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Joshua caminaba bajo los andamios del domo, y las
sombras y luces formaban un sendero de rayas por el cual él se iba dejando
conducir como todos los días de la semana. Sentía calidez cuando atravesaba el
fragmento de luz, que no era provocada por el sol de otros tiempos, aquellos de
los que oyó hablar a su padre, cuando el cielo estaba despejado y el sol era
una esfera de enorme intensidad que ya entonces había comenzado a dañar a los
hombres con los rayos ultravioletas. Ahora era, simplemente, una iluminación un
poco mayor que la sombra que proyectaban los edificios, filtrada por la espesa
capa de nubes eternas que dejaban caer la constante lluvia ácida. Contra esta
lluvia se había comenzado a construir el domo, que se parecía a los párpados de
un ojo inmenso que se iba cerrando progresivamente sobre la ciudad.
Él
trabajaba en su construcción desde hacía tres años, y hoy, como todas las
mañanas desde aquel tiempo, salía de su departamento muy temprano, cuando aún
no había amanecido, sin ver siquiera por la estrecha ventana el estado del
clima o de la ciudad. El clima era siempre igual: húmedo, oscuro, tórrido en
ocasiones, y con una luminosidad de reflejos vivos y ocres que enturbiaba la
vista y provocaba ojos brillosos. Tomaba un café antes de salir, se colocaba un
abrigo sobre el mameluco de trabajo, recogía la caja de herramientas y
descendía por el ascensor atiborrado de personas. Ciento cincuenta pisos más
abajo, la calle estaba cubierta de humedad, y las máquinas amarillas del
municipio, parecidas a aplanadoras con brazos altos y enormes cabezas horribles
irguiéndose, aparecían para barrer los restos de la lluvia ácida, los cuerpos
de quienes habían olvidado o desobedecido el toque de queda, tanto de hombres
como de animales. Los mercados abrían a esa hora, y el transporte de hombres y
mujeres hacia las subastas de las grandes empresas comenzaría dos horas más
tarde.
Joshua miró
todo esto como lo hacía todas las mañanas, porque no podía mantener la vista
baja, depositada como si sus ojos fuesen de plomo sobre el pavimento. Miró todo
el espectro de la ciudad a medida que recorría el no muy extenso trecho que lo
separaba de la zona de ascenso al domo, reteniendo las visiones que recogía
cada mañana, para reproducirlas después en su departamento, por la noche. Las
proyectaría para recordarlas, como se lo había enseñado su padre. Él, como casi
todos en la ciudad, no era capaz de hablar. Su verdadera vida era más interna
que externa, era más un receptor que un emisor, por lo menos en lo que
correspondía a lo que habitualmente se llama comunicación interpersonal. Su
padre había leído libros, él no poseía ninguno y no sabría distinguir una letra
de otra. Su padre había hablado sin parar día y noche, porque llegaría el día,
le dijo muchas veces, en que le negarían la voz. Y aquel día llegó finalmente.
Lo habían venido a buscar los agentes de seguridad de la ciudad. El domo aún
era sólo un proyecto, pero los cimientos de las murallas periféricas sobre las
que se asentaría, ya estaban siendo excavados. Lo apresaron entre dos hombres,
mientras un tercero aplicaba una picana eléctrica sobre su garganta. Joshua vio
a su padre resistir y gritar, apretado contra la pared, gimoteando como un
niño, rogando que le dejaran por lo menos la voz. Pero la picana entró por la
boca, y quemó la lengua y los órganos de fonación. Estuvo dos semanas en la
cama, delirando, tocándose la garganta quemada y el remedo de lengua que le
habían dejado.
Cada
mañana, en el camino al trabajo, Joshua se preguntaba qué era lo que su padre
hablaba antes de todo eso. ¿Por qué razón le habían privado de la voz? Entonces
él intentaba pronunciar sonidos, sabiendo que el estruendo de las máquinas en
las calles evitaría que cualquiera lo oyese. Sólo le salía de la garganta un ruido
semejante al de un pájaro moribundo, tal vez un pájaro agresivo que se siente
amenazado. Un grito gutural. Como cada vez que lo intentaba, la garganta le
quedaba doliendo, y con el abrir de la boca para calmar la irritación de sus
mucosas sólo lograba que penetrasen las nocivas sustancias de la lluvia ácida
que se levantaban en las calles luego de caer y haberse depositado durante las
horas de la noche. El agua se evaporaba y los gases se elevaban hasta lo más
alto de los edificios. Cuando estaba en la cima del domo, podía ver el vaho
tóxico escaparse por las zonas aún no cerradas, como humos de chimenea que se
confundían con las nubes grises de las que habían nacido pocas horas antes.
Cuando el domo estuviese definitivamente terminado, la ciudad estaría
protegida, y los pocos gases que quedaran serían eliminados por el sistema de
purificación.
Pero todo
esto estaba en construcción todavía. Y Joshua llegó a la zona de ascenso, se
colocó en su puesto en los grandes ascensores, junto a sus compañeros de
trabajo, y comenzó a subir con rapidez. El ascenso era vertiginoso en los
primeros días para cada nuevo trabajador. No había paredes en el ascensor, sólo
trabas de seguridad para cada uno. Podían ver, entonces, los altos edificios
que los rodeaban, mientras las calles desaparecían en la niebla y el smog, y el
silencio comenzaba su consolador regalo. Porque allá arriba, en la cima del
domo, tan cerca del cielo, el silencio era tan parecido al silencio obligado de
sus voces mudas, que era como si el cielo fuese el verdadero hogar de cada uno
de ellos. Allá arriba, adonde todavía no había llegado, el cielo tenebroso
tenía los rudimentos del pasado. Un pasado mítico, tal vez, porque nada más que
imaginarlo podía la mayoría de ellos, pero la sensación de deja vu era
inevitable. Algo resplandecía en sus ojos ante la vista del cielo nublado, en
contacto con el viento a veces fuerte, a veces piadoso, que calmaba el sudor de
su piel bajo la ropa de trabajo. Pero era sobre todo el silencio lo que
añoraban cuando regresaban a sus casas. Por supuesto, no había hablado de todo
ello con sus compañeros, pero pudo verlo cientos de veces en sus rostros,
cuando descendían al final de cada jornada a lo largo de aquellos tres años de
labor.
Llegaron a la cima y se colocaron las
botas magnéticas que los mantenían fijos a la superficie del domo. Con los
cascos puestos y las botas, los guantes gruesos y las herramientas de trabajo
colgando de su cinto, cada uno se fue dispersando por la enorme construcción
formada por vigas que constituían inmensos arcos parecidos a costillas de
antiguos monstruos, y entre estos arcos había largos puentes que se acortaban o
desarmaban a medida que el techo se iba cerrando. La comparación la había
escuchado de su padre, cuando le dijo que había tenido, de muy pequeño, un
libro que mostraba los esqueletos de los antiguos animales prehistóricos.
Joshua no había comprendido en ese entonces ni aún lo hacía completamente,
sobre todo porque no tenía medidas de comparación; no había conocido en su vida
más que los pequeños animales de ciudad, ratas o viejos perros enfermos. Su
padre le había tocado las costillas y le había explicado que imaginara un
animal enorme como toda aquella ciudad, y entonces sabría que el tórax sería
tan grande como los arcos del futuro domo.
Había
muerto antes de ver el comienzo de su construcción. Se había arrojado desde el
piso ciento cincuenta del edificio donde ambos vivían. Esa noche su padre había
hablado en un idioma que ya no comprendía, como la mezcla de diversos
dialectos, casi como la febril, incoherente verborragia de un epiléptico. Lo
había visto, muchas noches antes, hacerse una incisión en la sien derecha.
Joshua vio, desde su cama, el hilo de sangre contenido por el pequeño
electrocoagulador, mientras su padre se introducía el chip que un mercader del
contrabando había traído esa misma tarde. Su padre lo miró entonces desde su
propia cama, con la sutura ya hecha y una sonrisa en los labios. Lo había
escuchado decir algo en el antiguo idioma de los santos, tal vez latín, y luego
pronunciar los vocablos de frases viejas que traían reminiscencias de guerras y
hecatombes, de mundos perdidos donde los hombres y las mujeres cantaban largas
canciones de epopeyas, de amor y de bellos mundos para siempre extraviados en
el creciente olvido. Entonces vio en su padre a quien era verdaderamente su
padre, como una identificación, una individualidad que sobresalía de lo que
ahora parecían los débiles contornos de la ciudad. La ciudad no como una
construcción, sino como el sistema que era: costumbres, reglamentos, acciones.
Su padre
era pensamiento. Su padre era conocimiento. Y en la sonrisa de sus labios leyó
la tristeza del abandono, la inevitabilidad de la impotencia por no soportar
tanto: el pasado era una afrenta que sin embargo salvaba de la muerte presente.
Y al fin de la noche, el viejo, que no era tan viejo porque Joshua era apenas
un niño, se arrojó por la estrecha ventana en medio de convulsiones y gritos
mudos que ya no podía emitir. Pero un minuto antes, el viento de las alturas
jugaba brutalmente con sus cabellos largos y entrecanos, cuando se sentó a
horcajadas sobre el marco de la ventana, mirando sucesivamente hacia el abismo
y hacia el interior del departamento, donde su hijo lo observaba, en silencio,
condenado para siempre al irremisible silencio. Luego, se dejó caer hacia
afuera, mientras Joshua estiraba ceremoniosamente una mano pequeña, hasta
detenerse al darse cuenta del ridículo de su acto. Bajó la mano, la apoyó sobre
la cama, y se tocó los ojos, donde las cicatrices ya habían comenzado a
cerrarse. Las pequeñas máquinas proyectoras estaban dentro, gracias a su padre.
Se quedó
mirando la ciudad desde la alta cima del domo en crecimiento. Por un instante,
creyó estar dominando al resto de los habitantes, sus edificios, sus vehículos,
toda la trivial y triste cotidianeidad en medio del smog que apenas dejaba
vislumbrar tenues rayos de luz aumentados por los lentes instalados en la cara
interna de los sectores ya finalizados de la construcción. En los grandes arcos
de metal ya habían sido puestos muchos de estos filtros solares, pero los
nuevos purificadores todavía no funcionaban. Para ello era necesario que el
domo estuviese terminado, y separara definitivamente la ciudad del resto del
mundo, ese mundo que Joshua ahora podía ver apenas entre las oscuras nubes de
pestilentes gases que contaminaban todo lo que el conociera. Era verdad, sin
embargo, que conocía poco de aquel llamado mundo. Sólo los relatos de su padre
le habían hablado de él, porque nada hacía referencia a lo que rodeaba a la
ciudad, y mucho menos a lo que hubiese más allá de ella. La ciudad no tenía
pasado, no tenía relaciones fuera de su contorno. Por lo menos así él lo
entendía.
Sin
embargo, el viejo le había hablado de los ciclos de alimentación, de la
agricultura, de la ganadería, de las industrias, de las fábricas, de las rutas
que transportaban los alimentos desde sus lugares de producción. Y cuando Joshua se paraba sobre el domo,
imaginaba, entre las nieblas grises del horizonte, aquellos campos cultivados,
los animales apacentando, los contornos de los edificios fabriles, las rutas
que navegaban la tierra como sobre mares, circunnavegando hasta encerrar las
grandes tierras de las que el hombre se había hecho rey y señor.
No era,
lamentablemente, mucho el tiempo que le eran permitidas tales ensoñaciones.
Aunque no hubiese capataces ni jefes vigilándolos, Joshua y sus compañeros de
trabajo designados a tales alturas, eran considerados los de más alta
especialización en su técnica, y por lo tanto llevaban chips de seguimiento en
sus botas magnéticas. Cuando por alguna causa detenían su labor, sonaba una
alarma. Fue esto lo que sucedió esta vez, la alarma sonó en sus botas, una vez,
dos veces, y la contemplación del cielo debió suspenderse en su mente, para
regresar al trabajo. Se inclinó sobre la superficie del domo, abrió sus
maletines de herramientas y comenzó la tarea. Tornillos y tuercas, remaches,
viejos e irremplazables instrumentos que perduraron a lo largo de los siglos a
pesar del avance incontenible de las nuevas tecnologías. ¿Pero qué había sido
de aquella tecnología de la que tanto le había hablado su padre? Él no había
visto mucho de esas cosas que el viejo mencionara: computadoras, robots,
humanoides. Todo lo que quedaba eran ciudades hundidas en los gases tóxicos o
sometidas a las interminables lluvias de ácido. Le habría preguntado, de haber
podido hablar, y por ello en cada palabra de su padre esperaba encontrar un
indicio de lo que había terminado con todo aquel mundo del pasado.
La
superficie del domo era cubierta con nuevas aleaciones que traían desde las
fábricas dentro de la ciudad. Había allí obreros como él que trabajaban en
turnos de doce horas todos los días, encerrados en esos edificios sin ventanas,
herméticos a los daños de la lluvia, con aires tan purificados que no les era
permitido a los hombres salir de sus lugares de trabajo para descansar. Dormían
en habitaciones preparadas para ellos, y sus familias, si las tenían, los
visitaban una vez a la semana. Aquellas aleaciones eran demasiado importantes
para el futuro de la ciudad, y debían ser fabricadas con detenido cuidado y
esmero. Ningún elemento químico extraño debía entrar en su fundición, y por lo
tanto en cada entrada y salida de las grandes salas internas, los cuerpos
desnudos de los obreros eran sometidos a largos baños de esterilización. Los
que no habían tenido hijos antes de entrar a trabajar allí, ya no los tendrían.
Y había visto a muchos dejar para siempre las fábricas de fundición en un
estado de salud que poco se diferenciaba de la decrepitud y la astenia.
Por eso,
aún cuando no hubiese un sol que contemplar, y se viera cada día de su vida
obligado a empaparse de la lluvia ácida, a respirar las miasmas de los gases
tóxicos que penetraban igualmente por las máscaras filtrantes, estar allá
arriba, casi solo, aislado, le daba la posibilidad de pensar, de recordar los
largos relatos de su padre. A veces intentaba imitar su voz, y su garganta
emitía sonidos guturales que su lengua no obedecía. Cómo era, se preguntaba,
que los hombres habían sabido hablar tan bien, y en realidad cuál era el
sentido de aquella comunicación. Al principio, de niño, no le encontraba
objetivo ni sentido, pero luego de escucharlo durante años, comenzó a darse
cuenta de todo lo que pensaba había por saber, todo lo que faltaba por aprender
y conocer, las preguntas surgieron espontáneamente, y ya no hubo modo de que
ellas se detuvieran, agolpándose en el umbral de su garganta, sin que hubiese
modo de que ellas se expresaran.
Entonces
fue cuando su padre intentó enseñarle un sistema de escritura para comunicarse
con él. Hasta tal momento, Joshua solamente conocía números. En la escuela a la
que todos iban, cada uno era designado para una especialización que luego
desarrollaría dentro del ámbito de la ciudad. Los números le habían servido
para entender su vida exclusivamente como un sistema funcional para su labor
urbana. Los signos que su padre le había enseñado precariamente, eran
distintos. No los había comprendido, no los correlacionaba con las palabras por
él pronunciadas. Pero no hubo tiempo para más. Fue en esa época cuando los
funcionarios de la ciudad llegaran para acallarlo. Durante el resto del tiempo
que vivió, nunca supieron quién los había denunciado, y de todos modos no era
necesario que alguien lo hiciera. Una voz como la de su padre, aunque oscura y
gastada, aunque precaria, debía ser un signo distintivo en aquel edificio de
miles de ruidos acallados, atenuados por los grandes sistemas silenciadores. Y
en algún lugar de los edificios del gobierno, probablemente, habrá sonado una
alarma avisando de una voz no permitida.
Joshua
pronunció algo ininteligible, y su compañero más cercano en la superficie del
domo, levantó la vista hacia él. No había hecho más que un ruido, pero en su
pensamiento había una palabra, así que creyó haberla pronunciado. Bajó la
vista, temerosos que el otro lo denunciara, pero su compañero se sonrió, y
luego hizo un ruido que le hizo darse cuenta de que era igual al que él había
emitido. Ninguna palabra, sólo un ruido que intentaba expresar algo, una broma,
un suspiro, una exacerbación de fuerza mientras colocaban el material de
construcción. A veces debían agacharse y levantarse para avanzar sobre la
superficie, otras acostarse para remachar la aleación desde el lado interno.
Era casi siempre un trabajo agotador, que los gases dificultaban, y los
residuos resbaladizos o pegajosos de la lluvia retardaban. Se oían toses,
gemidos de algunos que se lastimaban. Incluso un par de veces alguien había
caído hacia el fondo de la ciudad. En tales ocasiones, el trabajo había
continuado, mientras todos revisaban el funcionamiento adecuado de sus botas
magnéticas, y los arneses, que aunque pasados de moda, podrían salvarlos de una
caída mortal.
Joshua se
sintió aliviado de que su pensamiento no hubiese sido descubierto, y la vieja
palabra regresó a su mente, intentando abrirse paso en su garganta inútil. Una
palabra corta, excesivamente breve, fácil de pronunciar según la había
escuchado en boca de su padre, y grata al oído, suave y tenue como ningún aire
que hubiese percibido hasta entonces. Se la había escuchado pronunciar muchas
veces, pero ahora, luego de largo tiempo, casi no la recordaba. Y sin embargo,
volvió, sin causa ni motivo aparente, como los pensamientos a los que el padre
lo había acostumbrado en sus largos monólogos. Palabras que se llamaban unas a
otras, formado frases que iban tomando sentido, y de pronto una idea o un concepto
quedaba atinadamente construido en su mente. Una construcción quizá más grande
que el inmenso domo que cubriría la inmensa ciudad. Una construcción sin
espacio porque abarcaba todos los espacios, y por sobre todo porque nunca desaparecía.
Lo que está en la mente, decía el padre, es lo que nos define.
Entonces
Joshua levantó la vista al cielo habitado de enorme nubarrones grises,
plateados, morados. Halos de luz enceguecedora denotaban los rayos
ultravioletas que no podían ser filtrados a tales alturas. Se aseguró que el
traje de protección estuviese bien cerrado, porque a veces se rasgaba o se abrían
sus cierres durante el trabajo, se ajustó las gafas, y se paró erguido sobre la
superficie, con una mano enguantada haciendo visera sobre los ojos. Algo veía
en lo más profundo del cielo, y se dio cuenta recién entonces de que esa era la
palabra que había llegado a su mente en los instantes previos. ¿Cómo pudo
haberlo sabido antes de ver el objeto que señalaba tal palabra?, pero se dijo
que apenas llegar allá arriba ya había visto algo diferente en el cielo. Tan
acostumbrado a las complejas sombras estancadas sobre la ciudad, conocía los
mapas oscuros del cielo que lo rodeaba, y cualquier diferencia era fácilmente
notoria.
Pronto
sonaría la alarma, pero él no se iba a mover de allí hasta ver claramente lo
que había vislumbrado. ¿Y qué era finalmente lo que vio o creyó ver?, sólo una
forma extraña en el fondo turbio del cielo, como una ameba sometida al casi
nulo vaivén del agua en un masa fangosa de las cloacas de la ciudad, aquellas
que formaban la periferia escabrosa del domo, sobre las que se levantaban los
cimientos de la nueva construcción. Pero lo que había en el cielo ahora era una
criatura alada, que se acercaba con nitidez luego de observarla abrirse paso
con lentitud entre las nubes oscuras. La forma aumentaba su tamaño progresiva,
lentamente, pero con una firmeza que comenzó a acelerar el corazón de Joshua.
La alarma estaba sonando. Si no se movía en los siguientes tres minutos, desde
la central mandarían una señal para que las botas comenzaran a calentarse.
Tendría diez minutos más para responder al apremio. Luego, no tendría más
remedio que sacárselas, lo que significaba el riesgo de caerse al vacío, o ser
exiliado de la ciudad, lo cual en términos de futuro significaba el mismo tipo
de muerte. Pero algo le gritaba en su interior que no podía ignorar lo que
estaba viendo. Giró la vista a sus compañeros, pero los demás no parecían
haberse dado cuenta.
El ave,
porque de eso se trataba, de una enorme ave de alas desplegadas, se estaba
acercado, y por su tamaño ya debía haber estado sobre ellos a la altura del
domo, y sin embargo aún parecía lejos, casi inmovilizada en su planear, ya que
apenas movía las alas. Joshua podía ver los ojos rasgados, el pico largo, las
largas alas como delgadas membranas unidas por fragmentos fuertes que
terminaban en extrañas manos.
Se estaba
acercando cada vez más, y los tres minutos habían pasado. Las botas comenzaron
a calentarse, pero casi no lo notaba todavía. El ave emitió un grito largo y
estridente, y fue entonces cuando los demás se dieron cuenta. Levantaron la
vista, detuvieron su trabajo y señalaron al ave, corriendo luego sobre la
superficie curva del domo. Pero Joshua fue el único que no se movió, porque
sabía que el pájaro no les haría daño, por lo menos no a él. Era el ave que
estaba es su memoria desde hacía mucho tiempo. Era el primer espécimen que
veía, el primero para todos en esa ciudad, seguramente, pero desde el fondo
nadie la habría notado. Sólo él, en el domo, la reconocería, porque era
exactamente igual a las que su padre le había descripto. Las aves
prehistóricas, mitad reptiles, mitad mamíferos, la extraña mezcla que nadie
había comprendido del todo, lo mismo que la vieja y extraña teoría de que los
hombres eran descendientes de curiosos animales llamados simios que vivían en
los árboles. Conceptos difíciles de comprender para Joshua, historias antiguas
que tenían más fundamentos de mito que de probable verdad.
De todos modos,
allí estaba el ave para corroborar las verdades que había escuchado en la voz
definida, a veces claudicante, casi siempre cansada, de su padre. Entonces todo
un mundo se generó a su alrededor: selvas densas de árboles entrelazados,
pantanos profundos donde grandes animales se hundían sin remedio, cielos azules
de un sol tan intenso que no permitía la lluvia en largos años, y más allá, las
montañas cubiertas de bosques y nieve, y más lejos las regiones del mar. Joshua
supo, vio, todo esto, sin haberlo visto nunca en realidad.
El mundo
era el pasado, ahora. Y el pasado era más que el sinuoso presente, el riguroso,
pavoroso presente que no era más que el futuro hecho ahora a cada instante. No
había futuro más que bajo el domo, y el domo no era un futuro sino un presente
constante. Un destruir y un construir, un encerrar el tiempo en una cápsula de
tiempo continuo, inmovilizado.
Presente
constante, inerte, estancado. Menos vivo que una roca, y tan parecido, tal vez,
al acero.
Entonces el
ave ya estaba sobre el domo, y las botas se recalentaron tanto, que comenzó a
sacárselas, pero antes que eso ocurriera, el tanque de oxigeno comenzó a
agotarse. Estaba respirando aceleradamente desde varios minutos antes, y poco
después sintió que su vista se nublaba y la mente se desvanecía. Creyó que su
cabeza golpeaba la superficie del domo, pero no dejó de sentir el olor del
pájaro que lo sobrevoló a tan escasos centímetros que fue como haberlo tocado.
El viento que sus alas levantaron a su alrededor, el polvo, las nubes agitadas
que ocultaron su figura inmensa. El grito estridente del ave, como de triunfo,
como de canto sobre el mundo civilizado del hombre. El amenazador pico largo
que abrió apenas llegó a Joshua, no para devorarlo, o por lo menos eso pensaba,
sino para hablarle. Y en el aroma del viento desplegado por las alas, sintió la
llegada del viejo mundo, el regreso intenso y deslumbrante del pasado, los
ejércitos avasalladores de la ira y de la venganza.
Algo
regresaría, se dijo, y no supo si su lengua logró pronunciar esa frase cuando
despertó en el consultorio de la enfermería. El médico lo estaba mirando cuando
le sacó la mascarilla de oxígeno. Joshua sabía que algunos de los funcionarios
de la ciudad eran capaces de hablar, era un requisito en realidad para formar
parte del sistema de gobierno, pero pocos utilizaban tal habilidad en la vida
privada, y mucho menos en la profesional. Las voces que él había escuchado de
otro que no fuese su padre, estaban mediatizadas por máquinas o megáfonos, por
lo tanto sonaban impersonales. Esta vez oyó la voz del médico, pero sus
palabras no coincidían con su mirada.
-La próxima
ocasión, preste atención al revisar la carga del tanque de oxigeno. Estaba casi
en cero cuando usted subió al domo.
Joshua lo
miró fijo. Había hecho lo correcto, pensó, la carga estaba llena al subir. El
médico, alto, de uniforme blanco ajustado como el de un buceador completó unos
formularios en la planilla digital que llevaba en las manos. Luego se puso a
observarlo detenidamente.
-¿Se siente
bien? Si le preocupa lo que vio en el domo, las alucinaciones por apoxia son
muy comunes, casi el síntoma más frecuente. Olvide lo que vio.
Como
Joshua continuaba mirándolo fijo, antes de apartarse de él y sentarse detrás de
su escritorio, dijo:
-Por esta
vez no mencionaré en el informe su negligencia, sólo un desperfecto en el
equipo. Ahora puede irse, tiene el resto del día libre. Buenas tardes.
Joshua se
levantó de la camilla. Apenas apoyó los pies en el suelo un vahído lo dominó
por unos segundos. El olor del ave volvió con el recuerdo, junto al sonido
intenso del aleteo, y la sensación que tuvo al verse al borde del domo, el
abismo de la ciudad junto a él, sólo escasos centímetros.
El médico
lo calmó, sin levantarse de la silla:
-Ya se le
pasaran los mareos en un rato. Salga y despéjese.-Luego volvió a sus tareas,
que parecían consistir en nada más que estar sentado detrás del escritorio, con
la mirada fija sobre su superficie casi vacía, sólo la misma planilla, quieta
como un cartel pintado, de escasos centímetros, que había dejado caer de sus
manos al sentarse.
Joshua
salió a la calle, era una hora incluso más tarde de aquella en que
habitualmente finalizaba su trabajo. Había estado en la enfermería más tiempo
del que creía. Miró hacia las alturas. En el domo estaban trabajando los
empleados del turno siguiente. Ya no había más que la luz artificial de los
proyectores nuevos ubicados bajo las vigas, y los reflectores que ampliaban la
luminosidad. Aún así, las zonas más profundas de la ciudad permanecían en
completa oscuridad, aquellas entre los altos edificios, las más cercanas a los
cimientos del domo, o las adyacentes a las fábricas de aleación. El trayecto
hacia el departamento no le era muy conocido desde donde ahora venía. Observó
con curiosidad las calles atestadas de vehículos estancados en el viejo asfalto
que alguna vez, con el excesivo calor de una explosión ocurrida mucho tiempo
antes de su nacimiento, se había derretido y levantado hasta tomar formas de
olas para siempre petrificadas. Estos eran términos que utilizaba su padre,
mientras le mostraba desde la ventana del departamento que compartían, sus
recuerdos de vida en la ciudad.
Las
calles, entonces, eran como viejas esculturas en ruinas, lo oyó decir, y esa
frase le traía la reminiscencia del letargo propio de una tarde triste y
crepuscular. No sabía cómo, pero la voz de su padre, por mérito de las palabras
o sus efectos sobre el tono de la voz, era capaz de recrear un mundo para
siempre desaparecido. Ese mundo estaba ahora en la mente de Joshua, y como un
don, lo extasiaba y lo torturaba al mismo tiempo. No porque le hiciera daño
poseer aquellos recuerdos ajenos, sino por no poder hallar correlaciones con la
realidad en la que vivía. Era lo que el viejo llamaba un deja vu, frase
extraña en el idioma de los dioses, o quizá de los sabios. Pero qué era un
dios, le habría gustado preguntar. ¿Lo eran los dirigentes de la ciudad, a
quienes no conocía, quienes organizaban la vida urbana, y habían decidido la
construcción del domo? ¿Aquellos que se comunicaban a través de máquinas con
voces altisonantes, tan escasas como arbitrarias y casi incomprensibles?
Si los
pocos que conservaban la capacidad del habla eran dioses, entonces su padre
también lo había sido. Tal vez por eso los funcionarios se deshicieron de él,
no con sus propias manos, sino privándolo del único don que lo asemejaba a
ellos. Los hombres, como los dioses, no toleran la competencia, ni la
deslealtad de revelar el pasado, quizá fuera eso. Pero para el padre de Joshua,
el pasado no era más que un presente que no había desaparecido.
Llegó al
departamento en el piso ciento cincuenta, habitado todavía por los movimientos
de su padre en cada rincón, cerca de cada mueble, ya escasos, en cada sábana y
en cada vaso. En cada una de las sillas en la que se sentó, en el cuarto de
baño donde se afeitaba, en el espejo que moría cada noche de vergüenza al no
poder reflejar más que la negrura de una nada que hasta al propio espejo
asustaba.
Se sentó
en la cama sin desvestirse, y se tocó lo ojos. Las diminutas máquinas
proyectoras estaban en el sector de su cerebro junto al nervio óptico,
implantadas por su padre una noche mientras Joshua dormía, no mucho antes de
suicidarse. En la mañana, había sentido cefaleas, bajo las cicatrices en las
sienes que ya no se notaban luego de varios años. En la cama persistían muchos de
los dibujos que su padre había dibujado sobre las sábanas, esquemas de máquinas
mezcladas con órganos anatómicos, con los cuales le había aprendido a implantar
los proyectores vendidos en el mercado negro, lo mismo que aquel chip que tenía
incorporado desde tiempo antes. “Aquí”, le había dijo a Joshua, señalando un
sector de su cabeza, “está el pasado de todo lo conocido. Lo que yo recuerdo,
hijo, es una breve temporada de la historia. El resto de la herencia está en
estas maquinitas diminutas, más pequeñas que la punta de tu dedo más pequeño.
Qué tristeza, ¿no es cierto?, que esto sea todo lo que queda, porque no podemos
meternos en él, y sin embargo qué alegría, porque precisamente esto sea todo”.
Joshua no
había utilizado los proyectores en mucho tiempo, pero sabía cómo hacerlo. A
veces se ponían a funcionar solos durante la noche, sin que mediara su
voluntad, y las imágenes aparecían en el cielo raso del departamento, como
sueños. Esta vez, sin embargo, no apagó las luces, no cerró las ventanas, ni se
aprestó a dejarse dominar por el miedo a la delación.
Hizo
funcionar el sistema, y las imágenes aparecieron frente a la cama. Primero
tímidamente, después, como tomando valor, alimentándose de su propio ego,
fueron creciendo hacia el techo, hacia las otras paredes, hacia el piso, hacia
la cama, hacia las puertas abiertas que conducían a los otros cuartos y
conduciendo las imágenes hacia sitios que él no podía ver pero que allí estaban
sin duda. Luego las imágenes proyectadas se extendieron hacia las ventanas
abiertas, y se mudaron al exterior, sobre el cielo oscuro, sobre el que se
formó un rectángulo de imágenes inconexas e interrumpidas, cortadas por los
bordes de un teatro demasiado chico, donde los foros confinaban la actuación a
uno o dos partenaires exclusivamente.
En las
imágenes había mundos enteros, había lagos con barcas, mares encrespados y
bosques arrasados por incendios o tormentas, montañas de picos cortados por
inmensas explosiones, y enormes ejércitos batallando. Había ciudades bajas y
otras altas, algunas arrasadas por la guerra y otras en construcción. Casas
habitadas o abandonadas. Cementerios y hospitales. Aviones atravesando el cielo
y fundiéndose en el sol, estrellándose en estallidos de plata y oro. Campos
cultivados de terribles colores variados, animales enormes o diminutos. Rayos, relámpagos
y lluvia. Desiertos con tormentas de arena, y esqueletos antiguos de animales
prehistóricos. Naves espaciales caídas en lechos de barro, enterradas, oxidadas
como antiguas vajillas de cocinas muertas.
Entonces
aparecieron los pájaros. Era una gran bandada que abarcó toda la habitación,
una bandada que no se detenía ni cesaba de pasar de un lado a otro. Las aves
eran como la que había visto en el domo: amplias alas extendidas de naturaleza
membranosa y un largo pico. Eran sin duda, aves prehistóricas, cuyo nombre su
padre le dijo pero que le había sido difícil retener. Eso ahora no importaba.
Ellas estaban de regreso. Y las aves dieron vuelta por la habitación, y emitían
estridentes gritos silenciosos porque Joshua aún no se atrevía a conectar el
audio de las máquinas proyectoras. Pero de un extraño modo, ya no era
necesario. Él ya había escuchado ese grito estridente y desgarrado, un grito
que se convertía en canto con su extenuada repetición. Un grito que acometía la
realidad desde primordiales regiones destrozadas por la memoria.
La memoria
quebrantada se rearrmaba, se abastecía y retornaba. Rodeaba el angustioso
descanso de Joshua, lo atacaba. Y parecía que de un momento a otro, toda la
ciudad también sucumbiría.
2
Habían pasado más de tres semanas, y por más que
Joshua buscara cada día en el horizonte señales del ave, ésta no volvió a
aparecer. Su mente se atuvo a lo aparentemente evidente, que tal vez fue él
quien proyectó en el cielo la imagen del inmenso pájaro. Si creyó que los demás
también lo habían visto, fue otra obra de su mente montar el escenario
secundario, el necesario coro de fondo elevando la vista hacia lo mismo que él.
Fue tras
este convencimiento, en que su ánimo volvió a apaciguarse en una monotonía que
sus nuevas inquietudes le habían hecho extrañar como fuente de seguridad y
tranquilidad. Era verdad que el gobierno de la ciudad no veía con buenos ojos a
quienes provocaban problemas de cualquier tipo, y ellos sabían bien que
cualquier tipo de problema llega únicamente de la disconformidad que una
imaginación demasiado exaltada provocaba. Por lo tanto, quedaba el camino de
anular la imaginación y sus connotaciones o fuentes, llámese locura o
sentimentalismo, o anular a la persona objeto de aquella distorsión del
pensamiento y la conducta.
Quién
sabe, se preguntaba Joshua, cómo habían comenzado a pensar así los miembros del
gobierno. No tenía idea de la crueldad natural del hombre, por supuesto, ni de
las ambiciones del poder que lo llevan a dominar a todo cuanto halla a su
alcance. No tenía medios de saberlo porque no existía comunicación con otros
hombres más que con miradas, y su padre había obviado cualquier comentario de
filosofía metafísica, ni siquiera de una filosofía psicológica o fisiológica.
Simplemente el ser humano era así, trabajando en base a las necesidades
inmediatas. Y la más inmediata era la construcción del domo para protegerse de
los efectos dañinos del ambiente. Pero nunca se preguntó Joshua, el por qué del
contraste entre el pasado luminoso que escuchaba en boca de su padre, y el
presente oscuro y terrible que vivían. De algún modo, y lo entristeció darse
cuenta de esto en las noches solitarias que siguieron al primer encuentro con
el ave, o con lo que creyó era un ave verdadera, nunca había creído en la
verosimilitud de aquellos relatos e historias que su padre le contaba. Lo
fascinaban, es verdad, e iban formando en su mente lugares imprescindibles,
plataformas sobre las cuales construiría más adelante las grandes estructuras
conceptuales con las que concebiría el pasado del mundo. Pero tales
descripciones y conceptos no habían sido iluminadas aún de la forma adecuada
para que adquiriesen relieve, y con él, la ubicación en un espacio y un tiempo.
El día que apareció el ave, sin embargo, con su realismo lleno de olores,
tactos y sonidos, la fantasía con las que había cubierto la historia se
derrumbó, y tras ella apareció la triste realidad del pasado, no más virtuosa,
ni siquiera más épica que la inmensa construcción de la ciudad con su domo.
Pero tal historia, por más opaca que fuese, era algo emparentado con su sangre.
Él pertenecía a ella.
En esto
pensó en las últimas noches de ese lapso de tres semanas. De la desilusión,
pasó a un estado de atención. Ya no estaba inquieto por la vuelta del gran
pájaro, pero miraba al cielo de tanto en tanto como quien busca las señales de
una lluvia bienhechora. Debía ocultar su inquietud si no quería verse
perjudicado en su trabajo ni verse apartado del domo para siempre. Porque ahora
el domo era una de las nuevas plataformas de su mente, la más alta, sin la cual
el ave no lo encontraría. ¿Acaso había venido a buscarlo a él? No supo la razón
de tal narcisismo. Joshua era uno más entre tantos hombres, ni más inteligente
ni más torpe que los otros. Pero había tenido la posibilidad de ver algo más, y
eso marcaba la diferencia. Joshua lo sabía ahora con una seguridad que era una
especie de recién nacido orgullo, algo que nunca había sentido hasta tal
momento, y era hermoso sentir aquello.
Entonces el día veintiuno desde la primera
aparición del ave, se levantó como todas las mañanas, se aseó, tomó un desayuno
austero, se vistió y salió camino a la zona de ascenso al domo. Al pasar por la
puerta del edificio miró instintivamente hacia arriba. Los que caminaban por la
vereda hacia sus trabajos llevaban las cabezas gachas, atentas sólo al paso de
sus pies sobre el asfalto. Joshua se introdujo en las filas que avanzaban sin
orden pero casi rítmicamente. A veces no se daba cuenta de que caminaba más
rápido, otras más lento, y en dos ocasiones incluso se había detenido al ver
entres las rendijas abiertas de la superficie del domo, una sombra volante. Su
corazón se aceleró esas dos veces, los demás lo empujaron, se dieron vuelta
para mirarlo con sorpresa, y lo dejaron atrás. Él, sin embargo, sabía que en su
rostro había estupefacción y dolor, la terrible pena de que el ave pasara sin
verlo, y que por ello ya no regresara a buscarlo. Debía subir pronto, se decía,
y entonces aceleró el paso, empujó casi a los mismos que habían tropezado con
él un momento antes. Al llegar a la zona de los ascensores, fue el primero en
instalarse dentro. La subida fue como siempre, rápida, casi insensible. Las
casas bajas fueron desapareciendo, los altos edificios morían uno a uno a
medida que ascendía, y las nubes se hicieron más espesas y la lluvia ácida
comenzó a pegarse a su traje aislante.
Ya en la
cima, se colocó las botas magnéticas y las gafas. Tomó la caja de herramientas,
se montó la mochila con casi todo el instrumental que necesitaba y se encaminó
hacia los labios abiertos del domo. Por primera vez, se dio cuenta que la
distancia entre ambos no era mucha. Miró hacia el otro labio de la abertura,
más allá del abismo en cuyo fondo yacía la ciudad como una joya a proteger,
cuya belleza se había perdido mucho tiempo antes, tanto que nadie viviente
recordaba cómo habría sido alguna vez. Tal vez se conservaran archivos,
documentos, su padre había comentado tal posibilidad, pero nunca habló
demasiado de eso. De lo único que podían obtener datos, decía él, era de
aquellos chips que se contrabandeaban en el mercado negro. Nunca pudo lograr,
dijo, conocer de dónde venían ni quién los había grabado, pero su veracidad era
indudable, porque lo mismo que él leía en ellos, estaba en los viejos archivos
de papel que había visto de niño. Pronunció la palabra “libros” muchas veces, pero
como a tantas otras cuyo significado no definía. y por lo tanto era complicado
retener, Joshua no le prestó atención.
Pasaron
diez minutos. Miró al cielo. Como siempre, los gases contenían formas
indescriptibles, nuevas e irrepetibles, constantes de tan continuamente
diferentes. Dejó pasar una hora, y volvió a mirar. Ahora un sol estrecho
intentaba abrirse paso entre las nubes moradas, rojas, azules, con todo un
espectro de matices sin distinción. Era un sol frío, más muerto que la vieja
luna de la que hablaba su padre. No tenía idea de cómo era esa luna, y de todos
modos no valía la pena ya saberlo, destruida como debió haberlo sido por las
antiguas naves espaciales de que le había hablado alguna vez.
Nada todavía.
Quizá, ya no regresaría. Ya no se sentía seguro de nada. La excitación de esa
mañana fue desapareciendo de su ánimo para después del mediodía. A media tarde,
ya no encontró indicios de ella ni en su cuerpo ni en su mente. Sus ojos
estaban fijos en el movimiento de sus manos, porque descubrió en ellas un
temblor muy leve que lo avergonzó. En la garganta tenía un nudo que lo obligaba
a tragar saliva para no llorar. Cuánto tiempo que no le pasaba eso, desde que
era un niño, mucho antes incluso de que su padre se arrojara por la ventana. Ni
siquiera ese día lloró. Únicamente más tarde, en las noches, cuando sabía que
nadie podría verlo ni escucharlo. Luego, ya no volvió a sentir tal deseo. Y el
día iba muriendo sin que nada lo distinguiera de las demás jornadas.
Cuando se
acercó la hora del crepúsculo, cuyo cielo apenas se diferenciaba del resto del
día, juntó sus instrumentos, se irguió enderezando la espalda, y haciendo un
esfuerzo por levantar la vista, porque no quería comprobar lo que ya presentía
que iba a encontrar, miró el poniente que había tomado los colores de las
llamas que salían de boca de los dragones. ¿Pero qué he dicho?, pensó, y por
primera vez se refirió a sí mismo como un ser parlante, aunque no hubiese
pronunciado nada en voz alta en realidad. Su sorpresa fue doble, por esta
referencia hacia sí mismo, tan nueva y curiosa, y también por la idea que
acababa de pensar. Los dragones eran seres míticos, inventados por leyendas
antiguas, que viajaban por el mundo con grandes alas y echaban fuego por sus
bocas.
En el
cielo, a lo lejos, apareció el pájaro por fin, al finalizar el día, como si
viniese a buscarlo para llevarlo a casa. Escuchó el graznido fuerte, cada vez
más intenso, y tuvo miedo. Los demás hombres en la cima del domo miraron al ave
y comenzaron a correr, unos huyendo hacia los ascensores, otros acercándose a
Joshua con curiosidad. Tenían los brazos alzados señalando al ave, mientras
ésta se acercaba muy rápido, tanto que ya su tamaño era evidentemente grande,
mientras sus alas se plegaban y desplegaban en movimientos que levantaban un
viento con aroma acre.
Joshua
escuchó de los hombres sonidos guturales que nunca había oído antes en ellos.
Unos se le apegaron, temblando, tal vez porque él se mantenía tranquilo y
quieto. Pero en su interior también temblaba. Sentía temor no del ave, sino de
qué ocurriría ahora, qué harían los hombres de la ciudad. Porque el ruido de
las alarmas comenzó a sonar con intensidad, y sus compañeros entonces, ya
definitivamente asustados, se tiraron al suelo, mientras otros seguían huyendo
mirando hacia arriba, sin darse cuenta lo cerca que estaban los bordes
inconclusos del domo. Fue inevitable, y Joshua nada podía hacer, porque nada le
salió por la garganta cuando quiso advertirles. Eran como niños que él se creía
en el deber de proteger. Escuchó los altoparlantes que sólo se usaban en emergencias
graves de la ciudad, y las voces de los dirigentes, ya grabadas para ocasiones
muy diferentes a ésta, ordenaban mantener la calma y evacuar el lugar por las
salidas de emergencia. Todo eso sonaba muy antiguo para Joshua. La ciudad
estaba, en realidad, indefensa para cualquier catástrofe. Era como una vieja
que intentara defenderse de un ataque con sólo los resabios de una voz bien
educada.
El ave ya
estaba sobre el domo. La sombra de sus alas iba y venía sobre la superficie y
sobre los hombres que corrían hacia el abismo de la ciudad. Joshua los veía
huir protegiéndose las cabezas con las manos, mientras el ave los perseguía y
sus alas apenas los tocaban. Pero ellos corrían y caían, y el ave continuó
rondando en incontables vueltas, hasta que subieron los guardianes del ejército
con armas de fuego. Joshua los vio salir de los ascensores y formarse en varias
filas apuntando al pájaro, y dispararon una vez tras otra. Los que quedaban
sobre el domo se taparon los oídos, incluso Joshua no pudo resistir el ruido de
las armas. Se tiró al suelo, sin dejar de ver la sombra del ave rondando la
superficie del domo incansablemente. Cada vez que pasaba sobre él, la sombra le
provocaba un escalofrío como si trajera, cobijado en sus alas, el frío del
invierno de lejanos lugares. Nunca había sentido tal frío. Su piel, bajo el
traje, estaba erizada y dolorida, sus brazos y piernas temblaban mientras una
ráfaga continua daba vueltas en el interior de su traje. Levantó la vista
cuando el ave se estaba acercando hacia él. La cara del pájaro era tan extraña,
alargada, con un pico enorme y un penacho alto que le acentuaba aún más la
autoridad que sus extensas alas habían demostrado desde el principio.
El ave
comenzó un vuelo rasante por sobre las espaldas de los hombres, rasguñando los
trajes, haciéndolos sangrar. Muchos se arrojaron al vacío por desesperación,
otros quedaron enganchados en sus garras y caían del aire con los miembros
desgarrados. Había mucha sangre sobre el domo, muchos gritos silenciosos en las
bocas de los vivos y muertos. Sólo el grito triunfal del ave se escuchaba
estridente, abarcando el cielo y toda la ciudad. Joshua adivinaba que desde las
calles los habitantes estarían mirando hacia el domo tratando de adivinar qué
estaba sucediendo allá arriba. Seguramente ya se escondían en sus casas, y los
vehículos de emergencias salían a las calles para recoger los cuerpos que
habían caído.
Joshua
sabía que el ave no le haría daño, y al oír los disparos incesantes, tuvo miedo
por el ave. Su piel parecía resistir con tenacidad los proyectiles, pero Joshua
no sabía cuánto más podría aguantar. Si hubiese tenido voz para gritar, le
habría dicho, ingenuamente, que escapara para salvarse, que volviese más tarde,
o que no regresase si corría peligro de muerte. Tuvo pena de esa bestia cuya
fuerza la obligaba a volver una y otra vez sin razón aparente desde el pasado,
trayendo una historia que estaba muerta, y cuyo representante, o último
exponente era ella. ¿Para qué aquel mensaje?, se preguntó Joshua; o tal vez no
lo fuese, sino una especie de misión. Como podía estar seguro él que el mundo
había desaparecido definitivamente junto con su historia. No tuvo pena por los
hombres que morían, no sentía nada por ellos. Eran sus contemporáneos, y en
ellos se vio reflejado como en un espejo hasta poco tiempo antes. Pero la voz
de su pensamiento lo diferenciaba. Algo había surgido detrás, empujándolo,
arrasándolo crudamente como ahora lo hacía el ave. Cosas de la historia del
mundo, de su propio pasado que no conocía, se abrían paso, por más que no
quisiera. La resistencia no existía en los seres contemporáneos, sólo la
capacidad de esconderse bajo un domo que conservaría el presente como un
organismo que poco a poco iría muriendo en su propio aislamiento.
Lo único importante
ahora era que el ave se salvara. Por eso, levantó un brazo, distinguible por
sobre la superficie del domo, cuando ya todos estaban sobre el suelo, muertos o
protegiéndose las cabezas. Incluso los soldados disparaban desde esa posición.
Y fue en ese instante, cuando Joshua levantó el brazo, que el ave cambió abruptamente
su vuelo rasante, y ascendió para tomar la dirección que la alejaba del domo y
de la ciudad.
Las alarmas
cesaron. Los trabajadores continuaron quietos por orden de las voces en los
altoparlantes. Los soldados se levantaron y recorrieron la superficie del domo.
Empujaron los cuerpos de los hombres para comprobar si estaban vivos. A los
muertos los arrojaron por el borde, a los otros los levantaron y los llevaron
hacia los ascensores. Cuando se acercaron a Joshua, que continuaba con el brazo
elevado, lo sacudieron con los cañones de las armas y lo arrastraron por la
superficie. Le dieron un golpe en la cabeza porque había hecho resistencia, así
que no pudo ver su descenso hacia la ciudad, ni supo cuánto tiempo pasó hasta
despertar en la enfermería, que esta vez estaba repleta de hombres heridos.
Varios médicos suturaban heridas, con un silencio de voces susurradas, con
ruidos metálicos de instrumentos y máquinas, y los gemidos de los heridos. Todo
eso era silencio, porque de tan sutiles, acentuaban precisamente lo que no
podía ser escuchado: los gritos que no serían emitidos nunca porque los hombres
que sufrían habían perdido la costumbre del habla. El dolor también es un
pensamiento que puede ser expresado con palabras, y Joshua comenzaba a aprender
que las palabras consuelan y atenúan el dolor. Su padre había sobrevivido todo
ese tiempo porque había sabido hablar, y cuando le quemaron la lengua, no tuvo
más remedio que matarse. Si no se habla, se actúa, se dijo Joshua.
Despertó
balbuceando una palabra, y los médicos lo miraban con atención. Le pusieron una
mascarilla de oxígeno y debió callarse. Muchas horas después, la enfermería
estaba casi vacía. Él no estaba herido, pero lo habían dejado allí quién sabe
por qué razón. Estaba drogado, se daba cuenta, y supo que todos sabían lo que
había hecho en el domo al levantar su brazo. De algún modo, el ave lo había
obedecido. Se abrió la puerta y aparecieron varios soldados. Lo hicieron
levantarse y lo llevaron entre dos porque no podía casi mantenerse en pie. Se
sintió guiado por largos pasillos que no conocía. Escuchaba de vez en cuando el
ruido de la ciudad, muy cerca, por encima de ellos, pero no sabía si estaban
recorriendo los subterráneos hacia las dependencias del gobierno. Seguramente
era así. Lo llevaban a las autoridades para dar explicaciones. Se rió, y los
soldados lo miraron. Como iba a explicar, se dijo, si no sabía hablar. Siguió
sonriendo, hasta llegar a una gran puerta blanca que se abrió lentamente, y se
encontró en medio de una enorme sala llena de trabajadores ubicados en fila.
Muchos eran los sobrevivientes de la masacre, pero los demás estaban sanos.
Frente a la multitud, estaban los jefes del gobierno. Jamás los había visto,
pero adivinaba que eran ellos, por supuesto. Cuando lo dejaron en la primera
fila, en un espacio que le habían reservado, los hombres tras los escritorios
comenzaron a hablar con máquinas frente a sus bocas. Las voces no eran como las
de su padre, estaban mediatizadas por sistemas de amplificación que las
distorsionaba.
-Ciudadanos, se declara el estado de sitio. Nadie podrá salir de sus
viviendas, excepto los trabajadores del domo.
Los
soldados entonces empujaron a todos hacia las salidas, pero Joshua fue retenido
en la sala vacía, con excepción de los jefes de gobierno. Estos eran hombres
vestidos con trajes pulcros, uniformados por el color blanco que contrastaba
con sus rostros agotados, llenos de arrugas oscurecidas, de ojos pequeños como
piedras brillantes engarzadas en la cara. No parecían hombres, aunque
sangraran, eran sistemas parlantes, nada más.
-Usted,
ciudadano, subirá todos los días al domo. Vivirá allá arriba hasta que sea
finalizado. No se lo exceptuará del trabajo.
Un soldado
se lo llevó de vuelta por los pasillos hasta la enfermería. Luego volvieron a
inyectarlo, y supo que dormiría por largas horas. Y hasta que él despertase,
los trabajos en el domo, y la vida en la ciudad asediada por el ave, se interrumpirían.
Se durmió, sedado en el creciente lecho de los pensamientos.
Cómo
despertar, se dijo, cuando toda realidad se parece a un sueño. ¿Y si los
recuerdos son sueños, o los sueños son también reales? Hay diferentes planos de
la realidad, decía su padre. Si uno de ellos es fantasía, el resto también lo
es. Si aplicamos las leyes de la lógica para desmentir a alguno de esos planos,
también debemos aplicarlas a los demás. Por lo tanto, o todo es un sueño que
alguna deidad superior sueña, o todo es tan real, y por lo tanto ocurre
simultáneamente en el tiempo y el espacio. Y los recuerdo de Joshua, tanto como
los de su padre, debían ser reales no solo porque estaban regresando de manera
continua desde la memoria, sino porque podían expresarse con palabras, aunque
no fuesen pronunciadas. El sueño de Joshua de sumergió en los diversos relatos
de su padre. Y recordó, de pronto, uno que le había contado una noche antes de
dormirse, y que había quedado en su memoria como una ficción.
-Tu abuelo-
había dicho- y yo debimos huir hacia las zonas altas. Todo el mundo escapaba
hacia las altas montañas. Los que tenían dinero huían en unos vehículos
llamados dirigibles, viejos armatostes modernizados para tales viajes masivos.
Pero la mayor parte de la población no tenía medios de escapar de las
inundaciones. Yo era un rebelde en ese entonces, y me convertí en un asesino.
Maté a muchos disparando a los dirigibles, porque yo pensaba que no era justo
que algunos se salvaran y nosotros no. La dignidad de tu abuelo no le permitía
pasar por encima de sus semejantes, por eso me sentí avergonzado y decidí
quedarme con él, por más que había robado dinero para conseguir pasajes. Fue
una época triste, hijo, las aguas avanzaban y la gente moría. Tu abuelo murió
unos meses después, y yo no hice más que amargar la vida de mi madre
continuando con los atentados contra los dirigibles. Ella no quiso huir ni
quiso recibirme en casa. Yo era un paria, un renegado, un perseguido en esa
época. El mundo estaba anegado, las especies se extinguían, los únicos
sobrevivientes eran las aves, y ellas comenzaron a sobrevolar la tierra,
anidando en las mismas montañas que los hombres. Yo, finalmente, abandoné a mi
madre y me fui con mis amigos en los vehículos eléctricos que robamos, hacia
las zonas altas. Con las mismas armas con que disparábamos a los dirigibles,
matábamos a las aves para alimentarnos. Pero ellas se reproducían más
rápidamente que los que nosotros las destruíamos, y comenzaron a atacar
nuestros pueblos y asentamientos. No hubo más alternativa que protegernos con
cúpulas construidas con troncos y piedras, como lo habían hecho los antiguos.
Entonces los pueblos se convirtieron en ciudades, como esta en la que vivimos.
El aire enrarecido era difícil de respirar, así que comenzaron a aparecer los
filtros y las máscaras. Los científicos crearon bombas de destrucción para las
aves que nos amenazaban. Los dirigibles las transportaban en sus vientres, y
estallaban en los altos nidos en que moraban las crías. Pero las bombas
envenenaron la atmósfera junto con las aves, y la lluvia ácida comenzó a caer.
Las nubes en las montañas se formaban con los gases tóxicos, y las tormentas
sobre el océano envenenaban las aguas, y los peces ya no fueron comestibles.
Entonces no quedó otra alternativa que desarrollar industrias dentro de las
ciudades, alimentos alternativos para una población humana cada vez más
reducida. Esto pasó en un plazo muy rápido, de no más de cuarenta años. Por
eso, cuando naciste, yo ya era un hombre grande. Mi generación pudo ser testigo
de muchos cambios, y destructora de cada uno de esos cambios. Los dirigibles
desaparecieron, estrellados en las montañas o siniestrados en el océano. Ahora
somos como clanes encerrados en grandes montañas aisladas por enormes océanos
insalvables. Consumiendo y reciclando los mismos medios de subsistencia. Tu
madre falleció en una fábrica de alimentos reciclados, y ya había dejado de
hablar hacía mucho tiempo antes, consumida su garganta por el cáncer que las
radiaciones habían hecho nacer. Yo le hablaba, como lo hago ahora, porque no
quería que olvidase el pasado. La forma en que habíamos sido alguna vez.
Esa misma
noche, Joshua comenzó a sentir dolor de cabeza a la altura de sus sienes. Su
padre lo retenía contra la cama, atado, mientras rozaba un bisturí a ambos
lados de su cabeza. Sintió que sangraba, pero pronto algo penetró detrás de sus
ojos, un metal frío. Más tarde supo que eran los proyectores, pero al despertar
sólo había sentido náuseas y una intensa ira hacia el viejo, que lo estaba
mirando entonces con la tristeza más profunda que hubiese visto en él alguna
vez.
Recordó un
gesto que creyó haber olvidado: su padre había señalado su propia cabeza antes
de tirarse por la ventana del piso ciento cincuenta. En ese entonces pensó que
se refería a las máquinas proyectoras; ¿pero no era posible, se preguntó, que le
hubiese insertado un chip como el que él llevaba? Había algo llamado mensaje
subliminal, que según su padre se utilizaba para inducir formas de conducta en
el viejo mundo. El chip funcionaba de esa manera, no solamente introduciendo
conocimientos conscientes, sino induciéndolos en planos más profundos. De
manera que el pensamiento se entrenaba con el aprendizaje de palabras que de
otra forma tardarían años en aprehenderse. Y el pensamiento reestrenaría el uso
fisiológico de capacidades olvidadas.
Joshua
debía volver a hablar.
Fue así,
que del sueño inducido por la farmacología, despertó pronunciando en voz alta
palabras no muy claras porque su garganta no le obedecía del todo y sus cuerdas
vocales estaban atrofiadas, sus vías respiratorias secas y su lengua era un
amasijo de músculos torpes.
Los médicos
que lo vigilaban se miraron entre sí, ni asombrados ni asustados. Se levantaron
de sus asientos, se acercaron a Joshua y lo soltaron, como a un animal que
hubiese aprendido su primera lección de forma satisfactoria.
3
No volvió a vivir en el departamento. Le dieron una
habitación en las dependencias de la enfermería. Podía entrar y salir únicamente
dentro de los patios y las zonas determinadas por los perímetros del edificio.
Sabía que lo vigilaban. Estaba consciente de que su propia persona era de un
valor especial ahora para todos en la ciudad, y especialmente para las autoridades
gubernativas. Lo habían visto ordenar algo al ave, y cómo ésta lo había
obedecido. Lo oyeron pronunciar palabras en sueños, y aunque no las recordaba,
sí sabía que su mente había tomado otra dimensión en aquellas pocas horas. Tal
vez no fuese más que la expresión final de un proceso que se venía
desarrollando desde que era un niño.
Se tocó las
sienes, y sintió las marcas de las cicatrices bajo la piel. Ya no se veían,
pero conservaban un tejido rugoso sobre el hueso. Tal vez su padre le había
insertado un chip como el suyo, además de las máquinas proyectoras. Éstas se
vendían en el mercado negro como instrumentos de entretenimiento, y su comercio
no era tan perseguido como el de los chips, prohibidos porque, como ahora sabía
Joshua, eran transmisores de conocimientos que casi nadie poseía. El
conocimiento es el pasado, y hasta hace pocos días se habría preguntado qué
tenía que ver el pasado con ellos. Si había existido todo aquello que le contó
su padre, era una fábula fantástica que en nada modificaba ni perturbaba el
presente. Más bien, era claro que perturbaba de un modo inquietante, porque ese
conocimiento del pasado tenía la particularidad de adherirse a la memoria
escasa de los hombres contemporáneos, y prender allí como una semilla en
terreno débil, pero de escondidos nutrientes. Era curioso cómo en él se iban
formando palabras con mayor rapidez a cada momento, las veía pasar como si
fuesen aves por el cielo de su mente. No, seguramente no tenía ningún chip en
los lóbulos de su cerebro. Si lo tuviese, sería tan lúcido como lo había sido
su padre. Lo suyo era puro aprendizaje, lento, de algún modo subliminal a lo
largo de los años que había pasado con el viejo, hasta que la primera palabra
se formó en su boca, y luego todo fue tan fácil, tan fluido el manar de las
palabras, que no hubo manera de detenerlas. Llegaban y se iban antes de que
comprendiese su significado, pero no importaba. Ellas estaban, y las frases que
se iban armando traían reminiscencias ancestrales, imágenes por ningún
contemporáneo imaginadas, olores, formas, sitios, hechos. Y todo lo que el
viejo le había contado, fue tomando una realidad más concreta que la realidad
presente. El domo, la ciudad, la lluvia ácida, el silencio de los habitantes
dominados por los ruidos mecánicos, parecía una fantasía que transcurría en un
fondo lejano de su mente ya tan lúcida, amplia, vivaz. Esa era la palabra
exacta, como si la memoria, ya madura, hubiese tomado el poder de su persona
para ser ella sola una inmensa entidad más ambiciosa que lo físico. Porque lo
material tenía la peculiaridad de morir, de ser destruido, y sin embargo la
memoria recorría el tiempo sin desmedro de su calidad. Podía ser dejada de
lado, pero no olvidarse, renegada pero no destruida. Y ella volvía, como había
regresado el ave.
Cada día lo llevaban custodiado hacia la
superficie del domo. Tres soldados lo acompañaban en el ascensor y en la cima,
mientras trabajaba. Varias semanas pasaron, y sin embargo la custodia no cedía
en rigor, como tampoco cedía su esperanza. Qué hermosa palabra, se dijo Joshua.
Qué sonido tan peculiar, qué connotaciones tan extrañas e imprecisas conservaba
aun para él. No era lo mismo pensar una palabra que pronunciarla. Al hacerla
pasar por la fisiología de su garganta, adquiría un cuerpo tan concreto como el
suyo, una construcción formada en el aire que permanecía por mucho tiempo, y
tenía la alta virtud de fomentar pensamientos en quienes la escuchaban. Sabía
que los soldados que lo custodiaban, de algún modo comprendían, y que los
médicos estaban inquietos, asombrados, de haber encontrado en la población
civil aquella capacidad abolida por tantos años. Lo que el gobierno pensara, no
tenía modo de saberlo, pero sin duda Joshua representaba un arma en estos
momentos contra un peligro que seguramente no entendían del todo, pero tenían
idea de lo que él significaba más allá de los inconvenientes e interrupciones
en la construcción del domo. Ellos eran dominados por el presente, por la
realidad de la lluvia ácida y los gases tóxicos. Movimiento y construcción eran
los cánones a mantener, a respetar, a los cuales aferrarse para continuar
viviendo. Pobres animales, se dijo Joshua, son menos que moluscos, menos que
larvas. Hasta los seres irracionales tienen el instinto como sabiduría. Y
recordó en estas palabras las lecciones de su padre.
Pero un
día, casi tres meses más tarde, Joshua levantó la mirada al cielo, y clavó su
vista en el horizonte. Los soldados lo notaron, y los otros trabajadores, que
desde su vuelta sabían qué función cumplía su compañero ahora tan extraño, tan
importante como para pronunciar palabras y ser custodiado por el gobierno,
también se dieron cuenta. La atención de ellos estaba pendiente de los gestos
de Joshua, esperando, quizá, escuchar alguna palabra de parte de alguien que
había sido como ellos alguna vez. Lo respetaban, lo temían, como se respeta y
se teme lo desconocido.
Había una
larga línea en el horizonte, pareja y sin interrupción, lo cual era extraño en
el simbolismo que adquirían las nubes de gases con sus formas y colores
diversos todos los días. La descubrió muy temprano en la mañana. La observó por
varios minutos, y cuando notó que los demás seguían su mirada, volvió a
concentrarse en su trabajo. Tal vez se equivocaba en lo que veía. Notó, sin
embargo, que los otros vigilaban el cielo más seguido. Fue a media tarde cuando
la extensa línea se había transformado en un manto que cubría todo el horizonte
circundante. No estaba en un punto cardinal determinado, sino en todas partes.
Muchos detuvieron su trabajo, pero no hubo alarmas para obligarlos a reiniciar
sus tareas. Seguramente el gobierno de la ciudad veía lo mismo que ellos.
Joshua notó un movimiento de los soldados que lo vigilaban, alguien se estaba
comunicando con ellos por el transmisor. Le dijeron a Joshua que se levantara,
porque hasta entonces había continuado trabajando, como indiferente a la tarea
a la que realmente había sido asignado. No estaba nervioso, pero intuía algo
que no comprendía y lo atemorizaba. No podía pensar solamente en el presente,
algo más acechaba en esa circunferencia que se avecinaba a la ciudad.
Una hora
después, el gran manto verdinegro tapaba las nubes y había interrumpido la
lluvia ácida. Era una inmensa circunferencia que venía acercándose para cubrir
a la ciudad como un nuevo domo viviente. Ellos veían, desde el precario domo de
metal y concreto, que la cara inferior de aquel manto se movía con ondas
suaves, como si estuviesen viendo la superficie invertida de un mar encrespado.
Esas olas eran el movimiento de las aves.
Ya no era
una sola, sino miles, seguramente millones de pájaros antiguos que se acercaban
a la ciudad. Y el ruido de sus graznidos se hizo estridente cuando casi todos
se sacaron las máscaras protectoras. Ya no había gases ni lluvia de los cuales
protegerse, el aire era casi neutro, a excepción de ese aroma nuevo que
sentían, el olor de animales viejos, de carne lastimada y de sangre.
-El olor de
la carroña- dijo Joshua, en voz alta.
Los pocos
que lo escucharon lo miraron sin entender, pero de pronto sus rostros se
transformaron con el pavor. Los soldados tomaron las armas y dispararon al
cielo. La inutilidad de aquel acto fue seguida por más actos que adivinaban
inútiles, bombas lanzadas desde la periferia del domo, ordenes para evacuarlo.
Entonces todos miraron a Joshua, quien levantó ambos brazos bien alto, y el
avanzar de las aves se detuvo.
El
graznido continuaba, el olor permanecía, pero el vuelo de las incontables aves
estaba detenido en pleno cielo, cubriendo todo excepto el centro sobre la
ciudad, que parecía una enorme pupila enferma y ciega. Los hombres observaban a
Joshua con miedo y veneración. En ese hombre con los brazos alzados veían al
dios que tanto tiempo antes había desaparecido de sus mentes, cuya idea era ya
tan extraña como incomprensible su necesidad. Vieron en los ojos de Joshua al
jinete de antiguos leviatanes que avanzaban en hordas azotando los mares,
inundando las tierras. Joshua, el jinete de los cielos que dominaba el mar de
pájaros que ahora llegaba de quién sabía dónde.
Fue por
culpa de un soldado, de uno solo entre tantos, que se movió tal vez sin pensar,
por desesperación probablemente, hacia él, y lo amenazó encañonándolo con la
ametralladora en el vientre. Joshua lo miró a los ojos, y el episodio en el
departamento de su padre regresó claro, repitiéndose sobre la superficie del
domo como lo hacían las máquinas proyectoras. La entrada al departamento, el
ataque y la reducción del viejo, la forma en que lo forzaron a abrir la boca
para quemarle la lengua con la picana. Y el silencio del padre se convirtió en
una forma en el cielo, se convirtió en pájaros. El silencio llamó a gritos a
las aves ancestrales, que tal vez estuvieron esperando mucho tiempo aquel
llamado sin ruido ni estridencias, un llamado tan ecuánime y honorable como
sólo el silencio sabe serlo. El silencio como la respuesta adecuada, la
contestación digna, el signo más grande del amor.
Joshua
apartó la vista del soldado, que ya no fue más que un temeroso individuo de
carne doliente. Levantó la mirada a las aves que aguardaban, vio el brillo de
los ojos en los cuerpos verdinegros, y fue como saberse un ave más entre todas
ellas. Movió los brazos lentamente, bajándolos primero. Todos lo miraban,
boquiabiertos. Luego comenzó a levantarlos de una manera diferente a como lo
había hecho antes. Los fue elevando extendidos y hacia atrás, como si fueran
alas. ¿Qué era lo que iba a hacer ese hombre?, era la pregunta que se adivinaba
en el pensamiento de todos los hombres que lo observaban, y Joshua esbozó una
sonrisa que connotaba burla y desprecio. Entonces sus brazos, al llegar a una
altura muy poco por encima de sus hombros, hicieron el gesto brusco - tan
rápido que casi nadie lo notó sino cuando ya era muy tarde-, hacia adelante. Un
grito de guerra surgió de la garganta de Joshua.
Y las aves
avanzaron.
Los pájaros fueron descendiendo hacia el domo
fila tras fila, como un ejército avasallador. Una tras otra planearon sobre la
superficie del domo, empujando a los hombres hacia el abismo sobre la ciudad,
agarrándolos con los largos picos y dejando luego caer los cuerpos. Los hombres
corrían hacia todos lados, sin importarles qué vacíos encontraban en la cima.
Las sirenas de emergencia sonaban estridentes, los gritos tomaron el poder de
los altoparlantes, y Joshua adivinaba el pavor de los gobernantes encerrados en
los subterráneos de la ciudad. Desde las calles se escuchaban ruidos de
choques, de metales, de gritos guturales. Las aves entonces comenzaron a
empujar con sus pesados cuerpos los andamios, las máquinas de construcción. Las
vio levantar grandes pedazos de escombros con sus garras y dejarlos caer como
viejas catapultas sobre el domo. La construcción fue agrietándose, y el domo
comenzó a derrumbarse, mientras los pájaros se asentaban en las grandes vigas
que permanecían en alto, como las costillas de una antiguo animal prehistórico.
La ciudad se asemejaba a eso, y tal vez ellas tomaban el sitio y lo adaptaban a
su deseo.
El domo se
derrumbaba en grandes fragmentos que caían en las calles, pero también sobre
los edificios. Estos no aguantarían el peso, Joshua lo sabía. Cuando se asomó
al borde, vio las construcciones eclosionar sobre las calles levantando nubes
de polvo de escombros. Vio cuerpos que huían hacia la periferia en los
cimientos del domo, donde persistían zonas abiertas sin finalizar. Los
sobrevivientes, si es que los había, ¿a dónde huirían fuera de la ciudad? Qué
había más allá, sino inmensos océanos, según le había dicho su padre.
El domo
seguía derrumbándose, y éste sobre los edificios y sobre los hombres. Joshua
sabía que era un dios, porque se veía a sí mismo en un sitio que no aguantaría
mucho más, con los brazos en alto, con cientos de pájaros que revoloteaban a su
alrededor, tal vez custodiándolo, tal vez acechándolo. Se asemejaba al ojo de
un huracán, y las aves la fuerza centrípeta que todo lo destruía. El aire
estaba lleno del olor a muerte y carroña, y por un instante tan largo como
aquella destrucción, el presente fue el pasado. Dejó su trivialidad, su
inconstancia, su alucinación, y dejó que el pasado dominara su débil
domesticidad y lo preñara con inquebrantable fuerza. Porque la fuerza del
viento es mayor que la del metal, y la consistencia de la carne más permanente
que la de una edificio. Una construcción se desmorona, pero la carne, habitada
de gritos silenciosos, de gestos latentes, de irascibilidad y hastiado amor, se
abre paso entre los lentos, modosos, circulares pasos del presente.
Joshua
observó a las aves asentándose una por una sobre las vigas arcadas, dominadoras
de la inmensa jaula de la que parecían haber escapado. Y cuando el fragmento
del domo sobre el que estaba comenzó a vencerse, sintió que un pájaro lo
agarraba de la espalda con sus garras. Sintió el penetrar desgarrador en sus
músculos, pero aguantó el dolor, porque vio cómo su cuerpo se elevaba en los
aires por sobre la ciudad que se extendía como un sitio en hecatombe, vio el
domo casi destruido, el polvo de los edificios que tardaría días en asentarse,
los cuerpos de los hombres aplastados, los desplazamientos de los
sobrevivientes en busca de las salidas de la ciudad. Lentamente, el pájaro lo
llevaba cada vez más alto, y el dolor en su espalda se acrecentaba, y estuvo por
decir: por favor, no me lastimes más. Quiso mirar al ave, pero no pudo mover la
cabeza, y sintió que ella bajaba el pico largo frente a él, como si quisiera
hablarle. Sólo oyó el graznido seco, incongruente con toda piedad. Sólo un
sonido fisiológico.
Ahora se sentía llevado hacia las afueras de
la ciudad, mientras ésta se perdía lentamente en el horizonte de su
destrucción. Tuvo miedo de lo que vería más allá, pero el ave fue descendiendo
en un lento planear, y pudo contemplar los límites externos, que pocas veces
había visto. Hombres y mujeres salían por las estrechas aberturas, con
lentitud, pero continuarían saliendo durante días, una nueva y última diáspora
hacia regiones desconocidas. Joshua vio, desde las alturas, las rocas que
constituían las altas montañas donde la ciudad había sido construida. Esperaba
ver a lo lejos las aguas, según su padre, formados por las antiguas
inundaciones.
Pasó el
tiempo, mientras el dolor en su espalda, desgarrador y ardiente, lo hacía temer
de verse desmembrado y caer en el vacío, que no era más que roca, luego tierra kilómetros
más allá, y más tarde arena. El cielo que había visto durante toda su vida era
ahora de un azul límpido, clarísimo, enceguecedor. El sol brillaba de una forma
dañina para sus ojos. El calor lo quemaba, el sudor le empapó las ropas, además
de la sangre. El ave gritaba de vez en cuando, como anunciando el largo y
doloroso trayecto de un viaje sin esperanza.
Pero los
océanos habían desaparecido, y el día estaba muriendo. Un crepúsculo intenso,
rosado, luego rojizo y parejo, fue apareciendo por el oeste. El sol descendía
en la superficie extensa de arena y más arena, por todos lados. Y Joshua
adivinó que ya no vería la ansiada agua de la que le habló el viejo. Los
sobrevivientes de la ciudad no encontrarían más que piedra y arena. Cómo hacer
un fuego con esos materiales, cómo construir armas para cazar, o dónde hallar
un sitio fértil donde cultivar siquiera una semilla. En algún sitio, quizá, muy
lejos, luego de caminar mucho, mucho tiempo. Pero eso ya no era cuestión de él.
Joshua y el ave eran uno solo, ahora.
Ambos
viajaban hacia una región que tal vez ni siquiera el pájaro conocía. Lo notó
dar vueltas, planear y girar, continuar viaje, lenta y parsimoniosamente, emitiendo,
de tanto en tanto, un graznido que era un grito de inmensa tristeza. Entonces
Joshua dijo algo en voz alta. Fue un llamado, un pedido lleno de congoja, algo
más semejante a un grito que a una palabra, que completaba el paisaje de
penumbras acechantes, lentas y seguras, hacia las que el ave se dirigía. En las
garras que comenzaron a apretarlo ya más rudamente y sin piedad, conoció el
llanto y la amargura final de su padre, y luego lo soltaron para dejarlo caer
en las arenas de la nada.
Ilustración: Lucien Freud
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