Los ve sentarse a los cinco, es la primera vez que los cruza. Uno, Chávez —todavía no sabe su nombre, ni está enterada de que comanda la mesa—, la observa de arriba a abajo, primero con extrañeza, después le clava sus ojos oscuros, una mirada sucia y penetrante, hasta que ella, intimidada, la baja. Se limpia las manos en el delantal, toma la cuchilla y comienza a afilarla contra la chaira a la altura del rostro, desafiante, pronunciando su desagrado con ese chirrido de metales. Le da bronca el modo en que la mira, nítido se le revela lo que esos ojos derraman sobre ella; siente un escalofrío.
Lo recuerda bien porque ya en ese primer encuentro hubo una señal de que tendría problemas con ellos, porque después de esa mirada cenagosa, como una premonición, fantaseó con ver cara a cara a un Chávez resignado y sumiso.
Hace unos días que trabaja por la noche en la parrilla, una pequeña, algo improvisada frente a la avenida y con pocas mesas sobre la vereda. El dueño, su patrón, vive ahí mismo; transformó su casa en un restorán de mala muerte.
Con disimulo, mientras gira la carne, observa hacia su mesa y ve que Chávez la descubre y le habla al oído a Guzmán —con intención porque a la distancia que se encuentra no podría oírlos—, que enseguida dirige su mirada cómplice hacia su lugar junto a la parrilla, sonríe pícaro mostrando los dientes, arqueando su fino y desagradable bigote color café con leche.
No se equivocó; la mala espina que le causaron desde un comienzo no era simple prejuicio. Al final de ese día hasta pensó en renunciar, conocía de sobra esa clase de tipos que, frente a lo que los incomodaba, forjaban su arma de defensa con la provocación, y ella, se dijo, no había estudiado gastronomía tres años para aguantar esos clientes de mierda.
Enterados de que es la nueva parrillera, se presentan y simulan una discreta amabilidad, apenas si hacen algún comentario felicitándola por las achuras y los cortes que les lleva, cocinados con cuidado — seco para Chávez, jugoso para Guzmán, los otros tres no cuentan, apenas acompañan—. El dueño se lo ordena, le dice que son viejos clientes y de los mejores, que se tiene que esmerar, vienen seguido y además dejan buena propina. Cumple obediente y, como es buena en lo que hace, bromean acerca de que la carne está mejor que la que preparaba el Bizco, el anterior parrillero, es más tiernita, refiere en un momento Chávez y ella sonríe de compromiso, advierte su segunda intención. Cada vez que se acerca a la mesa a servirles hacen silencio, percibe la incomodidad que flota en el aire, la irritación que siente es originada por su presencia y que intentan subsanar, piensa, con miradas cómplices, libidinosas sobre su cuerpo.
Si no renunció a tiempo fue porque estaba difícil conseguir trabajo y porque su padre estaba muy enfermo; había sufrido un ACV, leve, pero así y todo debía mantener ella la casa y sus medicinas. No tenían suficientes ahorros, su carrera de chef los fue consumiendo a lo largo de tres años.
Ya sobre el final, mientras esperan que el dueño les traiga la cuenta, Chávez, en voz alta y con el único propósito de que ella lo oiga desde la parrilla, dice:
—Así que ahora tenemos “parrillera”, ¿quién lo hubiera dicho?, una mujer frente a las brasas. Y experta— y aclara un segundo después:
—En calentar la carne.
—Asadora— lo corrige sin mirar, dándoles la espalda. Hace sonar la cuchilla contra la mesada de cemento, brota un raspado arenoso.
—Perdón. Asadora— exclama Chávez sonriente, acentuando con exageración la primera “a”.
—Sí, estudié cocina, me considero una cocinera, una chef, o asadora si te gusta más, pero no una parrillera— dice tuteándolo, ahora sí dirigiendo la mirada hacia su mesa; intuye que ese trato informal y cercano va a molestarle.
—¿Chef dijiste?, a la pipetuá…
—Sé hacer mucho más que estar frente a una parrilla.
En la mesa murmuran, se ríen con sonidos breves, cruzan miradas nerviosas, pero Chávez no; ve su cara transformarse, otra vez la mira con esos ojos de patrón de estancia decepcionado por la reacción de su sirviente.
—Jamás lo pondría en duda— dice pausadamente—. Un aplauso para la asadora entonces— pide sin bajar sus ojos y los demás aplauden. Él no. Ella agradece levantando una de las manos, avergonzada y mostrándoles la palma en señal de que es suficiente.
Cuando el dueño les alcanza la cuenta los escucha hablar un rato. Le llegan palabras sueltas, intenta no prestarles atención, sin embargo sus oídos se instalan allí, obstinados, se esfuerzan en captar algo, como si supieran que deben estar atentos.
— ¿Vos no te estarás cogiendo a esa machona?— oye destacarse la voz de Chávez.
Su patrón le chista como para que se calle.
—Bueno, si te gusta entrarle a la tortilla es tu problema— agrega y enseguida estallan carcajadas en la mesa.
Le dan ganas de ir hasta la mesa a enfrentarlo y amenazarlo con la cuchilla, ponérsela en el cuello, obligarlo a pedirle perdón. Chávez, te fuiste bien a la mierda, se imagina decirle, me pedís perdón o te inserto como a un chorizo. Está roja de odio.
Su padre se había criado en el campo y de chica la llevaba a pasar los fines de semana a una zona medio rural donde vivían unos tíos. Allí le enseñó a usar el cuchillo, indicado los lugares precisos en los que se dañaba un cuerpo; había carneado su primer chancho a los once años. Un pelotudo como ése podía durarle unos segundos, pensaba, pero esa vez se mantuvo de espaldas a ellos frente a la parrilla y siguió girando los cortes, como si no los hubiera oído; todos en la mesa sabían que había escuchado, porque esa fue la intención de Chávez.
Le dejaron una buena propina que de algún modo sirvió de consuelo, y trató de convencerse de haber actuado con inteligencia y de que si no les demostraba enojo, podría sacar su tajada de esa mierda de trabajo que especulaba, convencida, era transitorio. Pero otra cosa latía dentro de ella, no era la propina lo que le importaba cuidar, ni el trabajo, y Chávez, estaba segura, tal vez sin comprenderlo del todo, sentía lo mismo: miedo, se tenían miedo, miedo del otro y de ellos mismos, un morbo que los aterraba por lo que el otro componía y generaba en cada uno.
En la segunda visita no pasa mucho al principio, los atiende simulando buena predisposición y ellos se comportan amables, pareciera que los roces de la primera no hubieran existido. Estudian el menú ceremoniosos y cuando se acerca otra vez a la mesa a tomarles el pedido, debaten como la primera vez, y asiste en silencio a lo que intuye, es la repetición de un rito ya actuado de tan reiterado, con final obvio, el que luego de varias semanas de atenderlos se aprende de memoria: una clásica parrillada con tiras de asado y vacío, eso sí, con abundantes achuras al comienzo, un poco de todas esas vísceras y órganos grasosos para paladares brutos y que tanto asco le dan, duplicando la porción de riñones y chinchulines. Ensalada mixta y papas fritas para acompañar, jarra de pingüino con vino tinto, soda y hielo — de estas últimas cosas se ocupa su patrón en la cocina—.
Cuando les lleva las achuras, Guzmán le dice señalando a uno de sus compañeros:
—A este el chorizo cortáselo mariposa. Dicen en el barrio que es delicado, medio mariposón.
Se ríen con ganas. El automatismo del imbécil que festeja su idiotez sin cansarse, piensa, porque la gracia está en la repetición y en la tranquilidad que ésta provee; ella, por estrategia o pura inercia, también sonríe.
— ¿Y a vos Asadora, cómo te gusta?— le pregunta Chávez y todos se callan.
Se tensa, tarda en contestar.
—No me gusta el chorizo.
—Me imaginaba…— dice y bebe un sorbo largo de vino tinto. Hace chistar los labios al tragar. Ella siente asco. Él golpea el vaso con exageración sobre la mesa— ¿y la morcilla?
Guzmán finge, exagera una risotada brutal, los otros tres lo hacen tímidamente, y ahí comprende que son cartón pintado, extras, reidores que acompañan y deben festejar las ocurrencias de un libreto del que Chávez es protagonista y artífice.
—¿Y la tripa gorda?— pregunta Guzmán, pícaro, asumiendo su papel de partenaire.
Las risas refuerzan su bronca. Termina de apoyar la fuente de achuras en la mesa y ve sus caras expectantes a la espera de una respuesta, relamiéndose a costa de su expresión afectada. En el momento en que decide girar para retirarse sin contestar, se da cuenta de que es un error, que es eso lo que los dejará satisfechos, la idea de haberla avergonzado y dejado sin palabras.
—Prefiero la molleja— dice con una sonrisa ladina y experimenta un placer enorme al decirlo. Saca la cuchilla del cinturón y nota un leve movimiento del torso, una rigidez de hombros en Chávez, ve sus manos que se tensan abiertas sobre la mesa, un indeciso intento de ponerse de pie. Enseguida dibuja con el cuchillo un corte vertical en el aire y levanta dos o tres veces las cejas, saca la lengua y lame el aire—. Macerada con mucho limoncito, bien ácida. Para chuparse los dedos.
Silencio. Entiende que da en una zona incómoda, que se salió de libreto, que ellos deben avergonzarla y no ella herir su moral. La cara de Chávez y Guzmán se lo indican, la mirada de los otros tres no llegan a demostrarle si entendieron. Imbéciles. Ceden el protagonismo al libretista que no demora en intervenir.
—Pero mirá qué bacana, le gusta la molleja— dice Chávez irguiendo el mentón.
Percibe asco en su frase.
—Y… lo bueno, una vez que se prueba no se puede dejar— contesta mirándolo exclusivamente a él—. Que disfruten las achuras, en quince minutos les traigo la carne.
Camina hacia la parrilla. Llega a sus oídos un rumor entre dientes: “esta puta de mierda ya va a ver lo que es bueno” ¿Oyó bien? No está segura si es su cabeza que se persigue.
No fantaseaba. Chávez lo prometía a sus amigos; sus oídos al igual que su instinto funcionaban a la perfección. El miedo, ahora lo sabe bien, empuja al odio y por añadidura, a la locura. La mesa estaba servida entre ellos y cuando por esas semanas murió su padre — un nuevo ACV le dio la última estocada—, se cargó de un rencor y una tristeza que le impidió reaccionar a tiempo. No tenía excusas, ese había sido el momento de abandonar la pocilga, pero se dio unas semanas más, quizá concluir el mes y juntar unos pesos que le dieran algo de desahogo hasta encontrar otra cosa.
Son un tipo de hombre, en apariencia, no muy distinto al que fue su padre— los oye desde la parrilla hablar de fútbol, de política, de mujeres, los ve levantar el culo y tirarse pedos y festejarse con risas y gestos de asco—, sólo que a él, su padre, por el contrario, su presencia jamás le resultó una molestia. Para Chávez y Guzmán, en cambio, siente que es una falla en su paisaje, lo que no desean ver: una joven que los rechaza, atractiva, y para peor que no resalta sus dotes para hacerles el juego, que usa jeans sueltos y borceguíes, que no los coquetea porque no le interesa el juego de seducción, que no los respeta, que no se maquilla, que huele a humo y que en las manos ostenta mugre y grasa y no esmalte de uñas. Una “cosa” en estado de provocación permanente. Pero es transitorio, se repite como una plegaria, es uno de los peldaños que debe subir para conquistar su sueño de convertirse en chef de un prestigioso hotel o restaurant, y viajar y preparar platos con productos “prémium”.
La incomodaba envidiar la conexión que existía entre ellos, su amistad, la intensidad de las charlas — sobre todo cuando se olvidaban de ella—, los códigos en común que los hacía sentir seguros, esas carcajadas que oía estallar inesperadamente desde la parrilla mientras comían. En su paso por el colegio siempre pensó que sus compañeras eran todas unas pelotuditas —a su padre, con la misma naturalidad con que invariablemente le pedía que lo ayudara a preparar los chorizos, salames y bondiolas, apenas unas horas después de haberle cedido el cuchillo para que degollara el chancho, se le antojó como una obviedad que debía ir a un colegio privado, religioso y de señoritas—, tontas desdichadas que se miraban de arriba abajo, un vistazo solapado, lento e implacable en busca de algún defecto para sentirse menos infelices: espiar si una sudaba mucho y se le hacía una aureola bajo la axila, o si tenía un pelo que por descuido no se había sacado de la pierna, el mentón o el dedo gordo del pie, si se tenía un culo con celulitis o caspa sobre los hombros, una piel grasosa y con acné… Sentía que lo único que les interesaba era gustarles a los hombres y generar envidia en la otra por alguna estupidez que suponían un atributo. Por eso la odiaban, porque hablaba poco y contadas veces mostró interés en agradarles, porque tenía buenas tetas y un culo con buena forma y lo desperdiciaba con ropa holgada; se hubieran reído de ella de encontrarla trabajando en una parrilla, estaba segura. En la escuela de cocina tampoco llegó a tener un grupo de amigos, y quizá por esto miraba de vez en cuando con buena cara esa cofradía que Chávez administraba con orgullo.
Esta noche hace un poco de frío, inusual para la época, y como está segura de que no irán a comer (van los jueves y hoy es marte), en lugar de los jeans amplios y gastados, elije una calza gruesa de algodón, abrigada y bien ajustada al cuerpo.
Está distraída frente a las brasas, atizándolas, de espalda a los pocos comensales, disolviéndose en una sopa fría de recuerdos que acarrean únicamente tristeza— su padre murió hace una semana—. En un momento gira como si una mano helada e indiscreta le tocara la espalda, siente la necesidad de hacerlo, instinto de defensa o lo que sea, un pedido del cuerpo se lo exige. Se topa con las miradas de los cinco sobre su culo, sentados a la mesa que ocupan los días jueves. Quitan enseguida sus ojos, menos Chávez que con una sonrisa le hace señas para que se acerque. Lo mira con odio, un irreprimible pudor la fastidia, se siente como cazada por el lobo que supo burlar por meses.
—A que te sorprendimos— dice Chávez cuando está junto a la mesa.
—¿Sorprenderme?, no, para nada— intenta disimular. Sabe que su cara no puede ocultar el malestar.
Por fortuna, piensa, el delantal de cocinera le cubre el frente, pero el buzo que lleva puesto es corto y no cubre su culo prominente, el que los tenía babeando hacía un minuto.
—Esta semana hacemos doblete— le dice Guzmán—, hoy por el cumpleaños de éste— y señala al pelado, de quien jamás recordará los rasgos de su cara, sólo que es blanco y lampiño, desagradable y brilloso como los gusanos de tierra que juntaba con su padre antes de salir de pesca—, y el jueves también, para no matar la rutina, por supuesto, el jueves es fija siempre, llueve o truene, sabelo, Asadora.
No hacía falta que se lo aclararan, después de unos meses de trabajar ahí, sabía de sobra que eran tipos de costumbres y tradiciones inquebrantables, hábitos que, le daba ganas de decirles, se pasaba por la concha. A esa altura ya deseaba un mozo más que a nada en el mundo, incluso se lo había sugerido a su patrón; evitar tratarlos hubiera sido la mejor propina, pero esa parrillita de mierda atendía pocas mesas, y justamente, el vínculo directo y sin intermediarios con el parrillero, era su atractivo principal.
Hubo días en los que aunque los ignorara, palpitaba el odio encubierto, el velado intento de someterla, de revertir su indiferencia, sentía dedos invisibles y silenciosos empujándole la piel, y el rechazo era tan intenso y recíproco que, paradójicamente, la atracción era irrefrenable. A ella no le iban a quitar el derecho a comandar el fuego, menos su vida.
—Vos sí que no dejás de sorprendernos, hoy más que nunca— dice de pronto Chávez, mordaz, y toma el menú de la mesa.
Con asco ve arquearse por una sonrisa satisfecha, el soretito marrón que Guzmán lleva como bigote.
—Bueno, lo de siempre, ¿no?, ¿qué otra cosa sino?— dice con intención de provocarlos, de hacerlos sentir previsibles; tal vez, piensa, una apuesta demasiado sutil para que la entiendan y que además, en el fondo, es impugnar lo que para ellos representa una virtud—. En un rato les traigo las achuras.
—No— dice Chávez, astuto, y levanta el dedo índice sin levantar la vista del menú—. Hoy es un día especial y hay que demorarse para que el disfrute sea bien, bien profundo… ¿qué tal muchachos una empanada jugosa y calentita?— dirige una veloz mirada a sus amigos y enseguida la vuelve hacia ella— ¿habrá algo así, con un lindo repulgue para saborear y abrir la noche?
Guzmán festeja y da un aplauso, como si diera una señal a los otros tres para que suelten sus risas.
—Eso, Chávez— dice ella tratando de mostrarse inalterable—, ya lo sabés, se lo tenés que pedir al jefe, no a mí. Soy la Asadora y no me interesa qué tienen en la cocina para ofrecer.
—Andá, andá tranquila, nena— se apura a decir sacudiendo en el aire una de sus manos—. Cuando tenemos el pedido te llamamos— agrega con la cabeza otra vez inclinada sobre el menú abierto sobre su regazo.
Ella se le queda mirando unos segundos. Chávez la ignora, desconocer su enojo parece alimentar su sadismo. Después repasa las caras de los demás, sólo Guzmán le sostiene la vista. Gira y camina hacia la parrilla, oye que rumorean. Casi que los ve mirándole el culo, ya ni siquiera por genuino deseo, sino simplemente para no salirse de su libreto.
—Pajeros— dice en voz lo suficientemente alta como para que la oigan.
Para taparse un poco, en los piolines que sujetan el delantal y que se atan a la cintura, engancha el repasador que usa para limpiarse las manos.
Comen lo mismo, claro, qué otra cosa, se jacta al tomarles el pedido, sólo que esta vez, quizá por el festejo del cumpleaños del que ella identifica como un gusano albino, beben más que lo acostumbrado; lo ve al patrón llevarle como cinco veces pingüinos con vino tinto. Los cochinos están picaditos, se dice entre dientes. No dejan de reírse, sus ojos están astillados, de un rojo amarillento, los párpados se les vencen de a ratos, pero no se van y son los últimos, están insoportables y ya no tiene paciencia. Están a punto caramelo para degollarlos sin que lleguen a defenderse, piensa, y desangrarlos cabeza abajo.
Cuando empieza a guardar dentro de los tupper la comida que sobró para llevarla a la heladera, oye que la llama Guzmán. Le hace señas de que se acerque. Imagina debe querer darle la propina en persona, ya lo hizo otras veces, sabe que es parte de su ofensiva, de hacerla sentir que le da en mano su limosna.
No se equivoca.
—Tomá, nena— dice Guzmán con resbaladiza pronunciación por la borrachera, hasta su bigote marrón parece despeinado—, hoy nos deleitaste, lo tenés más que merecido.
Fuerza una sonrisa, reparte como puede una mirada agradecida, y cuando se inclina para tomar los billetes de su mano, no siente nada primero, pero escucha la voz de Chávez susurrar.
—Linda conchita tenías ahí escondida.
Primero ve su mano levantándole el delantal, después sus ojos que apuntan a su vientre, oye risas, queda muda y paralizada, la escena la desconcierta, no logra reaccionar. Hasta que siente el dorso de la mano de Chávez rozándola.
— ¿¡Qué haces la puta que te parió!?— grita y no duda en golpear con una piña ruidosa y contundente la mano de Chávez, que se desmorona como un péndulo en caída libre y choca contra el borde de la mesa.
Chávez da un bufido de dolor y se pone de pie, un resorte de ira lo activa, pero debe hacer una pausa para no caerse de la borrachera que tiene, apoya una de sus manos en el respaldo de la silla. Ella, como alguna vez le enseñó su padre, toma distancia.
— ¿Qué hacés puta de mierda?, ¿estás loca la concha de tu madre?— atina a acercarse.
Piensa en agacharse y sacar de dentro del borceguí, metido en el tobillo, la navaja que siempre lleva escondida, pero manotea un cuchillo de la mesa. Se lo muestra.
—Ah, te gusta la guerra, puta…
—Vení putito— le dice, es una amasijo de bronca y miedo, está temblando, siente la hoja plateada vibrar en el puño apretado. Guzmán golpea con las palmas de las manos la mesa y se pone de pie. Los otros, como siempre le sucede, no tiene idea de qué hacen, pero aseguraría que siguen sentados. A la par del terror y la adrenalina que le corre por las venas, aparecen en su cabeza, nítidos, como una señal de alarma, los gritos de un cerdo cabeza abajo, los que oía justo antes de que su padre le pasara la cuchilla para insertarlo. Esos chillidos sufrientes y agudos, filosos al oído, siempre resultaron mortificantes por la excitación que le provocaban. Odiaba al padre por empujarla a carnear al animal, sin embargo, a la vez, quería complacerlo y silenciar los gritos del animal; tiempo después entendió que quizá era su modo de acercarse, de enseñarle, a su manera, lo dura que podía resultar la vida y cómo defenderse.
Aparece el dueño, grita, una, dos, tres veces, se confunden con el eco de los bramidos agudos del cerdo, un sonido alienante que se funde con los gritos de esas otras, para ella, infinitamente peores bestias. Ve al patrón sujetando a Chávez del brazo, lo tranquiliza, intercambia palabras con Guzmán. No puede oír con claridad qué se dicen, sigue en guardia, encapsulada dentro de una armadura, ve abstraída en dirección a la mesa y lo que allí sucede, lista para lo que sea, pero como si no formara parte de la escena. Ve los gestos contraerse, palmadas de su patrón en sus hombros, bocas moradas por el vino, dientes con restos de comida.
Deja de oír el llanto del cerdo.
Baja su mano. La cosa se aquieta. Su patrón los empuja con ambigua diplomacia a irse, los persuade de que no vale la pena, que ya está por hoy, que si viene la policía se arma quilombo y no le queda más remedio que entregarlos, que no va a poner en riesgo su boliche... Y va lográndolo, con dificultad, aunque sabe hacer bien esa parte del trabajo, ella ya lo ha visto actuar con habilidad en otra oportunidad en la que el alcohol puso violentos a los comensales.
—Perdón, muñeca, no quise ser descortés, te veo el jueves, sin falta— le dice Chávez mientras se aleja, ahora con una tranquilidad que la inquieta, le muestra la palma de la mano a la altura de su cara y mueve los dedos haciéndolos bailar, un saludo que la hace tragar una saliva amarga.
—A los cagones como ustedes, y en especial a vos, Chávez, les deseo cáncer en la pija— les grita y les muestra también su mano con los cinco dedos desplegados. Después cierra el puño y contrae los labios.
Chávez se rio de su frase de despedida con una carcajada que la estremeció, en cambio Guzmán intentó reabrir el quilombo, pero su patrón volvió a hacer su trabajo hasta que terminaron por dispersarse e irse cada uno a su casa. Le pidió que no fuera a trabajar ese jueves, ya vería qué hacer los próximos, al menos hasta que se aquietaran las aguas, “vení mañana, pero el jueves me hago cargo yo de la parrilla”, le ordenó. Estuvo de acuerdo, aunque no le gustó que no tomara partido, parecía no escuchar su relato de lo ocurrido y cuando se refirió al tema, lo hizo restándole importancia.
Le llevó un tiempo calmarse un poco, quizá la hora que demoró en guardar la comida, limpiar la parrilla y ayudar a su jefe a levantar y ordenar las mesas. Estaba por empezar esa labor cuando vio pasar el auto de Chávez, un antiguo pero impecable Chevrolet 400, esta vez a marcha lenta; parecía uno de esos autos preparados para correr picadas. Lo imaginó detrás de los vidrios polarizados mirando hacia la parrilla. Lo dejaba a unas cuadras porque en la avenida no se podía estacionar. Pudo distinguir la frase que llevaba pegada en letras blancas en la luneta y que otras veces no había alcanzado a leer porque siempre pasaba a toda velocidad. Decía: Salvado por Jesús. Hasta alcanzó a ver un plumero de lana en la luneta. Se lo imaginó plumereando el polvo de su fetiche restaurado. Viejo patético, pensó y se rio con soberbia.
Al otro día, miércoles, no va a trabajar. Intenta cumplir la orden del patrón, “… vení mañana, pero el jueves me encargo yo…”, pero no puede dirigir sus ideas, tuvo pesadillas toda la noche y durante el día no deja de llorar. Piensa recurrentemente en el padre pasándole el cuchillo para insertar a un cerdo que grita cabeza abajo. Ni el cuerpo, ni su mente le responden. Decide faltar e ir el jueves a pesar de la orden de su jefe.
Le explica, cuando aparece en la parrilla, que el miércoles se levantó con fiebre y que tuvo que quedarse en cama, que por eso decidió ir ese día, no para contradecir su orden, sino para no cargarlo dos días seguidos con todo el trabajo. Asiente, aunque su gesto muestra enfado. Ella le dice que no se preocupe, que si vienen los “muchachos” — él los llama así—, les pedirá disculpas y a otra cosa, les seguirá el juego si es necesario, ya no quiere problemas… No parece importarle nada de lo que le dice, apenas suelta un:
—Hacé como quieras, lo único que no quiero es más quilombo— y parco se va para la cocina.
Extiende las brasas. Abre uno de los tupper y empieza a poner las achuras. Este día me voy a lucir, piensa. Menea la cabeza y sonríe pensativa.
Una hora después van llegando, se saludan como siempre, un abrazo breve acompañado de una palmada sonora en la espalda y se acomodan en su mesa; siente y ve cada tanto sus miradas huidizas y rencorosas. Ya están Guzmán y los otros tres. Chávez no. Toma coraje y se acerca a la mesa. Les pide disculpas por lo de la otra noche, no quiere más problemas, dice, hagamos una tregua. La miran y asienten.
— Voy a traerles ración especial de achuras— dice amable y fuerza una sonrisa amistosa.
El martes de la pelea, cuando terminó de ordenar la parrilla, salió camino a la parada de colectivos. Giró en la avenida y avanzó a paso lento por la calle angosta por donde doblaba el colectivo; faltarían unos diez minutos para que apareciera, ya conocía su horario, así que iba con tiempo de sobra. Caminaba por la calle junto al cordón, a esa hora estaba casi desierta y silenciosa, muy pocos autos pasaban y la gente ya estaba guardada en su casa. Iba desprevenida, agotada y abstraída por la jornada y lo sucedido, pensando si no era momento de abandonar ese lugar, casi convencida de que lo mejor era que ese día de trabajo fuera el último, hasta vio posible llamar a ese aviso que había despegado del poste de un semáforo en el que un “artista plástico” decía buscar modelos para posar, buena remuneración… ¿Será otro degenerado?, se preguntó, estás loca, salís de una y te querés meter en otra. Por eso apenas si se acuerda del ronquido adormecido del auto acercándose por atrás y del momento en que lo oyó acelerar. Tardó segundos, quizá menos, en identificar el sonido tan particular del motor de los Chevrolet 400— un huracán contenido y amenazante mientras regula, una explosión de metales triturados al tomar potencia—, y cuando lo hizo, ya alertada del peligro, quiso girar, pero sintió un golpe en la nuca, un silbido agudo y lineal en los oídos y todo quedó en blanco.
Su patrón les lleva vino y la canasta con pan. Oye que al preguntar por Chávez le comentan que es raro, que debe estar enfermo, o quizá tuvo alguna complicación, porque siempre es el primero en llegar. Guzmán la descubre observándolos y ella baja la cabeza en dirección a la mesada.
Les lleva las achuras, las riega bien, como les gusta, con salsa provenzal. Los ve pinchar con voracidad de la fuente apenas la apoya.
Está atendiéndolos con exagerada amabilidad, nota desconfianza en el gesto de Guzmán que mira con insistencia hacia la parrilla mientras mastica. Tal vez imagina que voy envenenarlos, piensa, ganas no me faltan.
Se despertó con un dolor horrible en la nuca, latía y parecía a punto de explotar. Un olor como de solvente la tenía mareada, hasta que todo se fue disipando cuando sus ojos comprendieron la situación, o parte de ella: tenía las calzas por los tobillos y los borceguíes puestos. El rostro de Chávez a pocos centímetros y el vaivén de su cuerpo, la puso en alerta. Sintió entonces otro dolor, que la penetraba y parecía desgarrarla. Intentó zafarse, sus tobillos estaban juntos, ceñidos por la calza, descansando sobre el hombro izquierdo de él. Le llegó el sonido de su jadeo, la tibieza de su aliento, un olor rancio de vino mezclado con eructo de chorizo. El cuerpo no le respondía, pero cuando oyó su voz, una energía residual de su espíritu se activó.
—Sos una puta parrillera al final… viste que te gusta— dijo Chávez—… hasta quisiste venir conmigo para que te coja bien…
Su mano viajó instintivamente hasta el borceguí y empuñó la navaja.
—El jueves le vamos a contar a los muchachos lo bien que la pasamos...
Se lo clavó primero en la cara, entrándole por el pómulo, sintió la hoja chocar y trabarse contra sus dientes. Dio un grito breve, y como un resorte Chávez se tiró hacia atrás quedando de espaldas sobre la alfombra con las manos en la cara; liberada de su peso, ella le saltó encima, como pudo, medio en cuclillas, luego arrodillada — la ropa le sujetaba los tobillos—, y atacó sin piedad, dándole puntazos en el cuello, después por todo el cuerpo. No pensaba en nada o pensaba en todo y tiraba pinchazos al bulto enemigo que era Chávez, ni siquiera oía sus gritos, si es que gritó, un ruido blanco, un enjambre de interferencias inconexas la poseían. Cuando lo vio abandonar la defensa — todavía pestañeaba y daba pequeños temblores—, se puso de pie para subirse la bombacha y las calzas y lo vio como lo había imaginado la primera noche que lo conoció: resignado y sumiso, quizá aún peor, vencido y con el cuerpo perforado y sangrante. Le miró con asco la pija ya medio fláccida, fijó los ojos en la piel del escroto y pensó en la piel cruda y rugosa del pollo. Al sonreír se tuvo miedo.
Están raros. Hablan en voz normal, sin gritos, le llega apenas el rumor lejano de sus charlas, se ríen poco. Al llevarles las tiras de asado casi ni le hablaron y cuando cada tanto espían hacia a la parrilla — raro sobre todo en Guzmán—, rehúyen su mirada. Es como si les faltara la conducción de su cacique para desempeñar sus papeles, piensa.
Les retira la fuente.
—Parece que había hambre— dice. Ninguno le contesta.
Cosa inusual, reniegan de las opciones de postre que su patrón ofrece, y mucho más temprano que las otra veces, pagan y se van. No la saludan ni le dejan propina; la tradicional noche de los jueves, entonces, altera su calcada rutina. No está asustada.
Recién cuando creyó que Chávez había dejado de respirar, puso atención a lo que la rodeaba; fue como si saliera de una zona de tinieblas y descubriese los muebles de una casa que, prontamente, comprendió era la de él. Estaba en un living amplio, reluciente, con un decorado que parecía estancado en el tiempo, quizá de los años sesenta o setenta, no era entendida en el tema, pero le hizo acordar a las casonas grandes y antiguas en las que trabajaba su padre haciendo mantenimiento y a las que alguna vez lo había acompañado. Tuvo la impresión de estar en un estudio donde se había rodado hacía décadas una serie de televisión, todo parecía irreal, tan conservado e impecable, tan limpio y dispuesto en su lugar hasta en el mínimo detalle, tan en oposición a su cuerpo y mente que contemplaban desde un territorio fragmentado y dolorido. Al fijar la vista en la mesita baja que tenía al lado, donde en estado de inconsciencia la había acostado Chávez para violarla, notó los rastros húmedos que habían dejado sus cuerpos, y descubrió un trapo que olía a solvente con el que seguro la había mantenido adormecida luego de golpearla. Vio el charco de sangre que parecía crecer y las manchas esparcidas por la alfombra y comenzó a temblar. Se miró las manos cubiertas de sangre y se sintió portadora del cuerpo más inmundo de la tierra, un cuerpo que ya no le pertenecía, o sí, pero que ya era otro para siempre.
Las luces de ese ambiente estaban apagadas, aun así sus ojos veían bien; entraba luz de la calle por la ventana y de un cuarto contiguo llegaba el resplandor tenue de alguna luz encendida. El silencio la convenció de que no había nadie más en la casa, sólo se oían lejanos y esporádicos ladridos, o el sonido apagado del motor de un auto que pasaba por la calle a varios metros de la ventana del living. No. También oyó el sonido pendular de un reloj de madera ubicado en la pared. Giró para ubicarlo y con la vista, acompañando varios segundos el ir y venir del medallón de bronce que colgaba de él — un chasquido hipnótico, aterrador como el tic-tac de una bomba que ya había explotado dentro suyo y que volvía a regenerarse, la tortura infinita de una gota china—, palpitó otra vez la extrañeza de su cuerpo. Tuvo la certeza de que la vida siempre empujaba, del modo que fuera, a eso de ir abandonando cuerpos y tomar otros; ese día, ella había abandonado uno, como quizá también lo había hecho el día en que carneó con su padre el primer chancho.
Se aproximó a un modular que tenía cerca. Había muchos objetos de decoración, chucherías de cerámica o porcelana, todas horribles, pero lo que atrajo su atención fueron los portarretratos con fotos. Lo reconoció en varias, posando junto a autos llamativos y a lo que supuso eran promotoras por lo jóvenes y bonitas. Exposición de vehículos importados, se dijo. Otras tantas eran de una pareja mayor: sus padres, no tuvo dudas. La mujer era igual a él; en una foto en la que se los notaba más ancianos— un viejito y una viejita con mirada inofensiva y angelical, contenidos por un marco metálico con barrocos ornamentos dorados—, vio en sus ojos, agazapada, la oscura y maligna mirada de Chávez. En las paredes también había marcos colgados con fotos de él y los viejos en distintas épocas; en la mayoría de los cuadros, en el borde de la varilla o en un ángulo sobre el vidrio, tenían pegados estampitas de un santo o virgen, a veces acompañada de un atadito de espigas de trigo. Salvados por Jesús, dijo en voz alta y en seguida, sin saber por qué lo daba por sentado, masculló: bien muertos están. Todas las fotos de las paredes eran de ellos tres. Único hijo, caviló, había que concebir un hijo de puta semejante en el único intento, y enseguida se le vino la imagen de su padre, y creyó oír su voz susurrada diciéndole que limpiase el lugar, que no dejara ninguna prueba que la incriminase y que desapareciera de ahí cuanto antes… Un jadeo casi inaudible, una queja agónica la puso en alerta, miró aterrada hacia donde estaba tirado Chávez.
El jueves por la noche, al llegar a su casa luego del día de trabajo en la parrilla, cae rendida en la cama y se duerme profundamente; no teme ser descubierta a pesar de que sabe, es muy posible que vaya a ser uno de los principales sospechosos cuando la cosa salga a la luz. Por cómo la miraron Guzmán y los demás, no le caben dudas de que van a apuntar a ella, pero siente que no es culpable de nada y como sea va a defenderse.
En la madrugada la despierta un ruido parecido a una explosión, viene de la puerta que da a la calle. Antes de que pueda razonar algo, la policía está adentro de su cuarto a los gritos. Le dicen que es sospechosa de doble homicidio.
El sonido era un lamento entrecortado y débil, de una boca entreabierta, sin embargo, al mirar a Chávez, no sólo notó que tenía la boca cerrada, sino que seguía inerte. Recorrió el ambiente con mirada furtiva en cada rincón. Había una puerta entreabierta en el lado opuesto al que se encontraba ella — ahora petrificada—, y que daba a lo que parecía un pasillo a oscuras que quizá llevara a los dormitorios, pero sus sentidos le indicaron que debía poner atención a la luz encendida que llegaba del cuarto que tenía a unos metros a su derecha. Afinó el oído; ya no escuchaba nada salvo el tic-tac del reloj. Debía estar alucinando. Caminó, igualmente, unos pasos en esa dirección, tal vez era la cocina y seguro encontraría algo para comenzar a limpiar. Se frenó al escuchar otra vez la queja, contuvo el aire. Parecía de una mujer, no estaba segura. ¿El hijo de puta tendría otra chica en la casa? No se animaba a seguir adelante. Volvió a mirar a Chávez; seguía tendido en su sitio. Avanzó.
Al llegar al umbral del cuarto y ver parte de una pared con cuadros colgados y una cajonera de ropa, comprendió que era un dormitorio y no la cocina. El gemido sonó más cercano, sufriente, y a pesar del terror que tenía, asomó la cabeza con cautela y la vio. Desde la cama la miraba y, aún en su estado de indefensión, imposibilitada de moverse, en la acuosidad gelatinosa en la que parecía flotaban y se articulaba el movimiento de sus ojos, percibió además de miedo, el odio del que sin duda, ella era la receptora.
Hace todo bien. Todo no, casi, o según como se mire. Sigue creyendo que su deseo de que Guzmán y los otros tres imbéciles, supieran con referencia precisa cómo habían sido las cosas, hizo que su inconsciente la traicionara dejándoles una prueba clave muy a la mano: olvida junto a los tupper de la parrilla, uno que lleva de su casa.
Sale en la sección de policiales de los diarios y en los noticieros durante semanas, lentamente se transforma en la enemiga pública número uno, una bestia inmoral que ha cruzado todos los límites. Sin embargo, cuando la ingresan al penal, las detenidas la reciben con aplausos.
Con el correr de los días, a medida que se familiariza y traba amistad con las demás presas, ya sin necesidad de negar su autoría como al comienzo de la detención, les cuenta sin medias tintas su versión de las cosas. No las sorprende, es como si ya conocieran los detalles y el recorrido que desencadena el crimen, el que espanta a la sociedad allá afuera, y que por el contrario, legitiman allí tras las rejas. Les cuenta también de su sueño de trabajar en un hotel o en un restaurant de categoría cuando salga en libertad, cocinando con productos prémium, materias primas de alta calidad, mariscos, pescados, langostas, carnes de exportación... Siente, cuando la oyen y miran a los ojos, que le tienen estima. La apodan “la Premium”.
Era una anciana postrada en una cama, con la piel de los cachetes chupada y los huesos de los pómulos asomando como juanetes. Se repudiaron al instante, desde el silencio, como si las dos, aún sin conocerse, supieran de ante mano qué papel les había tocado en el reparto. La oyó gemir y entendió que la vieja comprendía lo que pasaba por su cabeza.
— ¿Cómo pudo parir esa mierda?—le preguntó.
La anciana intentó mover una de sus manos, pero apenas la despegó un centímetro de la sábana que tapaba su cuerpo cadavérico que tembló, una o dos veces, seguido de un suave estertor mocoso; quería expresarse de algún modo y volvió a gemir, y otra vez la palabra le fue negada.
—Sí, lo maté— dijo ella mostrándole sus manos manchadas de sangre, y presenció el viraje del odio a una tristeza abatida en la expresión de la vieja, cómo esa gelatina inmunda comenzó a derramarse por la geografía arrugada y de vértices agudos de la cara. No intentó decir nada, su confesión había vencido esa última y magra fuerza que hasta hacía un instante, mantenía a raya a la muerte.
Experimentó algo parecido a la satisfacción, y luego de dar unos pasos hasta el regazo de la cama le sonrió con arrogancia. La anciana se estremeció al ver una de sus manos apoyarse en la sábana; unas palmadas amistosas sobre la tela le devolvieron a su mirada un destello de odio, esta vez descreído, y con esfuerzo movió la cabeza, dos, tres veces, negando.
—Te lo voy a traer— le dijo—, así ves lo que le hice.
La vio seguirla con la mirada. Al pasar al living la oyó quejarse.
La escena de Chávez tirado en el piso, mutilado y con los pantalones bajos, lejos de hacerla dudar la impulsaron a seguir adelante. Lo tomó de las muñecas y con mucho esfuerzo fue arrastrándolo hasta el cuarto. La vieja emitía un sollozo lastimero.
No le dijo una palabra, sólo se limitó a dejárselo tirado al costado de la cama y salió rápido del dormitorio para limpiar posibles huellas. Mientras hacía su tarea y luego se preparaba para irse, fue oyendo como, con resignación, iban apagándose, mansamente, sus lamentos.
Al salir, vio el Chevrolet 400 de Chávez estacionado en el garaje. Leyó en voz susurrada la frase de la luneta: “Salvado por Jesús”. Le dolía todo.
Es Guzmán el que ese jueves, ante la ausencia de Chávez y tal vez por señales en su conducta, sospecha. Algo no le cierra, y al retirarse de la parrilla decide ir hasta su casa: al ver su Chevrolet estacionado y que nadie responde los llamados a la puerta ni al teléfono, da aviso a la policía.
Ella está segura de que no tarda en implicarla, percibe esa noche en sus ojos, mientras mastica y traga cada bocado, que rumea pensamientos que lo intranquilizan, nota como, a diferencia de otras veces, esquiva su mirada.
Se arrepiente de haberle exhibido a la vieja a su hijo en ese estado, bañado en sangre y con los pantalones por las rodillas. Estando presa se entera de que la vieja aparece muerta con medio cuerpo colgando fuera de su cama, casi tocando a Chávez: un intento por bajarse y unirse en muerte al hijo.
La autopsia dictamina que infartada, sin signos de agresión física.
—Esa es una buena noticia, te quita responsabilidad— le dice la abogada, una muy prestigiosa y especialista en este tipo de casos y que a los pocos días de ser detenida toma su defensa, contratada por una desconocida de la que apenas se limita a contarle:
—No tenés que preocuparte por mis honorarios, los paga una mujer que, digamos, también sufrió mucho y que tiene la convicción de que solo te defendiste. Vas a irte de acá mucho antes de lo que dice el periodismo.
La ponen a trabajar en la cocina del penal. No sabe quién lo decide, tampoco le interesa; por un lado es comprensible por su formación, pero sospecha que lo hacen para añadirle más morbo al caso, darle letra a la prensa o simplemente divertirse.
Los exámenes de ADN dan positivos: lo que queda dentro del tupper que se olvida en la parrilla, son restos de tejido y sangre de Chávez, confirman los peritos. La reacción y la jeta de Guzmán y los otros, al deducir que el faltante que nunca aparece de la víctima, su amigo, además de incriminarla, implica que se comieron los huevos de su líder y que los expulsaron por el culo, es algo que por la noche, cuando apagan las luces del penal, imagina con frecuencia. Lamenta no haber podido presenciarlo, pero al menos le queda, y nadie va a borrárselo, el recuerdo de sus caras brutales, degustándolos con voracidad e inocencia, entremezclados con las achuras y camuflados con perejil y ajo.
Casi no pasa un día en que alguna de las chicas —las que trabajan con ella en la cocina o las que se acercan a la hora de la comida a buscar su ración— le diga bromeando:
— Ey, Premium, ¿hoy sale huevito a la provenzal?
—¡Sálvame Jesús! —contesta siempre.
Ilustración: Michelle Ranta
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