Distraídos conversábamos cuando nuestra hermana puso sobre la mesa de té, la cabeza de nuestro perrito. Creyendo soñar, vi esa cabeza raída y cercenada en el comienzo del cuello, rota, sin sangre, secos por completo los bordes de la separación. Me pareció que me miraba con ojos tristes.
Preguntamos a mi hermanita qué había pasado. Ella dijo que encontró el cuerpo junto a la verja de hierro de filosas aristas y la cabeza a alguna distancia de la acera... El pobre perrito, sin duda, había sacado la cabeza para mirar el codiciado mundo externo y alguien subió con su vehículo y lo decapitó.
Corrí hasta la verja, levanté el cuerpo, lo llevé hasta la mesa de té y para evitar a mi alma la visión sangrienta de las cavidades donde están los hilos que movían un ser tan afectuoso, junté la cabeza con el cuerpo, dando a esta varias vueltas, como si la tornillase. Luego le puse tafetán engomado, unos cartones como sostén y até un pañuelo encima.
En mi anhelo de ver su vida, lo empujé. Dio con todo el costado en el suelo. Después inició un movimiento renqueando y dando tumbos y en cierto momento en que cayó en uno de los pequeños estanques del jardín se dejó estar con riesgo de ahogarse. Lo saqué y continuó su vida confusa, andando en círculo, sin sacudirse el agua. Al fin caminó arrastrándose y, antes de detenerse para siempre, me lamió la mano.
Mi hermana y algunos chicos lloraban.
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