sábado, 9 de noviembre de 2024

Las máquinas

 

 


 

 


 

 

 

1

 

Levanté la vista del libro cuando sonó la alarma. La luz roja titilaba en la pantalla. Otra muerte, me dije. Y esta vez, siendo la décima en la misma semana, me produjo una sensación extraña en la garganta. Pero más que tristeza por esa pérdida, ya que se trataba de un desconocido para mí, lo que sentí fue algo muy cercano al pavor. Mi corazón de pronto comenzó a latir más aceleradamente, y una opresión en el pecho me recordó la larga lista de enfermedades que afectaron a los miembros de mi familia. Fue ésta una de las razones por las cuales entré en la Academia de Cuidadores de las Máquinas. Era un oficio profesional que sin duda prestigiaba a quienes lo seguían. La curiosidad por conocer las causas de las muertes en mi familia me guió, sin duda, pero la expectativa fue mucho mayor que los resultados obtenidos. En la Academia sólo se enseñaba a manejar y controlar a las máquinas. Éramos más oficiantes y contadores de estadísticas que hombres encargados de velar por la salud de los demás.

      A veces, mi curiosidad, sin duda mayor que las de mis compañeros en los cursos, secundada por la amargura de la muerte de mi padre y de mi abuelo, por la larga y penosa enfermedad que sufría mi madre a lo largo de muchos años, me llevaba a preguntar a mis profesores cuándo aprenderíamos sobre anatomía y fisiología. Yo era uno más entre cientos de alumnos sentados en las gradas de aquellas tribunas construidas muchos siglos antes, en medio de praderas bajo cielos cambiantes, casi siempre fríos y lluviosos. Presentía que en aquellos asientos de piedra habían estado seres más inteligentes que nosotros. Había algo que rondaba la superficie de aquel centro de enseñanza, que sin embargo no lograba plasmarse en las grandes pantallas instaladas frente a las gradas, donde aparecían nada más que incontables cifras que representaban los números de la vida y la muerte en la población mundial.

     Somos contadores de estadísticas, me dije cuando aún era un estudiante. Registramos datos para el manejo de la economía del mundo. Era necesario, se nos enseñó, y aprendimos a comprenderlo y asimilarlo, que la supervivencia del hombre depende del fluctuante equilibro entre los recursos alimenticios y el número de la población. Todo lo demás, se me dijo, era superfluo. Entonces yo supe que todo aquel conocimiento que no poseíamos, era todo lo que habíamos olvidado. Ya no sabríamos lo que habíamos sabido, porque el ciclo de aprendizaje y enseñanza se había interrumpido frente a otras necesidades más imperiosas para le mundo.

     La luz roja titilando, aquella opresión en mi pecho, y el peso de los claustrofóbicos años en la Academia rodeado de fórmulas y números, listas y pantallas agonizantes y pálidas, como hombres viejos, se reunieron para hacerme comprender un punto esencial pero aún incierto para mí aquel día. Una frase en el libro que estaba leyendo se presentó a mi memoria como una revelación, y me dije que algo mucho más grande que la enorme organización que dominaba el mundo con sus máquinas y números, todavía persistía. Un algo que enlazaba sensaciones, visiones y presentimientos. El autor del libro que estaba leyendo, un escritor del siglo veinte llamado Bioy Casares, del cual no hallé más datos, decía que toda máquina está en proceso de extinción.

      Me toqué el pecho con una mano, y recordando que lo mismo habían hecho mi padre y mi abuelo cuando se sentían enfermos, me levanté de la silla y salí de la cabina de control. El aire en el campo estaba fresco. Aspiré profundamente el olor del pasto húmedo, y miré al cielo. Grandes nubes se acercaban desde el sur, negros nubarrones cargados de lluvia. Miré luego hacia la larga fila de pacientes que se formaba a las puertas de la máquina a mi cargo. Ellos desconocían lo que acababa de ocurrir, así como también las anteriores muertes de aquella misma semana. Era verdad, insistí en recordarme, que un determinado número de defunciones las muertes debían ocurrir con cierta frecuencia. Nosotros no curamos a la gente, sólo las máquinas lo hacen. Recordé el interrogatorio que se me hizo en día del examen final de mi carrera.

     -¿Qué significa la Luz Roja?

     -Cesación de la vida.

     -¿A qué adjudicarla?

     - A la interrupción de los signos vitales en el límite exacto de la vida del paciente, más allá del  cual es imposible recuperarlos.

     -¿Causas?

     -La enfermedad, el agotamiento del ciclo vital o el trauma abrupto que interrumpe las funciones.

     El tiempo de las preguntas ya se había acabado, pero mis dudas seguían fluyendo y dando vueltas en mi cerebro. ¿Cómo era que las máquinas curaban  a la gente? Me preguntaba dónde estaba el elixir que brotaba de las entrañas de las grandes máquinas instaladas a lo largo de las carreteras. Esos edificios que al principio era del tamaño de una habitación de una casa familiar, pero que fueron construyéndose cada vez más grandes, hasta tener más de cien metros de largo y casi cincuenta de ancho, con una semiesfera como techo y dos puertas en los extremos, una de entrada y otra de salida. Sabía que llevaban más de cien años de existencia, y diversos modelos haban sucedido unos a otros. En la Academia apenas se daban datos históricos breves, esporádicos, para amenizar los agotadores ciclos de aritmética y estadística. Pero mi curiosidad nacía más que nada del hecho cierto de que mis ancestros familiares habían participado no sólo en la construcción de las máquinas, sino en la elaboración de los proyectos concernientes a su invención. Mi familia, por lo tanto, en algún momento del pasado siglo fue desestimada en su importancia. Ningún dato preciso persistía en los archivos municipales, y mi padre y mi abuelo habían muerto cuando yo era un niño. De mi madre no pude obtener datos, su senilidad de largos años le impedía, incluso, reconocerme. Era como una planta a la que había que mantener viva. Varias veces la traje a la máquina a mi cargo. La coloqué en una camilla en la entrada, y la cinta transportadora se la llevó hacia la oscura profundidad. Cerré la puerta y esperé en la salida. No nos estaba permitido penetrar en la máquina, a menos que estuviésemos enfermos, y aunque lo hubiese hecho difícilmente había comprendido su funcionamiento, pero me habría gustado ver aquel proceso. ¿Qué sería lo que había dentro? ¿Cables, sustancias químicas, memorias virtuales, fuerzas magnéticas, rayos equis, o las simples fuerzas de la mecánica tradicional? En muchas ocasiones pensé en brujos habitando el interior, también en un gran dios. ¿Sería eso el famoso deux ex machina del que tantas veces había leído?

     Ese día mi madre salió de la máquina, acostada aún en la cinta. La incorporé, sin duda ya más revitalizada, más lúcida, y me miró fijamente. Era la primera vez que entraba en una de las máquinas, luego regresaría unas cuantas veces a insistencia mía, hasta que finalmente me rogó que no la trajera más. Ese primer día, sin embargo, me dijo cuando regresamos a casa:

    -Prefiero morir, Samuel, antes que sentir esta pérdida…

    -¿Qué pérdida, mamá?

     No me contestó. Yo sabía que algo bueno había pasado, se veía en los ojos de mi madre, pero lo que fuera se estaba perdiendo rápidamente desde que había salido.

     Desde entonces, no tuve muchas esperanzas ni en la curación de mi madre ni en las de los demás hombres y mujeres que entraban en la máquina a mi cargo. Revisé los controles durante un tiempo a partir de aquella ocasión, intentando comprender el mecanismo de funcionamiento, incluso pedí autorización a  mis jefes para penetrar. Pero todo fue negativo. Nadie venía a revisar las máquinas, ni técnicos ni las mismas autoridades municipales o los profesores de la academia. Ellas funcionaban solas, y llegué a la conclusión de que no existían datos de cómo realmente trabajaban. Los datos verdaderos, tal vez, se habían perdido, y todo lo que nos enseñaban era una maraña de redes entrelazadas que no tenían más función que ocultar la verdadera falencia: el inmenso olvido de nuestro conocimiento.

     En la larga fila de pacientes ahora había muchos más. El clima húmedo aumentaba las enfermedades infecciosas que llegaba desde las grandes ciudades, donde algunos antiguos hospitales seguían funcionando con escasos recursos porque no tenían permiso del Estado. Se nos enseñó que las grandes aglomeraciones eran fuente de enfermedades y epidemias, y que las viejas instituciones habían colapsado ante la demanda. El sistema de salud fue reevaluado y modificado. Con la mayoría de los hospitales cerrados, la población debió recurrir desde entonces a las máquinas dispuestas a los lados de las rutas en zonas abiertas, donde el riesgo de contagio fuese mínimo. Cada año la cifra de las máquinas aumentaba considerablemente, hasta que se produjo el equilibro adecuado entra la demanda de atención y el número de ellas. Desde entonces hubo períodos o ciclos invernales que demandaban mayor atención y trabajo por parte de las máquinas y sus cuidadores. Las muertes eran frecuentes, pero se caracterizaban por ocurrir en pacientes con enfermedades en fases terminales o con traumas demasiado severos. La máquinas, eso yo lo sabía muy bien, no eran capaces de restaurar partes del cuerpo totalmente destruidas, o degeneradas en su función vital, tampoco de restituir funciones alteradas. Esto lo descubrí en base a mi experiencia como cuidador. Vi hombres con miembros amputados, que salían con la misma falencia, pero el muñón más cicatrizado y ya definitivamente indoloro. Vi pacientes enfermos del hígado o riñones, o del corazón, que salían de las máquinas de nuevo en pie, con menos dolor, y por eso se creían curados. También presencié, y tuve que registrarlos, a esos mismos hombres y mujeres que regresaban con fases más avanzadas de su enfermedad. Algunos no salían de las máquinas nunca más, otros se recuperaban por un tiempo, pero pronto regresarían.

     Las nubes estaban sobre nosotros, proyectando sombras sobre el campo. La gente en la fila se abrochaba los sacos y se cubría las cabezas. Un viento fresco se había levantado, llevando polvo del camino y hojas secas a los costados de la máquina. Desde la puerta de la cabina de control observé la entrada de un hombre que cargaba en brazos a una mujer muy delgada. Fuese quien fuese, la llevaba con debilidad y un brillo tan claro en los ojos, que en la opacidad creciente del día eran como ver gotas caídas antes de que comenzara a llover. Eran viejos, ambos, y la puerta se cerró detrás de ellos. Sentí curiosidad, y entré a la cabina. Me puse a observar los controles, a lo largo del tiempo había aprendido a deducir los pasos que daban los pacientes en el interior, así como los procesos que iniciaba o concluía la máquina. La pantalla nada me dijo al principio. Unos segundos después, aparecieron los primeros resultados del procesamiento. Un diagnóstico de astenia severa y desnutrición había llevado a fallas irreversibles del sistema renal. De ahí en más yo no sabría qué iba a ocurrir. La computadora no refería la metodología de curación, sólo el resultado positivo o negativo. Había aprendido a inmiscuirme  en el sistema, encontrando métodos alternativos de búsqueda de archivos que pocos de mis compañeros conocían, y menos aún se atrevían a utilizar, o en los cuales no encontraban objetivos. Yo pensaba en mis ancestros, en los conocimientos que ellos habían adquirido para crear a las máquinas, y me pregunté la razón de mi ignorancia, de mi sacra ignorancia. Porque ellas era ahora nuestros dioses.

     Había un vacío entre las causas y los resultados que ensanchaba con cada pregunta que me hacía, hasta el punto de que cada registro insertado en el sistema era para mí una superstición, casi un acto de magia trucada, una falsedad o un vicio. Los resultados ya no valían por su presencia o su significado, porque carecían de explicación. Por lo tanto, les faltaba la verdad, o por lo menos caían en zonas de tinieblas donde poco claramente podía verse.

       Hubo un grito, alto y fuerte, que pocas veces se escuchaban retumbar en los pasillos y recovecos de la máquina, como si fuese una vieja casa deshabitada. Era la voz de la mujer que había entrado. Pulsé teclas en mi teclado, abrí varios archivos y ciclos en los programas. Nada me respondió. Las computadoras habían sido reprogramadas muchas veces desde los tiempos en que los miembros de mi familia habían participado de su creación. Lo que las nuevas generaciones no sabían, no podía ser incorporado al sistema. Por lo tanto, la inutilidad de mi desesperación era evidente, tanto como mis pulsaciones aceleradas y el sudor de mi cuerpo. Sentí que las manos me temblaban: era la segunda muerte que veía venir en menos de dos horas. Cuando finalmente la luz roja se encendió, saqué las manos del teclado y me derrumbé literalmente en el asiento. Escuché que la puerta de salida se abría, viendo por el monitor al hombre viejo que caminaba solo, con los hombros caídos y casi arrastrando los pies. Simultáneamente, la puerta de entrada se abría para dar paso a otro paciente.

      Durante la tarde, cientos dos personas pasaron por el interior de la máquina a mi cargo. Treinta no volvieron a salir. Un promedio del setenta por ciento de eficacia era un dato que iniciaría expedientes de investigación sobre mi persona. Cómo responderles que era la máquina la que fallaba, la que tal vez estaba matando a los pacientes. Cómo responderles a las autoridades que si no sabíamos como funcionaban, no había forma de evitar esas muertes, salvo cerrar la máquina. En más de un siglo desde su invención, ninguna había sido clausurada, sólo cuando había dejado de funcionar espontáneamente, y para ello sólo se cerraba la puerta de entrada en forma automática, y no volvía a abrirse jamás. Nadie entró en busca de desperfectos, ni por la simple curiosidad de saber la causa. Por lo menos nada que hubiese quedado registrado en los sistemas.

      A las ocho de la noche, la lluvia caía torrencialmente sobre el campo. El barro se levantaba a escasos centímetros del suelo con el impacto de los gruesos goterones salpicando a la gente que aguardaba en la fila, que no era menos extensa que durante la tarde. Nadie me relevó en mi puesto, las guardias eran de veinticuatro horas. Por la noche, hubo cuatro muertes más. Un niño atropellado, con miembros cortados y el cráneo roto fue colocado en la cinta y no volvió a salir. Los padres aguardaron en la puerta. Yo los observaba desde el monitor, bajo la lluvia sus cuerpos se movían inquietos. Cuarenta minutos más tarde, la puerta de entrada se abrió para dejar entrar a otro paciente, que al salir se encontró con la pareja que aguardaba a su hijo. Los tres se miraron por un momento. La madre tocó el brazo del hombre, interrogándolo con ese gesto, pero éste tenía una expresión de total ignorancia, y se apartó para alejarse por el camino. Luego los padres también se alejaron.

     En la expresión del hombre yo me vi reflejado, reconociendo mi propia ignorancia, que ya no era un sitio cómodo y de sacra inocencia, sino un mal que comenzaba a aquejarme, que lastimaba mi cuerpo y alteraba mis nervios, irritando mis ojos cansados y distrayendo la atención que antes ponía en mi trabajo.

      Para el filo de la mañana, totalicé un registro de doscientos diecisiete pacientes, de los cuales  noventa no habían salido. Pulsé la tecla de envío hacia la central del servicio de salud. Pronto iba a recibir noticias. Me coloqué el saco y salí de la cabina. La lluvia había cesado pero la temperatura había descendido mucho. Un viento húmedo me caló hasta la piel bajo el abrigo. Eché un vistazo hacia la entrada, la fila continuaba, incólume y renovada. Me crucé con mi relevó en el camino hacia la ciudad. Su auto, como el mío, hizo luces de reconocimiento. Me sentía protegido dentro del coche, abrigado, tranquilo. Podría haber permanecido allí dentro eternamente. Entonces  me dije que también era una máquina, y que la estadía que yo deseaba eterna era la de los muertos en la máquina. Me removí en el asiento, con lo brazos cruzados, contemplando las imágenes en el tablero del auto que conducía en piloto automático. A dónde me lleva, me pregunté. Me di vuelta para contemplar el edificio que se alejaba y se empequeñecía, la máquina que me habían designado hacía ocho años, y que era parte de mi cerebro como yo parte del suyo. 

    -Deux ex machina- murmuré, y la computadora del auto de inmediato comenzó a buscar significados en sus archivos. No halló ninguno. Es sabido que en general, ningún ente se conoce a sí mismo.

 

 

 

2

 

El auto llegó al sendero de grava frente a la casa. La mañana lluviosa había dejado en los alrededores marcas de animales, de personas y autos en los alrededores. Los árboles que yo había plantado no impidieron que las paredes se mancharan, y que las puertas y ventanas perdieran su pulcritud. En estas ocasiones, Marta se exasperaba por no poder mantener la limpieza y el orden por el cual había abogado toda su vida. Era una mujer de ciudad, y su traslado a la vida en el campo, no lejos sin embargo de las carreteras que nos unían a las zonas urbanas, aumentaba la irritación que ya de por sí su estado de salud había sensibilizado. Llevábamos casados catorce años, y en todo aquel tiempo intentamos tener hijos, pero sólo logramos cuatro abortos y un nuevo embarazo ahora en evolución aparentemente normal. Recordé con claridad todos y cada uno de los intentos frustrados, mientras descendía del auto y caminaba hacia la casa, observando en las paredes manchadas, como si fuesen mapas de mi  mente, las disformes entidades que habrían podido ser mis hijos. La primera vez fue apenas nos casamos, y el embarazo duró sólo seis semanas. Hubo desilusión y una gran tristeza, pero éramos jóvenes entonces, y la esperanza era más grande que cualquier otro sentimiento. La segunda, el embarazo duró hasta los cinco meses. El día del aborto, fue el más terrible que ambos enfrentamos en nuestras vidas hasta ese momento. El rostro de Marta se había contraído en una mueca de tanto dolor, que creí que la perdería ese mismo día. Cuando a la mañana siguiente ella se despertó en su cama, con el feto muerto ya extirpado y debidamente cremado por las autoridades sanitarias, observé las marcas que ya nunca desaparecerían de las expresiones de mi esposa, por más que riera, por más que se viera feliz. Eran el signo de la desesperación que nos llevó, muy pronto, a intentar nuevas experiencias, sabiendo que casi con seguridad serían frustrantes, pero que de alguna manera constituían desafíos que necesitábamos realizar. Buscamos las causas médicas. No encontramos más que las habituales: trastornos hormonales esporádicos por parte de ella, insuficiencias cardíacas por parte mía. El médico que nos trataba no habló en ningún momento de un fracaso seguro, la genética podría alterar beneficiosamente el próximo intento, pero dadas las experiencias previas, no lo recomendaba. Nosotros, sin embargo, no volvimos a hablar del tema. Un año después, Marta volvió a quedar embarazada. Cuando ella me lo dijo, no alcancé a decir nada. Me puso la mano sobre la boca, y me pidió que callara. Cuatro meses después, otro aborto fue el resultado.

      Entré a la casa y me recibió nuestro perro, con movidas de cola y un par de ladridos cansados. Era viejo y ya casi no saltaba, tenía el pelo largo en crenchas apelmazadas que arrastraba por el suelo. Marta ya no le dedicaba el tiempo que le había otorgado en otras épocas, entonces el viejo animal se escondía bajo las mesas o los sillones, sin reclamar siquiera que lo alimentaran si nosotros no recordábamos hacerlo. Subí las escaleras, pensando en ella. Qué estaría haciendo, me pregunté. En los últimos meses llevaba en cama casi permanentemente. Había alcanzado los ocho meses de embarazo, y más que alegría, ambos sentíamos estupor. Cada paso en la escalera, era como estar viendo en las paredes los cuadros con las fotos de cada uno de los niños frustrados. Llegué al último escalón, donde imaginé las fotos del cuarto aborto. Habíamos dejado pasar siete años desde el último intento, y esa vez fue como concebir una esperanza virgen. Marta se veía feliz, apenas mencionaba los embarazos anteriores, y sólo como útiles conocimientos que servían para evitar nuevos errores. Fueron únicamente cuatro semanas, un mes que resultó ser un lago de paz, un remanso parecido a un cielo de verano, límpido, sin vientos ni nubes, sin sombras ni miedos. Aquel verano inventado desapareció un día con las habituales manchas de sangre en las sábanas, una mañana cuando Marta casi intentó matarse.

     Tres años pasaron desde entonces. Y yo no sé cómo, pero ella volvió desde esas tristes regiones profundas en las que se sumergía luego de los abortos, y en las que yo no era capaz de penetrar, sino sólo ver los signos exteriores de sus sentimientos. Había dejado ya de enfadarme ante esos cambios que consideraba irracionales. Marta surgía de nuevo ella misma, de nuevo hermosa, luego de un tiempo.

      Entré a la habitación. Estaba acostada sobre la cama sin destender. La ventana cerrada y la luz de la mesita de luz encendida. Había una computadora de mano apoyada en su vientre. Me acerqué y le di un beso en los labios. No despertó, o por lo menos simuló seguir dormida. Vi que estaba buscando cosas para comprar para el bebé. Durante todo ese tiempo había pospuesto los preparativos, por supuesto. Ni siquiera teníamos designado el cuarto donde nuestro hijo dormiría. Sólo el primero había sido el único favorecido con la habitación que luego desarmamos y utilizamos de biblioteca. Marta abrió los ojos.

     -Buen día, mi amor-dijo.

     Me acosté a su lado.

     -Dormiste toda la noche vestida….

     -Me quedé dormida, esto de elegir cosas para el bebé me cansa, no es lo mío. Vas a tener que elegirlas vos…

     -Está bien, pero después no me digas nada si no te gustan.

     -Sabés que me van a gustar.

     Miró el calendario en la computadora. Hizo una marca. Un día más, pensamos al unísono, un día más para tener miedo. Uno no podía deshacerse de él, nunca.

     Yo me desvestí y me acosté para dormir unas horas. Por la tarde debía ir a la central para una reunión por el tema de las muertes. Marta se levantó, apagó la luz, me cubrió con la frazada y salió del cuarto. La escuché bajar los escalones con lentitud, hablándole a nuestro perro con ternura. Prepararía algo para almorzar, luego se sentaría en el parque, si el tiempo escampaba, a mirar los árboles a los lados de la carretera, a contemplar, entre la niebla, las formas de la ciudad más cercana. Yo sabía que pensaba en las máquinas, también. Habíamos pensado muchas veces en que ella entrase para curarla de lo que fuese que le impedía llevar a término los embarazos. Pero durante cada uno de los controles y ecografías, jamás se encontró algo anómalo, por lo tanto no nos era permitido entrar en ellas. En los períodos intermedios, también consideramos la posibilidad, pero ella estaba orgánicamente sana, y yo tenía miedo de permitirle entrar. En ese entonces, el porcentaje de muertes era muy escaso, pero yo tenía conciencia de lo irreversible de aquel proceso. Recordaba la experiencia de mi madre allí adentro, y no quise que Marta pasara por lo mismo, fuera lo que fuese.

     Entre sueños, escuché que el perro ladraba, y dos autos pasaron raudos por la carretera. El viento aullaba a lo lejos, e imaginé la lluvia tenue y constante sobre la gente que hacía fila ante las máquinas, con impermeables o sin ellos, con o sin paraguas. El cabello mojado, el calzado empapado y con barro, temblando. Soñé con ellos, entrando en fila en la oscuridad, una larga hilera que parecía no tener fin a lo largo de las rutas, formando redes alrededor de las máquinas, mallas que progresivamente se iban cerrando, hasta encerrarlas en una masa indiscernible de hombres y mujeres, que se trepaban y peleaban buscando sitios de entrada. Y las máquinas, ya definitivamente abiertas, se hundieron como edificios que colapsan, como agujeros negros siderales que conducían a la nada. Luego, en un sueño crepuscular, creí ver los planos que mis antepasados habían diseñado.  Eran como estructuras de ingeniería mecánica, con poleas, cintas transportadoras y ruedas dentadas. Todo el sistema constituía una armazón anatómica más que fisiológica, tan antigua que ni siquiera participaban los conocimientos cibernéticos del siglo veinte. Al despertar, me dije que eso no era posible.

     Entonces me levanté, dispuesto a discutir en la asamblea de esa tarde. Me di un baño y me vestí. Marta ya había regresado a la cama.

     -Te dejé la comida preparada, querido.

     -Gracias, amor.

     No le diría que no tenía hambre, bajaría para tomar dos bocados y luego salir lo antes posible. Era tarde, me había quedado dormido en un duermevela donde el sueño me había inquietad más de lo que quería reconocer. En mi cabeza vagaban planos viejos que jamás había visto y sin embargo imaginaba con una claridad que me asustaba. Nuestros cuerpos son máquinas, comencé a decirme, pero qué es lo que las hace funcionar, cuál es el combustible: ¿el alma, acaso, es una energía que nadie ha podido determinar y mucho menos atrapar?

      Mientras iba hacia la central, busqué archivos en la computadora del auto. Aparecieron  millones de referencias ante la palabra “máquinas”. Ninguna, sin embargo, hablaba sobre sus orígenes. Pensé en conducir la búsqueda hacia temas médicos, y sin embargo aparecieron referencias a temas metafísicos. Se hablaba de Hipócrates, de Cicerón, de Aristóteles, de Luciano de Samosata. Pasé a referencias más recientes, pero surgieron los nombres de San Agustín, de Tomás de Aquino. Breves referencias a poetas del siglo diecinueve me llamaron la atención., dos párrafos de Antón Chejov y poemas de Emily Dickinson. Puse el altavoz, escuchando todo aquello mientras contemplaba el transcurrir de la ruta como un sendero interminable que conducía todo lo conocido hacia el pasado. Y todo aquello se me representó como una pérdida irreparable, tan inatrapable como nuestros hijos idos para siempre. Los conocimientos eran como ellos, legados que podían dejarse al mundo para persistir. Pero las palabras que ahora escuchaba  parecían venir de sitios remotos, desenterradas y sin ecos, como cadáveres. Incluso sentía el olor de los animales muertos en la carretera mientras percibía la frase de la poeta norteamericana diciendo: “La fe de Tomás en la anatomía, es mayor que su fe en la fe”.

     Si un santo, me pregunté, creía en la fuerza y la persistencia del cuerpo humano, ¿entonces las máquinas no eran sólo eso: cuerpos mecánicos que tarde o temprano serían herrumbre a lo largo de las rutas? Pero quizá el santo y la poeta no se referían a eso, sino al conocimiento de la anatomía como disciplina en sí misma. No como entidad, sino instrumento. Y todo instrumento tiene los límites de su función. Por lo tanto, intenté convencerme, que n las máquinas no había ningún dios, como se me había ocurrido pensar esa mañana, a menos que Dios también fuese una máquina expuesta a una extinción más lejana, pero predecible al fin.

      La central estaba repleta de miembros del personal. Las máquinas habían sido dejadas en manos de los reemplazantes habituales. Entré a la gran galería del edificio levantado a dos kilómetros de la ciudad. Escuché el bramido de las voces de cientos de hombres que conversaban antes de entrar en el salón principal. El eco reverberaba sobre las paredes, la luminosidad de la tarde, ya despejada, entraba por los techos de vidrio.

      A cada uno que llegaba, le era entregado un audífono receptor por el que se le darían instrucciones durante la asamblea. Saludé a muchos conocidos que durante largo tiempo no había visto, la mayoría compañeros en los cursos de la academia. Se sirvieron bebidas y algunos entremeses para amenizar la espera. Casi una hora después, fuimos llamados para entrar al salón. Pocas veces lo había visto porque tales reuniones se hacían muy esporádicamente. Era muy alto, o por lo menos así lo simulaban los espejos y vidrios que formaban las paredes y el techo. En el fondo, si así podía llamarse al sector opuesto a la entrada principal en un sitio con la forma de un paralelogramo irregular, estaban sentadas las autoridades del sistema de salud.

      No nos sentamos, el salón no estaba dispuesto para eso. Comenzaron a llamar a quienes habían presentado denuncias sobre el mal funcionamiento. Mis compañeros se notaban preocupados cuando regresaban después de prestar declaración. Me llamaron y caminé entre las filas de hombres hasta al jefe principal. Me hicieron sentar con amabilidad. Pidieron mi nombre y apellido, y mi número de seguro laboral. Luego preguntaron el número de muertes registradas por la máquina a mi cargo, el porcentaje exacto y el período en el cual ocurrieron. Ofrecí mis datos, y me agradecieron por la colaboración.

     Me quedé sentado. Me observaron. Puede irse, me ordenaron. No me moví. Yo pensaba en mis ancestros, y un hilo común de historia me unió a ellos íntimamente por un instante. No sólo por el conocimiento heredado, ahora casi inservible y apenas percibido por mí, sino por un hecho concreto que recién ahora se me hacía evidente: mi corazón latía rápido y desacompasadamente. Sabía que mi padre y mis abuelos habían muerto de trastornos cardíacos, y eso nos unía en estos momentos.

      -Señores, con el debido respeto. Como encargado de la máquina, quisiera tener la capacidad de solucionar sus desperfectos para evitar las muertes registradas.

      El jefe encargado del interrogatorio miró a los otros y luego a mí.

      -Se le han enseñado ciertas reglas al recibir su permiso de trabajo,  no les serán repetidas aquí.

    - Lo sé, señor, pero me atrevo a recordarles que solamente sabiendo cómo funcionan las máquinas, podré solucionar sus defectos.

     -No es su deber…

     -Pero somos lo únicos que podemos hacerlo. Si es que ustedes pueden enseñarnos eso.

     El jefe me miró, ofuscado.

     -¿Usted es nieto de uno de los fundadores, no es cierto?

     -Así es, señor.

     Por un momento me di cuenta que no se atrevía a despedirme. Se limitó a repetir el argumento habitual.

     -Usted es un contador de datos, nada más.

     -Entonces me atrevo a preguntar, cómo arreglaremos a las máquinas.

     -Ellas están programadas para autorrepararse.

     Nada nuevo me decía.

     -Lo que pido, señor, es conocer su funcionamiento, para evitar las muertes que están provocando, y luego evitar su cese.

     Bajaron la mirada, y un cuchicheo de los presentes creció en el salón.

     Nadie sabía cómo trabajaban las máquinas.

     Luego me dijeron:

     -Ellas lo saben.

     No me hablaron más. El silencio era tan hondo, que hasta creí escuchar el motor de las máquinas funcionando a muchos kilómetros de distancia. Me levanté con un pensamiento creciente: si ellas no pueden reparase por sí solas, es porque no lo saben, así como yo desconozco el funcionamiento de mi cuerpo. Mi corazón latía acelerado, y no sabía por qué. Mis hijos morían en  el vientre de mi esposa, y no sabíamos por qué. Dónde buscar, me dije, cómo aprender. Dónde estaban los archivos de mis ancestros. Lo único seguro que sabía, era que estaban desaparecidos para siempre.

     Subí al auto y pensé en mi madre. Acaso, me pregunté, podría hallar algún recuerdo en su mente extraviada. A veces, mentes enfermas como la suya bajan las barreras represivas de la conciencia moral y se pueden vislumbrar recuerdos e ideas que se han creído irrecuperables.

Programé el auto para el viaje a casa de mamá. Ella vivía en la ciudad, en el sexagésimo piso de un  rascacielos oculto en la niebla de las alturas. Me anuncié por el intercomunicador y me respondió la mujer que la cuidaba.

     -Buenas tardes, Samuel. Hace tanto que no lo veíamos por acá: ¿Cómo está Marta?

     -Bien, gracias. ¿Cómo sigue mamá?

     -Igual que siempre, a veces más lúcida, otras peor.

     Hoy estaba más despierta, me dijo cuando entramos a la habitación. Mamá estaba sentada en su silla de ruedas, frente a la ventana, mirando el vacío más allá. La besé en la mejilla, me miró y sonrió. Me acarició la cara e hizo el gesto de que me sentara en la cama.

     -¿Cómo estás, querido?- preguntó.

     Me alegré al verla tan lúcida, tenía en los ojos una conciencia que desde hacía años no veía en ella. Ese pensamiento me asustó.

      -Bien, mamá. Vine a preguntarte algo que estoy pensando hace unos días.

      Ella esperó con infantil curiosidad en sus ojos.

      -¿Papá te dijo alguna vez cómo funcionan las máquinas?

      Se quedó mirándome fijo durante un  rato. Yo estaba por abandonar mi intento, cuando me respondió:

     -Tu padre puso más que su mente en esas máquinas, en realidad un invento de tu abuelo, que colaboró con muchos otros también.

     Esperé que continuara.

     -¿Pero dejaron algún archivo de su funcionamiento?

     -Se perdieron, no sé…, ellos discutieron muchas veces por la patente del invento…hubo juicios que nos arruinaron. Ya en los tiempos de tu padre, desistieron de ir a los tribunales. Fue cuando comenzaron las muertes en las máquinas. Se suponía que no debía ocurrir ninguna, que todo el mundo debería sanarse y vivir.

    -¿Papá te explicó algo de por qué sucedía?

    -No hablaba de eso en casa, quería protegernos, por eso nunca te llevó a las máquinas cuando te enfermaste. Él te curó. Tu padre era médico; tu abuelo, un ingeniero.

     -Ya lo sé mamá… ¿pero estás segura que en la casa no dejaron algún archivo?

     -Tu padre murió una mañana de verano mientras escribía unas notas en la computadora. Esa computadora se la llevó el ministro de salud.

      Yo sabía que el ministerio había estado en manos de una misma familia durante más de una generación. El viejo ministro Farías había desarrollado las preguntas en los exámenes de la academia, y eran prácticamente las mismas que se hacían en las asambleas durante todos esos años. Por lo tanto, los archivos debieron haber sido destruidos o arrumbados en un rincón durante tanto tiempo que ya debían ser inservibles.

     Pensé en la larga cola de gente que debía estar acumulándose en la entrada de la máquina a mi cargo, y que con cada vez con mayor probabilidad, no saldría. Cómo podía hacer para ingresar al ministerio y buscar los archivos. En esto pensaba cuando me despedí de mi madre, bajé los sesenta pisos en el ascensor y subí al auto de regreso a casa. Debía idear un plan para hallar esos archivos cuya existencia real desconocía. Poco después de arrancar, recibí un  llamado de Marta. Mi corazón se aceleró con un presentimiento común en las oportunidades en que ella estaba embarazada. Habían pasado ocho meses, y estaba por entrar en el noveno. Era el embarazo más largo al que había llegado, y era muy probable que finalmente tuviéramos el hijo que esperábamos desde hacía catorce años.

    Contesté el llamado.

     -Samuel, querido, te necesito. El bebé está por nacer.

     Se la escuchaba tranquila, y percibí en su voz no desesperación, sino un incierto tono de…alegría, quizá. No dije más que:

    -Voy para allá.

     Faltaba un mes, todavía, pero estaba seguro que el niño iba a sobrevivir ese tiempo en una incubadora.

      Cuando llegué, subí corriendo las escaleras, y en la habitación encontré al médico de Marta y una enfermera al pie de la cama. Agitado, no necesité preguntar.

     -Es un niño.

     Mi cara debió transparentar frenesí, porque pronto la enfermara se interpuso en mi camino hacia la cama, y señaló al doctor.

    -¿Qué pasa?

     -Hay un problema, Samuel.

     Intenté llegar a la cama de Marta, y aunque la enfermera se interpuso, la vi dormida. El bebé no estaba allí.

    -¿Ha muerto?- pregunté.

    -No, ambos están vivos, pero tu hijo tiene un problema. No lo pudimos detectar con los estudios previos, ni con ecografías ni con estudios de placenta.

     Esperé. Ningún sentido tenía apresurarme, era algo que no me sorprendía del todo, pero sí derrumbaba las altas esperanzas que esos últimos meses me habían generado.

     -Tiene una malformación. Como es de los tegumentos, no pudimos detectarla con las ecografías, tal vez incluso se desarrolló en las últimas semanas a causa de algo que desconocemos.

     Quise entender lo que el médico me explicaba, pero no logré hacerlo. Me tomó del brazo y me llevó hasta la habitación de al lado, donde estaba mi hijo. Entramos. Él dormía en una incubadora portátil. Me acerqué, y vi que el bebé carecía de piel. Era un cuerpecito puro músculos y tendones, incluso se veían los huesos más superficiales. No me tapé la cara ni lloré.

     -¿Cuánto tiempo lo tendrán en la incubadora?- pregunté sin dejar de mirar a esa criatura tan indefensa que era mi hijo.

     Esperaba que me dijeran el tiempo en que se generaría la piel, pero yo ya sabía la respuesta.

     -Hasta que muera- me contesté a mí mismo, en voz alta, ante la mirada perturbada del médico, que tal vez no había visto un caso parecido en toda su vida.

      Entonces supe en ese momento, con total certeza, que ya no me quedaría sentado, esperando. No sería desde ahora un servidor de las máquinas, sino alguien de no menor coraje que aquellos cientos que aguardaban en fila ante las puertas. Yo también entraría con el niño en brazos, a buscar, a interrogar, a reclamar a viva voz y fuertemente, que le devolvieran la salud a mi hijo.

 

 

 

3

 

Creo que ese mismo día, por la noche, me internaron en el hospital porque tuve una descompensación cardíaca. La vieja insuficiencia que había pasado de mi abuelo a mi padre y de esta a mí, se manifestó varias veces a lo largo de mi vida, pero hubo períodos tan largos sin síntomas que en ocasiones no recordaba que debía tomar medicación ante ciertas situaciones. Pero cómo iba a saber lo que sucedería con César, porque tal era el nombre que decidimos ponerle entre Marta y yo. La causa de tal elección era obvia, César era el primero en nacer, por lo tanto, en triunfar sobre la adversidad que había sobrevenido. Estábamos dispuestos a que fuese mejor que nosotros, que su inteligencia fuese capaz de cambiar las falencias del mundo. Cuando pensábamos en esto, solos en la cama, viendo el vientre crecido de Marta, nos reíamos de nuestra propia incredulidad, y también de esa especie de malicia escondida que subyacía sin darnos cuenta en nuestras intenciones. Era demasiado todo aquella responsabilidad para un niño que estaba por nacer, y demasiado para un hombre que no sería ni más ni menos diferente a nosotros o a quienes nos rodeaban. Entonces nos callamos en medio de la noche antes repleta de risas y esperanzas, y deseamos silenciosamente que por lo menos naciera, y fuese sano.

     Desperté en el hospital de la ciudad, donde trabajaba el médico de Marta. Me sentía sedado y adormecido. Aborrecía tal estado de conciencia, me sentía como expuesto a la arbitrariedad de los otros, con una absoluta falta de control sobre mis actos y mi vida. Pero me resigné a esperar que pasaran los efectos de la medicación. Para la tarde, le dije al médico que quería irme.

      -Pero prométame que tomará su medicación durante toda la semana, tiene usted una insuficiencia de válvulas que le puede traer un disgusto…

     Cerré los oídos a las palabras los médicos dicen casi sin pensar, porque ellos no le hablan a una persona, sino a un corazón enfermo, a un hueso roto, o un estómago dispéptico. Prometí cuidarme, me dieron el alta y regresé a casa.

       Mi hijo seguía en la incubadora, bajo el cuidado de una enfermera que contratamos. Marta estaba en cama, sedada y controlada también por la enfermera, y nuestro médico venía una vez al día a revisarla. Al final de la primera semana, ella ya estaba despierta y lúcida, pero poco deseaba hablar conmigo ni con nadie. Se limitaba a comer lo que le llevábamos a su habitación. Ni siquiera quería ir al baño, y tuve que cambiarle las ropas y las sábanas varias veces al día.

     -Marta- le decía yo, con cariño, como si con eso fuese suficiente para hacerla reaccionar, para que supiese que lo que aguardaba de ella era algo mejor que ese estado vegetativo que a nadie beneficiaba. Sin duda lo sabía, y por eso continuó así.

      Yo pedí licencia en el trabajo por quince días, porque era imprescindible hacer algo con César. Me sentaba en una silla junto a la incubadora, en medio del cuarto que había preparado para él. Era, sin duda, un espécimen en un museo de ciencias médicas. Y yo, por casualidad su padre, observándole detenidamente, custodiándolo, e intentando comprender el funcionamiento de aquel cuerpo extraño puro músculos, tendones y huesos. Se movía como una serpiente, enroscando los miembros, o por lo menos así me parecía a ver entremezclados los músculos de sus brazos y piernas. Cuando lloraba, los músculos de su cara y cuello se plegaban y distendían con impulsos que al principio me resultaron grotescos. Pero con el correr de los días, esos movimientos me parecieron los engranajes minuciosamente controlados de una máquina, tal vez de un reloj, las máquinas quizá más exactas inventadas por los hombres. ¿Qué más exacto podía llegar a hacerse para medir el paso del tiempo, porque al fin de cuentas quién podía saber cuál es el real ritmo del tiempo? Un reloj es únicamente la exactitud de una medida inventada por el hombre, pero aún así, debía suplir la falta del real conocimiento de Dios. Debía ser, el tiempo, un dios reemplazante, y quizá más cruel que el verdadero, y los relojes continuas máquinas celadoras de los hombres.

      El cuerpo de mi hijo debía poseer tal exactitud. Si nadie quería enseñarme cómo funcionaba mi cuerpo, si hasta los médicos habían olvidado la fisiología para dedicar sus inmensas universidades para enseñar sólo protocolos tecnológicos, si las máquinas eran lo único que nos quedaba para recuperar la salud, y éstas fallaban, entonces ya de nada servía el profundo conocimiento que el cerebro humano había adquirido alguna vez.

    Lo que estaba en las máquinas, era inaccesible. Por lo tanto, yo debía recurrir a mi propio cuerpo como conocimiento.

     Salí de la habitación, bajé las escaleras y entré en la cocina. Abrí, sin pensar, los cajones de los cubiertos. Revolví entre los cuchillos buscando el que utilizaba para filetear pescado. Lo encontré y lo llevé conmigo de vuelta escaleras arriba. La casa estaba en pleno mediodía, pero excepcionalmente callada, tanto que parecía vacía. Marta durmiendo, el niño en silencio por unas horas, la enfermera quizá adormecida junto a mi esposa.

     Entré al baño y cerré la puerta con seguro. Me miré al espejo, me toqué los huesos de la cara, me estiré la piel del cuerpo como si fuese la primera vez que lo veía y lo tocaba. Me desnudé del todo, explorando el sitio más adecuado, el que se me ocurrió revelaría los entramados más parecidos al de las máquinas. Porque yo sabía ya, con una certeza que nadie podría quitarme, que si las máquinas sabían curar, o por lo menos lo habían sabido hasta hace poco, era porque ellas eran como cuerpos humanos, y en su creación habían participado las felices congruencias entre lo mecánico humano y lo mecánico fisiológico. Si yo hallaba las similitudes, habría dado el primer paso para comprender su funcionamiento. Y cuando supiese lo que funcionaba mal, arreglaría el mecanismo para curar a mi hijo. Si sólo mi abuelo o mi padre hubiesen dejado textos, archivos, libretas de apuntes por lo menos. Pero ante tanto conocimiento perdido para siempre, allí estaba el caudal de mi propio conocimiento, encerrado en mi cuerpo a la espera de la acción de mis manos, ansiosas de conocerse a sí mismas.

      Recordando el movimiento muscular de mi hijo, que en ese momento se me ocurrió más perfecto que el de todos los hombres vivientes, porque su propia decrepitud lo exponía como un modelo de lo que realmente somos, pensé en levantar mi propia piel. Si lograba hacerlo y experimentaba con mis movimientos voluntarios algo que no podía pedirle a César, aprendería mucho más de lo que ya había descubierto. Antes de poner el filo del cuchillo sobre la piel de mi brazo izquierdo, pensé en el dolor, esa debilidad humana que me impediría continuar y obtener resultados. Regresé al pasillo, fui al cuarto de Marta. La enfermera seguí dormida. Saqué ampollas de lidocaína de su botiquín, una jeringa y una aguja. Me inyecté tres de ellas en el brazo, hasta que lo sentí tan adormecido que decidí que ya no debía aguardar más.

      Corté la piel de mi antebrazo izquierdo hasta el punto exacto donde pasaban los tendones. Contemplé la membrana fácilmente desplegable que cubre los músculos bajo la piel. Vi, extasiado, los trayectos de los vasos sanguíneos. Moví los dedos, y los tendones se desplazaron como cuerdas de poleas que continuaban hasta mi codo y mi hombro. La sangre fluía, pero no importaba. Puse el brazo bajo el chorro de agua de la canilla y volví a tocar con los dedos de la otra mano el engranaje de mi cuerpo. Luego, me cubrí el brazo con una toalla. Volvía a llenar la jeringa con anestésico y lo inyecté en mi vientre. Sentí que mi corazón estaba acelerado desde varios minutos antes, y un vahído me detuvo más de una vez, pero yo no podía dejar de hacer lo que estaba haciendo. Abrí la piel de mi abdomen varios centímetros, metí mi mano en el tejido adiposo, explorando, hasta palpar los músculos, más allá de los cuales estaban las vísceras. ¿Seguiría, me pregunté, hasta que el dolor me venciera? Pero no tuve tiempo de hacerme más preguntas, mi cerebro corría en sus pensamientos y tropezaba con sus torpezas. Me miré al espejo. Mi cara pálida, sudada, mi brazo izquierdo colgando en colgajos de piel y los dedos fláccidos, mi mano derecha ensangrentada como un asesino, y mi vientre abierto al medio con grasa y sangre. Pensé en mi corazón, que no resistiría. ¿Debía explorarlo, también? ¿Pero entonces qué sería de mi hijo, y para qué habría hecho todo eso?

      Estoy seguro, sin embargo, que no habría podio detenerme. Porque vi en el espejo que mi mano derecha llevaba el cuchillo hacia el pecho, para buscar las causas del dolor y de la pena, y como siempre, la búsqueda del conocimiento se encontró frustrada por la mediocridad del miedo. No mi temor, sino el de los gritos de la enfermera que había entrado al baño, que yo había olvidado cerrar con llave la segunda vez. Creo que me desvanecí, finalmente, sintiendo entre sueños el cuerpo de la mujer que me llevaba a duras penas hacia la cama, tratando de detener las hemorragias. Era gracioso para mí en tal estado, sentir su terrible miedo bajo la piel, sus pechos de mujer grande contra mi costado intentando cargarme, como una matrona. Cuando logró acostarme, sentí que sus manos temblaban, conteniendo el sangrado. Sentí un par de pinchazos en el brazo derecho, y mientras yo me iba adormeciendo la escuché llamar al médico por teléfono, casi a los gritos reclamando su llegada, y luego creo que la escuché llorar.

       Intento de suicidio, calificaron a mi acto. No los culpo. El gobierno, a cuyo cargo estaban las máquinas, irónicamente envió un psicólogo para estudiar mi caso. A pesar de las circunstancias, no aceptaron otorgarme más días de licencia. El resultado fue el despido. Sin trabajo, el médico que nos atendía en casa y cuyos gastos corrían por mi cuenta, ya no podía atendernos. Con los vendajes y la morfina aún haciendo efecto en mi organismo, acompañé el traslado de la incubadora con mi hijo en la ambulancia hacia el único hospital público de la ciudad, que aún sobrevivía a duras penas, con la apariencia de un museo abandonado. Lo único beneficioso de todo esto, fue que hizo reaccionar a Marta por primera vez luego de mucho tiempo. La mañana del traslado, la vi levantarse, ducharse y vestirse para acompañar a su hijo. Me miró con pena por la ventanilla de la ambulancia que se alejaba con ella y el bebé. Me despedí de de ellos con el brazo en cabestrillo y una faja bajo la ropa. Mis ojos aún no soportaban el brillo del sol y observaba todo rodeado de un halo de nieblas. Entré a casa y me senté frente a la pantalla de la computadora. Busqué datos que me hablaran más que de anatomía, fuentes que reprodujeran viejos datos sobre enfermedades congénitas. Sabía yo que mi problema cardíaco era hereditario casi con seguridad, y tal vez los abortos de Marta fuesen causados por mi herencia. Los pequeños corazones de los cuatro niños anteriores debían estar tan malformados que nunca lograron sobrevivir hasta el nacimiento. Salvo en el caso de César, y en él la malformación se había centrado en el desarrollo de los tegumentos. Me había dicho el médico que su segura y próxima muerte provendría sólo de la falta de piel, porque eso podía compensarse con prótesis sintéticas. El problema era que la falta de síntesis de los tejidos conjuntivos, entre los cuales estaba la piel, también afectaba a otros órganos, los ojos por ejemplo, u otros órganos vitales como los digestivos y el sistema nervioso.

      Lo único que me quedaba, entonces, era llevar a César a una de las máquinas. No dejé de pensar en la contradicción de mi actitud. Había dejado de confiar en ellas, me dije, pero en realidad no era desconfianza, sino la necesidad de probar su eficacia. Si no hubiese confiado en ellas todos esos años, y visto cómo sanaban a la gente, no me habría preocupado por saber su funcionamiento y poder repararlas. Nadie me había hecho caso porque ya nadie guardaba recuerdos de su mecanismo. Entonces me sentí como un fanático religioso que arrastraría a su hijo enfermo a uno de aquellos templos donde, antiguamente, se decía que se realizaban milagros. Tecleé esta palabra en la computadora, y muchos significados surgieron de repente. Qué diferencia había, me pregunté, entre confiar la salud de la población a máquinas cuyo funcionamiento desconocíamos, y la confianza de los fieles que recurrían a los templos milagrosos.

      Esa noche Marta regresó del hospital. Se acostó a mi lado luego de desvestirse, en completo silencio. La vi agarrar dos pastillas de sedantes del cajón de la mesa de luz. Se levantó para buscar agua en el baño. En una mano llevaba las dos pastillas, con la otra agarró disimuladamente el frasco. Regresó cinco minutos después. Se acostó, me dio un beso y se durmió dándome la espalda. Durante toda la noche, en la semipenumbra del cuarto, fui contando su respiración cada vez más lenea, hasta que dejé de mirarla, y el amanecer surgió como un desafío. Me levanté, me quité las vendas exponiendo mis heridas aún no del todo cerradas. Me di un baño, y mientras me secaba contemplé a Marta recostada plácidamente en nuestra cama. Cómo la iba a molestar, me dije, ahora que por fin descansaba con bellos sueños luego de tantos años. Cubrí su cuerpo levemente frío con las sábanas. Me vestí, en esa casa solitaria, grande y solitaria, donde cada función estaba automatizada y se cumplía irremediablemente, lo quisiésemos o no. Sólo el cuerpo humano había dejado de funcionar correctamente, y era irreparable.

      La mañana luminosa me encontró en el auto hacia el hospital. Ya me conocían, así que subí directamente hacia la sala de neonatos, y en la larga fila de viejas incubadoras encontré sin dificultad la a mi hijo. Me vestí con las camisolas y los guantes estériles. Me permitieron tomarlo en brazos. Ese cuerpecito delicado y desnudo, doblemente desnudo, como si viese su alma en aquellos músculos y tendones expuestos, se estremeció con mi contacto. Comencé a caminar por los pasillos entre las incubadoras, como paseando, como meciendo a mi niño en brazos para adormecerlo. Llegué a la puerta de la sala, en el pasillo no había nadie. Entonces corrí y bajé las escaleras y atravesé la puerta de entrada mientras los pocos que allí había me miraban como a un loco. Subí al auto lo más aprisa que pude y huí. Sabía que me perseguirían, pero no por mucho tiempo. Pronto avisarían a las autoridades, pero para cuando me encontraran ya todo estaría hecho. Programé la ruta hacia una de las máquinas más alejadas, en otro distrito. Nadie sospecharía que llevaría a mi hijo a las máquinas, y el psicólogo pensaría que lo mataría, tal vez, o buscarían primero en mi casa.

     En el auto, el niño se revolvía entre mis brazos, agitado al principio, luego el tenue zumbido del motor lo fue adormeciendo. Sus ojos parecían dos lagos oscuros en medio de la cara formada por los círculos concéntricos de músculos rodeando las órbitas, los pómulos y la mandíbula. Su boca se abría de vez en cuando para emitir un llanto que no tardaba en apagarse. Las aletas de la nariz estaban ausentes, y los huesos desnudos formaban las fosas nasales. Su cráneo era como un manto rojo de estrías. Había escuchado decir a los médicos que debía mantenerse siempre húmeda la superficie del cuerpo. Saqué de la guantera una botella de agua y empapé las sábanas con las que lo había sacado del hospital. Al llegar a la máquina, el auto se detuvo cerca de la puerta. Agarré al niño en brazos y me ubiqué en la fila. Había, tal vez, veinte o veinticinco personas antes. Miré hacia la cabina de comando. El encargado hacía su oficio, como yo lo había hecho, mirando hacia la fila de tanto en tanto, pero yo sabía que pronto se cansaría y se limitaría a observar  todo por los monitores.

     Yo era uno más, por primera vez, sin ninguna relación con el sistema de salud ni con las máquinas. Me sentí distinto en esa fila, expuesto a los rayos del sol mientras aguardaba impacientemente. Los demás me observaban, creo que con cierta curiosidad. Mis ropas estaban más cuidadas que las de los demás, y sólo los convenció de que era uno más de los suyos cuando vieron mis cicatrices.

     -¿Viene a que se las curen?- me preguntó un viejo detrás de mí.

     Negué con la cabeza, y señalé al niño en brazos. El hombre corrió un poco el paño que cubría la cabeza de César, y retrocedió. Luego, movió la cabeza con tristeza y resignación.

    -Espero que se lo curen- dijo, mirando después a la mujer que lo acompañaba para decirle algo al oído. Pronto todos se dieron vuelta para observarme. Algunos preguntaban, otros simplemente pedían con timidez ver a mi hijo. Yo sabía que todo aquel movimiento llamaría la atención del encargado, y temía ser reconocido en algún momento. Tal vez me hubiese visto en alguna reunión sin que yo hubiese prestado atención.

       La máquina se alzaba como ahora como un enorme monumento antiguo en medio de la nada de aquel campo tan alejado del resto de las ciudades. Los que esperábamos en la puerta de entrada, no teníamos modo de ver a los que salían por el lado contrario, si es que salían. Tampoco conocía las estadísticas ni la taza de muerte de aquel aparato. En realidad, no sabía qué iba a hacer al entrar. Esperaba que la máquina curara al niño, que mediante algún método para mí desconocido regenerara su piel. Pero también sabía que con lo que había aprendido, yo pudiese desentrañar de algún modo el desperfecto, si llegaba a producirse. Y por sobre todo, surgió en mí la curiosidad por conocer a aquel deux ex machina que mis antepasados habían puesto en el centro vital de las máquinas.

      Llegó la tarde, y faltaban diez personas antes de mi turno. Comenzó una llovizna aguda y punzante. Intenté cubrir al bebé, y una mujer al final de la fila se acercó para ofrecerme una tela impermeable.

     -Gracias- dije, pero la mujer de pronto empezó a gritar hacia las cámaras de monitoreo, exigiendo que me hicieran entrar en el próximo turno. Le pedí que dejara de hacerlo, pero ella siguió gritando con las manos alzadas hacia la cámara inalcanzable. Unos segundos después se unieron otras personas de la fila, y el movimiento se hizo llamativo e incontrolable. Si ocurría algún motín o acto de violencia, el encargado estaba autorizado a llamar a las fuerzas de seguridad, y la máquina se anularía automáticamente. Mi ritmo cardíaco se aceleró, y sentí vahídos, la máquina pareció venírseme encima y ya no tenía fuerza en los brazos. Entonces alguien me sostuvo, y me encontré directamente frente a la puerta de entrada, que se abría para mí por primera vez. Di el paso crucial, y el mundo desapareció de repente.

     Sólo estábamos mi hijo y yo, frente a la cinta transportada, que giraba y giraba en el vacío. Si colocaba a César en la cinta, yo no sabría nunca lo que pasaría, así que subí con él, y me dejé transportar por largos metros de pasillos estrechos y oscuros que nunca imaginé que podía haber dentro de la máquina. De afuera lucían enormes, pero ahora dentro la oscuridad me daba la ilusión de un sitio mucho mayor, como un laberinto de múltiples entradas y salidas, pero todas clausuradas, porque la cinta iba de un lado a otro, exponiéndonos a luces rápidas y bruscas que no dejaban ver más que espacios vacíos y altos techos sin fin. Luego nos vimos empapados por sustancia químicas que reconocí como azufre, fósforo, calcio y otras que no identifiqué. Sentí aromas extraños, acres, y un olor a podredumbre comenzó a llegar desde los costados de la cinta. Extendí un brazo para calcular la cercanía de las paredes, pero no toqué más que aire espeso y de aroma fétido. Luego la cinta se detuvo, y escuché un estruendo de cadenas que descendían desde el techo. Pude verlas sobre nosotros, con ganchos capaces de sostener reces listas para carnear. Me deshice de los ganchos, y la cinta continuó su camino. Vi, con el parpadeo de luces fluorescentes, ruedas dentadas girando unas sobre otras en un mecanismo parecido al de un reloj gigante, y esas poleas movían muchas más cadenas como las que antes quería sujetarnos, pero todo esto ocurría a gran distancia sobre nosotros, y también alrededor.

      Llegamos a un sector donde lo mecánico daba paso a una sala aparentemente computarizada, llenas las paredes con luces y pantallas digitales donde reconocí algunos de los parámetros que nosotros debíamos reconocer en la cabina de comando. Supuse que habíamos llegado cerca de la puerta de salida, pero allí tenía a mi hijo en brazos, igual a como había entrado. No sé lo que esperaba, y me sentí un iluso e ignorante supersticioso. Pero entonces fue cuando la máquina nos llevó a lo que después supe era su verdadero centro.

      La cinta se detuvo y me bajé. El olor a podredumbre era más evidente, tanto que comencé a sentir náuseas. En el fondo de aquella nueva sala, de la oscuridad impenetrable aparecieron dos manos humanas, pero de apariencia sintética. Tan perfectas, que eran como las manos del dios más hermoso inventado por los hombres. Manos que detrás tenían brazos y un cuerpo que sin embargo no podían verse en la oscuridad.

     Quise retroceder pero una de las manos me retuvo del brazo herido y casi dejé caer a César. La otra mano sujetó al niño antes de que cayera, y de pronto yo ya no lo tenía en mis brazos. Hice el gesto de recuperarlo, pero una palma se apoyó en mi pecho y sentí que mi corazón estaba en esa mano, ¿o era en realidad una de esas manos?

     No sé cuántos minutos pasaron, yo intentando recuperar al niño mientras tanteaba el aire a mi alrededor, pero César ya estaba en esas manos que se lo habían llevado a la profunda oscuridad que olía a cuerpos muertos. Y cuando finalmente presentí lo que había en aquel trasfondo oculto de la máquina, grité y me sacudí, y dejé que la mano mecánica del dios me desgarrase la piel, hasta sentir que mis costillas se quebraban y mi corazón desaparecía de mi cuerpo, dejando un vacío más cálido que el dolor, un alivio tan parecido al placer y la paz, que me dije que eso era la muerte.

      Con mis últimas miradas, observé el infinito contenido del fondo de la máquina. Filas y filas, columnas en incontables kilómetros de cuerpos humanos. Y todos esos cuerpos emitían una luz extraña, una fluorescencia que era una forma de energía que generaba pensamientos y recreaba formas humanas.

      Yo había llegado al cerebro de las máquinas, y vi que aquel cerebro había decidido y actuado en base a lo que había observado que yo había hecho por mi hijo. Vi cómo esas manos regresaban y colocaban al niño sobre la cinta transportadora una vez más. Un niño que era el mismo y era diferente, porque tenía una nueva piel cubriendo su cuerpo.

      Y mientras yo desaparecía en las circunvoluciones del gran cerebro del nuevo dios, la puerta de salida se abrió, y un llanto vital inundó el mundo.

 

  

    


    

 Ilustración: Fernando Vicente

 

 

 

 

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