LA EXPLORACIÓN EN LOS RÍOS DE LA MENTE
13
Logró agarrar al viejo Roberto de un brazo, justo cuando un grupo de soldados empezaba a acercarse hasta donde estaba, aporreando sin mirar a quien porque todos eran rebeldes y enfermos, todos vagabundos viciosos que venían a América a infestar con su mugre y sus enfermedades la tierra del imponderable progreso. Maximiliano vio de lejos las cachiporras balanceándose como imaginó que mucho tiempo antes lo harían las lanzas en alguna vieja guerra, como también debían estar haciéndolo las escopetas en las guerras del actual mundo.
Hombres con armas y hombres sin armas. Así se dividía el mundo, desde siempre. Por eso vio el esqueleto enclenque del viejo Roberto, de pronto indefenso y más débil ahora que podía compararlo con gente más sana que aquella con la que había estado viviendo los últimos meses. Hombres fornidos y fuertes frente al cuerpo esmirriado del viejo. Entonces pensó que él mismo debía verse extremadamente delgado, y comprobó que sus pulmones ya no resistirían mucho más aquel ajetreo, las peleas por lograr o huir hacia algún sitio que no encontraba. Bajar del barco, tal vez, pero hacia dónde. En el puerto encontraría más soldados, y probablemente la cárcel, o quizá algo peor, la muerte en manos de alguna cachiporra mal empleada en manos de algún policía inexperto o iracundo, o de alguna bala perdida, o simplemente aplastado por la muchedumbre que amenazaba con desbordarse del barco y caer a empellones por la débil escalerilla hasta el muelle.
Pero pudo sujetarlo, primero estirándose con mucho esfuerzo, luchando contra los cuerpos que se interponían, de soldados, policías o de los mismos hombres, mujeres y niños que peleaban por embestir y huir al mismo tiempo. Escuchó gritos y órdenes de alguien que intentaba calmarlos:
-¡Deben quedarse quietos, por favor, mantengan la calma! ¡Bajen despacio, no queremos lastimar a nadie!
Muchos respondieron al mismo tiempo, pero Maximiliano no les prestó atención ni a ellos ni a las voces que desde el puerto gritaban a través de los megáfonos. Eran más de las seis de la tarde y el sol se estaba ocultando detrás de la ciudad. Pensó, en una breve analogía totalmente ajena a sus actos, que el sol chocaría y se destruiría contra la tierra, porque en su tierra natal y durante todo el largo viaje, el sol se ocultaba siempre sumergiéndose en el mar, apagándose como quien apaga una fogata echando pequeños chorros de agua, deleitándose con el humo y la fascinante lucha de los elementos. La parte inferior de la esfera del sol tocaba tierra, y en lugar de verlo reflejado en la pulida superficie del agua, transformándolo en un reflejo de lo que había sido, sin calor ni realidad, pero con la grácil ilusión de los espejos, lo veía cortado en tajadas, como un enorme horma devorada rápidamente por comensales ávidos de queso y vino.
De la otra mano sujetaba a Elsa, que a pesar de toda la fortaleza que había demostrado aquel último tiempo, ahora se dejaba llevar por cualquier leve empujón.
-¡No te sueltes, mi amor! –dijo él, sin darse cuente cómo esas palabras surgían tan espontáneamente que no había tenido tiempo de impedirles salir. Miró a su lado, un poco atrás, donde ella estaba, vio sus ojos observándolo como si fuese la única persona en ese momento. Solo, luchando con la nada como un payaso o un mimo. Empujando un viento inexistente, arrastrándola contra una marea que ella no pareció ver durante algunos segundos después de oírlo gritar aquello.
Entonces él se detuvo lo suficiente para que ella llegase a su lado y pasó su brazo izquierdo por encima de los hombros de Elsa, y continuó luego caminando con ella al lado, protegiéndola, apretándola contra cu cuerpo como si fuese un tesoro y un escudo al mismo tiempo. De la propia debilidad surgía la fuerza, y así como dos eran más que uno, supo que tampoco debía dejar a Don Roberto, que amenazaba con soltarse.
Había llegado al embudo que representaba la salida por la escalerilla de descenso. El viejo estaba agarrado a su brazo pero dos o tres personas, siempre cambiantes, le impedían acercarse más. Maximiliano temía que se cansase y se soltara, pero pronto alcanzaron el primer escalón. Se dio cuenta que el viejo estaba ya sobre el peldaño, antes que él y Elsa. Un policía trataba de impedirles bajar, pero la multitud lo había derribado y varios jóvenes lo mantenían sobre el piso y lo golpeaban. Los soldados que estaban en la cubierta intentaban con inutilidad mantenerlos en la proa. Nadie había dado orden de disparar, gracias al cielo, se dijo Maximiliano. Habría heridos por golpes, pero las autoridades de la aduano de Buenos Aires habían decidido evitar una carnicería mayor.
Don Roberto miró atrás y los vio. Maximiliano contempló con azoramiento esa mirada turbia y confundida, tan obtusa y perdida bajo el cielo nítidamente claro pero envejecido de aquel domingo sobre el puerto. El ojo izquierdo del viejo brillaba, podía asegurarlo, y entonces no pudo más que embestir con todo su peso y el de Elsa sobre los imbéciles que se metían en el medio y acercarse al viejo para rescatarlo. Porque Don Roberto Aranguren estaba siendo arrastrado hacia un lugar que no conocía y del cual tenía mucho miedo. Era una mirada que él contemplaba otra vez, pero que recién ahora reconocía, lo conmovía como un lugar que jamás creía que alguna vez iba a extrañar. La nostalgia que llegaba inesperadamente, la melancolía no deseada pero imperecedera en su diáfana certidumbre.
-¡Roberto, agárrese fuerte!
-¡Papá! –gritó Elsa, llorando, conmovida por el temblor de los brazos de Maximiliano.
Y los tres bajaron peldaño tras peldaño la endeble escalerilla que a cada paso los amenazaba con dejarlos caer al agua entre el muelle y el barco, para atraparlos antes de llegar al nuevo continente. Porque no habrían llegado hasta no pisar la tierra escondida bajo los adoquines del puerto, no habrían arribado realmente sino cuando la suela de sus botas o zapatos, gastadas por el trabajo y el tiempo, se impregnaba con el barro de una tierra desconocida.
Desconocida por virgen para las dos terceras partes de la población del mundo, por cruel en su misterio de destino soñado y nunca cumplido, por la bondad prometida y la esperanza abortada, por la amplitud de su horizonte contrastando con la estrechez de sus refugios. América era tan grande que no cabía en sus ojos, tan extraña que no podía concebirla su imaginación.
Los tres, finalmente, pisaron Buenos Aires, y los recibió el griterío de megáfonos desde la aduana, el vaho intenso a pescado desde los botes del muelle, la humedad naciente que aún quedaba latente desde el frío crepúsculo.
Todo esto fue tan fuerte para ellos, que no pudieron más que detenerse en sus pasos hasta entonces firmes, como asustados, y casi arrepentidos de su suerte.
Había muchos edificios y galpones rodeando el puerto, ninguno tenía carteles así que no sabían a dónde dirigirse. Los que bajaron antes eran empujados por la policía hacia un lugar muy grande, de puertas altas y techos con frisos de estilo grecorromano. Buenos Aires tenía esa inmensidad casi incongruente de las ciudades modernas, pero sobre todo a esa hora del anochecer la ciudad comenzaba a adquirir un tinte frío y desolado, tan triste y amargo como nunca ninguno de los tres había sentido antes en ninguna parte.
Cádiz era una ciudadela antigua y enorme, y Maximiliano estaba acostumbrado a las callejas estrechas y las viejas casas, pero aquí, en Buenos Aires, el clima parecía dominar no sólo el ánimo de sus habitantes, sino haber embebido de humedad las paredes de cada casa. Las dársenas, el edificio de la aduana, las grúas que en ese momento estaban descargando grandes cajas de los barcos anclados, los adoquines prolijamente distribuidos formando arcadas que debían formar algún dibujo coherente para quien pudiese observarlos desde la altura, los recientes automóviles que repiqueteaban y tronaban con sus motores, los carros a sangre cuyas ruedas chirriaban detrás de caballos que dejaban su bosta para que el aire enrarecido la perpetuara durante muchos días sobre las calles. Más lejos, hacia la izquierda, oyeron el llamado de una locomotora que se acercaba con sus vagones de carga. El humo eclipsaba la poca luz que aún persistía, como a regañadientes, ansiosa por irse luego de aquel domingo intenso de sol y muchedumbre. Porque el sol era como un dios urbano que contemplaba la vida ajetreada de los habitantes, y sin decir nada en contra ni a favor, dejaba que ellos supiesen de su presencia vigilante, como una conciencia severa pero a la vez conciliatoria. Más bien el día, la luz diurna, que el sol representaba como un rey que ya no gobierna pero sigue en su puesto como un símbolo de una vieja y caduca forma de vida. Lo caduco podía serlo siempre sin pasar nunca al estado de degradación, un estado definido por la circunstancia, por ello la monarquía del sol sobre las ciudades era una alegoría que cada hombre y mujer necesitaba para organizar su vida. La vigilancia de su conciencia diurna, y la liberación de los instintos durante las noches ciudadanas.
En las oficinas de la aduana vieron por primera vez los carteles y los adornos que anunciaban los festejos de aquel año por el centenario de la independencia. Los salones parecían haber sido recientemente remodelados, los mosaicos encerados por donde corrían los carritos que hombres de camisa blanca y pantalones negros, gruesos, llevaban, uno empujando de atrás, otros dos arrastrando con ganchos y poleas.
Tras un mostrador alto, había muchos empleados con guardapolvos grises, antejos y gorras. Casi ninguno estaba quieto por mucho tiempo, iban y venían con paquetes y encomiendas, dando gritos a pesar de estar muy cerca entre sí. El ruido era, sin embargo, demasiado fuerte para que no lo hicieran, no sólo por sus propias voces sino por las maquinaras de afuera, las máquinas registradoras en el interior, el clásico timbre de la campanilla que anunciaba el pago de los impuestos y tributos requeridos.
Maximiliano se preguntó en qué oficina les correspondía anunciarse, y si se trataba del edificio correcto. A ambos lados tenía a Elsa y a don Roberto, que miraban perplejos la altura de los techos, el enjambre de hombres y mujeres que pasaban por su lado. Ellos venían del campo, de un pueblo montañés, y era muy difícil que alguno de los dos hubiese visitado una ciudad como esa alguna vez.
Los policías los habían dejado entrar sin empujarlos, y vio en su mirada un cierto recelo por aquella mansedumbre. ¿Se habría equivocado al intentar registrarse voluntariamente? Había escuchado advertencias de la gente del barco antes de atracar sobre que los dejarían en cuarentena también en tierra, pero él no lo creía posible. Para eso había médicos en la aduana, para corroborar su estado y darles vía libre para entrar a la ciudad. Si las autoridades veían que se presentaban pacíficamente y con la documentación en regla, no debía haber problemas. No había hablado mucho de eso con Elsa, pero con lo poco que ella dijo le dio a entender que ambos tenían los papeles en regla.
Miró a su alrededor a muchos de los sobrevivientes del tifus con sus familias, siendo aporreados y empujados hacia una zona donde la policía los arracimaba para llevarlos a la cárcel. Reconoció sentirse como Pedro el apóstol cuando le preguntaron tres veces si conocía al prisionero Jesucristo. Tenía miedo, esa era la verdad. El lugar, la inmensidad de aquella ciudad desconocida, de la que había visto nada más que la boca de entrada, lo intimidaba. Era, quizá, el rechazo y la malquerencia lo que presentía, o veía en realidad con toda claridad, no únicamente en los golpes con que los recibían, sino en las caras de los empleados de aquellas oficinas.
Esa misma expresión que ahora veía en primer plano, intensificada por la voz y el tono desconcertante, con que un hombre alto les exigía con brusquedad, con latente desconfianza y un enorme hartazgo en el fondo de los ojos:
-¡Documentos! – mientras sostenía una lapicera en la mano derecha y una lista en la izquierda. Miraba su aspecto y sus ropas con fijeza, alternativamente, pero hablándole en especial Maximiliano.
Él buscó en los bolsillos de su traje. Elsa le entregó los papeles de don Roberto y de ella directamente al policía. Maximiliano seguía buscando, cada segundo más inquieto por la mirada que el oficial le echaba de reojo mientras revisaba los otros papeles. Fue recién después de varios minutos de buscar infructuosamente cuando recordó que había dejado su pasaporte en el bolso ahora extraviado en medio de la pelea sobre cubierta. Ya había pasado el tiempo suficiente, parecía decirle el policía, acostumbrado a los trucos y manejos de los inmigrantes.
Elsa se agarró a su brazo, mientras le preguntaba qué sucedía.
-Los dejé en el bolso- dijo él, simplemente, mirando hacia el barco lejano y viejo, allá afuera, detrás de las ventanas del edificio de oficinas, como un recuerdo ya irrecuperable, hasta casi irreal. Lo único verdadero ahora era esa ciudad en la que resultaba un extraño, alguien que había perdido su identidad, y se dijo a sí mismo, como descubriendo y sorprendiéndose de sus propias estratagemas inconscientes, que eso, tal vez era lo mejor que le podría haber sucedido. Perder su identidad era perder su pasado, dejando atrás lo que debía ser olvidado para siempre, y el barco y el mar habían sido los instrumentos adecuados. Pero de inmediato imaginó la luna pálida aún sobreviviendo a plena luz del día, ya tomando fuerza a final del domingo, y recordó los demonios del mar alimentándose con los huesos de Dios. Todo parecía confabularse para dirigirlo hacia un destino, hacia un fin determinado que no conocía, y allí estaba el agua para borrar el pasado como borra las huellas de los hombres al arrastrar cadáveres, o consumir los huesos sumergidos a lo largo de los años. Cada día era un nuevo comienzo, una recomposición de su mente y su conciencia, persistiendo únicamente una duda, una inquietud que parecía ser inconciliable con cualquier clase de respuesta o satisfacción.
Al principio y al final estaba Dios. En el medio nada, sólo una multitud de caminos que debería recorrer al mismo tiempo. Sólo los puntos extremos de su vida eran claros, uno y otro metas y puntos de salida simultáneos, intercambiables. Era él un nadador que recorría y recorrería eternamente una pileta de natación a lo largo de todo su largo, ida y vuelta. Nada más que en esta idea yacía su seguridad, sino de la salvación, sí de la inmortalidad de su alma. No morir, eso era lo principal, el basamento más profundo, la mínima porción de raíz que le quedaba de su fe consumida por el fuego de la culpa y de la duda, desmoronada sobre un lecho de cenizas entre las que nada podría rescatar. Si Dios era capaz de morir como lo había hecho, y sin embargo el mundo continuaba fluctuando en sus múltiples planos más eternos que el mismo universo primordial del que tanto hablaba su religión.
Entonces, como un condenado a cadena perpetua, contestó a la última, descortés y perentoria orden del policía.
-Los he perdido.
Elsa salió en su defensa, nerviosa, mirando a uno y otro, buscando al mismo tiempo en su ropa y las pocas cosas que había salvado del barco.
-¿Estás seguro, buscaste bien? Mira que este traje no es tuyo y no estás acostumbrado, tal vez lo pusiste en algún bolsillo interno.-Y se puso a buscar en la chaqueta, dándose cuenta que de nada serviría, haciendo tiempo en espera de algo mejor, y sabiendo que acababa de cometer una equivocación trivial, pero que podría empeorar las cosas.
-¿Cómo que el traje no es suyo? –preguntó el oficial con sarcasmo, y se veía la satisfacción y el hartazgo que le provocaban encontrar a uno de los que en la aduana acostumbraban a llamar indeseables.
-Se lo regaló el médico de a bordo- intervino Elsa, pero ya era tarde para rectificaciones.
El policía agarró a Maximiliano de un brazo y lo llevó consigo atravesando el salón hacia una puerta del fondo. Dos o tres policías más se le sumaron, pero Elsa ya no sabía a quién recurrir. Todos le parecían ogros que estaban allí para arrestarlos. Su fuerza, la que había obtenido curtiendo su cuerpo y su espíritu con el trabajo rudo de la montaña, había amenguado, sumiéndose en una timidez dominada por el miedo. Se puso a lagrimear, mientras iba de un oficial a otro, diciendo:
-¡No, por favor! ¡Déjennos buscar en el barco otra vez!- Y al decirlo, se daba cuenta de su ingenuidad, de esa especie de actuación premeditada que surgió de algún lugar de su personalidad, y que podría llamarse artimaña de mujer o lastimoso ruego de indigente. Sabía lo que ellos eran en esa ciudad, simples perros dependientes de la piedad de los amos del lugar.
Y cuando se llevaron a Maximiliano tras la puerta de la última oficina, viéndolo desaparecer detrás de los cuerpos uniformados, ensombrecido el cuerpo de Maximiliano por la sombra de aquella oficina en la cual no llegan las luces del salón principal, ni la declinante luz del día, ni los vapores del barco o los gritos de ruego que ella estaba dando, escuchó la única pregunta que esperaba recibir desde el principio, desde el mismo instante en que salió en su defensa, y quizá desde antes, cuando el barco estaba atracando en el puerto, y ellos dos, extraños sin relación alguna, llegaban juntos, unidos más por el pavor de la común incertidumbre que por cualquier clase de amor que estuviese naciendo entre ambos.
-¿Y usted qué es del señor?
Elsa miró los altos techos del edificio de la Aduana, miró a su padre, sentado en un banco de madera, contemplando absorto y perdido a su alrededor, miró sus manos sin ningún anillo, sólo sus dedos de piel cortajeada y sus uñas rotas. Sin miedo, respondió:
-Soy su mujer.
Sabía que buscarían en sus documentos, que comprobarían la veracidad o no de su argumento, pero hasta que corroboraran la mentira, la dejarían esperar por él, acompañarlo y saber qué sería de Maximiliano.
Esperó muchas horas junto a su padre, sentados en el mismo banco de madera, con sus pertenencias esparcidas en el suelo luego de que los empleados de la aduana las revisaran sin cuidado y bruscamente. No encontraron nada más que ropa sucia, la cual requisaron para quemar por riesgo de infección. Así que se quedaron sin nada, sólo sus papeles, sus billeteras con pesetas que de nada les serviría hasta no cambiarlas en la ciudad, y la angustia que vestían como una ropa gastada y execrable.
A las dos de la mañana, y luego de ver salir y entrar oficiales y civiles por la misma puerta del fondo, Maximiliano apareció acompañado por dos policías de cada lado. Los tres fueron hacia donde ella estaba. Uno de ellos, dijo:
-Señora Méndez Iribarne, su marido, usted y su padre quedarán en cuarentena en el hospital. Agradezca al juez, es esto o la cárcel para su marido. Acá queremos gente que trabaje, no ladrones…
Elsa miró a Maximiliano sin entender del todo por qué lo llamaban así, pero también se daba cuenta que cuarenta días no eran nada más que la prolongación del mismo suplicio al que ya estaba acostumbrada. No recordaba a quién se lo había escuchado decir, pero se consoló pensando que un infierno conocido es mejor que ser extranjero en el paraíso.
14
En la mañana siguiente, Maximiliano recordaba todo con una claridad discordante con la nebulosa vigilia de los días anteriores. Entrar y salir del sueño le resultaba perturbador, y por alguna razón su memoria había decidido plantarse frente a él como un vigilante incorruptible, o un juez que llevase en una mano el libro de la Ley y en la otra un martillo mucho más grande que el habitualmente utilizado en el estrado. Los recuerdos habían tomado la resolución de ya no ocultarse. Entonces él se preguntó, retrasando conscientemente la revelación, la visión concreta y hasta táctil de la verdad y el pasado, ¿qué es la memoria, y cuáles sus reglamentos?
Si él hubiese conocido las reglas, habría jugado de otra manera, con iguales resultados casi con seguridad, y con las mismas manos sucias que tenía ahora, pero su mente, es decir, su conciencia, su individualidad, su persona, sería otras distintas, y poseería los datos necesarios para deducir la verdad. Y el juego con el tío José no habría sido un juego de una sola mano, sino de ambas, luchando o condescendiendo, no lo sabría ya nunca. Pero sin duda, Maximiliano Menéndez Iribarne sería un hombre, y no un muchacho postrado en esa cama de adolescente, con sábanas sudadas y secreciones que su cuerpo había expulsado durante días y noches.
Tales hechos le habían estado sucediendo desde muy chico, desde que el tío lo aceptara en su casa como un acto de caridad en consideración a sus padres muertos. El tío José con sus uniformes y sus viajes repentinos, sus idas y venidas, sus llegadas en plena madrugada o sus despedidas en las primeras horas de la noche.
Pero qué era lo que lo perturbaba, se preguntó. No la satisfacción del sexo, ya que no podría negarla sin insultar su inteligencia. Lo inquietante era haber visto por primera vez la cara del tío en aquel momento de éxtasis. No era él, o sí lo era, pero otro que Maximiliano mismo reconocía haber visto en su propia cara en el espejo, cuando se masturbaba o tenía sexo en las habitaciones de los prostíbulos. La expresión del tío era familiar y desconocida, la cara seria y estrecha que reflejara su educación militar, propia del día, preparada para mostrarse en la luz frente a testigos, pero también la cara nocturna que ahora se le aparecía cada vez más seguido, porque la traían los recuerdos desencadenados, los recuerdos liberados de un cuerpo que ha muerto ya definitivamente: el cuerpo del Maximiliano expuesto a la fiebre en la calle unas noches antes luego de escapar del convento. Pero las enfermedades se incuban, dicen los médicos, entran en el cuerpo mucho antes de su primera manifestación, y quizá por eso, pensaba él, su cuerpo viejo empezó a morir cuando golpeó al hermano Aurelio. Al ver su cara en aquella fosa, esa imitación de Cristo sepultado, se contagió el germen de su propia muerte, la que llevaba Aurelio en su ojo izquierdo, la que llevaba el padre de Elsa en su cabeza.
Eso mismo que había visto anoche, y debió haber reconocido muchos años antes en el rostro del tío José. Ahora ya lo sabía sin lugar para disquisiciones o tormentos interiores pueriles y vanos: vio las sombras de arañas anidando en la pupila izquierda del tío, mientras la luz de la mesa junto a la cama lo iluminaba precariamente, recostado entre las piernas de Maximiliano, alzando la mirada una única vez, desconocido, inconsolable, pendiente no del tiempo sino de los fluidos del cuerpo y del alma. La forma en que un dios enorme se involucraba en la relación entre dos personas era obscena, y por eso no podía tratarse del verdadero Dios. Dios estaba muerto, pero sus restos sobrevivían en pequeños órganos humanos, tal vez. Igual que lo hacen los reflejos calcáreos que alcanzan a verse únicamente cuando la luz atraviesa las superficies que distorsionan los rayos, como el humor acuoso de los ojos.
-¡Así es!- gritó Maximiliano desde su cama, por la tarde, cuando había dejado de llorar para que entraran las fieles sirvientas a traerle la merienda. –De eso se trata –murmuró, decidido a ocultar su descubrimiento, temeroso de que su cara delatase que ya conocía la verdad. Porque de eso no podía sentirse orgulloso, no había redención ni esperanza. Sólo el placer y la satisfacción de la supervivencia, de la justicia por mano propia, de caminar por las calles y recorrer los mares como un arcángel guerrero, sin alas, de carne y hueso, enfermo y susceptible, pero sereno como un querubín crecido e idiota. La idiotez, sin embargo, como continente de traslado, de máscara, de pasaporte para penetrar los círculos intelectuales del infierno.
Miró hacia la puerta de su habitación, más allá de la cual estaba el pasillo que conducía hacia la biblioteca. Los libros eran la respuesta, en ellos estaban los ingredientes para construir la verdad. Pero no libros de hechicería, sino el total conocimiento humano, el fruto desquiciado y enfermo de la lógica y su contrario, toda la intelectualidad referente a la mente humana y su construcción del mundo desde el principio de los tiempos. Incluso podría estar en ellos la forma en que los hombres construyeron el edificio de Dios, sus habitaciones y entrepisos, sus escaleras, sus sótanos, ventanas, puertas y azoteas. Las paredes ocultas y los rincones oscuros.
La arquitectura del cuerpo de Dios en la anatomía del hombre.
De pronto, tuvo el destello de una falencia, el signo de alarma de una ausencia. No como una máquina que fallara y se anunciase con un déficit en su funcionamiento, sino con una alarma lumínica y sonora al mismo tiempo. Porque, mientras las sirvientas entraban para traerle la cena, - y tal vez fue por su intrusión en la habitación que él confundió al principio aquella alarma con la presencia de ellas-sintió una especie de zumbido previo a los mareos acompañado por un destello y el concomitante vértigo. Sin embargo, todos estos signos no fueron más que síntomas que pronto perdieron su importancia, que desaparecieron ante el descubrimiento que él hacía de su alma como a través de una ventana abierta de par en par en pleno invierno, cuando perecía entrar todo el helado ser que lo engendra y no sólo sus simples y transitorias manifestaciones: la brisa congelada, los árboles desnudos, las hojas deambulando como delirios incesantes a través de las calles de Cádiz.
Lo que él veía era el estado de su alma en ese cuarto poblado por los fantasmas de antiguos gérmenes, los mismos que una y otra vez pactaban con los cuerpos de sus habitantes, creando contratos de enfermedad como si pautaran alquileres de mayor o menos duración, y cuyo resultado fuese la vida o la muerte del inquilino, y que de todos modos les era indiferente, porque ellos siempre resultaban ganando.
Él no era capaz de sentir nada, todavía. Él, como los gérmenes que ahora habían decidido replegarse en los rincones del cuarto, esperando la oportunidad para volver a actuar, había entrado en un período de estudio y discernimiento. Pronto, lo sabía, otro tipo diferente de fiebre a la que había sentido esos días, iba a reaparecer.
Ellas entraron con las bandejas de la cena, que apoyaron sobre la mesa que estaba entre la cama y la ventana.
-Buenas noches mi querido niño- dijo una, con la sonrisa como flor en los labios apergaminados por la edad.
La otra, que Maximiliano sabía más joven, aunque no se notara para nada diferencia entre ellas, agregó:
-Me alegro tanto de que el niño Maximiliano esté recuperado…
-Y debe dar gracias al Señor Nuestro Dios…-dijo persignándose-…y a su venerable tío José, que lo recogió esta terrible noche en medio de la tormenta.
-Y a sus queridas amas que lo han cuidado día y noche desde entonces- dijo la otra, ruborizándose y provocando risas ingenuas en su compañera.
Luego, sin darle tiempo a decir nada, abrieron las cortinas y dejaron entrar la débil luz del crepúsculo flanqueada por los ruidos de la calle y la tenue opacidad de las casas y edificios colindantes.
Él se levantó, sintió su camisón empapado de sudor y se acercó a abrazarlas. Sus brazos abarcaron los cuerpos de ellas, menudo uno, más corpulento el otro, y sintió las lágrimas en su cuello, y les dijo, sabiendo que las enternecía aún más, como si buscara su complicidad más que su agradecimiento, la necesidad de comprarlas, de atraerlas a su lado para cualquier eventual acontecimiento futuro:
-Estoy hambriento, mis queridas ayas.
Ellas soltaron una abrupta carcajada simultánea y corrieron de un lado a otro para hacer todo lo necesario para que su joven amo estuviera cómodo.
-Primero debe cambiarse y darse un baño, sus ayas le prepararán el agua caliente y lo vestirán. Luego se acomodará en la cama con sábanas limpias. Yo me encargo de eso…, Josefa, querida, ve a preparar algo nuevo y caliente para nuestro hijito, la que trajimos es comida de enfermo- y ambas se rieron, felices.
Esa noche, cuando la ciudad estaba acostándose, él se liberaba de la suciedad de su cuerpo en el baño. No dejó que ellas entraran y lo viesen desnudo, a pesar de que lo habían cambiado y ayudado a bañarse hasta hacía menos de un año. Eso había provocado protestas por parte del tío José, pero como en muchas otras cosas, había desistido ante la fiel tenacidad de las viejas. Ahora, por primera vez, Maximiliano tenía vergüenza.
Salió de la bañera, se secó con la toalla, se puso el camisón limpio, y entró de nuevo a la habitación para meterse en la cama de sábanas tibias que olían a almidón, sin duda recién planchadas y perfumadas. No había ya rastros de enfermedad, y le estaban trayendo las bandejas con comida. Una le acomodó las almohadas en la espalda, la otra apoyó la bandeja en la cama. Luego le pusieron la servilleta sobre la falda y le llenaron una copa con vino de la bodega del tío José.
-¿Está cómodo nuestro niño? –preguntó la mayor, cuyo nombre era Alcántara.
Él asintió, sonriendo, mientras se llenaba la boca con la comida que ella le había traído; pescado con salsa de cebollas. Esperaron que él terminara, sentadas cada uno en una silla a cada lado de la cama, comentando las novedades ocurridas durante los días de su convalecencia. El mundo seguía igual, nadie había venido del convento a preguntar por él. En la ciudad se decía que el edificio y el terreno estaban anegados por el desborde del río, y habían evacuado a más de la mitad de los seminaristas.
-Imagínese, niño, el altar inundado y los pies de Cristo anegados por las aguas…-dijo Josefa.- Nuestro Señor sigue expiando nuestros pecados.
Maximiliano pensaba en eso, lo imaginaba claramente, porque quizá había ocurrido en el exacto momento de aquella misma noche, cuando él despertó y vio al tío José junto a él.
-Es una gran verdad lo que ha dicho, mi querida- le contestó, tomándole una mano para consolarla, pero vio en ella un breve dejo de inquietud no ligado a la impresión de su comentario, sino a lo que estaba sintiendo en la mano de Maximiliano. Sin hacerle caso, tal vez adjudicando el breve escalofrío de su alma a los miedos habituales de su propia vejez, ella apoyó su otra mano sobre la de su querido niño, protegiéndola, y ese esbozo de maldad o de locura, que había presentido con tanta claridad al tocarle la mano, se desvaneció por obra de su férrea voluntad, que ella llamaría amor y abnegación, pero que más se parecía al acto de levantar tierra con una pala y echarla sobre unos restos malolientes. Algo físico más que espiritual.
Maximiliano no dejó de notarlo en la tierna cara de la sirvienta, y recordó lo que se había propuesto: buscar en los libros el lazo concreto de la carne y el espíritu. Buscar y corroborar, si era posible, la lucha desigual entre la vida y la muerte. Ya no sabía cuál era cual, si la carne era vida o un mero objeto muerto, o si el espíritu, que pertenecía Dios porque de él venía, era vida eterna o tan vulnerable como la carne. Lo único que sabía con certeza, era que en el cuerpo se hallaba el campo de sensaciones en el que debía lidiar con tales conflictos, y no tenía más que su endeble pedazo de humanidad: la carne sangrante y los quebradizos huesos, los pulmones viciados y el corazón palpitando en irregulares ritmos copiados de los pentagramas de los sueños.
15
Pero lo que el oficial de la aduana había llamado “hospital”, resultó ser el Lazareto de Buenos Aires. Un edificio en el casco antiguo de una ciudad que acababa de cumplir casi doscientos años de vida, y que a pesar de considerarse a sí misma como una metrópoli moderna dentro de un país recién centenario, no era más que una gran aldea expandiéndose hacia la provincia, devorando barrios, insertándolos dentro de sus límites como recalcitrantes nódulos de comida mal digerida devenidos en tumores que nunca serían extirpados. La ciudad, que se daba aires de bella metrópoli progresista al reciente cambio de siglo, debería convivir de ahora en más con su forma ridícula de tubérculo enquistado.
El Lazareto estaba formado por pabellones unidos por corredores y pasillos casi todos iguales, de no más de tres metros de ancho, con paredes cubiertas de una suciedad de hombres y mujeres que apoyaban sus manos como ciegos, techos devorados por la humedad, pintura cuarteada, descascarada, moho creciendo desde lo zócalos. Pero aquello que los leprosos afectados por la ceguera no podían ver, tampoco sentir en sus manos deformadas, alcanzaban a olerlo en sus narices todavía no afectadas por la enfermedad. Pero el edificio era un resabio del siglo pasado, más antiguo aún según les dijeron cuando atravesaron las anchas puertas de madera y los recibieron unos enfermeros vestidos de blanco, de caras apergaminadas, casi tan viejos como las paredes. Las puertas se cerraron tras ellos, porque fueron los últimos en ser transportados desde la aduana. Ya había caído la noche, y sólo las luces débiles del enorme zaguán los rodeaba, entumecidos de frío. Elsa con la cara lívida y pálida de una niña que se abrazaba al codo de su padre, más viejo y débil, casi ciego, y Maximiliano serio, reconcentrado, dispuesto a no ceder a la humillación, a no revelar lo que sentía: el miedo a ser descubierto o a delatarse con errores que se sumaban por apellidos mal pronunciados, apuros en los registros, confusiones provenientes de prejuicios sociales y raciales, intereses mezquinos de una ciudad de pueblo cuyos habitantes tenían la jactancia de quien cree haber nacido en París.
Apenas llegaron los separaron por sexo. Una enfermera vino en busca de Elsa, y la obligó a separarse de su padre entre reclamos y tirones. Las manos de Elsa no querían desprenderse del brazo de Roberto, y el viejo, con la lucidez recuperada luego de la larga jornada que había comenzado en el mar y terminaba ahora dentro de un edificio desconocido, intentaba calmarla.
-No te preocupes, hija, el señor Iribarne me cuidará muy bien- Ponía su mano sobre la mano de Elsa, dándole palmaditas como a una niña de diez años, y la niña crecida, la mujer asustada, lloraba, mirando alternativamente a ambos hombres, los únicos refugios que le quedaban en el mundo.
Ella no podía saber qué la atraía de Maximiliano, y por más que se dijo durante todo el viaje que no era más que un extraño desbordando misterios a resolver, de cara triste a veces, a veces pasmada y perdida en la inmensidad de la nada frente a los ojos, como quien esconde la vergüenza o la locura. Lo que estaba ocurriendo con su padre era tan perturbador como lo que se insinuaba tras la mirada de Maximiliano. Quizá era el encanto de lo parecido, la congruencia de los opuestos. No lo sabía. Sólo se entregó a él, y depositó en sus manos la vida de su padre en ese momento.
Como Maximiliano estaba bajo vigilancia por el supuesto robo de ropa y la falta de pasaporte, dos enfermeros fornidos vinieron a buscarlo, pero cuando trató de desprenderse de sus brazos, el viejo se adelantó a decir:
-Calma, hijo. Ustedes, señores, por favor, dejen que mi yerno me ayude a caminar. Estos pasillos me asustan.
Su acento español de provincia, cerrado, inundó el lugar con un aroma remoto, como si fuese el aliento de su tierra y sus huesos los troncos de los árboles al pie de los Pirineos, con ramas que crecieran hacia adentro y él fuese todo un alhajero de perfumes toscos: tierra, barro, pelo húmedo de caballos, bosta, pero también alfalfa, perfume de lilas meciéndose con el viento, y el hálito helado, estéril, quebradizo y peligroso, pasajero silencio y eterna mansedumbre del hielo de las altas montañas.
Entonces los hombres soltaron a Maximiliano y se limitaron a vigilarlo con la vista, mientras él tomaba el brazo izquierdo del viejo y lo colocaba bajo su propio brazo derecho, afirmando el abrazo con sus manos, tomando el ritmo necesario para que Roberto caminara por los pasillos hacia el pabellón de hombres que les habían indicado. Se despidieron de Elsa, que los miraba alejarse en dirección contraria, bajo los altos techos del Lazareto, invadidos de antiguos fantasmas leprosos, donde el silencio de aquella enfermedad que afectaba, entre muchas otras partes del cuerpo, la lengua y los nervios auditivos, fuese más ostentoso que cualquier grito de dolor. La lepra irrita los nervios al principio, luego los mata definitivamente. Por eso el silencio, el aislamiento de sí mismos sumado a la separación del mundo por temor al contagio.
Maximiliano había leído algo sobre todo esto en la biblioteca del tío. Ahora observaba los pasillos viejos, el olor a medicamentos, a amoníaco de las viejas orinas impregnadas en las paredes, el olor de las sábanas sucias, de los cuerpos. Ya no era un hospicio exclusivo para leprosos, había dejado de cumplir esa función algún tiempo antes.
-Acá se interna a todos los pacientes infecciosos- le respondió uno de los enfermeros, a regañadientes, ante la pregunta que él hizo con tono despectivo.
No iba a ceder ni mostrarse sumiso. Hasta se le ocurrió, por primera vez en esa noche, la idea, todavía seminal, de poder escapar antes de cumplirse los cuarenta días. Tenía miedo, a pesar de saber que nada ya lo unía al pasado en Cádiz, al convento ni al tío José. Sólo su memoria, y de eso se encargaría más tarde. Pensó en el amplio Río de la Plata a orillas de la ciudad. Se hallaba muy cerca, y en las noches de silencio hasta podría escucharse el rumor tenue de las olas sobre las playas arenosas en la costanera. Aunque no pudiera salir de allí, penaría en la luna sobre el río, sobre las aguas de un río tan parecido al mar que sin duda allí también se estaba construyendo un mundo subacuático con los huesos de Dios. No debía perder de vista esta idea, era necesario ver terminada la bóveda en forma de domo o de palacio bajo el agua alguna vez.
Sintió el temblor de Roberto ante una corriente de frío aire que penetraba por un ventanal que alguien había dejado abierto por descuido. Frotó con cariño la mano del viejo, pero su mirada se fugó más allá de las ventanas, espiando furtivamente la presencia de la luna. Debían ser las tres de la madrugada. Había sido un día demasiado agotador, lleno de violencia y cambios importantes. Le habían cambiado parte de uno de sus apellidos, pero no le importó. El empleado de la aduana había ordenado:
-¡Nombre y apellido!- con irrespetuosa violencia; y él, dominando la furia que sabía iba a descargarse de un momento a otro si no se controlaba, si no pensaba en Elsa, respondió en voz muy baja, contenidamente. En la cara del hombre leyó la duda, y él se contentó interiormente de aquella limitación momentánea del empleado, quien no quiso dar brazo a torcer volviendo a preguntar. Así registró su nuevo apellido: Méndez. No le importaba en lo más mínimo. Si había llegado a Buenos Aires era para ser otro hombre, y si eso conllevaba otro nombre y apellido, así sería. No era más un cura, ni un postulante a eso siquiera, ni tampoco un joven que había dejado la virginidad hacía ya tiempo, aún antes de conocer el significado de tal palabra. Ahora era un hombre con un traje elegante que un médico le había obsequiado por ver en él cierta cultura y educación. Era el esposo de una mujer muy bella y el yerno de un hombre muy bueno que necesitaba su ayuda.
Todo esto era él en esos momentos en que llegó al Lazareto de Buenos Aires, y entró al pabellón de hombres repleto de camas. Creyó ver un mar de sábanas que se levantaban y bajaban a medida que los hombres entraban o salían de sus camas, insomnes, incontinentes; fósforos que se encendían de vez en cuando para ver la hora en un reloj de bolsillo, o para leer fragmentos de un libro, un diario viejo o encender un cigarrillo o una pipa. Un mar en la oscuridad con olor a hombre sudado, a veces a hombre muerto, porque casi todas las mañanas alguno no alcanzaba a despertar más. Un mar sin barcos, sólo hombres en sus piyamas blancos como velas de botes dirigiéndose hacia las ventanas enrejadas o a los sanitarios. No había más salidas que esas para los que allí vivían: la ilusión de la libertad y la ilusión de la breve satisfacción física. En los días siguientes vería a muchos adosarse contra las rejas, con la cara entre dos barrotes y la mirada idiota que da la piel estirada en el afán por asomarse, vería en los baños por la noche a los hombres parados frente a los mingitorios, a veces casi dormidos mientras orinaban, y también muchos gemidos y olor a semen. Ilusiones todas, se diría Maximiliano en los días siguientes, que extienden la vida humana tanto como la ilusión de un Dios.
Escuchó gritos cortos, gemidos, resoplidos como de viento, pero en general era un mar en calma, de olas pequeñas, y allí se sumergió, entre las camas, con el viejo a su lado. Uno de los enfermeros se quedó en la puerta, para entrar en lo que luego supo era la enfermería, el otro los acompañó para indicarles sus camas. El espacio entre ellas era muy estrecho, tropezaban con brazos estirados, pies que sobresalían, sábanas y frazadas caídas. La oscuridad no ayudaba, así que el hombre gritó:
-¡Encendé las luces, Juan!
Y las luces altas se encendieron deslumbrando los ojos de todos. Muchos gritaron e insultaron, otros se levantaron pensando que ya era de día.
-¡A la cama, carajo, todavía es de noche!
Entonces los distraídos, por lo general también sumisos, volvían a taparse. Algunos se frotaban los ojos o miraban a los recién llegados con gestos de malhumor.
Las camas no estaban tendidas, así que ambos se acostaron con la ropa que llevaban puesta. Apagaron las luces y comenzó el verdadero frío de la noche. Sintió el temblor de Roberto entre las carrasperas de muchos otros. Se levantó y se acostó junto a su suegro, frotándole los brazos para darle calor. Porque eso era y así lo sentía: su suegro. Se preguntó si amaba a Elsa, y respondió que así era, un hecho por primera vez claro y simple en su vida, una necesidad física sin vergüenzas y un requerimiento espiritual sin rodeos, sin vueltas ni rarezas. Ningún planteo complejo habitaba ese amor que ahora sentía, sin teorías con respecto al valor, el fundamento o los orígenes de tal sentimiento. Nada de teología o psiquismo, nada de historia a analizar. Su vida comenzaba con ese amor tan simple como el cabello de esa mujer, como la mejilla y su olor, tan simples como el placer de mecerse sobre su cuerpo sin pensar.
Sin las teorías de Dios.
Sin Dios.
Los días en el lazareto no fueron tan malos como pensaron al principio. El primer día se sintieron perdidos ante la nueva rutina y las nuevas reglas que debían cumplir, pero era casi como seguir estando en el barco, aunque con más comodidades. Se consolaban pensando, sobre todo Elsa, que por lo menos evitaban por ahora las crudezas de la ciudad, y el lugar era un ambiente cerrado en el cuál sabrían cómo moverse cuando se sintieran más cómodos. Los enfermeros dejaron de molestarlos, especialmente disminuyeron el asedio vigilante sobre Maximiliano cuando vieron que no provocaba problemas. Pero la mansedumbre de Maximiliano era forzada por el cuidado que Roberto requería. Si hubiese estado sólo, tal vez habría huido en la primera ocasión que se le presentara. Había visto que la puerta principal estaba vigilada por un solo policía, y los enfermeros, por más fuertes que fuesen, podría evadirlos si quisiera. Pero se había encariñado con su suegro, y además le había prometido a Elsa que lo cuidaría.
La relación con los otros huéspedes, casi todos permanentes, era cambiante. Encontraron a algunos que conocieron en el barco, pero descubrieron que después de unos días trataban de evitarlos. Desconfiaban de Roberto y su extraña enfermedad, creía Elsa, porque había corrido el rumor de las curiosas visiones que solía tener, y aunque el viejo no había hablado con nadie sobre eso, Maximiliano lo había escuchado hablar dormido durante las noches. En esas ocasiones se levantaba y trababa de serenar su sueño sin despertarlo, hablándole en voz baja y cariñosa. Pero había escuchado las protestas de los otros que querían dormir, y más tarde las miradas subrepticias y desconfiadas de los vecinos de cama.
Entonces corrió el rumor de que los Méndez Iribarne, como los llamaron desde el primer día, estaban chiflados. Sólo a Elsa las mujeres la apoyaban, unas pocas, porque con los hombres no hablaban ni les dirigían la mirada. Elsa veía cómo algunas se santiguaban cuando pasaban junto a ellos, y los hombres arrojaban miradas airadas y desafiantes a Maximiliano.
-No les hagas caso- había dicho él cuando Elsa le contó sus temores. Él, sin embargo, sentía aquel signo de la cruz como una bofetada directamente dirigida a su rostro. Hay gente que sabe sin saber, se decía él, que actúa con certeza por lo que habitualmente se llama casualidad. Los que creen conocernos no nos conocen, y los desconocidos castigan en el centro justo y más doloroso de las llagas.
Había una capilla en el lazareto. Deliberadamente evitó visitarla durante un tiempo, a pesar de la solicitud de Elsa, que iba casi todos los días a pedir a Dios por la salud de su padre. La veía entrar por la estrecha puerta que estaba al final de un largo pasillo en el fondo del edificio. La veía desaparecer en la oscuridad de ese camino de ecos que rebotaban en las paredes descascaradas y desconchaban la pintura en fragmentos que nunca terminarían de caer sino hasta que el edificio fuese demolido. El edificio envejecía como un hombre, y Elsa lo sabía, por eso recorría el pasillo como si del brazo de su viejo padre se tratara, y visitaba la capilla de imágenes antiguas, de barro moldeado por los indios bajo la supervisión de los jesuitas en los siglos 17 y 18. Estatuas rotas, algunas sin manos, otras sin cabeza, y sin embargo Elsa les rezaba aún sin saber de qué santo se trataba. Todo esto se lo contaba ella, porque él se quedaba en la entrada del pasillo cuando ella iba y la aguardaba salir, vislumbrando en la a veces larga espera, las figuras dibujadas en la sombra tras la lejana entrada. Las sombras hacían juegos sobre los pisos, y él adivinaba por el estrecho espacio las figuras de santos y vírgenes.
Todas las noches se encontraba con Elsa en el patio central, hasta la hora que les era permitido. Hablaban de lo que harían al salir de allí. Maximiliano le dijo que irían al puerto a averiguar cuándo saldría el primer barco hacia el litoral. Elsa estaba de acuerdo, pero quería aclimatarse a la ciudad, encontrar una habitación en alguna pensión. Las mujeres le habían dicho que en el barrio de La Boca había muchas habitaciones para inmigrantes. Pero Maximiliano se sorprendía de su ligereza.
-¿Pero no quieres curar a tu padre? – le preguntaba, sabiendo que la hería.
Ella retiraba la mirada, herida evidentemente, pero contestaba:
-Claro que sí, pero lo de los indios, ahora que estoy acá, me parece tan fantasioso.
Respiró profundo, apoyando la espalda sobre la fría pared del patio.
-Quisiera llevarlo primero a un buen hospital, a ver qué me dicen los médicos.
-Pero aquella mujer…
-Era una bruja, una farsante, o ambas cosas. No puedo creer que le haya creído en ese momento, yo estaba desesperada y…no sé…ahora que estoy acá, con este cielo tan claro, estas extensiones tan llanas, sin montañas ni recovecos en los que esconderse, me da miedo y me da confianza al mismo tiempo. Las sombras no existen en esta tierra, ¿no te parece?
-Sombras hay en todas partes, querida...- Era la primera vez que la llamaba así, y ella lo miró de una forma que sintió como el mayor regalo que hubiese recibido en toda su vida. Por esa mirada habría entregado, definitivamente, todos los libros que había leído y todos los que llegaría a leer el resto de su vida.
Levemente avergonzado de haber mostrado su sentimiento, siguió hablando:
-…y cada vez estoy más convencido que el problema de tu padre no puede solucionarlo la ciencia médica tradicional.- Sabiendo que Elsa no entendía los motivos de su afirmación, intentó explicarse y esconder al mismo tiempo las verdaderas razones.
-Lo escucho hablar todas las noches en sueños. A veces son serenos, como si estuviese rezando, otras se agita y se desespera, entonces se despierta y me mira, y sé que ya no me ve. El cáncer está muy avanzado, me parece, y los médicos lo único que harán será desahuciarlo y encerrarlo en un hospital para dejarlo morir.
Por qué mentir de tal manera, por qué esconderse de la mujer que amaba. Porque ni aún quien nos ama podrá perdonarnos ciertas cosas. Tales como ver en el ojo izquierdo del viejo lo mismo que vio en el ojo izquierdo de Aurelio aquel día en que cavaban la zanja en el seminario. La imagen de Cristo, secundada por la palabra del anciano como un viejo cristo resucitado y habitante de una ciudad de pueblo, un cristo jubilado de su trabajo de oficina en una vieja imprenta o escribanía, destinado a caminar los calles de Buenos Aires en busca de sus apóstoles para ir a tomar y café en un bar de esquina y conversar sobre los viejos tiempos anteriores a la Pasión.
Esas noches se despedía de Elsa con un beso en la mejilla, sin mencionar los cariñosos términos que habían utilizado, como un matrimonio que da por sentado tanto el cariño como las palabras y los actos que lo acompañan. Entonces se sentaba junto a Roberto y lo ayudaba a desnudarse, a ir al baño, a ponerse el piyama donado por las Damas de la Caridad, y acostarse. A menudo lo contemplaba dormirse con los ojos abiertos, porque era verdad que llegada la noche, la penumbra real se confundía con la penumbra creciente de sus ojos, y no distinguía formas ni figuras.
Esas noches, Maximiliano intentaba ver la imagen en el ojo transparentado de Roberto, pero se le escapaba como la sombra de un espectro. Por eso se levantaba cuando casi todos ya dormían, y se dirigía hacia la ventana enrejada. Buscaba con ansiedad la luna tras los edificios bajos de los alrededores, tras las nubes de tormenta o la niebla. Cuando la hallaba, se serenaba, porque veía su estructura ósea, los huesos y sus sombras sobre la superficie lunar, los huesos amarillos o blancos, como si el nacimiento y la muerte de Dios fuesen un ciclo interminable. Amarillo de ictericia, de cirrosis, de enfermedades biliares, cálculos, piedras, cáncer o necrosis expandiéndose irremisiblemente. Y luego la pálida muerte reflejándose, tiñendo los huesos, deshaciendo sus trabéculas en polvo y cal para abonar la tierra.
Pero los huesos de Dios eran tan secos que nunca nada crecería de ellos. Por eso caían al mar, como si hidratándose recuperaran su estructura.
Los huesos de Dios eran, quizá, los mismos huesos de Satán.
Ciclos. Círculos entrelazados.
El número griego pi.
Ilustración: Georges de La Tour
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