Agitábase en conmoción Roaring Camp. Cuestión de riñas no sería, pues en 1850 no era esta novedad bastante para reunir todo el campamento. No solamente quedaron desiertos los fosos, sino que hasta la especería de Tut contribuía también con sus jugadores, quienes, como todos sabían, continuaron reposadamente su partida el día en que Pedro el francés y Kanaka Joe se mataron a tiros por encima del mostrador, frente mismo de la puerta. Formando compactos grupos estaban los vecinos reunidos ante una tosca cabaña, hacia el lado exterior del campamento. Se cuchicheaba con verdadero interés, y a menudo se repetía el nombre de una mujer, nombre bastante familiar en el campamento: Genoveva Sal.
Hablar de ella prolijamente sería contraproducente. Basta consignar que era una mujer grosera y desgraciadamente muy pecadora, pero al fin y al cabo la única mujer del campamento Rodrigo, que precisamente pasaba la crisis suprema en que su sexo requiere mayor suma de cuidados y atenciones.
Viciosa, abandonada e incorregible, padecía, sin embargo, un martirio cruel aun cuando lo atienden y dulcifican las compasivas manos femeninas.
En aquel aislamiento original y terrible, sin duda había caído sobre ella la maldición que atrajo Eva en castigo del primer pecado. Tal vez formaba parte de la expiación de sus faltas, que en el momento en que más falta le hacía la ternura intuitiva y los cuidados de su sexo, solo se encontrara con las caras indiferentes de hombres egoístas. De todos modos, creo que algunos de los espectadores se encontraban afectados compadeciéndola sinceramente. Alejandro Tipton pensaba que aquello era muy duro “para Sal”, y conmovido con tal reflexión, se hizo por el momento superior al hecho de tener escondidos en la manga un as y dos de triunfos.
Hay que confesar que el caso no era para menos. No escaseaban en Roaring Camp los fallecimientos, pero un nacimiento no era cosa conocida. Varias personas habían sido expulsadas del campamento resuelta y terminantemente, y sin ninguna probabilidad de ulterior regreso; pero ésta era la primera vez que en él se introducía alguien ab initio. He aquí la causa de la sensación.
—Oye, Edmundo—dijo un ciudadano prominente, conocido por León, dirigiéndose a uno de los curiosos.—Entra aquí y mira lo que puedas hacer, tú que tienes experiencia en estas cosas.
Y a la verdad que la elección no podía ser más acertada. Edmundo en otros climas había sido la cabeza putativa de dos familias. Precisamente, a alguna informalidad legal en ese proceder, se debió que Roaring Camp, pueblo hospitalario, le contase en su seno. Todos aprobaron la elección y Edmundo fue bastante prudente para acomodarse a la voluntad de sus conciudadanos. La puerta se cerró tras del improvisado cirujano y comadrón, y todo Roaring Camp se sentó en los alrededores de la cabaña, fumó su pipa y aguardó el desenlace de la tragedia.
La abigarrada asamblea contaba unos cien individuos; uno o dos de éstos eran verdaderos fugitivos de la justicia, otros eran criminales y todos del “qué se me da a mí”. Exteriormente no dejaban traslucir el menor indicio sobre su vida y antecedentes. El más desalmado tenía una cara de Rafael, con profusión de cabellos rubios: Arturo, el jugador, tenía el aire melancólico y el ensimismamiento intelectual de un Hamlet: el hombre más sereno y valiente apenas medía cinco pies de estatura, con una voz atiplada y maneras afeminadas y tímidas. El término truhanés aplicado a ellos constituía más bien una distinción que una definición. Individualmente considerados, quizá faltaban a muchos los detalles menores, como dedos de la mano y pies, orejas, etc.; pero estas leves omisiones no le quitaban nada de su fuerza colectiva. El más hábil de entre ellos, no tenía más que tres dedos en la mano derecha; el más certero tirador era tuerto de solemnidad.
Tal era el aspecto físico de los hombres dispersos en torno de la cabaña. Formaba el campamento de Roaring Camp un valle triangular entre dos montañas y un río, y era su única salida un escarpado sendero que escalaba la cima de un monte frente a la cabaña, camino iluminado entonces por los plateados rayos de Diana.
La paciente podía haberlo visto desde el tosco lecho en que yacía. Podía verlo serpentear como una cinta de plata, hasta expirar en lo alto confundido con las nubes. Un fuego de ramas de pino carcomidas fomentaba la sociabilidad en la reunión. Lentamente, reapareció la alegría natural de Roaring Camp. Cambiáronse apuestas a discreción respecto al resultado: Tres contra cinco que Sal saldría con bien de la cosa; además, también apostose que viviría la criatura y se atravesaron apuestas aparte sobre el sexo y complexión del futuro huésped. En lo más recio de la animada controversia, oyose una exclamación de los que estaban más cercanos a la puerta, y todo el mundo aguzó los oídos. Dominando el rumor del aire entre los pinos que agitaba, el murmullo de la rápida corriente del río y el chisporroteo del fuego, oyose un grito agudo, quejumbroso, un grito al que no estaban avezados los habitantes del campamento de Roaring Camp. Las hojas cesaron de gemir, el río cesó en su murmullo y el fuego de chisporrotear: parecía como si la Naturaleza hubiese suspendido sus latidos.
El campamento se levantó como un solo hombre. No sé quién propuso volar un barril de pólvora, pero prevalecieron más sanos consejos, y solo se acordó el disparo de algunos revólveres en consideración al estado de la madre, la cual, sea debido a la tosca cirugía del campamento, sea por algún otro motivo, fenecía por momentos. No transcurrió una hora sin que, como ascendiendo por aquel escarpado camino que conducía a las estrellas, saliese para siempre de Roaring Camp, dejando su vergüenza y su pecado. No creo que tal noticia preocupara a nadie a no ser por la suerte del recién nacido.
—Pero, ¿podrá vivir ahora? —preguntaron todos a Edmundo.
Su contestación fue dudosa. El único ser del sexo de Genoveva Sal que quedaba en el campamento en condiciones de maternidad, era una borrica. Suscitose breve debate respecto a las cualidades de semejante nodriza, pero se sometió a la prueba, menos problemática que el antiguo tratamiento de Rómulo y Remo y al parecer tan satisfactoria.
Disponiendo todos estos adminículos, se pasó todavía otra hora. Por último, se abrió la puerta y la ansiosa muchedumbre de hombres, que ya se había formado en cola, desfiló ordenadamente por el interior de la fúnebre cabaña. Inmediato del bajo lecho de tablas, sobre el cual se dibujaba fantásticamente perfilado el cadáver de la madre envuelto en la manta, había una tosca mesa cuadrada. Encima de esta había una caja de velas, y dentro, envuelto en franela de un encarnado chillón, yacía el recién llegado a Roaring Camp. Al lado mismo de la improvisada cuna, había colocado un sombrero; pronto se comprendió su destino.
—Señores—dijo Edmundo con una extraña mezcla de autoridad y de complacencia ex oficio,—los señores tendrán la bondad de entrar por la puerta principal, dar la vuelta a la mesa y salir por la puerta posterior. Los que deseen contribuir con algo para el huérfano, encontrarán a mano un sombrero que se ha dispuesto para el caso.
El primer visitante entró con la cabeza cubierta, pero al girar una mirada en torno suyo se descubrió, y así, inconscientemente, dio el ejemplo a los demás, pues en tal comunidad de gentes, las acciones buenas y malas tienen efecto contagioso. A medida que desfilaba la procesión, se dejaban oír los comentarios críticos, dirigidos más particularmente a Edmundo en su calidad de expositor y cirujano.
—¿Y es eso?
—El ejemplar es verdaderamente minúsculo.
—¡Qué encarnado está!
—¡Si no es más largo que un revólver!
Pero lo verdaderamente característico fueron los donativos: una caja de rapé, de plata; un doblón; un revólver de marina, montado en plata; un lingote de oro; un hermoso pañuelo de señora primorosamente bordado (de parte de Arturo, el jugador), un prendedor de diamantes; una sortija también de diamantes (regalo sugerido por el precedente, con la observación del dador de que vio aquel alfiler y lo mejoró con dos diamantes); una honda; una biblia (dador incógnito); una espuela de oro; una cucharita de plata cuyas iniciales no eran precisamente las del generoso donante; un par de tijeras de cirujano; una lanceta; un billete de Banco de Inglaterra, de cinco libras, y como unos doscientos pesos sueltos, en oro y en monedas de todo cuño. Mientras duró la ceremonia, Edmundo mantuvo un silencio tan absoluto como el de la muerta que tenía a su izquierda y una gravedad tan indescifrable como la del recién nacido, que yacía encima de la mesa.
Un ligero incidente rompió la monotonía de aquella extraña procesión.
Al inclinarse León curiosamente sobre la caja de velas, la criatura se volvió, y en un movimiento de espasmo agarró el errante dedo del minero y por un momento lo retuvo con fuerza.
León puso la estupefacta cara de un idiota, y algo parecido al rubor se esforzó en asomar a sus mejillas curtidas por el sol.
—¡Maldito bribón!—dijo, retirando su dedo con mayor ternura y cuidado de los que se podrían sospechar de él.
Y al salir, mantenía el dedo algo separado de los demás, examinándolo con extraña atención.
Este examen provocó la misma original observación respecto del angelito.
En efecto, parecía regocijarse al repetirlo.
—¡Ha reñido con mi dedo!—dijo a Alejandro Tipton, mostrando este órgano privilegiado.
—¡Maldito bribón!
Habían dado las cuatro cuando el campamento se retiró a descansar. En la cabaña, donde alguien velaba, ardían unas luces; Edmundo no se acostó aquella noche ni León tampoco; éste bebió a discreción y relató gustosamente su aventura de un modo invariable, terminándola con la calificación característica del recién nacido; esto parecía ponerle a salvo de cualquier acusación injusta de sensibilidad, y León no era hombre de debilidades… Después que todos se hubieron acostado, llegose hasta el río, silbando con aire indiferente. Remontó después la cañada, y pasó por delante de la cabaña silbando aún con significativo descuido. Sentose junto a un enorme palo campeche y volvió sobre sus pasos y otra vez pasó por la cabaña. Al llegar allí, encendió pausadamente su pipa, y en un momento de franca resolución llamó a la puerta.
Edmundo la abrió.
—¿Cómo va?—dijo León, mirando por encima de Edmundo, hacia la caja de velas.
—Perfectamente—contestó Edmundo.
—¿Ocurre algo?
—Nada.
Sucedió una pausa, una pausa embarazosa. Edmundo continuaba con la puerta abierta; León recurrió a su dedo, que mostró a Edmundo.
—¡Se peleó con él el maldito bribón!—dijo, y partió en seguida.
Al amanecer del día siguiente, tuvo Genoveva Sal la ruda sepultura que podía darle Roaring Camp; después, cuando su cuerpo hubo sido devuelto al seno del monte, celebrose una reunión formal en el campamento para discutir lo que debería hacerse con su hijo, recayendo el acuerdo unánime y entusiasta de adoptarlo. Pero a la vez se levantó un animado debate respecto de la posibilidad y manera de subvenir a los dispendios de su mantenimiento. Digno de consignarse es que los argumentos no participaron de ninguna de aquellas feroces personalidades a que conducían, por lo general, las discusiones en Roaring Camp. El excirujano propuso enviar la criatura a Red-Dog, a cuarenta millas de distancia, en donde se le podrían prodigar femeniles cuidados: pero la desgraciada proposición encontró en seguida la más unánime y feroz oposición. Indudablemente, no se quería tomar en cuenta plan alguno que encerrase la idea de separarse del recién venido.
Más desconfiado, Tomás Rider observó que aquella gente de Red-Dog podía cambiarlo y endosarles otro, incredulidad respecto a la honradez de los vecinos campamentos que prevalecía en Roaring Camp tocante a todos los asuntos.
La proposición de tomar una nodriza encontró también en la asamblea una oposición formidable. Díjose, en primer lugar, que no se alcanzaría de una mujer decente el que aceptara como hogar Roaring Camp, y añadió el orador que no hacía falta nadie de otra especie. Esta indirecta, poco caritativa para la difunta madre, por dura que pareciese, fue el primer síntoma de regeneración del campamento. Edmundo nada dijo; tal vez por motivos de delicadeza no quiso meterse en la elección de su posible sucesor, pero cuando le preguntaron, afirmó resueltamente que él y Jinny, la borrica antes aludida, podían componérselas para criar al pequeñuelo. Algo de original, independiente y heroico había en este plan, que gustó al campamento, por lo que se ratificó la confianza a Edmundo, enviándose a Sacramento por unos pañales. —Cuidado—dijo el tesorero poniendo en manos del enviado un saco de arena aurífera que se pudo encontrar —encajes, trabajos de filigrana y randas… todo lo que sea menester.
Aunque parece milagro, la criatura salió adelante; tal vez el clima vigoroso de la montaña se encargó de subsanar las deficiencias de la cría. La Tierra amamantó con sus ubres a este aventurero. En aquella atmósfera de las colinas, al pie de la sierra, en aquel aire vivo, de olores balsámicos, encontró cordial a la vez purificante y vivificador, que le servía de alimento, o bien una química sutil que convertía la leche de burra en cal y fósforo y demás nutritivos elementos. Edmundo se inclinaba a creer que era lo último, y su solícita y esmerada atención.
—Yo y la burra—decía—le hemos servido de padre y madre.
Y añadía a menudo, dirigiéndose al envoltorio mal pergeñado que tenía delante:
—Nunca jamás te vuelvas contra nosotros.
Al cabo de treinta días, hízose evidente la necesidad de dar nombre al niño, pues hasta entonces había sido conocido como “el corderito”, “el niño de Edmundo”, “el cayote”, alusión a sus facultades vocales, y aun por el tierno diminutivo de “el maldito bribón”. Sin embargo, pronto se dijo que esto era vago y poco satisfactorio, y finalmente prevaleció una nueva opinión. Los aventureros y jugadores son supersticiosos: Arturo declaró un día que la criatura llevaba la suerte a Roaring Camp, y a la verdad el campamento no había sido desgraciado en los últimos tiempos. Así, pues, éste fue el nombre convenido, con el prefijo de Tomasín, para hacerlo un poco más cristiano. No se hizo alusión alguna a la madre, y el padre poco importaba.
—Mejor es—dijo el filosófico Arturo—dar de nuevo las cartas, llamarle La Suerte y comenzar el juego otra vez.
Se señaló, pues, día para el bautizo. A juzgar por la despreocupada irreverencia que reinaba en Roaring Camp, puede imaginarse lo que venía a significar dicha fiesta. El maestro de ceremonias era un tal Boston, célebre taravilla, y la ocasión parecía prestarle magnífica ocasión para lucir sus chistes y agudezas. Este ingenioso bufón pasó dos días preparando una parodia del ceremonial de la iglesia, con algunas alusiones de sabor local. Ensayose convenientemente el coro y se eligió padrino a Alejandro Tipton. Después de la procesión llegó éste a la arboleda con música y banderas al frente, y la criatura fue depositada al pie de un altar simulado. Pero de pronto apareció Edmundo, y adelantándose al frente de la muchedumbre en expectativa, dijo lo siguiente:
—No es mi costumbre echar a perder las bromas, muchachos—y en esto irguiose el hombrecillo resueltamente, haciendo frente a las miradas en él fijas,—pero me parece que esto no cuadra. Es hacer un desafuero al chiquitín, eso de mezclarle en bromas que no puede comprender. Y respecto a la elección de padrino, dijo en tono autoritario:—Quisiera saber quién tiene más derechos que yo.
Un grave silencio siguió a estas palabras, pero sea dicho en honor de todos los bromistas, el primer hombre que reconoció la justicia fue el organizador del espectáculo, privándose así del legítimo disfrute de su trabajo.
Aprovechando estas ventajas, continuó Edmundo rápidamente:
—Pero, estamos aquí para un bautizo y lo tendremos: Yo te bautizo, Tomás La Suerte, según las leyes de los Estados Unidos y de California, y… en nombre de Dios. Amén.
Por primera vez se profería en el campamento el nombre de Dios de otro modo que profanándolo. La ceremonia que acababa de celebrarse era tal vez más risible que la que había concebido el satírico Boston, pero, cosa extraña, nadie reparó en ello. Tomasín fue bautizado tan seriamente como lo hubiera sido bajo las bóvedas de un templo cristiano, y en igual forma tratado y considerado.
Y así fue cómo principió la obra de regeneración de Roaring Camp, operándose en el campamento un cambio imperceptible. Lo que primeramente experimentó las primeras señales de progreso, fue la modesta vivienda de Tomasín. Limpiada y blanqueada cuidadosamente, fue luego entarimada con maderas, empapelada y adornada. La cuna de palo rosa traída de ochenta millas sobre un mulo, como decía Edmundo a su manera, fue digno remate de todo aquello. De este modo, la rehabilitación de la cabaña fue un hecho consumado. La numerosa concurrencia que solía pasar el rato en casa de Edmundo para ver cómo seguía La Suerte, apreciaban el cambio, y, en defensa propia, el establecimiento rival, la especería de Tut, se restauró con un espejo y una alfombra. Consecuencia saludable de estas novedades, fue fomentar en Roaring Camp costumbres más rígidas de aseo personal; además, Edmundo impuso una especie de cuarentena a aquellos que aspiraban al honor de tener en brazos a La Suerte. Claro que esto fue una mortificación para León, quien, gracias al descuido de una varonil naturaleza y a las costumbres de la vida de fronteras, había creído hasta entonces que los vestidos eran una segunda piel que, como la de la serpiente, solo se cambiaba cuando se caía por carecer de utilidad. No obstante, fue tan sutil la influencia del ejemplo ajeno, que desde aquella fecha en adelante apareció regularmente con camisa limpia y cara aún reluciente por el contacto del agua fresca. Tampoco fueron descuidadas las leyes higiénicas, tanto morales como sociales. Tomasito, al que se suponía en necesidad permanente de reposo, no debía ser estorbado por ruidos molestosos, así es que la gritería y los aullidos tan connaturales a los habitantes del campamento, no fueron permitidos al alcance del oído de la casa de Edmundo. Los hombres conversaban en voz baja o bien fumaban con gravedad india, la blasfemia fue tácitamente proscrita de aquellos sagrados recintos, y en todo el campamento la forma expletiva popular: maldita sea la suerte o maldita la suerte, fue desechada por prestarse a enojosas interpretaciones. Solo fue autorizada la música vocal por suponérsele una cualidad calmante, y cierta canción entonada por Jack, marino inglés, desertor de las colonias australianas de S. M. Británica, se hizo popular como un canto de cuna. Se trataba del relato lúgubre de las hazañas de la Aretusa, navío de 74 cañones, cantado en tono menor, cuya melodía terminaba con un estribillo prolongado al fin de cada estrofa. Era de ver a Jack meciendo en sus brazos a La Suerte con el movimiento de un buque y entonando esta canción de sus tiempos de fidelidad. No sé si por el extraño balanceo de Jack, o por lo largo de la canción—contenía noventa estrofas, que se continuaban en concienzuda deliberación hasta el deseado fin—, el canto de cuna causaba el efecto deseado. Al volver del trabajo, los mineros se tendían bajo los árboles, en el suave crepúsculo de verano, fumando su pipa y saboreando las melodiosas cadencias de la composición. Una vaga idea de que esto era la felicidad de Arcadia, se infundió a todos.
—Esta especie de cosa —decía el Chokney Simons, gravemente apoyado en su codo— es celestial.
Le recordaba a Greenwich.
En los calurosos días de verano, generalmente llevaban a La Suerte al valle, donde Roaring Camp explotaba el metal precioso. Allí, mientras los hombres trabajaban en el fondo de las minas, el pequeñuelo permanecía sobre una manta extendida sobre la verde hierba. La intuición artística de los mineros acabó por decorar esta cuna con flores y arbustos olorosos, llevándole cada cual, de tiempo en tiempo, matas de silvestre madreselva, azalea, o bien los capullos pintados de las mariposas. De allí en adelante, se despertó en los mineros la idea de la hermosura y significación de estas bagatelas que durante tanto tiempo habían hollado con indiferencia. Un fragmento de reluciente mica, un trozo de cuarzo de variado color, una piedra pulida por la corriente del río, se embellecieron a los ojos de estos valientes mineros y fueron siempre puestos aparte para La Suerte. De esta manera, la multitud de tesoros que dieron los bosques y las montañas para Tomasín, fue incalculable. Circundado de juguetes tales como jamás los tuvo niño alguno en el país de las hadas, es de esperar que Tomasín viviese satisfecho. La felicidad se asentaba en él, pero dominaba una gravedad infantil en todo su aspecto una luz contemplativa en sus grises y redondos ojos que alguna vez pusieron a Edmundo en grave inquietud. Era muy dócil y apacible. Dicen que una vez, habiendo caminado a gatas más allá de su corral o cercado de ramas de pino entrelazadas que rodeaban su cuna, se cayó de cabeza por encima del banquillo, en la tierra blanda, y permaneció con las encogidas piernas al aire, por lo menos, cinco minutos, con una gravedad y un estoicismo admirables, levantándolo sin una queja. Otros muchos ejemplos de su sagacidad sin duda se sucederían, que desgraciadamente descansan en las relaciones de amigos interesados. No carecían muchos de cierto tinte supersticioso.
Por ejemplo. Un día León llegó en un estado de excitación verdaderamente extraordinario.
—No hace mucho—dijo,—subí por la colina, y maldito sea mi pellejo, si no hablaba con una urraca que se ha posado sobre sus pies. Charlando como dos querubines, daba gozo verles allí tan graciosos y desenvueltos.
De cualquier manera que fuese, ya corriendo a gatas por entre las ramas de los pinos o tumbado de espaldas contemplase las hojas que sobre él se mecían, para él cantaban los pájaros, brincaban las ardillas y se abrían las flores suavemente. La Naturaleza fue su nodriza y compañera de juego, y tan pronto deslizaba entre las hojas flechas doradas de sol que caían al alcance de su mano, como enviaba brisas para orearle con el aroma del laurel y de la resina, le saludaban los altos palos campeches familiarmente, y somnolientas zumbaban las abejas, y los cuervos graznaban para adormecerlo.
Así transcurrió el verano, edad de oro de Roaring Camp.
Feliz tiempo era aquél, y la Suerte estaba con ellos. Las minas rendían enormemente; el campamento estaba celoso de sus privilegios y miraba con prevención a los forasteros; no se estimulaba a la inmigración, y al efecto de hacer más perfecta su soledad, compraron el terreno del otro lado de la montaña que circundaba el campamento en donde hubiese cuajado perfectamente el célebre adversus hostem, eterna auctoritas de los romanos. Esto y una reputación de rara destreza en el manejo del revólver mantuvo inviolable el recinto del afortunado campamento. El peatón postal, único eslabón que los unía con el mundo circunvecino, contaba algunas veces maravillosas historias de Roaring Camp, diciendo a menudo:
—Allí arriba tienen una calle que deja muy atrás a cualquier calle de Red-Dog; tienen alrededor de sus casas emparrados y flores, y se lavan dos veces al día; pero son muy duros para con los extranjeros e idolatran a una criatura india.
La prosperidad del campamento hizo entrar un deseo de mayores adelantos; para la primavera siguiente se propuso edificar una fonda e invitar a una o dos familias decentes para que allí residiesen, quizá para que la sociedad femenina pudiese reportar algún provecho al niño. El sacrificio que esta concesión hecha al bello sexo costó a aquellos hombres, que eran tenazmente escépticos respecto de su virtud y utilidad general, solo puede comprenderse por el entrañable afecto que Tomasín inspiraba.
No faltó quien se opusiera, pero la resolución no se podía efectuar hasta el cabo de tres meses, y la misma minoría cedió, sin resistencia, con la esperanza de que algo sucedería que lo impidiese, como en efecto sucedió.
El invierno de 1851 se recordará por mucho tiempo en toda aquella comarca. Una densa capa de nieve cubría las sierras: cada riachuelo de la montaña se transformó en un río y cada río en un brazo de mar: las cañadas se convirtieron en torrentes desbordados que se precipitaron por las laderas de los montes, arrancando árboles gigantescos y esparciendo sus arremolinados despojos por doquier. Red-Dog fue inundado ya por dos veces, y Roaring Camp no tardaría en correr la misma suerte.
—El agua llevó el oro a estas hondonadas—dijo Edmundo,—una vez ha estado aquí, otra vendrá.
Y aquella noche el North-Fork rebasó repentinamente sus orillas y barrió el valle triangular de Roaring Camp. En la devastadora avenida que arrebataba árboles quebrados y maderas crujientes, y en la oscuridad que parecía deslizarse con el agua e invadir poco a poco el hermoso valle, poco pudo hacerse para recoger los desparramados despojos de aquella incipiente ciudad. Al amanecer, la cabaña de Edmundo, la más cercana a la orilla del río, había desaparecido. En el fondo de la hondonada, encontraron el cuerpo de su desgraciado propietario; pero el orgullo, la esperanza, la alegría, la Suerte de Roaring Camp no pareció.
Emprendía ya el regreso con corazón triste, cuando un grito lanzado desde la orilla los detuvo; era una barca de socorro que venía contra corriente. Dijeron que, unas dos millas más abajo, habían recogido un hombre y una criatura medio exánimes. Quizá algunos los conocería si pertenecían al campamento.
Una sola mirada les bastó para reconocer a León, tendido y magullado cruelmente, pero teniendo todavía en los brazos a La Suerte de Roaring Camp.
Al inclinarse sobre la pareja extrañamente junta, vieron que la criatura estaba fría y sin pulso.
—Está muerto—dijo uno.
León abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Muerto?—repitió con voz apagada.
—Sí, buen hombre, y tú también te estás muriendo.
Y el rostro de León se iluminó con una suprema sonrisa.
—Muriéndome—repitió,—me lleva consigo. Conste, muchachos, que me quedo con La Suerte.
Y aquella viril figura, asiendo al débil pequeñuelo, como el que se ahoga se aferra en una paja, desapareció en el tenebroso río que corre a abocarse en la inmensidad del mar.
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