MAXIMILIANO DESPUÉS DE PERDER A DIOS
7
-¡Es horrible lo que está diciendo, Maximiliano!
Él asintió con la cabeza, desviando su mirada hacia el mar. Sintió que estaba por llorar, tanta vergüenza le daba ahora haber dicho aquello. Y no porque ya no lo pensara, o se hubiese arrepentido de decirlo, ni uno ni otro era el caso. Simplemente sentía vergüenza de la mirada de Elsa, de esos ojos y ese cuerpo cuya fortaleza era una mínima muestra de todo lo que escondía, de la sabiduría y la sapiencia que esa mujer insinuaba con su mirada reprensora. Se sintió como un niño retado, como alguien que hubiese cometido la mayor tontería del mundo, y allí, frente a él, alguien lo miraba ahora con infinita tristeza e infinita piedad. Y en esa piedad él vio amor, vio perdón sin fronteras. Hasta creyó ver el mar más sereno que de costumbre, más azul aunque los ojos fuesen marrones, porque el color del mar no cambia, se dijo Maximiliano, por más que se refleje en el oscuro espejo de Lucifer.
Intercambió miradas hacia alta mar y hacia la profundidad enorme de los ojos de Elsa, y mientras más miraba, mayor se hacía el contraste. La noche que avanzaba y los cuerpos hundiéndose, los cielos que se abrían revelando la luna, cuyas manos de rayos pálidos se alistaban con ruidos de articulaciones reumáticas para levantar bolsas, fardos que él ya sabía lo que contenían. Pronto llegarían los huesos, y él tendría que protegerlos a todos, y especialmente a ella, cuyo mar interior permanecía cálido y sereno en un eterno mediodía.
-Lo sé, pero es lo que siento. Algún día le contaré lo que me pasó en Cádiz…pero aún no es tiempo.
Ella apoyó su mano en el antebrazo izquierdo de él, que estaba cruzado de brazos, encogiendo los hombros, nervioso, y esquivando su mirada.
-Hermosa luna –dijo ella.
Maximiliano no levantó la mirada, temiendo como siempre a la que más deseaba ver. Necesitaba, como todas las noches, ser testigo del tremendo acontecimiento que se repetía para dejar asentado que el mundo se solidificaba sobre cimientos calcáreos depositados en el fondo del mar. Un día muy lejano, él lo sabía con certeza, los mares desaparecerían, y en su lugar habría plataformas de calcio, huesos de miles de kilómetros con trabéculas y pasillos interiores por donde se desplazarían los demonios. ¿Y cuál sería, entonces, el reino de Dios?, se preguntó: el resto de la tierra y los continentes, pero algo le decía que éstos estarían inundados, la tierra ahogada, consolidando nuevos depósitos óseos, nuevas versiones del inminente futuro.
Pero hoy la luna se asomaba apenas entre las nubes, aunque estaba llena y prometía brillar con más intensidad en unas horas, cuando la noche se enraizara en los extremos del mundo y creciera, invadiendo las almas, penetrando las cosas del mundo a mordiscos de oscuridad.
-Así es–. Hubo un silencio inquieto, incómodo entre ambos. Ella lo observaba, pero él se escapaba de sus ojos. Recordó algo que había leído en la biblioteca del tío José, sobre que en el antiguo Egipto consideraban que la luna tenía el poder de producir la ceguera a quien dormía con el rostro expuesto a sus rayos. Se preguntó entonces si no estarían todos ciegos, excepto él.
-¿Qué le pasa, Maximiliano? Yo lo escucho, si quiere…
Él la miró entonces con enorme cariño, sintiéndose capaz de amarla desde esa noche por el resto de su vida. Sabía, sin embargo, que todo amor humano es pasajero como ese barco en medio del océano. Lento y rústico, endeble y débil ante las tormentas y la lluvia. El miedo a la noche pudo más en esta ocasión. Se puso a temblar, o por lo menos se dio de cuenta que lo hacía, sin saber desde cuándo se encontraba en ese estado. Un nuevo factor de aturdimiento y congoja, de vergüenza, se sumó a su pena.
-Voy a visitar a los enfermos –dijo, apartándose de Elsa, huyendo de los ojos de ella como si escapara de las manos empalagosamente dulces de una sirena cubierta de miel.
Ella se quedó donde estaba, mirándolo acercarse hacia uno de los enfermos. Él, sin volver la vista atrás, sabía que ella ahora se acodaba en la barandilla y contemplaba el agua oscura golpeando el casco, sin sentir, o presintiendo, tal vez, el ruido de los huesos que chocaban ya con fuerza bajo el barco. Él adivinaba las peleas entre los demonios, las repetidas batallas nocturnas por las presas. Carne fresca cada tanto tiempo, y cada noche los huesos de Dios cayendo de la luna. Alimento para los cuerpos y material para la construcción del sublime hogar de los demonios.
Habían muerto dos más esa noche, mientras Elsa y él conversaban. Se lo dijo el padre de ella cuando se acercó al grupo arracimado alrededor de los nuevos cadáveres. Dijo que los dejaran en cubierta hasta que amaneciera, así los familiares podrían velarlo por un par de horas. Los cubrieron de sábanas, lo amortajaron como él les recomendó hacerlo, y luego de hacer la señal de la cruz, se levantó y fue hasta el siguiente enfermo.
Era un hombre de su misma edad, aunque más gordo y fuerte de lo que él lo había sido alguna vez. ¿Cómo, entonces, pudo él haberse salvado?, se preguntó. Este hombre con seguridad no sobreviviría a la noche. Tenía una barba rala y negra, la cara consumida y los ojos pálidos y semicerrados. El cabello largo le caía de costado y la frente, el aliento rancio, la voz quebrada, confundida con el rumor del mar y el chapoteo de los huesos sobre el agua. Un rumor enclenque y distraído era su voz con la que intentaba emitir un rezo que Maximiliano ni siquiera había intentado enseñarle.
-Terra tremuit…- entendió que decía, y él sonrió.
-…et quievit, dum resurgeret in…
Entonces el hombre lo interrumpió terminando la frase:
-…judicio Deus.
Y con esa última palabra abrió los ojos y le sonrió a Maximiliano como si estuviese viendo al mismo Dios encarnado y arrodillado en la cubierta de ese barco de condenados, en medio del océano una noche a comienzos de un verano incierto. Quizá lo viese, porque no fue menos sorprendente para Maximiliano el ver que el ojo izquierdo del hombre brillaba más que el derecho, y cuando notó que finalmente había dejado de respirar, comprobando esto al tomar el pulso de la muñeca y acercar el oído a boca y la nariz, el ojo izquierdo permaneció abierto.
Intentó cerrarlo, pero no pudo. El párpado parecía endurecido antes del tiempo normal para el rigor mortis. El párpado seguía empecinadamente plegado, como la cortina de una casa de comercio que se niega a cerrar sus puertas. O una puerta trabada en la que no encontramos causa alguna para su terrible capricho. Porque llega la noche y hay que cerrar las puertas. Nos iremos a dormir y nadie vigilará la casa más que las inertes cosas cerradas con llave, aseguradas hasta el mezquino punto del quiebre por la naturaleza de su sustancia. Las cosas nos protegen así como los párpados nos protegen de los horrores nocturnos.
Pero el ojo de este hombre que ahora había muerto no pudo cerrarse, y Maximiliano interpretó esto como una alegoría de la resistencia ante la muerte. Quiso liberar el alma de este pecador empecinado en permanecer en un cuerpo ya definitivamente muerto, en un mundo que lo expulsaba, y en el que en realidad ya nada tenía que hacer. Hizo la señal de la cruz, bendijo el cuerpo y lo expió de todo pecado y condenación, abandonando su alma al juicio de Dios. Fue entonces que vio la mano derecha del hombre señalando hacia la boca, más allá aún, al agua. La mano, por supuesto, estaba quieta y muerta, pero había quedado en esa posición sin que Maximiliano lo notase. ¿Habría escuchado el chapoteo de los huesos? Acostumbrado a que sólo él veía y escuchaba aquellas cosas, había olvidado que quizá el resto del mundo, como ecos individuales de un universal malestar común, eran pequeñas cajas de resonancia donde el sonido entraba pero no podía salir, convirtiendo a los hombres en perturbadas criaturas que temblaban como diapasones. Resonando largo tiempo, a menos que alguien más apretara con fuerza el metal de su alma y le concediese la paz.
El ojo siguió brillando en la oscuridad sobre cubierta. Maximiliano miró alrededor y vio que nadie más le prestaba atención. Unos dormían, otros cavilaban sentados o acodados en la barandilla. Elsa se habría acostado, tal vez. El padre seguía de pie, fumando su pipa. La luna, hastiada de su entumecimiento, de su boca irritada y los brazos cansados, se limitaba a arrojar pequeño huesos, fragmentos, astillas y polvo.
Entonces Maximiliano notó que el ojo izquierdo del muerto se revelaba como una fotografía, adquiriendo tonalidades inversas. El negativo de una foto muy pequeña, tanto como el iris de ese ojo obseso. Se acercó a la cara para mirar mejor. La pupila había crecido, y a pesar de que el hombre tenía ojos azules, la fotografía era en blanco y negro invertidos. Alcanzó a ver una figura que no supo definir. No era ni hombre ni animal, pero tampoco era una cosa inanimada. Se movía, o así le parecía a él, que a su vez movía la cabeza para ver mejor. El barco también se desplazaba, y todas esas cosas, hombre barco, cadáver y ojo, se movían como básculas, o como las capas terrestres continentales. Deslizándose pacíficamente mientras estuviesen superpuestas, pero en continuo peligro de choque cuando ocuparan el mismo plano. Dios, hombre, ojo, barco.
La tetralogía de la creación. La Pasión representada como un eje endocrinológico de causas y efectos, de estímulo y secreción.
Orden y obediencia decretados por la naturaleza del caos establecido.
Porque Dios era lo más diminuto en lugar de lo más grande.
Lo centrífugo en lugar de lo centrípeto.
Desde el ojo de la creación, Dios extendía sus poderes.
Maximiliano Menéndez Iribarne quiso ver a Dios esa noche en el ojo de un muerto, pero únicamente vio un conjunto de átomos componiendo el alma que se liberaba hacia su definitivo cielo. Un hecho físico, un proceso biológico, un reacción química, como el propio pensamiento que ahora estaba creando. Una serie de palabras que no sólo representaban una idea, sino que la concretaban en el hecho físico del pensamiento: Dios era la palabra y el hecho mismo, la cosa-objeto, resultado de una idea que podría muy bien destruirse con el olvido.
Tocó el ojo que no había querido cerrarse, estaba frío y duro, casi como una perla en consistencia y tersura. Allí, en el fondo de ese ojo, había algo que él aún no podía captar, algo que se transparentaba y huía a la vez de su búsqueda. ¿Era eso, quizá, lo que el hermano Aurelio había sentido o visto? El dolor en el fondo del ojo izquierdo había sido el comienzo de una revelación. El hombro muerto a su lado no había sabido decirle nada sobre eso, la fiebre y el delirio, la debilidad y el hambre fueron más fuertes y lúcidos que la capacidad del asombro y del grito.
Se llevó las manos a la cara y palpó sus propios ojos, buscando sentir dolor al apretarlos. Oyó pasos a su lado, y el olor del cabello de Elsa lo sobresaltó más que la caricia que le estaba haciendo en su cabello. Ella debía creer que estaba rezando por el muerto, o que estaba cansado y desconsolado. Pero él no mostró su cara ni siquiera cuando ella se arrodilló a su lado e intentó apartarle las manos.
-Siempre escondiendo sus sentimientos, usted… ¿por qué se oculta de esa manera?
-Estoy acostumbrado…
-Acostumbrado a aguantarse todo solo, como un anacoreta.
-Tal vez…
Sacó las manos de su cara y miró al muerto. Seguía con el ojo abierto, pero ahora brillaba con una luz blanca que brotaba como una fuente extraña de luz artificial.
-Mire eso…-dijo él.
Elsa miró lo que él señalaba, pero no parecía sorprendida.
-¿Qué…?
-El ojo…
Ella asintió.
-Sí, ya lo veo. Le quedó un ojo abierto. En vida debía tener una parálisis.
Maximiliano no había visto eso en los pocos minutos antes de que el hombre muriera, pero tampoco podía asegurarlo.
-¿No ve un resplandor, Elsa? ¿Una especie de luz brillante…?
-¿En el ojo…? No veo nada. Está muerto…
-Ya lo sé –contestó él, de mal humor, levantándose y alejándose unos pasos. Enseguida se arrepintió de su brusquedad, porque no sintió que Elsa se acercara otra vez. Cuando se dio vuelta ella se alejaba hacia donde su padre se había acostado.
Él volvió junto al muerto e intentó cerrar el ojo, cuya luz lo quemaba. Cálida y fría a la vez, tenía una virtud peculiar: parecía cortar no con un filo metálico, sino como el filo de un hueso astillado. Un hueso hueco por donde pasaba la luz, solidificándose. Como depósitos sucesivos de sales de calcio formando capas concéntricas alrededor de un hueco en el que podría entrar más tarde el aire o un líquido determinado, que no podía imaginar aún.
Entonces levantó el cadáver de las axilas y lo arrastró. Algunos en la oscuridad de la cubierta vieron lo que estaba haciendo, pero no dijeron nada y él no les hizo caso. Tardó varios minutos en apoyarlo sobre la barandilla, con los brazos colgando del lado externo. Luego empezó a empujarlo de las piernas, lo que le costó mucho esfuerzo y un gran cansancio. Cuando consiguió hacerlo, el cadáver colgaba mitad afuera mitad adentro. Levantó una de las piernas, y ya fue sólo cuestión de un empujón más, no demasiado fuerte, para dejarlo caer por la borda. Lo último que vio del cuerpo fue la luz titilante del ojo abierto, e incluso alcanzó a verla en el agua, como una linterna que se mantenía a flote o una antorcha de un bote salvavidas.
No estaba dispuesto a seguir mirando, porque estaba totalmente seguro de que si continuaba haciéndolo, si seguía con el intento de comprobar el momento en que el ojo se cerrara de una vez, sólo lo lograría siguiendo el camino del cuerpo, y ni siquiera de esto estaba seguro. Seguir el mismo camino era una de las dos alternativas, la otra era centrar su mirada en el barco. El mar era la muerte, que se avecinaba con el ruido del agua golpeando los cuerpos contra el casco. Los ruidos que lo llamaban hacia las ceremonias nocturnas, los ritos de la luna que expulsaba los huesos de un Dios que se empecinaba en permanecer en el centro de todo: de las células del hombre y los átomos del alma. En el iris de un ojo que más tarde se pudriría para dejar un espacio y un hueco óseo más importante que toda carne, que todo músculo y movimiento.
Sí, pensó Maximiliano, yo también he visto a Dios esta noche, como si fuese un simple hueso masticado por un perro.
8
Maximiliano no supo qué contestar. Entendía lo que el hermano Aurelio quería decir, pero la forma en que lo había dicho, esa comparación blasfema que denigraba a Dios a la más baja forma de vida terrestre.
Dios como una araña. Incluso el hecho mismo de la alucinación era de por sí un insulto. Aurelio, sin duda, estaba enfermo. Podía verlo en sus ojos a veces febriles, a veces pálidos, perdidos en la nada la mayor parte del tiempo. Había dejado el trabajo, sin preocuparse de retomarlo cuando los demás terminaron el frugal almuerzo que el padre Silvestre les había traído.
-Vamos, hermano, hay que trabajar.
Aurelio no se movió. Seguía con las mangas y la sotana arremangadas, sentado con las piernas cruzadas sobre el montón de tierra que había levantado durante la mañana. Maximiliano miró a los demás, por si alguno decidía denunciarlo, o si el padre Silvestre regresaba de la cocina. Decidió acercarse y obligarlo a levantarse. Lo agarró de un brazo, y le dijo:
-Por la Santísima Virgen María, hermano, trabaje o lo llevarán a la celda de aislamiento otra vez.
Aurelio lo miró parpadeando más seguido que lo habitual; entonces Maximiliano notó que el párpado izquierdo no se movió, o por lo menos no tan seguido como el derecho. Pronto abandonó la idea porque consideraba más importante que los viesen continuar excavando. El hermano Aurelio permitió que Maximiliano lo levantara y lo llevara agarrado de un brazo hacia la excavación del canal, sin embargo se quedó parado en cuanto se detuvieron. Lo sacudió de los hombros, y notó la extrema delgadez y la debilidad, la flacura de los brazos y los huesos de los hombros sobresaliendo como puntas de flechas clavadas de adentro hacia fuera. Y esa comparación no era incongruente, porque el mismo Aurelio había comenzado con esas alegorías, esas fábulas con animales exóticos, y el primitivismo o un nuevo paganismo parecía surgir de las palabras que ambos habían estado pronunciando.
Dios y religión. Hombre y leyes. Creencia y desesperanza. Fe y traición. Amor y desilusión.
Palabras que les habían enseñado a manejar sin orden ni control alguno. Palabras que se defendían con dientes y uñas del uso que uno quisiese darles, traicioneras y resbaladizas como serpientes o anguilas. Las mismas palabras sagradas que cada día les leían eran como insectos con múltiples patas, inatrapables, imposibles de estudiar mediante una cuidadosa disección. Insectos con caras humanas, o la cara de Dios que Aurelio había visto, al fin de cuentas también una cara o un rostro como el de todos los demás. Porque si de algo se enorgullecía Dios, según los teólogos, era de haber creado al hombre a su imagen y semejanza. Por eso, Dios y el hombre eran dos fragmentos de un mismo orden, de una misma monstruosidad original, quizá. Un monstruo que no denotaba deformidad o anormalidad, sino simplemente origen, matriz.
Al fin, el hermano Aurelio accedió a trabajar otra vez. Si decir nada, se agachó y tomó la pala. Caminó hacia el canal abierto a un lado del convento, se sacó la sotana dejando ver la ropa interior blanca, el calzón largo y la camiseta, lo ató alrededor de la cintura y retomó la tarea. Los demás lo vieron y murmuraron, algunos rieron y lo imitaron. Maximiliano vio que el padre Silvestre se acercaba a reprenderlos, pero de pronto se detuvo, bebió con un cucharón del barril de agua, y regreso a la sombra del alero, pero sin sentarse, controlando el avance del canal según el plano que consultaba de tanto en tanto. Continuaron trabajando en silencio, mientras la tarde transcurría lenta y parsimoniosamente, como un gusano que se arrastrara por la delgada línea del tiempo con dos abismos a los lados y dos nadas en los extremos.
Así era la sensación que él tuvo del tiempo esa tarde tan larga y tan pesada, tan rápida en acontecimientos y a su vez llena de una infinita incertidumbre, de una indecisión paradigmática, rozando el concepto del dogma por su misma fortaleza. Hasta la duda puede ser certeza si pisa con fuerza el corazón humano, ser una avalancha y una mano férrea para dirigir la voluntad si ella es, la duda, la madre biológica del alma que ha tomada cautiva. Sólo así podría explicarse la razón de que decidiera acercarse otra vez al hermano Aurelio para preguntarle cómo se sentía. Lo había visto detenerse unos segundos para descansar, llevarse las manos a la cintura dolorida y estirarse con un gesto de aprehensión en la cara. Cuando estuvo a su lado, apoyó una mano en un hombro de su amigo, y le dijo:
-¿Cómo está, hermano?
-Con mucho dolor, ya me ve, pero Nuestro Señor me acompaña…
-Sin duda, hermano. Nuestro Señor Jesucristo está en todas partes.
-¿Entonces también lo ha visto?
Maximiliano no entendía a qué se refería.
-¿A Nuestro Señor? Bueno, hermano, no exactamente…
Pero Aurelio no lo dejó terminar, lo agarró de un brazo y lo arrastró casi hasta el borde del canal, en la zona más profunda que habían cavado. Ambos se asomaron a la vez, uno ansioso por mostrar, el otro curioso por ver sin saber qué. Maximiliano no vio más que la tierra húmeda y negra, algo amarronada por el sedimento que el arroyo dejaba en sus crecidas. Pero vio a Aurelio señalar con la mano hacia el fondo, en un punto exacto, que para él podría haber sido cualquier punto de ese fondo, porque nada veía de extraño o peculiar.
-¡Mire, hermano! ¡El Cuerpo Sagrado! –casi gritó Aurelio, y Maximiliano entonces lo miró a los ojos, y vio que el ojo izquierdo estaba fijo, brillante pero sin vida a la vez, como una perla recién arrancada de su concha por la violencia del mar y arrojada a la playa. Algo vivo que denotaba una historia, como una bola de cristal en miniatura, a través de la cual podría verse el pasado y el futuro. Pero a su vez algo sin movimiento, desligado de los músculos que dan la imprescindible sensación de vida para nosotros, los humanos, seres de carne y hueso adheridos a la física de la gravedad. Donde hasta el pensamiento es un acontecimiento físico.
Como si el ojo hubiese sido arrancado y vuelto a colocar en su órbita luego de explorar la cavidad que lo contenía, o una parte de esa cavidad.
El fondo de una cueva, o el fondo de un pozo, quizá.
-No entiendo, hermano –dijo él, pero de algún modo esperaba escuchar lo que entonces oyó.
-El cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo. El cuerpo de Dios, hermano Maximiliano –dijo Aurelio al oído de su amigo, tan cerca que Maximiliano olió el sudor que cubría el rostro de Aurelio, y unas gotas de transpiración se pegaron a su mejilla y cayeron por su cuello.
Cuando se asomó al borde una vez más, sintió que las manos de Aurelio lo sujetaban de la cintura. Primero experimentó la confusión de ese contacto, el motivo equívoco o no, pero sin duda inquietante de esas manos tocándolo de una forma que ninguna mujer lo había tocado hasta ese momento. Después, sólo después se dio cuenta que la razón del contacto había sido evitar que cayera al pozo. Aurelio había notado el giro perdido que habían tomado sus ojos luego de escucharlo, y el repentino vahído fue apenas posterior a la rápida reacción de Aurelio. Así, resultaba que quien parecía más lúcido era el más débil, y el más ilógico de ambos el más despierto de los dos. Porque dicen que la locura es lúcida, que es una exacerbación de reacciones, o una hipersensibilidad que permite múltiples pensamientos y atenciones simultáneos. De ahí la locura, la fragmentación de la personalidad en tantas facetas como las que conforman el mundo.
Cuando el mareo pasó, se encontró parado junto al pozo, abrazado a Aurelio, respirando agitado y todavía insensible, como perdido en las nubes de tierra que acababan de remover.
-¿Lo vio? ¡Se lo dije, hermano, Él está aquí!
Fue un grito a la vez que un susurro en sus oídos aturdidos, tapados aún por la vertiginosa corriente de sangre que ahora lo invadió luego de su momentánea ausencia. ¿Se había mareado por lo que escuchó o por lo que vio? Sabía lo que había escuchado pero no recordaba haber visto nada. Tal vez su mente se negaba a reconocerlo, porque la voz de Aurelio sonaba demasiado segura, demasiado lógica y concluyente.
Ahora lo veía arrodillarse en el borde y explorar con la mirada, como si buscara a dónde aferrarse. Encontró la escalera y bajó. Maximiliano sentía aún el cuerpo de Aurelio pegado al suyo, y comenzó a restregarse el cuerpo como si algo le picase. Seguía mareado y no estaba seguro de lo que hacía. Recordó entonces el ojo izquierdo de su amigo, eso ojo fijo que al mismo tiempo que lo miraba mientras estaban abrazados, parecía un espejo de su propio ojo derecho. Y su propio ojo izquierdo contemplaba la mirada piadosa y triste del ojo derecho de Aurelio. La división eterna del hombre, la dicotomía en todo lo que lo concierne. La eterna elección y el eterno fruto de la discordia. La perenne equivocación.
Aurelio estaba ya en el fondo del pozo, agachado, de rodillas, escarbando con las manos en un sector oscuro a pesar de la luz del día. Maximiliano pensaba que el otro se había vuelto loco, pero sus propios pensamientos lo habían llevado a un nivel en el que no se sentía seguro ni de su propia cordura. Mirando la espalda desnuda de Aurelio, la piel blanca ahora colorada y entumecida por el sol al que no estaba acostumbrado, sintió deseos de bajar y tocarla, de apoyar la cabeza de costado sobre esa espalda para sentirlo respirar. Saberlo vivo por el contacto, porque ésa parecía ser la única manera desde que las manos finas y débiles, las manos largas y esqueléticas de Aurelio lo habían tomado de la cintura para evitar que cayera. Y sin embargo, tal vez en realidad lo habían empujado a un abismo más profundo que ese pozo escavado a sus pies.
-¡Aquí está, hermano Maximiliano! Baje y véalo con sus propios ojos.
Era como una invitación a ver la cara de Dios en una tumba. Por eso no pudo evitar la repulsión a la vez que la intensa, irresistible atracción de bajar la escalera. Así lo hizo, mirando cómo el nivel de la superficie iba ascendiendo a medida que él bajaba, y era ésta una terrible y certera alegoría de su descenso a los infiernos. Los demonios lo estaban llamando y él acudía con conciencia pero engañándose a sí mismo, consolándose con razones prácticas a la vez que motivos teológicos surgían desde los ámbitos de su mente lógica, o el estado pseudo-religioso de su alma. Ya no podría fingir que carecía de un cuerpo con deseos e instintos, uno que ya no soportaba más la mentira o el consuelo otorgado por noches de insomnio a la luz de una luna que penetraba por la ventana. Ya no más esconderse entre prostíbulos o desahogarse entre sábanas tan ríspidas como las cortezas de los árboles a los que recurría al escapar de la habitación de la casa del tío José.
Descendía, y su mirada imploraba la luz encuadrada en un marco de tierra que se empequeñecía cada vez más, hasta que sus pies pisaron el fondo, y allí las manos de Aurelio lo esperaban para resguardarlo, para protegerlo de una posible caída. Manos que lo tomaron otra vez de la cintura mientras sus pies abandonaban el último peldaño de la escalera, sintiendo el calor de un infierno naciente y próximo, y el olor de la tierra húmeda que comenzaba a quemarse.
Tierra y carne.
Eso fue lo que vio cuando se acostumbró a la penumbra del fondo. O quizá fuese el olor lo que creó la visión de algo parecido a la carne en el fondo removido, o tal vez las manos de Aurelio, que lo tomaban de los hombros, a sus espaldas, para señalarle, con un movimiento de la cabeza junto a la suya, oreja contra oreja, aliento casi sobre aliento, el lugar de donde estaba el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo.
-¡Allí! –lo oyó decir.
Maximiliano buscó con la mirada, se agachó para tocar la tierra. Escarbó él también, como había visto hacer al otro, pero no halló más que raíces y piedras, además de la bendita tierra. Porque ésa era tierra bendecida, se dijo, recordando que estaba en un convento, que allá arriba estaban los curas bienhechores y la sacristía. Por un momento, se sintió aliviado. Se dio vuelta, y dijo:
-Hermano Aurelio, lo siento, pero no veo nada.
El otro cerró los ojos, y fue entonces cuando el izquierdo, a pesar de encontrarse tapado por el párpado cerrado, brilló en la oscuridad. Y el hermano Aurelio se agachó junto a Maximiliano, agarró sus manos y las llevó hasta la tierra.
Las cuatro manos dieron vueltos en espiral, y la tierra se sentía ahora como arena por lo blanda y seca. Maximiliano no miró hacia abajo, porque estaba fascinado por el ojo del otro. Las cuatro manos dieron vueltas y vueltas, sintiendo varias veces los pies de ambos. Aurelio estaba descalzo, y él sintió la suavidad de esos pies que adivinaba blancos bajo la suciedad y la oscuridad. Cerró los ojos cuando un vahído lo invadió hasta obligarlo a sentarse, mientras las voz de Aurelio se escabullía en la penumbra y sus manos desaparecían del espectro angosto de su visión. Cuando recuperó la estabilidad, sólo vio el brillo del ojo izquierdo como un punto único en una noche sin luna. Una pequeña luna blanca intensamente fuerte. Una luna que pugnaba por salir de una vez por todas de su diario enterramiento, por más que supiese que al día siguiente volverían a sepultarla.
Él, entonces, habría de rescatarla. Y se estiró para tocar el ojo que ahora pertenecía a una cabeza y a un cuerpo tirado en el suelo de tierra, en parte cubierto y en parte desenterrado. El cuerpo de Aurelio yacía como el cuerpo de Cristo del que su amigo había hablado un rato antes. Lo sacudió de los hombros, le palpó el pecho. Le agarró las manos buscando el pulso. Llevó el oído a su boca para sentir el aliento.
Respiraba. El hermano Aurelio estaba fingiendo.
-¡Vamos, hermano! Su broma es una blasfemia…no le seguiré el juego.
Estaba levantándose para subir otra vez por la escalera cuando las manos del otro lo retuvieron. Iba a soltarse justo en el instante en que una de las manos tomó una de las suyas y sintió la sangre, y por más que no la viese sabía que se trataba de sangre. La consistencia, el olor, la viscosidad, y sobre todo, la herida que estaba palpando. Las astillas de huesos quebrados sobresaliendo de la palma de Aurelio. Se dio vuelta y le agarró las manos, y en la penumbra vio claramente las heridas que las atravesaban. Y pudo ver también, que en lugar de un ojo brillante, era un clavo el que brindaba, generosamente, una inquieta luz piadosa.
Un clavo y un ojo. Eso era todo. Y la voz de una presencia escamoteada a la oscuridad, robada a la luz incierta en un pozo vacío y lleno de herrumbre humana.
Las manos de Dios tomándolo del cuerpo, seduciéndolo como un amante que parte a la guerra y desea su última noche de amor blasfemo, de fornicación y escarnio irremediable y sin perdón alguno, más que la piedad o la misericordia que recién nacerían luego de la crucifixión, luego de cada crucifixión.
Él, Maximiliano Menéndez Iribarne, no se creía merecedor de tanto privilegio ni de tanta humillación.
No dejaría que Jesucristo lo utilizase como amante, ni él se entregaría. No iba a dejar que Jesucristo cayera en el infierno por su causa. Él estaba dispuesto a hacerlo por Él.
Por eso agarró la pala apoyada en una de las paredes del pozo, y la descargó con todo su peso y con toda la fuerza, muchas veces, sobre la cabeza del Cristo erguido y anhelante que lo miraba.
9
Al día siguiente Elsa no habló con él. Pasó toda la mañana y la tarde cambiando vendas, hablando con los enfermos, reclamando la presencia del médico. Maximiliano no se atrevió a acercarse, y cuando una o dos veces sus miradas se cruzaron, no encontró en sus ojos más que indiferencia y desinterés. Se la veía ocupada, y cualquier reclamación de su parte no sería más que egoísmo.
Elsa vestía su habitual vestido negro, liso, que cubría sus hombros y brazos hasta por debajo del codo, donde lo arremangaba. Se llevaba el antebrazo a la frente para apartarse el cabello, que a pesar de sujetarlo en la nuca con una cinta roja, solía caerle en la frente, cubriéndole la mitad de la cara, escondiendo con sensualidad las mejillas y los ojos pardos. Ahora, a la distancia, y en medio del tufo irrespirable de la enfermedad y la mugre, del aroma del mar que intentaba eliminar el olor de los hombres como si fuesen perros sarnosos transportados al matadero, podía percibir el aroma de su piel en la memoria, el mismo que había sentido mientras él estaba enfermo y ella lo cuidada, acariciándolo, pasando su brazo por detrás de su cabeza, de modo que él sentía el perfume natural de Elsa. El olor de la piel y de su pelo, el de esas manos que a pesar del dolor y la enfermedad, era casi un acto de contrición, una entrega y un perdón al mismo tiempo. Un conocimiento obtenido no a base de esfuerzos y trabajos, sino únicamente por cariño, o por amor, quizá.
¿Pero lo amaría ella, realmente? O tal vez la pregunta correcta sería si él podría amarla a ella. Porque si era verdad que sentía algo que nunca había esperado sentir por una mujer, también le era necesario reconocer que no sabía qué podría ella estar pensando en realidad, o si no se engañaba a sí mismo intentando llegar más allá de lo que se creía capaz.
-Elsa –dijo en voz alta, parado entre los enfermos yacientes a su alrededor, quizá al mediodía, o a media tarde, mientras el barco continuaba su curso irremediable, su círculo en espiral de días y semanas al que estaba condenado antes de atracar en cualquier puerto del Nuevo Mundo. Pero nadie lo escuchó, ni esperaba que alguien lo hiciese. Sólo sabía que un inminente vacío se iba creando a su alrededor a la vez que el tiempo transcurría sin la presencia, o más bien con la ausencia creciente de Elsa, tan lejos y tan cerca simultáneamente. Al alcance de las manos y de sus palabras, pero tan lejana por el resentimiento que ella debía estar sintiendo.
Y presentía que en eso también se equivocaba. No existía tal resentimiento, sino, más probablemente, una indiferencia no exenta de amor, como una madre que deja pasar el berrinche de su pequeño hijo, dejándolo solo por un tiempo, pero sin por eso dejar de vigilarlo y cuidarlo. Si fuera eso, se dijo, porque la perspectiva de perderla y volver a la soledad, por más que ésta fuese un tímido consuelo, lo llenaba de angustia.
Esa noche, se recostó apoyando la espalda en el barandal, de espaldas al mar, mirando las estrellas y la luna, que intentaba ocultarse en vano tras unas solitarias nubes. No era hora de ver caer los huesos todavía, eso sería luego de medianoche, más tarde aún quizá. No había comido en casi todo el día, y no tenía hambre, pero sin pensarlo se llevó una mano a los labios, y lamió, como quien juega, el dorso, saboreando la sal, sintiendo que su cuerpo comenzaba a formar parte del mar, y que sus propios huesos eran como una nave, un barco capaz de flotar a la deriva y sobrevivir a tormentas y arrecifes, a los días incandescentes del estío y la lluvia del invierno. Un esqueleto con la cabeza como proa, la frente erguida y las manos sobrenadando la superficie, como una Gárgola. Un demonio para enfrentar a los demonios del mar. Porque el mal se combate con su propia naturaleza. Y qué mejor que él, se dijo Maximiliano, el representante de todo mal, el que lleva a Lucifer en las entrañas, en los recovecos de los intestinos, para destruir a aquellos demonios que estaban recogiendo los huesos de Dios, los restos usados por ese Viejo que ya debía estar muerto desde hace mucho tiempo, los huesos tristes y blancos que caían desde la luna para ser cosechados por seres resentidos y mediocres que planeaban construir con ellos las nuevas ciudades sin tiempo, los países del infierno. No ciudades quemadas, sino construidas con ladrillos formados en hornos inmensos, templos y edificios resistentes al peso del agua y a prueba del fuego, por ser éste su propia naturaleza.
Él estaba en la obligación de ser más inteligente que ellos. Debía combatir todo el poder del infierno con apenas la fuerza de una araña, o como una mujer que se mira al espejo, y que deseando recrear todo su mundo perdido, sólo contase con una uña rota.
Durante las tres semanas que siguieron, muchos más murieron, unos pocos se recuperaron, y el ritmo del barco fue marcado más por estos regulares intercambios que por el vaivén de las olas o el ruido que llegaba desde la sala de máquinas.
Los pasajeros sanos no se asomaban a cubierta, y unos pocos accedían a la zona permitida y libre de contagio. El médico visitaba cada vez menos la popa, luego ya dejó de pasar, lo mismo que su enfermera, y sólo los ayudantes recorrían las filas de enfermos, tomando notas, haciendo registros de nombres, de temperaturas, de estados clínicos. Eran más empleados de estadísticas que otra cosa, porque apenas hacían algo para aliviar los dolores. Traían unas cuantas pastillas que repartían de un modo que se empecinaban en llamar equitativo. Era Elsa la que debía rogarles que les entregase los medicamentos.
-Yo conozco el estado de cada uno –les decía, y ellos, mirándose entre sí, se resignaban después de una breve discusión que tenía como fin mantener la apariencia de su supuesta autoridad en las circunstancias.
Maximiliano calculaba los días que faltaban para cumplir la cuarentena mediante un diario que llenaba con breves frases que intentaban reflejar lo más trascendente de cada día. Por lo menos lo que él había hecho o había sucedido en el barco. A veces anotaba: “hoy han muerto dos hombres, una mujer y un niño”, otras “me siento solo, Elsa no me habla desde hace días”. Algunas veces, el papel ajado de los primeros días se rompía por el manoseo y la humedad, y al buscar sus impresiones del principio no hallaba más que la misma confusión que había en su memoria. Pero si, de pronto, se sentaba a descansar, los recuerdos retomaban su forma, o quizá se liberaban de las ataduras invisibles, que es el material del olvido, y aparecían en forma de sueños vislumbrados en las horas de la tarde o en las iniciales etapas del sueño nocturno.
E invariablemente eran interrumpidos por la pesadilla.
La pesadilla que la luna tendía a hacer menos cruel y rotunda, una especie de bálsamo de piedad que ejerciera su influencia sobre el obstinado embrión del remordimiento. Porque todavía era un embrionario ser que continuaba creciendo, y él, aún sin mujer, lo había engendrado con sus manos.
Con las manos y una pala.
Pero a veces, también, Elsa llegaba para interrumpir el sueño, y entonces él se salvaba. Las manos de ella lo sacudían, como ahora, con más cariño o con menos enojo. Él entonces leía todo eso en los ojos de Elsa, en la forma con que sus dedos lo acariciaban, por más que no fuesen caricias sino un llamado, un ruego desesperado por recuperar el cuerpo y el alma de ese hombre que ella debía ver hundirse, deshacerse, fundirse en la cubierta, absorbido por las aguas endemoniadas. Como una madre que rescata a su hijo ahogado, una amante que desespera por sostener el cuerpo demasiado pesado del amor de su vida, o una hija cuyo padre se va quedando atrás, lentamente inmovilizado por el gélido prólogo de la vejez.
Era de noche cuando despertó, los ojos abiertos mirando la cara de Elsa, cuya cabeza escondía la luna. Ella se dio vuelta al ver que él miraba detrás.
-¿Otra vez la pesadilla? –preguntó.
Él afirmó con la cabeza, se sentó apoyándose contra el barandal, y la invitó a sentarse a su lado. La luz de la luna entonces los iluminó a ambos, y él pudo ver la cara pálida y sin embargo bella de Elsa.
-Hace mucho que no me habla…
Ella bajó la mirada y lo acarició el dorso de una mano.
-Es usted el que no quiere hablar, el que se encierra en sí mismo y no comparte sus penas. Yo no puedo comunicarme con usted si usted no quiere…
-¿Y qué necesidad hay de saber, querida Elsa? ¿Tiene miedo de mí?
Ella le acarició la frente.
-Usted es un niño mimado que tiene sus berrinches, se empecina en la amargura, parece que disfrutara de ella.
Maximiliano la miró con ofuscación, y sintió que era ella quien no parecía comprender.
-Mire a su alrededor y dígame si no tiene suficiente para amargarse…
-En todo caso son ellos y no usted quienes tienen justificado amargarse…
-Por Dios Santo, Elsa, dígame sinceramente si piensa que Dios tiene justificación para todo esto. Mire el mar, se parece a un desierto en el que viajamos desterrados, sin poder atracar en tierra firme.
-Pero Maximiliano, ya entramos en el siglo veinte, este barco tiene radios para comunicarse, no estamos solos.
Maximiliano sabía que cada uno está solo, porque hay cosas que no se pueden confesar. Ella volvió a acariciarle la frente, pasó la mano por su pelo, se detuvo en sus orejas, acariciándolas. Él llevó la cabeza atrás y la apoyó en la baranda, sintiendo la agradable sensación del contacto de esos dedos que lo tocaban tan suavemente que era como si la misma brisa del mar quisiese consolarlo, luego de haberlo amedrentado y puesto a prueba como un niño castigado. Elsa tenía razón, se dijo, todo hombre es un niño, pero él sabía que todo niño nace y muere en un desierto.
-¿Por qué viajan usted y su padre a América?
-Porque mi padre está enfermo –dijo Elsa. Hizo un breve silencio para mirar alrededor, como buscando al viejo.- Hace ya más de un año que empezó a tener mareos. Al principio bromeábamos porque es muy dado al vino, usted comprende, pero luego comprobé que había días en que ni siquiera bebía y le daban esos mareos igual, incluso en la cama. Yo lo veía agarrarse la cabeza o sujetarse a los bordes de la cama. Entonces me di cuenta que me decía la verdad, y llamé al médico. El doctor vino una tarde, le revisó la garganta y los ojos, le palpó el abdomen y la espalda. Lo hizo caminar por la habitación con los ojos cerrados, y hasta en puntas de pie, mientras Eufemia, la mujer que nos ayuda a cuidar las ovejas, y yo nos tapábamos la boca para ocultar nuestra risa. Finalmente no dimos más y explotamos en carcajadas, mi padre abrió los ojos y nos miró ofuscado. Pero ese día y el siguiente no tuvo mareos, y se consideró curado con el jarabe que el doctor le recetó. Al tercer día, los mareos regresaron, y ahora se quejaba que escuchaba una radio mientras le daban esos ataques, sin entender el idioma del locutor. A veces era música, pero casi siempre nos describía el sonido metálico y lejano pero inconfundible de una emisión radiofónica.
Como si alguien se hubiese propuesto burlarse de nosotros, escuchamos de pronto una radio sonando desde algún sitio del barco. Nos miramos con Elsa, y no pudimos más que reírnos de esa crueldad que un dios teatral, un Baco demasiado borracho para culparlo de negligencia o deliberada maldad, nos imponía para que hasta nosotros riésemos de nuestras desgracias.
-¿Y qué dijo el doctor? –pregunté.
-Nada, no encontró nada malo. Pero justo una semana después, mi padre empezó a quejarse de un dolor muy fuerte en el lado derecho de la cara, pero esto no fue nada comparado con lo que pasó unas semanas después, cuando perdió la visión del ojo izquierdo. Se paseaba desde entonces como perdido por el campo y el pie de la montaña, buscando algo, porque no lograba acostumbrase a ver con un solo ojo. Volví a llamar al doctor, y dijo que teníamos que internarlo, pero mi padre no quiso ir a la ciudad. Un mes después, ya caminaba y hacía sus cosas como si nada hubiese pasado, se había habituado a su media visión. Sólo movía un poco la cabeza hacia un lado, igual que hace un sordo de un oído cuando le hablan, pero ahora ya casi no lo hace.
-¿Y el dolor?
-Bueno, se atenuó un poco, según él. A veces se despierta a la noche y se pasea de un lado a otro de la pieza, y entonces sé que le duele mucho la cabeza, pero no protesta. Yo no comprendí hasta hace poco la razón de su cambio, de esta resignación…
Elsa miró a Maximiliano de una manera extraña, y él pensó que ella quizá esperaba que adivinase lo que iba a decir. Por qué ella sospechaba eso, se preguntó, si nada podía saber de él ni de su historia reciente.
-Papá me dijo un día que no estaba ciego del todo. “Ya lo sé, papá”, le contesté, pero él no se refería a que conservaba un ojo sano. “Puedo ver a Dios”, me dijo entonces. Yo creía que me estaba embromando, aunque él no era de ese tipo de hombres que hace bromas, y menos a expensas de la religión, por más que no fuese practicante ni hubiese pisado una iglesia en los últimos treinta años. “De noche”, me contó, “lo veo de noche, cuando la oscuridad del ojo derecho es igual a la del izquierdo, entonces en éste”, decía, tocándose el ojo ciego, “veo la forma humana de Dios al lado de mi cama”. Yo le acariciaba la cabeza y lo consolaba, porque estaba convencida de que se estaba volviendo loco. Me puse a llorar por esa tremenda desgracia que debía afrontar sola, pero mi padre se rehusaba a ser consolado. Hablaba con una completa lógica, pero lo que decía carecía de cualquier posibilidad de realidad para mí. “Y cuando ves a Dios, qué te dice”, le preguntaba. “Nada, hija, no habla, sólo está ahí, y lo puedo ver tan claro como te veo a ti ahora mismo”.
Maximiliano escuchaba a Elsa en silencio, igual al Dios que el viejo decía ver. Era un silencio al que lo había acostumbrado la pacífica mansedumbre del cordero de Dios clavado en una cruz. Sin gritos, con dolores callados a rajatabla, gemidos contenidos detrás de los dientes apretados, entre músculos entumecidos y tan tensos como los nudos de la madera que formaban esa cruz. Músculos contraídos por los latigazos que Maximiliano aún podía sentir, castigándose a sí mismo para que el dolor fuese el mensajero de sus pecados, el instrumento que caldeara el cuerpo hasta la temperatura adecuada en que el deseo y la muerte se encontraba al mismo nivel, en el mismo plano de la realidad como de la conjetura. La teoría y la práctica aunadas por la simbología divina. El dos unido por el tres. El tercero representando no únicamente la unión, sino la esencia, la síntesis y la expansión. El representante que es lo representado.
El dolor que transforma la oscuridad en luz.
Era eso lo que había escuchado del hermano Aurelio, y quizá lo que el padre de Elsa había intentado decirle a su hija.
-¿No le dijo su padre si veía la luna en esas noches?
Elsa no lo miró, estaba llorando y se ocultaba la cara.
-No lo sé, de eso no me dijo nada.- Luego de un momento en que se secó la cara con un pañuelo sucio, se rectificó: -Sí dijo algo sobre la luna, ahora que recuerdo. Los ojos de Dios son dos lunas gemelas, comentó, pero después dijo que no eran dos, sino uno solo, como dicen los astrónomos que la luna tiene dos caras, una siempre visible y la otra oculta para nosotros. Papá me dijo entonces que Dios gira la cabeza, y le vemos media cara, pero en realidad sí tiene media cara nada más. Ahí me di cuenta de que ya estaba delirando, porque ya ni siquiera hablaba con apariencia de lógica. Según él, Dios muestra el ojo izquierdo.
Maximiliano entonces preguntó, dándose cuenta recién después de la importancia de su pregunta.
-La ceguera del ojo izquierdo, ¿quiso decir, no?
-Sí, pero él se refería a la ceguera de Dios, Maximiliano. Dijo que el Señor estaba ciego desde el día de su creación.
-¿La creación de quién?
-De Dios, desde el día que nació. ¿Se da cuenta del delirio? Yo casi me vuelvo loca al escucharlo. Gracias que mi amiga Eufemia me acompañó a hablar en el hospital de la ciudad, donde me recomendaron internarlo. Unos días después lo vinieron a buscar. Papá me miró y me insultó por primera vez en su vida. Lo miré irse en la ambulancia, de esas nuevas con motor, blancas y con una enorme cruz roja en cada costado, traqueteando sobre las rocas y haciendo mucho ruido. Estuvo dos días en el hospital. Me llamaron para que fuera a buscarlo. “Su padre no tiene nada, sólo un delirium tremens por el alcohol,”, me dijeron. Cuando salió, seguía con la misma deficiencia para ver, pero como no me hablaba por su enojo, no supe por algún tiempo si seguía o no con sus locuras. Lo dejé en casa, vigilado por Eufemia, mientras yo salía a trabajar al campo. Por un tiempo creí que todo finalmente saldría bien. Era como si estuviese postrado, por más que pudiera moverse y caminar perfectamente. Yo prefería eso a escuchar sus delirios y saberlo loco para siempre, incluso a veces pensaba que la casa y yo corríamos peligro, podría quemarla o matarme en cuanto me descuidase. Un día pasé frente a la casa de la vieja que le comenté un día, no sé si la recuerda, Maximiliano.
-¿La que predecía el futuro?
-Esa misma, pero en realidad no era adivina, sólo una vieja más del pueblo, de la que se contaba que hablaba con los muertos como de otra podía contarse que se teñía el pelo o tenía veinte gatos. No trabajaba de eso, pero la gente iba a preguntarle cosas, y aunque nunca cobraba recibía en silencio los regalos que le daban. La conocía desde que yo era muy chica, y para mí siempre había sido soltera y solitaria, y siempre había sido una bruja de esas de buena apariencia, amable pero misteriosa. Hablaba con acento italiano, y tenía un apellido no común, creo que Sottocorno o algo parecido. Sólo cuando se hizo vieja comenzaron a tenerle miedo, porque una vez anunció en la iglesia que llegaría una terrible enfermedad, y cuando todos se habían olvidado de tal vaticinio tres meses después, una epidemia de ántrax asoló la región. Desde entonces, ella misma pareció tomarse en serio ese supuesto poder adivinatorio. Ya casi no salía de su casa, y eran los vecinos los que iban a verla, incluso los maridos que nunca habían hecho caso de los comentarios de sus mujeres. Pero no iban como visitas simplemente, sino que entraban y salían como en la consulta de un médico, es decir, por turnos. Poco tiempo después, no había día de la semana sin que menos de diez personas entraran a esa casa. Si alguien preguntaba por ella en el pueblo, decían que la habían visto bien, pero no se hablaba de lo que había ocurrido en el interior. Para mí y los demás niños, siempre fue un misterio el salón en donde ella recibía a la gente. Tenía animales, gatos y perros, algunos dentro y otros afuera, los trataba bien, incluso muchos dejaban cachorros en su puerta para que los criara.
-No era una mujer mala, entonces…
-Con los animales no, pero con la gente, no sé. Quiero decir, Maximiliano, que ella les decía el futuro, supuestamente, y eso no es nada bueno, me parece…
-¿Por qué?
-Mire, la vida es un regalo, una bendición, es vivir el día a día…
-¿Y qué mal hacía esa mujer con predecir el futuro?
-Decía el día y la forma de la muerte a quien deseaba saberlo, y muchos querían saber también la muerte de otros. Se puede tener un poder, Maximiliano, pero ese poder implica también escrúpulos…
-¿Y si Dios no tiene escrúpulos, por qué deben tenerlo los hombres?
Elsa lo miró con enfado.
-Dios es Dios…
-Eso es retórica, Elsa. Palabras como espuma de mar, repeticiones sin eco. Lo que vale es lo que queda, por lo tanto, lo que persiste en el futuro. Ver ese futuro es casi ser un Dios, me parece.
Como Elsa seguía enojada y nada le contestó, preguntó, intentando conciliarse y saber más de aquella historia.
-¿Cómo se llamaba esa mujer?
-Se apellida Cortez, María Eugenia Cortez, de Valladolid. Su familia se instaló en el pueblo muchos años antes. Bueno, continúo contándole lo de mi padre. Usted se preguntará por qué hice lo que hice, después de lo que acabo de decirle, pero no sabría responderle. La verdad es que pensé en ella y decidí llevar a mi padre a verla. No sé qué esperaba, probablemente un milagro, una respuesta esperanzada, por lo menos. Cuando estamos desesperados, hasta podemos recurrir a quienes aborrecemos o despreciamos. Yo no tenía nada en contra de esta vieja, pero le tenía miedo, o resquemor, y a veces la ignoraba completamente. Mi vida nunca se había cruzado con la suya, y de pronto era yo quien recurría a ella por algo en lo que nunca había creído, entregándole lo que yo consideraba más sagrado, la vida de mi padre. Un día le dije al viejo que iríamos a verla, me miró fijo pero no dijo nada. Me siguió despacio por el camino al pueblo. Yo caminaba erguida, orgullosa y en silencio, con un perro a cada lado; mi padre iba atrás, encorvado, mirando sin ver con esos ojos cada vez más extraños, levantando la vista ciega y oliendo el aire igual que lo hacían los perros. Llegamos y ella nos recibió con cara seria y ofuscada. Vi por primera vez el interior de la casa. Era nomás un salón pequeño y oscuro, repleto de muebles viejos y llenos de polvo, repletos de libros y papeles. Había tazas de té sucias sobre la mesa, donde las moscas revoloteaban y zumbaban refugiadas del exterior. Nos sentamos a esa misma mesa, ella envuelta en su cohorte de moscas, nosotros envueltos en el aroma húmedo y herrumbroso de la casa. Madera y hierro, orina de gatos, mugre vieja. Eso era la esencia de la casa, elementos primitivos con los que ella parecía construir el futuro. Y se me ocurrió que realmente era una bruja que arrancaba pedazos de las cosas para amalgamarlos en una nueva sustancia que ella quemaría en su gran caldera de hechicera para que el humo se expandiese por el mundo. Unas cuantas palabras ininteligibles serían necesarias, sin duda, para completar el ritual, o por lo menos para darle la apariencia imprescindible ante los dioses que estarían mirando, seguramente. Miré al techo, hondo en su profunda altura, oscuramente habitado por telas de araña que adivinaba milenarias.
De pronto, Elsa se echó a reír, apoyándose en los brazos cruzados de Maximiliano. Él sonrió, sintiendo el aroma del pelo de ella tan cerca suyo, que sintió un vértigo, como ante un abismo en cuyo fondo estaba el mar. Iría a arrojarse pronto allí, dispuesto a zambullirse y hundirse en ese plácido clima cuya consistencia era como el agua pero a la vez viscosa. Sal y sangre, se dijo a sí mismo. Lúbrico fluido de mares tórrido en tardes que mueren lentamente.
-Estoy sonando tenebrosa, y eso no es lo que quería –continuó diciendo Elsa.- Era una tarde común y corriente en el pueblo. Por la ventana de la casa yo veía la montaña, mi montaña, una parte de nuestra estancia, nuestros campos y ganado. El sol estaba espléndido ese día, pero cayó con la lentitud de siempre, y en seguida el frío se hizo tan intenso que hubo que entrar en la casa y sentarse junto al fuego, aún siendo verano. Allí dentro, en cambio, a pesar de lo cotidiano de las cosas, la sombra del atardecer era más fuerte y densa, y sobre todo el olor espantoso que al principio no me molestaba, de a poco fue provocándome náuseas que intentaba reprimir cerrando los ojos y escuchando la voz de esta vieja. Su forma de hablar era una letanía, aún cuando comentara el clima o contase lo que había preparado para la cena. Había retratos de familia colgados de las paredes. Gente joven y vieja. Ella pesó mi mirada, y dijo que eran sus hijos. “¿Todos?”, pregunté, porque había ancianos que supuse eran sus padres. “Sí”, me contestó. Yo insistí, señalando el retrato donde un viejo barbudo que nos miraba con enfado. “Mi hijo mayor”, respondió la vieja. “He tenido doce hijos, todos me han dado nietos y bisnietos y tataranietos. Muchos han muerto ya, el resto está desperdigado por el país. Qué es lo que quiere saber”, me preguntó de pronto, con las manos cerradas en puño sobre la falda, mirándome con fijeza y una total falta de humanidad. Me quedé cohibida un instante, y señalé a mi padre, que había permanecido sentado a mi lado observando el techo. Entonces le conté todo, como se lo he dicho a usted. Ella me escuchó sin interrumpirme hasta que ya no tuve más que decir, luego se acercó a papá y puso sus manos sobre la cabeza de él. Le levantó los párpados como si fuese un médico. Mi padre la dejaba hacer. No sé si la veía bien con su ojo sano, cuando estaba ensimismado yo no sabía si era consciente o no de lo que pasaba a su alrededor. No intercambiamos cuestiones entre la vieja y yo. No le dije qué esperaba de ella porque no sabía a qué había venido, ni siquiera, se lo juro, recordaba en ese momento el camino que habíamos recorrido hasta su casa sólo un rato antes. Supongo que dio por supuesta la razón de mi visita, nadie la visitaba para saber por su salud o porque la extrañasen. Sí, era triste pensar en eso, pero hay gente que es una especie de cristo para las diferentes filosofías, sean religiosas, domésticas, o también económicas. Son de esas personas que ante la pregunta de la razón por la cual hará tal o cual tarea desagradable, que la mayoría aborrece, ellos responden que alguien debe encargarse de hacerlo. Es tan simple la respuesta, que hasta parece una burla por parte de ellos. Y por eso, creo, los vemos como extraños, incluso llegamos a odiarlos porque presentimos un espíritu superior que no estamos dispuestos a reconocer, hacerlo significaría reconocer nuestra pequeñez, nuestro fracaso.
Maximiliano había estado escuchándola con atención, a veces cruzado de brazos, con el ceño fruncido demostrando extrema atención, moviendo la cabeza en un asentimiento de tanto en tanto. Pero ahora, luego de escuchar lo que acababa de decir, se preguntó si no era eso exactamente lo que él estaba sintiendo. Como si ella, al hacer tal comentario, no estuviese más que leyendo su alma o haciéndole una discreta pero profunda reconvención por su comportamiento, su ensañamiento en mantenerse silencioso y esquivo. Pero ahora debía reconocer la inteligencia superior de Elsa, esa campesina que se levantaba antes del alba, arreaba ganado, limpiaba establos, recorriera las laderas de la montaña como si no fuese una empinada cuesta sino una colina de suaves ondulaciones. Pensó en las piernas y las caderas de Elsa, en que debían ser fuertes y bien formadas. Bajó la vista, haciendo que meditaba, e imaginó el cuerpo escondido bajo el vestido viejo. Se dio cuenta que la deseaba, por primera vez, una mujer lo excitaba sin buscarlo ni tocarlo, sin obligados besos o caricias ríspidas y frotes que resultaban más pasos de un proceso maquinal que un verdadero deseo enraizado en la profundidad de su cuerpo.
-¿Se siente mal? –preguntó ella.
-No, continúe por favor.
-Bueno… la vieja dijo entonces que mi padre tiene un tumor en la cabeza, justo detrás de la órbita del ojo izquierdo. Dice ella que es inoperable. Le pregunté cómo lo sabía si no era doctora, y me hizo un dibujo que representaba la cabeza de papá y en el centro, hacia la izquierda, un círculo que ocupaba casi un tercio. Ese era el tumor, según ella, y operarlo sería como descerebrarlo. Me estaba poniendo nerviosa, insistí en saber cómo sabía el tamaño del tumor, si es que lo era. “Querida -me contestó- lo sé porque lo veo”. Entonces papá sonrió cuando las manos de la vieja lo liberaron, vi que ellos se cruzaban una mirada cómplice, y por primera vez en mucho tiempo, los ojos de mi padre fueron uno solo, se comportaron no como una pareja que se lleva mal sino como dos amantes. No me entienda mal, Maximiliano, no quiero insinuar nada raro entre ellos, la comparación es sólo una forma de explicarle que a partir de ese momento creí lo que me dijo la vieja, porque si mi padre veía algo, como aseguraba, con su ojo ciego, también ella lo hacía. Y de pronto, todo fue muy claro y muy fácil, a pesar de su complejidad. Ella empezó a explicarme que había una manera de salvarlo. En América, las tribus de indígenas conocen muchas formas de operar esos tumores. Primero me revelé expresando mi incredulidad, pero como ya le dije, ella hablaba de los indios como si se tratase de un vecino. “Llévelo a América”, me aconsejó. Mi padre y yo salimos de esa casa, a la que nunca volvimos y nunca regresaremos mientras tengamos vida. Vendimos la tierra con todo lo que hay en ella, y nos embarcamos.
Habían estado hablando toda la noche. El amanecer surgía desde la popa, develando la promiscuidad de la muerte, llevada y conducida, arrastrada por cubierta por los brazos de la enfermedad que azotaba al barco. Más enfermos habían entrado a la zona prohibida. Hubo menos muertos, y eso también era algo malo, porque el espacio se agotaba, y la epidemia amenazaba con expandirse hasta que el barco fuese solo una enorme llaga de metal flotando a la deriva. La nave de Aqueronte renacía como el fénix.
Elsa y Maximiliano miraban hacia el sol naciente, y se tomaron de la mano. Él fue quien hizo el ademán inicial, ella fue la que se animó a besarlo.
-¿Y usted, Maximiliano, por qué viaja a América?
Ilustración: Georges de La Tour
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