Nunca podré olvidar la cara del viejo David cuando me acerqué para arrestarlo, en esa esquina de Viamonte y Pasteur, donde tenía su sastrería desde hacía más de cuarenta años. Después de un tiempo en la seccional de La Boca, me designaron al centro cuando el atentado a la Embajada obligó a aumentar la vigilancia en toda la ciudad.
Llegué una mañana de invierno, poco antes de que él levantara las persianas de metal, en las que había un cartel anunciando el cierre temporario por duelo. El viejo, que debía tener sesenta y cinco años más o menos, salió con su impecable traje negro a barrer la vereda, espantando a los perros acostados en el umbral. Lo saludé, y me respondió con un gesto apenas perceptible.
Recién algunas semanas después, al encontrarlo junto a la puerta, intenté acercarme. Me puse a mirar las vidrieras, los maniquíes vestidos con los trajes que él diseñaba y que me habría gustado probarme por lo menos una vez. En ocasiones me detenía a observar con atención a sus empleados, que cortaban las telas extendidas sobre enormes mesas. Hombres de cuerpos delgados y anteojos de lentes gruesos, de camisa y corbata, con las tijeras en las manos y un lápiz apoyado detrás de una oreja, mientas otros trabajaban con viejas planchas olvidadas por el tiempo.
Esto era lo característico de su negocio, la intención de mantener allí el ambiente de una época en la que Buenos Aires había sido muy diferente.
-¿Quiere probarse algo?- me dijo un día. Tuve en ese momento la sensación equivocada de que se estaba burlando.
-Desde que entré a la policía, casi la única ropa que conozco es la que llevo puesta- le contesté.
-Cuando termine el servicio venga a verme para conversar. Aunque esté cerrado, golpee.
Así fue cómo hablamos por primera vez. Pero durante mucho tiempo nunca mencionó directamente lo que le había sucedido a su familia. La noche que entré al local y charlamos, dio por sentado que yo estaba al tanto de todo aquello.
-Mi mujer sigue enferma en cama, usted me entiende, parece que no quiere mejorarse.
No me dijo nada del día que llevó en el auto a su hija y a su nieto a la Embajada. Al alejarse dos o tres cuadras, escuchó la explosión. Fue como si la vida se detuviera de pronto en un radio de doscientos metros, y luego el tiempo retomase su curso. Eso fue lo que pasó, me dijeron los vecinos, aquel invierno de mil novecientos noventa y dos.
-Un día por semana cierra el negocio y va al cementerio, es la única vez que su esposa deja la cama- me contaron más tarde.
La noche que lo visité, quiso que eligiera alguna tela, pero me negué. Fuimos a la cocina detrás del local, y tomamos algo. Luego de un rato en que parecía indeciso, se me acercó al oído y percibí su aliento rancio, una mezcla imprecisa de especias y alcohol.
-Si estuviese seguro de lo que vi ese día, si por lo menos recordara la cara de ese tipo con seguridad- murmuró, pero en ese momento no entendí a lo que se refería.
Desde entonces me mantuve distante. Es difícil acercarse a alguien que no habla de lo que único que uno espera escuchar. No volví a visitarlo después del horario de cierre durante los siguientes dos años.
Debió transcurrir todo ese tiempo para darme cuenta de que hay cosas que no pueden contarse, hechos simplemente imposibles de relatar o transmitirse con eficacia. El problema es lo que sobrevive y lo estremece a uno con cada nueva embestida, en cada repetición de la tragedia. Lo aprendí una mañana de junio de mil novecientos noventa y cuatro, cuando escuchamos el estallido, y un centelleo de cristales se esparció en el aire, cayendo sobre las veredas como lluvia. Vi los vidrios de casi todas las ventanas caer en pedazos alrededor de la gente que pasaba, y vi sus caras lastimadas por fragmentos de cristales o hierros. Me abrí paso entre los que corrían, asustados, entre los heridos, hacia la columna de humo a media cuadra. Una enorme polvareda que se alzaba desde los restos del edificio de la Mutual. Entonces tuve miedo, pero el temor me dejó caminar sobre los escombros, a pesar del vértigo, de sentirme casi desmayar por la desesperación. Y sin embargo, continué, alzando mi voz por encima de los gritos, y mis brazos trabajaron con más fuerza que la que harían el resto de mi vida. Durante toda la tarde y la noche, mis manos separaron, como si yo fuese una especie de dios elemental y doméstico, a los vivos de los muertos.
No recuerdo con detalle lo que ocurrió después, ni el tiempo transcurrido hasta el día que consideramos todo terminado y detuvimos la búsqueda. A nosotros, los que participamos de los grupos de rescate, nos dieron varios días de licencia. Pero no pude quedarme en casa sin hacer nada, y volví al barrio. El negocio de David tenía las vidrieras rotas y las cortinas de metal abolladas. Otro cartel, como el de dos años antes, había sido pegado en las persianas levantadas hasta la mitad. Los vecinos me contaron que nada le había ocurrido a él o a su mujer. Ese día conocí a su yerno. Ambos hablaban en la vereda, y después entraron. Las camionetas de la morgue continuaban pasando de vez en cuando, y el olor a quemado era vencido lentamente por el aroma de la putrefacción.
Cuando retomé el servicio, ya estaban reparadas las vidrieras de toda la cuadra, y vi a David llamarme desde la puerta.
-Señor ¿cómo está? ¿Sufrió muchos daños?
-La misma mierda de siempre, pero eso no importa ahora, tengo que decirle algo...
Pasó un brazo sobre mis hombros y me hizo caminar entre los empleados hasta el escritorio al fondo del local. En la pared posterior había estantes y cajones de todo tamaño. Ese lugar era tan viejo, tan cercano a una familiar y entrañable calidez, que me dejé llevar por sus palabras. Me habló por primera vez del día en que su hija y su nieto habían muerto. Bajando la voz, dijo que al dejarlos en la entrada de la Embajada vio la camioneta de la que más tarde hablaron los noticieros de la televisión.
-La combi estaba estacionada justo delante de mí, a no más de veinte centímetros de donde estacioné para que bajaran del coche.
Al escucharlo, me puse a pensar que sólo unos miserables segundos de más o de menos pudieron haber salvado a su familia o matado a él también. Siguió hablando con creciente inquietud, refregándose las manos, siempre sentado en la semioscuridad. El enorme mueble, como una criatura extraña, vigilante, parecía estarme amenazando si no creía en el relato del viejo.
-Le juro que volví a verlo, era el mismo tipo que ese día manejaba la combi.
Se me acercó aún más, hasta casi rozarme la cara con sus labios.
-Unos cinco minutos antes de que la Mutual estallara... -siguió contando - ... lo vi pasar delante del negocio con una camioneta igual a la otra. Se paró frente al semáforo, y al verle la cara supe que era el mismo. No sé cómo no me dio un infarto en ese momento. Cuando entré para avisarle a mi mujer, oí la explosión, y las vidrieras se derrumbaron.
David se había agitado mucho e hizo una pausa para calmarse.
-Usted sabe, para mí es imposible no mirar con atención cada camioneta blanca que pasa por esta calle.
Si pensó en lo insensato de su declaración, no lo sabía ni se lo pregunté. Sólo hice que se tranquilizara con palabras algo frías de mi parte, frases oficiales que evitaban el compromiso, porque después de todo muchas personas allí nos estaban mirando.
No creo que se lo hubiese mencionado a alguien más, por lo menos no a ningún otro policía de mi seccional, en los siguientes meses. Volvió a ser el de antes cuando el barrio comenzó a normalizarse, excepto por esa obsesión con que observaba cada auto que se detenía en su cuadra. Siguió usando aquellos trajes invariablemente oscuros, y los anteojos redondos y pequeños. Su mujer no salía ahora, solamente el médico iba de vez en cuando a visitarla.
Pasaron dos años antes de que volviera a insistir con su idea. Esta vez no me llamó. Fui a verlo al terminar mi turno porque quería hacerme un traje para el bautismo de mi hijo. Era noviembre, y empezaba a hacer calor aún a esa hora. Encendió las luces de la puerta de calle y nos fuimos hasta su oficina. Trajo un maniquí al que colocó telas diferentes y de tanta calidad que no supe cómo explicarle mi imposibilidad de pagarlas. Creo que me entendió porque me hizo un gesto de indiferencia.
Lo noté más entusiasmado que en los últimos meses. Me tomó medidas de los brazos y el ancho de espalda, pero sus manos temblaban. Dejó los alfileres sobre la mesa, y al acercarse, sentí su aliento a tabaco inundándome los sentidos como una droga.
-Hay un hombre de ojos oscuros y barba en una camioneta blanca, que se estaciona todos los días en la esquina. Llega a las siete y media de la mañana, puedo verlo siempre desde mi habitación. Hace dos semanas que no duermo...
-Pero no puede sospechar de cada persona...-Traté de convencerlo, pero siguió hablando, cada vez más agitado.
-Escúcheme, este tipo se queda ahí casi una hora, después sale y camina con cajas grandes hasta la avenida. Cuatro horas después vuelve solo y espera otra media hora, hasta que una mujer sube con él y se van a las dos de la tarde.
Tomó aire y tosió, le di algunas palmadas en la espalda y le rogué que se calmara.
-Nos está vigilando, ¿no lo entiende? Ya han pasado dos años de la última vez. ¿No se da cuenta de eso? ¡Cada dos años, hijo, estamos condenados!
El miedo le movía los ojos. Miraba de un lado a otro del cuarto, buscando a alguien oculto.
-Yo me voy a ocupar del problema- le dije, y no sé por qué. El negocio y él eran tan viejos, que sentí lástima tal vez.
Lo peor de todo es que a la mañana siguiente, vi la camioneta y el hombre del que me había hablado. Como si de pronto sus palabras hubiesen tomado una categoría de probable verdad, me acerqué a interrogarlo.
-Vendemos libros con mi mujer, oficial. Acá atrás está la mercadería, ¿ve?-dijo señalando la parte trasera de la combi, llena de diccionarios y enciclopedias. Nada había de raro o sospechoso. Los documentos decían que se llamaba Ariel Márquez, y los papeles de la camioneta también estaban en orden.
Durante dos semanas la camioneta continuó viniendo, y el viejo David me llamaba todos los días para preguntarme si tenía novedades, si había podido averiguar algo sobre el asunto. No supe cómo convencerlo de lo contrario sin tratarlo de loco. Quizá debí actuar de otro modo, más duramente. Yo era muy joven entonces, no tenía aún veinticinco años, y sin darme cuenta, llegué a tenerle un respeto especial. Terminó enojándose conmigo por no creerle, dejó de llamarme y no quiso hacerme el traje.
Esto duró casi un mes, y me sirvió para distanciarme de su afecto. Pero al mismo tiempo me impidió controlar su creciente desesperación, y juro que nunca pensé que podría llegar a ser tan grande.
La mañana del primero de marzo de mil novecientos noventa y seis, con una lluvia intensa que había persistido durante la noche, a las siete y media me detuve en la esquina. La camioneta se estacionó como siempre, saludé al hombre y fui a dar la vuelta a la manzana. A las siete y cuarenta escuché el disparo. Corrí de vuelta bajo la lluvia, tropezando con las baldosas rotas. Vi a alguien detrás del vehículo con un revólver en la mano, arrojando libros a la vereda. La tinta se borraba y teñía los desagües de negro. Entonces reconocí al viejo David, con su espalda encorvada y los anteojos resbalándole por la nariz. Gritaba como un loco, pidiendo que lo ayudaran a buscar la bomba.
-¡Tiene que estar aquí!
El agua caía desde la cabina del conductor, y era roja. Descubrí el cuerpo del tipo colgando del asiento, con la mano todavía atrapada en la manija de la puerta, y la cabeza destrozada por el estallido de una bala.
Ilustración: David Kassan
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