Encontrada entre los papeles del difunto Diedrich Knickerbocker
En lo más profundo de una de las inmensas ensenadas de playas que el Hudson acaricia en sus orillas orientales, se produce un enorme ensanchamiento al que los viejos marinos holandeses llamaron en tiempos Tappan Zee; para navegarlo, recogían las velas prudentemente mientras invocaban a San Nicolás. Justo allí se alza una pequeña aldea con su puerto recoleto, a la que algunos dan el nombre de Greensburg, pero a la que la mayoría de la gente llama Tarry Town. Recibió este nombre, por lo que sabemos, en tiempos antiguos; se lo dieron las buenas mujeres de un villorrio vecino, pues era en las tabernas de Tarry Town donde sus maridos se demoraban muy largamente en los días de mercado. Eso es lo que dicen; yo no puedo dar fe de ello, pero aquí lo hago constar en aras de la autenticidad de los hechos que se narran.
No muy lejos de esta villa, acaso a un par de millas, se abre un valle pequeño, al que acaso haya que llamar simplemente una lengua de tierra entre las altas colinas, que desde luego no tiene igual en todo el mundo por la tranquilidad que allí se respira. Un arroyuelo cruza el valle con su rumor delicioso que le obliga a uno a descansar. Allí, ningún ruido turba tu paz, salvo, acaso, el canto súbito de una codorniz o el repiqueteo de un pájaro carpintero en cualquier árbol, nada más; el resto, tranquilidad plena.
Recuerdo que, siendo yo niño, hice mi primera cacería de ardillas en un bosque preñado de nogales no muy altos que derramaban su sombra a uno de los lados de aquel pequeño valle. Vagabundeaba por allí al mediodía, en esas horas en las que la naturaleza se muestra particularmente inmóvil, y me sobresaltó el estruendo que hizo mi propia escopeta al disparar, pues en la profanación de aquel silencio sabático el disparo se eternizó en el aire hasta que al fin el eco me lo devolvió con furia. Si alguna vez deseara retirarme del mundo y todas sus tentaciones buscando el solaz de los lugares más encantadoramente apacibles y gratos, no dudaría en dirigirme a este pequeño valle, pues ningún otro lugar conozco que tanta paz ofrezca.
Este lugar, desde tiempos remotos, desde que se asentaron aquí los primeros colonos holandeses, se conoce como Sleepy Hollow, sin duda por las características tan peculiares de los descendientes de los colonos holandeses, gente apacible, serena, acaso indolente… También desde antiguo se llama a los mozos del lugar, en los pueblos vecinos, los muchachos del valle soñoliento. Realmente, es como si esta tierra estuviera envuelta en una atmósfera de ensoñación y calma densa. Algunos cuentan que fue hechizada por cierto doctor alemán en los primeros tiempos de los asentamientos de colonos; para otros, fue un antiguo jefe indio, mago o profeta de la tribu, el que encantó la región antes de que la descubriese Hendrick Hudson. Y ciertamente parece este lugar, aún hoy, envuelto en un poderoso hechizo que llena de extrañas fantasmagorías las cabezas de esas buenas gentes que lo habitan, haciéndoles caminar de continuo en una especie de duermevela. Creen, por supuesto, en los más raros poderes; suelen caer a menudo en trance y tienen visiones; escuchan en el aire voces y músicas indescifrables… No hay vecino que no tenga noticia de algún hecho extraordinario o que no se sepa alguna historia maravillosa, o que no pueda señalar qué paraje alberga entre sus profusas sombras algún espectro acechante; las estrellas fugaces y los meteoritos de fuego a menudo cruzan el valle, acaso por todo ello, con más frecuencia que en cualquier otra parte de la región; podría decirse, pues, que aquí el demonio de la pesadilla y sus figuras diabólicas tienen el mejor escenario posible para ejecutar sus danzas y morisquetas.
El espíritu dominante, sin embargo, el que más influjo tiene sobre la imaginación de las gentes, el que parece someter a todos los espíritus que habitan los aires, es un fantasma, auténtico rey de esta región encantada; un fantasma decapitado que se aparece a lomos de un caballo… Para algunos, no es otro que el espectro de un soldado que sirvió en la caballería de Hesse; un soldado al que una bala de cañón arrancó de cuajo la cabeza en una batalla de la Guerra Revolucionaria y que aún galopa, como llevado por el viento, en las noches más oscuras. Sus dominios, empero, no son únicamente los del valle, y muchos aseguran haberlo visto por caminos más alejados y especialmente en las cercanías de una iglesia apartada del pueblo. Los historiadores de la región más dignos de aprecio aseguran que, tras haber estudiado en detalle todas las versiones que se dan sobre el jinete decapitado, y tras haberlas contrastado, han llegado a la conclusión de que el cuerpo de aquel soldado recibió sepultura en el camposanto de aquella iglesia junto a la que se aparece, sí, pero que su fantasma vaga por las noches y pena en busca de su cabeza en lo que fue campo de batalla; después, antes de que amanezca, ha de regresar a su tumba… Por eso atraviesa a galope tendido el valle poco antes de que comience a clarear el día.
Así es como se interpreta, de común, esta superstición legendaria, que tanto alienta las historias que se dicen unos a otros los habitantes de esta región en sombras; así es como se dio al espectro el nombre de El Jinete sin cabeza de Sleepy Hollow.
Reseñemos, sin embargo, un hecho claro, cual lo es que la propensión a tener visiones espectrales no es solo cosa de estas buenas gentes que habitan el valle; aseguro que quien resida aquí por un tiempo también las tendrá. No importa cuán despierto hayas sido, una vez te adentras en las sombras de esta región ya no puedes permanecer ajeno a su influjo; la ensoñación mágica de su atmósfera se apodera de ti al instante; no tardarás mucho en tener visiones, en soñar con los ojos abiertos.
Tengo mucho cariño a este pacífico lugar, sin embargo, pues fue aquí, al igual que en otros valles próximos, donde los holandeses que buscaron refugio en el gran Estado de Nueva York dejaron costumbres, usos y tradiciones que aún se conservan, en contra de lo ocurrido en otros lugares, donde han sido arrastradas por la marea inmigratoria y por el progreso que transforma día a día nuestra emprendedora nación, de manera imparable. Por eso digo que un lugar como Sleepy Hollow es un remanso de paz en el que las corrientes migratorias no se llevan ni la hierba ni el cauce de los arroyos con sus aguas saltarinas y burbujeantes; tienen aquí una suerte de puerto en el que remansarse mientras más allá se producen los torrentes que arrasan. Ya han pasado muchos años desde que logré despojarme, además, del velo de sombras de Sleepy Hollow, pero aún me pregunto si no seguirán en el valle los mismos árboles y en el pueblo las mismas familias vegetando en este confín que les da protección.
En este apartado rincón de la naturaleza vivía en una época ya remota de la historia americana, esto es, hace unos treinta años, una bellísima persona llamada Ichabod Crane, que se «aletargaba», cual gustaba decir, en Sleepy Hollow, para instruir convenientemente a los niños del pueblo. Era natural de Connecticut, un Estado que abastece a la Unión de aventureros de obra y de pensamiento y del que cada año parten miles de hombres para trabajar como leñadores en las fronteras con los otros estados o como maestros de escuela en los mismos.
El apellido Crane le iba de maravilla. Era alto, extremadamente flaco, de largos brazos, de piernas no menos desmesuradas, con los hombros muy estrechos, con las manos que parecían írsele casi una milla de las mangas, con los pies que podían haberse utilizado como si fueran palas, con toda su estampa, en fin, como desmadejada, como si su cuerpo se mantuviese unido, extrañamente, en todas sus partes. De su cabeza pequeña y aplanada salían dos orejas gigantescas y parecían habérsele incrustado bajo la frente chata aquellos dos ojos verdes, como de vidrio; su nariz, de tan larga, parecía buscar de continuo algo en el suelo; digamos que su cabeza, de perfil, parecía una veleta con silueta de gallo, que hubiera sido puesta en la fina varilla de hierro de su cuello para indicar la dirección de los vientos. Quien lo viera en un día de viento, a zancadas por la ladera de una colina, con sus ropas que parecían bailarle en el cuerpo, bien podría pensar en una llegada a la tierra del espíritu del hambre… O que un espantapájaros se largaba de su campo de trigo…
Su escuela estaba en una casa de una planta y de una sola estancia, una casa hecha de troncos, tosca y rural; en los cristales de la única ventana, varios de ellos parcialmente rotos, parches de hojas arrancadas de cuadernos escolares. No sin bastante ingenio protegía la casa, sin embargo, con un picaporte hecho de mimbre durante sus ratos de ocio, en la puerta, y unas estacas que apuntalaban la contraventana, de forma tal que el curioso arquitecto tenía por seguro que, de entrar algún ladrón, y aunque tuviera fácil el acceso, salir de allí le resultaría de veras difícil. Era como si se hubiese inspirado en una trampa para pescar anguilas creada por un Yost Von Houten cualquiera. La escuela, en fin, se alzaba en un paraje solitario, a las afueras del pueblo, en un pequeño bosque que crecía a los pies de una colina; un enorme abedul le daba sombra y un sinuoso riachuelo pasaba muy cerca. El murmullo de las voces de sus discípulos, como el rumor de una colmena, lo arrullaba en los pesados días del verano, aunque en ocasiones, al hacerse escandaloso, le obligaba a levantar la voz en tono de amenaza y reprobación, e incluso a aguijonear con un palmetazo la mano de uno de aquellos holgazanes jaraneros que tan escandalosamente se desviaban de la senda del conocimiento… A decir verdad, era un maestro concienzudo; siempre tenía en mente esa máxima de oro que dice así: «La letra con sangre entra». Desde luego, no mimaba mucho a sus alumnos el viejo Ichabod Crane…
No quisiera que se le tuviese, sin embargo, por uno de esos maestros crueles y prepotentes que disfrutan haciendo sufrir y denigrando a sus discípulos; por el contrario, administraba justicia con claro discernimiento entre el bien y el mal, más que con severidad; exoneraba de peso las espaldas del más débil para hacerlo recaer en el más fuerte; castigaba con indulgencia al que se estremecía con los golpes de su vara, pero brillaba clamorosamente la llama de la justicia cuando sacudía sin contemplaciones a un muchacho holandés cabezota y terco, a un pilluelo que, aun soportando el castigo, se le volviera contumaz y altivo, gruñón y despectivo ante cada golpe de su vara. Era lo que él decía «cumplimiento de mi deber» encargado por los padres de sus alumnos; cabe señalar, además, que nunca infligió castigo alguno a cualquiera de los muchachos sin antes asegurarle, para dar el necesario consuelo al insolente, que lo hacía por su bien, añadiendo: «Me estarás por ello agradecido de por vida».
Cuando acababan las clases, empero, era siempre el mejor compañero de juegos de los niños; las tardes de los días festivos acompañaba a los más pequeños hasta sus casas, muy especialmente a los que tenían alguna hermana mayor hermosa, o por madre a una buena ama de casa famosa en el vecindario por su excelente despensa. Por eso, sobre todo, hacía cuanto estaba en su mano para ser querido y apreciado por sus pupilos. Lo que cobraba en la escuela era poco, apenas le llegaba para comprarse el pan de cada día, y ha de hacerse notar que era hombre muy comilón y con unas tragaderas capaces de dilatarse como una anaconda, por lo que, a fin de vivir cual es debido, y siguiendo la costumbre de entonces para con los maestros, se alojaba y comía en las granjas de los padres de sus alumnos. Vivía una semana en cada granja; iba de granja en granja, pues, con sus escasas pertenencias mundanas metidas en un pañuelo de algodón.
Aquello, empero, no debía de resultarles en exceso gravoso a sus rústicos patrones, quienes de común consideran una carga excesiva alimentar a cualquier maestro y todo un derroche mantener una escuela, por lo que procuraba hacerse grato y útil a quienes le daban comida y techo. Así, y como no era cosa de exagerar, ayudaba a los labriegos en sus tareas más sencillas, apilaba el heno, reparaba una valla, iba a la pradera a buscar el ganado que pastaba, cortaba leña cuando comenzaba a dejarse sentir el frío del invierno… No se mostraba entonces, en fin, con la dignidad arrogante de que hacía gala en la escuela, su pequeño imperio, y se comportaba no ya educado y cortés, sino decididamente obsequioso; era la admiración de las madres por el cariño con que trataba entonces a sus hijos, sobre todo a los más chicos, y como el león que acaricia con sus garras al cordero que se va a comer, ponía en sus rodillas a cualquiera de los pequeños mientras con el pie de la otra pierna mecía la cuna de otro aún más chico durante horas.
Además de vocación semejante, hacía demostración de otras no menos reseñables; era el maestro de canto del pueblo y buenas y muy relucientes monedas le caían por enseñar a entonar debidamente los salmos a los jóvenes vecinos. No hay ni que decir cuánto se pavoneaba y gozaba los domingos en la iglesia, con su coro compuesto por cantores bien seleccionados, allí, en lugar preeminente, robando protagonismo, lo sabía bien el maestro, al viejo pastor oficiante. Es verdad que su voz, al cantar, se dejaba sentir por encima del susurro de las oraciones; todavía hoy se oyen en la iglesia los domingos por la mañana, durante la celebración de los oficios, unos trinos que, dicen los lugareños, son los legítimos descendientes de la nariz de Ichabod Crane, trinos que pueden escucharse hasta más allá de una milla, a través del aire, por donde está la alberca… Así, pillando por aquí, trampeando por allá, como se dice vulgarmente de un modo u otro hacía más llevadera su vida el modesto pedagogo, incluso medianamente regalada, aunque eran no pocos, esos que en nada aprecian el trabajo intelectual, los que creían que llevaba una vida muy fácil, maravillosamente apacible, a cambio de nada, de ningún esfuerzo.
Un maestro de escuela es por lo general un hombre, sin embargo, tenido por importante en el círculo femenino de las comunidades rurales. Se le tiene por una especie de ídolo, por un caballero tan ocioso como culto, superior, por ello, a los hombres gárrulos que componen el elemento masculino de los pueblos; acaso únicamente se le considere inferior en saberes con respecto al pastor de la iglesia… Su presencia, así las cosas, causa siempre cierta expectativa cuando está a la mesa en cualquier casa, dispuesto a dar buena cuenta de lo que va a servirse; es su presencia, nada más, lo que hace que las buenas amas de casa se afanen especialmente en preparar platillos exquisitos y dulces suculentos en abundancia; algunas hasta aprovechan la ocasión para sacar a relucir sus juegos de té de plata… Nuestro hombre de letras, en suma, estaba particularmente feliz entre las damas sonrientes del pueblo y aledaños. Era digno de verse cuánto gozaba de su compañía, cómo se lucía ante ellas en el jardín de la iglesia y en el camposanto próximo los domingos, una vez concluido el oficio, descifrándoles las crípticas inscripciones de las tumbas, ofreciéndoles racimos de uvas silvestres de los árboles del jardín, paseando con toda aquella grey femenina por las márgenes de la presa del molino… Ni que decir tiene que los gárrulos hombres del lugar, tan menoscabados como envidiosos, ni se atrevían a intervenir; se limitaban a mirarle desde lejos, envidiosos de su sabiduría y superior elegancia.
De aquella su vida en cierto modo errabunda, le venía además otra condición, la de ser una especie de gacetilla rodante, pues llevaba de casa en casa noticias, rumores y chismorreos en general de toda la comarca; eso, por supuesto, hacía que su presencia fuera acogida con especial interés, sobre todo por parte de las mujeres de las casas, quienes además gozaban especialmente de su erudición por cuanto tenía hechas una cuantas y al parecer buenas lecturas, tales como la de la obra de Cotton Mather Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, un asunto, el de la brujería, en el que, dicho sea de paso, creía firme y fervorosamente el maestro.
Era, en efecto, un hombre a la vez sagaz y crédulo, incluso simplón en estos aspectos… Su apetencia de saberes acerca de lo maravilloso, su afán de conocer cosas acerca de lo sobrenatural, eran tan extraordinarios como su capacidad de digerir cuanto de todo ello tenía noticia, algo que se hizo más fuerte en él tras un cierto tiempo de estancia en Sleepy Hollow. Ni la narración terrorífica más infame o monstruosa le revolvía las tripas o le parecía increíble. Cuando cerraba su escuela a la caída de la tarde, solía ir a tumbarse plácidamente sobre los tréboles arracimados que le ofrecían un dulce lecho a la orilla del arroyo y allí se daba a la lectura de las truculentas historietas narradas por el viejo Mather, hasta que la oscuridad hacía que las líneas de las páginas aparecieran borrosas ante sus ojos. Era entonces cuando, de camino a la granja en la que se hospedara por aquellos días, evitando tierras de légamo y atravesando bosques tan frondosos como oscuros, su imaginación, con cada crujido de una rama, con cada rumor de hojas o de plantas silvestres, se impresionaba sin duda por lo que había leído antes, llenándose el maestro de un pavoroso escalofrío tan fuerte como constante. El graznido de un ave nocturna, el croar de una rana, el canto hiriente de una lechuza, un aleteo de pájaros asustados ante sus pisadas, lo estremecían; se asustaba incluso de las luciérnagas, que tanto brillan en la oscuridad y que tan a menudo le salían al paso; y si una cucaracha voladora se estrellaba contra su cabeza, creía estar poseído al momento por un maleficio fatal. Así, no era capaz de hallar paz más que entonando alguno de los salmos, lo que además le ayudaba a evitar tan turbadores pensamientos, pero con ello no hacía sino llevar el pánico a las pobres gentes de Sleepy Hollow, que en mitad de aquella hora crepuscular, sentadas a las puertas de sus casas, al escuchar aquella su voz gritona y nasal «en lazos de dulzura perdurable», se horrorizaban ante eso que les llegaba desde más allá del camino polvoriento que tenían ante sí.
Otra de las fuentes de su gozo, gozo acaso un tanto doloroso, era el que le procuraba la compañía de aquellas mujeres holandesas en las noches de invierno, ante el hogar de cualquier casa, las cuales relataban historias de demonios y aparecidos mientras cosían y se asaban las manzanas al fuego, o historias de bosques y de ríos encantados, o de caminos y hasta de casas hechizados… Mas, por sobre todas, la historia que lo dejaba sobrecogido era la del jinete decapitado, la de aquel soldado sin cabeza que galopaba de noche por el valle… En justa correspondencia, él les refería casos de brujería, augurios terribles, apariciones portentosas, extraños sonidos que llevaba el aire, con sus respectivas significaciones; cosas que, según la tradición, habían acontecido en tiempos en Connecticut; y disfrutaba entonces asustando a las crédulas mujeres con sus especulaciones acerca de cometas y estrellas fugaces que trazaban círculos en el cielo, lo que según su decir suponía la llegada de cambios terribles para el mundo, por no hablar de las cabriolas que según él hacía nuestra propia tierra en sus rotaciones, obligándolas a estar más de media vida cabeza abajo…
Aquel placer, sin embargo, se trocaba en terror cuando quienes participaban en esas reuniones junto al fuego del hogar salían de la acogedora estancia. Figuras esquivas, de presencia inexplicable; sombras por los senderos, amenazantes como una presencia real; nieve que brillaba como una sepultura marmórea, entre más sombras; haces de luz a lo lejos, vibrantes, en una ventana; un arbusto nevado que, cual una fantasmagoría, aparece de pronto en el camino; pisadas lentas, temibles, sobre la tierra… ¡Cuántas veces estuvo a punto de morir de angustia el maestro cuando creyó oír en el soplo del viento entre los árboles el paso de un jinete sin cabeza que cabalgaba por el bosque!
No eran, sin embargo, más que los lógicos terrores nocturnos, los propios de cuando uno regresa de noche a su casa a través de las sombras; no eran, pues, otra cosa que los fantasmas de la mente; aunque estaba seguro de avistar espectros, incluso al mismísimo Satán en cualquiera de sus formas, siempre la luz del día ponía fin a sus demoníacos terrores… Digamos que el pobre maestro hubiera podido disfrutar por mucho tiempo de una existencia plácida y feliz, solo alterada por estas minucias, obra del maligno, de no haberse cruzado en su camino la criatura que más turbaciones causa en la existencia del hombre, mayores aún que cualesquiera espectros, demonios y brujos juntos: una mujer.
Entre los alumnos de canto que se reunían en torno al maestro una vez a la semana para entonar salmos estaba Katrina Van Tassel, la hija única de un granjero holandés muy rico. Bellísima, estaba en la flor de sus espléndidos dieciocho años, lustrosa como una perdiz, suave y delicada, de rosadas mejillas; apetecible, en fin, como los melocotones que cosechaba su padre, y famosa y deseada, no solo por su hermosura, sino precisamente por ser la heredera única de la riqueza que había hecho su padre, lo que aumentaba las expectativas con respecto a tan notable damisela. Era un tanto coqueta; vestía combinando sabiamente lo tradicional y lo moderno, siempre en aras del realzamiento de su belleza; lucía, por ejemplo, las viejas joyas que su abuela trajera de Saardam, sobre su tentador escote, cuando se ponía aquel corto vestido que descubría las pantorrillas más apetecibles de la región y unos pies lindísimos.
Ichabod Crane era hombre de corazón enternecido y bien dispuesto hacia las mujeres; no debe maravillarnos, en consecuencia, que sucumbiera pronto ante los exquisitos encantos de la muchacha, y más si se tiene en cuenta que poco ha fuera invitado en la muy próspera casa del granjero holandés, padre de Katrina.
El viejo Baltus Van Tassel era la mejor representación de un granjero próspero y feliz, además de muy liberal en su generosidad. Le importaba poco cuanto acontecía más allá de las lindes de sus propiedades, pero en estas todo era detalle, lujo, bonanza… Tampoco hacía ostentación de su riqueza, pues prefería disfrutar de cuanto tenía en vez de presumir de lo logrado. Su granja estaba en las orillas del Hudson, en un rincón natural hermoso, muy verde y fértil, a salvo de los malos vientos; en el sitio, pues, donde más les gustó echar raíces a los colonos llegados de Holanda.
Un gran olmo daba amparo a la casa, y junto al árbol imponente una fuente de aguas límpidas y frescas vertía en un barril, el cual, a su vez, las derramaba entre la hierba hasta unirlas a un arroyo próximo que parecía musitar su arrullo permanente a los alisos y sauces enanos que tenía por vecinos. El granero próximo a la mansión del holandés era tan enorme que podía haber sido habilitado como iglesia; enorme y próspero; tan atiborrado estaba de los tesoros que la tierra daba generosamente a su propietario, que parecía ir a reventar en cualquier momento por sus ventanas y la puerta… Por doquier se dejaba sentir el canto de las golondrinas y de los vencejos que volaban casi a ras de los aleros del tejado en donde dormitaban bajo el sol bandadas de palomas, alguna con un ojo escrutando siempre los cielos como para cerciorarse de la bondad del tiempo, mientras las demás metían la cabeza bajo un ala, en reposo profundo, y otras ahuecaban sus plumas esperando el cortejo de los palomos. Abajo, enormes, gordos, rozagantes, los cerdos hocicaban en la abundancia y se refocilaban en la paz de sus zahúrdas mientras los lechones asomaban el hocico entre las tablas que los guardaban como para deleitarse con el aire y los aromas de la cochiquera. Un escuadrón de gansos, en el estanque, parecía maniobrar ofreciendo escolta a varias flotillas de patos mientras todo un regimiento de pavos se lucía ante las gallinas, que parecían protestar ante tamaña exhibición, cloqueando de manera desafinada y malhumorada, como las amas de casa… Ajeno a todo esto, sin embargo, el gallo, como un digno caballero, como un ejemplo de esposo o de guerrero, batía altivo sus alas como de acero y lanzaba su alegre canto, mientras escarbaba con sus patas, para llamar a sus hijos y a sus esposas a compartir con él un suculento manjar que acababa de descubrir.
Salivaba de gusto el pedagogo mientras contemplaba todo aquello, la mejor provisión para un duro invierno. Su imaginación voraz le hacía ver a su alrededor a los lechones rellenos de pudin y prestos a ser asados con una manzana en la boca; a los pichones, en un lecho de hojaldre y arropados por una sábana de crujiente y bien tostada corteza; a los gansos, nadando ahora en su propia salsa, igual que los patos, que lo hacían en parejas, cual matrimonios perfectos, pero sobre una salsa de cebollas, como compitiendo con los gansos en galanura… En los cerdos veía ya las plateadas vetas del tocino brillando entre el sabroso jamón y ni uno solo de los pavos quedaba libre de aquellas ensoñaciones del maestro, que se los presentaba trufados, con la molleja bajo un ala y con un collar de jugosas salchichas. En cuanto al muy altanero cantor de las granjas, es suficiente decir que lo veía ya patas arriba, en una bandeja, implorando una suerte de clemencia que en vida jamás hubiera recabado.
Todas estas fantasías arrebatadas tenía el fervoroso Ichabod; y cuanto más miraban sus ojos verdes hacia cualquier lugar de aquella feraz tierra con sus trigales, con su centeno, con su maíz, con su cebada, o a los árboles que rendían sus ramas de tanto fruto como en ellas había, o hacia los huertos que rodeaban la mansión de Van Tassel, más aceleradamente le latía el corazón, sobre todo porque lo hacía pensando en la damisela que heredaría aquellos dominios. También, como es natural, pensaba en el dinero contante y sonante que debía de dar todo aquello, un dinero que su imaginación le decía que podría gastarse en palacios de madera, levantados en parajes tan idílicos como recónditos, y en la compra de tierras vírgenes pero tan generosas como las del holandés. Aún iban más lejos sus fantasías; se imaginaba ya a la gentil Katrina rodeada de un montón de niños, en una carreta cargada con ollas y pucheros, con toda clase de cacharros de cocina entrechocándose, y montado él mismo a lomos de una yegua mansa a cuyo lado iba al paso un potrillo, camino de Tennessee, camino de Kentucky o camino de solo Dios sabía dónde…
Cuando entró en la casa propiamente dicha, en aquella mansión, su corazón quedó definitivamente cautivo. Era una de esas casas de granja espaciosas, de tejado a dos aguas que llegaban casi hasta el suelo, según el tipo de construcción de los primeros colonos holandeses; unos tejados cuyos aleros, hacia afuera, al caer formaban pórticos en los que guarecerse en los días de lluvia, y de cuyas traviesas de madera colgaban arneses de caballerías, aperos de labranza y redes para pescar en el río cercano. Junto a los muros de la casa había bancos en los que sentarse a descansar en verano; una rueda de hilar en un extremo, y una mantequera en el otro, no hacían sino demostrar las posibilidades de hacer cosas diferentes y de provecho que brindaba tan espléndido porche.
El maestro, encantado con lo que veía, entró en la casa; lo primero que vio fue un magnífico aparador acristalado que guardaba la reluciente vajilla. En un rincón de la sala vieron sus ojos un gran saco lleno de lana presta para ser hilada; en otro, una pila de lino recién sacada del telar. Había en las paredes mazorcas de maíz, manzanas y melocotones secos en ristras, contrastando con el rojo fuerte de los pimientos igualmente colgados en ristras. Una puerta a medio abrir permitía ver el gran salón de la casa, en el que unas mesas de caoba purísima refulgían como espejos y las sillas que había en torno a ellas se aferraban al suelo sólidamente, con sus patas labradas. Ante el hogar, un morillo con pequeñas palas y tenazas y atizadores parecía un mazo de espárragos de hierro; sobre la repisa de la chimenea, macetas y conchas marinas; más arriba, en la pared, una cadena hecha con pequeños huevos de pájaro coloreados, y más abajo aún, pendía un tremendo huevo de avestruz. En una esquina, un anaquel descubierto, para que se viera bien, mostraba todo un tesoro de plata antigua y de piezas de porcelana de la China.
Desde el primer momento en que Ichabod paseó su mirada por aquellas maravillas quedó turbada su paz interior de siempre; a partir de aquel instante no hizo sino concentrarse y estudiar cómo ganarse los favores más afectuosos de aquella perla tan valiosa que era la hija de Van Tassel. Una empresa, sin embargo, que presentaba no pocas dificultades, muchas más de las que en otros tiempos se veían obligados a superar los caballeros andantes que solo tenían que luchar contra gigantes, magos, dragones que expulsaban fuego por sus fauces y otras criaturas semejantes, fáciles de vencer con solo echar abajo una puerta de hierro o de bronce, y unos cuantos muros de diamante; así accedían al castillo encantado donde presa les aguardaba la dama de sus amores, cosa tan simple como abrirse paso con un cuchillo a través de un pastel de Navidades. Allí la dama se arrojaba en brazos del caballero como la cosa más natural del mundo. Ichabod, por el contrario, tenía que luchar duro para conquistar el corazón de aquella damisela coqueta y caprichosa; un corazón que le latía como si se hubiese perdido en un laberinto de extravagancias y caprichosos, querencioso de una cosa ahora y de la contraria poco después; algo, en fin, que ofrece incontables quebraderos de cabeza si se trata de lograr una conquista amorosa, asunto para el que, encima, habría de hacer frente a los impedimentos que le opusieran aquellos rudos mozos del pueblo que en legión también pretendían a la hija del próspero holandés. Eran muchos, pues, los fantasmas, de carne y hueso estos, que se apostaban en los caminos del corazón de la muchacha a la espera de que ella los llamase; además, recelaban los unos de los otros, se dirigían terribles miradas de odio… Se mostraban, en fin, dispuestos a combatirse sin piedad en aras de la pieza ansiada; dispuestos también, además, a unirse para espantar a quien osara convertirse en el nuevo pretendiente de la heredera.
El peor y más peligroso de todos era un muchacho vocinglero y engallado que se llamaba Abraham, o Brom Van Brunt, por decirlo a la holandesa; un tipo achulado, de mirada pícara, que era en la región todo un héroe merced a su fuerza y a sus baladronadas a menudo temerarias. Era muy ancho de espaldas y tenía macizos y musculados los brazos; llevaba sus cabellos rizados y negros muy cortos y tenía de continuo en la cara un aire que si no era jovial del todo tampoco lo era de ruda arrogancia; no era, en general, un muchacho de aspecto desagradable; lo llamaban Brom el Huesos, por la dureza de sus músculos relucientes y su aspecto hercúleo, y era harto elogiada su destreza en la monta de caballos; de hecho, viéndole cabalgar parecía tan imponente como un jinete tártaro. Era siempre el primero en las carreras y en las peleas de gallos; como en el medio rural se aprecia tanto la fuerza, que es cuanto más se respeta, por otra parte, mediaba en todas las disputas y emitía sentencia con un tono de voz y un aire todo que cohibía a quien fuera y evitaba cualquier apelación. Por otro lado, no volvía la cara ante cualquier bronca y gustaba de la broma y de la fiesta, pero su temperamento era hijo, no de la mala sangre, sino de un cierto carácter travieso e infantil, pues tras su aparente brutalidad se descubría fácilmente un poso de alegría espontánea y de buen humor. Tenía tres o cuatro buenos amigos que lo habían tomado por el modelo a seguir; con ellos iba por toda la comarca de francachelas o en busca de pelea y bronca, si se terciaba, aquí y allá, incluso muchas millas a la redonda. En el invierno destacaba entre todos los demás hombres de su edad por su gran gorro de piel del que pendía una muy llamativa cola de zorro cazado por él mismo, y cuando quienes en algún lugar estaban de fiesta, veían a lo lejos ese gorro galopando al frente de una partida de diestros jinetes, sabían de inmediato que habría pelea… A menudo cabalgaba por la noche Brom junto a sus amigos, ante las granjas, lanzando salvajes gritos a la manera de los cosacos en tropel, y las viejas de la casa, al despertar alteradas por aquel clamor insolente, no podían sino exclamar tranquilizadas una vez oían alejarse los cascos de los caballos: «¡Vaya, otra vez Brom el Huesos con su banda!» Ni que decir tiene que los lugareños le contemplaban con una mezcla de miedo, respeto y gracia, y siempre que en el pueblo sucedía alguna pelea, alguna bronca sin mayor importancia, movían la cabeza de un lado a otro como disculpando aquella maldad venial del Brom el Huesos, al que tenían de seguro por el autor de la misma, aun sin verlo.
Ya hacía tiempo que tan rudo héroe había escogido a la hermosa Katrina como la mujer de su vida, como aquella a la que dedicar sus gárrulas galanterías, muy parecidas, por poner un ejemplo, a las que haría un oso en un situación de cortejo parecida; aquello, por lo que se sabía en el pueblo, no había hecho mella alguna, sin embargo, en la muchacha. Eso no era obstáculo, en cualquier caso, para que el gigantón hiciera poner pies en polvorosa a muchos de sus otros competidores en el amor de la damisela, que huían temerosos de despertar su furia; bastaba con que vieran su caballo en las proximidades de la casa de Van Tassel un domingo por la noche para que escaparan deprisa de allí, echando chispas y dispuestos a buscar guerra ante otros cuarteles.
Tal era, pues, el formidable rival con quien habría de vérselas el bueno de Ichabod Crane; bien contemplado el asunto, es digno de tenerse en cuenta que otros aspirantes al amor de la damisela, hombres mucho más fuertes y arrojados que él, habrían desistido pronto por temor a Brom, largándose sin ofrecer resistencia. Pero cuanto conformaba el carácter del maestro era una feliz mixtura de tozudez y capacidad de adaptación a las circunstancias de cada momento; era, pues, un hombre de nervios bien templados, cabe decirlo así, como la urdimbre de un florete; flexible pero acerado; uno de esos hombres que pueden ceder, incluso doblarse, pero nunca doblegarse ni troncharse; y aunque en un momento dado una leve presión pareciera hacerlo encorvar, apenas estaba a punto de llegar al límite de su resistencia, ¡arriba!, ya estaba de nuevo tieso y firme, con la cabeza aún más alta que antes.
Sabía que enfrentarse abiertamente a su rival en el amor era una necedad, más que una locura, pues tendría que batirse contra un hombre más joven y mucho más fuerte que él; un hombre tan fogoso y arrojado como Aquiles; un hombre, en suma, que jamás cedería un paso en el trance de disputarse el amor de una mujer. Ichabod, empero, constante y como quien no quiere la cosa, avanzaba poco a poco, se insinuaba a la rica y bella heredera siempre con galantería exquisita. En su calidad de maestro de canto iba cada vez más frecuentemente a la casa del holandés, un pretexto que en este caso no lo era para superar las suspicacias de los padres de las muchachas en situaciones semejantes, eso que tan a menudo se convierte en una gran piedra puesta en mitad del sendero por el que pretenden caminar de la mano los amantes. Balt Van Tassel era un hombre bueno, de alma apacible e indulgente; adoraba a su hija aún más que a su pipa, y como hombre razonable que era, además del mejor de los padres, permitía sin oposición alguna que la muchacha tomase los caminos que mejor le vinieran en gana. Su esposa, una mujer igualmente digna de mención, bastante tenía con mantener la casa en perfecta disposición siempre y atender a las aves del corral, ya que, como observaba con perspicacia no exenta de sabiduría, los gansos y los patos son criaturas tan increíblemente estúpidas que no queda otro remedio que cuidar de ellas de continuo, en tanto que una muchacha casadera sabe cuidar de sí misma… Tal era la razón de que la muy atareada ama de casa no parase un momento, bien haciendo la casa, bien haciendo girar la rueca de hilar sin pausa… Balt, cuando a semejantes tareas se entregaba su hacendosa mujercita, fumaba tranquilamente su pipa, en el otro extremo del salón, mirando a través de la ventana las furiosas acometidas de aquel espantapájaros de madera, con las manos armadas con sendas espadas igualmente de madera, que parecía desafiar al viento tanto como a los pájaros. Mientras, hay que decirlo así, Ichabod atacaba las resistencias últimas de la hija de los granjeros, en defensa de su nobilísima causa, bajo el gran olmo de la fuente, o paseando hacia el crepúsculo cuando el día comenzaba a declinar, la mejor hora para que los enamorados hagan gala de su elocuencia.
No puedo presumir acerca de cómo se conquistan los corazones femeninos. Eso es algo que siempre ha constituido para mí un asunto tan digno de admiración como enigmático; algunos de esos corazones parecen tener un único punto vulnerable por el que acceder, y otros, por el contrario, pueden ser conquistados de mil maneras distintas. Supone eso que han de ponerse en práctica, pues, miles de artimañas para hacerse con el favor de una damisela; mas si hemos de convenir en que es todo un triunfo hacerse con el favor de uno de esos corazones citados en primer lugar, los que nada más tienen una vía de acceso, mantener cautivos a los citados en segundo lugar exige aún mayor destreza, mayor lucha del hombre en la tarea, ardua cual batalla, de mantener bien vigiladas todas sus vías de acceso; es como defender una fortaleza, para lo cual no ha de olvidarse una sola ventana, una sola puerta. Así, el que sea capaz de alzarse con la conquista de un millar de corazones podrá hacer alarde, al tiempo, de su derecho a la fama y al reconocimiento, si bien solo podremos considerar un héroe de verdad a quien logre mantener su dominio, por mucho tiempo, sobre el corazón de una dama coqueta.
En este supuesto acerca de las artes del galanteo no se contempla, como es lógico pensarlo, al temido Brom el Huesos, pues desde el inicio de la corte que hiciera Ichabod Crane, para ganarse el favor de la hija del rico granjero, pareció ceder en la intensidad de su asedio; apenas se veía ya su caballo los domingos por la tarde cerca de los establos de la granja, lo que no quiere decir, sin embargo, que no se hiciera más ostensible que nunca antes la enemistad entre él y el maestro de escuela de Sleepy Hollow.
Brom, a quien adornaba una suerte de ruda, por no decir brutal, caballerosidad, hubiera preferido dirimir tal disputa en una suerte de campo de batalla abierto, ante los ojos de todos, lo que equivale a decir que librando un combate que sirviera para calibrar ante la dama querida las posibilidades de cada uno, al modo y manera de los caballeros de antaño, los cuales así de simplemente establecían su derecho sobre el corazón de una mujer. Mas, Ichabod, sin embargo, sabía bien que su oponente era mucho más fuerte, que nada lograría en un enfrentamiento directo contra él, así que eludía cualquier cosa que se pareciera a una disputa frontal. Para colmo, hasta sus oídos alguien había llevado una baladronada de Brom el Huesos, quien, según aquellas noticias que recibiera Ichabod, «iba a tronchar en dos al maestro para meterlo así partido en el armario de la escuela». Si por algo se caracterizaba Ichabod era por su cautela; no iba a darle, pues, la oportunidad de partirle en dos, y hay que reconocer que había bastante de provocación hacia el rival en su actitud pacífica, en sus afanes de no concederle el combate ansiado. Tanta obstinación por parte de su rival hacía que Brom el Huesos no cejara en su empeño de urdir tretas y más tretas, algunas de una bellaquería indecible, para llevar a su terreno a aquel increíble y aparentemente inabordable rival, lo que no quiere decir sino que, al cabo, el pobre maestro pasó a ser la víctima favorita de las maldades tramadas por la banda de Brom el Huesos, dispuesta a dar todo su apoyo al jefe.
La banda, en su tropel de caballos, comenzó pues a hacer una incursión y otra en los hasta entonces tranquilos dominios del maestro; unas veces taponaban la chimenea del tejado, con lo cual la escuela se llenaba de humo; otras, ya de noche, entraban en la escuela y volcaban pupitres y mesas, tiraban por el suelo los papeles y los libros… Hacían así, en fin, inútiles las defensas de mimbre y estacas que pusiera el maestro, quien hubo de admitir que su escuela no era la trampa para pescar anguilas que había supuesto… El pobre llegó a pensar que las brujas todas de la región habían decidido tomar posesión de su escuela para celebrar en ella los akelarres. Aun con todo, esto no era lo peor; Brom el Huesos no dejaba escapar la mínima ocasión que se le presentara, a fin de ridiculizarlo ante la damisela; para colmo, había adiestrado a un perro vagabundo para que aullara de manera terrible y ridícula, en una especie de lúbrico lamento; cuando se producía, aseguraba Brom que aquel escándalo no era debido sino al pobre maestro, que daba así sus clases de canto a la impar Katrina. Así estuvieron las cosas durante un tiempo, sin que se produjera ningún cambio digno de mención en la estrategia guerrera de los contendientes.
Una tarde de otoño, muy hermosa, se hallaba Ichabod sumido en sus reflexiones, con las posaderas descansadas en el alto taburete desde el que dominaba su pequeño imperio escolar y cuanto hacían sus alumnos, blandiendo en su mano la vara de castigar, aquella especie de representación un tanto espectral de la justicia con que ejercía su poder. Tenía detrás, colgada en la pared de tres clavos roñosos, otra vara, por si se le rompía la primera, y delante, sobre su mesa, alguna que otra arma y unas cuantas cosas de contrabando que había decomisado a sus alumnos, tales como una manzana herida por unos cuantos mordiscos, varias cerbatanas, peonzas, jaulas para moscas y grillos y un montón de pajaritas de papel, lo que denotaba que no mucho antes habíase visto obligado a impartir justicia, haciendo víctima de ella a cualquiera de los pilluelos que acudían a oír su sabia palabra; de hecho, los muchachos permanecían ahora en silencio, fijos los ojos en sus libros; todo lo más, algunos cuchicheaban muy bajito sin perder de vista al maestro, por si se les acercaba vara en ristre… Un murmullo sutil, de expectativa temerosa, flotaba en el ambiente de la clase… De súbito se rompió aquel silencio, empero, con la entrada en la escuela de un negro que vestía chaqueta y pantalones de estopa y que se tocaba con un viejo y mugriento sombrero de copa, como un Mercurio con sombrero… Había llegado montando un penco flaco, medio salvaje y cojo, al que guiaba no más que con una soguilla atada a los belfos. Naturalmente, su presencia en la puerta de la escuela no pudo pasar inadvertida, al contrario; y mucho menos para el maestro, puesto que le llevaba un recado según el cual aquella misma noche el matrimonio Van Tassel y su hija ofrecían una recepción a la que estaba invitado muy especialmente. El negro declamó, más que decirlo, su mensaje de manera harto elocuente, haciendo un gran esfuerzo por decirlo con las palabras más a propósito para tan magno evento, cual solían hacerlo los negros de aquellos días, habitualmente utilizados como embajadores para llevar todo tipo de recados y encomiendas. Después volvió a subirse a su penco y pronto se le perdió de vista, galopando, no tan ceremoniosamente como veloz, hasta perderse en lo más oculto de la hondonada, cual debe hacerlo un buen mensajero. No cesó con su ida el follón que entre el alumnado provocó aquello, perdida ya la paz que dominaba la clase una vez consumado el último castigo. Con la anuencia del maestro dieron cuenta los alumnos de sus lecciones a toda prisa, sin parar mientes en la observación de esos aspectos que de común, minucioso, les exigía el bueno de Crane; más aún, los más pillos se saltaban de golpe hasta media página, sin que el digno pedagogo reparase en ello, lo que no fue óbice, sin embargo, para que los más torpes se llevaran algún que otro coscorrón, y algún que otro varetazo, solo porque titubearon ante una palabra, o se trabaron en otra, considerando el maestro que ocurría así porque no prestaban la necesaria atención… Crane, por su parte, no reparó en el hecho de que sus alumnos, una vez diera él por concluida la clase, salieran casi de estampida, olvidándose de ordenar los libros, cual solían hacerlo, en las baldas dispuestas para ello; volaron además unos cuantos tinteros, se volcó algún pupitre, y una hora antes de lo que era normal la escuela quedó vacía… Aquel tropel de pequeños diablos se iba pegando gritos, saltando y revolcándose en la hierba para celebrar una liberación tan insólita como anticipada.
El galante Ichabod tardó más de media hora en arreglarse para acudir a la recepción, algo raro en él; cepilló con mimo el mejor de sus trajes, un terno negro muy sobrio, aunque algo resobado, empero, y con tanto o mayor cuidado se peinó los rizos ante un trozo de espejo que aún le quedaba sano en una pared. Luego fue a pedir prestado un caballo a un viejo granjero holandés, Hans Van Ripper, un tipo gruñón y malencarado, a fin de presentarse ante la amada de la manera más elegante posible, y así, cabalgando como todo un caballero capaz de enfrentarse a cualesquiera aventuras o al más arrebatador de los lances amorosos, puso tierra de por medio entre la escuela y la granja de Van Tassel. Por supuesto, y por seguir en lo que era común a las novelas de caballeros andantes, hay que hacer una descripción tan detenida como minuciosa de las trazas e impedimenta del caballero a lomos de su caballo. De este, no obstante, hay que decir que era una bestia usada de común para el tiro de labranza, lleno de mataduras y perdida, por viejo, su arrogancia y hermosura de otros días; por lo demás, y como caballo viejo y resabiado que era, no resultaban pocos sus defectos, todo lo contrario; flaco, peludo, sucio, con cuello más de carnero que de corcel y con la cabeza digna de un martillo; le amarilleaban las crines, de viejura y mugre, al igual que la cola llena de nudos; a uno de sus ojos le faltaba la pupila, por lo que parecía de cristal, y en el otro le brillaba una especie de luz demoníaca, que sin duda era reflejo de su maldad resabiada; puede que aquel pobre penco hubiera sido en tiempos un brioso corcel que aún hacía honor a su nombre, Pólvora… No en vano había sido el caballo favorito del colérico Van Ripper, cuando aún montaba y galopaba furiosamente, antes de destinarlo a la labranza; y no en vano, con toda certeza, el amo había contagiado a su caballo aquel su iracundo carácter; aun viejo y muy castigado, el bruto albergaba tanta maldad como para superar a la que pudieran demostrar todos los jóvenes potros de la región juntos.
Ichabod componía una figura idónea para semejante montura. Montaba con estribos cortos, por lo que llevaba las rodillas a la altura de la silla; sus codos, visto desde atrás, parecían las patas de un saltamontes por lo mucho que los sacaba; llevaba la fusta en perpendicular, como si fuera un cetro; al trotar el caballo, en fin, sus brazos parecían las alas abiertas de un pájaro… Se tocaba además con un pequeño sombrero de lana inglesa que casi le caía hasta la nariz prominente, pues cabe recordar que su frente no era más que una franja estrecha entre el pelo y aquella; los faldones de su levita negra, además, parecían flotar sobre las ancas del caballo casi hasta cubrirle la cola sucia. Con semejante porte salió el maestro de la granja de Van Ripper. Pocas veces se tuvo la ocasión de ver algo semejante a plena luz del día. Era, como ya he dicho, una hermosa tarde de otoño, de cielo despejado, azul y apacible, así que la naturaleza mostraba esa su librea dorada que nos sugiere abundancia, cuando los bosques parecen poner en el ambiente pinceladas de profusos ocres y amarillos; la helada de la noche anterior había dejado, además, una hermosa capa púrpura sobre los árboles más tiernos y frágiles, y otras de naranja y de escarlata en los más firmes y grandes. Atravesaban los patos salvajes el horizonte en bandadas interminables; hasta podía oírse latir el corazón de las vivaces ardillas, incesantes en su corretear por entre los bosques de hayas y de nogales, mientras los rastrojos de las veredas parecían abrirse cual telones de teatro para que se dejara oír el canto largo y solitario de una codorniz. Los pajarillos del bosque se despedían ya del día regalándose con un banquete en lo alto de las ramas tremolantes, y piaban y saltaban por doquier de árbol en árbol, gozosos en su libertad de escoger uno u otro, esta o aquella rama, felices entre tantos árboles como tenían. Había petirrojos, ese pájaro que suele ser la diana preferida de los cazadores más jóvenes, revoloteando mientras sin desmayo soltaban sus notas siempre altas como en un lamento; había también mirlos cantores que en algunos claros parecían haberse puesto de acuerdo para formar una sola nube negra; y pájaros carpinteros de alas relucientes como los chorros del oro y con el penacho de fuego, hermosos con su amplia gorguera; y el pájaro del cedro, con las alas rematadas en puntas rojas, la cola en amarillo y su pequeño sombrero de plumas; y el arrendajo, esa especie de barbián vocinglero que parece lucir un chaquetón de espejos azules y debajo un traje blanco, pájaro chillón y zalamero, cobista en sus continuas reverencias, como si deseara congraciarse con todos los demás pájaros cantores del bosque para que le perdonaran sus gritos y desafinaciones.
Ichabod, a paso lento ahora, continuaba a caballo mientras sus ojos, atentos en toda circunstancia a cualquier cosa que sugiriese abundancia en la cocina, hacían una suerte de deleitoso inventario de las maravillas que ofrecía tan pródigo otoño. A cada lado del camino veía, pues, ora un almacén hasta arriba de manzanas, las unas venciendo con su maduro peso las ramas de los árboles, las otras ya recogidas en cestos incontables y prestas a ser llevadas a los mercados, las de más allá apiladas para ser en breve pasto gozoso de la prensa que habría de convertirlas en sidra excelente. Más allá, en los apartados campos de maíz, se alzaban magníficas las doradas mazorcas como escapando del abrigo de sus hojas, como ofreciéndose gustosas a las diestras manos que harían de su sabrosura no menos apetecibles pasteles; y en la misma tierra, las calabazas restallantes de brillo ofreciendo a sus ojos esos sus prominentes vientres dignos de los mejores platos.
Atrás los trigales, atravesaba ahora Ichabod campos en los que se disfrutaba del olor dulce de las colmenas, lo que hacía que unas ilusiones no menos dulces comenzaran a cobrar forma en su mente ensoñecida de tanta paz y maravilla; así, degustaba ya una tarta de mantequilla espesa y miel en capas no menos densas… Una tarta que, naturalmente, le había preparado, para darle la bienvenida, la impar Katrina Van Tassel con sus propias y lindísimas manos.
Así, con tan amelcochadas imaginaciones, alimentaba sus sueños cuando iba por las faldas de unos cerros desde los que se avistaba uno de los más hermosos paisajes del Hudson. El sol, como una gran rueda, se iba deslizando poco a poco hacia los abismos del oeste. El amplio seno del Tappan Zee se mostraba ahora remansado como un cristal impoluto; solo algún leve salto del agua alteraba el reflejo de la inmensa sombra azulada de las montañas. Allá, en el horizonte, una hermosa luz dorada se iba mudando lentamente al verde propio de las manzanas de sidra, y aún más allá, en un azul que inequívocamente pertenecía al cielo. Las últimas luces caían en oblicuo y alargadas sobre el río, dando un brillo de plata a las grandes piedras de sus márgenes y un fulgor púrpura a las orillas. A lo lejos, una barca parecía mecerse lentamente en el agua, confiada en aquella tranquila corriente, con la vela acariciando lacia y voluptuosa el mástil; parecía la barca suspendida entre dos cielos, pues el agua aquella tarde no era más que el propio cielo reflejado.
Estaba a punto de caer la noche, también infinitamente apacible, cuando llegó Ichabod a los dominios de Heer Von Tassel. Ya estaba la casa llena con la flor y nata de la región. Había allí viejos granjeros de rostros enjutos y con las arrugas curtidas por el paso de todas las estaciones durante muchísimos años, vestidos con chaquetas sencillas, sus medias azules limpias, y relucientes las grandes hebillas de sus cinturones; sus esposas, tan ajadas como parlanchinas y vivaces, con la cofia bien ajustada, el corpiño largo y firme, la enagua humilde pero limpia, y tijeras, acericos y un bolso grande de percal colgando de sus cinturones. Había también alegres muchachas, vestidas tal cual lo hacían sus madres, salvo en algún que otro caso en que lucían un sombrero de paja, el pelo al aire con una cinta, o algún que otro vestido impolutamente blanco, por afán de seguir la moda de la ciudad. Los hombres más jóvenes llevaban levitas de corte rectangular en el faldón, dos filas de botones metálicos y relucientes en ellas, y el cabello largo recogido en una cola de caballo, según era moda entonces; brillantes colas de caballo, sobre todo las de quienes se las frotaban con piel de anguila, cosa que se consideraba en aquellos días el mejor tónico capilar.
Brom el Huesos, como no podía ser menos, era el héroe principal de aquella escena; había llegado a la fiesta montando su caballo Temerario, el favorito de cuantos tenía, tan brioso y valiente como su amo, que pudo hacerse con él, cuando lo quiso, por ser el único hombre de la comarca capaz de domarlo; además, siempre prefirió caballos rebeldes, incluso resabiados, o los que se sabían todos los trucos de los jinetes expertos en doma; esos caballos, en fin, con los que hay que ser muy diestro si no quieres acabar partiéndote el cuello. Decía Brom el Huesos que un caballo dócil solo era propio de cobardes.
Me encantaría llenar estas páginas con el relato pormenorizado del montón de placeres que se mostraron a los ojos de mi héroe apenas entró en el salón principal de la casa de Van Tassel, aunque quede claro que no hablo de las encantadoras muchachas que allí había, jóvenes en la flor de la vida llenándolo todo con el ir y venir de sus ropas en rojo y en blanco. Ese universo de placeres era, por el contrario, cuanto se ofrece a la degustación de un buen paladar y de un estómago de enormes tragaderas en las fiestas de los granjeros prósperos, más si son holandeses y celebran las bondades del otoño. ¡Qué enorme cantidad de fuentes llenas de todos los pasteles habidos y por haber, y de pastas, y de otros dulces cuya relación sería inacabable, delicias cuyas recetas se cuidaban muy mucho de decir a las otras aquellas hacendosas amas de casa holandesas! Y el muy ilustrísimo doughnut, y el oly koek tan esponjoso, y el cruller crocante y de sabor tenue, delicadísimo… Y bizcochos, y una exquisita tarta de jengibre, e incontables pastelitos de miel… Y tartas de manzana, de melocotón… Y jamón cortado en lonchas, y carne ahumada, y conservas y confituras de ciruelas, de pera y de membrillos… Y enormes parrilladas de pescado, y pollos asados por docenas… Y cuencos rebosantes de leche recién ordeñada. Y más cuencos, hasta arriba de crema dulce… Todo, arbitrariamente puesto sobre las mesas; tan arbitrariamente como mi propia enumeración de las viandas, pero, eso sí, todo parecía girar alrededor de una enorme tetera que de continuo silbaba anunciando que ya tenía la infusión presta. ¡Que Dios los bendiga! Me faltan el tiempo y la capacidad necesarios para describir convenientemente aquel banquete cual sería debido y justo hacerlo, y pues tengo que apresurarme en la conclusión de la historia, sigamos a otra cosa.
Ichabod Crane, felizmente, no tenía tanta prisa como yo, el que relata su historia, y se deleitó como cabe imaginar que lo hizo con todas aquellas y muy auténticas delicias, es verdad que con cierta pausa y hasta con ceremonia, pero sin despreciar nada de ningún plato… Era un hombre bondadoso y agradecido, de buen conformar y con un corazón tan grande como capaz era su cuerpo flaco, sin embargo, de ensancharse increíblemente para dar cabida a todo lo que engullía. Parecía unido en extática unción a las divinidades, merced a la comida, como otros parecen estarlo merced a la bebida… Por lo demás, no entornaba los ojos mientras degustaba tanta exquisitez, sino que los mantenía bien abiertos, desplazándolos de un lado a otro a la par que comía a dos carrillos, acariciando la ilusión de que todo aquello, algún día no muy lejano, bien podía ser suyo gracias a su matrimonio con la rica heredera del anfitrión. Si tal ventura le acontecía, pensaba sin dejar de masticar, sin dejar de mirar, abandonaría la escuela sin volverse para echarle una última mirada, haría una higa con su dedo a todos los Van Ripper de la comarca, y a todos los miserables que de mala gana lo acogían en sus casas, y pobre del maestro de escuela que se atreviera a llamarle compañero…
El viejo Baltus Van Tassel iba de un grupo a otro de invitados, con el semblante alegre, rojo de contento y buen humor, orondo y grato como una luna nueva de aquel otoño dadivoso. Era un excelente anfitrión, sin exageraciones; expresivo pero sin hacer notar a los otros su munificencia; daba a uno un fuerte apretón de manos, a otro una cariñosa palmada en la espalda, soltaba una carcajada limpia cuando le contaban alguna historia graciosa, y para todos sus invitados tenía frases de ánimo y aliento: «Vamos, muchachos, sírvanse ustedes mismos cuanto quieran, que no tiene que quedar nada en las fuentes».
No pasó mucho rato hasta que desde el salón contiguo se dejara sentir una música que invitaba al baile. El músico era un viejo negro de cabello plateado, toda una orquesta ambulante él solo, durante más de medio siglo, de un lado a otro por los pueblos, villas y aldeas de la región. Tocaba un violín tan viejo y averiado como él mismo, del que sin embargo extraía alegres melodías, acompañando los rápidos movimientos de su arco con unos no menos rítmicos movimientos de su cabeza; cada vez que una nueva pareja se lanzaba a bailar, saludaba su presencia inclinándose hasta casi tocar el suelo y pegaba un fuerte zapatazo para animarles.
En lo que a Ichabod de refiere, baste decir que se consideraba tan buen bailarín como cantante de salmos… Ni una sola de sus fibras, ni uno solo de sus miembros, era ajeno a la música cuando se lanzaba a bailar; su figura tan poco grácil, bailando hasta casi desmadejarse, podría haber hecho pensar a cualquier que el mismísimo San Vito, el bendito patrón del baile, como es bien sabido, había bajado a la tierra desde los cielos para danzar sin descanso entre los hombres. Tanto se movía el maestro, que despertaba la admiración entre los negros de todas las edades y estaturas, los cuales, llegados de las granjas vecinas, se apiñaban en las ventanas del salón, por fuera, para contemplar aquel jolgorio. Las blancas bolas de sus ojos giraban divertidas al verle y una sonrisa de dientes de marfil les llenaba la cara, pues nadie como ellos para apreciar la excelencia de aquellos movimientos, realmente difíciles… ¿Cómo era posible que aquel maestro tan terrible, martillo de niños herejes y holgazanes, fuese así de divertido? Era su pareja de baile, por cierto, la dueña de su corazón, la hija del buen Van Tassel, y respondía con sonrisas a los guiños de ojos y otras morisquetas que él le hacía mientras se daba sin freno a las más diversas e imposibles contorsiones; a Brom, espectador impaciente de todo aquello, le hervían los huesos de rabia en el puchero de los rencores, mientras tanto; sentado en una esquina, ahora solo, sin nadie que le diera conversación ni le riese cualquier gracia, o lo alentara a una bravuconada, o a una apuesta, se mordía los puños por culpa de los celos.
Acabado el baile, Ichabod mostró interés en la conversación que mantenían Balt Van Tassen y un grupo de hombres ya de edad provecta y al parecer muy enterados. Fumaban plácidamente, mientras conversaban sentados en el porche, y yéndose a otros tiempos hablaban de viejas historias de la guerra.
La región toda había sido el escenario en que se libraran grandes e importantes batallas; había sido testigo, pues, de hechos cruciales y de las hazañas de muchos hombres. No muy lejos de donde se hallaba el grupo de granjeros habían librado duros combates las tropas inglesas contra las americanas, lo que hizo que vieran aquellas tierras, en tiempos, llegar a gentes procedentes de innumerables fronteras; las había de toda condición: emigrados que huían o que buscaban empleo, vaqueros, aventureros, soldados de fortuna… Tanto tiempo había pasado ya de aquello, sin embargo, que cada uno de los hombres reunidos en el porche del granjero holandés contaba su historia con un halo de leyenda; en lo incierto y vago de la memoria, evitar un toque de ilusión en lo que se cuenta, evitar narrar los hechos pretendidos sin tenerse uno por su máximo protagonista, resulta cosa poco menos que imposible, por lo que cada uno tenía su historia que contar, a cada cual más extraordinaria.
Así de emocionadamente, por ejemplo, hizo uno de aquellos hombres el relato de las aventuras de Doffue Martling, un holandés de barbas azuladas, según era fama, que hubiera podido hacerse con el control de una fragata inglesa él solo, no más que con un pequeño cañón del calibre noveno, viejo y oxidado, además, de no haberle explotado cuando disparó el cuarto proyectil. Otro habló de un anciano caballero, cuyo nombre no diremos aquí pues es el de alguien con mucho poder y no debe pronunciarse ni escribirse a la ligera, un hombre tan diestro en las artes de la esgrima, que en la batalla de White Plains evitó que una bala de mosquetón lo hiriese, desviándola como si nada con la punta de su sable, y que oyó perfectamente, y tan tranquilo, cómo el proyectil iba lamiendo poco a poco la hoja de su sable hasta detenerse contra la empuñadura. Aquel caballero, según el que decía la historia, estaba dispuesto a enseñar su sable a quien dudara, para demostrar la veracidad de su historia, o lo que era lo mismo, la veracidad de sus legendarias hazañas blandiendo la espada. Otros de los allí reunidos hablaron de sí mismos, refirieron sus hazañas guerreras, tan importantes muchas de ellas que podría decirse que sin su participación en los combates librados la guerra no habría llegado a buen término.
Ninguna de aquellas historias, sin embargo, tuvo parangón con las de aparecidos que se relataron una vez agostadas las guerreras… Ya se ha dicho que hablamos de una región rica en leyendas y otros tesoros semejantes. La superstición, pues, se da tanto en las más recónditas aldeas como en los pueblos más prósperos, aunque el continuo flujo inmigratorio vaya barriendo poco a poco tal sentir. Por otra parte, no tienen los muertos mucho predicamento, que se diga, en las modernas ciudades que habitamos en nuestros días, pues apenas se quedan dormidos en su lecho de gusanos, ya abandonan la ciudad quienes los conocieron, llevados de avatares diversos y de afanes no menos distintos, por lo que, cuando los muertos salen de sus tumbas para iniciar sus nocturnas rondas, nadie a quien cursar una visita les queda… Por eso, seguramente, apenas oímos ya contar a cualquiera que se le ha aparecido el espectro de un difunto. Solo en las antiguas comunidades holandesas siguen siendo sensibles a estos casos, lo que es como decir que a los fantasmas.
La causa que explica la prevalencia de estos asuntos en regiones como Sleepy Hollow, pues, se debe a la formidable presencia en el valle de gentes de raigambre holandesa… Y quizás a ese ambiente, a ese aire pleno de misterio y ensoñaciones que todo lo presidía. Los que conversaban en el porche de Van Tassel, así las cosas, comenzaron a competir por ver quién se sabía la leyenda más brutal, quién había presenciado los hechos más tremebundos… Naturalmente, se oyeron cuentos de fantasmas, decidida y claramente espantosos; fantasmas, por ejemplo, que impertérritos, sin mover ni los labios, sin parpadear siquiera, lanzaban gemidos y lloros que helaban la sangre a quien los oía; otros, fantasmas también, como es claro, vagaban de un lado a otro, siempre según los narradores, en procesiones inacabables; a otros, igualmente fantasmas, como es de rigor, los habían visto en una suerte de asamblea bajo un gran árbol… Estos, por cierto, fueron los que, según era fama, dieron captura al infortunado mayor André, del que nunca más se volvió a tener noticia.
Tampoco faltaban las leyendas protagonizadas por mujeres, como aquella de la dama apenas cubierta con un velo vaporoso y blanco que se dejaba ver en la siempre tenebrosa Cañada de la Roca del Cuervo, donde había muerto en medio de una nevada… Cuando se aparecía, la pobre gritaba sus lamentos de manera tal que no podía por menos que poner de punta, los pelos de quienes la oían, sobre todo en mitad de las más inclementes y tormentosas noches de invierno. Mas, ni que decirlo tiene, estas historias juntas eran apenas nada en comparación con la que a todos emocionaba muy especialmente: la del jinete decapitado de Sleepy Hollow, al que, según decían varios de aquellos hombres que hacían su tertulia en el porche de Van Tassel, se había visto de nuevo, muy recientemente, recorriendo la comarca tan a menudo como en sus mejores tiempos, amarrando su caballo, cada noche, en cualquiera de las tumbas del camposanto de la iglesia del pueblo.
Ha sido a buen seguro lo apartado en que se alza esta iglesia cuanto, por lo que parece, hizo del recinto sagrado un punto de reunión ineludible de espectros y espíritus de toda laya. La iglesia se levanta, a fin de cuentas, sobre una loma rodeada de olmos y de algarrobos centenarios, entre los cuales destacan sobremanera los muros blancos del templo, que son como relámpagos de la pureza cristiana que pugna por lucir incluso en los más negros parajes. Una leve depresión del terreno conduce de la iglesia a un remanso de agua como de plata rodeado de árboles de altas copas a través de los cuales se observan a lo lejos las azules colinas del Hudson. Cuando se contempla el camposanto anejo a la iglesia, cubierto de hierba muy verde sobre la que parecen echarse a dormir los rayos del sol, embargados de tanta paz como rezuma, tienes la impresión de que en semejante lugar los muertos no pueden hacer otra cosa que no sea reposar eternamente, cual les corresponde… A uno de los lados de la iglesia se abre un hondo barranco por el que arrastra la corriente, sobre todo en los días de lluvia fuerte, troncos de árboles caídos, pedruscos arrancados de cuajo, ramas…; en el punto más negro y denso y hondo del torrente, no lejos del templo, hubo en tiempos un puente de madera; el sendero que llevaba hasta el mismo puente, el puente también, quedaba prácticamente cubierto por la densa sombra de los frondosos árboles cuyas ramas parecían no ya no dejar pasar el aire, sino estrangularlo; por eso, aun de día, era un lugar en el que solo moraban las sombras; y de noche, la oscuridad más plena.
Tal era, al parecer, uno de los caminos que con mayor constancia frecuentaba el jinete decapitado de Sleepy Hollow. Y una de las historias que corría de boca en boca de todos los moradores de la región hablaba de que cierta noche, el viejo Brouwer, un tipo algo insolente, incrédulo y hasta hereje en lo que concierne a los fantasmas, al volver de Sleepy Hollow y antes de abandonar el valle por aquel camino se topó de golpe con el jinete, no ocurriéndosele otra cosa que hacer la tontería de seguirlo… Así, a galope tendido, fueron ambos, uno delante, otro detrás, a través de bosques, de malezas, entre las colinas, por las ciénagas… hasta llegar al puente… Allí, de súbito, el jinete se convirtió en un esqueleto reluciente, que se abalanzó sobre el viejo Brouwer para empujarlo con furia y hacerlo caer al torrente mortal, mientras rugían las copas de los árboles como si de ellas, y no del cielo, emanara la tormenta preñada de relámpagos y de truenos.
El relato de esta historia que se daba por verídica, halló parangón más que conveniente en la aventura que narró a continuación el propio Brom el Huesos, que se había sumado a la tertulia, no sin antes decir que él, como se vería de inmediato, superaba como caballista al jinete sin cabeza… Ocurrió, según dijo Brom, que regresando del pueblo próximo de Sing Sing, se le plantó de golpe en el camino aquel legendario caballero sin cabeza para apostarse con él lo siguiente: una carrera por una jarra de ponche. Aceptó valientemente Brom el Huesos; la cabeza de su caballo Temerario fue durante toda la carrera a la par que la de la montura del fantasma decapitado, sin que este pudiera superarle por mucho que lo intentara, y hubiera ganado la apuesta, y la carrera, que era cuanto más interesaba al joven fanfarrón, de no ser porque, al llegar al puente, el jinete decapitado dio un salto increíble para salvarlo, perdiéndose a continuación en una llamarada que se extinguió lentamente, en la lejanía…
Todos estos relatos, hechos en ese tono de voz con que se suelen contar en la oscuridad historias tales, historias de terror y de misterio, con los rostros de los allí reunidos apenas iluminados por el resplandor de una pipa que quema tabaco ávidamente, impresionaron muy de veras al bueno de Ichabod Crane. Él mismo, además, puso su granito de arena citando largas parrafadas de su muy estimado Cotton Mather y refiriendo algún caso que, según él, pudo observar en el Estado donde naciera, Connecticut, e incluso allí mismo, en Sleepy Hollow, durante sus paseos nocturnos…
Estaba a punto de acabar la fiesta, pues muchos de aquellos granjeros comenzaban a montar en sus carretas para irse, tras reunir a la familia, y se iban de hecho poco a poco, llenando ahora el silencio de la noche con el choque de las ruedas contra los pedruscos del camino. Varias muchachas montaban a la jineta en la grupa del caballo, tal y como se lo ofreciera algún pretendiente; reían alegres y sus risas se iban alejando lentamente entre el trote rítmico de los cascos de los caballos, para ser devueltas por el eco de los bosques dormidos… Al cabo desaparecían voces, carcajadas, trotes y ecos, como si un desierto ignoto se lo hubiera tragado todo tras brotar en el mismo sitio donde antes hubo jarana y contento… Ichabod, sin embargo, seguía allí, como hubiera hecho cualquier otro enamorado de aquella región, en la esperanza de poder conversar a solas con su amada, y en adorable tête-à-tête, siquiera unos minutos, antes de partir. Tenía la cara iluminada de dicha, pues no albergaba más convicción que la de hallarse a las puertas del éxito. Mas no pretendo decir qué ocurrió en la entrevista que mantuvieron, pues debo señalar, en aras de la mayor sinceridad, que lo ignoro por completo… Algo, no obstante, debió de ir mal, pues al cabo de muy pocos minutos de conversación el pobre maestro mostró un amargo y desolado rictus en su antes feliz y satisfecho semblante. ¡Oh, estas mujeres! ¡Cómo son! ¿Sería posible que aquella muchacha no hubiera hecho más que coquetear con él, para divertirse, o acaso para burlarse, un rato? ¿Sería posible que hubiera alentado arteramente las esperanzas del pobre pedagogo, para dar celos a quien era el peor enemigo del bueno de Ichabod, nada más? Yo, la verdad, no lo sé; quizás el cielo… Limitémonos a decir que Ichabod salió de la granja de Van Tassel, más que como un digno invitado, como un granuja que hubiera ido allí para robar un par de gallinas y no para hacerse con los favores del corazón de una damisela… Así, ahora, sin reparar ya en la bondad y riqueza de cuanto allí había, se dirigió a toda prisa a los establos, pegó un puntapié al penco que lo llevara, para que se levantase del suelo sobre cuyas pajas se había tirado a dormir puede que soñando con auténticas montañas de maíz, o con unas praderas repletas de tréboles, o con interminables valles de alfalfa y forraje; unos sueños, pobre bruto, que se le desvanecieron de golpe.
Fue a la hora de las brujas, en lo más negro ya de la noche, cuando Ichabod, con su cresta de gallo orgulloso ahora caída, meditabundo y con mucho dolor en su amargado corazón, tomó el camino de vuelta por las laderas de los cerros desde los que se dominaba Tarry Town… Aquellos lugares que de manera tan distinta había contemplado, y con el ánimo no menos distinto, pocas horas antes, cuando aún el día era hermoso. La noche, ahora, se mostraba tan triste como él; acaso, igual de dolorida. Abajo y a lo lejos, el Tappan Zee, profundamente negro, albergaba una luz que en la lejanía se mostraba siniestra, la lámpara que se mecía en el mástil de una embarcación pequeña allí anclada, a merced del vaivén moroso de las aguas. Puede que fuese aquella pequeña embarcación que había contemplado con deleite por la tarde, pero ahora le pareció totalmente distinta, incluso infame. A las doce de la noche, en aquel aterrador silencio que todo lo presidía, oyó el maestro poco después el ladrido largo y agudo, pero muy débil, como lastimero, de un perro guardián; lo sintió tan lejos que se dijo que ni los perros querrían ya acercarse a él. También le parecía sentir, de tarde en tarde, el canto de un gallo, pero lo tenía por un simple eco como escapado de sus sueños; o como llegado de una granja en la que nadie querría ya darle alojamiento ni comida. Por donde pasaba nada vivo se veía, ni se percibía; acaso, únicamente, el canto monocorde y melancólico de los grillos, el croar impertinente de una rana de las ciénagas, quejumbrosa, como si no pudiera dormir bien en aquella tan propicia humedad o como si la hubiese despertado él mismo al pasar por allí con su caballo.
Todas las historias de aparecidos, de muertos y de fantasmas, que había oído contar aquella noche, comenzaron a agitarse entonces en su cabeza, cual si se le hubiera metido un torbellino en ella… La noche, encima, era cada vez más negra, según se adentraba en el bosque; las estrellas del cielo parecían haberse clavado en la bóveda celeste como sin brillo, ocultas a cada poco por algunas nubes que pasaban.
Jamás se había sentido el bueno de Ichabod ni tan solo ni tan desgraciado como aquella noche; llegaba ya a uno de esos puntos tenidos por malditos en todas las leyendas de la región, un lugar, al parecer, favorito de los espectros, cuando de pronto se topó con un árbol enorme, un tulipero que se alzaba por encima de todos los demás, como un mojón gigantesco animado por la savia; un mojón tan poderoso de ramas como otros árboles lo son de tronco… Aquellas ramas del tulipero ofrecían, en su retorcimientos, figuras tan fantásticas como incontables que tocaban el suelo para remontarse después hasta el aire; era el árbol, por cierto, en el que cayó cautivo de los seres de la noche, según la leyenda, el pobre y malogrado mayor André, que así, perdiendo allí la vida, le dio nombre, al punto de que todos en la región se referían a él como el árbol del mayor André. Las gentes del lugar, cuando lo mentaban, lo hacían con una mezcla de temor y de reverencia supersticiosa, y acto seguido se lamentaban de la suerte trágica del mayor, un héroe desventurado, como si con su evocación cariñosa quisieran espantarlo para que no se les apareciera entre lamentos y gritos desgarradores.
Cuando más se iba aproximando Ichabod a tan terrorífico árbol, y para quitarse de encima el miedo, comenzó a silbar inopinadamente… Mas oyó entonces que era respondido con un silbido idéntico… Se dijo, empero, que no era más que una ráfaga de viento súbito que le llegó a través de las retorcidas ramas del tulipero… No obstante, cuando ya estuvo prácticamente bajo el árbol, dejó de silbar y detuvo su cabalgadura. Algo informe, de lo que solo percibía un color blanco, pendía de una de las fuertes ramas; urgió de nuevo a su caballo, para acercarse, y comprobó entonces que no colgaba de rama alguna cualquier cosa, sino que el tronco mostraba una herida en su corteza, como si hubiera sido alcanzada por un rayo. No tuvo apenas tiempo de respirar en paz, sin embargo, pues al punto escuchó un gemido largo y sentido… Se puso a temblar; apenas podía controlar ahora la mandíbula y sus piernas; así y todo, armándose de valor de nuevo, siguió un poco más allá, y otra vez aliviado comprobó que aquello no había sido más que el sonido hecho por dos ramas que se rozaban a merced de la brisa… Salió Ichabod de los dominios del árbol, pues, pero no había escapado con ello al peligro que se cernía sobre él.
A unas doscientas yardas del árbol cruzaba el camino un arroyuelo que se precipitaba hacia una zona de légamos conocida como el pantano de Wiley. Para cruzarlo, unos troncos hábilmente dispuestos ofrecían el paso propio de un puente, y del lado de la corriente del arroyuelo varios castaños y robles, por cuyos troncos trepaba la hierba, se cerraban como una bóveda sobre aquel paso tan improvisado como eficaz. Algo en su interior, entonces, le hizo sentir una cierta aprensión, como si unos pasos más allá no hubiese otra cosa que una gruta oscura y sin salida… Atravesar aquello, pues, le supondría la prueba más difícil de superar. Sabía bien el maestro, además, que fue entre aquellos árboles, robles y castaños, donde se escondieron los soldados que, más allá de la leyenda, tendieron la emboscada al mayor André; eso, y la leyenda en sí misma, hicieron que el puente fuera tenido por todos como un lugar maldito, que solo debía cruzarse de noche y en compañía… Y él iba solo… Ahora comprendía bien el terror de sus alumnos cuando, con la oscuridad de los días de invierno, tenían que atravesarlo para regresar a sus casas una vez concluidas las lecciones.
Cuanto más se aproximaba su montura al riachuelo, más fuerte le latía en el pecho el corazón a Ichabod, como si le fuera a hacer saltar las costillas. Pero, respirando hondo, haciendo acopio de todo el valor y de toda la fuerza de voluntad que hubo de requerirse para no dar marcha atrás, fustigó violentamente a su caballo, le clavó los tacones de sus botas en los ijares, en la esperanza de que el penco saliese casi de estampida para cruzar aquello cuanto antes, pero el mal bicho que era aquel caballo, resabiado e indolente, no hizo más que un violento escorzo hacia su derecha, para que su jinete se golpeara de manera brutal contra un árbol… El maestro, ahora tan enfadado como preso del pánico, y que a cada segundo que pasaba en aquel lugar sentía aún más miedo, tiró de las riendas, sin embargo, hacia el lado contrario, para herir en los belfos al caballo con el bocado y obligarlo así a seguir el rumbo que quería… Más fue inútil; el penco se echó a galope, sí, pero no para cruzar lo que su jinete le indicaba, sino para tirarse de costado, violentamente, como si hubiera sido abatido por un disparo, contra unas zarzas repletas de espinas que había a la izquierda del camino. Aun maltrecho, se levantó Ichabod, volvió a montar y castigó con una dureza inimaginable al bruto, sacudiéndole con la fusta aún más fuerte que antes y clavándole los tacones de sus botas en los ijares con auténtica saña… El viejo Pólvora relinchó, se puso de manos y salió otra vez a galope… Mas justo cuando llegaba a la embocadura del puente se paró en seco, como las mulas… A punto estuvo de salir lanzado el maestro por encima de las orejas del penco, y si no lo hizo fue porque se agarró con fuerza al cuello de la bestia malvada… Iba a castigarlo de nuevo con otra ración de fustazos, pero entonces percibió unas pisadas en el agua… Al tétrico amparo ofrecido por la bóveda de los árboles apenas vio una sombra informe, erguida, alargada y ancha, quieta, como abrigada en la oscuridad cual fiera dispuesta a lanzarse sobre el viajero que osara entrar en sus dominios.
El vello del pobre pedagogo se erizaba a impulsos del terror que lo embargaba. ¿Qué podía hacer o decir? Era demasiado tarde para girar la grupa de su caballo y escapar por donde había venido; además, podía tratarse de un espectro, de un fantasma, de un espíritu, seres del aire capaces de atravesarlo incluso de cara al viento. Así que, haciendo acopio de los últimos rescoldos de valor y de cordura que ardían en su pecho y en su cabeza, y a despecho de su voz en un hilo, escuchó no sin sorpresa que de su boca salía una pregunta: «¿Quién eres?» Como la sombra no respondiera repitió la pregunta. Y tampoco obtuvo respuesta. Así que no le quedó otra que atizar con la fusta de nuevo al maldito Pólvora, clavándole con saña los tacones una vez más, cantar con voz temblorosa y en un puro grito uno de sus salmos y galopar por donde había llegado… Mas justo entonces la sombra se interpuso en su camino, abandonando su anterior escondite, para cerrarle el paso. Ahora, a corta distancia, podía distinguir mejor la sombra, que adquiría forma: a pesar de la lobreguez de la noche vio a un jinete corpulento que montaba un altísimo y muy fuerte caballo negro. No parecía ni molesto ni amigable. Ichabod, no obstante, hizo que su caballo siguiera, al paso ahora, y cuando llegó a su altura el jinete se apartó, lo dejó pasar, y luego siguió junto al maestro, situando su caballo del lado por el que no veía su penco, que ahora parecía tranquilo y manso, manejable.
Concluyó Ichabod su salmo y se decidió entonces a mirar a su nocturno compañero, a pesar del miedo, recordando de golpe aquella aventura de la apuesta que narrara Brom el Huesos… Eso fue lo que le hizo fustigar de nuevo a su penco, en la esperanza de dejar atrás al fantasma… Mas picó espuelas el jinete maldito para alcanzarlo de nuevo, sin mayor esfuerzo de su montura. Al maestro no se le ocurrió otra cosa que tirar atrás de las bridas, para hacer más lento el paso de su jamelgo. Pero el jinete hizo lo mismo. A Ichabod le latía entonces el corazón de manera que casi se le oía, más aún que el retumbar de los cascos de los caballos en el silencio de la noche. Se puso a cantar otro salmo, que ahora, empero, no le salió; tenía la boca seca por el pánico, la lengua se le pegaba al paladar y no le salían ni una nota, ni una palabra de la primera estrofa… Su compañero nocturno parecía obstinado en su silencio, algo que aún le resultaba más temible al maestro. Pronto, empero, sabría el porqué.
Descendían ambos, emparejadas sus monturas, por la ladera de una leve colina, en la claridad que auspiciaba el fondo del firmamento y la ausencia en aquella zona de bosque, cuando se percató, aun mirándole de reojo, de que aquel ser era aún más corpulento de lo que ya de por sí le había parecido antes; y que no tenía cabeza, lo que hará comprender a cualquiera la clase de pánico que, sobre los ya padecidos, embargó ahora al pobre pedagogo… Mucho más, ni habría que decirlo, cuando comprobó cómo el jinete apoyaba su propia cabeza, que llevaba hasta entonces bajo un brazo, en el arzón de la silla de su caballo. Mil escalofríos, como latigazos, sacudieron de arriba abajo el cuerpo de Ichabod, empavorecido. No pudo pensar nada, ni considerar por más tiempo su situación; comenzó a pegar a su caballo con manos y pies… Pólvora, al menos, obedeció esta vez, lanzándose a galope tendido… Pero fue en vano, porque de inmediato tuvo de nuevo a su altura al jinete sin cabeza; galopaban en una enloquecida carrera, sacando chispas de las piedras los cascos de sus caballos; inclinado sobre el cuello de su penco, Ichabod sentía que su traje flotaba en el aire, lo que le complacía pues le daba la sensación de que podría dejar atrás al fantasma… Pero llegaron juntos hasta el cruce de caminos en el que se tomaba el que conducía hasta Sleepy Hollow; entonces, Pólvora, que parecía poseído por un demonio, cambió inopinadamente de rumbo, y en vez de girar a la derecha, como procedía, se tiró en su loca carrera por la cuesta de un sendero arenoso que llevaba desde los árboles al puente, ese otro puente famoso de las historias de aparecidos, el grande que lleva a la colina frondosa en la que se alzan la iglesia encalada que tiene a su vera el camposanto.
Hasta ese preciso momento, el pánico que también sentía el pobre penco parecía otorgarle cierta ventaja sobre el fantasma, aun cuando, desde luego, no fuera tan buen jinete como el decapitado… Pero cuando llevaba recorrida no más de la mitad del sendero, sintió que se le aflojaban las cinchas de la silla de montar y algo así como si su penco se le escurriera entre las piernas. Trató de equilibrarse y de asir la silla de montar con las piernas, para que no se le fuera, pero nada; se salvó de una terrible caída, y del consiguiente batacazo, aferrándose con todas sus fuerzas al cuello y a las crines del penco, mientras su silla caía irremediablemente al suelo y era pisoteada, lo oyó perfectamente, por los cascos del caballo del fantasma que estaba a punto de darle alcance. Así y todo, pensó en la ira de Hans Van Ripper cuando le contara que había destrozado su silla de montar preferida, la que solía poner los domingos a su montura… Pero fue solo un instante; lo que sufría ahora era insuperable; los enfados de Van Ripper resultaban una tontería comparado con aquello… Sentía cada vez más cercano al fantasma; Ichabod, que no era precisamente un jinete indio, iba peor que mal montando a pelo y a todo galope, y a punto estaba de caerse por un lado, cuando lograba rehacerse y a punto estaba de caer por el otro lado; además, golpeaban tan brutalmente sus nalgas contra los huesos del penco, que le parecía inminente el batacazo; al menos así, se decía, si se tronchaba el cuello acabaría de una vez por todas aquella pesadilla…
Un claro entre los árboles le hizo cobrar mayor confianza, sin embargo, y ansió embocar el puente que conducía a la iglesia cuanto antes, ya que era aquel el camino que había tomado inopinadamente su caballo. La luz de la luna, que caía trémula sobre las aguas, le hizo saber que no erraba en sus pronósticos. Vio casi acto seguido el encalado de la iglesia, que refulgía en la oscuridad a través de los árboles; recordar que allí, en el puente, se había esfumado el fantasma cuando compitió contra Brom el Huesos, le hizo sentir alivio. «Si llego en cabeza al puente estaré a salvo», pensó; y justo en ese momento oyó a sus espaldas el resoplido del caballo del fantasma, un caballo igualmente fantasmagórico, que casi le quemaba; volvió a fustigar al viejo Pólvora y cruzó en cabeza el puente, levantando un estrépito de tablas bajo su galope. Ya del otro lado, no pudo evitar volverse con la esperanza de que, al igual que en el relato del fanfarrón, y cual parecía norma en los fantasmas, se hubiera hecho una llamarada de fuego su perseguidor, esfumándose de inmediato… Pero lo que vio, empero, fue mucho más aterrador; se irguió el jinete en su montura sobre los estribos, tomó su cabeza con una mano y la lanzó con fuerza hacia Ichabod, que no pudo esquivar tan espantoso proyectil… La cabeza del fantasma se estrelló contra la suya con un sonido de piedras que se entrechocaran… Cayó a tierra; Pólvora, el jinete decapitado y su caballo negro pasaron por encima de aquel cuerpo yaciente como una simple brisa.
A la mañana siguiente el malencarado Van Ripper encontró su viejo caballo a las puertas de su casa, sin montura, claro, y arrastrando la brida… El pobre penco, sabio a fin de cuentas, saciaba su hambre y trataba de olvidarse de la noche anterior arrancando a mordiscos puñados de hierba. Ichabod, por el contrario, no hizo acto de presencia, a pesar de que era la hora del desayuno. Llegó la hora del almuerzo, y por muy raro que le pareciera al granjero, tampoco apareció. Sin él en la escuela, los alumnos pasaban el rato junto al riachuelo; nadie sabía nada acerca de su maestro… Comenzó a temer Van Ripper, ya avanzada la tarde, que algo malo le hubiera ocurrido; además albergaba aún la esperanza de que, con la aparición de Ichabod, lo hiciera también su silla de montar. Varias averiguaciones dieron pronto su fruto… Encontraron sus huellas, y a un lado del camino, aunque enterrada casi por completo en el suelo arenoso y un tanto destrozada, hallaron también la silla de montar del viejo holandés. Las huellas conducían hasta el puente; desde allí vieron flotar el sombrero del infortunado Ichabod en la parte donde las aguas eran más negras y profundas; no muy lejos, cerca de la orilla, vieron también una calabaza partida.
Pronto se organizó una partida para rastrear el curso del riachuelo, pero fue en vano; nadie albergó al final duda alguna sobre lo que más evidente era, esto es, que Ichabod no estaba por allí, ni vivo ni muerto. Luego, Hans Van Ripper, que se instituyó en una especie de albacea testamentario del maestro, examinó sus pertenencias… Apenas nada; dos camisas y otra medio rota; un par de corbatas de lazo, dos pares, o acaso solo uno, de medias, unos viejos pantalones de pana, una navaja mohosa, un libro de salmos con gran cantidad de marcas en cada página, un diapasón roto… Los libros y el mobiliario de la escuela, por otra parte, pertenecían a la comunidad, salvo la Historia de la brujería, de Cotton Mather, y un Almanaque de Nueva Inglaterra, además de un volumen que trataba de los oráculos y otro sobre los sueños… Entre las páginas del libro sobre los sueños había una hoja de papel llena de tachaduras y borrones de tinta, el resultado de un intento que hiciera el pobre maestro por dedicar unos sentidos versos a la joven heredera de los Van Tassel. Aquellos libros tan mágicos y el poema frustrado fueron a parar al fuego, de la mano del propio Van Ripper, quien decidió en el preciso instante de arrojarlos a las llamas, y después de haberles echado un vistazo somero, que sus hijos jamás volverían a pisar una escuela, harto convencido como lo estaba de que nada bueno podía obtenerse de la lectura ni de la escritura… Por lo demás, se dijo el granjero, parecía evidente que si Ichabod tenía ahorrado algún dinero, al margen del que había recibido un par de días atrás como paga por su trabajo, había desaparecido con él mismo.
El caso de la desaparición del maestro fue la comidilla de todos en la iglesia, el domingo siguiente. Grupos de chismosos, aquí y allá, en el jardín de la iglesia y hasta entre las tumbas del camposanto, hablaban largamente de ello, especulando sobre mil posibilidades a cual más descabellada; después, como de paseo, y sin dejar de hablar del caso, cruzaron el puente y caminaron por la orilla, deteniéndose especialmente en los puntos donde se hallaron el sombrero del maestro y la calabaza partida. Las historias de Brouwer, de Brom el Huesos, y muchas otras más, dieron mucho que pensar y opinar a todo el mundo… Así que, después de sopesar estas y aquellas posibilidades, mientras fumaban plácidamente sus pipas de aromático tabaco, los hombres de Sleepy Hollow concluyeron que la única solución al enigma la ofrecía el hecho inequívoco de que el pobre maestro había sido raptado por el fantasma del jinete sin cabeza. Como Ichabod era soltero y no tenía deudas, la gente dejó de pensar en él y en su desaparición muy pronto, no tenían por qué estrujarse por más tiempo la sesera… Se habilitó otra casa como escuela y pronto hubo en el pueblo un nuevo maestro.
Es verdad, en cualquier caso, que un viejo granjero que ha estado recientemente en Nueva York, ahora que han transcurrido ya unos cuantos años desde que desapareció Ichabod Crane, añade nuevos elementos de misterio a la historia, lo que sin duda encantará a todos en Sleepy Hollow, pues cuenta que Ichabod Crane sigue vivo. Asegura que huyó del valle por miedo a una nueva aparición del fantasma y también por el dolor que le causó el rechazo de la hija de Van Tassel. Dice también que vive en un lugar muy apartado, donde poco después de su llegada siguió ejerciendo la docencia mientras estudiaba leyes, lo que le facultó para desempeñarse como abogado y entrar con éxito en política, apareciendo en los periódicos varias veces cuando se presentó en una candidatura… Dice también este hombre que no hace mucho ha sido nombrado juez del Ten Pound Court. En lo que a Brom el Huesos respecta, solo cabe decir que, poco después de la desaparición de quien fuera su rival en amores, condujo triunfante a la bella Katrina al altar… Y como no podía ser de otra manera, cada vez que Brom el Huesos oía decir algo sobre la calabaza partida que se halló en el río, un poco más allá de donde flotaba el sombrero del maestro, se moría de risa… Eso hizo pensar a más de uno que a buen seguro sabía bastante más de lo que decía sobre la desaparición de Ichabod, pero no creo digna de ser tenida en cuenta tal opinión, pues según las viejas comadres de Sleepy Hollow, tan sabias ellas para emitir juicios sobre asuntos así de escabrosos, Ichabod fue apartado de este mundo por medios perfectamente sobrenaturales.
Como era de esperar, tan abracadabrante suceso se ha convertido ya en una de las historias favoritas de las gentes de la región, que lo narran en las noches de invierno al calor de la lumbre. El puente maldito, así las cosas, se ha convertido en uno de los lugares que más cuidadosamente evitan quienes en este valle moran, presos de un terror supersticioso a tan inocente lugar… Acaso tal sea la razón de que hace unos pocos años se decidiera desviar el camino que llevaba a la iglesia, y que hacía obligatorio el paso por el puente, por la orilla de la presa del molino. La que fue escuela en donde impartió sus enseñanzas Ichabod Crane no es más que una casa en ruinas lamentables; quienes se atreven a pasar relativamente cerca de sus paredes desconchadas y húmedas de moho, lo hacen con bastante aprensión, despacio para no pisar fuerte, pues cuentan que allí vive, nada menos, el fantasma del pobre Ichabod. Los mozos que labran la tierra, por su parte, cuando regresan agotados a sus casas, tras una larga y dura jornada, sobre todo en el verano, cuando empieza a anochecer, aseguran que se oye en la lejanía la voz de quien fuera el maestro de Sleepy Hollow entonando uno de sus salmos tan melancólicamente que se les parte el corazón de pena.
Posdata
Por. Mr. Knickerbocker, de su puño y letra
La historia precedente va escrita, en su mayor parte, con las mismas palabras que escuché en una reunión celebrada en el Ayuntamiento de la antañona ciudad de Manhattoes, lleno aquel día de muchas y muy importantes gentes del lugar. El narrador de la historia era un anciano venerable y de trato exquisito, todo un caballero a pesar de su raído traje que a primera vista hacía que se le tomara por un pordiosero.
Tenía aquel hombre un rostro en el que eran perceptibles, a la vez, la tristeza y una cierta jovialidad, lo que hacía pensar inevitablemente en que hacía muchos esfuerzos para desviar nuestra atención de sus trazas más que menesterosas.
En cuanto concluyó su narración, estallaron los presentes en risas, si no en carcajadas, sobre todo un par de concejales que allí había, hombres un tanto groseros, por lo demás, de esos que suelen dormir durante las sesiones del Ayuntamiento… No obstante, había también entre la concurrencia otro anciano, alto, seco, adusto, de pobladas cejas, que miraba a todos con bastante severidad, incluso con desprecio. Con las manos sobre la mesa unas veces, y cruzado de brazos otras, inclinaba a menudo la cabeza y parecía preocupado, como si una espantosa carga lo abrumase. Era uno de esos caballeros de edad, circunspectos y severos, que solo ríen cuando de veras tienen motivos para hacerlo. O cuando la ley se les muestra favorable tras una dura querella.
Una vez cesaron las risas destempladas de los demás y se hizo de nuevo el silencio en la sala, apoyó un brazo en el reposabrazos del sillón, se puso el otro a la cadera, preguntó alzando las cejas elocuentemente, como en sorpresa burlona, cuál era la moraleja de aquella historia y qué se pretendía demostrar a través de la misma. Entonces, el narrador, que justo en ese preciso momento bebía un buen vaso de vino para refrescarse la garganta y los labios, secos por la vehemencia de que hizo gala al contar la historia, se quedó con el vaso a medio camino unos segundos, miró a quien lo interpelaba tan sarcásticamente, aunque con un aire, sin embargo, de bondad y hasta de gran deferencia e incluso aceptación de sus palabras, depositó después el vaso en la mesa, lentamente, mientras tomaba aire, y observó que la historia, atendiendo a la más inequívoca lógica de los propios hechos, no pretendía más que demostrar lo que a continuación se expone:
«Que no hay situación en la vida de la que no se pueda extraer ventaja, e incluso obtener placer, siempre y cuando sepamos aprovecharnos de ella.
»Que, en lógica consecuencia, pues, quien se atreva a echar una carrera a un jinete muerto, tendrá muchas posibilidades de sufrir un accidente.
»Ergo, si un maestro de escuela pueblerina resulta rotundamente rechazado por una joven y hermosa holandesa a la que pretende, de inmediato obtendrá dicho maestro el beneficio de una buena carrera profesional en la abogacía y hasta en la política».
El caballero de las pobladas cejas frunció y alzó estas una y otra vez, sorprendido por tan apabullante silogismo; mientras, el viejecito del traje raído le contemplaba, o eso me pareció, con un inmenso y no menor sarcástico aire de triunfo. El adusto caballero, al fin, no tuvo sino que reconocer que todo aquello estaba muy bien, que el argumento había sido bien defendido, aunque mostró una leve objeción: en cualquier caso, tal historia, para su gusto y para sus entendederas, resultaba un tanto extravagante, añadiendo que, encima, le habían quedado sin aclaración un par de puntos.
«Le aseguro, caballero, que ni yo mismo me creo la mitad de ese cuento», le respondió entonces el narrador.
Ilustración: Arnold Nobel
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