1
Levanté la vista del libro cuando sonó la alarma. La luz roja
titilaba en la pantalla. Otra muerte, me dije. Y esta vez, siendo la décima en
la misma semana, me produjo una sensación extraña en la garganta. Pero más que
tristeza por esa pérdida, ya que se trataba de un desconocido para mí, lo que
sentí fue algo muy cercano al pavor. Mi corazón de pronto comenzó a latir más
aceleradamente, y una opresión en el pecho me recordó la larga lista de
enfermedades que afectaron a los miembros de mi familia. Fue ésta una de las
razones por las cuales entré en la Academia de Cuidadores de las Máquinas. Era
un oficio profesional que sin duda prestigiaba a quienes lo seguían. La
curiosidad por conocer las causas de las muertes en mi familia me guió, sin
duda, pero la expectativa fue mucho mayor que los resultados obtenidos. En la
Academia sólo se enseñaba a manejar y controlar a las máquinas. Éramos más
oficiantes y contadores de estadísticas que hombres encargados de velar por la
salud de los demás.
A veces, mi
curiosidad, sin duda mayor que las de mis compañeros en los cursos, secundada
por la amargura de la muerte de mi padre y de mi abuelo, por la larga y penosa
enfermedad que sufría mi madre a lo largo de muchos años, me llevaba a preguntar
a mis profesores cuándo aprenderíamos sobre anatomía y fisiología. Yo era uno
más entre cientos de alumnos sentados en las gradas de aquellas tribunas
construidas muchos siglos antes, en medio de praderas bajo cielos cambiantes,
casi siempre fríos y lluviosos. Presentía que en aquellos asientos de piedra
habían estado seres más inteligentes que nosotros. Había algo que rondaba la
superficie de aquel centro de enseñanza, que sin embargo no lograba plasmarse
en las grandes pantallas instaladas frente a las gradas, donde aparecían nada
más que incontables cifras que representaban los números de la vida y la muerte
en la población mundial.
Somos contadores
de estadísticas, me dije cuando aún era un estudiante. Registramos datos para
el manejo de la economía del mundo. Era necesario, se nos enseñó, y aprendimos
a comprenderlo y asimilarlo, que la supervivencia del hombre depende del
fluctuante equilibro entre los recursos alimenticios y el número de la
población. Todo lo demás, se me dijo, era superfluo. Entonces yo supe que todo
aquel conocimiento que no poseíamos, era todo lo que habíamos olvidado. Ya no
sabríamos lo que habíamos sabido, porque el ciclo de aprendizaje y enseñanza se
había interrumpido frente a otras necesidades más imperiosas para le mundo.
La luz roja
titilando, aquella opresión en mi pecho, y el peso de los claustrofóbicos años
en la Academia rodeado de fórmulas y números, listas y pantallas agonizantes y
pálidas, como hombres viejos, se reunieron para hacerme comprender un punto esencial
pero aún incierto para mí aquel día. Una frase en el libro que estaba leyendo
se presentó a mi memoria como una revelación, y me dije que algo mucho más
grande que la enorme organización que dominaba el mundo con sus máquinas y
números, todavía persistía. Un algo que enlazaba sensaciones, visiones y
presentimientos. El autor del libro que estaba leyendo, un escritor del siglo
veinte llamado Bioy Casares, del cual no hallé más datos, decía que toda
máquina está en proceso de extinción.
Me toqué el pecho
con una mano, y recordando que lo mismo habían hecho mi padre y mi abuelo
cuando se sentían enfermos, me levanté de la silla y salí de la cabina de
control. El aire en el campo estaba fresco. Aspiré profundamente el olor del
pasto húmedo, y miré al cielo. Grandes nubes se acercaban desde el sur, negros
nubarrones cargados de lluvia. Miré luego hacia la larga fila de pacientes que
se formaba a las puertas de la máquina a mi cargo. Ellos desconocían lo que
acababa de ocurrir, así como también las anteriores muertes de aquella misma
semana. Era verdad, insistí en recordarme, que un determinado número de
defunciones las muertes debían ocurrir con cierta frecuencia. Nosotros no
curamos a la gente, sólo las máquinas lo hacen. Recordé el interrogatorio que
se me hizo en día del examen final de mi carrera.
-¿Qué significa la
Luz Roja?
-Cesación de la
vida.
-¿A qué
adjudicarla?
- A la
interrupción de los signos vitales en el límite exacto de la vida del paciente,
más allá del cual es imposible
recuperarlos.
-¿Causas?
-La enfermedad, el
agotamiento del ciclo vital o el trauma abrupto que interrumpe las funciones.
El tiempo de las
preguntas ya se había acabado, pero mis dudas seguían fluyendo y dando vueltas
en mi cerebro. ¿Cómo era que las máquinas curaban a la gente? Me preguntaba dónde estaba el
elixir que brotaba de las entrañas de las grandes máquinas instaladas a lo
largo de las carreteras. Esos edificios que al principio era del tamaño de una
habitación de una casa familiar, pero que fueron construyéndose cada vez más
grandes, hasta tener más de cien metros de largo y casi cincuenta de ancho, con
una semiesfera como techo y dos puertas en los extremos, una de entrada y otra
de salida. Sabía que llevaban más de cien años de existencia, y diversos
modelos haban sucedido unos a otros. En la Academia apenas se daban datos históricos
breves, esporádicos, para amenizar los agotadores ciclos de aritmética y
estadística. Pero mi curiosidad nacía más que nada del hecho cierto de que mis
ancestros familiares habían participado no sólo en la construcción de las
máquinas, sino en la elaboración de los proyectos concernientes a su invención.
Mi familia, por lo tanto, en algún momento del pasado siglo fue desestimada en
su importancia. Ningún dato preciso persistía en los archivos municipales, y mi
padre y mi abuelo habían muerto cuando yo era un niño. De mi madre no pude
obtener datos, su senilidad de largos años le impedía, incluso, reconocerme.
Era como una planta a la que había que mantener viva. Varias veces la traje a
la máquina a mi cargo. La coloqué en una camilla en la entrada, y la cinta
transportadora se la llevó hacia la oscura profundidad. Cerré la puerta y
esperé en la salida. No nos estaba permitido penetrar en la máquina, a menos
que estuviésemos enfermos, y aunque lo hubiese hecho difícilmente había
comprendido su funcionamiento, pero me habría gustado ver aquel proceso. ¿Qué
sería lo que había dentro? ¿Cables, sustancias químicas, memorias virtuales,
fuerzas magnéticas, rayos equis, o las simples fuerzas de la mecánica
tradicional? En muchas ocasiones pensé en brujos habitando el interior, también
en un gran dios. ¿Sería eso el famoso deux
ex machina del que tantas veces había leído?
Ese día mi madre
salió de la máquina, acostada aún en la cinta. La incorporé, sin duda ya más
revitalizada, más lúcida, y me miró fijamente. Era la primera vez que entraba
en una de las máquinas, luego regresaría unas cuantas veces a insistencia mía,
hasta que finalmente me rogó que no la trajera más. Ese primer día, sin
embargo, me dijo cuando regresamos a casa:
-Prefiero morir,
Samuel, antes que sentir esta pérdida…
-¿Qué pérdida,
mamá?
No me contestó. Yo
sabía que algo bueno había pasado, se veía en los ojos de mi madre, pero lo que
fuera se estaba perdiendo rápidamente desde que había salido.
Desde entonces, no
tuve muchas esperanzas ni en la curación de mi madre ni en las de los demás
hombres y mujeres que entraban en la máquina a mi cargo. Revisé los controles
durante un tiempo a partir de aquella ocasión, intentando comprender el
mecanismo de funcionamiento, incluso pedí autorización a mis jefes para penetrar. Pero todo fue
negativo. Nadie venía a revisar las máquinas, ni técnicos ni las mismas
autoridades municipales o los profesores de la academia. Ellas funcionaban
solas, y llegué a la conclusión de que no existían datos de cómo realmente
trabajaban. Los datos verdaderos, tal vez, se habían perdido, y todo lo que nos
enseñaban era una maraña de redes entrelazadas que no tenían más función que
ocultar la verdadera falencia: el inmenso olvido de nuestro conocimiento.
En la larga fila
de pacientes ahora había muchos más. El clima húmedo aumentaba las enfermedades
infecciosas que llegaba desde las grandes ciudades, donde algunos antiguos
hospitales seguían funcionando con escasos recursos porque no tenían permiso
del Estado. Se nos enseñó que las grandes aglomeraciones eran fuente de
enfermedades y epidemias, y que las viejas instituciones habían colapsado ante
la demanda. El sistema de salud fue reevaluado y modificado. Con la mayoría de
los hospitales cerrados, la población debió recurrir desde entonces a las
máquinas dispuestas a los lados de las rutas en zonas abiertas, donde el riesgo
de contagio fuese mínimo. Cada año la cifra de las máquinas aumentaba
considerablemente, hasta que se produjo el equilibro adecuado entra la demanda
de atención y el número de ellas. Desde entonces hubo períodos o ciclos
invernales que demandaban mayor atención y trabajo por parte de las máquinas y
sus cuidadores. Las muertes eran frecuentes, pero se caracterizaban por ocurrir
en pacientes con enfermedades en fases terminales o con traumas demasiado
severos. La máquinas, eso yo lo sabía muy bien, no eran capaces de restaurar partes
del cuerpo totalmente destruidas, o degeneradas en su función vital, tampoco de
restituir funciones alteradas. Esto lo descubrí en base a mi experiencia como
cuidador. Vi hombres con miembros amputados, que salían con la misma falencia,
pero el muñón más cicatrizado y ya definitivamente indoloro. Vi pacientes
enfermos del hígado o riñones, o del corazón, que salían de las máquinas de
nuevo en pie, con menos dolor, y por eso se creían curados. También presencié,
y tuve que registrarlos, a esos mismos hombres y mujeres que regresaban con
fases más avanzadas de su enfermedad. Algunos no salían de las máquinas nunca
más, otros se recuperaban por un tiempo, pero pronto regresarían.
Las nubes estaban
sobre nosotros, proyectando sombras sobre el campo. La gente en la fila se
abrochaba los sacos y se cubría las cabezas. Un viento fresco se había
levantado, llevando polvo del camino y hojas secas a los costados de la
máquina. Desde la puerta de la cabina de control observé la entrada de un
hombre que cargaba en brazos a una mujer muy delgada. Fuese quien fuese, la
llevaba con debilidad y un brillo tan claro en los ojos, que en la opacidad
creciente del día eran como ver gotas caídas antes de que comenzara a llover.
Eran viejos, ambos, y la puerta se cerró detrás de ellos. Sentí curiosidad, y
entré a la cabina. Me puse a observar los controles, a lo largo del tiempo
había aprendido a deducir los pasos que daban los pacientes en el interior, así
como los procesos que iniciaba o concluía la máquina. La pantalla nada me dijo
al principio. Unos segundos después, aparecieron los primeros resultados del
procesamiento. Un diagnóstico de astenia severa y desnutrición había llevado a
fallas irreversibles del sistema renal. De ahí en más yo no sabría qué iba a
ocurrir. La computadora no refería la metodología de curación, sólo el
resultado positivo o negativo. Había aprendido a inmiscuirme en el sistema, encontrando métodos
alternativos de búsqueda de archivos que pocos de mis compañeros conocían, y
menos aún se atrevían a utilizar, o en los cuales no encontraban objetivos. Yo
pensaba en mis ancestros, en los conocimientos que ellos habían adquirido para
crear a las máquinas, y me pregunté la razón de mi ignorancia, de mi sacra
ignorancia. Porque ellas era ahora nuestros dioses.
Había un vacío
entre las causas y los resultados que ensanchaba con cada pregunta que me
hacía, hasta el punto de que cada registro insertado en el sistema era para mí
una superstición, casi un acto de magia trucada, una falsedad o un vicio. Los
resultados ya no valían por su presencia o su significado, porque carecían de
explicación. Por lo tanto, les faltaba la verdad, o por lo menos caían en zonas
de tinieblas donde poco claramente podía verse.
Hubo un grito,
alto y fuerte, que pocas veces se escuchaban retumbar en los pasillos y
recovecos de la máquina, como si fuese una vieja casa deshabitada. Era la voz
de la mujer que había entrado. Pulsé teclas en mi teclado, abrí varios archivos
y ciclos en los programas. Nada me respondió. Las computadoras habían sido
reprogramadas muchas veces desde los tiempos en que los miembros de mi familia
habían participado de su creación. Lo que las nuevas generaciones no sabían, no
podía ser incorporado al sistema. Por lo tanto, la inutilidad de mi desesperación
era evidente, tanto como mis pulsaciones aceleradas y el sudor de mi cuerpo.
Sentí que las manos me temblaban: era la segunda muerte que veía venir en menos
de dos horas. Cuando finalmente la luz roja se encendió, saqué las manos del
teclado y me derrumbé literalmente en el asiento. Escuché que la puerta de
salida se abría, viendo por el monitor al hombre viejo que caminaba solo, con
los hombros caídos y casi arrastrando los pies. Simultáneamente, la puerta de
entrada se abría para dar paso a otro paciente.
Durante la tarde,
cientos dos personas pasaron por el interior de la máquina a mi cargo. Treinta
no volvieron a salir. Un promedio del setenta por ciento de eficacia era un
dato que iniciaría expedientes de investigación sobre mi persona. Cómo
responderles que era la máquina la que fallaba, la que tal vez estaba matando a
los pacientes. Cómo responderles a las autoridades que si no sabíamos como
funcionaban, no había forma de evitar esas muertes, salvo cerrar la máquina. En
más de un siglo desde su invención, ninguna había sido clausurada, sólo cuando
había dejado de funcionar espontáneamente, y para ello sólo se cerraba la
puerta de entrada en forma automática, y no volvía a abrirse jamás. Nadie entró
en busca de desperfectos, ni por la simple curiosidad de saber la causa. Por lo
menos nada que hubiese quedado registrado en los sistemas.
A las ocho de la
noche, la lluvia caía torrencialmente sobre el campo. El barro se levantaba a
escasos centímetros del suelo con el impacto de los gruesos goterones salpicando
a la gente que aguardaba en la fila, que no era menos extensa que durante la
tarde. Nadie me relevó en mi puesto, las guardias eran de veinticuatro horas.
Por la noche, hubo cuatro muertes más. Un niño atropellado, con miembros cortados
y el cráneo roto fue colocado en la cinta y no volvió a salir. Los padres aguardaron
en la puerta. Yo los observaba desde el monitor, bajo la lluvia sus cuerpos se
movían inquietos. Cuarenta minutos más tarde, la puerta de entrada se abrió
para dejar entrar a otro paciente, que al salir se encontró con la pareja que
aguardaba a su hijo. Los tres se miraron por un momento. La madre tocó el brazo
del hombre, interrogándolo con ese gesto, pero éste tenía una expresión de
total ignorancia, y se apartó para alejarse por el camino. Luego los padres también
se alejaron.
En la expresión del
hombre yo me vi reflejado, reconociendo mi propia ignorancia, que ya no era un
sitio cómodo y de sacra inocencia, sino un mal que comenzaba a aquejarme, que
lastimaba mi cuerpo y alteraba mis nervios, irritando mis ojos cansados y
distrayendo la atención que antes ponía en mi trabajo.
Para el filo de
la mañana, totalicé un registro de doscientos diecisiete pacientes, de los
cuales noventa no habían salido. Pulsé
la tecla de envío hacia la central del servicio de salud. Pronto iba a recibir
noticias. Me coloqué el saco y salí de la cabina. La lluvia había cesado pero
la temperatura había descendido mucho. Un viento húmedo me caló hasta la piel
bajo el abrigo. Eché un vistazo hacia la entrada, la fila continuaba, incólume
y renovada. Me crucé con mi relevó en el camino hacia la ciudad. Su auto, como
el mío, hizo luces de reconocimiento. Me sentía protegido dentro del coche,
abrigado, tranquilo. Podría haber permanecido allí dentro eternamente.
Entonces me dije que también era una
máquina, y que la estadía que yo deseaba eterna era la de los muertos en la máquina.
Me removí en el asiento, con lo brazos cruzados, contemplando las imágenes en
el tablero del auto que conducía en piloto automático. A dónde me lleva, me
pregunté. Me di vuelta para contemplar el edificio que se alejaba y se
empequeñecía, la máquina que me habían designado hacía ocho años, y que era
parte de mi cerebro como yo parte del suyo.
-Deux ex machina-
murmuré, y la computadora del auto de inmediato comenzó a buscar significados
en sus archivos. No halló ninguno. Es sabido que en general, ningún ente se
conoce a sí mismo.
2
El auto llegó al sendero de grava frente a la casa. La mañana
lluviosa había dejado en los alrededores marcas de animales, de personas y
autos en los alrededores. Los árboles que yo había plantado no impidieron que
las paredes se mancharan, y que las puertas y ventanas perdieran su pulcritud.
En estas ocasiones, Marta se exasperaba por no poder mantener la limpieza y el
orden por el cual había abogado toda su vida. Era una mujer de ciudad, y su
traslado a la vida en el campo, no lejos sin embargo de las carreteras que nos
unían a las zonas urbanas, aumentaba la irritación que ya de por sí su estado
de salud había sensibilizado. Llevábamos casados catorce años, y en todo aquel
tiempo intentamos tener hijos, pero sólo logramos cuatro abortos y un nuevo
embarazo ahora en evolución aparentemente normal. Recordé con claridad todos y
cada uno de los intentos frustrados, mientras descendía del auto y caminaba
hacia la casa, observando en las paredes manchadas, como si fuesen mapas de mi mente, las disformes entidades que habrían
podido ser mis hijos. La primera vez fue apenas nos casamos, y el embarazo duró
sólo seis semanas. Hubo desilusión y una gran tristeza, pero éramos jóvenes
entonces, y la esperanza era más grande que cualquier otro sentimiento. La
segunda, el embarazo duró hasta los cinco meses. El día del aborto, fue el más
terrible que ambos enfrentamos en nuestras vidas hasta ese momento. El rostro
de Marta se había contraído en una mueca de tanto dolor, que creí que la
perdería ese mismo día. Cuando a la mañana siguiente ella se despertó en su
cama, con el feto muerto ya extirpado y debidamente cremado por las autoridades
sanitarias, observé las marcas que ya nunca desaparecerían de las expresiones
de mi esposa, por más que riera, por más que se viera feliz. Eran el signo de la
desesperación que nos llevó, muy pronto, a intentar nuevas experiencias,
sabiendo que casi con seguridad serían frustrantes, pero que de alguna manera
constituían desafíos que necesitábamos realizar. Buscamos las causas médicas.
No encontramos más que las habituales: trastornos hormonales esporádicos por
parte de ella, insuficiencias cardíacas por parte mía. El médico que nos
trataba no habló en ningún momento de un fracaso seguro, la genética podría
alterar beneficiosamente el próximo intento, pero dadas las experiencias
previas, no lo recomendaba. Nosotros, sin embargo, no volvimos a hablar del
tema. Un año después, Marta volvió a quedar embarazada. Cuando ella me lo dijo,
no alcancé a decir nada. Me puso la mano sobre la boca, y me pidió que callara.
Cuatro meses después, otro aborto fue el resultado.
Entré a la casa y
me recibió nuestro perro, con movidas de cola y un par de ladridos cansados.
Era viejo y ya casi no saltaba, tenía el pelo largo en crenchas apelmazadas que
arrastraba por el suelo. Marta ya no le dedicaba el tiempo que le había
otorgado en otras épocas, entonces el viejo animal se escondía bajo las mesas o
los sillones, sin reclamar siquiera que lo alimentaran si nosotros no
recordábamos hacerlo. Subí las escaleras, pensando en ella. Qué estaría
haciendo, me pregunté. En los últimos meses llevaba en cama casi
permanentemente. Había alcanzado los ocho meses de embarazo, y más que alegría,
ambos sentíamos estupor. Cada paso en la escalera, era como estar viendo en las
paredes los cuadros con las fotos de cada uno de los niños frustrados. Llegué
al último escalón, donde imaginé las fotos del cuarto aborto. Habíamos dejado
pasar siete años desde el último intento, y esa vez fue como concebir una
esperanza virgen. Marta se veía feliz, apenas mencionaba los embarazos
anteriores, y sólo como útiles conocimientos que servían para evitar nuevos
errores. Fueron únicamente cuatro semanas, un mes que resultó ser un lago de
paz, un remanso parecido a un cielo de verano, límpido, sin vientos ni nubes,
sin sombras ni miedos. Aquel verano inventado desapareció un día con las
habituales manchas de sangre en las sábanas, una mañana cuando Marta casi
intentó matarse.
Tres años pasaron
desde entonces. Y yo no sé cómo, pero ella volvió desde esas tristes regiones
profundas en las que se sumergía luego de los abortos, y en las que yo no era
capaz de penetrar, sino sólo ver los signos exteriores de sus sentimientos. Había
dejado ya de enfadarme ante esos cambios que consideraba irracionales. Marta
surgía de nuevo ella misma, de nuevo hermosa, luego de un tiempo.
Entré a la habitación. Estaba acostada sobre
la cama sin destender. La ventana cerrada y la luz de la mesita de luz
encendida. Había una computadora de mano apoyada en su vientre. Me acerqué y le
di un beso en los labios. No despertó, o por lo menos simuló seguir dormida. Vi
que estaba buscando cosas para comprar para el bebé. Durante todo ese tiempo
había pospuesto los preparativos, por supuesto. Ni siquiera teníamos designado
el cuarto donde nuestro hijo dormiría. Sólo el primero había sido el único
favorecido con la habitación que luego desarmamos y utilizamos de biblioteca.
Marta abrió los ojos.
-Buen día, mi
amor-dijo.
Me acosté a su
lado.
-Dormiste toda la
noche vestida….
-Me quedé dormida, esto de elegir cosas para
el bebé me cansa, no es lo mío. Vas a tener que elegirlas vos…
-Está bien, pero después no me digas nada si
no te gustan.
-Sabés que me van
a gustar.
Miró el calendario
en la computadora. Hizo una marca. Un día más, pensamos al unísono, un día más
para tener miedo. Uno no podía deshacerse de él, nunca.
Yo me desvestí y
me acosté para dormir unas horas. Por la tarde debía ir a la central para una
reunión por el tema de las muertes. Marta se levantó, apagó la luz, me cubrió
con la frazada y salió del cuarto. La escuché bajar los escalones con lentitud,
hablándole a nuestro perro con ternura. Prepararía algo para almorzar, luego se
sentaría en el parque, si el tiempo escampaba, a mirar los árboles a los lados
de la carretera, a contemplar, entre la niebla, las formas de la ciudad más
cercana. Yo sabía que pensaba en las máquinas, también. Habíamos pensado muchas
veces en que ella entrase para curarla de lo que fuese que le impedía llevar a
término los embarazos. Pero durante cada uno de los controles y ecografías,
jamás se encontró algo anómalo, por lo tanto no nos era permitido entrar en
ellas. En los períodos intermedios, también consideramos la posibilidad, pero
ella estaba orgánicamente sana, y yo tenía miedo de permitirle entrar. En ese
entonces, el porcentaje de muertes era muy escaso, pero yo tenía conciencia de
lo irreversible de aquel proceso. Recordaba la experiencia de mi madre allí
adentro, y no quise que Marta pasara por lo mismo, fuera lo que fuese.
Entre sueños,
escuché que el perro ladraba, y dos autos pasaron raudos por la carretera. El
viento aullaba a lo lejos, e imaginé la lluvia tenue y constante sobre la gente
que hacía fila ante las máquinas, con impermeables o sin ellos, con o sin
paraguas. El cabello mojado, el calzado empapado y con barro, temblando. Soñé
con ellos, entrando en fila en la oscuridad, una larga hilera que parecía no
tener fin a lo largo de las rutas, formando redes alrededor de las máquinas,
mallas que progresivamente se iban cerrando, hasta encerrarlas en una masa
indiscernible de hombres y mujeres, que se trepaban y peleaban buscando sitios
de entrada. Y las máquinas, ya definitivamente abiertas, se hundieron como
edificios que colapsan, como agujeros negros siderales que conducían a la nada.
Luego, en un sueño crepuscular, creí ver los planos que mis antepasados habían
diseñado. Eran como estructuras de
ingeniería mecánica, con poleas, cintas transportadoras y ruedas dentadas. Todo
el sistema constituía una armazón anatómica más que fisiológica, tan antigua que
ni siquiera participaban los conocimientos cibernéticos del siglo veinte. Al
despertar, me dije que eso no era posible.
Entonces me
levanté, dispuesto a discutir en la asamblea de esa tarde. Me di un baño y me
vestí. Marta ya había regresado a la cama.
-Te dejé la comida
preparada, querido.
-Gracias, amor.
No le diría que no
tenía hambre, bajaría para tomar dos bocados y luego salir lo antes posible.
Era tarde, me había quedado dormido en un duermevela donde el sueño me había
inquietad más de lo que quería reconocer. En mi cabeza vagaban planos viejos
que jamás había visto y sin embargo imaginaba con una claridad que me asustaba.
Nuestros cuerpos son máquinas, comencé a decirme, pero qué es lo que las hace
funcionar, cuál es el combustible: ¿el alma, acaso, es una energía que nadie ha
podido determinar y mucho menos atrapar?
Mientras iba
hacia la central, busqué archivos en la computadora del auto. Aparecieron millones de referencias ante la palabra “máquinas”.
Ninguna, sin embargo, hablaba sobre sus orígenes. Pensé en conducir la búsqueda
hacia temas médicos, y sin embargo aparecieron referencias a temas metafísicos.
Se hablaba de Hipócrates, de Cicerón, de Aristóteles, de Luciano de Samosata.
Pasé a referencias más recientes, pero surgieron los nombres de San Agustín, de
Tomás de Aquino. Breves referencias a poetas del siglo diecinueve me llamaron
la atención., dos párrafos de Antón Chejov y poemas de Emily Dickinson. Puse el
altavoz, escuchando todo aquello mientras contemplaba el transcurrir de la ruta
como un sendero interminable que conducía todo lo conocido hacia el pasado. Y
todo aquello se me representó como una pérdida irreparable, tan inatrapable
como nuestros hijos idos para siempre. Los conocimientos eran como ellos, legados
que podían dejarse al mundo para persistir. Pero las palabras que ahora
escuchaba parecían venir de sitios
remotos, desenterradas y sin ecos, como cadáveres. Incluso sentía el olor de
los animales muertos en la carretera mientras percibía la frase de la poeta
norteamericana diciendo: “La fe de Tomás en la anatomía, es mayor que su fe en
la fe”.
Si un santo, me
pregunté, creía en la fuerza y la persistencia del cuerpo humano, ¿entonces las
máquinas no eran sólo eso: cuerpos mecánicos que tarde o temprano serían
herrumbre a lo largo de las rutas? Pero quizá el santo y la poeta no se
referían a eso, sino al conocimiento de la anatomía como disciplina en sí
misma. No como entidad, sino instrumento. Y todo instrumento tiene los límites
de su función. Por lo tanto, intenté convencerme, que n las máquinas no había
ningún dios, como se me había ocurrido pensar esa mañana, a menos que Dios
también fuese una máquina expuesta a una extinción más lejana, pero predecible
al fin.
La central estaba
repleta de miembros del personal. Las máquinas habían sido dejadas en manos de
los reemplazantes habituales. Entré a la gran galería del edificio levantado a
dos kilómetros de la ciudad. Escuché el bramido de las voces de cientos de
hombres que conversaban antes de entrar en el salón principal. El eco
reverberaba sobre las paredes, la luminosidad de la tarde, ya despejada,
entraba por los techos de vidrio.
A cada uno que
llegaba, le era entregado un audífono receptor por el que se le darían
instrucciones durante la asamblea. Saludé a muchos conocidos que durante largo
tiempo no había visto, la mayoría compañeros en los cursos de la academia. Se
sirvieron bebidas y algunos entremeses para amenizar la espera. Casi una hora después,
fuimos llamados para entrar al salón. Pocas veces lo había visto porque tales
reuniones se hacían muy esporádicamente. Era muy alto, o por lo menos así lo
simulaban los espejos y vidrios que formaban las paredes y el techo. En el
fondo, si así podía llamarse al sector opuesto a la entrada principal en un
sitio con la forma de un paralelogramo irregular, estaban sentadas las
autoridades del sistema de salud.
No nos sentamos,
el salón no estaba dispuesto para eso. Comenzaron a llamar a quienes habían
presentado denuncias sobre el mal funcionamiento. Mis compañeros se notaban
preocupados cuando regresaban después de prestar declaración. Me llamaron y
caminé entre las filas de hombres hasta al jefe principal. Me hicieron sentar
con amabilidad. Pidieron mi nombre y apellido, y mi número de seguro laboral.
Luego preguntaron el número de muertes registradas por la máquina a mi cargo,
el porcentaje exacto y el período en el cual ocurrieron. Ofrecí mis datos, y me
agradecieron por la colaboración.
Me quedé sentado. Me
observaron. Puede irse, me ordenaron. No me moví. Yo pensaba en mis ancestros,
y un hilo común de historia me unió a ellos íntimamente por un instante. No
sólo por el conocimiento heredado, ahora casi inservible y apenas percibido por
mí, sino por un hecho concreto que recién ahora se me hacía evidente: mi
corazón latía rápido y desacompasadamente. Sabía que mi padre y mis abuelos
habían muerto de trastornos cardíacos, y eso nos unía en estos momentos.
-Señores, con el
debido respeto. Como encargado de la máquina, quisiera tener la capacidad de
solucionar sus desperfectos para evitar las muertes registradas.
El jefe encargado
del interrogatorio miró a los otros y luego a mí.
-Se le han enseñado
ciertas reglas al recibir su permiso de trabajo, no les serán repetidas aquí.
- Lo sé, señor,
pero me atrevo a recordarles que solamente sabiendo cómo funcionan las
máquinas, podré solucionar sus defectos.
-No es su deber…
-Pero somos lo
únicos que podemos hacerlo. Si es que ustedes pueden enseñarnos eso.
El jefe me miró,
ofuscado.
-¿Usted es nieto de uno de los fundadores, no
es cierto?
-Así es, señor.
Por un momento me
di cuenta que no se atrevía a despedirme. Se limitó a repetir el argumento
habitual.
-Usted es un
contador de datos, nada más.
-Entonces me
atrevo a preguntar, cómo arreglaremos a las máquinas.
-Ellas están
programadas para autorrepararse.
Nada nuevo me
decía.
-Lo que pido,
señor, es conocer su funcionamiento, para evitar las muertes que están
provocando, y luego evitar su cese.
Bajaron la mirada,
y un cuchicheo de los presentes creció en el salón.
Nadie sabía cómo
trabajaban las máquinas.
Luego me dijeron:
-Ellas lo saben.
No me hablaron
más. El silencio era tan hondo, que hasta creí escuchar el motor de las
máquinas funcionando a muchos kilómetros de distancia. Me levanté con un pensamiento
creciente: si ellas no pueden reparase por sí solas, es porque no lo saben, así
como yo desconozco el funcionamiento de mi cuerpo. Mi corazón latía acelerado,
y no sabía por qué. Mis hijos morían en
el vientre de mi esposa, y no sabíamos por qué. Dónde buscar, me dije,
cómo aprender. Dónde estaban los archivos de mis ancestros. Lo único seguro que
sabía, era que estaban desaparecidos para siempre.
Subí al auto y
pensé en mi madre. Acaso, me pregunté, podría hallar algún recuerdo en su mente
extraviada. A veces, mentes enfermas como la suya bajan las barreras represivas
de la conciencia moral y se pueden vislumbrar recuerdos e ideas que se han
creído irrecuperables.
Programé el auto para el viaje a casa de mamá. Ella vivía en
la ciudad, en el sexagésimo piso de un
rascacielos oculto en la niebla de las alturas. Me anuncié por el
intercomunicador y me respondió la mujer que la cuidaba.
-Buenas tardes,
Samuel. Hace tanto que no lo veíamos por acá: ¿Cómo está Marta?
-Bien, gracias.
¿Cómo sigue mamá?
-Igual que
siempre, a veces más lúcida, otras peor.
Hoy estaba más
despierta, me dijo cuando entramos a la habitación. Mamá estaba sentada en su
silla de ruedas, frente a la ventana, mirando el vacío más allá. La besé en la
mejilla, me miró y sonrió. Me acarició la cara e hizo el gesto de que me
sentara en la cama.
-¿Cómo estás,
querido?- preguntó.
Me alegré al verla
tan lúcida, tenía en los ojos una conciencia que desde hacía años no veía en
ella. Ese pensamiento me asustó.
-Bien, mamá. Vine
a preguntarte algo que estoy pensando hace unos días.
Ella esperó con
infantil curiosidad en sus ojos.
-¿Papá te dijo
alguna vez cómo funcionan las máquinas?
Se quedó
mirándome fijo durante un rato. Yo
estaba por abandonar mi intento, cuando me respondió:
-Tu padre puso más
que su mente en esas máquinas, en realidad un invento de tu abuelo, que
colaboró con muchos otros también.
Esperé que
continuara.
-¿Pero dejaron
algún archivo de su funcionamiento?
-Se perdieron, no
sé…, ellos discutieron muchas veces por la patente del invento…hubo juicios que
nos arruinaron. Ya en los tiempos de tu padre, desistieron de ir a los
tribunales. Fue cuando comenzaron las muertes en las máquinas. Se suponía que
no debía ocurrir ninguna, que todo el mundo debería sanarse y vivir.
-¿Papá te explicó
algo de por qué sucedía?
-No hablaba de eso en casa, quería
protegernos, por eso nunca te llevó a las máquinas cuando te enfermaste. Él te
curó. Tu padre era médico; tu abuelo, un ingeniero.
-Ya lo sé mamá…
¿pero estás segura que en la casa no dejaron algún archivo?
-Tu padre murió una mañana de verano mientras
escribía unas notas en la computadora. Esa computadora se la llevó el ministro
de salud.
Yo sabía que el
ministerio había estado en manos de una misma familia durante más de una
generación. El viejo ministro Farías había desarrollado las preguntas en los
exámenes de la academia, y eran prácticamente las mismas que se hacían en las
asambleas durante todos esos años. Por lo tanto, los archivos debieron haber
sido destruidos o arrumbados en un rincón durante tanto tiempo que ya debían ser
inservibles.
Pensé en la larga
cola de gente que debía estar acumulándose en la entrada de la máquina a mi
cargo, y que con cada vez con mayor probabilidad, no saldría. Cómo podía hacer
para ingresar al ministerio y buscar los archivos. En esto pensaba cuando me
despedí de mi madre, bajé los sesenta pisos en el ascensor y subí al auto de
regreso a casa. Debía idear un plan para hallar esos archivos cuya existencia real
desconocía. Poco después de arrancar, recibí un
llamado de Marta. Mi corazón se aceleró con un presentimiento común en
las oportunidades en que ella estaba embarazada. Habían pasado ocho meses, y estaba
por entrar en el noveno. Era el embarazo más largo al que había llegado, y era
muy probable que finalmente tuviéramos el hijo que esperábamos desde hacía
catorce años.
Contesté el
llamado.
-Samuel, querido,
te necesito. El bebé está por nacer.
Se la escuchaba
tranquila, y percibí en su voz no desesperación, sino un incierto tono
de…alegría, quizá. No dije más que:
-Voy para allá.
Faltaba un mes,
todavía, pero estaba seguro que el niño iba a sobrevivir ese tiempo en una
incubadora.
Cuando llegué,
subí corriendo las escaleras, y en la habitación encontré al médico de Marta y
una enfermera al pie de la cama. Agitado, no necesité preguntar.
-Es un niño.
Mi cara debió
transparentar frenesí, porque pronto la enfermara se interpuso en mi camino
hacia la cama, y señaló al doctor.
-¿Qué pasa?
-Hay un problema,
Samuel.
Intenté llegar a la cama de Marta, y aunque
la enfermera se interpuso, la vi dormida. El bebé no estaba allí.
-¿Ha muerto?-
pregunté.
-No, ambos están vivos, pero tu hijo tiene un
problema. No lo pudimos detectar con los estudios previos, ni con ecografías ni
con estudios de placenta.
Esperé. Ningún
sentido tenía apresurarme, era algo que no me sorprendía del todo, pero sí
derrumbaba las altas esperanzas que esos últimos meses me habían generado.
-Tiene una
malformación. Como es de los tegumentos, no pudimos detectarla con las
ecografías, tal vez incluso se desarrolló en las últimas semanas a causa de
algo que desconocemos.
Quise entender lo
que el médico me explicaba, pero no logré hacerlo. Me tomó del brazo y me llevó
hasta la habitación de al lado, donde estaba mi hijo. Entramos. Él dormía en
una incubadora portátil. Me acerqué, y vi que el bebé carecía de piel. Era un
cuerpecito puro músculos y tendones, incluso se veían los huesos más
superficiales. No me tapé la cara ni lloré.
-¿Cuánto tiempo lo
tendrán en la incubadora?- pregunté sin dejar de mirar a esa criatura tan
indefensa que era mi hijo.
Esperaba que me
dijeran el tiempo en que se generaría la piel, pero yo ya sabía la respuesta.
-Hasta que muera- me contesté a mí mismo, en
voz alta, ante la mirada perturbada del médico, que tal vez no había visto un
caso parecido en toda su vida.
Entonces supe en ese momento, con total
certeza, que ya no me quedaría sentado, esperando. No sería desde ahora un
servidor de las máquinas, sino alguien de no menor coraje que aquellos cientos
que aguardaban en fila ante las puertas. Yo también entraría con el niño en
brazos, a buscar, a interrogar, a reclamar a viva voz y fuertemente, que le
devolvieran la salud a mi hijo.
3
Creo que ese mismo día, por la noche, me internaron en el
hospital porque tuve una descompensación cardíaca. La vieja insuficiencia que
había pasado de mi abuelo a mi padre y de esta a mí, se manifestó varias veces
a lo largo de mi vida, pero hubo períodos tan largos sin síntomas que en
ocasiones no recordaba que debía tomar medicación ante ciertas situaciones.
Pero cómo iba a saber lo que sucedería con César, porque tal era el nombre que
decidimos ponerle entre Marta y yo. La causa de tal elección era obvia, César
era el primero en nacer, por lo tanto, en triunfar sobre la adversidad que
había sobrevenido. Estábamos dispuestos a que fuese mejor que nosotros, que su
inteligencia fuese capaz de cambiar las falencias del mundo. Cuando pensábamos en
esto, solos en la cama, viendo el vientre crecido de Marta, nos reíamos de
nuestra propia incredulidad, y también de esa especie de malicia escondida que
subyacía sin darnos cuenta en nuestras intenciones. Era demasiado todo aquella
responsabilidad para un niño que estaba por nacer, y demasiado para un hombre
que no sería ni más ni menos diferente a nosotros o a quienes nos rodeaban.
Entonces nos callamos en medio de la noche antes repleta de risas y esperanzas,
y deseamos silenciosamente que por lo menos naciera, y fuese sano.
Desperté en el
hospital de la ciudad, donde trabajaba el médico de Marta. Me sentía sedado y
adormecido. Aborrecía tal estado de conciencia, me sentía como expuesto a la
arbitrariedad de los otros, con una absoluta falta de control sobre mis actos y
mi vida. Pero me resigné a esperar que pasaran los efectos de la medicación.
Para la tarde, le dije al médico que quería irme.
-Pero prométame
que tomará su medicación durante toda la semana, tiene usted una insuficiencia
de válvulas que le puede traer un disgusto…
Cerré los oídos a
las palabras los médicos dicen casi sin pensar, porque ellos no le hablan a una
persona, sino a un corazón enfermo, a un hueso roto, o un estómago dispéptico.
Prometí cuidarme, me dieron el alta y regresé a casa.
Mi hijo seguía
en la incubadora, bajo el cuidado de una enfermera que contratamos. Marta
estaba en cama, sedada y controlada también por la enfermera, y nuestro médico
venía una vez al día a revisarla. Al final de la primera semana, ella ya estaba
despierta y lúcida, pero poco deseaba hablar conmigo ni con nadie. Se limitaba
a comer lo que le llevábamos a su habitación. Ni siquiera quería ir al baño, y
tuve que cambiarle las ropas y las sábanas varias veces al día.
-Marta- le decía yo,
con cariño, como si con eso fuese suficiente para hacerla reaccionar, para que
supiese que lo que aguardaba de ella era algo mejor que ese estado vegetativo
que a nadie beneficiaba. Sin duda lo sabía, y por eso continuó así.
Yo pedí licencia
en el trabajo por quince días, porque era imprescindible hacer algo con César.
Me sentaba en una silla junto a la incubadora, en medio del cuarto que había
preparado para él. Era, sin duda, un espécimen en un museo de ciencias médicas.
Y yo, por casualidad su padre, observándole detenidamente, custodiándolo, e
intentando comprender el funcionamiento de aquel cuerpo extraño puro músculos,
tendones y huesos. Se movía como una serpiente, enroscando los miembros, o por
lo menos así me parecía a ver entremezclados los músculos de sus brazos y
piernas. Cuando lloraba, los músculos de su cara y cuello se plegaban y distendían
con impulsos que al principio me resultaron grotescos. Pero con el correr de
los días, esos movimientos me parecieron los engranajes minuciosamente
controlados de una máquina, tal vez de un reloj, las máquinas quizá más exactas
inventadas por los hombres. ¿Qué más exacto podía llegar a hacerse para medir
el paso del tiempo, porque al fin de cuentas quién podía saber cuál es el real
ritmo del tiempo? Un reloj es únicamente la exactitud de una medida inventada
por el hombre, pero aún así, debía suplir la falta del real conocimiento de Dios.
Debía ser, el tiempo, un dios reemplazante, y quizá más cruel que el verdadero,
y los relojes continuas máquinas celadoras de los hombres.
El cuerpo de mi
hijo debía poseer tal exactitud. Si nadie quería enseñarme cómo funcionaba mi
cuerpo, si hasta los médicos habían olvidado la fisiología para dedicar sus
inmensas universidades para enseñar sólo protocolos tecnológicos, si las máquinas
eran lo único que nos quedaba para recuperar la salud, y éstas fallaban,
entonces ya de nada servía el profundo conocimiento que el cerebro humano había
adquirido alguna vez.
Lo que estaba en
las máquinas, era inaccesible. Por lo tanto, yo debía recurrir a mi propio
cuerpo como conocimiento.
Salí de la
habitación, bajé las escaleras y entré en la cocina. Abrí, sin pensar, los
cajones de los cubiertos. Revolví entre los cuchillos buscando el que utilizaba
para filetear pescado. Lo encontré y lo llevé conmigo de vuelta escaleras
arriba. La casa estaba en pleno mediodía, pero excepcionalmente callada, tanto
que parecía vacía. Marta durmiendo, el niño en silencio por unas horas, la
enfermera quizá adormecida junto a mi esposa.
Entré al baño y
cerré la puerta con seguro. Me miré al espejo, me toqué los huesos de la cara,
me estiré la piel del cuerpo como si fuese la primera vez que lo veía y lo
tocaba. Me desnudé del todo, explorando el sitio más adecuado, el que se me
ocurrió revelaría los entramados más parecidos al de las máquinas. Porque yo
sabía ya, con una certeza que nadie podría quitarme, que si las máquinas sabían
curar, o por lo menos lo habían sabido hasta hace poco, era porque ellas eran
como cuerpos humanos, y en su creación habían participado las felices
congruencias entre lo mecánico humano y lo mecánico fisiológico. Si yo hallaba
las similitudes, habría dado el primer paso para comprender su funcionamiento.
Y cuando supiese lo que funcionaba mal, arreglaría el mecanismo para curar a mi
hijo. Si sólo mi abuelo o mi padre hubiesen dejado textos, archivos, libretas
de apuntes por lo menos. Pero ante tanto conocimiento perdido para siempre,
allí estaba el caudal de mi propio conocimiento, encerrado en mi cuerpo a la
espera de la acción de mis manos, ansiosas de conocerse a sí mismas.
Recordando el
movimiento muscular de mi hijo, que en ese momento se me ocurrió más perfecto
que el de todos los hombres vivientes, porque su propia decrepitud lo exponía
como un modelo de lo que realmente somos, pensé en levantar mi propia piel. Si
lograba hacerlo y experimentaba con mis movimientos voluntarios algo que no
podía pedirle a César, aprendería mucho más de lo que ya había descubierto.
Antes de poner el filo del cuchillo sobre la piel de mi brazo izquierdo, pensé
en el dolor, esa debilidad humana que me impediría continuar y obtener
resultados. Regresé al pasillo, fui al cuarto de Marta. La enfermera seguí
dormida. Saqué ampollas de lidocaína de su botiquín, una jeringa y una aguja.
Me inyecté tres de ellas en el brazo, hasta que lo sentí tan adormecido que
decidí que ya no debía aguardar más.
Corté la piel de
mi antebrazo izquierdo hasta el punto exacto donde pasaban los tendones.
Contemplé la membrana fácilmente desplegable que cubre los músculos bajo la
piel. Vi, extasiado, los trayectos de los vasos sanguíneos. Moví los dedos, y
los tendones se desplazaron como cuerdas de poleas que continuaban hasta mi
codo y mi hombro. La sangre fluía, pero no importaba. Puse el brazo bajo el
chorro de agua de la canilla y volví a tocar con los dedos de la otra mano el
engranaje de mi cuerpo. Luego, me cubrí el brazo con una toalla. Volvía a
llenar la jeringa con anestésico y lo inyecté en mi vientre. Sentí que mi
corazón estaba acelerado desde varios minutos antes, y un vahído me detuvo más
de una vez, pero yo no podía dejar de hacer lo que estaba haciendo. Abrí la
piel de mi abdomen varios centímetros, metí mi mano en el tejido adiposo,
explorando, hasta palpar los músculos, más allá de los cuales estaban las vísceras.
¿Seguiría, me pregunté, hasta que el dolor me venciera? Pero no tuve tiempo de
hacerme más preguntas, mi cerebro corría en sus pensamientos y tropezaba con
sus torpezas. Me miré al espejo. Mi cara pálida, sudada, mi brazo izquierdo
colgando en colgajos de piel y los dedos fláccidos, mi mano derecha
ensangrentada como un asesino, y mi vientre abierto al medio con grasa y
sangre. Pensé en mi corazón, que no resistiría. ¿Debía explorarlo, también? ¿Pero
entonces qué sería de mi hijo, y para qué habría hecho todo eso?
Estoy seguro, sin
embargo, que no habría podio detenerme. Porque vi en el espejo que mi mano
derecha llevaba el cuchillo hacia el pecho, para buscar las causas del dolor y
de la pena, y como siempre, la búsqueda del conocimiento se encontró frustrada
por la mediocridad del miedo. No mi temor, sino el de los gritos de la
enfermera que había entrado al baño, que yo había olvidado cerrar con llave la
segunda vez. Creo que me desvanecí, finalmente, sintiendo entre sueños el
cuerpo de la mujer que me llevaba a duras penas hacia la cama, tratando de
detener las hemorragias. Era gracioso para mí en tal estado, sentir su terrible
miedo bajo la piel, sus pechos de mujer grande contra mi costado intentando
cargarme, como una matrona. Cuando logró acostarme, sentí que sus manos
temblaban, conteniendo el sangrado. Sentí un par de pinchazos en el brazo
derecho, y mientras yo me iba adormeciendo la escuché llamar al médico por
teléfono, casi a los gritos reclamando su llegada, y luego creo que la escuché
llorar.
Intento de
suicidio, calificaron a mi acto. No los culpo. El gobierno, a cuyo cargo
estaban las máquinas, irónicamente envió un psicólogo para estudiar mi caso. A
pesar de las circunstancias, no aceptaron otorgarme más días de licencia. El
resultado fue el despido. Sin trabajo, el médico que nos atendía en casa y
cuyos gastos corrían por mi cuenta, ya no podía atendernos. Con los vendajes y
la morfina aún haciendo efecto en mi organismo, acompañé el traslado de la
incubadora con mi hijo en la ambulancia hacia el único hospital público de la
ciudad, que aún sobrevivía a duras penas, con la apariencia de un museo
abandonado. Lo único beneficioso de todo esto, fue que hizo reaccionar a Marta
por primera vez luego de mucho tiempo. La mañana del traslado, la vi
levantarse, ducharse y vestirse para acompañar a su hijo. Me miró con pena por
la ventanilla de la ambulancia que se alejaba con ella y el bebé. Me despedí de
de ellos con el brazo en cabestrillo y una faja bajo la ropa. Mis ojos aún no
soportaban el brillo del sol y observaba todo rodeado de un halo de nieblas.
Entré a casa y me senté frente a la pantalla de la computadora. Busqué datos
que me hablaran más que de anatomía, fuentes que reprodujeran viejos datos
sobre enfermedades congénitas. Sabía yo que mi problema cardíaco era
hereditario casi con seguridad, y tal vez los abortos de Marta fuesen causados
por mi herencia. Los pequeños corazones de los cuatro niños anteriores debían
estar tan malformados que nunca lograron sobrevivir hasta el nacimiento. Salvo
en el caso de César, y en él la malformación se había centrado en el desarrollo
de los tegumentos. Me había dicho el médico que su segura y próxima muerte
provendría sólo de la falta de piel, porque eso podía compensarse con prótesis
sintéticas. El problema era que la falta de síntesis de los tejidos
conjuntivos, entre los cuales estaba la piel, también afectaba a otros órganos,
los ojos por ejemplo, u otros órganos vitales como los digestivos y el sistema
nervioso.
Lo único que me
quedaba, entonces, era llevar a César a una de las máquinas. No dejé de pensar
en la contradicción de mi actitud. Había dejado de confiar en ellas, me dije,
pero en realidad no era desconfianza, sino la necesidad de probar su eficacia.
Si no hubiese confiado en ellas todos esos años, y visto cómo sanaban a la
gente, no me habría preocupado por saber su funcionamiento y poder repararlas.
Nadie me había hecho caso porque ya nadie guardaba recuerdos de su mecanismo. Entonces
me sentí como un fanático religioso que arrastraría a su hijo enfermo a uno de
aquellos templos donde, antiguamente, se decía que se realizaban milagros.
Tecleé esta palabra en la computadora, y muchos significados surgieron de
repente. Qué diferencia había, me pregunté, entre confiar la salud de la
población a máquinas cuyo funcionamiento desconocíamos, y la confianza de los
fieles que recurrían a los templos milagrosos.
Esa noche Marta
regresó del hospital. Se acostó a mi lado luego de desvestirse, en completo
silencio. La vi agarrar dos pastillas de sedantes del cajón de la mesa de luz.
Se levantó para buscar agua en el baño. En una mano llevaba las dos pastillas,
con la otra agarró disimuladamente el frasco. Regresó cinco minutos después. Se
acostó, me dio un beso y se durmió dándome la espalda. Durante toda la noche,
en la semipenumbra del cuarto, fui contando su respiración cada vez más lenea,
hasta que dejé de mirarla, y el amanecer surgió como un desafío. Me levanté, me
quité las vendas exponiendo mis heridas aún no del todo cerradas. Me di un
baño, y mientras me secaba contemplé a Marta recostada plácidamente en nuestra
cama. Cómo la iba a molestar, me dije, ahora que por fin descansaba con bellos
sueños luego de tantos años. Cubrí su cuerpo levemente frío con las sábanas. Me
vestí, en esa casa solitaria, grande y solitaria, donde cada función estaba
automatizada y se cumplía irremediablemente, lo quisiésemos o no. Sólo el
cuerpo humano había dejado de funcionar correctamente, y era irreparable.
La mañana
luminosa me encontró en el auto hacia el hospital. Ya me conocían, así que subí
directamente hacia la sala de neonatos, y en la larga fila de viejas
incubadoras encontré sin dificultad la a mi hijo. Me vestí con las camisolas y
los guantes estériles. Me permitieron tomarlo en brazos. Ese cuerpecito
delicado y desnudo, doblemente desnudo, como si viese su alma en aquellos
músculos y tendones expuestos, se estremeció con mi contacto. Comencé a caminar
por los pasillos entre las incubadoras, como paseando, como meciendo a mi niño
en brazos para adormecerlo. Llegué a la puerta de la sala, en el pasillo no
había nadie. Entonces corrí y bajé las escaleras y atravesé la puerta de
entrada mientras los pocos que allí había me miraban como a un loco. Subí al
auto lo más aprisa que pude y huí. Sabía que me perseguirían, pero no por mucho
tiempo. Pronto avisarían a las autoridades, pero para cuando me encontraran ya
todo estaría hecho. Programé la ruta hacia una de las máquinas más alejadas, en
otro distrito. Nadie sospecharía que llevaría a mi hijo a las máquinas, y el
psicólogo pensaría que lo mataría, tal vez, o buscarían primero en mi casa.
En el auto, el
niño se revolvía entre mis brazos, agitado al principio, luego el tenue zumbido
del motor lo fue adormeciendo. Sus ojos parecían dos lagos oscuros en medio de
la cara formada por los círculos concéntricos de músculos rodeando las órbitas,
los pómulos y la mandíbula. Su boca se abría de vez en cuando para emitir un
llanto que no tardaba en apagarse. Las aletas de la nariz estaban ausentes, y
los huesos desnudos formaban las fosas nasales. Su cráneo era como un manto
rojo de estrías. Había escuchado decir a los médicos que debía mantenerse
siempre húmeda la superficie del cuerpo. Saqué de la guantera una botella de
agua y empapé las sábanas con las que lo había sacado del hospital. Al llegar a
la máquina, el auto se detuvo cerca de la puerta. Agarré al niño en brazos y me
ubiqué en la fila. Había, tal vez, veinte o veinticinco personas antes. Miré
hacia la cabina de comando. El encargado hacía su oficio, como yo lo había
hecho, mirando hacia la fila de tanto en tanto, pero yo sabía que pronto se
cansaría y se limitaría a observar todo
por los monitores.
Yo era uno más,
por primera vez, sin ninguna relación con el sistema de salud ni con las
máquinas. Me sentí distinto en esa fila, expuesto a los rayos del sol mientras
aguardaba impacientemente. Los demás me observaban, creo que con cierta
curiosidad. Mis ropas estaban más cuidadas que las de los demás, y sólo los
convenció de que era uno más de los suyos cuando vieron mis cicatrices.
-¿Viene a que se
las curen?- me preguntó un viejo detrás de mí.
Negué con la
cabeza, y señalé al niño en brazos. El hombre corrió un poco el paño que cubría
la cabeza de César, y retrocedió. Luego, movió la cabeza con tristeza y
resignación.
-Espero que se lo
curen- dijo, mirando después a la mujer que lo acompañaba para decirle algo al
oído. Pronto todos se dieron vuelta para observarme. Algunos preguntaban, otros
simplemente pedían con timidez ver a mi hijo. Yo sabía que todo aquel
movimiento llamaría la atención del encargado, y temía ser reconocido en algún
momento. Tal vez me hubiese visto en alguna reunión sin que yo hubiese prestado
atención.
La máquina se
alzaba como ahora como un enorme monumento antiguo en medio de la nada de aquel
campo tan alejado del resto de las ciudades. Los que esperábamos en la puerta
de entrada, no teníamos modo de ver a los que salían por el lado contrario, si
es que salían. Tampoco conocía las estadísticas ni la taza de muerte de aquel
aparato. En realidad, no sabía qué iba a hacer al entrar. Esperaba que la
máquina curara al niño, que mediante algún método para mí desconocido
regenerara su piel. Pero también sabía que con lo que había aprendido, yo
pudiese desentrañar de algún modo el desperfecto, si llegaba a producirse. Y
por sobre todo, surgió en mí la curiosidad por conocer a aquel deux ex machina que mis antepasados
habían puesto en el centro vital de las máquinas.
Llegó la tarde, y
faltaban diez personas antes de mi turno. Comenzó una llovizna aguda y
punzante. Intenté cubrir al bebé, y una mujer al final de la fila se acercó
para ofrecerme una tela impermeable.
-Gracias- dije,
pero la mujer de pronto empezó a gritar hacia las cámaras de monitoreo,
exigiendo que me hicieran entrar en el próximo turno. Le pedí que dejara de
hacerlo, pero ella siguió gritando con las manos alzadas hacia la cámara
inalcanzable. Unos segundos después se unieron otras personas de la fila, y el
movimiento se hizo llamativo e incontrolable. Si ocurría algún motín o acto de
violencia, el encargado estaba autorizado a llamar a las fuerzas de seguridad,
y la máquina se anularía automáticamente. Mi ritmo cardíaco se aceleró, y sentí
vahídos, la máquina pareció venírseme encima y ya no tenía fuerza en los
brazos. Entonces alguien me sostuvo, y me encontré directamente frente a la
puerta de entrada, que se abría para mí por primera vez. Di el paso crucial, y
el mundo desapareció de repente.
Sólo estábamos mi
hijo y yo, frente a la cinta transportada, que giraba y giraba en el vacío. Si
colocaba a César en la cinta, yo no sabría nunca lo que pasaría, así que subí con él, y me dejé transportar por largos
metros de pasillos estrechos y oscuros que nunca imaginé que podía haber dentro
de la máquina. De afuera lucían enormes, pero ahora dentro la oscuridad me daba
la ilusión de un sitio mucho mayor, como un laberinto de múltiples entradas y
salidas, pero todas clausuradas, porque la cinta iba de un lado a otro,
exponiéndonos a luces rápidas y bruscas que no dejaban ver más que espacios
vacíos y altos techos sin fin. Luego nos vimos empapados por sustancia químicas
que reconocí como azufre, fósforo, calcio y otras que no identifiqué. Sentí
aromas extraños, acres, y un olor a podredumbre comenzó a llegar desde los
costados de la cinta. Extendí un brazo para calcular la cercanía de las
paredes, pero no toqué más que aire espeso y de aroma fétido. Luego la cinta se
detuvo, y escuché un estruendo de cadenas que descendían desde el techo. Pude
verlas sobre nosotros, con ganchos capaces de sostener reces listas para
carnear. Me deshice de los ganchos, y la cinta continuó su camino. Vi, con el
parpadeo de luces fluorescentes, ruedas dentadas girando unas sobre otras en un
mecanismo parecido al de un reloj gigante, y esas poleas movían muchas más
cadenas como las que antes quería sujetarnos, pero todo esto ocurría a gran
distancia sobre nosotros, y también alrededor.
Llegamos a un
sector donde lo mecánico daba paso a una sala aparentemente computarizada,
llenas las paredes con luces y pantallas digitales donde reconocí algunos de
los parámetros que nosotros debíamos reconocer en la cabina de comando. Supuse
que habíamos llegado cerca de la puerta de salida, pero allí tenía a mi hijo en
brazos, igual a como había entrado. No sé lo que esperaba, y me sentí un iluso e
ignorante supersticioso. Pero entonces fue cuando la máquina nos llevó a lo que
después supe era su verdadero centro.
La cinta se
detuvo y me bajé. El olor a podredumbre era más evidente, tanto que comencé a
sentir náuseas. En el fondo de aquella nueva sala, de la oscuridad impenetrable
aparecieron dos manos humanas, pero de apariencia sintética. Tan perfectas, que
eran como las manos del dios más hermoso inventado por los hombres. Manos que
detrás tenían brazos y un cuerpo que sin embargo no podían verse en la
oscuridad.
Quise retroceder
pero una de las manos me retuvo del brazo herido y casi dejé caer a César. La
otra mano sujetó al niño antes de que cayera, y de pronto yo ya no lo tenía en
mis brazos. Hice el gesto de recuperarlo, pero una palma se apoyó en mi pecho y
sentí que mi corazón estaba en esa mano, ¿o era en realidad una de esas manos?
No sé cuántos
minutos pasaron, yo intentando recuperar al niño mientras tanteaba el aire a mi
alrededor, pero César ya estaba en esas manos que se lo habían llevado a la
profunda oscuridad que olía a cuerpos muertos. Y cuando finalmente presentí lo
que había en aquel trasfondo oculto de la máquina, grité y me sacudí, y dejé
que la mano mecánica del dios me desgarrase la piel, hasta sentir que mis
costillas se quebraban y mi corazón desaparecía de mi cuerpo, dejando un vacío
más cálido que el dolor, un alivio tan parecido al placer y la paz, que me dije
que eso era la muerte.
Con mis últimas
miradas, observé el infinito contenido del fondo de la máquina. Filas y filas,
columnas en incontables kilómetros de cuerpos humanos. Y todos esos cuerpos
emitían una luz extraña, una fluorescencia que era una forma de energía que
generaba pensamientos y recreaba formas humanas.
Yo había llegado
al cerebro de las máquinas, y vi que aquel cerebro había decidido y actuado en
base a lo que había observado que yo había hecho por mi hijo. Vi cómo esas manos
regresaban y colocaban al niño sobre la cinta transportadora una vez más. Un
niño que era el mismo y era diferente, porque tenía una nueva piel cubriendo su
cuerpo.
Y mientras yo desaparecía
en las circunvoluciones del gran cerebro del nuevo dios, la puerta de salida se
abrió, y un llanto vital inundó el mundo.
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