Lorenzo creía que su arte estaba en decadencia. La obra que había escrito para aquel compositor mediocre no era digna de su talento. Pero había tenido éxito, el teatro se llenaba desde hacía semanas. Él, sin embargo, seguía soñando en los viejos tiempos, cuando estrenaba óperas para el Emperador y su corte. Recordaba las noches en que el teatro se cubría de aplausos y de júbilo, con la música y las letras resonando en las mentes de los nobles; las fiestas en los salones del palacio imperial, donde las faldas de las damas danzaban a la luz de las velas.
Ahora el público era vulgar, se contentaba con escenas burdas y explícitamente obscenas. Ése era el nuevo dogma del teatro, por eso Lorenzo Pintos escribía tan poco últimamente. Sólo cuando la historia a contar valía la pena, les decía a sus amigos en las noches que jugaban a los naipes, bajo las luces amarillentas de las velas y el rapé sobrevolando las narices empolvadas. Pero todos sabían que eran obras mediocres que pagaban las noches como ésa, y las mujeres.
A sus reuniones a veces llegaba gente que Lorenzo apenas conocía, y que a la mañana siguiente ya no recordaba. Los jóvenes venían a pedirle ayuda, buscaban nombres y manos que estrechar en aquellas veladas donde los artistas excelsos se reunían. Lorenzo escuchaba sus halagos, pero luego raramente hacía algo por ellos. Se sentía viejo, y no veía muy lejos el tiempo en que sería apartado como un libro pasado de moda, para quedarse solo en su cuarto junto al fuego, esperando morir. Y todo porque no había dedicado tiempo a buscar otra cosa más que sueños, rechazando la realidad que nunca sería tan bella como los mundos que él imaginaba.
Después de recitar fragmentos de nuevas obras, se sentaba a recibir las alabanzas en labios que disimulaban la sorna. Pero aún si hubiese tenido que verse expuesto a la miseria, el recuerdo de los viejos tiempos y aquellas palabras lo habría alimentado como la frugal cena de cualquiera de esas veladas.
Una noche, un extraño lo llevó aparte, lejos del cuarteto de cuerdas que tocaba un scherzo.
-No he escuchado palabras más hermosas en más de cuarenta años de teatro, maestro.
-¿Y quién es usted?- preguntó Lorenzo.
-Gregorio Ansaldi, maestro Pintos. Decorador y escenografista.-Y le extendió su mano.- Esta nueva obra suya me deja perplejo. Es magia pura. ¿Cómo ha planeado presentarla?
En realidad, Lorenzo no había pensado en eso. La nueva historia lo entusiasmaba más que las últimas que había escrito, pero no se sentía seguro de haber logrado lo que buscaba: la representación de un sueño dentro del teatro mismo, que expiara las culpas de los hombres que viven apartados de la realidad. Pero aquel desconocido parecía extasiado con la historia, por el fluir de los protagonistas hacia un estado de misticismo redentor.
-Mis personajes-explicó Lorenzo- son condenados por buscar la felicidad en falacias, en panaceas imposibles, y son redimidos recién al final de la vida, cuando ya no pueden disfrutarla
-Sublime y triste- dijo Ansaldi.- Creo que conozco la manera de hacerlo. Sus personajes prueban todo tipo de magias, y están en un continuo estado onírico. Usted necesita que el público imagine más de lo que podemos ofrecerle. El manejo de las luces es lo mejor para eso.
Mientras hablaba, movía sus manos grandes como abanicos desplegados. Era corpulento, de barba espesa y vestía despreocupadamente. Contrastaba mucho con la exquisita levedad de las camisas, los volados de seda de los otros invitados. Sobre todo aquella pesada capa oscura que no se quitaba de encima, parecía contener un cuerpo que de ser dejado libre, inundaría el salón.
Desde esa noche, Lorenzo comenzó a venir a cualquier hora del día o de la noche. La delgada palidez de Pintos se acentuaba bajo la luz escasa y el efecto etéreo del rapé sobre sus movimientos. Leía una y otra vez cada fragmento, porque Gregorio necesitaba oír los tonos desgarrados y las inflexiones de su voz para imaginar lo que los personajes estaban viviendo.
-¡Ya lo tengo!- gritaba entonces, y se ponía a hacer nuevos bocetos, varios de ellos para cada escena. Hasta que fueron cientos los dibujos esparcidos por toda la casa de Lorenzo.
-¡Quiero más carne!- exigía Ansaldi, y la sirvienta y la cocinera de Pintos seguían complaciéndolo, resignadas a ver a su maestro gastando el dinero en aquel hombre extraño.
Gregorio engordaba cada vez un poco más con el tiempo. Por lo menos así parecía cuando se aflojaba la capa, liberando parte de su cuerpo robusto y el olor a sudor de la ropa vieja.
Pero los dibujos eran magistrales. Su imaginación exaltada creaba escenas que Lorenzo había juzgado inconcebibles, eventos donde lo mágico armaba fantasías más hermosas o más horrendas a cada nuevo esbozo.
-¿Pero cómo haremos para que el teatro nos financie todo esto?-se lamentaba.
-Usted los convencerá, maestro, estoy seguro- contestaba Gregorio, mientras seguía creando imágenes.
El viejo deseo de gloria de Lorenzo se acrecentaba, su hambre por lograr la obra más perfecta. Pero en otras ocasiones se sentía incrédulo. Se daba cuenta de la vulgaridad exasperante de las obras en cartel, de la tendencia de los empresarios teatrales por la diversión obscena y fútil. Recorriendo las calles de la ciudad, pensaba que ni en cien años podría convencerlos de financiar su obra.
-Debe darme una muestra de su arte, Gregorio, una muestra de lo que me prometió- le rogó un día.
Entonces alquilaron la sala de la Comedia por una noche. Gregorio salió tres horas antes para instalar sus aparatos. Cuando llegó Lorenzo, la sala estaba casi a oscuras y preparada para el ensayo. Le pareció extraño ver que los dibujos no habían sido pintados sobre los telones. Sólo había un cortinado extendido en el fondo, con poleas y sogas colgando descuidadamente. Había también muchas cajas de madera de diversos tamaños, con tapas que se abrían y mostraban ruedas dentadas que giraban a diferentes velocidades. Un olor peculiar llegaba del extraño mobiliario. Entonces Gregorio salió de la oscuridad tras las cajas, y pareció entender la pregunta en el rostro de Pintos.
-Es aceite para el engranaje, lo fabrican los indígenas de Sudamérica con una planta semejante al caucho- le dijo Ansaldi. Era un aroma dulce, no desagradable, pero al acercarse lo sentía penetrar en su cabeza como pequeñas agujas punzando las membranas del olfato. Un dolor, al principio muy tenue, fue creciendo en el lado derecho de su cerebro.
Ansaldi acercó una vela a la mecha principal de los instrumentos, y una llama se extendió a lo largo del aparato. Dos minutos más tarde, el engranaje comenzó a elevar una serie de espejos sobre diferentes paneles. La luz ya no era una sola, sino multicolor, creando al confluir sobre el telón blanco una imagen limpia y clara. Luego pasó sus dibujos, transcriptos sobre un papel transparente, por delante de las luces. Cada hoja caía de un panel a otro a una velocidad mayor a la que la vista de Lorenzo podía seguir. Los personajes allí estaban, moviéndose sin ayuda de actores, sin sus caprichos y cuerpos infectos de vanidad, sólo sus voces se escucharían después recitando el texto. Personajes en estado puro, viviendo los extraños sueños que Pintos había imaginado para ellos.
Estaba tan asombrado, que olvidó por un momento el dolor que aún lo aquejaba.
-¿Qué le ha parecido, maestro?- preguntó Ansaldi.
-Divino, como si estuviera en el cielo presenciando los actos de los ángeles.-No pudo evitar llevarse luego las manos a la cabeza.- Pero este dolor me está matando.
-Es que cuesta acostumbrarse a este aceite- le dijo Gregorio mientras desamblaba sus aparatos.
Lorenzo se sentó en una butaca, tratando de concentrarse en la entrevista con el director del teatro al día siguiente.
-Le daremos una muestra mañana.
-No, maestro. Esta demostración fue para usted solamente. Nadie lo verá hasta el estreno. Me han robado tantas veces mis invenciones, que no voy a permitirlo esta vez.-El rostro de Ansaldi se ensombreció, y con la peculiar agilidad de su pesado cuerpo siguió desarmando y guardando en las cajas las diversas partes de su juguete mágico.
A la tarde siguiente, Lorenzo salió de las oficinas del teatro pensando cómo iba a decirle a su amigo que había fracasado.
-Su obra no nos interesa, Pintos-le había dicho el director.-Es pura fantasía imposible de representar. No sé quién le puso en la cabeza esas ideas.
-Pero Gregorio Ansaldi tiene una máquina especial...
-Ese hombre es un farsante, y cuídese de él. Desde que volvió de Sudamérica no ha dejado de dar problemas. Varios hombres murieron en los ensayos de sus obras. Nadie quiere contratarlo.-Y acercándose al oído de Pintos, dijo: -Dicen que mató a su mujer hace algunos años y por eso huyó.
Pintos hizo un gesto de ofendida superioridad.
-¡No necesito de ustedes! ¡Haremos la función en las plazas públicas!- dijo gritando desde la puerta del despacho.
La verdad era que no sentía deseos de convertirse en un artista callejero. Pero la idea le fue agradando mientras recorría las calles hacia la casa, mirando a los niños y a las mujeres simples sentadas en los bancos de las plazas. Si logro que mi espectáculo tenga éxito, habré obtenido el favor del pueblo que hasta ahora me faltaba, se dijo.
-Seremos un gran teatro ambulante, Gregorio- le anunció al llegar, desbordado por su pasión nueva.- Sin paredes, la grandeza de nuestra compañía será inabarcable. Tendremos al mundo rogando que lo entretengamos.- Y lo abrazó con un entusiasmo que pocas veces había mostrado antes.
Ansaldi se apartó de él bruscamente, como protegiendo su capa y su cuerpo.
-¿Y yo que obtengo de todo esto?-se limitó a preguntar.
-Dinero, amigo mío, y mucha gente a tus pies. Sobre todo mi eterno agradecimiento.
-Es curioso que lo diga, maestro. Oí de una costumbre en mi visita a los indios, que dice que una deuda jamás termina de pagarse del todo, porque entonces ya no habría sentido para esa relación.
Lorenzo estaba demasiado exaltado como para pensar en las extrañas ideas de aquel hombre. El tipo era así, un excéntrico. Cerrado y apático siempre, a veces impulsivo o violento.
Al otro día comenzaron los ensayos en la plaza. Ansaldi protegió sus cajas de luces con un celoso pudor, pero decidió acompañar a Lorenzo y su grupo a repartir los carteles anunciadores de la primera función en las calles y negocios.
La noche del estreno, Lorenzo corrió de un lado a otro dando indicaciones, subiendo escaleras y plataformas, organizando al público. Hasta último momento la gente llegaba con sus familias completas, ubicándose en los pocos lugares que quedaban vacíos. Después, las luces de apagaron, y como la luna estaba oculta por las nubes, la oscuridad se hizo casi completa.
Una chispa estalló, y la llama del aparato mágico comenzó a arder. Las voces de los actores recitaron el preámbulo. Los espejos salieron de sus cajas y reflejaron la llama original en múltiples luces que confluyeron sobre el escenario.
El olor del aceite se hizo más fuerte. El dolor de cabeza de Lorenzo fue creciendo otra vez, lentamente, hasta que ya no pudo seguir los diálogos de la obra.
-¿Y la gente, ellos no lo sienten?-preguntó en voz baja al oído de Ansaldi.
-Sus propios cuerpos son aún más nauseabundos, amigo mío- le contestó riendo.- Allá en América, los nativos dicen que los que van a morir lo sienten con más intensidad, se dejan llevar por el aroma y no luchan.
-¡Pero ya no puedo más, no puedo aguantarlo!- Lorenzo se agarró la cabeza entre la manos.
La obra continuaba representándose con la música que la orquesta tocaba con estridentes sonidos de bronce, imitando los agudos gritos de los personajes. Estaban sufriendo el último de sus castigos.
La orquesta luego comenzó a tocar marcialmente. Los dibujos de Ansaldi flotaban en el aire como los demonios que atormentaban a los protagonistas de la obra.
-Calma, maestro. Usted, que tanto ha buscado la perfección y la grandeza en su arte, que ha sufrido como sus personajes en busca de utopías y mundos de ficción, disfrute del éxito. Los tenemos en nuestras manos, los manejamos como títeres.
Pintos lo miraba, pero no parecía escucharlo. Un zumbido ensordecedor había invadido su mente. Sólo podía observar a las mujeres llorando, a los niños del público hundidos en el llanto y la tristeza. Los hombres se levantaban de sus asientos, nerviosos, dispuestos a salvar a esos pobres seres de ficción.
Nunca una obra suya había logrado tanta adhesión, tal compromiso de la gente. No parecía una función de teatro, sino la vida sobrenatural transportada al mundo cotidiano. Como si las personas viesen en el escenario los fantasmas que habían estado vigilando sus sueños toda la vida.
Lorenzo sintió de pronto que algo se rompía en su cabeza. El aroma ahora atravesaba libre las membranas y las venas de su cerebro agotado. Algo se desprendía de él, quizá su vida, no estaba seguro. Un muro transparente se iba formando con lentitud a su alrededor. Se sentía aislado y flotando en el vaho incandescente del aceite nauseabundo.
Gritó, pero nadie parecía prestarle atención. Su propio cuerpo ya no tenía peso, y estaba girando sobre el escenario. Abrió la boca para gritar, pero sus gritos fueron inaudibles. Su rostro se deformaba en un clamor de ayuda. Pudo ver su propio cuerpo aún sentado frente al escenario, agarrándose la cabeza con desesperación. Pero no era él, sino la otra parte de su alma que exhalaba vanidad. Su mente ya no le pertenecía, era menos que papel y tinta, menos que música perdida en el viento, era sólo aire encerrado en cápsulas de gas.
Miró a Ansaldi.
Pero el rostro de Gregorio el mago era sólo una máscara rígida.
Ilustración: Igor Morsky
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