miércoles, 18 de septiembre de 2024

Domingos










Después de tocar el timbre, acaricié la vieja puerta de la casa de mis padres. La madera también estaba sudando por la humedad de ese domingo. Desde su muerte, mi hermano y su familia la ocupaban. Al día  siguiente del funeral de mamá se mudaron sin  previo aviso. Trajeron los muebles en un camión, y el barrio los vio descargar sus cosas como si la casa les hubiese pertenecido desde siempre. 

     -¿Qué te parece? - me había preguntado Daniel cuando fui a ver las refacciones, pero preferí callarme, como otras tantas veces. Desde entonces, ya sólo me quedó visitarlos los fines de semana para llevar a mi sobrino a la cancha. Se convirtió en un ritual esperado con ansia cada domingo.
     Ese día estaban almorzando en la cocina. El chico, apenas me vio, fue corriendo a su habitación para cambiarse.
     -Voy a vender la casa, nos mudamos a Buenos Aires.- Dijo Daniel leyendo el diario, sin mirarme, ajeno a mi rostro lleno de pánico, de extremo vértigo nublándome los ojos.
     Lo primero que pensé entonces fue en que iba a perder a Gabriel. Si se mudaban no lo vería más que esporádicamente. Ni siquiera sería ya el segundo padre, el reemplazo de los domingos, el auxiliar que salía al campo de juego en los últimos quince minutos del partido. Así pasaba con nosotros desde chicos. En el club, Daniel siempre era el titular, el capitán del equipo, el que planeaba las jugadas. Una vez el entrenador me dijo:
     -Entrás vos, pibe.
     Cuando Daniel salió del campo,  me murmuró al oído:
     -No cagués el juego.
      La voz de mi cuñada me despertó de mis recuerdos.
     -No le comprés helado, hoy está con dolor de garganta.
     -Está bien, Alicia.- Contesté.
      Gabriel regresó corriendo, vestido con un jean y  la camiseta del equipo. Daniel  ya no nos acompañaba a la cancha desde mucho tiempo antes. Estaba cansado, decía, y me relegó esa tarea. Se lo agradecí como si hubiese obtenido por fin su aprobación. Pero esta vez insistió en venir con nosotros.
     Nos llevamos al auto las últimas porciones de pizza del almuerzo. Gabriel se asomó por el techo corredizo del Torino y el padre lo retuvo del cinturón. Hablamos un  rato del campeonato, pero yo necesitaba hablar de la casa.
     -¿Estás seguro de venderla? Mirá que me gustaría quedarme allí. Se me vence el alquiler del departamento a fin de año, y...
     -¿Y qué vas a hacer con esa jodida casa vos solo?
     Entonces recordé aquella sensación de vacío abrupto que tenía cada vez que Daniel me ganaba. Eso era lo que había ocurrido en el vientre de mamá. el alimento y la sangre que nos correspondía a ambos. Me empujaba y absorbía el líquido vital, me quitaba fuerzas deliberadamente. Así  mi hermano se había convertido en el heredero natural. El primogénito por dos minutos, pero el primero al fin.
     Gabriel nos miraba con atención desde el asiento trasero, como si estuviese estudiando la diferencia física entre ambos. Nuestro cabello era rizado y castaño, largo en la nuca, con la barba rojiza cortada al ras de la piel. Esta vez, sin planearlo, nos habíamos vestido casi igual, como cuando éramos chicos y confundíamos a la gente.
     -¿A cuántos engañaron, papá?- Preguntó, y los dos reímos.
     Estuvimos unidos tan sólo un instante por esa risa semejante a un aura, a un regalo celestial concedido y robado al segundo siguiente. Nada más que una remera blanca con estampado distinto nos diferenciaba.
     Detuve el coche en una esquina, y escuché a Gabriel preguntarme cosas que nunca había pensado contarle.
     -¿Por qué no te casaste, tío?
     Me reí casi sin darme cuenta.
     -No sé, viejo. La verdad es que las mujeres son complicadas, o soy yo el que las entiende cada día menos.
     De pronto, la voz de Daniel surgió como si fuese un eco de aquel gemido que oía ya en el útero materno. Las paredes del órgano eran una caverna.
     -Es que tu tío es un egoísta de mierda.- Dijo.
     Y di un golpe sobre el volante con el puño derecho, mientras con la izquierda seguía conduciendo. Pero mi hermano se reía,  y entonces a Gabriel se le fue rápido la cara de sorpresa. En sólo un minuto el aire se tensó para relajarse de inmediato, poniéndose a prueba de esa forma la cuerda elemental que nos unía desde siempre. Fue en ese momento cuando supe lo que debía hacer para vencer a mi hermano de una vez por todas. Ya que era más fuerte que yo, tenía que tomarlo desprevenido.
     En el estacionamiento Gabriel corrió para adelantarse, y cerrando el auto, repasé mentalmente una y  otra vez los pasos de mi plan. Daniel ahora caminaba a mi lado erguido y orgulloso, sin ver  ni sospechar siquiera la oscuridad que se estaba formando a su alrededor. Una sombra parecida a la que habité hasta nacer. Porque estaba seguro que Daniel, al quitarme el alimento, había esperado que muriese sin ver jamás la luz.
     El estadio estaba cubierto por un estruendo de voces roncas. Nos ubicamos quince minutos antes de comenzar el partido. El clima desmejoró muy rápido,  y una lluvia suave estaba empezando a caer cuando se inició el juego. El olor a sudor crecía, rodeándonos. Los hombres cantaban saltando sobre las gradas. Banderas y papeles se agitaban en el aire denso del domingo. Parecían empastarse,  hacerse fango suspendido.
      Nos quitamos las remeras y nos secamos el sudor.
     -¿Te acordás de la pelea que tuvimos antes de nacer?¿No tuviste nunca la sensación de haber nacido agotado después del esfuerzo que hiciste por ganarme?- Le pregunté a Daniel.
     -¿De qué estás hablando?
     -Vamos, viejo, no vas a decirme que nunca tuviste la idea de matarme.
     -¡Andá a la mierda!- Me dijo con aquel gesto de insoportable superioridad que yo odiaba.
     En medio de la estridencia, apoyé la cara entre las manos, y esos segundos que marcaron la invencible ventaja de mi hermano, se esfumaron por un rato.
     Esperé un gol. Aguardé con un ansia infinita, como si en ese punto, en esa jugada elegida al azar quizá por el mismo Dios o la providencia, pusiese la eternidad de mi alma. Los hombres a mi alrededor sufrían, se agarraban al alambrado enloquecidos y ansiosos. Yo permanecí sentado, esperando.
     Y cuando se produjo,  el estadio pareció venirse abajo. Un grupo incontrolable comenzó a caer en avalancha desde las gradas más altas. Era una masa de golpes y gritos ensordecedores. Daniel estaba allí, listo  para recibir el impacto y  pagar su parte del destino que le tenía preparado.
     Entonces lo noqueé con un golpe directo, frío, que cualquiera de aquellos tipos pudo haberle dado, y del que esperaba, desesperadamente, jamás volviese a despertar. Vi un cascote grande junto a mis pies, y algo me hizo extender la mano para agarrarlo. Pero los tipos a mi alrededor empezaron a observarme. Me apuré a sacarle la remera atada al cinto, y me la puse.
     Encontré a Gabriel a varios metros, saltando y gritando de alegría,  oculto entre la masa informe de cuerpos que se movía al ritmo de una ola . Me acerqué a él hablando como Daniel. No sabía en realidad dónde estaba mi conciencia cuando lo hice. Fue simplemente como si otra persona se apoderara de mí.
     El partido estaba terminando.
     -¡Tío,  nos vamos!- Gritó Gabriel mirando a todos lados. También empecé a llamar con el acento y los tonos de mi hermano.
     -Se debe haber ido con alguna mina. No te preocupés.
     Salimos del estadio y abrí el auto.
     -¿Te dio las llaves, papá?
     Mis manos temblaron por un segundo.
     -No. Siempre tengo unas copias del auto del tío.
     Ahora ya tenía al hijo de mi hermano, y en pocos minutos sería dueño de su mujer y de su casa. Como un cazador furtivo, le había robado la vida. Sin embargo, mis manos continuaban temblorosas sobre el volante.
     Los hombres siguieron saliendo en grupos por las puertas del estadio. Torsos desnudos y sucios, banderas y cartelones rojos como sangre. De pronto, la barba rojiza de Daniel se asomó entre los brazos en alto y las voces de los hinchas fanáticos. Y su cuerpo molido y recuperado, llegó al auto y golpeó la puerta una y otra vez.
     -¡Tío!- Decía Gabriel al hombre que nos atacaba desde la calle. 
     Una de las ventanillas se astilló con un puñetazo desde afuera, y los vidrios lastimaron la frente del chico. Varios hilos de sangre le corrían por la cara.
     Entonces todo pareció esfumarse. El aire cálido y maternal del auto, el sonido del motor tan parecido a la voz  monótona de mi madre, los cristales mojados por la lluvia simulando la fluidez opalescente del líquido vitelino, todo esto ahora se estaba expandiendo para salir de su claustro  y liberarse.                                                                                     
      La puerta se abrió y un brazo fuerte, más sin duda que los míos, me arrojó al suelo, al pavimento cubierto de saliva y basura. Mi hermano subió al auto junto a Gabriel.
     -¡¿Tío, qué pasa?!
     -¡Yo soy tu viejo!- Gritaba Daniel, agarrándolo de los hombros.
     -¡ Papá, ayudame!- Me rogaba el chico- ¡Tengo miedo del tío!
     Y  yo, allí sentado sobre el fango, débil y sucio, me puse a reír como un loco.





Ilustración: Johannes Grutzke

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