viernes, 29 de noviembre de 2024

La luna sobre el Atlántico (Capítulos 16-18)







TREPANAR Y AMPUTAR COMO DESIGNIO DEL HOMBRE





16




Se levantó antes de que las sirvientas viniesen a despertarlo. Era obvio que debía hacerlo antes del amanecer, porque ahora que las viejas criadas lo habían visto recuperarse, ya no lo dejarían en paz con sus cuidados. No había transcurrido un solo minuto de su vida sin que ellas estuviesen encima de él, cuidándolo, protegiéndolo, adelantándose a sus necesidades. Y había sido una hermosa y cómoda vida, pero también de ahogo y hastío, de un transcurrir casi en sueños entre el levantarse de uno para pasar a otro más profundo, entre comidas y bebidas adormecedoras, entre ropaje abrigado y fuegos de hogar a leña, entre lánguidas caminatas al sol y las largas y solitarias tardes de verano acostado en el césped del jardín mirando el agua del arroyo cercano pasar casi inadvertidamente, como inadvertidamente estaba dejando pasar su propia vida. Y en medio de esas ensoñaciones vespertinas, recordó, mientras se vestía en la huyente oscuridad de la madrugada, las visitas del tío José. Las manos acariciándolo en la infancia, arropándolo, cubriéndolo con las mantas y su propio cuerpo. Tal vez porque el calor del fuego del hogar lo había acostumbrado a considerar que las caricias pertenecían al mundo de los sueños que no debía invadir la conciencia del día; eso era lo que siempre le habían inculcado las maneras bruscas, la voz ronca y, por momentos, destemplada, casi atiplada del tío, durante los mediodías en que almorzaban solos en el comedor de la casona. 

     Primero era el silencio sólo interrumpido por el sonar de la vajilla, por las voces ocultas de las sirvientas tras las puertas, retándose mutuamente, rivalizando por el cariño y la fidelidad de aquel hombre y aquel niño que constituían el objeto de sus vidas. Vidas que no valían más que las paredes de esa casa, y que se derrumbarían mucho antes que ésta, para ser absorbidas, mutadas tal vez, transformadas por el tiempo en polvo de cal embebida por los zócalos de la antigua casa de Cádiz. Luego llegaba la enseñanza del tío José, las reglas que le hacía repetir cada mañana las oraciones que había aprendido en el catequismo, y luego de repetir el niño lo que sabía, con mayor o menor habilidad, llegaban las palabras del tío José, su voz agitada por un remolino de ira, de justicia reclamada, como una tempestad que dominaba el resto del día hasta convertirse en la esencia de la luz del sol, hasta que éste acababa convirtiendo el alma de Maximiliano en un ímpetu vertiginoso de miedo a la luz, de temor al tiempo que transcurre lento y retrasa la llegada, la bienaventuranza de la noche. No era miedo al día, en realidad, no era temor a la violencia, sino un respeto atrapado en las cuatro paredes, una reverencia que había crecido anclada, fosilizada en su alma joven, engendrada por sus padres cuando lo concibieron una lejana noche española. Era como si dos vidas lo habitaran: el pasado con sus padres muertos, a quienes el tío jamás mencionaba, la zona de ignorancia, de brutalidad, de vergüenza, de una elementalidad lindante con lo profano, y el presente, el sitio más parecido al paraíso terrenal. Un Paraíso del que el tío José se encargaba de mantener cerrado. Nada ajeno penetraba, nada interno lograría salir jamás mientras él fuese el cuidador. ¿Y dónde estaba la serpiente, de dónde surgiría? ¿Y quién de ellos era Adán, y dónde estaba Eva? Porque las viejas sirvientas no podrían considerarse como tal, estaban mucho más abajo del bien y del mal, nociones que ellas no conocían porque únicamente se guiaban por los preceptos del dios, tío, capitán y dueño de casa, llamado José. 

     Una risa de niño, que solía ocultar con un borde del mantel de la mesa, atravesó el tiempo y llegó hasta sus labios de adulto, como cuando se atrevía a imaginar a las viejas mujeres, que en su infancia no eran aún tan viejas, con el escaso vestuario que según los sagrados textos llevaba Eva. Terminó de vestirse prestando atención más al silencio que a la inminente luz del sol que estaba a punto de presentarse sin permiso, invasor de un cielo coagulado hasta entonces por el seco y frío semblante de la luna. Cuando ellas entraran a despertarlo, él ya estaría en la biblioteca, sentado en su sillón, junto al intocable sillón del tío José. O quizá se atrevería a sentarse en ése, y así el tío, cuando entrase a su vez en su cuarto favorito y lo viese repantigado en el sillón, con los pies apoyados en la mesa ratona, los codos sobre los apoyabrazos de pana y en las manos un libro abierto, más muchos otros arrojados sobre la alfombra a su alrededor, como si hubiese estado disfrutando de una orgía, de una bacanal, abundante en vino, en drogas, en  mujeres, en éxtasis, el tío sabría, recién entonces y ya definitivamente, que su sobrino Maximiliano había crecido y aprendido a rajatabla los preceptos que tantas veces y tan imperiosamente le había inculcado. Sabría que su sobrino era ya un hombre, y como tal, un ser dividido en dos sin posibilidad de conciliación: el hombre de la noche y el hombre del día.

     Y así, en la mañana, el hombre de la noche, el Maximiliano que se sabía lleno de la negra mugre de la oscuridad que nace de los sueños ocultos, se había escabullido antes de salir el sol, sorprendiendo al sol como sorprendería al tío José, y no sólo a las inocentes, ingenuas sirvientas que ante tamaño atrevimiento, quizá se pulverizarían ante el horror de lo que verían más tarde. 

     Pero qué verían, eso aún ni siquiera él lo sabía con certeza, aunque lo sospechaba en su subrepticia ira acumulada, creciendo lentamente a medida que el sol ascendía. El sol que se encargaría de ser el fuego bajo la olla en que él había guardado a lo largo de los años todo lo insospechado, lo no recordado. Un niño y luego un adolescente que cada mañana, desnudo, recorriendo los pasillos fríos de la casona, descendía a la cocina, miraba a los perros soñolientos

que a su vez lo miraban un instante y volvían a dormirse, y subiéndose a una silla al principio y luego ya no necesitando hacerlo, levantaba la tapa de la olla cuyo fuego había permanecido encendido toda la noche, y arrojaba el manojo de inmundicias que habían crecido en su pecho cada hora, como animales, como insectos, como gusanos de un absceso infecto, perenne, inviolable e inviolado jamás por ningún remedio. No habría médico que lo curara, no habría enfermera y sabio o cura de iglesia que lograra extirparlo. Y ahora se daba cuenta que siempre lo supo con tal seguridad, como segura y certera era la resignación que había aceptado como su más íntima amiga. 

     Hoy, sin embargo, dudaba si todo eso era una alegoría de su ferviente imaginación o algo que realmente había realizado. A veces estaba mucho más seguro de sus intuiciones que de los recuerdos. De las intuiciones y de los libros, por eso recurriría a ellos esta noche. Y así es que se había levantado, vestido con una bata sobre el camisón que ha tenido desde adolescente, caminó por el pasillo desde la puerta de su cuarto hasta la escalera que descendía a la planta baja. Siempre a oscuras, sin llevar candela o farol para guiarse porque no los necesitaba para dar los mismos pasos que había dado desde que tuvo uso de razón. Pasos sobre alfombras que conocían sus pies descalzos o embutidos en sandalias de delicada seda almohadillada tanto para distraerse del insomnio, para escaparse al jardín en la noches de verano, para descender a la cocina en los esporádicos ataques de hambre nocturna con que su cuerpo joven lo reclamaba. Pero esta vez la necesidad era intelectual, y sobre todo emocional. La consulta que iba a hacer en la biblioteca del tío José provenía de un sector muy profundo de su alma, escondido por mucho tiempo, agrietado y ajado, con un hedor que había descubierto apenas veinticuatro horas antes, o menos que eso. Un olor que no soportaba porque se había conservado fresco como la carne de un muerto reciente, carne que llamaba a las moscas, que requería del cuidado de especias para simular su mal futuro: la degradación y el dulzón y fétido aroma que caracterizaba a la mal llamada muerte. Porque esa palabra era demasiado corta para nombrar el complejo proceso que producía, y como siempre, lo que no podía ser definido con exactitud, terminaba arrumbado en los arcones de la generalidad. Y la muerte era una generalidad que aparecía en todos los libros, en todas las bocas de hombres y mujeres hasta el día de la misma muerte, y entonces era ya tarde para nombrarla verdaderamente, porque ya son muerte y nombre, un solo conjunto, una sola entidad que sobrepuja los límites del tiempo para instalarse en los planos infinitesimales de la también mal llamada eternidad.

     Pero ante la falta de tal exactitud, los libros eran mejor que nada. Por ello entró a la biblioteca, a oscuras. La cerró despaciosamente, caminó a tientas hasta el escritorio ahora despejado del tío José, buscó en el primer cajón las cerillas y encendió una. Un halo luminoso alumbró su frente pálida, sus mejillas sonrojadas y los ojos ávidos de no se sabía qué. A la luz del fósforo parece un macabro muñeco resucitado. Pero qué es esto, se preguntó. Un muñeco no tiene vida y por lo tanto no puede ser resucitado de una muerte que no puede morir. Entonces le llegó la memoria de Cristo: un Dios que fue hombre para poder morir y así resucitar y volver a su calidad de Dios. Con esta idea tranquilizó su mente, las dudas que siempre lo embargaban, y recorrió con la pequeña luz la superficie del escritorio. Halló una lámpara de aceite, porque en esa casa la luz eléctrica aún no había sido instalada. La ciencia de la electricidad nunca estuvo en las prioridades del tío José. De sus viajes siempre trajo novedades que nunca dejaron de ser curiosos souvenirs anticuados, noticias de avances modernos y asombrosas anécdotas de máquinas maravillosas. Pero la vieja casona siempre permaneció en el siglo anterior. Como si ésta y su dueño quisiesen continuar olvidados por el mundo, para no llamar la atención. 

      Un halo esta vez grande se explayó por casi toda la habitación, abarcando los estantes y las vitrinas tras las que se preservaba a los ejemplares del polvo y el desgaste. La pared tras el escritorio estaba ocupada por vitrinas hasta el cielo raso, allí se guardaban los ejemplares más antiguos y valiosos. Las otras tres paredes estaban llenas de estantes hasta la misma altura, guardianes de libros a los que se llegaba con una escalera de mano de ruidosas rueditas que ya hacía mucho tiempo estaban reclamando limpieza y lubricación. 

      Por la vista de Maximiliano pasaron los nombres de Sócrates, Séneca, Heródoto, y uno de los favoritos del tío, el célebre Plutarco y sus Vidas paralelas. Se detuvo un instante ante el ejemplar ajado cuyo lomo siempre había sobresalido de la línea marcada por los otros libros en aquel tercer estante ubicado justo frente al escritorio. Muchas tardes, sentado con su tío y charlando sobre bueyes perdidos luego del café vespertino, y mientras observaba el lento proceso, -como el de la muerte antes referida-, que comenzaba con el trabajo del tío en su escritorio, continuaba con el café servido por una de las mujeres, la parsimoniosa costumbre de los terrones de azúcar, el revolver la taza, el dejarla a un lado y preguntar algo a su sobrino, y terminaba con el vaivén de su cabeza canosa apoyada en el respaldo de su silla, las manos sobre el escritorio y el aroma del café perdiéndose en los recovecos de la historia. La historia escondida que clamaba por hacerse ver a través de aquel libro que como un imán, era el punto de referencia para la atención y los ojos del tío, fascinado por las vidas paralelas de dos hombres de dos civilizaciones casi contemporáneas, símiles y diferentes. Fascinado por la dicotomía y la contradicción, por el idealismo y la realidad, por lo clásico y lo práctico, por lo épico y lo brutal, por la poesía y por la decadencia, el perfume del incienso y la hecatombe en los campos de batalla. Él mismo se reconocía dos hombres distintos, o por lo menos así lo comprendía, clara y ya ahora infructuosamente, Maximiliano.

     Caminó hacia la pared de la derecha donde estaban los volúmenes piadosos, aquellos que hablaban de la religión y de Dios. Entre éstos estaban mezclados todos los libros de filosofía moral que el tío había conseguido en el país y en sus viajes. Libros en latín, en árabe antiguo. El Corán estaba arrumbado justo bajo el cielo raso, el Talmud un poco más cerca y accesible, como si hubiese determinado esa disposición siguiendo un mapa de su propio corazón, así como había dispuesto los libros en la biblioteca siguiendo un mapa de su propia mente. Kant y Hegel predominaban, Nietszche brillaba por su ausencia, execrado. Voltaire conservada como en una bruma inviolada, Aristóteles perdido en el tiempo y nunca recuperado. Platón ocupando un espacio privilegiado, justo frente a la vista, irreverente y bello como un Narciso. 

     Se apartó de allí, lleno de culpa y de una ferviente náusea, hacia la izquierda, donde estaban los libros de ciencia. Astronomía y numerología se alternaban en el estante más alto, esperando la iluminación nunca obtenida de las estrellas, conocimientos abandonados en la juventud, porque tal vez el hombre a medida que crece echa raíces cada vez más profundas y al final de su vida es sólo ojos a ras de tierra, preparados a cerrarse pronto para hundirse también. Los astrolabios que el tío había comprado en Italia y en oriente ya habían sido llevados al sótano muchos años antes, despejando espacio para los libros de anatomía. Era ésta la ciencia preferida por el tío, y también de Maximiliano en los años de sus primeras lecturas más conscientes e interesadas. Había ejemplares de todo tipo y lugar, desde De humanis corporis fabrica de Vesalio hasta las últimas ediciones de un tal Testut. Le fascinaba, cuando aún era muy pequeño, sacar de los estantes, con el permiso del tío José, los atlas anatómicos y contemplar en ellos, como en mapas geográficos, las estructuras y tejidos humanos, como si estuviese recorriendo las montañas, valles y ríos de un mundo que algún día visitaría. Más tarde, cuando ya supo leer y comprender lo que leía, se encontró con la Anatomía de Spiegel, de casi tres siglos, y fue descubriendo que la belleza de los esquemas se iba desarrollando paralelamente a la belleza del conocimiento por él adquirido. El cuerpo humano se formaba así lenta pero armoniosamente. Y un día descubrió su sangre, que también se hallaba en esos libros, y los huesos de sus dedos que había visto dibujados a la perfección en los antiguos libros, y la piel recorrida por senderos multiformes de venas imposibles de imitar en cada ejemplar de aquella biblioteca. Descubrió los latidos de su corazón impactando en la superficie de sus brazos o su cuello, y cuando ya fue mayor, la extraña, asombrosa fluidez de sus secreciones sexuales. 

     Memorizaba las ramificaciones de las arterias, los nombres de los nervios, la forma exacta de cada hueso. Sabía, incluso las variaciones posibles y las deformaciones. La disección fue de su interés, la taxidermia lo acercó a preguntar en los arrabales de Cádiz, hasta que halló que era más difícil preservar los cuerpos que el alma. Cuando regresó un día de aquella búsqueda, se quedó pasmado de su propio asombro, de saberse tan ingenuo, tan ignorante de su propia historia. Las sirvientas intentaron consolarlo sirviéndole una profusa merienda, y el tío, que estaba de viaje, lo miraba desde su retrato junto al retrato de sus padres muertos. 

     Esa tarde caminó despacio hacia el cementerio. Cuando llegó ya había cerrado y la penumbra se abatía sobre el terreno y la rejas que separaban el país de los muertos del de los vivos. Apoyando la cabeza entre dos hierros, se sintió apresado por una mano enorme creadora y destructora. Dios lo había creado, se dijo, y también se adjudicaba el derecho de quitarlo de ese mundo. Pero qué sucedería con su cuerpo, se preguntó. Se pudriría irremediablemente. 

     Los libros de anatomía eran cementerios, pero la teoría los preservaba de la realidad. La belleza del arte iba en ayuda de la ciencia, y así la ciencia misma se convertía en una eternidad que consolaba a la humanidad de su fugacidad. 

      Entonces buscaría el alma, se dijo a sí mismo esa tarde ya convertida en noche, mientras regresaba a la casona semivacía. Entró a la biblioteca nuevamente, donde desde hacía mucho pasaba la mayoría de su tiempo, y dando la espalda a la pared izquierda, se dedicó desde entonces a explorar los libros del lado derecho, como quien diseca el alma sin el miedo a que el objeto de su estudio se deshaga entre sus manos como los precarios huesos de los muertos.

     Sin embargo hoy, varios años después, no tanto en realidad pero con la sensación de haber transcurrido un milenio, había dado la espalda esta vez al lado derecho y dirigiéndose a la pared izquierda, retomó la vista de los lomos de los libros científicos. Descendió la mirada desde los astrónomos como Galileo o Copérnico, ajeno a los viejos conflictos y las ya irrelevantes matanzas morales entre clero y el estado, entre individuos y multitudes. Pasó la mano por los libros de Newton, sobre la física y la aritmética. Ignoró aquellos tomos que hablaban de la alquimia de los elementos, que nunca comprendió del todo, como una comida indigesta que le caía muy mal. Y se detuvo en el estante al alcance de sus manos, sólo un poco por debajo de la altura de sus hombros, quizá a la distancia perfecta del plexo solar, aquel otro misterio, nudo de nervios, estación principal de los reflejos, de la actividades autónomas del cuerpo, sitio donde muchos anatomistas dijeron hábitat del alma. Donde se siente la angustia y el dolor, donde el regocijo se forma y fluye como agua torrencial de primavera. Donde se clavan los puñales suicidas y donde se sienten los primeros movimientos de los fetos. 

     Con una mano sosteniendo el farol, y la otra sacando del estante un libro de anatomía, leyó el lomo para saber si era el correcto. Éste buscaba, la Anatomía de Juan Valverde de Amusco. Regresó al escritorio y se sentó en el sillón del tío José. Apoyó los pies sobre la mesa, desafiante pero sin pensar en su desafío, empujando los papeles a un lado y colocando el farol en su lugar. Con el libro en su falda, lo abrió en la primera página. Leyó la fecha y el lugar de publicación: Roma, 1556. Admiró los diagramas de arte que representaban fragmentos del cuerpo humano, miembros, músculos, costillas, corazón, vísceras abiertas por la mitad como cajones de Pandora. Llegó a la sección de neurología, estudió los diagramas cerebrales, pero su estudio era una búsqueda sin objeto preciso. La duda, seguramente el miedo, lo hicieron acrecentar la ansiedad y alimentar el deseo, mirando el reloj sobre la mesa. Eran casi las tres de la madrugada.  El silencio casi completo, la oscuridad externa acorde con la búsqueda interior que ahora estaba llevando. Cualquier semejanza con un cementerio era pura licencia o efecto poético de un romanticismo incipiente, que atraería a cualquier espíritu sensible, pero no a él. La etapa de la sensiblería melodramática ya había pasado. Se encontraba en un período de hechos, de exploración. Y sin duda también de experimentación. Era un aventurero.

       Cuando halló el libro de osteología, en una página cualquiera, a casi la mitad del libro, había un esquema de los huesos de la base del cráneo. Qué intrincado laberinto de túneles, de pasadizos, de recovecos formados por huesos planos como láminas muy delgadas para el paso de nervios múltiplemente ramificados, arterias y venas, para el paso de secreciones y líquidos. Todos ellos encerrados y protegidos por la estructura aparentemente segura de la bóveda craneal. Como celdillas en un templo, habitaciones donde los monjes transcurrían sus duermevelas seguros de la bondad de Dios.

      Un hueso que lo asombró por su estructura, y lo maravilló por su función. Sus túneles servían de pasaje para una de las estructuras más importantes del hombre: los elementos que dan función a los ojos. El esfenoides parecía un pájaro atrapado en el centro del cráneo humano, con sus alas extendidas y petrificadas. Un pájaro embalsamado o un ave petrificada. Una representación, sin duda, una alegoría concretada, una idea hecho hueso: si todo lo que el hombre amaba, si todo pensamiento era fugaz e inatrapable, por lo menos había conseguido, como un hecho milagroso o de magia, explicable sin embargo por la ciencia un pájaro cazado en un bosque imperial lleno de circunvoluciones formadas por las ramas de árboles entrelazados, al que se le han extendido las alas antes del rigor mortis, y se lo ha espolvoreado con cal hasta conseguir la dureza necesaria para instalarlo en el centro del cráneo humano, para recordar la vulnerabilidad de las ideas y el poder coercitivo del hombre, su propia impiedad, y revertir el egoísmo imperante mostrando, como en un museo cerrado, las víctimas propiciatorias de la creación divina.

     Y en el diagrama de aquella página descubrió una marca en lápiz con la letra del tío José. No una nota de estudio, porque nada estaba más alejado del tío que el interés por la anatomía o la disección, sino una marca como de quien encuentra, al leer, algo que lo sorprende o lo inquieta. La marca representaba un signo de interrogación con un leve temblor que se adivinaba en el trazo inseguro, junto al ojo izquierdo del cráneo dibujado. Es decir, la órbita ósea vacía, por cuyo fondo transcurría el nervio óptico y los vasos sanguíneos.

     Maximiliano bajó los pies de la mesa y se acercó a ella, apoyando el libro y aproximándolo a la luz. Allí vio sobre el dibujo del esfenoides izquierdo, un trazo o una línea que el tío José había trazado. ¿Una fractura? Tal vez no había querido representar eso, o sí una grieta, quizá. Pero más probablemente un trazo de fractura como consecuencia de un golpe sufrido alguna vez. No recuerda que nunca le haya contado sobre algún episodio que sugiriera algo por el estilo. Él mismo, Maximiliano, en sus juegos infantiles sufrió incontables golpes de cabeza. Intentó recordar si había tenido desmayos, ojos hinchados o cegueras temporales.

     Entonces pensó en visiones, alucinaciones, delirios místicos.

     Recordó lo que había visto en el ojo izquierdo del hermano Aurelio, y en lo que había visto la noche anterior en la mirada del tío mientras estaba a los pies de su cama. 

     No podía conciliar esas blasfemias, el ensuciar a Cristo asociándolo con tales ideas, habitando en las mentes sucias de aquellos hombres, el uno loco, el otro depravado. El daño que le hacían había recibido su justo castigo en el primer caso, el otro seguía impune. Se tocó la boca del estómago, en el centro del dolor, y recordó las noches de su infancia y su adolescencia, las noches extraviadas por su propia psiquis en las tinieblas del tiempo, cristalizadas en fragmentos de vidrios rotos arrojados al fuego, cuyo estallar era un crepitar que lentamente disminuía en la antigua cocina, como en las antesalas del infierno. 

     Fue a través del ojo del hermano Aurelio, a través de aquella fisura, tal vez, donde comenzó a entrever la por entonces leve luz negra que nacía. Una luz que no descubría la oscuridad sino que la ponía de manifiesto, como si  lo oscuro no fuese un vacío sino una pared, un muro cóncavo cuyo fondo estaba abierto. Una hendidura natural socavada, abierta más y más por la fuerza de golpes constantes a lo largo de los años.

     Los recuerdos escondidos tenían que ver con Jesús sólo en el hecho de que era el muro que tapaba la verdad, el portero protector, el dueño de una de las tantas puertas del infierno, finalmente recobrado.

      Miró la hora y vio la luz tenue del amanecer filtrándose entre las celosías de las ventanas. Era la hora en que el tío José regresaba de sus juergas nocturnas con sus amigos. Debía estar aproximándose con paso tambaleante por las calles que conducían a la casona. Podía escuchar sus pasos ahora, su murmullo de beodo que nunca perdía del todo la disciplina de su rango militar.

     Esperó a escucharlo poner la llave en la puerta de calle, entrar y cerrar con un estrépito. Lo oyó esquivar la presencia de las sirvientas que intentaban ayudarlo a caminar hasta su cuarto sin que se golpeara o se cayera por las escaleras. Escuchó y apreció el golpeteo férreo y piadoso de las puertas, que protegían a todo hombre en su estado de la mañana y la luz que intentaban siempre espabilarlo, afrontarlo con una realidad que precisamente había querido evitar toda la noche con alcohol, con sexo, con disquisiciones  irrelevantes, cada vez más irrelevantes hasta el límite de lo tan superficial, que las palabras y los actos se convertían en plumas que volaban en el viento, como plumas de pájaros muertos. Tal vez los mismos pájaros que los hombres habían petrificado e instalado en el interior de sus propias cabezas. Y así, lo que tanto intentaban, se malograba por sus mismos actos. 

     Esperó con paciencia. Escuchó entonces los gritos iracundos del tío José, velados por las puertas de la casa. Creyó entender que alguna de las mujeres decían:

     -Pero mi señor, despertará al niño. 

     El niño, sin embargo, ya era un hombre que había salido de la biblioteca mientras los otros discutían en la planta alta. Las mujeres regresaron a sus habitaciones, rezongando. Maximiliano bajó a la cocina, echó un vistazo a los perros ya viejos y cansados. Buscó una pala junto al fuego, que conservaba cierto calor todavía. Subió  la primera escalera, empinada y de piedra labrada en los cimientos. Luego, la escalera elegante de mármol pulido que conducía al primer piso. Esperó a que el silencio se asentara, se afirmara con sus raíces en el sueño de las mujeres. El cuarto del tío estaba vacío, debió imaginarlo. Esa noche el viejo se había pasado de copas y actuaba más descontrolado que de costumbre. Fue hasta su propia habitación, donde encontró la puerta abierta, y  la luz temprana penetrando por las celosías, dividiendo en múltiples fragmentos la habitación y el cuerpo del tío, que estaba de espalda a él. 

      Maximiliano debió haber dicho algo, nunca recordaría qué, o fue su respiración la que lo delató. El tío se dio vuelta luego de haber comprobado que la cama estaba revuelta y vacía, y alguien respiraba detrás. Entonces el viejo lo miró por unos segundos, primero extrañado, luego inquisitivo, un instante después muy enojado. Pero no fue lo que dijo a su sobrino, si es que dijo algo, ni siquiera lo que podría haber alcanzado a decir, ni tampoco la mirada, que era simplemente la de un hombre ebrio, viejo y cansado de su propia soledad y frustración. 

     Vio su propia imagen reflejada en el ojo izquierdo del tío, con la pala recogida en la cocina en las manos, y que ahora levantaba por encima de su cabeza. Sintió el choque torpe de la pala contra el marco de la puerta, algo que retrasó su movimiento, pero que de nada sirvió para los reflejos lentos del viejo. El borde de la pala golpeó y se incrustó en la cara del tío José, oblicuamente desde el lado izquierdo de su frente hasta el derecho de sus labios. 

     Cuando el cuerpo cayó, Maximiliano ya no estaba. Sólo recordaría la imagen de la cara partida en dos con un largo hierro clavada en ella, justo en el centro de una visión  propia de la más infernal creación del hombre.

      La figura del Cristo carcomida por el pecado.





 17




Los días pasaron más rápido de lo que esperaban. El ruido de Buenos Aires llegaba filtrado a través de las puertas cerradas del viejo hospicio que alguna vez había servido de convento, escuela, alguna vez cárcel, luego leprosario y ahora cumplía el papel de todas estas funciones. Porque, ¿qué eran ellos, sus habitantes, sino presos que no podían salir hasta que las autoridades lo permitían, o enfermos que debían mantenerse aislados para evitar la transmisión de sus enfermedades? Hombres y mujeres que en aquel encierro aprendían a convivir y a resignarse con sus propios destinos, viendo en los altares del antiguo hospicio los refugios donde Dios esperaba como una estatua griega, bello e inalcanzable, pero siempre alto y enhiesto, desbordando orgullo y sapiencia, poder por encima de todo, y mucho más sobre aquel viejo edificio poblado de seres enfermos, cucarachas desplazándose en las noches por las cocinas de su reino. 

     Los días pasaron y no faltaba más que una semana para cumplirse la cuarentena. Ni Maximiliano ni Elsa sabían lo que harían al salir. Sí sabían, sin embargo, y en esto habían sido dos alumnos ejemplares, contagiados, quizá, por aquellos muros que guardaban sin querer las palabras sabias de antiguos maestros curas, discursos, plegarias, lecturas antes y después de largas oraciones y abluciones. Aprendieron uno del otro cómo tolerar el tiempo en blanco, cómo aguantar y pacificar sus almas al ritmo íntimo de aquellas paredes, ajenas al mundo moderno que afuera vibraba amenazadoramente, intentando filtrarse, congregarlos en un afán común de admiración y fascinación, hasta obligarlos a salir, escapando incluso, si era éste el primer delito a cumplir, la primera corrupción a que los llevaría el moderno espíritu de América, del que habían recibido muchos relatos, tanto en España como durante el viaje. Pero la versión de ambos era diferente. Mientras Elsa en su pueblo de los Pirineos no había escuchado casi nada, y por lo tanto se la vio asustada con los cuentos que jóvenes locuaces transmitían en el barco, Maximiliano ya estaba acostumbrado a estos relatos más deformados por la picardía popular  que provistos de alguna verdad. El tío José le había hablado de América como un continente fastuoso y pobre a la vez, y a medida que su fascinación iba desapareciendo a la par de sus frecuentes visitas, sus descripciones se hicieron infrecuentes y despectivas. Grandes ciudades, altos edificios, motores rugiendo en los campos extensos, enormes costas. Y por sobre todo, la gente extraña, una amalgama de nativos indios con inmigrantes de todas nacionalidades, y lo más curioso de todo, los descendientes de todos ellos: rubios saltones como escandinavos, ojos claros en pieles oscuras, ojos oscuros en pieles blancas como la leche, morochos en todos los tonos posibles, labios gruesos y labios finos, cabellos ondeados en caras y conformaciones que no parecían coincidir. América era una especie de zoológico donde nadie se entendía con nadie. Las ciudades se llenaban del ruido de los nuevos vehículos de motor que poco a poco iban reemplazando a los carros, que sin embargo tardarían muchas décadas en desaparecer definitivamente. Gente que peleaba y gritaba, para luego llorar y abrazarse, entre dialectos italianos y olores a salsas picantes, entre llantos y salmodias judías, entre campanas de iglesias vastas y majestuosas, entre gritos de acentos polacos interrumpidos por la desbordante música de orquestas que salía desde salones o teatros con el ritmo de valses u óperas. Y desde los barrios bajos cercanos al puerto llegaban los orilleros aromas de las putas y los bares, de los adoquines siempre mojados en invierno, de los llantos de niños maltratados o mecidos por brazos ásperos de mujeres dormidas en el sueño del alcohol. Y desde más lejos, como si llegara del ancho río, o si se hubiese formado sobre esas aguas casi inmóviles luego de viajar por el océano, o haber nacido en el mismo océano, arribaban las notas de una música extraña en los acordes producidos por un viejo instrumento que encontraría en estas tierra y en este siglo un vigor, un renacimiento inesperado y bienvenido. El bandoneón tenía un sonido indescifrable: viento atravesando superficies metalizadas y flexibles, como suavizado por el agua, mecido por olas y por ello mismo abundante en ondas de un oleaje encrespado que golpea maderas de viejos muelles. Luego el agua, tranquila, se aquietaba para hacerse invisible y dejando que el viento sonase entre los pilares, agudo como un chillido entre las grietas, grave y profundo. 

     Maximiliano había escuchado el tango en Cádiz, un par de veces, y en estos días le llegaban por las ventanas del hospicio rumores de música grabada, tocada en fonógrafos que los vecinos de las otras cuadras debían poner para consolarse luego de los largos días laborables. Intentó explicarle a Elsa qué era aquella música, pero ella no lograba imaginar siquiera cómo sería un bandoneón. No entendía el ritmo, no lograba captar más que los rasgueos, y éstos le lastimaban los oídos, según decía. Pero a ella no le importaba la música en este momento, porque había descubierto que el cuerpo de Maximiliano era más bello de lo que imaginaba. 

     Estaban sobre un colchón viejo que él había encontrado en un depósito, ocultado tras una puerta y capturado la noche en que él sabía que ella vendría. Luego de las caricias y los besos robados en el barco, luego recuperados tras puertas y bajo la oscuridad de los arcos en las horas que se suponía debían estar acostados y dormidos en sus correspondientes pabellones, había logrado hacerla subir hasta una habitación que encontró abandonada y cerrada con un pestillo viejo, descubierta una tarde de aburrimiento y hastío, contento de ver que desde tal sitio podía verse gran parte de la ciudad, las casas señoriales, el riachuelo cercano, los conventos e iglesias, las calles comerciales; pero sobre todo lo había asombrado contemplar la luna enorme, como una olla de fuego, como un reflector de teatro puesto justo sobre él, pero sin encandilarlo, sino iluminándolo. Había visto sus propias manos, casi translúcidas a la luz de aquella luna. 

     Esa noche, a las tres de la mañana, con el sonido de una música acuática, que sin embargo era un tango nacido de adoquines sembrados de muerte, o quizá una canzonetta napolitana desgarradora y melancólica, o un safardí entonado por un alma errante y para siempre perdida, ellos hicieron el amor por primera vez, luego de caricias, avances y timideces, de hablar y enojarse, de reconciliarse y descubrirse. Prenda por prenda, lentamente, fue despojada entre risas y comentarios aislados, hasta convertirse en algo tan natural que ya no merecía reparo ni atención. Y el sudor surgió como parte del amor, y las manos recuperaron un conocimiento que ninguno de los dos creía poseer. Y poseídos estaban, sin duda, pero sin saberlo, por los ancestrales deseos de los hombres y mujeres primitivos. Al no pensar más ni planear más que aquel colchón y ese cuarto, eran un hombre y una mujer solos en Buenos Aires, aislados por el mar y la tierra, elevados sobre una terraza que dominaba a ambos elementos, y dispuestos únicamente a acatar el poder de la luna sobre ellos. No sólo a la noche y a su luz, a la música y a los rumores de la ciudad menguante, sino también, y más importante, a obedecer el llamado del futuro, fuera cual fuese, dispuestos incluso a la resignación de cualquier drama o clase de vida. Porque sabían que el acto del amor que habían realizado era irreversible, y se sabían enlazados para el resto de sus vidas, por más que las distancias crearan lejanías entre ellos, incluso olvido o desamor.

     Ese acto era un pacto. 

    Así lo entendió Maximiliano, que por primera vez se desprendió de todo el pasado como si se hubiese desprendido de su propia persona y ahora fuese otro hombre, liberado y a su vez atado a nuevos compromisos que esta vez elegía por sí mismo. Sin embargo allí estaba la luna, y su perfecto círculo le trajo a la memoria los cálculos de Euclides del número pi. La décima sexta letra del alfabeto griego, equivalente a la “p” española. P de Pedro el traidor, ¿quizá? Pero quién era él para juzgar a quien Jesús eligió como base fundamental de su iglesia. Y allí estaban, brotando de la luna, los cálculos geométricos del número pi, círculos sin fin: Dios y Satán intercambiando el protagonismo de la historia: el estrecho y sin embargo infinito margen del número pi, el resabio que brotaba de los tres números enteros, la grieta por la que se colaba lo indescifrable, lo indefinido, la incertidumbre, la duda del todo. Porque nada era todo si había una grieta en ese todo, por donde se escapaba lo esencial o penetraba lo indeseable. De nada servía ningún conocimiento si existía en alguna parte el espacio indefinible, si existía, incluso, el cero. 

      Pero ahora dejaba atrás el pasado, por esa noche, viendo en los ojos de Elsa la esperada trama de la inocencia, el asombro con que se disfrazaba la mujer para ocultar los deseos viejos como el mundo que sentía surgir en su cuerpo por más que no fuera virgen. Y Elsa no lo era, aunque él no se lo había preguntado. Hacerlo habría implicado confesar su propia experiencia, el pasado del que había necesitado huir abordando aquel barco en que la había conocido. 

     Pensando en eso, se durmió abrazándola, sin pensar que a la mañana siguiente sus vecinos de cama se darían cuenta de su ausencia, a menos que él despertase con la primera luz del sol y la sacudiera cariñosamente, su cuerpo aún desnudo desperezándose con somnolencia, perdida los escombros dulces de aquella noche. No confiaba en sí mismo, por eso permaneció despierto, admirándola como admiraba a la luna, a la que amaba y temía como sólo se puede temer a Dios. Entonces, como un pensamiento malévolo que debía destruir de inmediato, y cuyo resto permaneció en los anaqueles más profundos de su memoria, se preguntó si, igual que Dios había muerto para él, ella también lo haría.

      No fue la luz diurna la que lo hizo salir del superficial sueño en el que sin querer se había sumido- el sexo era relajante, casi lo había olvidado-, sino el frío matutino. Ambos seguían desnudos, pero ella cubierta por una manta. Un escalofrío lo recorrió, estremeciéndolo, erizando el vello de todo su cuerpo, obligándolo a cubrirse bajo la misma manta que ella. Pronto, el calor de la piel de Elsa comenzó a excitarlo nuevamente, y no tuvo reparos en acariciarla nuevamente. Elsa fue despertando, sin abrir los ojos. La veía entregada a él, a ciegas, a su piel y a su olor, a todo lo que él quisiese hacerle. Y fue mejor aún que durante la noche, porque no hubo palabras sino única y suficientemente dos cuerpos repletos de sensaciones, protegidos uno en el otro por su propio calor mutuo, alimentados por la experiencia anterior que los enriquecía y daba por sentado muchas cosas: gustos, placeres, risas, recuerdos. La memoria completa que conformaba el amor y el sexo en un solo instante que es a su vez tiempo y espacio, constituyendo de este modo una entidad más que un sentimiento, una fundación con raíces profundas, cuya muerte sería desde entonces una muerte real, porque dejaría un recuerdo o muchos de ellos, en alguna parte y en cualquier momento, restos sobrevivientes, como toda materia que no se pierde, sino que se transforma. Los huesos del amor, se dijo Maximiliano. 

     Cuando se levantó desnudo frente a la ventana, escuchó las voces desde la planta baja. Era tarde ya, todos en los pabellones notarían la ausencia de ambos. Iba a advertirle, cuando ella abrió los ojos.

     -Lo sé, mi amor. Es tarde y todos se han dado cuenta. ¿Pero cuántas veces en estas semanas ha pasado lo mismo con otros?  Un reto de los médicos y ya todo pasará para el mediodía. Además, nos creen marido y mujer, ya sabes, así que no te preocupes.

     -No es por mí, ya todos me miran con mala cara, pero las mujeres van a hablar a tus espaldas. “Si ella lo hace con su marido”, dirán, “por qué no nosotras con quienes se nos antoje”.

     Elsa rio.

     -En pocos días estaremos fuera. ¿Has pensado en lo que vamos a hacer? No tenemos conocidos en ninguna parte, no tenemos trabajo y muy poco dinero. Y no sé qué hacer con papá…

     Maximiliano dejó que los minutos pasaran, que el calor del sol lentamente entibiara sus cuerpos. Perdido por perdido, se dijo, podrían quedarse en ese escondite todo el día, haciendo el amor cada vez que quisieran, sin más límite que esperar a que viniesen a buscarlos. 

     -Lo he pensado, querida. En el pabellón de hombres se escuchan conversaciones, y he descubierto a algunos viajantes que conocen todo el territorio. Preguntaré y averiguaré cómo llegar a las tribus que me mencionaste.

     -Pero eso me lo dijo la adivina, mi amor, cómo puedo confiar en ella realmente. Ahora, tanto tiempo y a tanta distancia, me parece un sueño el día que la visitamos con papá. 

     -Ya lo hablamos, Elsa, no hay muchas opciones. Un hospital sería como desahuciarlo, para eso se hubiera quedado en España.

     Ella asintió sin hablar. Luego dijo:

     -Bajemos y enfrentemos la situación.

     Se vistieron y abrieron la puerta con sigilo. La luz del sol lo inundaba todo, ni siquiera sombras parecía haber dentro del edificio, como si hasta la estructura hubiese sido construida con el fin de denunciarlos. ¿Pero denunciar qué, pensó él? Si de algo estaba orgulloso era de lo que había pasado entre ellos. Se sentía un hombre, definitivamente, su cuerpo lo delataba en cada parte que lo constituía. Adoraba el cuerpo de Elsa porque era bello y se complementaba exactamente con el suyo. Ni siquiera dolor hubo, ni el más leve asomo de displacer o dificultad, como si cada uno hubiese estado esperando desde mucho tiempo antes y aquel encuentro nocturno no fuese más que el destinado ensamblaje de algo más que una máquina: un ser común dispuesto a disgregarse para volver a fundirse en uno solo, con el único fin de recordar a través del placer la sustancia única, el cuerpo colectivo, la entidad fundacional que los había constituido desde siempre.

      Bajaron al comedor y se sentaron como si llegaran desde sus pabellones. Se cruzaron con miradas cómplices de unos pocos, con miradas de enojo de los resentidos. Los enfermeros y empleados no parecían haberse dado cuenta, y no lo harían si ninguno de los internos los denunciaba. Las mujeres clavaron las miradas en Elsa, unas ofuscadas, envidiándola, otras con lascivia en los ojos, preguntándole cosas silenciosamente. Los hombres miraban a Maximiliano con sorna, cuchicheando entre ellos. 

     Se sentaron uno junto al otro, pegados brazo con brazo. Entonces Elsa preguntó por su padre.

    -Iré a buscar a don Roberto- dijo él, pero ella lo agarró de la mano y le pidió que no la dejara sola.

   -Pero…

   -No tengo hambre, querido- le murmuró al oído- pero si tú quieres comer…

    -Tampoco, vamos a verlo.

   Nada de esto sirvió para acallar los rumores. Sus cuchicheos al oído, las caricias a medio esconder, las caras acongojadas como dos perritos asustados. Todo esto colaboró para que un murmullo creciente los rodeara mientras se alejaban hacia los pabellones, pero era como si en realidad se acercaran, porque el murmullo era un grito colectivo, una algazara de palabras obscenas cayendo a su alrededor. Ambos se detuvieron por un instante, soportando aquella lluvia que convertía su intimidad en una prenda sucia y maloliente. En aquel lugar podía pasar cualquier cosa, había sexo en los baños, había adictos y pervertidos. La enfermedad no era razón para no evadirse de otras realidades más transitorias pero no por ello menos satisfactorias. Todo aquello que aceleraba el tiempo de la muerte, o por lo menos simulaba su lento paso, era bienvenido. Pero cuando la relación entre dos personas tenía un aura diferente, más limpia quizá, y cuando no había signos de vergüenza ni de pretensión, como si aquello fuese tan natural y merecido, generaba el resquemor entre los que no podían compartirlo.

      Entraron al pabellón de hombres. Un enfermero quiso impedir la entrada de Elsa, pero ella le dijo que quería saber si su padre estaba bien, además Maximiliano la acompañaba. Encontraron a don Roberto en la cama, despierto e inquieto.

    -¡Papá! ¡Cuánto lo siento!

    El viejo no parecía entender la razón de la disculpa, tocó a ciegas la ropa de su hija y luego una manga de Maximiliano. Intentó abrazarlos, pero quizá estaba oliendo algo. Era un anciano, pero debía recordar el olor de los que han hecho el amor recientemente, en especial cómo se siente y huele un hombre después de tal acontecimiento. No dijo nada, pero ambos comprendieron que se había dado cuenta.

     -¿Vamos a desayunar, don Roberto?

     -No tengo hambre hoy-. Miró alrededor de la cama, a ciegas por supuesto, pero lo que hacía en realidad era buscar con los oídos.- He oído pasos durante esta mañana, ya conozco los de nuestros vecinos, pero pocas veces escuché esas pisadas, además del olor que tiene su ropa.

    -¿De qué hablas, papá?- dijo Elsa, cuando Maximiliano ya estaba mirando alrededor y descubrió en la puerta a un compañero del pabellón. Nunca habían hablado con él, parecía mantenerse en un círculo de conocidos que sin embargo variaba de tanto en tanto.  Tal vez vendía drogas, uno de esos internos permanentes que tenía acceso a la enfermería o quizá contactos con el exterior en la ciudad. Debía tener un negocio o varios, por eso se acercaba con sigilo ante los nuevos. El débil equilibrio de sus negocios no tenía que verse amenazado.

      Sus pasos resonaron con ecos en el pabellón vacío, sólo un par de viejos enfermos seguían durmiendo bajo la luz intensa de la mañana que penetraba por los ventanales enrejados. El hombre era de mediana estatura, cabello oscuro muy corto, con una barba espesa, nariz aguileña, ojos oscuros y tez muy blanca. Tenía ojeras profundas, mirada brillante. Vestía un sacón de buena calidad cubriendo lo que parecía ser un pantalón de pana y un pullover de cuello alto. Se acercó con las manos en los bolsillos del sacón. Cuando estuvo tan cerca de ellos que no pudieron evitar sentir el inconfundible aroma a medicamentos, sacó una mano y la extendió.

     -Buenos días, compañeros. No hemos coincidido antes, por culpa mía, lo reconozco. Me cuesta entablar conversación con gente nueva…

     Esperó una respuesta, al no recibirla continuó.

     -Me llamo Juan Valverde, y soy una especie de reo perpetuo en este bendito hogar.-Sonrió, mirando especialmente a Maximiliano e ignorando a Elsa y al viejo. Tenía la mirada tan fija en él, que temió por un instante que supiera algo sobre su pasado, sobre el mundo que había dejado atrás. Pero eso era imposible. Y sin embargo, algo le resultaba conocido en ese hombre. Era argentino sin duda, su acento lo delataba. Aún así, Maximiliano no podía quitarse de la cabeza que conocía su nombre de algún lado. 

     -Se preguntarán por qué he decidido entablar conversación con ustedes en estos momentos…-Miró a Elsa como si fuese un objeto de adorno y a su vez el motivo de una transacción.- La verdad es que están en boca de todos, como se habrán dado cuenta, pero los enfermeros harán la vista gorda si llegamos a un acuerdo.

    Elsa tiró del brazo de Maximiliano. La miró y le dijo que se tranquilizara.

    -¿Y cuál sería la consecuencia de no aceptar?

    -Ustedes son nuevos, así que los ilustraré con mi experiencia en estos calabozos de lujo. Como bien dicen las reglas del antiguo leprosario, y que aún rigen entre estas paredes ya que nadie se ha molestado en adaptarlas al nuevo siglo, -hay cosas más importantes en la política, evidentemente-, ustedes han puesto en riesgo a sus compañeros con la transmisión de posibles enfermedades infecciosas. –Miró a Elsa, adelantándose a su protesta.- No importa si se trata esposos, señora, con todo el respeto que me merece.

     El hombre era un fanfarrón, un  falsario, un comerciante como aquellos que tenían sus puestos alrededor del templo de Jerusalén y Jesús había destruido. Vio un gesto de Maximiliano, y dijo:

     -Tranquilo, amigo mío. Yo estoy de su parte, por eso estoy acá y no en la dirección del hospicio ahora mismo. Continuaré, si me permite. Como les decía, las reglas son claras, y la reprimenda en su caso consiste en algunas semanas más de control. Por el riesgo de embarazo, se entiende. –Sacó las manos de los bolsillos y separó lo brazos levantando los hombros, como un signo de resignación.- Todo sea por la buena salud de la población de Buenos Aires, ¿no es cierto?

     -¿Y cuánto sería el costo?

     Valverde sonrió casi angelicalmente, y Maximiliano sabía cuán cerca estaba esa sonrisa de lo demoníaco. En los labios de aquel hombre se había formado una media luna fatalista, y los dientes no eran simplemente dientes, sino fragmentos de huesos anclados.

     -Todo lo que tengan en metálico… y acepto bienes de valor, también.

    Maximiliano detuvo la ira de Elsa, su ímpetu y fuerza formados en años de labor de campo y crianza de animales al pie de las montañas. El cuerpo de ella había dejado atrás la dulzura, y la resistencia regresaba desde los campos abonados de frío y cosechas.

     Él sabía ya que era inútil resistirse, hacerlo significaba poner en riesgo el poco más de una semana que les quedaba para cumplir la cuarentena. Detuvo a Elsa de los brazos, que intentaba tirarse encima de Valverde, se veía en su rostro iracundo y en sus manos crispadas de impotencia, que Maximiliano apenas lograba sujetar. Finalmente cedió, pero él no la soltó del todo, y ella se dio el gusto de escupir al hombre.

     Valverde se rio, no era la primera vez, sin duda, y no parecía preocuparle ya que esa cara no era su cara en realidad, sino una máscara moldeada con los rasgos de su alma. Se secó con la manga del sacón, y dijo:

     -Está bien, señora, se sacó las ganas. Sé que querría hacerme más que eso, y lo comprendo, no tenga dudas. Pero creo que cambiará de idea cuando le diga que quizá tenga algo más para ofrecerles a cambio, por supuesto, de su sin duda generosa dádiva.- Se sentó en la cama de don Roberto, y éste, que lo había escuchado todo, se levantó de la cama.

     -Tranquilo, papá- dijo Elsa.

     Maximiliano vio en la mirada ciega del viejo lo que había estado temiendo desde un largo tiempo, y sujetándole la cabeza, lo miró en sus ojos. El izquierdo era transparente, y en el fondo había imágenes inquietas, figuras que se transformaban en blanco y negro, constante y violentamente. Elsa se dio cuenta de que Maximiliano estaba asustado y preguntó qué pasaba.  El viejo dejó que las manos lo retuvieran, porque tal vez así se sentía protegido, poco quedaba ya del vigor que aún mantenía durante el viaje en barco. Las manos de un joven, ya no hablar de las de su hija, sino de un joven varón que hacía muy poco había hecho el amor, le transmitían reminiscencias de su juventud, le traían el olor y el tacto del pasado. Y de pronto, dentro de aquellas sensaciones, algo lo repelió en las manos de Maximiliano y se separó. Intentando ver a Valverde entre nubes y niebla, dijo:

     -¡Hable claro o nos deja tranquilos de una vez, yo me estoy muriendo mientras usted da vueltas!

    Valverde rio.

    -Muy bien, entonces sabrán que este lugar es como un pueblo chico, todo se sabe, y se habla más de los recién llegados que de los antiguos. Así que yo he parado la oreja, como quien dice, y me he enterado de que ustedes andan buscando transporte para el norte, para el litoral si no me equivoco. Si tienen parientes o para qué mierda van, disculpe señora, no me interesa. Sólo me interesa el apuro y la necesidad de ustedes, que son fuentes de recursos para tipos como yo.

     -¿Y en qué puede ayudarnos usted, si se puede saber? – le encaró Elsa.

     -En prestarles información de lugares, horarios de embarque, contactos con conocidos, lo que necesite, señora mía.

     Su burla no hizo pie en Elsa. Se mostró interesada y se mostró dispuesta a hablar. Maximiliano la interrumpió, no sabía de cuánto estaba al tanto Valverde sobre ellos, y no deseaba que Elsa le informara más.

    -¿Y de cuánto hablamos?

    -Ya le dije, de todo lo que dispongan, a cambio de la libertad en una semana y su viaje tan deseado. –Miró de inmediato al viejo, sabiendo que por aquel lado venía la cuestión.-Por supuesto, dejaré que lo piensen y hagan una colecta familiar. Lo que me ofrezcan pagará una parte o todo de lo que les he propuesto.

     -¡¿Y cómo sabemos que usted cumplirá?!- Elsa estaba cada vez más nerviosa, tan alejada de la dulce irradiación de amor de aquella noche.

     -Mi querida señora de Méndez Iribarne, eso se lo dejo deducir a usted. –Haciendo un gesto de despedida militar con la mano, se despidió.


     Los tres dejaron que transcurriera casi toda una semana. Intentaban que los ánimos se enfriaran. No hablaron de su amor, sino que escucharon las pullas, las provocaciones y los apodos con que los nombraron los demás internos. Claro que no eran en voz alta ahora, ya que todos estaban al tanto del arreglo con Valverde. Aunque no había sido concretado todavía, nadie tenía duda que así sería. 

     Contaron el dinero que tenía guardado ella en un doblez cosido de su corpiño. Lo recontaron una y otra vez a lo largo de aquellos días, como si fueran a grabársele en la memoria cada uno de esos billetes. Roberto tenía una lata de monedas que aportar, pero ellos le dieron las gracias diciendo que las necesitaban para el uso diario en el caso de que aceptaran la oferta de Valverde. El viejo asintió, puso la lata bajo la cama y miró cómo los billetes pasaban de una mano a la otra de su hija, los restos volátiles de lo que había sido su campo al pie de los Pirineos. Maximiliano no tenía prácticamente nada para aportar al trato, había abordado sin nada en efectivo, y sólo conservaba ahora el traje que el médico le había regalado y una billetera de buen cuero pero vacía. Entonces se acordó de la cruz de plata que llevaba al cuello desde la infancia, la que le habían regalado sus padres unos meses antes de morir. La sacó por entre los botones de su camisa y la miró, invertida. 

     -¿Te parece que me dará algo por esto, Elsa?

     -Pero querido, no está bien que entregues esto, es un recuerdo, además del símbolo de Dios. Te protegerá, nos protegerá. 

     No quería romper la falacia de Elsa, menos ahora que la amaba más de lo que había amado al propio Dios del que hablaba, por eso la escondió de vuelta bajo la camisa.

     -¿Qué son estas pesetas para él? Probablemente querrá que antes las cambiemos por dinero argentino.

    -No creo- dijo Maximiliano.- Creo que los tipos como él sacan provecho de todo porque tienen los medios para hacerlo. Además, con la diferencia de valor, es seguro que saldrá ganando. Lo que me molesta es tener que hacerlo, mi amor, toda una vida trabajando en esa granja, y tener que entregarlo…

    -Si es por papá, y por nosotros también. ..

    -¿Pero cómo vamos a comenzar a vivir acá, Elsa…?

    -No lo sé, pero antes hay que llevar a papá a que lo curen, si pueden…

    -De eso yo me encargo.- Tomó valor, inspirando con fuerza. Ya no se sentía solo, ni presionado como entre cuatro paredes, ni agobiado ni angustiado. El haber hecho el amor con Elsa fue una liberación. ¿Cuánto duraría?, se preguntó.

      Concertaron el encuentro con Juan Valverde para la noche del sábado, y esa misma tarde, cuando el nombre se repitió en su pensamiento, como una canción infantil, supo de dónde lo conocía. Era el mismo nombredel anatomista cuyo libro había leído en la biblioteca del tío José. Cuando se dio cuenta de esto, estaba recostado en la cama del pabellón. Fue en busca de Elsa, la llamó desde la puerta y ella dejó la costura sobre la silla. Las mujeres se rieron entre dientes, ella no les hizo caso.

     -Esta noche voy solo.

     -Ni lo pienses- además es dinero de mi padre y mío el que vamos a entregar.-Se dio cuenta de su brusquedad, y dijo:- Lo lamento, amor mío…

     Maximiliano la abrazó y ella lloró una vez más.

     -Ya lo sé, querida, pero no confío en ese hombre. Además debo asegurarme de que me dará todo lo que necesitamos para viajar al litoral, papeles, nombres, horarios, lugares. Acuérdate que estamos perdidos en este país.

    -Está bien, yo no haría más que llorar o golpearlo. Si piensas realmente que vale la pena después de hablar con él, entrégale todo. 


     En la noche, después de la cena, cuando ya todos estaban en cama, Maximiliano se levantó en penumbras. Sabía que muchos aún estaban despiertos y se darían cuenta, pero era muy común ver alguno levantarse por la noche por insomnio, para ir al baño o meterse en la cama con alguien más. A él, y más aún a los internos más antiguos, había dejado de llamarle la atención ese movimiento nocturno. Hoy, sin embargo, no era todavía la 1 de la madrugada. Había quedado encontrarse con Valverde en uno de los baños de la planta alta, menos concurridos por la noche. Igualmente, esperarían que los que estuvieran dentro- sabía que muchos tenían sexo o simplemente se masturbaban- salieran.     

     Echó una mirada a la cama de don Roberto, con seguridad estaría despierto, pero no quiso molestarlo ni que el viejo lo molestara con consejos ya inútiles. Subió las escaleras y llegó a la puerta del baño. Los pasillos estaban débilmente iluminados por lámparas de bajo voltaje colgando del techo, incluso había sectores del lugar que todavía estaban iluminados por lámparas de kerosene. Entró al baño, grande, pero  no tanto como el de la planta baja. Un olor intenso a amoníaco emanaba de las letrinas a lo largo de una pared, en las otras había duchas y lavatorios. No parecía haber nadie, pero pronto escuchó el sonido de una cadena tirada y un hombre salió del baño cerrándose los botones del pantalón.

    -Valverde- llamó Maximiliano.

    Nadie respondió. Escuchó luego un gemido inconfundible. Dos hombres salieron del sector a oscuras de las duchas. No lo miraron, salieron cerrando la puerta. Entonces entró Valverde y cerró con llave. Maximiliano se preguntó cuántos más privilegios debía tener aquel hombre. 

    -Buenas noches, señor Méndez Iribarne.

    -Dejemos las formalidades para los caballeros, Valverde. Somos pocos y nos conocemos.

    El hombre rio, festejando la franqueza en la que involucraba a ambos.

    -Muy bien, como usted quiera. Pero yo soy educado aún en las peores circunstancias, así me enseñaron.

     Maximiliano se preguntó si el hombre era un buen actor o hablaba en serio. Todo aquel palabrerío le sonaba a sanata, como había escuchado que decían en Buenos Aires. Entonces decidió preguntarle:

     -Usted me dirá que esto es una sandez, pero me lo vengo preguntando desde esta tarde. 

¿Tiene usted familia en Roma?

     -¿Por qué le interesa, si me permite saber antes de contestarle?

     -Conozco un médico anatomista del siglo XVI, es decir, he leído un libro suyo, y se llama Juan Valverde de Amusco. 

     -Qué casualidad, ¿no? Me refiero no a nuestros nombres, sino a que usted lo conozca, y nosotros nos hayamos encontrado en este sitio. Sí señor, ese médico es un ancestro mío muy antiguo. Verá, en mi familia siempre nos hemos interesado en la medicina y en todo lo relacionado con ella, por generaciones. Muy pocos han podido estudiar para médicos, pero todos, sin excepción, nos hemos interesado en alguna rama relacionada.

    -¿Y usted, también?

    -Percibo la ironía en su pregunta, pero sí, también. Qué cree que estoy haciendo en este hospicio. Soy un enfermo más que estudia a los demás enfermos, y no hablo sólo de las enfermedades del cuerpo, sino de la mente, sobre todo. A lo largo de estos años he sacado muchas conclusiones sobre el comportamiento humano, que dejaré a mi hijo cuando crezca. Tengo la intención de hacerlo estudiar medicina, o por lo menos que sea farmacéutico, si es que la madre no se interpone. Conmigo acá encerrado, ella hará lo que quiera con él. Por eso, usted comprenderá, debo dedicarme a mis negocios. Cuesta mantener una familia, si uno pretende que logren algo más de lo que el estado está dispuesto a otorgarles.

      Maximiliano se resistió a dejarse convencer por estas supuestas motivaciones humanas para el chantaje o la extorsión; sin embargo, Valverde podría haberlo mencionado antes si su intención hubiese sido enternecerlo de algún modo, y no lo había hecho, a menos que esto también formase parte de su estratégica teatralidad.

     -Sé que no me cree del todo, pero le daré un ejemplo. Usted, amigo mío, no está casado con la señorita Elsa, por lo menos todavía.

    -Sabia deducción, Valverde, pero no demasiado elaborada, la mayoría acá debe saberlo.

    -Tiene razón, pero no es esa mi deducción, sino las extrañas coincidencias de que los funcionarios los hayan confundido con marido y mujer, sin tener documentos, y además siendo usted poseedor de un traje muy elegante, demasiado, diría yo.

     -Muy bien, ¿y cuáles son sus conclusiones?

     -Las siguientes: que usted ha robado, o tal vez matado a alguien incluso, para obtener otra identidad.

     -Me hacen reír sus equivocaciones, yo me llamo como usted ya lo sabe.

     -No dije obtener su identidad sino otra identidad. Puede usted llamarse igual, o casi igual, y ser otro.

     -¿Y con qué objeto, si puede saberse?

     -Ya le dije, ¿o es sordo? Haber matado a alguien es la causa y el instrumento a la vez. 

     Maximiliano nada contestó.

     -Vamos a lo nuestro.

     -Como quiera. ¿Cuánto está dispuesta a ofrecerme su familia?

     Esa pregunta hirió a Maximiliano en su ego más que cualquier otra de las suposiciones anteriores. El hombre sabía que el dinero no era suyo. Le dijo una suma parcial, a ver si con eso se conformaba.

     -Eso, amigo mío, cubre sólo la libertad, y vea que estoy haciéndole una rebaja porque el viejo, su suegro, me cae bien, aunque no sea recíproco como ya me he dado cuenta. 

     -Es todo lo que tengo…

     -No me haga reír usted ahora, Méndez Iribarne, nosotros acá en Buenos Aires también conocemos el regateo, y somos expertos, créame. Ustedes necesitan viajar al litoral, ¿a dónde precisamente?

     -No lo sabemos, buscamos a la gente de un pueblo indígena que hace curaciones del cerebro, así nos contaron allá en España.

     -Es verdad, son misioneros. Quedan unos pocos, los han matado casi a todos. Viven en una zona de la selva que les ha regalado el gobierno. 

     -¿Y cómo se llega a ellos?

     Valverde hizo un gesto con la mano. Maximiliano ofreció otra suma.

     -No perdamos tiempo con el regateo, dígame sinceramente lo que tiene y yo le digo lo que necesita.

     Maximiliano debió rendirse. El otro, luego de medio minuto de silencio en que sus ojos brillaron bajo la mortecina luz del baño, respondió, sin mirarlo, sino observando a un par de cucarachas que recorrían el piso en un baile en zig-zag. 

     -De acuerdo, amigo mío.-Y extendió la mano. 

     Maximiliano le dio sólo la mitad del dinero.

     -¿Y dónde está la confianza?

     -Mi confianza empieza donde termina la suya, Valverde.

     El hombre se rio.

     -Acepto la mitad por ahora, pero necesito una garantía de que recibiré el resto cuando usted sepa lo que quiere saber.

     Maximiliano pensó en las armas. Ni un chuchillo de cocina había llevado. Cómo es, se preguntó, que no había pensado en eso. Vio acercarse la mano de Valverde, a medias abierta, pero vacía. ¿Le daría un golpe, lo estrangularía? Él era un ex seminarista que sólo se envalentonaba cuando algo más fuerte que su propio cuerpo lo defendía, eso debía reconocerlo, pero no lo angustiaba.

     La mano de Valverde hurgó entre los botones de la camisa de Maximiliano y sacó la cruz de plata. 

    -Me gusta esta reliquia, amigo mío.-Y se la arrancó para guardarla en el bolsillo interno de su sacón.- Se la devolveré cuando me entregue la otra mitad.

     -Pero no vale nada- dijo Maximiliano, absurdamente, ya que por lo menos el hombre se había conformado con aquella nimiedad. Pero ahora ya no estaba seguro de que fuese tal si al otro le había interesado.

     -Una cruz de plata cincelada por indígenas de las misiones jesuíticas hace por lo menos dos siglos. Vale mucho en el mercado, y es mía por ahora.

   -¡Qué sabe usted!- protestó Maximiliano.

   -Fue usted, amigo mío, quien mencionó a mis ancestros, no yo. 


      Dos horas después, con anotaciones hechas con lápiz en papel del baño en su bolsillo, Maximiliano volvió a acostarse. Pronto amanecería, pero no iba lograr dormir. Había comprendido bien las instrucciones de Valverde, detalladas y exactas como si las hubiese visto en el mapa de un lugar que ya conociera. No era esto lo que sin embargo lo inquietaba. Sintió el vacío de la cruz en su pecho. Por qué no le habían dicho que era tan valiosa. Él ni siquiera recordaba cuándo se la habían regalado. El tío José fue quien le dijo que sus padres se la habían entregado poco antes de morir, cuando todavía él era un niño de cuna. La llevaba desde que tenía memoria, pero en realidad no recordaba siquiera la cara de sus padres. ¿O quizá fue el mismo tío José quien se la entregó luego de uno de sus viajes, y le dijo que había sido de sus padres, como una forma de compensación por su trágica y temprana muerte? El tío José le había contado que ellos habían muerto en un río de Misiones. Tal vez fue en un naufragio, tal vez los mataron los indios o los contrabandistas de opio. Estaban solos e indefensos, dijo el tío, expuestos sólo a la bondad de Dios. Nunca encontraron sus cuerpos. Pero otras veces le había dicho que el niño había nacido en España, y las veces que se atrevió a volver a preguntar, el tío se contradecía, y confundido con su borrachera y su ira, lo encerraba en la habitación, y él se quedaba tocando y mirando la cruz sobre su pecho.

    ¿Quién se la había regalado a sus padres, y cuál de ellos la llevaba? Y sobre todo surgió esta pregunta, como un destello: ¿por qué la entregaron, si no sabían que iban a morir?

     Quizá hubiese sido robada a sus padres. Tal vez extraída sin violencia a un cadáver.






18




Vio la pala ensangrentada sobre el piso, parecida ahora más a una rama arrancada hacía mucho tiempo, seca y ya sin brotes, un cayado tal vez, que podría haber pertenecido a Abraham para ayudarlo a atravesar el desierto, o quizá, y más certeramente, la vara que Pablo dejó en un sendero luego de la muerte de Cristo y luego floreció. La vara había sido antes un pedazo de rama, y la rama la forma en que se convirtió la serpiente descendida del árbol. La serpiente, luego de haber sido vencida, se petrificó por milagro de Dios, luego la misma rama fue enterrada y volvió a florecer.

     ¿Puede, entonces, de la esencia del pecado surgir la vida? ¿Es la vida producto del bien o del mal? ¿Es la vida un bien en sí misma? ¿Existe el bien? ¿Existe Dios, o todos hemos estado equivocados en nuestros conceptos desde el comienzo mismo de la razón humana? ¿Será todo un engaño tan bien perpetrado que ya no recordamos que todo es mentira, y la verdad ya se ha perdido para siempre? ¿Acaso la verdad puede ser absoluta, tanto como para considerarla una entidad aparte de la mentira? ¿Conceptos o entidades, o una sola cosa mezclada que los hombres queremos ver separadas para poder entenderlas, para poder, en realidad, entendernos?

     Todas estas preguntas se hizo Maximiliano mientras veía el mango de la pala, curvándose y enroscándose como una serpiente que intentase salir de su vieja piel, y la pala en sí misma era como la cabeza de una serpiente chata y amplia. Cuando logró escapar de la amenaza que comenzaba a deslizarse por el suelo de aquella habitación que le había pertenecido, escapó por la puerta, viendo de soslayo por un instante cómo la serpiente subía por el cuerpo del tío José y alzaba su cabeza, altiva y triunfante, emitiendo el siseo de su lengua bífida.

     Escuchó las puertas de las habitaciones de las sirvientas. El chirrido de las bisagras era parte de ellas como el rasgueo de sus ropas de servicio ya desgastadas o el olor a verbena del perfume que usaban indistintamente. Las imaginó salir de las habitaciones con sus camisones cubiertos por oscuras y gruesas salidas de cama, el pelo con rizadores o el gorro de dormir. Hasta escuchaba ya el sonido de las sandalias sobre las alfombras, dirigiéndose hacia el pie de la escalera. Habrían escuchado el ruido de las puertas con la llegada del tío. No siempre se levantaban cuando él llegaba tarde, pero él sabía que se quedaban despiertas, cada una sola en su cuarto, hasta que lo oían llegar. Muchas veces le recriminaban durante el desayuno con solemnidad aquellas parrandas, y el tío las hacía callar con un golpe sobre la mesa, porque prefería aquel volcánico golpe repercutiendo una sola vez en su cabeza dominada por la resaca a todas aquellas jeringozas moralizantes de dos viejas que no sabían nada de la vida.

     Si esta vez se levantaron, debía ser por algo. Habrían escuchado el ruido de la pala, o simplemente el paso de más pies que los habituales. Las mujeres suelen tener mejor oído que los hombres, eso no lo sorprendía. Estaba habituado a esconder sus rondas nocturnas por la casa cuando era un niño sometido al insomnio y en busca de comida y bebida en la cocina. Pero por más que no dejara rastros de haber estado allí, ellas le habían dirigido indirectas durante el desayuno de la mañana siguiente, pero con sonrisas y cariños bruscos en las mejillas del pequeño.

     O quizá esta vez habían presentido algo más, algo por venir, y tampoco era extraño. Era bueno tener mujeres en una casa, se dijo, pero también era incómodo si uno tenía algo que esconder. Entonces se preguntó cuánto sabrían ellas sobre el tío José y él. Tal vez callaban lo que sabían. Y su silencio resultó cómplice, incluso culpable ante sus ojos. Porque no conocemos los motivos de los mayores, solemos juzgarlos con mayor rigurosidad que si fuéramos nosotros los culpables. Ellos deben protegernos, deben cuidarnos, y su daño, aunque más no sea por impericia o negligencia, es más culpable que por deliberada crueldad, y así tendemos a juzgar, se dijo Maximiliano. Él no se consideraba una excepción. Bastante excepcional se veía a sí mismo como para darse el lujo de pensar o experimentar otros sentimientos que no fueran el del común de la gente. Si algo lo apartaba de lo normal, debía hacer lo necesario para volver junto al rebaño. Pero cada movimiento que intentara por parecerse a los demás, no hacía más que apartarlo todavía un poco más, aislarlo, someterlo al continuo examen de aquellos por los que deseaba sentirse aprobado: primero un adolescente solitario entre libros, con dos viejas sirvientas sobreprotectoras y un tío que lo había tomado de amante-niño, primero; luego un joven frustrado, con dos asesinatos en su haber y otros más, quizás, en ciernes.

     Por eso, cuando supo que todo lo que haría no era más en un paso en un camino marcado por incertidumbres, donde la única certeza era descubrir la nueva religión de su conciencia: la de que Dios no era más que una de las tantos nombres de incontables demonios (nombre para diversos poderes, males, entidades tal vez gobernadas por un poder que no fuera más que la propia naturaleza, cuyo gobierno eran el caos y el desorden alternándose sucesivamente).

     Si de supervivencia se trataba, él ahora sobreviviría. 

     Regresó a la habitación. Ya no estaba la serpiente, sólo la pala con sangre seca y su mango recto y oxidado junto al cuerpo del tío. Buscó la lámpara sobre la mesa de luz, y esparció el querosene por toda la habitación y el pasillo. Ya escuchaba esta vez realmente los pasos de las viejas subiendo por la alfombra, cuchicheando. Pero de pronto alzaron la voz, y él escuchó el alarido de terror que una de ellas dio al sentir el olor inconfundible. Cuando estuvieron en el último peldaño superior de la escalera, el fuego se había expandido por la habitación e invadía el pasillo, consumiendo alfombras, muebles y paredes empapeladas. Y qué era la vida, se dijo Maximiliano mientras escapaba por la ventana, entre pensamientos de ira y terror, de llanto apenas contenido por la furia, de angustia como fondo mortuorio y el deseo imperioso pero desde el principio fracasado de intentar vencer el mal con el fuego, que no sería más que vencer al fuego con más fuego.

     Cayó sobre la vereda. Se levantó y miró hacia la ventana del primer piso. Las llamas hicieron estallar los cristales del panel que él no había abierto al saltar. Los fragmentos volaron a su alrededor con el aspecto de gotas de agua que no lo refrescaron. Sintió los gritos. No los había escuchado, sino los sintió en su interior, porque en realidad los estaba imaginando, tan acertadamente como muchas cosas de su vida desde que descubrió, o abrió su mente a la claridad de lo que el tío le estaba haciendo desde que era muy pequeño. Cuando las barreras mentales caían, todo era una claridad abisal. Una filosa línea que se formaba entre el antes y el después, que se cruzaba sufriendo graves heridas matando o dejando cicatrices permanentes. 

     El cuerpo del tío se debía estar quemando, y por muy breve instante, sintió lástima. ¿Era acaso culpa suya que él hubiese matado al hermano Aurelio justo el día anterior a la noche de fiebre en la que recordó lo que le había hecho del tío? Pero ya lo sabías, Maximiliano Menéndez Iribarne, ya lo sabías aunque no te dieras cuenta, se dijo mirando los estragos del fuego, lo viste acercarse a la cama todo aquel tiempo y lo dejaste. No gritaste ni lo golpeaste. Te abandonaste como un cordero entre sus manos, te acurrucaste en su pecho sintiéndote protegido por el calor del vello como si un oso grande y fuerte te fuese a proteger para toda la vida. Y el dolor fue cierto, tanto como el rencor y la culpa y la desesperación, y sobre todo el miedo, ese miedo que se camufló magistralmente entre los libros e invenciones, entre las cuatro paredes de la biblioteca, que lo convirtieron, si no en algo aceptable, por lo menos tolerable, disfrazado de ensoñación, disolviendo los marcos de su realidad con sustancias tan corrosivas como las verdades a medias y la hipócrita certidumbre del orgullo.

       Pensó aquel aguafuerte de Goya que decía algo así como que la razón genera monstruos, y en su caso él era un monstruo, pero debía conservar la apariencia de un cordero. Debía vencer no sólo lo que le hacía daño, sino a todo aquello que representara el mal. La figura del buen Jesús no debía aparecer en los ojos de quienes no lo merecían. ¿Quién era el tío José para apropiarse de Jesús y deformarlo con sus mentiras, quién era el hermano Aurelio con sus alucinaciones de arañas parecidas a Cristo? ¿Por qué él, Maximiliano, no lograba verlo si de esa forma hallaría, sino la paz, por lo menos el orgullo de sentirse un cáliz rebosante de éxtasis?   

En lugar de ello, y a modo de compensación, ahora se sentía portador de un cáliz cuyo contenido en vez de sangre contenía combustible, y en lugar de hostias un sacramental fuego de expiación. Levantó los brazos y juntó las manos como si elevara ese cáliz en ofrenda divina, y murmuró: In nomine patris, filius et spiritus sanctus. 


     Dio pasos atrás, abarcando con la vista la fachada ardiente de la casona. El fuego se extendía por el interior, las ventanas estallaban y los gritos de las mujeres eran como gemidos de gatos peleándose en la noche. Luego, se hicieron más salvajes y lejanos a medida que el crepitar de la madera se hacía más fuerte, igual a animales atrapados en un bosque en llamas dentro de una ciudad, cada casa un bosque solitario y cerrado donde vivían unos pocos habitantes, más allá de cuyos límites no había nada más que desesperación y vacío. El abismo cósmico de las veredas impersonales, por donde iban pasajeros sin caras ni voces, sólo cuerpos cuya memoria se borraba transformándose en fantasmas de la propia imaginación. Cada casa, también,  era un asilo para enfermos psiquiátricos, cada uno con su camisa de fuerza mental, su dosis nocturna de sedantes, sus estímulos diurnos y sus sueños de sexo y muerte cumplidos en la incierta zona anterior a la vigilia.

     Los vecinos más cercanos estaban a no menos de doscientos metros, y ya los veía acercarse en ropas de dormir y sandalias sobre el empedrado y el rocío de la noche. Maximiliano seguía con el camisón y la bata, pero descalzo. Debía esconderse. Él, como los otros habitantes de la casa, debía morir. No encontrarían los restos de su esqueleto entre las cenizas, si es que lo buscaban, porque muchos creerían que aún estaba en el seminario. Pero allí las cosas no eran mejores, la inundación habría arrastrado el cuerpo del hermano Aurelio, y si por casualidad lo habían hallado, nadie se sorprendería de que el cuerpo de Maximiliano no apareciera. El torrente del agua había sido fuerte, lo mismo que ahora lo era el fuego.

     Era sorprendente aún para sí mismo verse de este modo: como un portador de catástrofes o un dios asolando al mundo. Como todo dios, debía esconderse para conservar su poder, porque el misterio era el mayor de todos. Cuando un humano realizaba tales proezas, la débil figura de su cuerpo generaba irrisión antes tales poderes, pero si nadie lo veía, o si también lo consideraban ya muerto, el poder entonces era ilimitado. ¿Pero qué hacer con tal poder, para qué podría servirle a él, que se hallaba allí tan desolado como si estuviese completamente desnudo y abandonado en medio de la calle de una ciudad desierta? A nadie podría ni debía pedirle ayuda, ni siquiera sabía a dónde huir ni dónde esconderse.

      Sólo atinó a escapar en la dirección contraria a la que los demás se acercaban. Corrió por esa calle tan conocida a lo largo de tantos años, hasta llegar a cuadras menos frecuentadas, luego casi desconocidas y oscuras. Ya había dejado de correr, pero caminaba agitado, con los pies fríos y lastimados. Había tropezado con cestos de basura, esquivado gatos que le saltaron desde altos muros de baldíos, huido de perros que intentaron morderlo. Era un merodeador nocturno para nada bienvenido. Encontró vagabundos, hombres solitarios que quizá quisieran robarle, pero al verlo así vestido, desistieron. Hubo mujeres de la noche que emitieron una leve risita de desdén. 

       No se detuvo porque no estaba seguro de cuánta distancia ni cuánto tiempo eran suficientes para dejar atrás lo que había hecho. En realidad, los hechos seguirían en su cabeza, estaban presentes ahora mismo, era inevitable, pero de lo que necesitaba alejarse era del presente inmediato, del espacio, más concreto y endeble que el tiempo, tal vez. Quién sabe. Por lo menos los lugares eran intercambiables, no así el tiempo que giraba sobre si mismo y se repetía incansablemente, en diversas variaciones compuestas por un músico mediocre.

     Mediocridad: atributo de Dios, se dijo. La creación era un producto mucho más complejo que la mente desquiciada de un dios que no encontraba mejor respuesta que repetir los antiguos ritos del sacrificio una y otra vez a lo largo de su eternidad.

     Se escondió en un callejón de las afueras de Cádiz, bajo la ventana de un primer piso de pensión. Pronto, sus habitantes se despertarían para ir a trabajar al campo unos, a la ciudad otros. Olería el aroma del café y los bollos de grasa, de la leche hervida para los niños, seguramente algún llanto de bebé recién despierto y los gritos de algunas mujeres llamando a sus hombres para sacarlos de las camas. Las respuestas siempre monótonas y a la vez irritadas, exasperadas de quienes debían sacrificar otro día de sus vidas a lo que no es sueño sino pesadumbre. 

     Había una pileta de lavar bajo una ventana, varias sogas con ropa colgada. Se desnudó, agradeciendo que los dueños del lugar no tuviesen perros que lo delataran. Dejó su ropa sucia en el suelo, y así desnudo se quedó un momento, acuclillado. Se olió las axilas, se miró las manos negras de hollín, se tocó los pies lastimados, se miró el sexo que se había alzado sin darse cuenta. Algo lo excitaba, no la situación, sino lo que había pasado, tal vez, el fuego, el símil de misa que había intentado como un blasfemo en la vereda de la casona. Sintió, a la manera de recuerdo, las veces que lo habían tocado allí: las putas con sus manos bruscas y sus bocas húmedas, el tío con sus manos suaves y su boca tosca e irritante. Unos ocultaban a los otros, y así fue cómo el tiempo pasó y los recuerdos se mezclaron, y su memoria, para protegerlo de la locura, fue formando capa tras capa una impermeable barrera exterior. Las capas se fueron deteriorando, los recuerdos filtrando, formando manchas de humedad con formas de monstruos. 

     La locura tal vez fuera una inundación incontrolable: imposible sellar el origen y hallar un drenaje.

     La locura tal vez fuese un fuego inextinguible: imposible apagarlo y hallar la salida de escape.

     Robó ropas de hombre. La luz del alba lo ayudó a elegirlas. El sonido de la vajilla y los cacharros desde las cocinas acompañó su vestuario, un pantalón y una camisa. No había zapatos, pero ya se arreglaría. Abrió el grifo y se lavó lo mejor que pudo mientras intentaba evitar el ruido del agua sobre los azulejos de la pileta. Luego huyó, porque alguien estaba abriendo la ventana. Ya a la luz de la mañana, recorrió los barrios bajos cercanos al puerto. Encontró un vagabundo y le robó los zapatos, casi nuevos, que éste debió robar a su vez no muchos días antes. Caminó por la ribera, mirando los barcos anclados, cargando mercaderías con grandes grúas que elevaban los brazos al cielo como esqueléticos sacerdotes a orillas del mar. Cavilando sobre estas imágenes, se le ocurrió que tal vez no eran sacerdotes católicos, porque su imaginación los vestía con ropas coloridas de origen impreciso, quizá con plumas y con los torsos desnudos cubiertos de pinturas simbólicas. Se detuvo frente a la orilla, y miró hacia el horizonte. En el mar estaba, quizá, su próximo camino. Si huir era la única respuesta, qué mejor que interponer la inmensidad del mar entre los recientes hechos y su futuro. Creyó escuchar los cantos rituales de una misa pagana, los gritos salvajes de una selva virgen. El sol del reciente amanecer brillaba sobre la superficie del agua, y de pronto vio una transparencia que lo sorprendió. Las pequeñas olas parecían cantar, y de ellas llegaban esos gritos lejanos, de extrañas misas paganas sobre las cuales había leído en muchos libros de religión en la biblioteca del tío José. Pensó en las leyendas de los griegos, en los dioses del mar, pensó en la Atlántida, y se dijo que el fondo del mar era el sitio más adecuado para el refugio de los dioses que tienen secretos que ocultar. Allí podrían construir sus templos sin que nadie lo supiera, realizar sus misas, sembrar sus extensas fondos con miles de huesos. No sólo un continente, sino todo un mundo habitado por dioses que se han transformado en demonios por el sólo mérito de la soledad. La soledad conlleva frustración, y de ésta deriva la avaricia, y la avaricia conjura una esquizofrenia que fluctúa entre el bien y el mal, la crueldad y el remordimiento. Esa era, tal vez, la historia de Dios en relación con los hombres. Por ello, Dios estaba muerto como concepto, como idea, incluso como sentimiento. Sólo la fe era capaz de mantener su imagen, y la fe fluctúa como un barco en una interminable tormenta de dudas. 

     La idea de los demonios como múltiples trabajadores era más plausible para el entendimiento humano. Todo lo colectivo es más comprensible que lo hecho por un individuo: lo de éste resultaba caprichoso, arbitrario, hasta capcioso. Sólo un conjunto de individuos podrían fundar ciudades, crear sociedades, construir y edificar mitos más duraderos que el tiempo de una sola vida humana. Y si estos demonios eran dioses no libres de la dicotomía humana, rebelados de pronto frente al poder de un Dios cuya fachada se había derrumbado, la virtud se esfumaba en la nada, porque lo blanco sólo puede verse en contraste con la oscuridad. 

     La oscuridad, entonces, era el espacio por antonomasia. 

     Maximiliano decidió, sin dudarlo más, quedarse todo el día en el puerto. Experimentaría las virtudes de la noche por primera vez frente al mar, sin paredes de por medio, sin ocultamientos. Su alma abierta al abismo profundo, para ver, vislumbrar, asomarse a mundos que ya lo fascinaban aún sin haberlos visto todavía.

     El sol desapareció tras unas nubes perdidas, ansiosas de apropiarse del atardecer. Los chirridos de las grúas se cambiaron por los gritos de los marineros que salían de los barcos recién lavados y cambiados para pasar unas horas en los bares del puerto. Maximiliano, sentado sobre un muro bajo que daba una vista privilegiada del mar y el puerto a la vez, los vio pasar muy cerca, unos junto a otros, casi abrazados pero no borrachos todavía, ansiosos de diversión y de mujeres. El cansancio no se traslucía ni en sus cuerpos ni en sus rostros, a pesar de haber trabajado desde muy temprano en la mañana. Nadie alzó la mirada para verlo allí sentado, como un cuervo sobre el muro, vigilando el destino de los hombres. Nadie vio su mirada torva, su cuerpo encorvado. 

     Se quedó allí varias horas. Vio regresar a algunos de vuelta a los barcos. Otros pasarían la noche en los prostíbulos. Deseó, por un momento, ser uno de ellos, no diferenciarse de los otros más que en su cuerpo, y ser uno en espíritu y en mente con los demás. Pero sabía que no podría ser así jamás, que él era un cuervo sobre el muro, observador y expectante, y no de los que sufrían las decisiones de los otros. Ya eso se había acabado para siempre.

     Viendo cómo ellos descendían el terraplén hacia la ribera a la luz de la luna, se dio cuenta, recién entonces, de la forma en que la luna, ahora llena y completa y cuya fetidez podía hasta olerse claramente, se hallaba casi sobre la superficie del mar, espejeándose en las aguas como una bruja que intentara convencerse de su belleza ante un espejo deformante. Era como otra luna en realidad, una gemela que tenía su propia movilidad independiente.

     De pronto, la luna del agua se desgajó, partiéndose lentamente en cientos de fragmentos, como esquirlas que se separaban no tanto en extensión como en profundidad. La luna gemela se partía, y él miró hacia arriba para asegurarse de que la verdadera seguía entera. Así era, pero la luna del agua se hundía, y vio entonces movimientos en la superficie, como si cosas pesadas estuviesen cayendo y levantaran pequeños oleajes provocando ondas en círculos expansivos que llegaban a la orilla. 

     Miró alrededor, pero nadie había. Seguían cayendo cosas y el sonido del agua, ese plac-plac  de goteo, crecía con la brisa que lo llevaba de un lugar a otro, expandiéndolo, agrandándolo. Los rayos de la luna reflejados en el agua no se quedaron quietos, subían y bajaban con el oleaje, pero también subían más de lo esperado, y luego bajaban bruscamente, aumentada su velocidad por la altura a la que habían llegado, casi también como si una fuerza agregada se les hubiera sumado, la fuerza que alguien hiciera para empujarlos. Porque eran cosas concretas y pesadas, aunque no demasiado, cosas que al caer en la superficie se hundían por la fuerza de la caída, sólo un poco, y pronto tendieran a flotar. Sin embargo, nunca regresaban a la superficie.

     Bajó del muro, caminó hacia la ribera, se encaramó sobre un pilote donde se ataban las cuerdas de algunas barcazas. Tras la superficie del agua iluminada vio movimientos, como si los fragmentos a veces plateados, a veces dorados de la luna fuesen lámparas que descendían para iluminar los movimientos de unos trabajadores acuáticos. Creyó ver brazos bajo el agua, extensos como los de las grúas, pero sin el movimiento mecanizado y casi estático de éstas. Brazos vivos de movimiento voluntario que agarraban aquellas cosas de diversos tamaños y formas, y las llevaban hacia el fondo del mar, desapareciendo en la ya definitiva oscuridad que ninguna luz del mundo podría iluminar alguna vez.

      Maximiliano se restregó los ojos cansados y miró al cielo. La luna verdadera había ascendido un poco, y descubrió las figuras que milenariamente muchos hombres habían observado en su superficie: aquella especie de conejo, aquel balón. Cada civilización le había otorgado su interpretación, y ahora para él eran simplemente un animal y un círculo que bien podrían ser cualquier otra cosa. De ambas formas, sólo el círculo ofrecía un simbolismo más flexible. Se lo ocurrió, entonces, que bien podría ser una mancha de enfermedad en la luna, un forúnculo abierto, una herida de bala. Tal vez fuese un agujero, una excavación. 

     ¿Pero si se trataba de una fractura?

     Maximiliano hizo asociaciones. Pensó en el conejo de Pascua, en la resurrección de Cristo, en la piedra circular que cubría la cueva donde depositaron el cuerpo durante tres días. 

     El hábitat de Dios, quizá.

     El orificio en el hueso quebrado de la luna.

     Por aquel espacio estaban cayendo, ahora, sobre el agua, los huesos de Dios enterrados hacía tanto tiempo. Jesús había resucitado, pero para ello debió morir su Padre. 

     Jesús triunfante había hecho de la tierra su dominio, y del mar su templo.

     Vivía de los huesos de su padre que para siempre descendería de la luna, por lo menos hasta que ésta se destruyera por cualquier motivo de la naturaleza. Jesús ya no era naturaleza, ni el hijo de Dios, ni el salvador del mundo. Sino la entidad que vivía en el mar con las miles de formas de los ángeles-demonios expulsados del cielo por la inmisericorde intransigencia de Dios. Los ejércitos de demonios habían matado al Padre y vivían de sus huesos, construyendo templos, cementerios, ciudades enteras bajo la superficie del mar.

     Desde allí vendría el fin de los tiempos. No del cielo, sino del mar que alguna vez se secaría definitivamente, dejando ver en todo su esplendor las ciudades una vez difuntas pero luego para siempre vivas y brillantes del oro de los ángeles devenidos en demonios, ya no inocentes sino conspicuos y escépticos, ya no bellos sino sensualmente irreverentes, ya no sabios sino rabiosamente inteligentes. Los continentes serían entonces sólo montañas deshabitadas y desérticas, monumentos obsoletos de monstruos postdiluvianos.

      Maximiliano debía alcanzar a ver con sus propios ojos, por una vez siquiera, aquel poder en la figura del Cristo asomándose en la fractura de un hueso cualquiera. Se lo prometió a sí mismo con la misma firmeza que estaba anclada en la raíz de la ira que lo había conducido hasta ese momento.

     En la mañana despertó con el sol sobre su cara, acurrucado entre los adoquines rotos. Se dirigió hacia un gran barco de acero y altas chimeneas que despedían largas columnas de humo. Un barco que pronto partiría hacia América. Utilizaría el mar como un puente para descubrir los movimientos en el fondo del mar, la caída de los huesos de Dios alimentando a sus habitantes. Sería como compartir, de algún modo, la gloria que finalmente brotaba del caos de la historia.






Ilustración: Georges de La Tour















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