22 de Julio de 1893
Hace días te envié un suplemento literario de la Independence Belge, en que hay varias cosas que te gustarán, y como sabes, aproveché un cartón en que vi una canción picante. Esto se llama mezclar lo útil con lo dulce y un poco más. En lo sucesivo te enviaré algunos suplementos que lo merecen, con los cuales estarás al corriente de varios asuntos del exterior, puesto que la Independence no le cede hoy á ninguno de los periódicos de París, y lleva muy bien la batuta en cuestiones de arte. Ya te he dicho que aquí son más papistas que el Papa, y que recogen como maná bendito todo lo francés que huele á esprit, ó que lleva el sello de moderno, de fresquito, de fin de siécle; y en la trasmisión, aunque se pierde alguna pureza, que es sustituida por un equivalente de ordinariez, se va ganando en claridad. Dadas las ma- ravillas que realiza la división del trabajo, un cualquiera, dedicado exclusivamente á buscar el espíritu de la semana llega á encontrarlo, y en un artículo de recortes como el Journal des Journaux te sopla (esta es la palabra) todo cuanto tiene punta, entre lo infinito que se escribe por salir del día. Prepárate, pues, á recibir recursos muy útiles para tu redondeamiento espi- ritual, porque debo advertirte que tú, sin salir de ahí, y yo, antes de venir aquí, estábamos metidos de patas en medio de la «comente de la vida contemporánea», ya sea por un fenómeno de autosugestión, ya por virtud de un principio panteísta, cada día más patente, según el cual á un mismo tiempo viven en las más apartadas comarcas del mundo plantas de una misma familia y pensamientos de un mismo orden, porque es la naturaleza la que crea á aquéllas y es el espíritu el que engendra éstos.
En todo el tiempo que llevo aquí, y leyendo á diario mucho de literatura jornalera, lo único que recuerdo como cosa original es un artículo de crítica, que tiene trazas y pretensiones de extravagante. Jean Psichari desenvuelve en él, «con gran copia de razonamientos», el dicho vulgar de que de lo ridículo á lo sublime no hay más que un paso. Para ser gran artista hay que arrojarse en brazos de lo ridículo, y sólo el que tiene valor para crear tipos profundamente ridículos crea tipos duraderos.
El que se queda á la mitad del camino y cubre piadosamente las bajezas del hombre, es el que nos hace reir y no con buena intención. Psichari no cita el Quijote, que le vendría de perilla, pero aduce mil ejemplos. Werther no es ni más ni menos que un joven que hace' el oso; Fausto, un majadero como tantos otros que cultivan la ciencia con la seriedad del asno. Otelo pasa por los trances que nos hacen reir cuando los vemos en nuestro vecino de enfrente ó de al lado, y Hamlet parece un jovenzuelo que erige el escepticismo en pose. A mi juicio, lo que hay en esto de exacto es que lo sublime es una forma de locura, puesto que su efecto es la tristeza. Cuando se intenta presentar un hombre juicioso realizando acciones heroicas se cae en el ridículo, porque el heroísmo produce una tensión fuerte y el buen juicio una impresión suave; en total, una gran diferencia en la velocidad de dos máquinas, que, por tanto, no pueden ir juntas. Los autores que presentan un tipo ridículo, pero dejando entrever que en el fondo hay algo de locura, consiguen indefectiblemente impresionarnos y hasta hacernos llorar. En verdad, su arte consiste en repetir un hecho muy corriente que ha experimentado todo el que haya visto un loco en su vida. Fíjate y verás cómo la lectura, y mejor la representación del Hamlet, produce el mismo estado de ánimo que una visita al Nuncio de Toledo. Quería uno reir al principio de los disparates é incongruencias que ve; pero luego viene el dolor producido, más que por reflexión, por la mirada del loco, esa mirada tan característica y tan sugestiva, y se sienten ganas de llorar y de huir.
Al lado de esta impresión nada significa la del incendio del buque con mil pasajeros, ni el desplome de un edificio en que mueren aplastadas diez mil personas. Tan convencido estoy de que en todo lo que va dicho hay una gran doctrina estética, que voy á decirte que los que la siguen son hoy los únicos que descuellan en el arte. Los principales personajes de Zola son locos. El recurso supremo de Ibsen es la locura, y Tolstoi es él mismo un hombre ridículo, del que se reiría todo el mundo si no le defendiera la locura mística de que se halla poseído.
Era cosa convenida entre los estéticos que el loco no podía ser asunto del arte. Luego vi- nieron los de la escuela antropológica á decir que el genio es unNloco sui gencris. Sin embargo, lo que hay de verdad es que el loco es el gran asunto del arte, y que el artista no necesita serlo, aunque se den casos en que la obra inventada nos impresione tanto que pretendamos ponerla en práctica. Si Tolstoi prac- tica lo que escribe, la mayor parte se ha contentado con escribir, sin cometer locuras de ningún género. El quid está en saber explotar la locura del hombre, y á mí me parece que ese quid consiste en presentar primero las ridiculeces y cortar 4 punto nuestra risa con aquella mirada siniestra que lanza el loco enjaulado, ó bien con la mirada cosquillosa del loco risueño y pacífico. Repasa en tu memoria los tipos más salientes de la literatura, y verás cómo encuen- tras algo de esto en todos ellos. Y ésta es la razón también de que la impresión total y final de las obras humorísticas, en el sentido noble de esta palabra, desde el Quijote hasta la Feria de vanidades, de Thackeray, desde Swift á Heine, sea siempre más triste que la de las obras pretendidamente serias. Cuando el autor es subjetivo, el loco que asoma la cabeza es él mismo, como ocurre en estes dos últimos; cuando es objetivo, los locos son los personajes; pero el resultado es igual. No niego que haya exposición en hacer afirmaciones absolutas, y creo también que como la realidad tiene muchas caras, cuando se toma un punto de vista sistemáticamente todo se deja ver por este punto, y por consecuencia, todas las obras artísticas serían jaulas de locos. En Galdós, por ejemplo, sacaríamos bastantes, los mejores, «Orozco», «Viera», «Guillermina», «Leré», «El padre de las Miau-», etc. Pero lo sustancioso en esta cuestión es que el punto de vista ofrece un criterio fijo para crear tipos con probabilidad de acierto, y por otro lado la observa- ción se facilita, circunscribiéndose á los rasgos ridículos y á las locuras humanas, puesto que su combinación parece ser que da una idea completa y perfecta de lo que somos.
Un ejemplo fresco de lo dicho es el anunciado Docteur Pascal, de Zola, que acaba de aparecer. He leído dos artículos críticos, y con ellos basta para hacerme cargo de la cosa. El doctor vive en Plassan separado de su familia,
cuyas miserias conoce de sobra, y pensando aprovechar este conocimiento para fundar la gran ley de la herencia. Con lo cual su madre se enfurece, porque, considerándose autora de toda la trama, no quiere que sirva para comidilla del público. Pero la ciencia ante todo, dice Pascal, iniciando el tema serio, esto es, la chifladura que le ha cabido en suerte. Una hija de Arístides Rougon (el Marcead de «Argent») es la única que vive con su tío; pero se pone de parte de la abuela y pretende robar á éste los documentos^ humanos, coleccionados para vergüenza de toda la casta. Pascal la sor- prende, la explica la grandeza de su objeto, el bien de la Humanidad — continúa él tan serio, — y la convence. No sólo la convence: la enamora, y aquí entra lo risible. El tío se enamora como un mentecato, y entre tío y sobrina alimentan un idilio, eminentemente ri- dículo..., si no fuera porque al fina! viene la se- paración. ¿Por qué? Porque Pascal, entre la mujer y la ciencia, antepone ésta, esto es, porque cuando la ridiculez se iba á adocenar, ter- minando por una aventura de chicuelos, la manía científica endereza la situación, y Pascal continúa siendo héroe de la ciencia, más héroe que si no hubiera realizado las precedentes chiquilladas. Cae Pascal enfermo, y á pesar de su enfermedad continúa la obra científica; su deseo sería vivir sólo para terminarla. Pero la muerte se le echa encima al mismo tiempo que la noticia de que Clotilde, la sobrina, está preñada de él. Enternecimiento, llamada, y quién sabe si proyectos de paternidad burguesa y de abandono de la ciencia. La muerte, lo serio, corta oportunamente la situación, y queda sólo Clotilde, y después de ella, un hijo de Pascal, la herencia que éste trataba de descifrar, hecha carne, convertida en una incógnita, en la eterna X que aparece al fin de la ciencia como protesta de nuestra debilidad contra nuestra presunción. Después de esto, ríete de los que hablan de obras inconscientes del genio. La obra ésta está tan bien calculada como una operación matemática. Si Zola hubiese escrito, como decían, la epopeya de la ciencia en serio, nadie sabe dónde hubiera ido á parar, aunque á nada bueno de seguro. Un hombre que se llama amante de la ciencia y entusiasta por el progreso ha tenido que dar una solución escéptica ó irónica, formada por el contraste entre las ridiculeces que como hombres hemos de cometer, y la gravedad con que queremos cubrirlas mediante manías particulares que nos adornan. La solución de Zola es pesimista, y filosóficamente estaba ya dada en la Metafísica del amor, de Schopenhauer.
Nosotros somos miserables siervos de la especie, á la cual servimos para proporcionarnos un placer engañoso y brutal. Pascal se pasa la vida trabajando para la ciencia ó para su propia gloria (esto es lo más propio), y al cabo resulta... con un hijo, esto es, con un nuevo servidor de la especie humana, que acaso sea peor que todos los Rougones anteriores. Lo cual no quita para que el público tome la cosa por el lado simbólico y vea en todo ello una expresión de los elementos que han entrado ó debían entrar á componer la X, la Francia posterior al Imperio fallecido en Sedán.
Según todo lo que va dicho, no me parece bueno tu sistema de dejar á la naturaleza que obre como tenga por conveniente. Lo que se cuaja espontáneamente dentro del arca de los ajos es la forma particular de la obra; pero para que cuaje hay que meter dentro algo sus- tancioso. La impresión recibida no basta, pues podría ocurrir que dicha impresión fuese huera, y á pesar de las tres semanas de empolladura no saliera el pollo. Hay personas que conocen los huevos fecundados, y éstas son las que deben dirigir la echadura. Para distin- guir el valor de las impresiones hay que tener criterio, sin contar con que la impresión mis- ma lleva en sí cierta traza de nuestro crite- rio; lo que motiva que las impresiones ó emociones sean distintas en las distintas personas. Pero aunque la impresión haya sido to- mada según nuestra manera de ver, no lleva en sí la cantidad suficiente de idea en todas ocasiones, porque hay momentos en que es- tamos desequilibrados ó apasionados y no vemos las cosas con serenidad. Cuando nos ocurre una gran desgracia, vemos tristezas que antes no veíamos en todo lo que nos rodea y recogemos impresiones falsas, que luego desechamos por inútiles y á veces como ridiculas. Para componer se necesita estar lleno de impresiones, pero éstas no dicen nada mientras no las fecunda esa idea constante de que yo te hablaba. Por eso, los que escriben excitados por la pasión caen en el sentimentalismo y en la hinchazón. .Yo recuerdo que cuando mi paisano A*** M*** perdió á su mujer se incomunicó del resto de. sus semejantes, y aprovechó las impresiones y la exacerbación de aquellos momentos para componer de un tirón un poema, que él cree su obra maestra, y que es una majadería con circunstancias agravantes. Esto no depende sólo de que se trate de un poeta muy malo, sino de que no es posible llenar con fuegos fatuos el espacio que debe ocupar el pensamiento. Hay temperamentos que componen en frío, otros que componen en caliente; lo que no puede variar es la primera materia.
Como demostración práctica de esto tú puedes servir de ejemplo. Hallándote á 37o era natural que sintieras calor, que los estragos del sol te impresionaran; pero esta impresión es circunstancial, y en circunstancias normales te parecerá impropia para la poesía. Dado este precedente, los materiales empleados en revestir la impresión son perdidos. Esta opinión mía no tiene nada de particular, pues ni el Himno al Sol, de Espronceda, que toma al astro-rey por todo lo alto, me deja satisfecho.
Si la poesía de la naturaleza es filosófica, exige grandes cuadros, poemas enteros, y si descriptiva, no puede formar ó no conviene que forme temas separados, sino ir engarzada
en composiciones de otro género. En el Ahogado hay pensamientos y hay im-
presión, como es moda decir hoy á todo pasto.
Siguiendo mi discurso, creo que el pensamiento es claro y bueno, pues ha servido para obras magistrales. Rebajar al hombre hasta donde se merece y un poco más, es el eterno filón de la sátira. Si antes se hacía esto en forma directa y con tono sentencioso, se flagelaban los vicios humanos; hoy este recurso no alcanza, porque todo lo que huele á sermón parece insoportable. Ha habido que recurrir á medios indirectos, ó á los contrastes en que se muestra la estupidez de nuestra especie de una manera clara y precisa, para que el lector se encargue de sacar la punta, ó á la defensa de lo indefendible, con el sano propósito de acabar de rematarlo. Esta forma de sátira es la más enérgica, se reduce á un mecanismo tan sencillo como la suerte de varas: el picador debe defender al penco, y parece que lo defiende; pero como el penco no tiene resistencia, todo Dios viene al suelo; el picador, bien ó mal escapa, y el penco se queda pataleando.
Para emplear este recurso hay que ser un poco canalla; pero el arte no tiene entrañas, y la sátira las tiene de hiél. Ya recordarás que el severo Taine disculpa con gusto á Swift diciendo que «bello es también un palacio cuando arde». Y luego pone en boca de un tercero, que acaso sea él mismo: «Sobre todo, cuando arde.» Noto que para buscar comparaciones me voy siempre á las alturas; y es que creo, como te he dicho mil veces, que mejor es no ser nada que ser una medianía, y que de lo que se trata es de saber si hay fuerzas para llegar muy alto, ó si debe uno quedarse en su casa.
Ninguna persona decente debe aspirar á ser Palacio, ni Ferrari, ni Rueda, ni Cano, ni Codina, etc., etc., aunque alguno de éstos coma un poco mejor que el común de los mortales. No se debe buscar la justificación de lo que se hace, bueno, mediano ó malo, que esto es tra- bajo de abogado, y sabido es que el abogado, por el hecho de serlo, es una bestia nociva para el arte (ejemplo, nuestro excelente amigo D***).
A mí me produce gran perplejidad la impresión que te ha servido para exponer ese pensamiento de tu composición. El contraste entre la gentuza y el cadáver produce el efecto apetecido; el de los hombres oscuros no me gusta, porque la idea se particulariza á una clase y pierde la generalidad que debe tener. Su- pongamos que el asunto fuera la ejecución de un condenado á muerte. El contraste entre la canalla y la víctima produce la misma impresión, aunque el tema sea más gastado. ¿Pero la produciría el contraste entre el condenado y el sacerdote, los hermanos de la Paz y Caridad, la fuerza pública y aun el mismo verdugo? Yo creo que no, porque éstos llenan una misión necesaria , dado un sistema social.
En un sentido muy alto, es cierto que en la ejecución la única persona digna parece ser el muerto, y que nos parece estúpida la intervención de quienquiera que sea. Pero el desprecio recae sobre la chusma que voluntariamente saborea el espectáculo, no contra los que intervienen por caridad, por mandato ó por necesidad. La sátira contra éstos iría contra la pena de muerte, y la sátira contra los hombres oscuros ó el desprecio contra las aves de la curia recae sobre la justicia, ó lo que es peor, va contra la necesidad imprescindible del procedimiento penal y del levantamiento del cadáver, que no se ha de dejar abandonado para que llene el aire de miasmas. Todo esto parece alambicado, pero no dejará de ocurrírsele así á bulto al lector, y quitará fuerza al pensamiento. Tu composición parecería intachable á los coloristas que no ven en la palabra más que la virtualidad para expresar un rasgo ó un matiz, y juzgan el summum del arte la trasmisión exacta y viviente de lo visto; pero tu objeto no es ese, pues desde el verso «que desde allí arriba parecía risible y grotescos, se inicia á las claras el sentido satírico que se completa en las dos estrofas siguientes.
Yo creo que la composición ganaría suprimiendo las dos estrofas penúltimas y ampliando en dos el cuadro indicado en la que las precede, y sin necesidad de esta ampliación, te puedo asegurar que á mí me satisface mucho más sustituir esas dos estrofas por una hilera de puntos y leer en seguida la última, que es la mejor de todas. Vuelve á leer la composición en la forma que yo te digo y dime lo que te parece. El cuadro queda convertido en mancha, pero la mancha expresa más que el cuadro. Y conste que soy yo en esta ocasión el partidario de la incoherencia. En cuanto á la estructura, esas dos mismas estrofas, condenadas á muerte, son las que menos me agradan, y de las restantes, á la única que encuentro peros es á la tercera: «con crueldad acusaba la forma — proporciones tan raras é insólitas; — llena de zozobra — contemplar absorta» — son versos que se prestan á algunos reparos.
He leído lo que dices de Goethe, y precisa- mente estos días he pensado yo sobre el asunto con motivo de la publicación de varias anéc- dotas que al hacer la crítica del Werther, de Massenet, han desempolvado los críticos. Esa misma idea que hoy se tiene de Goethe, después de escudriñar toda su vida, la tuvo, por impresión, como es natural, en las mujeres, Carlota Buff, cuando Goethe tenía sólo veinte ó veinticuatro años. El genio trató de suplan- tar en el corazón de Carlota á un tal Kutzner, mozo fornido y de los que se entregan sin re- servas, y Carlota, á pesar de los destellos que brillaban en los ojos del genio, le dió unas magníficas calabazas y hasta le trató con dureza un día que Goethe se atrevió á darla un beso. Kutzner la hizo madre de una docena de robustos infantes y Goethe se desahogó escri- biendo el Werther, en el que no hay de ver- dad más que el beso. Y cuentan que siendo ya muy jamona se reía Carlota de los cuadros de cenador en que aparecía ella como una ena- morada romántica, víctima de su deber conyugal. En toda su vida no se le ocurrió siquiera comparar á su marido, hombre de corazón, con Goethe, hombre de cabeza. Y en verdad que este rasgo sería bastante para reconciliarnos con el sexo débil, si no estuviera averiguado que es un rasgo constante en la mujer y que es obra del instinto, que no busca satisfacciones platónicas, que impone el deber de la maternidad, que abre los ojos para buscar el hombre útil, el hombre trabajador, dispuesto á gastar su pólvora en descargas y no en salvas.
Sobre lecturas de viajes te diré que sus efectos son monótonos, si se leen autores que sólo van á descubrir y pasan por encima de todo; pero hoy casi todos los Estados europeos tienen establecimientos permanentes, y se pueden publicar estudios de interés. Yo he leído una colección de viajes publicada en Barcelona por una Sociedad de literatura, los cuatro ó seis tomos de Montaner y Simón y otros varios. Aquí he leído los viajes de Stanley y me han parecido una brutalidad, porque Stan- ley es un hombre inculto y cruel, é iba también derecho á su objeto, sin fijarse en lo que veía y dejándose la caravana á jirones muerta de cansancio y de hambre. Lo que sí interesa es la obra de los europeos residentes, que han estudiado los idiomas y se pueden hacer cargo de la vida de los indígenas, la cual tiene el mérito, por lo menos, de no parecerse á la nuestra.
Ilustración: Alexander Vladimirovich Makovsky
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