Se llamaba Gabriel Benítez. Era rubio, de cabello lacio, alto, corpulento, y tenía una cicatriz en la frente. Nadie sabía exactamente cómo se la había hecho, ni siquiera mis padres que lo conocían desde chico. Años después instaló su propio negocio, y desde entonces comenzó su mito, el de la carnicería que Benítez había decidido bautizar “El arcángel”.
A veces nos escapábamos de la escuela para ir a verlo. Su casi absoluto mutismo nos resultaba incomprensible y fascinante. Sabíamos que las mujeres de la zona lo visitaban por lo menos una vez por consejo de sus amigas, y todas terminaron por reconocer el extraño atractivo de ese hombre de treinta y cuatro años. Nunca le conocimos novia alguna, y se negaba voluntariamente a las insinuaciones de las chicas del barrio. Como si no fuese capaz de hablarles o decirles una sola palabra de aprecio. Por eso los hombres que se reunían en el bar murmuraban que a Benítez no le gustaban las mujeres. Sin embargo, otros aseguraron haberlo visto varias veces con prostitutas.
Era precisamente este rasgo lo que nos atraía de él, esa peculiar virilidad que no necesitaba ser demostrada de otra manera. Íbamos al negocio y nos acodábamos sobre el mostrador viéndolo trabajar, repartir las fetas de carne sobre las fuentes, o poner las medias reses colgando de los ganchos. Su gorro blanco le ocultaba el pelo, pero no la cicatriz que parecía llamarnos a cada instante. Él nos miraba entonces con rabia, con un furor que nunca vi antes o después de conocerlo.
-Max.- Decía en voz muy tenue, y de pronto el perro que había recogido de la calle muchos años antes, aparecía a un costado del mostrador desde algún sitio oculto del local, mirándonos con expresión furibunda. Estaba siempre a su lado, adorándolo casi. Ese perro, ahora estoy seguro, era una extensión de Benítez, la máscara invariable y hosca con la que ocultaba al mundo una parte de su persona que nunca conocimos del todo. El animal se parecía a un doberman, con mezcla de razas indefinidas. Era grande y fuerte a pesar de su edad avanzada, y completamente negro.
A la mañana, antes de las ocho, abría el negocio y dejaba salir a Max. El perro se quedaba en la calle media hora, oliendo la vereda y ladrando con un quejido de extrema angustia. Pude oírlo todas las mañanas en mi camino a la escuela, y hasta me pareció algunas veces que ese aullido era una forma de comunicación con algo que estaba más allá de nuestros sentidos.
Las únicas ocasiones en que escuchamos a Gabriel fue en sus borracheras contenidas, los sábados a la noche en el bar. A Santos no le caía bien ninguno de los dos, en especial le tenía bronca al perro. Max se sentaba debajo de la mesa, mientras Benítez bebía sus invariables de copitas de ginebra. Esas veces nos habló de su infancia, de la forma en que las personas influyeron en su vida. Pero lo que nos inquietaba más era que siempre sus palabras sonaban como una sentencia de muerte.
-Mis viejos me llamaron Gabriel para que fuese bueno como un ángel, pero si me vieran ahora, sin duda se arrepentirían. ¿Quieren saber cómo me hice esto?- Nos preguntó señalándose la cicatriz.- Fue un castigo adelantado por lo que yo iba a hacer después.
-Sos un tipo raro.-Le decía alguien de vez en cuando.
-Es que solamente Max me entiende.
Entonces el perro aullaba. Ninguno de nosotros se atrevió jamás a hacerlo callar. La voz del carnicero era el sonido triste y desilusionado de ese animal. Santos luego le sacaba el vaso de la manos con brusquedad, y ésa era la señal para que se fuera. Era el único a quien Benítez le autorizaba aquel trato, como si todavía fuese un niño malcriado al que había que obligar a volver a casa. A las tres de la mañana se iba caminando solo hacia el barrio de los prostíbulos.
Una noche se me ocurrió seguirlo. Yo andaba por mis dieciséis años, y ese hombre era como mi necesario nexo con las mujeres. Caminé detrás de él unos metros hasta que el perro se dio vuelta.
-¿Qué te pasa?- Me preguntó, mientras Max me miraba con recelo.
-Nada, quería saber si me dejabas entrar con vos para ver a las putas.
Vi reír a Benítez por primera vez, y tuve vergüenza. Después me tomó del brazo y me tuvo agarrado durante dos cuadras, hasta que empezaron a aparecer las mujeres en las esquinas, como arañas que surgían desde sus habitaciones lúgubres, desde los umbrales con luces pálidamente rojas. Caminaban dando vueltas sobre sus propios pasos, con las carteras rotosas y los labios púrpuras.
Nos acercamos a una de ellas, y Benítez le preguntó:
-¿Tenés alguna chica para mi amigo?
Los tres entramos a la vieja casa, donde el calor de las estufas permanecía virgen y protegido del húmedo aire del invierno. En un sofá de pana verde, estaban sentadas tres o cuatro mujeres de edad indescifrable, con las piernas cruzadas y descalzas. Sus ojos oscuros y asombrosamente maquillados me deslumbraron. Sentí el leve empujón que él me dio para que me animara. No sé a cuál elegí, ni siquiera recuerdo su cara porque todas me parecieron iguales en ese momento. Nos fuimos a un cuarto a lo largo de un pasillo demasiado semejante al de mi casa, y sentí remordimientos. Lo último que miré antes de encerrarme con aquella mujer, con esa extraña, fue a Benítez entrando a otro cuarto, y a Max sentándose a esperar en el pasillo sobre una alfombra.
Cuando salí, Gabriel me aguardaba en el sofá, solo, en ropa interior y fumando.
-Las chicas duermen a esta hora.- Dijo.
Desde la ventana entraba la luz de las seis de la mañana. El sol había empezado a iluminar las calles que iban a llevarme a la escuela. El mismo camino que me devolvería a mi infancia y a la virginidad ya irremediablemente perdida.
Estuvimos allí un rato, y sé que no estaba ebrio cuando me habló, cuando me dijo lo que tal vez nunca le contaría a nadie más.
-Una vez tuve una novia, ¿sabés? Era la hija de Santos, el del bar.- Entonces se me acercó al oído.- Yo la maté.- Murmuró.- Maté a mi novia sin querer...
-No te creo. Si te deja ir todos los sábados...
-Para emborracharme y hacerme hablar. Me humilla, ¿no te das cuenta? Lo único que lo retiene de matarme es Max, él me protege.
Esa mañana desayuné intentando ocultar el sueño y las ojeras de mi vigilia. Me pregunté si mis viejos podrían percibir ese aroma traidor que creía estar llevando. No quise volver al negocio, me sentía confundido y fui a ver a Santos.
El viejo limpiaba las mesas con un trapo húmedo y vaciaba los ceniceros.
-Hola.- Me dijo, y de pronto miró hacia la calle. Me di vuelta y ahí estaban Gabriel y el perro sentados en el umbral de la carnicería.
-Ese perro es muy especial.-Comenté.
-Deberían haberlo matado hace muchos años... -Murmuró él sin terminar la frase, y siguió limpiando las mesas, con esa mirada triste que tenía siempre.
Mi madre me dijo después que la hija de Santos había sido atacada por Max, y que había muerto unos días más tarde. Me lo comentó justo cuando pasábamos frente a la carnicería, y Gabriel estaba en la puerta.
-Buen día.- Lo saludó ella.
-Buenas, Laura.- Luego me miró y dijo:- ¿Qué hacías la otra noche por el barrio de las putas?
Me quedé parado sin saber dónde meterme. Mamá lo miró sorprendida, y agarrándome del brazo nos alejamos. Al darme vuelta noté que me sonreía mientras acariciaba al perro.
-Mamá, no le creas.- Pero no hubo caso, resulté sermoneado por una semana. Me encerré en mi habitación tratando de idear un plan, una venganza para el hijo de puta de Benítez.
Cinco días después, durante la noche, salí de casa sin hacer ruidos. En el auto de mi viejo me senté dos horas sin decidirme. A las siete y media de la mañana los párpados se me cerraban, y decidí que si ése no era el momento, no lo haría jamás. Al fin de cuentas Benítez lo estaba pidiendo, su mismo acto de traición parecía un ruego para que alguien terminara con lo que él no era capaz.
Al llegar a la esquina del negocio, esperé hasta que el colectivo que me llevaba a la escuela todas las mañanas pasara esta vez sin mí. Sentado y nervioso frente al volante, vi salir a Benítez con su remera blanca y el delantal ensangrentado. Levantó la cortina de metal mientras Max corría hacia la vereda. Entonces encendí el motor y aceleré, escuchando el chirrido de los neumáticos sobre el asfalto.
Creo que el perro bajó el cordón de la vereda sólo un segundo antes que yo pasara. Sentí el golpe en las ruedas, el paso vertiginoso e irreparable sobre el lomo del animal. Fueron dos sacudidas consecutivas. Luego perdí el control del auto y choqué contra un cesto de basura en la esquina siguiente. Pero únicamente después de juntar fuerzas me atreví a darme vuelta.
Cuando las campanas de la catedral daban las ocho bajo la luminosidad del sol de agosto, los vecinos comenzaron a acercarse. Benítez estaba ahora arrodillado sobre el pavimento junto a su perro.
Levantándole la cabeza, besó su hocico frío y manchado de tierra y sangre, y me di cuenta de que lloraba. Su rostro se fruncía, lagrimeando como un chico lleno de terror. Cargó piadosamente el cadáver de Max sobre sus brazos. Fue hasta la vereda caminando entre la gente, altivo y triste. La mirada se le había transfigurado, todo su cuerpo adquirió de pronto contornos suaves, movimientos inocentes. Juro que por un instante vi a un ángel guerrero en su lugar, al mismo hombre de siempre pero con alas y una espada en la mano derecha, en procesión de homenaje al animal muerto. Fue sólo un momento, una imagen fugaz y extraña. Después Gabriel cerró la puerta del local.
Como no volvimos a verlo en varios días, entramos a buscarlo. Ni él ni sus cosas estaban ya. Sólo hallamos el cuerpo de Max sobre el mostrador, tieso y nauseabundo.
Ilustración: Roberto Ferri
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