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Se alimentó de muerte durante un tiempo, porque fue eso lo
que hizo mientras duró su trabajo en el cementerio de la luna terrestre. Ahora
dejaba atrás los extensos cráteres donde los humanos que habían pagado durante
toda su vida un sitio en la luna, descansaban para siempre. La nave
transportaba a Jeremías y otros cientos de trabajadores sin empleo más allá de
la órbita terrestre. Pudo ver por el ojo de buey la fantasmagórica sombra del
planeta Tierra que hacía más de dos siglos que estaba muriendo. Y la luna era
no solamente un refugio para lo que quedaba de la población humana, sino
también un sitio donde la extravagancia también sobrevivía. Porque de cuál otra
forma podía calificarse la necesidad de construir enormes cementerios privados
en el único sitio del sistema solar donde por mucho tiempo se creyó que podían
asentarse los hombres. En el planeta había regiones inhabitables, inhóspitas por
áridas o cubiertas de hielo, continentes enteros arrasados por huracanes
continuos, y otros desaparecidos bajo el avance de los océanos.
Pensó en Europa,
de donde sus ancestros provenían, de la Europa central y del este. Los antiguos
polacos y eslavos que constituyeron las dos ramas de su familia por
generaciones, habitantes de campos labrados y ciudades donde la muerte y la
música formaban una cadena con eslabones de alegría y tristeza. Y así como
ellos habían emigrado a América, ahora ya también intoxicada de gases mortales,
donde las ciudades sobrevivientes se cubrían de domos para protegerse de la
atmósfera contaminada, él, Jeremías, ahora era una especie de paria que viajaba
de un sitio a otro, de un planeta o satélite habitable a otro, fuera o dentro,
en lo posible, de los circuitos comerciales más transitados. Pero necesitaba
pasar desapercibido porque en cada frontera le era recordada su condición de
paria, de vagabundo errante. Así como también le recordaban su raza, porque los
siglos no habían hecho más que mantener, sino incluso acrecentar, la colectiva
opinión sobre los que habían rechazado al Cristo. ¿Dónde estaba el mesías?, se
dijo él en su lugar estrecho dentro de la nave, contemplando el universo activo
por el estrecho ojo de buey. La Tierra desaparecía bajo ellos, alejándose como
un planeta muerto, mientras viajaban hacia el próximo destino: Europa.
Desde hacía
veintidós años que viajaba como un errabundo por el sistema solar. Había sido
testigo del nacimiento de colonias que se convirtieron en ciudades, otras que
murieron en el polvo o bajo el dominio del viento o las mareas. Fue excavador
en las minas de estaño en Marte durante casi cinco años, y cuando comenzó a
perder la vista, aguardaron a que se recuperase para utilizarlo en el
transporte de carbón desde las minas de Fobos hasta la Tierra. Luego de cada
visita a este planeta, salía más apesadumbrado, con el recuerdo que lo
acompañaba de los habitantes escondidos en túneles como animales, aguardando la
llegada del carbón como un elixir. Cobraba su paga en las ricas tierras de
Marte, ya convertido en un vergel, donde las mansiones de los propietarios de
las minas se alternaban con las grandes hectáreas de cultivos y ganado. Le
ofrecieron trabajar allí, y fue agricultor durante largo tiempo, y luego
arreador de un ganado híbrido que difícilmente se parecía al de la vieja Tierra.
Le daban en pago un sueldo muy bajo, una casa y la comida. La carne de aquel
ganado comenzó a alterar su sistema renal, y a punto estuvo de morir reteniendo
agua, que ya tampoco era el agua terrestre, por supuesto. Altos contenidos de
helio le daban un sabor que con mucha dificultad podía ser tolerado si no fuese
por los aromatizantes que extraían y elaboraban las naves desde la atmósfera de
Mercurio. En Marte, los hombres habían comenzado a cambiar, y Jeremías, como
muchos otros que viajaban, aún mantenía su cuerpo bajo los viejos cánones
terrestres.
Durante parte de
los últimos diez años, trabajó en una empresa de turismo que llevaba
contingentes hacia los anillos de Saturno. Condujo la nave durante incontables
viajes, recitando las características científicas de los anillos, así como los
pormenores humanos durante los largos años de investigación y expediciones. De
algún modo, se sintió un portavoz de la vieja raza humana, como en los antiguos
relatos donde un viejo judío de larga barba, leía, entre carraspeos y toses,
los verídicos hechos a veces ininteligibles de los profetas. Jeremías sabía que
los turistas lo miraban con curiosidad, desviando la vista de los asombrosos
anillos para contemplar a aquel hombre de algún modo desfasado en el tiempo.
Vestido a la vieja usanza, sin duda los hacía sentir en presencia de un mito, y
aunque no fuese deliberado, constituyó una razón más de su éxito en tal
empresa. También miraban su habilidad para dirigir la nave con una sola mano, y
lo que sembraba desconfianza era pronto dejado de lado por la voz inquieta y
sabia de Jeremías. En sus ojos había una chispa del pasado, en su barba corta
las palabras se teñían del sabor para siempre perdido de las flores fúnebres.
En los
cementerios de la luna, llevaba cuerpos en los grandes depósitos de las naves,
y aquel silencio lo apesadumbraba, porque ya no tenía sentido hablar, ni
siquiera pensar. Iba y venía desde la luna a la Tierra o cualquier otro origen
donde un humano hubiese muerto, dejando constancia de su deseo de ser enterrado
lo más cerca del planeta de su nacimiento. Aterrizaba y hacía bajar los ataúdes
por la cinta transportadora, conducidos luego por los sepultureros hacia los
valles lunares repletos de cruces, y ni una sola cruz de David en miles de
kilómetros a la redonda. Fue el único empleo en el que estaba seguro de su
estabilidad laboral hasta el fin de su vida, cuando a él también lo llevarían a
la luna, para enterrarlo en un cráter periférico, de menor valor, sin ninguna
cruz, por supuesto, y tal vez incluso sin marca alguna. Pero lo que no le fue
posible soportar por más tiempo fue el silencio de la nave durante el trayecto.
Hubo un tiempo en que el muñón de su brazo derecho comenzó a temblar,
produciéndole un escalofrío en todo el cuerpo. Finalizada la jornada, se
desnudaba en su camarote, porque la nave era su casa, y se limpiaba la
supuración de la fístula. Se preguntó por qué luego de tantos años le estaba
sucediendo esto. Lo dejó pasar por varios meses. El silencio crecía en los
viajes, porque sabía que los muertos en el depósito eran una presencia más que
una ausencia, y el silencio era algo negativo en lugar de algo neutro. Era
como, se le ocurrió pensar, si su brazo ausente estuviese siendo llamado. Y
cuando tal pensamiento comenzó a tomar tanta fuerza en su mente, supo que debía
abandonar ese trabajo, porque Jeremías estaba orgulloso de su auto consciente
equilibrio psicológico. Sabía que la mente controla al cuerpo, lo había
comprobado más de veinte años antes, cuando lo separaron de su hermano siamés.
Su familia vivía
en Santa María de los Buenos Ayres, una ciudad de Sudamérica fundada por décima
vez exactamente en el año que ellos nacieron. Había sido levantada muy hacia el
oeste de su ubicación original, a las orillas de un río ya desaparecido bajo el
mar. La ciudad estaba rodeada de tórridas regiones áridas, lejos aún de las
altas montañas desde las que llegaban con regularidad lluvias torrenciales que
inundaban las calles durante meses. Jeremías y su hermano habían nacido con un
solo torso, compartían un único corazón y tres pulmones. Su cuerpo común era
indiscernible desde los hombros, los cuales eran únicamente dos, hasta la
cintura, donde dos pelvis apenas desarrolladas los diferenciaba. Por debajo
eran dos personas diferentes, así como sus cuellos y cabezas. Muchas veces
Jeremías se preguntó cómo hicieron para soportar tal situación durante quince
años. Sus padres habían deseado separarlos desde el nacimiento, pero los
médicos les habían dicho que ni aún los grandes avances de la ciencia
quirúrgica o tecnológica lograrían que ambos hermanos sobrevivieran. Uno sin
duda iba a morir, las probabilidades de supervivencia del otro, a corto plazo,
también eran muy bajas. Su padre a veces se pasaba las noches observándolos en
la cama común, porque les costaba conciliar el sueño en la niñez. A medida que
crecían, les era más difícil la convivencia obligada. La costumbre los había
adoctrinado, los había disciplinado en las tareas cotidianas y las necesidades
fisiológicas, y de algún modo fueron felices durante largos años. Sus padres se
engañaron con el aparente sueño de felicidad, que no fue más que conformidad.
Había otras cosas en qué pensar en aquellos tiempos, en el trabajo por ejemplo,
en el clima cada vez más terrible que dominaba la joven y vieja ciudad de los
Buenos Ayres.
Fue en ese
entonces, cuando cumplieron trece años, cuando Jeremías comenzó a sentir que
algo lo asfixiaba. Se despertó durante las noches agitado, faltándole aire, y
su hermano se despertaba con él, mirándolo asustado, pero sin signos de
compartir la misma sensación.
-¿Qué pasa?- le
preguntó.
Entonces Jeremías
supo que no era un mal del cuerpo, sino de su mente. Fue así que comenzó a
diferenciar y dejar de lado lo que sus padres les habían inculcado desde
pequeños: no eran una sola persona, eran dos. Lo que él sentía y pensaba, su
hermano no lo compartía necesariamente, incluso podía sentir algo totalmente
contrario.
Luego de varios
meses, cuando la misma pregunta se repitió y el rostro de su hermano mostraba
hastío y desprecio, él afirmó sin lugar para la duda:
-Debemos
separarnos.
El otro lo miró
contemplativamente, como si en lugar de un rostro conocido estuviese viendo un
paisaje extraño, en el cual tenía temor a penetrar.
-¿Desde cuándo estás pensando en eso?
Jeremías se rió a
pesar suyo, sabía que la situación no lo ameritaba.
-Creo que lo he
estado pensando desde siempre.
-¿Y por qué no me
lo dijiste?
Odiaba esa
costumbre de responderle siempre con preguntas.
-No sé, porque
estamos acostumbrados a vivir así, porque papá y mamá así nos quieren, porque
no sabía cómo decírtelo…
Estuvieron en
silencio largo rato, ambos mirando hacia el cielorraso, apoyados su en la larga
almohada. El brazo de uno detrás de la cabeza, el del otro sobre el sexo. Las
piernas de uno dobladas, las del otro extendidas y con un leve temblor bajo las
sábanas.
-Hace frío-dijo
Jeremías, extendiendo el brazo en busca de una frazada, y obligando al otro a
desplazarse y golpeándose la cabeza en el respaldo. Jeremías pidió disculpas.
Debió haberle avisado, era esa una de las tantas reglas que habían aprendido a
respetar ambos a lo largo de los años. Se habían peleado mucho, golpeándose con
el único brazo de cada uno, pero nunca supieron al cerebro de cuál respondía
aquel brazo, y luego de unos minutos terminaban riéndose de la ridícula
coreografía de la pelea. Hasta sus padres, que llegaban corriendo para
detenerlos, eran los primeros en reírse, lo que los hacía reconciliarse.
-Si es por lo que
nos está pasando, ya nos arreglaremos, como todo…-dijo su hermano.
Jeremías sabía de
qué hablaba. La inquietud creciente originada por el sexo había hecho que ambos
se despertaran en medio de la noche viendo cómo uno u otro se sacudía
frenéticamente. Habían cruzado pocas palabras, no por vergüenza sino por íntimo
conocimiento mutuo.
-No es sólo eso,
aunque es verdad que he pensado cómo haremos cuando nos toque estar con una
mujer.
-Tal vez con dos-
dijo su hermano, con una sonrisa en la cara.-Ya le preguntaremos a papá.
Jeremías asintió.
No quiso hablar más, pero desde entonces sintió la mirada del otro durante día
y noche, y confundió cada gesto y mirada con un reproche y una interrogación
permanente.
Habló primero con
su madre, quería prevenirla. Ella lloró, dijo comprender. Al día siguiente,
padre y madre entraron en el cuarto de sus hijos.
-¿Quieren
separase?- preguntó papá.
Los hermanos
bajaron la mirada a las sábanas. Era el comienzo de la noche, y los truenos en
la cordillera resonaban tenebrosos.
-Si- respondió
Jeremías, por ambos.
Los padres se
miraron.
-Saben que no es
posible- dijo el padre.-Y saben por qué razón. La decisión está tomada, y no
hay más que hablar.
Tomó del brazo a
su mujer y comenzaron a salir de la habitación.
Jeremías se
levantó de pronto y arrastró a su hermano fuera de la cama. El otro gritó al
golpearse otra vez la cabeza, esta vez contra la mesa del velador. Jeremías se
detuvo y su padre y madre se acercaron. Su hermano había sangrado y se limpiaba
con la sábana.
-¿¡Que te he dicho
sobre las reglas?!- gritó su padre. Mamá consoló a su hermano, apoyando la
cabeza lastimada contra su pecho como si aún fuese un bebé. A pesar de que el
cuerpo era de ambos, Jeremías sintió que aquel abrazo lo excluía definitivamente.
Desde entonces
los hermanos no se hablaron. Pasaron semanas, y su hermano comenzó a quejarse
de dolor de cabeza. Él sabía que era un reproche por lo de aquella noche, así
que al principio decidió no hacerle caso, pero luego el continuo quejido se
hizo insoportable. Jeremías se preguntó hasta qué punto el odio de su hermano
era tal que lo hacía fingir de esa manera. O tal vez no fingiera, pero este
pensamiento lo inquietaba tanto, que le resultaba insoportable sostenerlo por
mucho tiempo en su mente sin que le hiciera daño.
Los llevaron a
varios hospitales, los metieron en amplias máquinas de imágenes y los
sometieron a dietas que Jeremías debió soportar sin dejar de emitir sus
continuas quejas. Los padres le reprocharon su conducta, y su hermano
permanecía en silencio. La rara vez que
lo miraba directamente, daba muestras de que sabía lo que estaba pensando, y de
lo que sucedería.
Le diagnosticaron
un hematoma en una arteria cerebral. Tal vez o quizá no fuese resultado del
golpe, no podía saberse, fue la respuesta de los médicos. Había que operarlo
para drenar el hematoma, potencialmente peligroso como causa de embolias.
Durante la cirugía, Jeremías escuchó la conversación de los médicos. Una sábana
separaba las cabezas. Oyó el sonido de la sierra trepanando el cráneo, el
sonido del monitor cardíaco con su regular ritmo. Mientras, pensaba en que
nadie había tenido tanta piedad de él como la tuvieron por su hermano. Sin
embargo, todos sabían que él también moriría si un casual émbolo se
enclaustraba en las arterias de su corazón común. El odio fue como un coágulo
que crecía y se endurecía en su pecho. Odiar a su hermano no estaba bien, pero
odiaba como quien no puede evitar sentirlo contra quien le quitaba la vida.
Un rato después,
se durmió por efecto de la anestesia. Al despertar, se sintió sacudido por
todos lados. La cama se movía, les introducían catéteres en ambos brazos. La
cabeza de su hermano era movida y él sentía el sacudimiento en su propio
cuello. Quiso preguntar qué pasaba pero tenía la lengua seca y pegada al
paladar. Volvió a dormirse.
Luego, quien sabe
cuánto tiempo después, sus padres estaba a su lado, es decir del lado su
hermano, y lloraban. La alta figura del cirujano se acercó a Jeremías, y le
preguntó:
-¿Cómo estás?
Jeremías lloró, no
de pena, sino de reconocimiento.
-Con dolor, y me
siento débil.
El médico dirigió
una mirada a los padres.
-Hay que operarlos
de inmediato, la gangrena se extiende.
Aguardaba el
consentimiento de ellos. Ambos asintieron, y en la mirada que le dieron a
Jeremías descubrió lo que era el verdadero rencor, al lado del cual, el odio
resultaba un sentimiento precario y débil.
Cuando él era sólo
él, cuando ya no fue más que uno, cuando ya no había más con quien hablar, ni
otras piernas que lo hicieran ir hacia otro lugar al que no quisiera ir, cuando
su cuerpo respondía a sus propios y únicos deseos, estaba el brazo ausente que
le recordaba todo eso. Lo positivo por lo negativo. El bullicio perdido por el
silencio. Los sentimientos exacerbados por la ausencia de todo sentimiento.
Y al ver en los
días siguientes que la mirada de sus padres se dirigía al brazo que ya no
tenía, que en realidad nunca tuvo porque era el brazo de su hermano, cuando vio
que extrañaban más al ladrón que a su víctima, pero que ellos consideraban
víctima de potencial asesino que habían criado, ya no supo cuál de sus lados
había sido el positivo y el negativo, cuál era el odio y el amor, la víctima y
el victimario. Ahora él era la culpa, potenciada por la ausencia permanente,
esa entidad que en sí misma es un todo, como la nada, irreversible,
incorruptible e insobornable. Porque la presencia anterior de su hermano no era
nada ahora comparada con su ausencia. Un brazo ausente tenía más influencia que
el mismo Dios cruel y omnisciente en el que habían creído sus ancestros.
Por eso huyó de
sus padres, de su casa y de la ciudad, todo aquello que pronto moriría. Y
comenzó al principio a errar por el mundo, y cuando ya no hubo lugar habitable,
huyó del mundo y se introdujo en el silencio más vasto del espacio exterior,
así tal vez acallaría el ruidoso silencio de su espacio interior. Y
mientras comenzaba a viajar de mundo en
mundo, no dejó de preguntarse qué sapiencia había inspirado a sus padres a
bautizar a su hijos con aquellos nombres: Ahasverus y Jeremías. Según había
sabido más tarde, el primero era el nombre que llevaba un simple escarabajo, el
segundo el profeta que había tratado de reconciliar a Dios con los antiguos
judíos, soportando la inquina de los reyes.
Era acertado aquel
bautismo, y en vistas de lo que después sucedió, él se sintió identificado,
creyendo reconciliar su pensamiento con la incongruencia de la realidad. Por eso, la primera vez que le preguntaron su
nombre al atravesar la primera frontera luego de su autoexilio, respondió:
-Jeremías.
Y la tan mentada
estabilidad psicológica de la que más tarde se jactó, fue siempre una falacia.
2
La nave atravesaba ahora la órbita de Marte. El gran planeta
se acercaba lentamente, y mirando por el ojo de buey, fue descubriendo las
zonas donde la guerra ya había comenzado. Desde hacía varios meses, el planeta
hacía honor al dios con cuyo nombre lo habían bautizado. Jeremías había
pensado, en los tiempos en que trabajaba en las granjas agrícolas, que un día estallaría la guerra por las mismas
razones que lo hicieron en la Tierra: para derribar la explotación y las
diferencias sociales. Fragmentos de noticias interferidas llegaban a sus
auriculares, mientras en las pantallas de la nave las imágenes de la guerra
eran presentadas en los noticiarios. La superficie de Marte era un árido
desierto, como lo había sido antes de la llegada de los hombres, luego de la
explosión de tres bombas de hidrógeno. Los sobrevivientes estaban ocultos en
túneles y canales, los dueños de las tierras probablemente persistían en
refugios antiatómicos de los cuales saldrían en naves de su propiedad.
Decidió dormir un
poco, faltaba mucho para la llegada a Europa. Cerró los ojos y desconectó los
auriculares. A su mente fluyeron recuerdos que parecieron convertirse en
pequeños y voraces gusanos carcomiendo el muñón de su brazo. Un cosquilleo
frecuente le daba tal sensación, y se dijo muchas veces que algo andaba más en
esa herida que no parecía querer cerrarse, aunque una cicatriz bien extensa le
aseguraba que no había nada por lo cual temer. No era casual, se dijo, que
justamente cuando dejaba su trabajo en la empresa fúnebre comenzara a tener
aquellos síntomas en el muñón. Era como si el brazo ausente supiera cuándo
había decidido retomar el largo peregrinaje sin fin determinado. Al asentarse
en alguna parte, los síntomas desaparecían, pero luego la inquietud
recomenzaba, primero como una desesperación creciente, un darse vueltas en la
cama durante toda la noche, sin dolor, sólo con una indescriptible angustia.
Después llegaba la sensación en el brazo, y él se desnudaba el torso y se
miraba la herida en busca de fístulas, de secreciones, de inflamación. Pero el
muñón le hablaba silenciosamente, con la mudez de la insensibilidad, a veces,
otras con una hiperalgesia al menor contacto.
Había creído por
un largo tiempo que su trabajo en la funeraria sería definitivo, porque aquella
sensación que siempre temía se presentase brillaba por su ausencia. Pero el
silencio de la nave de transporte con sus muertos atrás fue más fuerte que el
tiempo y su sano e irremediable paso. El último día, que ya había decidido
inconscientemente, dejó los cuerpos en la superficie de la luna terrestre. Los
empleados lo miraron con asombro, escandalizados al principio, luego temerosos,
por lo cual sacaron sus armas, y mientras lo amenazaban, llamaron a las
autoridades. Ellos no entendían por qué razón había abierto cada uno de los
ataúdes y sacado cada cuerpo, desnudándolos de la ropa con que sus familiares
los había vestido para la muerte. No fue una renuncia, por lo tanto, sino un
despido en el cual la empresa tuvo que evitar acciones legales por temor a las
demandas de los familiares. El acto de Jeremías fue ocultado mediante la lenta
y parsimoniosa reparación de los daños. Cada cuerpo fue vestido nuevamente y
puesto cada uno en su cajón. Y mientras Jeremías contemplaba este trabajo,
apresado transitoriamente en la oficina de frontera, el sol iluminaba la
Tierra, que brillaba como un astro de extraña conciencia. Mientras él sufría la
pena del exilio, su planeta brillaba en una nueva vida, como si todos los
muertos refulgiesen festejando un gran castigo. Entonces supo que se había
cumplido un nuevo ciclo, y con aquel conocimiento de pavor, que era a la vez
una sensación de seguridad a la cual aferrarse, volvió a partir. El exilio era
su norma, su destino, incluso su triste felicidad.
Más adelante,
escuchó que en la luna de Europa había crecido una gran actividad industrial.
Hizo averiguaciones entre sus amigos y ex compañeros de trabajo en las minas de
Marte. Así fe como supo que había una fábrica desocupada en aquella luna de
Júpiter. Aparentemente había quebrado y los dueños originales la habían
abandonado. Ahora estaba bajo el cuidado del gobierno, pero cerrada, en espera
de venderla o alquilarla a quien quisiera ponerla en funcionamiento. Jeremías
se dijo que era una oportunidad diferente. Nunca había iniciado un
emprendimiento como ese, y nada perdería con intentarlo. ¿Qué fabricaría?, eso
lo vería después, según las máquinas e instalaciones que quedaran en el
recinto. La pantalla anunció la cercanía de Júpiter. Sintió que la nave
comenzaba a sufrir los efectos de la inmensa gravitación del planeta. Ninguna
nave podría acercarse demasiado sin el riesgo de ser atrapada por la atmósfera
para estrellarse en la superficie no habitable del planeta.
Europa, leyó en
los anuncios de arribo. Qué curioso, se dijo en voz muy baja. Era como regresar
a los orígenes de su familia. Si bien la Europa a la que él estaba por ingresar
era otra muy diferente a aquella de donde sus ancestros se habían exiliado, la
similitud de los nombres no resultaba casual, sino que alguna deliberada
influencia debía haber existido para que él tomara ese camino. Desde la muerte
de su hermano, más aún en particular desde aquella noche en que hablaron por
primera vez seriamente de su separación, sabía que todo lo que había hecho o hiciera
desde entonces era algo que no podría evitar. Más que un destino propiamente
dicho, lo suyo era consecuencia de una fatalidad que había tomado las
dimensiones adecuadas a su culpa. Su antigua raza así lo evidenciaba, así
estaba en sus cánticos llenos de pena y sufrimiento, pero cuya tristeza se
convertía en gozo por el solo hecho de ser, precisamente, sufrimiento. La
oportunidad del dolor debía ser agradecida a Dios.
La nave comenzó a
gravitar alrededor del satélite. El descenso fue trabajoso y accidentado.
Jeremías vio que las nubes se dispersaban, y en la superficie clara y lisa como
un mar, se alzaban rascacielos. Parecía como la antigua Nueva York, pero diez
veces más extensa, y más allá de la cual se extendían otras tantas ciudades parecidas.
Cuando aterrizaron, los pasajeros fueron descendiendo uno a uno, pasando
primero por las cámaras de descompresión. Debían abastecerse de oxigeno, si
bien la superficie había sido adaptada a un porcentaje ya totalmente apto para
los humanos. Al salir de las cámaras, Jeremías se vio en tierra frente a la
ciudad más grande en la que alguna vez hubiese estado. La Tierra estaba en
ruinas, y los campos de Marte antes de la reciente guerra, eran simplemente campos
enormes donde la humanidad parecía haber pretendido imitar y duplicar las
dimensiones y la pavorosa inmensidad y altura de las grandes y viejas ciudades
de la Europa original. Tras las barreras del aeropuerto, comenzaban los grandes
edificios, alzados con formas diversas uno junto al otro, sin calles
intermedias, sólo puentes entre cada uno, mientras pequeños aviones
individuales sobrevolaban la ciudad de una terraza a otra entre las nubes. A
medida que se adentraba sobre una cinta
transportadora que los condujo a él y a su escaso equipaje hacia el hotel, vio
que en una zona clara junto al mar, seco y límpido más allá de la ciudad, había
algo parecido al viejo puente de Londres. El hotel al que lo llevaron tenía el
nombre de la ciudad: Nueva Londres, pero era como si la ya destruida Nueva York
hubiese sido trasladada a Europa. En el vestíbulo del hotel, se acercó a un
mapa del satélite. Buscó la zona fabril a la que debía dirigirse. Estaba a
doscientos kilómetros de la ciudad, rodeada de otras tantas ciudades con los
nombres de Nueva Roma, Nueva Frankfurt o Nueva Paris. Se acercó al mostrador,
donde los robots iban y venían encargándose de los huéspedes y sus equipajes.
-¿Cuánto tiempo se
quedará, señor?- le preguntó uno tras el mostrador, obsequioso y sonriente en
su espléndida dentadura de acero.
-Una noche. ¿Cómo
puedo trasladarme a la zona fabril número 15?
-Un coche lo
trasladará a la hora que disponga usted, señor.
-Entonces mañana a
las siete de la mañana.
-Su
identificación, señor, si es tan amable.
Jeremías apoyó su
pulgar izquierdo, y un nombre que no quiso leer apareció en la pantalla del
registro. Desvió la vista hacia el empleado, éste sonreía.
-Que pase una
agradable estadía, señor.
Otro robot agarró
su único equipaje y esperó a que lo siguiera hacia los elevadores. Subieron
doscientos treinta pisos hasta su habitación. Cuando estuvo solo, se acercó a
la ventana. Entre las nubes que se dispersaban y volvían a formarse, vio los
edificios a su alrededor, más allá de los cuales, entre un pequeño resquicio
entre ellos, vio el mar que no era un mar, sino una superficie clara con
grandes perforaciones que llegaban hasta los océanos bajo la superficie del
planeta. Mucho más lejos estaba la fábrica. Desde la luna terrestre había
tramitado todo lo concerniente a la propiedad de aquel recinto abandonado. El
gobierno de Europa se la cedió a cambio de un alquiler irrisorio para aquellos
tiempos. No debía tener muchas perspectivas favorables de progreso.
La mañana
siguiente despertó con el retumbante sonido de la voz mecánica del chofer del
auto que lo llevaría a la fábrica. Abrió los ojos y vio la cara del conserje
del hotel junto a la cama.
-Señor, es la
sexta llamada del chofer, son las siete horas y dos minutos.
La mano del robot
lo tocó con afecto en el hombro derecho. Jeremías se levantó y dijo algo entre
dientes. El conserje esperó mientras él se duchaba y se vestía.
-Dígale al chofer
que en cinco minutos bajo.
El conserje salió
y Jeremías se miró al espejo. La barba crecida de ya quince días, los ojos
cansados, el pelo largo, la ropa del trabajo anterior que se había quedado
porque no tenía nada más cómodo para viajar. Su aspecto contrastaba enormemente
con la pulcritud de los robots en la ciudad de Nueva Londres. Pero se dijo que tenía
el mejor aspecto para un futuro fabricante en las afueras de la ciudad. Pocos
minutos después dejaba el hotel, y el auto tomaba la ruta ancha que hacía
desaparecer los altos edificios y se adentraba en el mar calmo de arena y
piedra, entre las torres de perforaciones. El cielo de Europa era azul turquesa
en lo más alto, con tonalidades rojizas hacia el horizonte. El sol era débil,
por eso el frío arreciaba en cualquier parte del satélite. El viento era
notable en esta región solitaria y amplia. Oía el zumbido del viento fuera del
auto, azotándolo, pero el chofer mecánico era hábil y mantenía firme el rumbo.
Pasaron dos horas, y a pesar de que podrían haber llegado mucho antes, el auto
iba lentamente. Jeremías tuvo tiempo para pensar en su futuro, sentado en el
asiento posterior, con su valija al lado, viendo pasar el paisaje lunar por las
ventanillas, sabiendo, sin sentirlo, que el viento azotaba las torres que
extraían agua, arrastraba la arena al ras del suelo, y a todo elemento que se
atreviese a asomarse por aquellos parajes. Se preguntó como serían las
condiciones en la región fabril, pero apenas tuvo tiempo de imaginarlo cuando
ya llegaban a una gran entrada con altos muros a los costados. El arco de
entrada le hizo acordar al Arco de Triunfo de París, según lo había visto en
viejas fotos. Le pareció exagerado, hasta que pensó en la importancia de
aquella zona para el progreso de Europa y varios otros satélites de Júpiter,
porque poco a poco había esa zona había ido convirtiéndose en una productora a gran
escala, que exportaba sus mercancías al exterior, siendo fuente de cada vez más
importantes ingresos económicos. Tal vez, se dijo, su fábrica tuviese futuro, y
ya no necesitara volver a partir.
El auto pasó bajo
el arco luego de detenerse para que los detectores lo registraran. El camino
continuó por media hora más, pero a los costados de la ruta las inmensas
fábricas se levantaban como monasterios cerrados, o cubos sin ventanas, casi
montañas geométricas sin vida ni sosiego frente al viento. El coche se detuvo y
el chofer anunció el fin del viaje. Jeremías pagó lo debido, y descendió.
Mientras el auto se marchaba, se vio solo en medio de la ruta, entre las
sombras de grandes edificios silenciosos. Consultó los registros en busca de la
localización exacta de su fábrica. Calculó las coordenadas, miró alrededor si
había indicaciones de nombres o distancias. A cien metros debía estar el
edificio. Comenzó a caminar, protegido del viento por las paredes casi
ininterrumpidas de las viejas fábricas. Una tras otra, de diferentes alturas y
largos, eran como una maraña de cubos dispuestos en fila. ¿Por qué no había
nadie para guiarlo, se preguntó, dónde estaban los trabajadores, dónde los
encargados de manejar a los robots? Era muy temprano todavía, y el horario de
trabajo finalizaría recién cuando cesara la luz del día. Finalmente, encontró
su fábrica. Era una mole de ladrillo, por lo menos de un material que imitaba
de manera eficaz los viejos ladrillos. El arquitecto, o quien fuese que la
había construido, le había dado el aspecto de una de las viejas fábricas del
siglo veinte en la Tierra. Si bien su forma cuadrada era común a las demás,
tenía una serie de techos a dos aguas y chimeneas que probablemente sirvieran
únicamente de adorno. A lo largo de las altas paredes vio filas de ventanas con
rejas. El color rojo la diferenciaba mucho del resto, la ensombrecía a la vez
que la particularizaba, creando una sensación de extrañeza, de cierto misterio
que invitaba a preguntarse qué se fabricaba allí dentro. Él había preguntado,
antes de adquirirla, cuál había sido la producción antes del cierre, pero todos
esquivaron la pregunta diciendo que hacía años estaba cerrada. Era una de las
primeras fábricas abiertas en Europa, cuando toda esa región era solamente un
desierto azotado por el viento.
Buscó la puerta
de entrada, la halló del otro lado, dando la espalda a la carretera. La puerta
era de hierro forjado, de dos paneles. A los costados de la puerta y sobre
ellas, un alero con sus columnas de hierro daban una sombra espesa y viscosa.
Había una inscripción que no alcanzó a leer por la oscuridad sobre la puerta.
Eran iniciales, o una leyenda en latín, probablemente. Los dueños originales
debieron ser los primeros colonos, se dijo Jeremías. Aquella atmósfera le
resultaba familiar, acogedora a la vez que acongojante. Desde hacía años se
había propuesto como norma huir de todo lo que le resultara familiar o
protector, porque sabía que todo ello escondía en sus entrañas armas más
peligrosas que las de cualquier enemigo. No quería sentirse a salvo, él no era
merecedor de eso, y sin embargo había ido a parar a un sitio con todas esas
características.
Bajó el picaporte
y entró, la puerta estaba sin llaves. Dentro, la oscuridad fue más oscura que
la total ceguera. Había un olor a humedad y fermentos, un olor acre que siempre
le traía recuerdos de la sangre y los medicamentos el día de la operación.
Buscó, tanteando en la penumbra densa, la proximidad de las paredes y algún
interruptor. Pero antes de llegar a la más próxima, las luces altas se
encendieron con el chasquido típico de la palanca de electricidad. Alguien
habitaba la fábrica, y al escucharlo entrar había encendido las luces.
-¡¿Hay alguien acá?!-
preguntó alzando la voz.
Unos pasos se
acercaron desde el fondo, tras un tabique. La sala era enorme, y mientras la
figura del hombre cuyos pasos se acercaban iba haciéndose más nítida, Jeremías
contempló la altura del edificio, los techos oscuros que casi no podían verse,
y un balcón sin solución de continuidad al que se llegaba por una angosta
escalera sobre la pared a su derecha. La sala estaba completamente vacía, pero
en las oficinas a las que se accedía por el balcón periférico había luces y
muebles con puertas abiertas. Tras el tabique al fondo de la sala, parecía
haber una habitación precaria, telas y ropas se hacían ver por los costados. El
hombre que salió de atrás, era gordo, pero a medida que se acercaba a Jeremías,
su figura aumentaba de tamaño, y de la gordura aparente pasó a una obesidad
mórbida. Sin embargo, se desplazaba sin dificultad, y sus pasos eran
armoniosos, de sonidos finos. Cuando estuvo a pocos metros de Jeremías, se
detuvo y extendió una mano. Estaba vestido con un mameluco gris, algo sucio con
manchas marrones, y Jeremías pensó en el color cobalto de la sangre seca y del
agua oxigenada con que se intenta inútilmente limpiarla. La obesidad del hombre
era excesiva, pero el mameluco parecía medido a las formas de su cuerpo, del
cierre frontal sobre el pecho sobresalían matas de vello oscuro, de igual color
que la barba y el pelo largo y descuidado.
-Buenos días,
señor- dijo el hombre.
-Buenos días-
contestó Jeremías, sin contestar al ofrecimiento de estrechar la mano.- ¿Qué
hace usted aquí?
-Vivo acá…
-Pero esta fábrica
es mía, yo la alquilé hace unos días al gobierno…
El hombre cambió
su expresión inerte por una falsa obsequiosidad. Lo que antes era muerte en sus
ojos negros, ahora era un brillo infantil como creado por maquilladores
teatrales.
-Sepa disculpar,
pero no tengo donde vivir, así que encontré la fábrica desocupada, y me instalé
hace varios años. Es como mi casa…
-Entonces sabe que
deberá recoger sus cosas y marcharse…
-Si es
imprescindible…
-¿Y cómo ha
sobrevivido?- preguntó Jeremías.
-Bueno, me he
dedicado al comercio…, usted comprenderá, en cierto modo clandestino, desde mis
oficinas… -dijo echando una mirada que intentaba producir una deliberada
sospecha, hacia las oficinas superiores.
Jeremías no pudo
evitar reírse, y el hombre comprendió que su artimaña esta surtiendo efecto: se
ganaba el afecto de aquel extraño. Y Jeremías, dándose cuenta de todo esto, y
sin poder evitarlo, se dejó llevar.
-¿Qué clase de
comercio?
-Bueno, uno muy
requerido por estos lugares, hay muchas parejas sin hijos, usted sabe, por
efecto de las radiaciones por las guerras recientes. Yo me encargo de buscar
niños para esas parejas, niños abandonados en diversos planetas y sus lunas. O
gente que ya no puede cuidarlos o simplemente nos los quiere.
-Debe tener muchos
contactos, y complejos medios de comunicación, si lo hace desde estas…oficinas.
-Por ahora, es la
única sede de mi trabajo, donde voy están mis oficinas, soy mi propio jefe y mi
propio lugar físico de trabajo.
Jeremías lo miró,
pensando en las diversas connotaciones de lo que el hombre había dicho y
querido decir.
-¿Cuál es su
nombre?- preguntó.
-Gregorio Ansaldi.
-¿Y siempre se ha
dedicado al comercio?
Gregorio comenzó a
reír, sus dientes eran amarillos y un aliento horrible salió de su boca.
-He hecho de todo,
señor Ahasverus.
Jeremías no pudo
moverse por unos segundos, sabía que su tez había empalidecido y su frente
transpiraba. Inspiró profundo, y dijo:
-Ese no es mi
nombre…
-Pero, señor, usted
me acaba de decir…
-Yo no le he dicho
nada.
No podía preguntar
de dónde lo había sacado, porque habría sido como reconocerlo.
-Me llamo Jeremías
Gottlieb.
-Como guste,
señor.
La impertinencia
de aquel sujeto lo irritaba, pero no era capaz de revelarse, y no sabía por qué
razón.
-¿Podré quedarme
en la fábrica, señor Gottlieb? Puedo ser su asistente, ayudarlo en lo que sea.
¿Qué planea fabricar?
-Todavía no tengo
nada pensado. ¿Sabe usted a qué se dedicaba este lugar antes de cerrar? Tal vez
la vieja maquinaria aún me sirva.
-Todas las máquinas
viejas están arrumbadas detrás de ese tabique, yo duermo entre la maquinaria.
Los dueños originales eran franceses, y habían diseñado una línea de juguetes
que tuvo mucha relevancia el siglo pasado. Pero ahora ya no hay demanda para
esa clase de productos… Salvo…
-Sé a lo que se
refiere, señor Ansaldi, entre usted y yo podemos hacer que haya demanda. Usted
con los niños, yo con los juguetes.
Gregorio llenó su
rostro con una sonrisa que Jeremías nunca había visto en alguien en toda su
vida. No era extraña, no era simple, no era hermosa ni diabólica. Era una
sonrisa que denotaba conocimiento, una sonrisa intelectual en la que se
verificaba una insobornable paciencia y una comprensión a toda prueba. Una
sonrisa eminentemente humana, sin particularizaciones, suma de todas las
sonrisas humanas que hubiesen existido alguna vez. Y se preguntó cuántos años
tenía ese hombre, y cuántos hombres, mujeres y niños habían sido incorporados a
su cuerpo para poseer tal conocimiento espontáneo del alma humana. Porque no
existía otra forma de explicar su expresión cuando lo llamó con ese nombre que
él prefería no nombrar.
3
Días más tarde, cuando ambos estaban parados frente a la
puerta de la fábrica, luego de que los hombres que Jeremías había contratado
habían limpiado la puerta y el marco que la rodeaba, leyeron lo que estaba
escrito sobre el arco en letras de caracteres góticos, y en un latín meramente
eclesiástico: Redemptor Hominis.
Sentía, aún sin mirarlo, la vista de Gregorio sobre él, contemplándolo como se
observa a un fenómeno. En ese instante se sintió como debieron sentirse todos
sus ancestros judíos ante los prejuicios de la gente común: los cuernos, el
olor, la nariz prominente, y la avariciosa desconfianza que su raza pregonaba a
los cuatro vientos. Pero Jeremías era una ateo en ese sentido, e iba a dejarse
llevar por la ira, por eso mantuvo un cauteloso silencio.
Gregorio, sin
embargo, no parecía dispuesto a dejar pasar la ocasión, aunque sur argumentos
serían más lacerantes por más profundos.
-Comprendo cómo
debe sentirse, señor Gottlieb, ante esta leyenda…
Jeremías lo miró
con tranquilidad.
-Ni me va ni me viene, soy un libre
pensador…-dijo él, impasible ante la sonrisa cáustica del otro. Decidió
involucrarse en el tema, y de esa manera demostrar la seguridad en sí mismo.
-¿Qué sabe usted
de los dueños originales?
-Como ha podido apreciar,
eran católicos fervientes. Redentor del hombre- pronunció como una recitación,
con las manos a la espalda y la vista clavada en la leyenda sobre la puerta.
-¿Va a hacerla borrar?
-¿Por qué? Ya le
dije que no soy un fanático, además, siempre me han gustado los edificios
antiguos y sus peculiares ornamentaciones.
Gregorio se rió
estridentemente esta vez. Jeremías lo miró con ofuscación.
-¿Qué es tan
gracioso?
-Perdón, señor
Gottlieb…- contestó, mientras se tapaba el rostro con una mano.
Comenzaba a odiar
aquella falsa obsequiosidad, que no rimaba con el aspecto hosco y obeso de ese
cuerpo, porque todo en él se insinuaba falso, como un disfraz de fáciles
cambios.
-Lo que quiero
decir, es que no creí que usted toleraría esa leyenda en su propia casa. Usted,
amigo mío, que ha tenido la valentía de extirpar su propio brazo derecho.
Ahí estaba el quid
de la cuestión, Gregorio había puesto el dedo en la llaga que seguramente había
visto apenas él hubo llegado. Esta vez fue él quien se rió.
-Ansaldi, nunca he
tenido un brazo derecho.- Y cuando creyó haber ganado esa partida, el otro lo
miró con una detestable piedad, porque recién ahora Jeremías se daba cuenta de
que todo lo que Ansaldi decía tenía más de un sentido, y así como sabía que su
brazo derecho había sido amputado no por accidente, también debía saber todo
sobre él y su hermano. Lo del nombre ya no era pura casualidad, si es que así alguna
vez lo había considerado durante aquellos días. Decidió alejarse del otro,
mientras decidía cómo echarlo de la fábrica.
Entró solo al
edificio, donde los hombres que había contratado terminaban de sacar las
máquinas del depósito, otros de limpiar los pisos y los techos. Las paredes
habían sido refaccionadas, las luces brillaban, iluminando el gran espacio
donde las viejas máquinas aún permanecían empolvadas e inútiles. Al día
siguiente llegarían los técnicos para ponerlas a funcionar. Gregorio se había
ofrecido a hacerlo, pero no confiaba en que si aceptaba su ofrecimiento luego
le exigiera favores a cambio. Ya era demasiado dejarlo vivir en la fábrica,
cuando todo intento de saber sobre el trabajo que realizaba había resultado
infructuoso.
Sintió los pasos
de Ansaldi, cuando comenzó a subir las escaleras hacia el sector de oficinas.
-¿Adónde va, señor
Gottlieb?
-A revisar esas
oficinas, señor Ansaldi, ya es tiempo de ver qué sirve y qué no.
- Ahí están mis
cosas, señor, las cosas de mi trabajo.
-Hasta ahora no me
ha dicho cuáles son, así que yo mismo iré a ver.
Continuó subiendo,
y escuchó los pasos de Gregorio en los escalones, su respiración pesada y
maloliente. Luego sintió su mano sobre su hombro derecho. Una puntada de dolor
lo hizo detenerse y sentarse en un escalón, pero la mano no había hecho más que
apoyarse. Los hombres se habían dado vuelta a mirar, por lo menos eso lo hizo
sentirse seguro de que Ansaldi no haría nada para atacarlo. El silencio que
Gregorio mantuvo mientras cedía su dolor, era lo que necesitaba para asegurase
de eso.
-Ya que insiste,
yo mismo le mostraré todo lo que quiera, pero espere a que los hombres se
vayan.
-No, Ansaldi, ellos
son mi garantía en estos momentos. No sé qué me hizo en el hombro, pero no
confío ya en usted.
Ansaldi se rió.
-El dolor se lo
provocó usted mismo, señor Gottlieb, hace muchos años, cuando se extirpó su
lado derecho. ¿Recuerda las sagradas escrituras? El redentor del hombre subió
al cielo, y está sentado a la derecha de Dios.
-No me venga con
falsedades, usted es tan católico como yo…
-Es verdad, pero
no tan culpable como usted. El cuerpo sabe de esas cosas, las cicatrices, los
dolores, la culpa toma formas orgánicas, y su peregrinaje, señor Gottlieb, no
acabará nunca, salvo…
-¿Salvo qué?
-Esta fábrica puede
ser la redención de su alma eterna.
Se levantaron y
continuaron subiendo hasta el balcón periférico que conducía a las oficinas.
Había subido una sola vez en esos días,
para contemplar la extensión de la fábrica. Lo había impresionado la altura y
las dimensiones del lugar. No había intentado trasponer las puertas, pero ahora
veía que todas estaban iluminadas desde adentro, y la luz no llegaba hasta el
centro de la fábrica. Era una iluminación intensa pero no brillante, que
atravesaba las puertas de vidrio y las cortinas que apenas la contenían, y sin
embargo ocultaban eficazmente el interior.
Ansaldi caminaba a
su lado, el izquierdo, del lado de la baranda, él recorría el pasillo con su
muñón rozando las paredes y las puertas. Cuando pasaron tres, dijo:
-Ya es suficiente,
entremos a cualquiera, quiero ir viendo de qué otras cosa dispongo para poner
en funcionamiento la fábrica.
-Le dije que son
mías, señor Gottlieb, no para su utilidad.
-Debió pensarlo
antes de invadir este lugar ajeno, Ansaldi. Ahora todo lo que hay dentro es
mío, la ley está de mi parte.
-¿Incluso las almas de los niños, señor Gottlieb?
-¿De qué habla?
Gregorio abrió la
puerta más próxima con una de tantas llaves que contenía el manojo que siempre
llevaba encima. Entraron y la luz ya no era tan intensa. Provenía de varios
frascos o recipientes colocados prolijamente sobre incontables estantes a lo
largo y alto de las paredes, y sobre varias mesas en el centro. Era una luz
verde y amarilla, como producida no por electricidad sino por una fuente de
energía propia, ¿tal vez biológica?, se le ocurrió, de pronto. Entonces
Jeremías se acercó a los frascos, y vio que dentro de cada uno de ellos había
un feto humano en diferentes estados de desarrollo. Pedazos de cuerpo humanos
más pequeños que un dedo, otros casi completamente desarrollados, como recién
nacidos.
-Pero usted me
dijo que comerciaba con niños…
-¿Y qué cree que
son estos, señor Gottllieb?
-Son no nacidos,
abortados.
-Ciertamente. Mi
verdadero comercio no es el de conseguir niños en adopción, sino en recoger las
almas de los que nadie quiere. ¿Cuántos calcula que hay acá, cien, tal vez
doscientos? Multiplique esta cifra por todas las oficinas de esta vieja
fábrica. Cuantos niños abandonados, ¿no es cierto? Los niños perdidos o los que
han nacido muertos, gritando en el espacio, sin lugar donde descansar. Esos gritos
perturban a los padres que los han perdido. Destruyen las vidas de los que los
concibieron, y torturan a los que se deshicieron de ellos. Son almas en pena,
señor Gottlieb, usted debe saber lo que ellos sienten. Han sido dejados de
lado, y se creen culpables. De algún modo lo son, si no han nacido. Tal vez las
culpas de la humanidad requieren su paga en los seres inocentes, ya que esa es
su verdadera recompensa. De qué sirve a Dios tomar en castigo un alma que nunca
se arrepentirá del todo de sus actos, almas corruptas que no pueden reparase.
Pero las almas de los no nacidos son el verdadero tesoro, la fuente de máximo
potencial.
-¿De qué?
-De amor o de odio,
de máximo desenfreno o sublime beatitud. Las circunstancias del universo, si
así quiere llamarlo, está en la utilización de ese potencial. La paz o las
batallas, la destrucción o la construcción de seráficos edenes.
-¿Y usted,
Ansaldi, qué gana con todo esto?
-Primero, la
supervivencia. Así como me ve, tengo más años de los que podría usted
adjudicarme. He sobrevivido a tanto y a tantas formas de mí mismo. Pero lo
principal es poseer el potencial de estas almas. No sé si las oye… yo sí puedo
hacerlo. Ellas gritan y reclaman la libertad, pero allá afuera sufrirían más en
el caos del que las rescaté.
Entonces Jeremías
comenzó a buscar en los frascos algo que no podía precisar.
-Está buscando en
el lugar equivocado…
Jeremías miró a
Ansaldi, y en su rostro contempló su propia angustia.
-Él no está aquí,
sino que vaga todavía en alguna parte. Usted, amigo mío, puede traerlo y
pedirle perdón. Hacerlo descansar en estos pequeños mares plácidos de formol.
Jeremías vio cómo
el nombre que había adoptado se deshacía en pedazos en su alma, y el dolor en
el hombro era tan punzante y exquisito como un bisturí.
-¿Cómo?- preguntó.
- La fábrica,
querido Ahasverus.
Entonces Gregorio
Ansaldi lo abrazó con su enorme cuerpo, cuyos brazos lo rodearon como si no
fuese un hombre sino miles. Se sintió recibido por primera vez en casi veinte
años, y el calor del cuerpo de Ansaldi era más consolador que grotesco, más venturoso
que irritante, pero también irreversible. No había manera de soltarse.
Diez días después,
la fábrica estaba funcionando como una sociedad comercial bajo el nombre de
“Ahasverus Gottlieb y asociado”. Habían encontrado los planos de los juguetes
que la vieja fábrica había producido. Estaban firmados por un arquitecto y
diseñador del siglo veinte, que según decían, se había suicidado en el mar. Una
historia muy romántica que sin duda había sido aprovechada comercialmente en
los tiempos prósperos de la fábrica, cuando la Tierra estaba en plena crisis
nuclear, y escaseaban los juguetes para los niños que nacían en el exilio.
Ahora, el sonido de las máquinas había vuelto a ocupar el espacio de aquel
edificio, las paredes parecían adorar aquel sonido, y los pocos operarios que
aún sabían como hacerlas funcionar, parecían regocijados del nuevo esplendor.
Entre Gregorio y él habían revuelto los viejos papeles con los planos,
decidiendo qué diseños serían los más apropiados para esa época. Llegaron a la
conclusión que dedicar la producción a aquellos productos llevaría a la fábrica
otra vez al cierre, pero de un curioso modo, tal hecho no era demasiado
importante. Para Ahasverus, que ya no negó su nombre, la fábrica constituía una
forma de encontrar la redención, y por eso buscó entre los diseños alguno que
le recordara su infancia. Su hermano y él no habían tenido casi juguetes con
los cuales entretenerse, salvo los tecnológicos. Sus padres conservaban
antiguos muñecos de felpa o porcelana, reproducciones de los viejos vehículos a
motor del siglo veinte o de vagones de los trenes a vapor. Ambos los habían
tenido entre sus manos, atemorizados por aquellas curiosidades antiguas que no
entendían del todo para qué servían. Fácilmente se quebraban, y carecían de
todo colorido y movimiento propios.
-Usábamos la
imaginación para jugar con ellos- les había dicho el padre. Los hermanos se
miraron y compartieron su desentendimiento. Luego, el padre les sacó los
juguetes de las manos y se los llevó consigo, devolviéndolos al baúl de donde
los había sacado.
Ahasverus ahora
recordaba este episodio, redescubriendo connotaciones que se le habían pasado
por alto cuando era un niño. Como la mirada del padre mientras tuvo los
juguetes en sus manos, y que parecía retroceder el tiempo y llenarlo de
múltiples posibilidades que él se daba cuenta que jamás podría imaginar.
Entonces vio, casi en el fondo de la caja de diseños, un plano con las
instrucciones de construcción de una calesita. Sabía de lo que se trataba, había
visto algunas de ellas en películas de ficción o en documentales. Con la mirada
puesta en el plano, notó que Gregorio también lo observaba con atención.
-Has estado en una
de ellas, ¿no es cierto?
El otro sonrió.
-El término no es
el correcto, sino paseado en una de ellas, y en muchas, hace mucho tiempo.
No iba a
adentrarse en los escabrosos recuerdos de Ansaldi. Ahasverus no sabía quién
era, pero tenía idea de qué era, y como no estaba en condiciones de mostrarse
exigente, nunca inquirió sobre ese tema. El que el otro supiera lo que estaba
en su alma, lo había aliviado, ciertamente, pero no quitaba de su pasado aquel
peso que arrastraba desde hacía tantos años: el cuerpo de su hermano, del cual
no había logrado desprenderse jamás. Era, se lo dijo muchas veces en sueños y
en vigilia, una cruz apoyada sobre su hombro derecho. Y las imágenes del
Cristo, al cual la fe de sus ancestros no había querido reconocer como el
Mesías, pesaban constantemente sobre ese hombro. Era trágica esa fatalidad de
los judíos, que aún en tan lejanos sitios a siglos de distancia, continuaba
siendo un estigma que ellos llevaban con orgullo, porque el dolor y el
sufrimiento constituían un regalo del Dios del Antiguo Testamento.
De pronto, tuvo
una idea reveladora.
-Quizá deberíamos
empezar con este proyecto. Pero si construimos calesitas en miniatura, los
niños de ahora no sabrán para qué sirve. Tenemos que darle la motivación para
tenerlas en su casa, serían mecánicas algunas, otras eléctricas y con elementos
digitales y virtuales. Como decía mi padre, a la imaginación hay que ayudarla.
Pero comenzaremos construyendo una a gran escala, como las tradicionales. Debe
usted ayudarme, Ansaldi, ya que es el único que las ha visto de verdad.
Gregorio miró a
los operarios, entre los cuales había un par de viejos que probablemente
también sabían de lo que se trataba. Les hizo una seña y ellos dejaron su
trabajo y se acercaron a la mesa. Uno era muy anciano, de cuerpo delgado y
ágil, tan lúcido que apenas vio las máquinas de la fábrica supo hacerlas
funcionar como si las hubiese dejado paradas sólo el día anterior. El otro
oficiaba de conserje o cuidador, ya que en ocasiones deliraba y tenía lapsos
que debían ser parte de un viejo delirium tremens, y caminó lentamente detrás
del otro, como temeroso. Ahasverus se dio cuenta que observaba a Ansaldi con
cuidado.
-Les he pedido que
se acercaran porque el señor Gottlieb quiere recrear una calesita. La idea es
hacerla funcionar como en un viejo parque de diversiones, aunque creo que
debemos promocionarla como un museo- dijo entre risas que ninguno de los otros
compartió.
-La idea- lo
interrumpió él- es hacer recrear los atractivos de las calesitas, con efectos
modernos, por supuesto, sin perder el elogio de los viejos tiempos. Y como
ustedes son experimentados fabricantes, saben de qué se trata, tengo
entendido…- terminó diciendo, con la vista en Ansaldi.
-Así es.-Señaló al
primero de los viejos y dijo: La familia de Antonio ha hecho larga carrera en
la política de la vieja Buenos Ayres, tiene una inteligencia superior y es un
prodigioso ingeniero que asesoró al arquitecto de estos planos. Y Lorenzo- dijo
acercándose al otro viejo, retraído y temeroso, palmeándole la espalda, ante
cuyo contacto pareció verse conmovido como un espectro sorprendido en plena
convalecencia- es un muy antiguo amigo y benefactor de la Florencia. ¿Hace
cuántos años que nos conocemos? Así como lo ve, señor Gottllieb, Lorenzo ha
sido uno de los más grandes compositores de ópera. Y una calesita necesita eso,
creo yo. Es un escenario a pleno, donde se confabulan, para deleite de todos,
la escenografía, el movimiento continuo, el drama y la música casi hipnótica
que Lorenzo nos hará escuchar, ¿no es cierto?
El viejo era, sin
duda, un espectro, un alma escapada de los frascos encerrados en las oficinas,
no de la clase de almas niñas o no nacidas, sino, seguramente, de aquellas que
Ansaldi había conservado para su propia supervivencia. Ahasverus se acercó al
anciano y lo miró a los ojos. Lorenzo se quedó en silencio, sin bajar la vista.
-Sería un honor
para mí que ambos colaboraran con nosotros. Tengo la certeza de que será un
completo éxito.
Fue así que desde
aquel día comenzó la construcción de la calesita en medio de la fábrica.
Volvieron a desplazar las máquinas y prepararon la plataforma. Ahasverus los
observaba trabajar todo el día con un deleite que no había observado ni en los
jóvenes con los que había trabajado en tantos y diferentes oficios. Antonio
tenía su propio equipo de carpinteros y herreros, iba y venía de la mesa sobre
la que estaban desplegados los planos de la calesita en miniatura, por lo cual hacía cálculos largos y complicados con una
facilidad que lo sorprendió.
Lorenzo, entretanto, se había dedicado a esculpir las figuras
que ocuparían la calesita, luego de elegir el material para la escenografía,
los espejos y vestuario. Por la noche, dejaba todo ese trabajo manual, y se
encerraba en una oficina para componer la música. Gregorio desaparecía durante gran
parte del día, y regresaba cerca del atardecer para evaluar el avance del
trabajo. Actuaba como un testigo indiferente, falsa actuación que no intentaba
engañar a nadie. Qué interés tenía él en todo ese proyecto, se preguntó
Ahasverus. Tal vez todo eso era obra suya, como si fuese un dios tenebroso
supervisando la creación de un espectáculo dentro de otro espectáculo mayor,
una función de títeres dentro del teatro de la vida. ¿Dónde había escuchado o
leído algo parecido? ¿Tal vez en una obra muy antigua llamada Hamlet?
Cuatro semanas más
tarde, la calesita fue finalizada. Los cuatro responsables de su construcción
se pararon alrededor para observarla. Detrás, los operarios se habían detenido
como si presenciasen un rito dentro de un templo. Y el espíritu del viejo
arquitecto estaba en el aire de la fábrica, Ahasverus podía sentir el aroma
húmedo de un lejano mar, y miró a Gregorio, cuya sonrisa era un recoveco
repleto de almas culpables y apesadumbradas. Antonio se acercó al tablero de
instrumentos y puso en funcionamiento el mecanismo. La calesita comenzó a rodar
silenciosamente, las figuras se movieron, unas subían y bajaban, otras giraban
sobre sí mismas., las luces reflejadas en los espejos provocaban una simbiosis
entre lo real y lo reflejado que en pocos segundos generó una atención
hipnótica en todos ellos. Faltaba la música, que Lorenzo no había querido
revelar sino hasta el día en que inauguraran para el público.
El día que
abrieron la calesita, era domingo. Los domingos en Europa era días curiosos.
Siendo un sitio dedicado especialmente a la producción industrial, durante los
días laborales las ciudades estaban casi desiertas en el exterior, las fábricas estaban repletas de hombres y
mujeres, y en las casas los niños aprendían sus lecciones rigurosamente. Pero
los domingos todos salían de paseo, tomados de la mano. Padre y madre por
delante, los niños detrás, como un pelotón, firmes y temerosos, viendo el
aspecto fabril de la ciudad, los edificios altos y oscuros, cerradas en esta
ocasión, como templos en donde sus padres trabajaban sirviendo a un dios
desconocido. Ahasverus se preguntó si habría alguna forma de atraerlos hacia el
nuevo espectáculo que la fábrica ofrecía, porque era la primera vez que tal
sitio estaba abierto en domingo, cubiertas las paredes exteriores con carteles
que la gente leía pero no parecía comprende del todo. Habían hecho correr la
voz durante las semanas previas, y sabían que casi todos los habitantes de la
ciudad estaban allí, frente a la fábrica, con el único objeto de ver la
calesita. Entonces Ahasverus, como el anfitrión y maestro de ceremonias de un
circo demolido, abrió las puertas e invitó a todos a pasar.
Su aspecto no
contrastaba con lo que los antiguos folletines mostraban debían ser los parques
de diversiones y circos. El estaba vestido con un frac negro, botas y galera.
En la mano izquierda un látigo, y el brazo derecho ausente, como anunciando los
fenómenos que pronto reclamarían la atención de los espectadores. Y cuando las
puertas de la fábrica se abrieron, el sonido de la música de la calesita sonó
estridente, primero con la trompetería de un día de fiesta en un palacio
imperial, luego, el sonido de un órgano de pedales fue agudizándose hasta tomar
el tono de un organillo de melodiosa armonía, cuya repetición fue haciéndose
cada vez más rápida, para luego ralentizarse y retomar otra vez el ritmo
sincopado. Eran variaciones que Lorenzo había sabiamente alternado sobre un
único tema reconocible pero continuamente renovado, como si fuese otro a cada
instante, como si una nueva nota se agregara en cualquier sitio del pentagrama,
alterando la monotonía y al mismo tiempo dando un aspecto de rito familiar a la
música. Tal vez, se dijo Ahasverus al escucharla por primera vez, era una
canción de cuna, que sin embargo no permitía adentrarse en un sueño profundo.
Vio que la gente
entraba con la mirada extasiada en el aspecto de la fábrica, pero atraída casi
exclusivamente por la calesita. Era muy grande, girando sin cesar a un ritmo ni
lento ni rápido, el suficiente para que los espejos realizaran sus efectos con
las luces, echando luminosidades hacia las caras de los espectadores, mientras
las figuras en la calesita se movían en todas direcciones, pero siempre dentro
del eje que las mantenía fijas. Había banderas de múltiples colores en el
techo, y un hombre a un costado, parado junto a ella, tenía una sortija que
sacudía con nerviosa inquietud y una risa que resaltaba por su peculiar sonido
a cuerdas frotadas. Era Lorenzo, cuya garganta parecía capaz de imitar cada
instrumento de una orquesta, y ahora sonaba como un violonchelo desafinado.
Pero nada de eso importaba, porque la gente de esa ciudad de Europa no había
visto nada igual en toda su vida, así que el espectáculo que ofrecían no
necesitaba ser una imitación del pasado, sino una recreación con elementos propios,
incluso la improvisación, incluso lo extraño.
Ahasverus pensó en
su hermano, en cuánto le habría gustado ver aquel espectáculo de luces, música
y movimiento. Entonces vio que entre los espectadores había una familia que
llegaba con niños siameses. Eran dos varones de cinco o seis años unidos por la
espalda. Los niños caminaban de costado, con los dos brazos de ese lado
señalando las figuras en la calesita, y ambas cabezas girando casi al unísono a
veces, otras chocándose por el incontenible asombro de lo inesperadamente
descubierto a sus ojos. La voz de Ahasverus se detuvo en un quejido justo en el
momento en que invitaba a varios niños a subir. El aprato se había parado y
algunos ya empezaban acomodarse dentro. Cuando los siameses pusieron lentamente
y con torpeza sus pies en el primer escalón, él intentó ayudarlos, pero era
como si nunca en su vida hubiese tratado a esa clase de niños. Los padres
sonrieron ante su ineptitud, y los alzaron directamente. El padre los dejó
donde Ahasverus le indicó. Era complicado sentarlos sobre alguna de las
figuras, así que los dejaron junto a una de las columnas, y ellos mismos se
sujetaron con sus cuatro manos, convirtiéndose en una más de las extrañas
figuras que constituían la atracción de la calesita. Se dio cuenta que temblaba
cuando se bajó y sus pies chocaron con los escalones. La gente se rio, y aquel
espectro de payaso improvisado ocultó su torpeza no deliberada y escondió su
pesadumbre, el temible aspecto de horror que había invadido sus ojos.
La calesita
entonces se puso en movimiento, y comenzó a girar con lentitud al principio. La
música sonaba como una deliciosa fuente de tranquilidad en los aires, hamacando
la psiquis de los que contemplaban el girar constante como si se tratara de las
órbitas de los planetas. La atención de todos pareció irse adormeciendo, o por
lo menos eso fue lo que Ahasverus comenzó a sentir. Los espejos hacían
resplandecer las luces en los rostros, rebotaban en los techos de la fábrica,
iba y volvían dando destellos sobre los niños. Ellos reían, y el sonido
estridente de voces excitadas y chillonas se mezclaba con la música. La velocidad de la calesita se hizo más
rápida, y los niños comenzaron a saltar en sus lugares, y los padres reían a la
vez que parecían temer por ellos. Se agarraban de las manos, se abrazaban,
preocupados y felices al mismo tiempo.
Lorenzo acercaba
la sortija a los niños, y ellos extendían las manos cuando pasaban junto a él,
pero enseguida retiraba la mano, provocándolos, desafiándolos a ser más
atrevidos. Los siameses aparecieron de pronto intentando atrapar la sortija. La
primera vez que los vio dos manos casi la agarraron, y Lorenzo, sorprendido, se
retiró rápidamente. Dos vueltas después, tres eran las manos que intentaron
agarrarla, pero Lorenzo, ya prevenido, fue más cauto. Ahasverus adivinó lo que
pasaría en la próxima vuelta, cuatro manos lo intentarían esta vez, y sería
peligroso que los siameses se soltaran. Pero el tiempo pasó, y por dos veces
los vio quietos, tristes. La velocidad de la calesita aumentó, y se preguntó si
Antonio lo había hecho adrede o algo andaba mal. Fue a averiguarlo, abriéndose
paso entre la gente, hasta el tablero de control, pero apenas se acercaba
cuando escuchó el grito de uno de los padres, y reconoció la voz. El padre de
los siameses decía algo ininteligible, y Ahasverus se dio vuelta dispuesto a
regresar a la calesita, cuya velocidad era tan alta que apenas se distinguían a
los niños, alarmados y gritando. Cuatro manos sobresalieron de la plataforma,
cuatro brazos que fueron demasiados para que alguno no fuese atrapado por la
velocidad y cayese bajo la plataforma de hierro.
Antonio ahora
lloraba junto a los controles, como un viejo cuya impotencia le era por primera
vez extraña y definitiva. Ahasverus se quedó quieto, porque su muñón derecho
había comenzado a dolerle de una forma que hacía años no había sufrido,
mientras los operarios intentaban detener la calesita. Tuvo que arrodillarse,
sujetándose el hombro con el brazo izquierdo, con lágrimas de dolor que
distorsionaban las imágenes del desastre a su alrededor.
La máquina había comenzado a detenerse, lentamente, y los
niños lastimados, histéricos, lloraban a gritos mientras saltaban del aparato
aún en movimiento. La máquina había comenzado a inclinarse, como salida de su
eje. Vio dos movimientos en el aparato, como si saltaron sobre algo interpuesto
en su camino. Algunos padres se subieron a la plataforma para sacar a sus hijos
y no se daban cuenta de que provocaban más peso sobre los siameses bajo el
piso.
Ahasverus hundió
su cara en su mano izquierda, pero luego se atrevió a mirar en el espacio
oscuro bajo la plataforma. Algo le decía que todo eso no podía ser cierto, que
no podía estar sucediendo, e intentó consolarse buscando indicios en las
imágenes nebulosas de sus ojos tras la lágrimas, en el ritmo escalofriante de
su corazón, en el vértigo al que lo habían inducido los giros y la música.
Creyó ver a Gregorio Ansaldi en el fondo de la fábrica, contemplándolo todo
como un dios sin manos, y los giros interrumpidos de la calesita continuaron en
su mente como repeticiones de ciclos en el tiempo.
Entonces corrió
abriéndose paso entre las madres que lloraban, entre los padres que gritaban y
se esforzaban por levantar el peso de la calesita. Lo vieron acostarse sobre el
piso y comenzar a arrastrarse hacia el espacio oscuro donde los siameses
todavía daban gemidos de dolor. Su cuerpo no cabía en espacio tan estrecho,
pero sí su brazo izquierdo, y fue introduciéndolo de a poco, dejando que su mano
caminara sobre el suelo como una araña. Así lo sintieron los niños, y su voz
sonó fuerte y desconsoladora. Los hombres seguían intentando levantar el
aparato con palancas, y todos vieron salir el brazo izquierdo de Ahasverus
sujetando la mano de uno de los niños, herido, tal vez muerto. Sintió golpes en
su espalda, movimientos y gritos desesperados de los padres. El niño tenía toda
la espalda desgarrada, separado definitivamente de su hermano por la mano de
hierro de la calesita.
Ahasverus introdujo
de vuelta el brazo para rescatar al
otro. Esta vez estaba cansado, y su mano ya no era una araña sino un insecto
lento y rastrero. Vio el cuerpo que no se movía, pero reconoció el brillo de
los ojos, que titilaron un par de veces, y estando así acostado en el piso duro
y sucio, recordó las noches en la cama de su niñez, cuando descubría los ojos
aún despiertos de su hermano en la oscuridad.
Pero no tuvo tiempo de nada más. Las palancas se vencieron porque los
hombres se cansaron, y la plataforma se hundió aplastando su brazo izquierdo.
Ya no sufría dolor alguno, y supo que su nombre era, ahora sí, Jeremías.
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