación.

No hay comentarios:

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...