amigo—. Ha estallado una bomba en una calle
de Barcelona.
—Sí — contestó mi amigo melancólicamente—;
he leído esa noticia con un gran pesar. Veo que
seguimos siendo un país atrasado. Tan sólo hay
dos naciones en el mundo en las cuales conti-
núa usándose el viejo procedimiento de las
bombas ocultas tras la puerta de una vivienda,
o en los mingitorios, o en cualquier rinconada.
Esas dos naciones son Portugal y España. Du-
rante algún tiempo, los hombres que aspiraban
a cambiar violentamente los fundamentos de la
sociedad tuvieron viva fe en ese sistema que
hoy está ya desechado en todas partes. Los nihi-
listas gastaron verdaderas fortunas en explosi-
vos. Sin embargo, el régimen zarista perseve-
raba. No fué ninguna bomba lo que hizo des-
aparecer la vieja tiranía rusa... Yo creo que no
sería difícil evitar que en Barcelona volviesen a
repetirse esos atentados.
—¿Cómo?
—Por la persuasión.
— Es difícil.
—Querido amigo, vive usted en una triste
ignorancia de la psicología. La persuasión es in-
falible siempre que lleve a nuestro ánimo la
creencia de que nos movemos en el ridículo. Al
decir ridículo queda dicho inutilidad, esterili-
dad. La inutilidad es ridicula. ¿Se acuerda usted
de cómo cierto personaje de Dickens ahuyenta
de su casa un fantasma? Aquel hombre estaba
tranquilamente en su habitación cuando oyó
unos gemidos y vió salir de un armario un es-
pectro. El espectro le contó que en aquella casa
había sido muy desgraciado. Lleno de buen
sentido, el hombre preguntó a la aparición: «Ha-
biendo tantas cosas dignas de ser vistas en el
mundo y tantos lugares agradables, ¿por qué te
obstinas en no abandonar esta vivienda misérri-
ma, donde te ha perseguido la malaventura?> El
espectro se quedó un instante sobrecogido.
Nunca se le había ocurrido una idea tan natu-
ral. «Tienes razón— dijo— ; no había caído en
ello; reconozco que he estado haciendo un pa-
pel lamentable.» Y se marchó. Nunca volvió a
saberse de él. Yo no he tenido ocasión de ha-
blar con un fantasma; pero puedo jactarme de
algo más difícil que la hazaña del personaje de
Dickens. Un amigo mío me leyó una vez un
poema larguísimo acerca del verano en Castilla.
Cuando terminó le dije: «Es cierto que el calor
es profundamente ingrato; pero tú en esos ver-
sos ni ofreces remedio contra él ni descubres
nada que no sea ya conocido; nadie podrá ne-
garte que los grillos cantan en las tardes de
Agosto; temo, sin embargo, que te reprochen
haber perdido un mes en escribir concienzuda-
mente lo que sabe todo el mundo.» Mi amigo
rompió las cuartillas. Transcurrió una semana y
vino a verme. <Tengo— me confesó— la obse-
sión del verano en Castilla; siento el verano; me
parece que voy a sucumbir a la tentación de re-
hacer mi poema; me avergüenza decírtelo, pero
es un deseo superior a mi voluntad.» <No hay
por qué avergonzarse— le contesté—; tener el
sentimiento del verano no es cosa que procure
la inmortalidad, pero tampoco puede constituir
una tacha...» «¿Qué debo hacer entonces? Dame
un consejo.» <Es muy sencillo— repliqué— ; es-
tablece una horchatería.» Estableció la horcha-
tería y le fué muy bien. Más de una vez me ha
dado las gracias.
—Todo eso es ciertamente extraordinario;
pero no creo a los terroristas tan fáciles de con-
vencer como al poeta.
—Otro error. El poeta es el ser más testarudo
del universo... Mi proposición es diáfana y se-
gura. Usted diríjase al terrorista y dígale...
— Permítanme ustedes— intervino don Jeróni-
mo Roch, propietario, que, tendido en un diván
próximo al nuestro, fumaba un puro—. Permí-
tanme ustedes. Yo puedo decir algo en apoyo
de esa teoría.
Conviene advertir que don Jerónimo Roch ha
sido durante muchos años obrero metalúrgico
en una villa que no contaba más de doce mil
habitantes y que fué teatro de empeñadas con-
tiendas entre trabajadores y burgueses. Con la
autoridad que le prestaba esta circunstancia de
su vida, habló así:
— No conozco nada más inútil, de más absur-
da ineficacia que el atentado personal. El aten-
tado personal es un atavismo ideológico. En
otros tiempos creo que daba un excelente resul-
tado. Cuando el poder estaba vinculado en un
solo individuo, y este individuo abusaba terri-
blemente de su potestad, al desaparecer él des-
aparecía todo el malestar que procuraba a sus
semejantes. En la antigua Roma, cuando un em-
perador de la decadencia caía bajo el puñal de
un soldado, tenía realidad la esperanza de que
el nuevo César fuese más humano o su tiranía
adoptase distintas orientaciones. Cuando nos
han dado muchos golpes en la planta de un pie
consideramos como un alivio que comiencen a
dárnoslos en la espalda. Pero hoy, en la actual
sociedad, los atentados no pueden interesar a
nadie más que a las empresas de pompas fúne-
bres. Permítame usted que se lo demuestre con
mi propia experiencia.
He de hablarle a usted de la época en que
fui obrero. No se podía decir entonces que Jau-
me Mitje, el principal patrono de la ciudad, fuese
un modelo de transigencia. La verdad es que
nunca podíamos ganarle ninguno de los pleitos
que suscitábamos. ¿Qué hacer? Celebramos una
sesión secreta y resolvimos que era preciso rea-
lizar una campaña violenta, terrorífica contra
don Jaume. Mi compañero Gómez y yo fuimos
los designados, y nos constituímos en comité
permanente.
>Nuestro primer cuidado fué enterarnos con
escrupulosa meticulosidad de lo que se venía
haciendo en otras partes. Pronto estuvimos de
acuerdo en que era preciso colocar bombas. Fa-
bricamos una bastante presentable y anuncia-
mos a nuestros colegas que pronto quedaría re-
suelta la situación. Aquella bomba fué colocada
al pie de un árbol del paseo público. Estalló
magníficamente. Tumbó al árbol. Fueron allí
unos guardias, unos periodistas, el juez... No
pasó nada. El señor Mitje no cambió de ideas.
Esto nos extrañó. Mi compañero y yo andu-
vimos varios días cavilosos, sin acertar a ex-
plicarnos nuestro fracaso. Yo llegué a insi-
nuar:
—Es indudable que las bombas son grandes
auxiliares de las reivindicaciones obreras, según
afirman muchos periódicos y numerosos orado-
res. ¿Cómo no produjo efecto la nuestra? Sólo
encuentro una explicación: no ha hecho bastan-
te ruido.
— Eso debe ser— asintió melancólicamente mi
compañero.
Y abandonamos junto a otro árbol una segun-
da bomba. El ruido se oyó tres calles más allá
que el de la anterior. Cayó el árbol. Volvieron
los periodistas, los guardias, el juez... Y el señor
Mitje, sin darse a partido.
Naturalmente, fuimos aumentando el poder de
la detonación hasta obtener resultados que no
creo que haya podido superar ningún terrorista.
La bomba número quince rompió los cristales de
toda la ciudad, y en un pueblo que había a cua-
tro leguas de aquél, creyeron que tronaba y se
pusieron a tocar las campanas del templo. Cuan-
do mi amigo y yo hicimos el balance, obtuvimos
el resultado siguiente:
El paseo público se había quedado ya sin ár-
boles.
Los vidrieros se habían hecho cuentacorren-
tistas.
Casi todo el vecindario padecía de zumbidos
y de dolores en el oído medio.
El número de cojos del pueblo había aumen-
tado en seis, por efecto de nuestra metralla.
El señor Mitje continuaba impertérrito.
Figúrese usted cuál sería nuestro mal humor.
Mi compañero se dio un día una palmada en la
frente, y me dijo:
—¡Tengo la explicación! ¡Idiotas; más que
idiotas! Estábamos perdiendo lastimosamente el
tiempo.
— ¿Qué ocurre?— interrogué con ansia.
—Ocurre que las bombas no deben ser colo-
cadas al pie de los árboles. Fíjate en lo que ha-
cen en Barcelona. En Barcelona las sitúan en las
columnas mingitorias.
— ¡Tate, tatel— murmuré.
Y volamos una tras otra las cuatro columnas
de esa clase con que contaba la villa. Nada.
El señor Mitje, tan tranquilo. El número de
cojos aumentó notablemente.
Comenzó a vacilar nuestra fe en las máquinas
infernales. Probamos a hacerlas estallar en los
quicios de las puertas, en las zanjas del pavi-
mento, en el portal de la Inspección de Vigilan-
cia... Todo inútil. El inspector pidió el traslado,
la policía dejó de ir por aquel edificio... El pue-
blo tenía, al cabo de un año, ese aspecto que
después pude ver en las fotografías de las ciu-
dades bombardeadas durante la guerra... Pero el
señor Mitje seguía en posesión de su primitivo
carácter.
—Esto de las bombas— suspiró Gómez un
día - no sirve para maldita la cosa. Vamos a se-
guir un procedimiento nuevo. Atentemos direc-
tamente contra donjaume.
Y fuimos allá.
Le encontramos en su despacho, con una
manta arrollada a las piernas, un parche en cada
sien y una taza de manzanilla al alcance de su
mano. Era gordo y viejo. Cuando le vi procuré
convencer a mi compañero de que era estúpido
molestarse en herir, porque aquel señor no tenía
mucho tiempo de vida. Mi compañero opinó
que no se podía uno fiar nunca de un burgués y
que la eficacia del atentado era insustituible*
Bien se veía, sin embargo, que Mitje no podía
durar gran cosa. Para demostrarlo, acerqué mis
labios a su oído: grité:
-¡Uh! ¡Uuuh!
Y no hizo falta más. El señor Mitje dobló la
cabeza y expiró. Estaba muy débil.
Pocos días después, su sobrino se encargó del
negocio. El sobrino era todavía más tenaz que
el difunto. Habíamos dejado a la ciudad sin ár-
boles, sin mingitorias, sin cristales, sin puertas;
y no habíamos conseguido nada. Entonces
pensé:
—Si con la muerte se arreglasen estos asun-
tos, después de una epidemia los pueblos darían
un gran avance social. ¿Podemos Gómez y yo
matar tanta gente como la gripe, como el cán-
cer, como la pulmonía? No. Sin embargo, ¿de-
bemos a la gripe o al cáncer alguna mejora en
los salarios, ni siquiera una leve intervención en
la jornada de ocho horas? Todos los hombres
mueren. Con anticipar en unos días, en unos
años, este hecho natural, ¿qué cuestión política
o social resolvemos?
Cuando hice este sensacional descubrimiento,
abandoné el terrorismo. Con la experiencia ad-
quirida en los años que pasé fabricando bom-
bas, me hice pirotécnico. Me va muy bien. Toda
la comarca sabe que no hay quien haga como
yo los cohetes de triple estallido, los «somormu-
jos> y los «suspiros de dama>. Si usted no me
cree, puede comprobarlo en las fiestas de la Pa-
trona.
Añadiré por cuenta propia que si la acción so-
bre las vidas ajenas pudiese resolver las cuestio-
nes sociales, los médicos vendrían a constituir la
clase de mayor privilegio. Sin embargo, los doc-
tores al servicio de la Casa del Pueblo, de Ma-
drid, y los que asistían a los sindicatos mineros
de Inglaterra, se han visto obligados a hacer cla-
morosos requerimientos para que se les pagase
lo suficiente para poder vivir. Algunos ayunta-
mientos de España prescinden absolutamente de
remunerar el trabajo de estos hombres; y no hace
mucho tiempo que los médicos municipales de
Jerez acordaron declararse en huelga porque ha-
cía veinticinco meses que no cobraban sus
sueldos.
En aquella ocasión, un ministro opinó que
los médicos no se podían declarar en huelga;
pero automáticamente quedó planteado este otro
problema: los médicos, ¿tienen el deber de mo-
rirse de hambre?
Naturalmente, es terrible que los médicos se
declaren en huelga; primero, porque no se les
puede substituir con soldados, como es costum-
bre en todas las demás huelgas, y en segundo
lugar, porque no se puede apelar contra ellos al
lock-out. Nada hay más difícil que lograr que los
enfermos, para tomar represalias, vayan a su vez
a la huelga y no llamen al médico. El espíritu
de defensa gremial no está tan perfeccionado
que nos permita sonreír a esta esperanza, aun-
que no podemos negar que acaso fuese de un
resultado maravilloso e impresionante una so-
lemne manifestación de enfermos, con cua-
renta grados de calentura, gritando: «¡Abajo
los médicos!» y apedreando las clínicas de ur-
gencia.
Pero al ir eliminando por hambre a los encar-
gados de velar por las vidas ajenas, las colecti-
vidades obreras y los municipios producen la
misma perturbación que el ministro condenaba...
Un médico puede, por sus conocimientos espe-
ciales, defenderse contra la muerte por inanición
en mejores condiciones que otro hombre cual-
quiera. Es cierto. Pero todo tiene su ümite. Un
médico puede recetarse a sí mismo la dieta.
Puede también alimentarse con los reconstitu-
yentes que envían como muestras de propagan-
da las casas de productos farmacéuticos. No es
posible asegurar que una comida compuesta de
pildoras Pink, Kola Astier y Nucleogenol, rega-
da con unos tragos de vino de Peptona, sea un
banquete; pero menos es nada, y un individuo
que trasiega todos estos productos a su estó-
mago, puede acostarse con ciertas probabilida-
des de levantarse al día siguiente.
Sin embargo, las muestras se reducen, se
acaban... Un médico no muere todavía. Un mé-
dico tiene aún el recurso de aminorar las ne-
cesidades de su organismo. ¿Cómo? Amino-
rando ese organismo. Puede cortarse un brazo,
una pierna, las dos piernas... Así, achicando el
cuerpo, precisa menos alimentación. Verdade-
ramente, con que a un médico le quede la
cabeza, el tronco y el pulgar y el índice de la
mano derecha para firmar las recetas y tomar el
pulso, tiene ya bastante.
Cuando un médico llega a esa simplificación,
puede vivir con bien poca cosa. Pero, aun así,
veinticinco meses sin cobrar un céntimo son
demasiados, y es muy difícil evitar que el doctor
fallezca en unión de toda su familia. Se cuenta
que a uno de esos médicos jerezanos, en cierta
visita profesional, le dijeron los parientes de un
enfermo:
—Hoy le hemos dado un caldito y una pe-
chuga de pollo. ¿Hemos hecho bien?
El doctor meditó un poco y murmuró con
aire preocupado:
—Pechuga... pe-chu-ga... El caso es que me
suena... ¿Qué es pechuga?
—¡Por Dios!— le respondieron—; pechuga,
fíjese: pechuga... ¿Cómo le diríamos?... Esa carne
blanca y sabrosa que los pollos...
No pudieron seguir. El doctor se había puesto
lívido, había pasado la lengua por los labios y
se había desvanecido, presa de la emoción de
un recuerdo remoto.
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