1
He leído una extraña noticia en el diario. No estaba en primera plana ni en las páginas siguientes. Sólo era un quinto de columna en esa zona que el diario dedica a las noticias que no pueden clasificarse dentro de ningún tipo, sólo información general. Yo estaba tomando mi café de la mañana en un bar de Buenos Aires, haciendo tiempo antes de entrar a mi trabajo. Habitualmente empiezo por la página de los chistes, es decir, la última. No me interesan los sensacionalismos de las noticias de la primera página, o si me interesan trato de dejarlas para después, cuando ya tenga el estómago lleno y el cerebro con su dosis de glucosa necesaria para cumplir con todas sus funciones, por lo menos la más relevante de hacerme llevadero el mundo e inhibir las neuronas que todos los días tienden al suicidio.
Como decía, al final de la página treinta y cuatro, leí: Aves impiden vuelos. Arriba del título, decía Neuquén. No recuerdo ya la arquitectura gramatical retórica del periodista de turno, pero haré un resumen muy breve de una noticia ya de por sí muy escasa de eventos o acciones. Se trataba de algo extraño, ¿un fenómeno ambiental, un fallo de la naturaleza, una conducta patológica, una premonición? Nada de esto se mencionaba en el artículo.
Me pregunté desde cuándo se habían venido repitiendo estos eventos. Unas aves, unas avutardas con más precisión, se asentaron en las pistas de aterrizaje una mañana. Dicen que las vieron por primera vez ese día, pero muy probablemente habrían estado llegando por la noche, volando contra su costumbre sin luz diurna, o quizá desde días antes, escondiéndose en los bosques cercanos. Sin embargo nadie informó, según pudimos saber, ninguna institución zoológica u ornitológica, ni autoridad alguna, fuese guardabosques o funcionarios municipales o provinciales, sobre nada parecido a bandadas.
Porque, de pronto, las pistas fueron invadidas por avutardas que no se movían más que unos pasos, imposibilitadas de desplazarse porque casi no quedaba lugar entre ellas. Había movimientos, por supuesto, algunas levantaban vuelo pero otras ocupaban enseguida su lugar. Las que se iban se posaban en los hangares, en los cables y postes telefónicos, o desaparecían en el cielo nublado. Se oían desde kilómetros de distancia los graznidos, y el aleteo de las alas sonaba como planchas de cartón golpeadas con increíble fuerza contra el asfalto, provocando una brisa que esparcía un fétido olor a plumas y excrementos.
Dijeron que las aves fueron aumentando en número con el correr de los días. Ya no sólo ocupaban la pista principal, sino las accesorias, se agrupaban en las puertas de los hangares, los techos de las oficinas de control, y se posaron también en los radares. Ya no era posible recibir vuelos de afuera ni que los locales despegaran. La gente protestó en los primeros días, luego de la curiosidad esperable y las risas del primer momento, mientras los pasajeros observaban a través de los ventanales del aeropuerto, con sus hijos alzados, indicándoles las aves curiosas que buscaban alimento sobre el asfalto. Las sonrisas se tornaron en miradas de bronca, luego de ira, finalmente de resignación. Todos se fueron yendo con sus valijas y sus ánimos cabizbajos hacia sus casas, a esperar el siguiente posible vuelo, otros irían a otras ciudades, con la todavía muy leve sensación, para que pudiesen darse cuenta, de que tal vez lo mismo podría estar ocurriendo en ellas.
Por supuesto, se hicieron múltiples intentos por espantar a las avutardas de las pistas. Rociaron agua con enormes mangueras, luego agua helada también, lo cual debería haber avergonzado a las autoridades competentes si hubiesen estado al tanto del clima en que estas aves habitualmente se crían. El agua no hizo más que provocar que los pájaros se elevaran como ondas por donde el chorro pasaba, y volvían a asentarse, ahora más limpias en realidad, sacudiéndose las plumas y sumando un olor más a los habituales.
Llegaron los gendarmes y los profesores de biología, primero para observar, después para planear estrategias de ataque. Arrojaron bombas de gases: las aves seguían allí cuando el humo desapareció, algunas muertas, muy pocas. Un rato después llegaban nuevas aves para ocupar sus lugares, sobre los cuerpos que más tarde comenzaron a pudrirse, y el aeropuerto despidió entonces un aroma muy parecido al de un campo de concentración.
Buscaron métodos cada vez menos cruentos, más sutiles y esperaban que más eficaces. Usaron ondas de sonido producidas por un aparato conectado a los altoparlantes. Los humanos no podían escucharlos, pero se suponía que las aves no lo tolerarían. La primera prueba fue una mañana de octubre, fría y lluviosa. Los graznidos eran cada vez más fuertes e intensos, tanto, que hubo protestas del hospital cercano porque los pacientes permanecían inquietos, no querían comer ni dormir. Los científicos, dueños por ahora de la situación, hablaban alto para hacerse escuchar por sus colegas. Finalmente dieron la señal de alarma, y un silencio desacostumbrado se sembró en los oídos de todos los presentes, cosechando a diferencia de una esperanza florida, un árido resquemor, un fétido vacío de arena y carne muerta. Las avutardas dejaron de graznar, se quedaron quietas por varios minutos. Las máquinas cesaron su funcionamiento y los científicos se alegraron del aparente éxito del experimento. Dijeron que al día siguiente realizarían la prueba definitiva, con todo el espectro completo de sonidos y la mayor expansión posible a través del número completo de altoparlantes.
A las ocho de la mañana, sin sol y sin nubes, extraño cielo que presagiaba desastres, los altoparlantes fueron revisados, las máquinas de sonido preparadas, y el botón de alarma fue apretado. Como la primera vez, los graznidos cesaron, los movimientos de alas se detuvieron. La situación duró algunos minutos, pero de pronto las aves comenzaron a sacudir las cabezas, pegándose una a la otra no con violencia sino como si estuviesen rascándose o sacándose algún insecto. Volvieron a graznar, devolviendo, contestando al sonido de las máquinas, y sus respuestas eran como burlas, porque casi parecían rítmicas, con un sentido de charla más que de protesta. Entonces los científicos se miraron entre sí, apagaron las máquinas y comenzaron a desarmarlas.
Hubo una pausa de casi dos semanas, suficiente para saber que la experiencia con las máquinas de sonido había dejado consecuencias quizá irreversibles: los niños de hasta cuatro años se quejaban de una sordera profunda y sin respuestas al tratamiento inmediato.
Entonces se dio permiso a las fuerzas armadas para atacar a las aves con extrema violencia. Llegaron camiones con armas y soldados, una mañana de noviembre, tal vez el primero de mes, y dispararon en masa hacia las aves. El repiqueteo de las ametralladoras reemplazó el graznido al que los habitantes de Neuquén ya se habían habituado, como una parte del ruido de la tierra, como una parte de los sonidos de su propio cuerpo, como un recuerdo impregnado de culpa y resentimiento, pero tan habitual que ya no podían vivir sin él.
Los soldados se ubicaron en una extensa fila a ambos lados de la pista, suficientes para no dejar resquicio donde algún ave pudiese escapar. Pero con el primer disparo, todas las aves juntas levantaron vuelo, y fue como ver al suelo de asfalto elevarse de pronto hacia el cielo. Algunas avutardas fueron alcanzadas por las balas, pero muy pocas en relación a su inmensa cantidad. Las pistas quedaron entonces vacías aunque sucias de excrementos, plumas y algunos cuerpos muertos.
Todos los hombres y mujeres que siguieron la experiencia, los periodistas, las autoridades provinciales, los curiosos, incluso los turistas nacionales y chilenos que cruzaron la frontera cuando se supo lo que estaba sucediendo, dieron un enorme grito de júbilo y victoria. Se abrazaron, y no está de más decir que celebraron todo aquel día y el resto de la noche, sin ver ni darse cuenta de que las aves volvían a asentarse en las pistas, sin dar tiempo a las máquinas de limpieza a despejar la suciedad y los restos. Cuando todos se levantaron esa mañana de sus camas y fueron a su trabajo en el aeropuerto, las avutardas estaban otra vez en las pistas de aterrizaje.
Todo esto ha durado hasta ahora poco más de tres meses.
Los primeros días de diciembre han sido muy calurosos. Las aves viven, se aparean, hacen nidos en las pistas y crían a sus hijos. Los machos cazan pequeños roedores, traen alimentos desde los bosques y pastizales.
Los trabajadores del aeropuerto fueron despedidos hasta nuevo aviso, o trasladados a otras zonas. Las oficinas fueron desmanteladas, los hangares abandonados con los aviones dentro. Sólo los curiosos, buscadores de novedades, los presumidos que intentan desentrañar misterios, se quedaron acampando en los alrededores. En la entrada al aeropuerto hay una guardia permanente, que poco a poco ha ido abandonándose al desgano y la desidia. Los jóvenes entran y salen por el portón para encaminarse hacia las pistas, a observar a las aves que se desplazan como lo hace el mar, en oleadas que van y vienen casi imperceptiblemente, sin apartarse demasiado del límite de las pistas, elevándose cada vez menos. Un mar tranquilo, un mar de verano caluroso que no se mueve.
Las aves están cambiando sus costumbres, según parece. Casi no vuelan, se quedan en el suelo para cada actividad de su vida. Sacuden las alas, se alimentan con las lluvias, hasta se ha visto que a veces comen la carne de sus compañeras muertas, porque casi ya no hacen vuelos en busca de comida hacia los bosques o pastizales. Los curiosos han tenido que trasladar su campamento unos metros hacia atrás, y saben que en los próximos días volverán a hacerlo.
De vez en cuando se ven aviones sobrevolando la zona, y algunos helicópteros observando con su aspecto de mosquitos amenazantes. No se ha dado indicación de evacuación a los habitantes de la zona. Los helicópteros pasan, el viento de sus hélices sacude las plumas de las avutardas, levanta las plumas caídas que vuelven a depositarse como una lluvia de restos, de recuerdo, de tiempos idos y detenidos en la grieta del mundo.
Las aves permanecen, y los helicópteros se van, presintiendo el desastre, el derrumbe del cielo.
2
El segundo caso que llamó la atención fue el de los perros de Dolores. Esta vez la noticia fue cubierta directamente por los reporteros de la televisión, al principio como una más de las notas de curiosidades que se utilizan como relleno ante la falta de noticias sensacionalistas con que ocupar la atención del espectador durante la hora que dura el programa. Es de por sí curiosa y un caso de estudio de sociología el hecho de que los noticieros televisivos nunca dejen de tener su alto rating de audiencia. Se le adjudicará siempre a la morbosidad de los espectadores, a la búsqueda insaciable de noticias horripilantes con que cada uno intenta rellenar su propia vida monótona, o una manera de impersonal venganza viendo cómo a los demás les suceden cosas más terribles o más insulsas que a nosotros. Todos buscamos la lágrima fácil que nos recuerde por un instante que estamos vivos y aún somos capaces de sentir, pero nadie parece preguntarse si esas lágrimas realmente llegan desde lo más profundo de nuestra alma o sólo son las gotas de rocío que la humedad ambiente deja sobre la superficie de todo cuerpo que se sabe vivo. Una hoja de arbusto en una mañana de invierno también llora si así lo vemos, y se conmueve al moverse con el viento como si un escalofrío la recorriese. Tal vez ella sabe, sin ojos humanos para ver una pantalla de televisión, lo que sucede en el mundo, la muerte y la vida conjurándose para someter a todas las criaturas a un juego ininterrumpido de iniquidades y traiciones.
Un noticiero de televisión es también un teatro, una variación más de la ficción con que la humanidad intenta resumir la realidad compleja en tres o cuatro patrones permanentes. Si algo no nos conmueve por ignorancia, el arte se encargará de hacérnoslo saber a través de una representación bien montada, excelentemente actuada por actores tan aficionados que no saben que están actuando, y sobre todo escrita por guionistas que no saben de la vida más que la superficie, y por eso, desde su altura, son capaces de no perder la ironía, el sarcasmo necesarios para su punto de vista. Hamlet, por ejemplo, podría haber sido extraído de un programa radial de noticias de la década del cincuenta, mientras la familia en pleno se reunía después de la cena a escuchar los eventos importantes del día. Fue eso lo que ocurrió con Orson Welles y su Guerra de los Mundos: pánico y extravío, pero sobre todo la exfoliación del miedo en las superficies corporales de cientos de personas. El miedo que nos impide actuar y nos lleva a quedarnos encerrados en nuestras casas como en un refugio antiatómico, vieja y ancestral reminiscencia infantil de protegerse en la propia cama y cubrirse con la frazada hasta por encima de la cabeza. O la versión psicológica del útero y la tumba, como cada cual lo prefiera.
Es el mismo miedo que ha comenzado a invadir los corazones de los habitantes de Dolores hace ya algún tiempo.
Las primeras notas informaban que los perros de la ciudad habían comenzado a proliferar. Había más que de costumbre en las calles. Todos supusieron, porque nadie pensó mucho en ello, que eran perros vagabundos que se habían procreado más de lo esperado, así que las autoridades municipales decidieron desempolvar los viejos reglamentos, a la vez que desempolvaban también los cerebros abotargados de sus empleados con respecto a estos mismos reglamentos, y con camiones de por medio y un decreto firmado rápidamente por el intendente entre desayuno y almuerzo, se dirigieron a las calles para atrapar a los perros.
Así sucedió, parece, dando oportunidad a muchas tardes y mañanas de ocurrencias y desastres suburbanos entre vecinos que reclamaban ser dueños de algunos, y el desbande de los animales por las calles empedradas, la búsqueda implacable en los baldíos, el encierro en los umbrales, los llantos de los chicos, y alguna que otra amenaza de mordidas, algunas concretadas. Pero más bien el drama provino de los hombres, mujeres y niños que se adherían o rechazaban la medida municipal. Los comerciantes estaban de acuerdo, igual que las maestras de escuela, o las ancianas que recorrían las veredas diez veces por día para comprar en el almacén de la esquina una manteca, un paquete de azúcar o yerba, lo que la memoria les permitiese filtrar de a ratos durante sus días tímidos y siempre iguales.
Quienes discutieron y se enfrentaron a los empleados fueron algunos hombres, entusiasmados por encontrar en esos días una oportunidad de revivir los viejos tiempos de los caudillos que luchaban tenazmente con los malones en la época en que la provincia era todavía más campo y llanura que edificios y asfalto. Tampoco faltaban aquellos que extrañan, sin haberlos conocido, los violentos tiempos del oeste norteamericano, y se paraban en medio de las calles, como si de pistoleros se tratara, para impedir la matanza de los perros.
Algunas mujeres, madres de familia, rescataban animales y los llevaban a sus patios como si fuesen niños que agregar a sus familias, siendo sus brazos siempre suficientes para abrazar y proteger a todo miembro desvalido de la sociedad humana. Mujeres que creen que sus brazos son alas con membranas extensibles que nunca se rompen, que sus lágrimas son tan inagotables como su paciencia y su capacidad de conmoverse.
Y los chicos, esta vez todos juntos en una sola masa irremediablemente unida por un elemento común: la sal del temor y la férrea voluntad de la rebelión. El enemigo adulto esta vez ya no eran sus padres, sino un grupo más determinado y menos personal, y por ello menos susceptible al sentimiento de culpa o remordimiento. El enemigo era también ahora enemigo de los propios padres, y podrían hacer un frente común. Pero mientras las estrategias se sucedían y fracasaban, como muchas veces ocurre entre aliados unidos más por la necesidad que por un común ideal, los chicos se agruparon en un solo bando que se trasladaba de una calle a otra, sacando perros de las calles y llevándolos a sus casas para esconderlos donde fuese: patios cerrados, armarios, lavarropas en desuso o cajas, siempre vigilados por los hermanitos menores, que por ser tan chicos para participar en los campos de batalla, servían de vigías, y así también se sentían útiles en la nueva guerra.
Pero la guerra cedió por un tiempo. Los perros casi desaparecieron de las calles por algunos meses. Las noticias cesaron, sólo en el ámbito local se continuaba hablando de los perros protegidos, y del destino que habían sufrido los que fueron atrapados. Muchos se dirigieron a ver los cadáveres en las afueras de la ciudad, donde unos días después las autoridades municipales realizaron una cremación que la gente del pueblo, los desocupados a esa hora temprana de la mañana, presenciaron hasta que el olor provocó que se dispersaran nuevamente hacia sus casas y trabajos.
Como decía, no hubo novedades en la televisión para quienes llevábamos cuenta de lo ocurrido sólo por este medio informativo. Tiempo después, un periodista mostró con un orgullo sólo comparable a los repiques y trompetas con que el canal anunció la nota, la rebelión de los perros.
Así fue llamada más como un titular sensacionalista que por responder a la realidad de los hechos. La verdad es que los perros fueron empezando a escaparse de sus casas, uniéndose a los pocos vagabundos que habían quedado libres, y luego del mutuo reconocimiento de olores corporales y movidas de cola, se juntaban para caminar por las calles de la ciudad sin otro aparente motivo que el paseo o una simple e inocente vagancia.
La gente salió a buscarlos, pero luego de una mansedumbre curiosa, donde los animales regresaban a sus cuchas, patios o camas de siempre, tras una reprimenda no siempre cariñosa de sus dueños, volvían a escaparse en la primera oportunidad que se les presentaba. Surgieron las mismas protestas de antes, pero esta vez los defensores no se atrevían a acudir a las autoridades para ayudarlos a rescatar a sus perros, ni tampoco el municipio estaba dispuesto a realizar el procedimiento, tanto por rencor por la anterior repulsa popular como por no crear opiniones en contra ante los muy prontos comicios electorales.
Los perros, entonces, se quedaron en las calles, y cada vez fueron más. No sé sabe cómo aparecían tantos y en tan poco tiempo. Era de suponer que haciendo un promedio de un perro por casa, y teniendo en cuenta por supuesto aquellas en que habría dos o más y aquellas en que no habría ninguno. Se hizo rápida encuesta, y se supo que salvo los perros más viejos, de poca movilidad, y algunos cachorros o perros falderos, todos habían acabado por escapar de sus hogares. Más tarde, incluso los perros viejos lograron escabullirse, acompañados en su fugitiva huída por los chillidos lastimeros de los cachorros y los ladridos estridentes de los falderos, que tarde o temprano, exacerbaron tanto la paciencia de sus dueños, que terminaron por ser soltados de las correas o los brazos protectores, y por qué no decirlo, los lazos esclavizantes de quienes tanto los amaban.
Los perros viejos se unieron a las gran jauría con pasos lentos, como elefantes apartados de la manada pero no por ello demasiado lejos en su camino. Sin embargo, los perros no se desplazaban mucho. Recorrían las pocas cuadras donde habían vivido siempre, así que sus antiguos dueños podían verlos todos los días, incluso hablarles con una caricia en el lomo o la cabeza como si nada malo hubiese ocurrido en su relación, y ellos devolvían el perdón con un lengüetazo algo tímido pero sin duda cariñoso a la mano que los tocaba o a la cara tan conocida desde que habían sido cachorros. Alguno se alzaba para apoyar las patas delanteras en el pecho o la panza de su antiguo dueño, desviando la mirada con leve vergüenza, mientras movía la cola en señal de abandono de cualquier tipo de resentimiento.
Y así quedaron las cosas por un tiempo. Extrañas para el resto del mundo que las veía desde el exterior de los límites de una ciudad antigua y de provincia, como un cuerpo que ha asimilado los cambios que le provocó una enfermedad, y que ha sobrevivido con secuelas ciertas y palpables, como cicatrices en la piel de las costumbres, pero adaptándose a los posibles desequilibrios y adoptando nuevas formas, diciéndose a sí mismo que el olvido es un dolor necesario que trae consigo la inminente y piadosa anestesia.
Quienes se encargaron de estudiar el caso de los perros de Dolores, informaron a lo largo de varios meses que los animales vivían de los alimentos que les daban los vecinos, ya que ahora nadie era dueño de ninguno de ellos. Se formaron rutinas espontáneas de alimentación, como si todos y nadie se hubiesen puesto de acuerdo al mismo tiempo, pero los animales no esperaban, contra su costumbre, en las puertas de las casas o de los negocios o carnicerías. Deambulaban, olfateando, correteando, jugando entre ellos, ya ni siquiera con los chicos, y cuando veían a alguien acercarse con una bolsa de comida, movían las colas y gemían de contento, pero nada más. La gente comenzó a sentir un vacío cuando se apartaban, dándose vuelta de tanto en tanto para mirar al grupo de perros que comían casi con ajeno apetito la comida que les traían. Por eso, no pasó mucho tiempo para que la alimentación raleara en frecuencia, y los perros no se alarmaron por ello, por lo menos al principio. No parecían tener hambre, y tampoco se mostraban agradecidos por el alimento que les ofrecían, así que nadie, empezando por los antiguos dueños que no olvidaban el aspecto ni los nombres de aquellos que los habían abandonado, sintió el menor remordimiento cuando dejaron de alimentarlos y pasaron por su lado ya sin caricias, ni una mirada de mínima condescendencia.
Hubo alarma por dos motivos. Primero, se encontraron diez perros viejos, muertos y despedazados. Se dijo que los animales se estaban matando entre sí por falta de comida, pero no era posible comprobar si habían sido masacrados luego de su muerte natural o matados a propósito por sus compañeros. Los vecinos exigieron intervención de las autoridades, que ahora sí vieron una oportunidad de hacer méritos para las próximas elecciones. Pero este fue el motivo aparente, el más ponderable por su morbosidad ante la opinión pública, no tanto de los habitantes de la propia ciudad, que conocían íntimamente los hechos y sus motivos, sino de la opinión pública nacional.
El hecho que preocupaba más a los vecinos era el número de perros. Habíamos dicho antes que crecieron rápidamente en cantidad, pero su número se quintuplicó, por lo menos en los escasos meses desde que el fenómeno había comenzado. Ocupaban las calles y veredas, y no dejaban pasar a los autos en las horas pico, cuando la gente regresaba de sus trabajos y los chicos salían de la escuela. Se acostaban sobre el empedrado, daban vueltas sobre sí mismos como es su costumbre antes de dormir, y se apoltronaban casi, como si de almohadones se tratase, junto a los cordones de la vereda y los adoquines sueltos. No había manera de sacarlos de allí, ni con bocinazos, ni gritos ni llamadas cariñosas de antiguos dueños que reconocían en el perro frente al auto e interrumpiendo el tránsito, al querido animal que había sido criado en la cocina de su casa, dormido en su cama en las noches de invierno, que los había saludado saltando y ladrando cuando regresaban luego del trabajo, o se sumían en un aletargado sueño en las siestas del domingo después del asado, uno satisfecho con los huesos roídos bajo la mesa, y su amo repantigado en un sofá o la reposera del patio, con el sabor de la copa de vino o la cerveza del mediodía.
Recuerdos nada más escapados en medio de la ofuscación y el frustrante intento de sacar del camino a los perros. Muchos decidieron apalearlos, pero los animales no respondían más que con miradas severas y gruñidos escasos. Se levantaban y se subían a las veredas, ocupadas ya por otras decenas de perros en pocos metros cuadrados, y mientras los autos reanudaban su marcha, eran ahora los peatones los que protestaban porque no podían caminar, encerrados entre los perros y las paredes de las casas, u obligados a caminar por las calles, lo cual provocaba nuevas peleas incesantes con los conductores.
Un día, finalmente, por lo menos a lo que a esta ciudad se refiere, llegaron los gendarmes luego de que el municipio pidiese ayuda al gobierno nacional. Se presentaron una mañana en dos camiones, los soldados armados. Bajaron y se dispersaron por las calles, abriéndose paso entre los perros que ocupaban literalmente cada metro cuadrado de la calzada, sin brusquedad ni violencia, incluso sorteándolos a grandes pasos para no molestarlos. Los animales levantaban las cabezas y los miraban, volviendo a sentarse, o se levantaban y se corrían unos metros, pasando por encima de algún otro. No parecían hambrientos, no parecían violentos. Por eso, los soldados no se atrevieron a actuar, ni los oficiales a dar órdenes. Sólo cuando los habitantes de la ciudad los miraron de una forma inclasificable que amalgamaba la furia y la pena, sólo cuando las autoridades, y especialmente el gobernador dieron su visto bueno con el pulgar hacia abajo, como los emperadores romanos en el coliseo frente a los gladiadores o un general de la Segunda Guerra a un pelotón de fusilamiento, ellos levantaron las armas y apuntaron.
Entonces los perros se dieron cuenta. Casi simultáneamente levantaron las cabezas y miraron con recelo. A través de las mirillas de las armas, los soldados contemplaron las múltiples y diversas razas, las incontables formas y colores, las patas temblorosas, los hocicos humeantes de aliento matutino, los lomos erizados, las colas siniestramente cabizbajas o erectas, y escucharon los aullidos. No ladridos sino aullidos de inmensa pena, y luego el griterío de la jauría huyendo por las calles, de repente, como un solo mar de perros de pronto alzados en un ímpetu irrefrenable. No atacando ni huyendo, sino corriendo en una misma dirección.
Para los que habían salido a los balcones para observar el procedimiento, las calles se convirtieron en ríos impetuosos de una marejada que amenazaba con desbordarse si las márgenes no hubiesen sido edificios y casas de concreto. Los soldados resistieron la embestida, quedándose parados donde estaban, dejando fluir la jauría entre sus piernas, porque sabían que nada les harían, los perros deseaban huir, pensaban ellos. Pero yo me pregunto si fue realmente una huida o un llamado, o simplemente un darse cuenta como lo fue el salir de sus casas para quedarse en las calles. Esta idea cruzó por la cabeza de muchos cuando al final del día la ciudad quedó vacía de perros, y todo el que se dirigirse con su auto hacia las afueras de la ciudad, cerca de la ruta y mucho más allá, hacia los campos de labranza y pastoreo, pudo ver que la riada de perros se había asentado en los campos.
Al final del día, cuando los gendarmes se hubieron ido, la gente que trabajaba temprano al día siguiente se fue a dormir a sus casas y las autoridades municipales y provinciales dieron por terminado el asunto para su tranquilidad electoral, los pocos interesados pudieron vislumbrar en la penumbra creciente los cientos de perros ubicados en los campos que rodeaban la ciudad. Cientos, y hasta me atrevo a decir que eran mil o más por la enorme extensión que ocupaban, según los que comentaron el suceso días después. Yo imagino ese paisaje, y no puedo evitar estremecerme ahora que me estoy acercando a la ciudad de Dolores. He venido a ver lo que tanto han comentado los medios.
Los campos de perros, como un mar de animales dormidos que pronto despertarán.
Se los escucha ladrar cuando cae el sol. Se escuchan sus ladridos cuando cazan y devoran a las vacas. Aúllan a la luna y la confunden con la luz intensa de un helicóptero que ronda la zona de vez en cuando. Le aúllan como si se tratase de un dios al cual temer y venerar, pero presiento, así como ellos lo saben, que ya los dioses han cambiado de apariencia, y que la luz no significa necesariamente poder.
Por eso se agazapan por las noches, con la complicidad de la oscuridad, y sus fronteras se acercan cada vez más hacia las fronteras de los hombres.
El choque inevitable es más una afirmación que un presagio.
3
Porque hubo nuevos episodios, yo sigo contando esta intermitente y sin embargo continua historia de cosas extrañas y eventos inexplicables. Es de suponer que siempre los ha habido en la historia del mundo, así como también espectadores anónimos que han observado o sido simples testigos circunstanciales. Algunos se habrán detenido a pensar en ellos, y dedicado tiempo a buscarlos, atentos al vertiginoso andar de las cosas y de la naturaleza.
Muchos fueron los filósofos que surgieron de esta manera. Observar, no necesariamente con los ojos, por supuesto, es intuir y relacionar. De allí a sacar conclusiones hay un paso mucho más grande: un precipicio de experimentos e ideas que se contraponen, que fracasan y lidian con su propia inercia y su propia fatiga.
El resultado pocas veces es satisfactorio, y casi siempre consiste en una simbiosis de cautela, conformidad, resignación y miedo.
Por eso, cuando esta vez me enteré de que en un hospital de Buenos Aires los pacientes internados estaban muriendo, supe que allí, y de esa manera, había comenzado la carrera irreversible hacia la destrucción. Pero no me adelantaré a los hechos ni a sacar conclusiones, ya que esto no es un estudio filosófico sino una reseña de acontecimientos, que ni siquiera pretende la liviana amalgama de periodismo y curiosidad.
En un hospital de un barrio cualquiera de la ciudad de Buenos Aires, los pacientes entraban, desde ya hacía dos semanas, y no salían más que por la puerta de la morgue.
Qué sucedía, preguntarán. Era de esperar, en caso de accidentados con múltiples traumas graves, y aún así, en la actualidad y con la tecnología contemporánea era previsible que fueran rescatados y salvados en su mayoría. Pero en la oportunidad a la que nos referimos, fuese cual fuese la gravedad, los pacientes morían.
La atención pública se centró en el drama de los accidentes, por lo menos durante un tiempo. Sirvió para que el personal médico del hospital cavilara, luego de su asombro, sobre las causas de los decesos. A pesar de los escasos recursos económicos y la sobresaturación de trabajo, tiempo y espacio, los pacientes no presentaban patologías más graves que las de siempre en tales casos, y ellos no habían hecho menos que lo que siempre hacían. La diferencia consistía en que antes los pacientes se salvaban, y ahora, contra toda explicación, morían. Paros cardíacos, hemorragias, septicemias, obstrucciones respiratorias, shocks anafilácticos, se llevaban los cuerpos hacia su bando: el lado de la muerte, que como señora redentora y virginal, de cuerpo obeso y fláccido, piel pálida cubierta de escrófulas, espera en las afueras de todo hospital, casa, u oficina, cine, restaurante, prostíbulo o convento. Espera en la puerta de toda ciudad y alrededor de los bosques, en los barcos en alta mar, en las costas a que las naves regresen, en los aeropuertos y tras las ventanillas de los aviones, sobre sus alas.
No tiene peso, por eso nadie se da cuenta, no tiene olor más que el tufo habitual de la podredumbre y las secreciones, de los remedios y la lavandina, que invaden la vida cotidiana de los seres humanos desde siempre. Nos rodeamos de cosas para interponer algo que nos haga olvidar la intuición de su presencia. Guardapolvos y bisturís nos protegen de la incipiente llegada, del llamado, del fantasma que revolotea como una ridícula sábana vieja y llena de sangre dejada en un rincón de cualquier consultorio, acumulando resabios y fermentando recuerdo tras recuerdo, hasta hallar el modo vital de hacerse presente en los pasillos por los cuales los vivos transitan como en túneles, como en caparazones móviles, corazas, tanques sin armas de defensa más que las simples manos movidas por neuronas tan frágiles como el cerebro de Dios.
Después, empezaron a morir los pacientes internados en las salas. Algunos llevaban días o semanas allí, recuperándose positivamente, pero justo el día anterior en que iría a darse el alta, caían en una desmejoría que se acrecentaba hora tras hora durante la noche, o se daba el caso de un paro cardiorespiratorio.
Luego, y siendo ya pocos los casos que entraban al quirófano debido a estos antecedentes, ya ningún paciente salió vivo de ellos. La anestesia funcionaba pero los pacientes no se despertaban. Los cirujanos decían que se trataba de hemorragias, vísceras desgarradas o que simplemente había comenzado un proceso de necrosis sin explicación alguna más que el deterioro precoz, como una vejez adelantada, un estado de descomposición en que cada cuerpo de aquel hospital había comenzado a desarrollar antes de tiempo.
Se cerró el hospital y se hicieron autopsias. Se habló de una epidemia y se alarmó a todos los centros de salud de la ciudad y alrededores. Los peritos no encontraron causas de muerte más que los registrados por los médicos que originalmente habían asistido a los enfermos. En muchos casos, especialmente los quirúrgicos, las necrosis viscerales era la evidente causa de muerte, como si el aire, tras la incisión, la hubiese provocado.
Se llevaron infectólogos y expertos en epidemias para examinar el microambiente del hospital. Nada encontraron luego de varias semanas de estudio. El personal fue analizado médica, administrativa y judicialmente. Pocos de ellos salieron airosos luego de los dos últimos exámenes. Estaban sanos, y podían contentarse con eso. Los jueces que intervinieron en los casos no encontraron motivos de negligencia ni de exoneración, y tanto el estado como los particulares debían compartir la responsabilidad moral y económica de los decesos.
Luego del cierre del hospital, no hubo muertes parecidas durante un largo tiempo. En el medio ocurrieron las cosas habituales del mundo: terremotos, crisis económicas, asesinatos, robos, desapariciones y golpes de estado. Hubo nacimientos que compensaron las muertes recientes, hubo suicidios y un amplio aumento de consultas psicológicas y psiquiátricas en la ciudad.
Pero un mes de diciembre, en víspera de fin de año, en varios hospitales comenzó a suceder lo mismo, simultáneamente. Dos apuñalados en un riña nocturna murieron en el quirófano, mientras los cirujanos intentaban salvar sus órganos vitales. En otro lugar una mujer embarazada perdió a su hijo durante el trabajo de parto, en otro un niño de doce años murió en un ataque de asma bronquial. El primer día del nuevo año no trajo ninguna sospecha, ya que eran causas comunes de muerte, pero todos se extrañaron cuando en estos hospitales los pacientes internados empezaron a morir uno tras otro.
La alarma sanitaria se disparó inmediatamente en toda la ciudad, y a nivel nacional se desarrollaron debates, los diputados y senadores se reunieron con sus asesores en salud en busca de causas y posibles soluciones. El Presidente de la Nación estaba sumamente preocupado, hasta el punto que un día, más exactamente el día de su cumpleaños, el 15 de enero, mientras estaba reunido con su equipo de ministros en una reunión informal en su residencia de Olivos, sufrió un repentino dolor de pecho, y fue trasladado a una clínica.
Dos días después, se realizaron las exequias del presidente, mientras en el Congreso de la Nación se designaba al vicepresidente en función, pero todos vieron cómo el sucesor sudaba y su cara perdía color, y no precisamente a causa de la nueva responsabilidad asumida.
El gobierno nacional decretó la emergencia nacional y el toque de queda. La Organización Internacional de la Salud declaró emergencia sanitaria a todo el país y a los países limítrofes. Nadie saldría ni entraría por ningún medio terrestre, marítimo o aéreo de las fronteras. Se decretó que todos los habitantes de la ciudad de Buenos Aires fuesen examinados, y se formaron largas colas en salas sanitarias y puestos de emergencia en las calles. Todo el personal médico idóneo y de laboratorio fue llamado a ofrecer horas gratuitamente bajo amenaza de cárcel.
Se dispusieron soldados en cada esquina. La autopista que rodea la ciudad y las entradas y salidas a la misma fueron clausuradas. Los aeropuertos cerrados, el comercio internacional transitoriamente suspendido hasta nuevo aviso. Todos sabíamos cómo llegarían, de a poco, el desabastecimiento, los saqueos, los robos, los crímenes, la hambruna: otra señora que aguardaba en las afueras de las fronteras, reseca y escuálida, vieja y sin embargo vital a pesar de su fragilidad. Sus huesos son de alambre oxidado y su cara un pergamino egipcio.
Estamos en junio. Se cumple el primer año de que todo esto ha comenzado, pero pocos recuerdan tal aniversario. Veo las calles abarrotadas de mugre, los servicios de recolección han quebrado porque ya no hay voluntarios que se atrevan a acercarse a los deshechos. Hay cadáveres en las calles porque los hospitales han sido derribados. Sus escombros yacen como ruinas de un tiempo muy antiguo luego de una guerra de largos años.
Palas mecánicas recorren las calles levantando los cuerpos y arrojándolos en las afueras, en el cinturón que alguna vez fue la avenida General Paz, y ahora sirve de barrera para separar la muerte que en ese lado se desarrolla sin impedimentos ni obstáculos.
Yo viajo por los alrededores con mi auto, como un perro dando vueltas cerca de una casa en busca de comida. Busco el paisaje que me servirá de contemplación en mis reflexiones sobre los tiempos que han llegado. Veo el humo que se levanta por detrás de la avenida, los cuerpos y la basura quemada. Escucho los gritos y los llantos, escucho las sirenas de las ambulancias abarrotadas que luchan por abrirse paso entre la gente que camina y deambula por las calles en busca de ayuda y comida. Veo a los gendarmes protegidos con uniformes aislantes y armas en cada esquina, veo a los soldados en las fronteras de la ciudad sobre torres construidas en los perímetros como un campo de refugiados o una prisión a punto de estallar.
Quiero observar esta explosión de gente que, algún día, saldrá por las fronteras ahora cerradas e invadirá la provincia para sembrar las formas de la muerte en sus terrenos.
Quiero ser testigo de la marea de langostas que arrasará las provincias, dejando desolación, aridez y el aire lleno del polvo repleto de gérmenes, asentándose lentamente en tierra muerta pero no por eso menos vital. Porque de la podredumbre surge la vida que se alimenta de ella. La ciencia lo sabe, la religión lo sabe. La humanidad está consciente de todo esto gracias a la inteligencia de su cerebro mortal.
Podría huir, o alejarme y esconderme tras las paredes de mi departamento. Cerrar puertas y ventanas, clausurar las rendijas con telas y cinta aislante. Bajar las persianas y poner cerrojos en ellas. Clausurar las entradas de gas, soldar las canillas para que ni una gota de agua contaminada llegue a entrar. Pero qué diferencia habría en esto con lo que ahora estoy viviendo.
El futuro será el mismo, y por lo menos el presente me permite contemplar por algún tiempo más los campos abiertos alrededor de la ciudad sitiada. Por lo menos los gritos me dicen que más allá hay gente todavía, advirtiéndome, y queriendo ser consolada. Yo sufro y me regodeo con el llanto ajeno. Yo canto con ellos en gritos semejantes a los de los buitres en pleno campo de batalla.
Yo anhelo la visión de un ser humano surgiendo entre el humo y las barreras, para saber, para confirmarme, para por fin dejarme estar o levantar vuelo como un alma piadosa, que la mujer o el hombre que surja de aquella grieta me llame, pronunciando mi nombre.
4
No sé cuándo aparecieron aquellos seres, ni sé qué son en realidad. Muchos los llamaron ángeles a falta de mejor nombre, o quizá porque algo, que yo no alcancé a percibir, les dictaba tal nombre en los oídos, pero de ángeles no tienen más que las alas.
Es que los niños así los llamaron, por lo menos hasta el instante en que los vieron descender con las alas desplegadas, en un aleteo suavemente diversificado, como acariciando al viento en lugar de ser el viento el que acariciaba sus alas, regodeándose como un cachorro mimoso sin cuerpo entre las plumas, ansioso del calor maternal. Dicen que el viento busca desde siempre su forma perdida, y la halla habitualmente entre las alas de los pájaros, y es tan breve el tiempo en que logra recuperar su forma, que sus sucesivas vidas lo tornan irritable y antojadizo. A veces se enfurece y por eso sopla tan briosa y cruelmente, otras se desplaza como una brisa de mayor o menor intensidad, según la categoría de su ánimo.
Pero el viento, esta vez, se había dormido en las alas de estos seres imprecisos que planeaban sometiendo el aire a su arbitrio, dominándolo como si los hubiese estado esperando mucho tiempo, y el desgaste y la edad convirtiese la fuerza del viento en un engendro pegajoso más parecido a la telaraña que a la fluidez del agua. Como si el esqueleto del viento se hubiese manifestado cuando ellos llegaron, y el aire fuese enteramente una estructura ciclópea sobre el mundo.
Pero no quiero adelantarme a los hechos. La primera vez que los vi fue un día oscuro de primavera, una tarde nublada y fría, cuando los rayos se asomaban entre las nubes aún silenciosos, y la electricidad consumía el aire dejando un general ahogo hastiado de humedad, y un olor dulce a carne descompuesta.
Los encontré aposentados en los cables de electricidad que cuelgan de poste en poste en la vereda de mi casa. Salí a la puerta en busca de una leve brisa perdida, con un mate en una mano y el termo bajo el brazo. Eran diez, o quince, luego me parecieron más, luego menos, pero cada vez que intentaba contarlos uno levantaba vuelo u otro descendía. Tenían peso, por supuesto, porque los cables se combaban y los postes no parecían estar preparados para resistir. Sin embargo, aguantaron, por lo menos durante algún tiempo.
Cómo describirlos, me pregunto. Tenían alas, grandes aún cuando estaban plegadas. Sus patas eran gruesas y de fuertes garras. A pesar de la distancia, que no era tanta, pude ver que el tamaño de cada una de las garras era por lo menos de dos puños de hombre, y las uñas, cerradas alrededor de los cables eran largas y gruesas como tenazas. Lo peculiar era que las patas estaban cubiertas de un material que imaginé eran plumas, pero que a veces, según la luminosidad del día, parecían pelos de color dorado. El cuerpo era ancho en todo su volumen, tanto en las caderas como en el pecho, cubierto del mismo material impreciso, pero que en la cabeza se convertía en plumas verdaderas. Esta última era imponente por su prestancia, su altivez, erguida con un orgullo que sólo dejaba espacio para una mirada sórdida cuando se dignaba a bajar los ojos hacia los transeúntes. Tenían un pico corto, extraño para su contextura física, corto y ancho, que me sugirió casi una especie de metamorfosis en proceso: un cambio que debía estar ocurriendo a lo largo de generaciones desde una cara humana a una animal, o viceversa.
Nosotros, por los menos quienes vivíamos en la misma calle, no les temíamos. Habían aparecido cuando ya sabíamos por las noticias que ellas estaban asentándose en los cables de toda la ciudad, y su llegada a nuestro barrio fue como un alivio luego de una larga espera, la sensación de no haber sido desplazados o ignorados. Una de las veces que yo las contemplaba, sorbiendo el mate de vez en cuando, como si nada pasara, porque ya nos habíamos acostumbrado a su presencia, salió el sol muy brevemente entre las nubes, y sentí en la cara un destello de su fulgor sobre la piel de aquellos seres. No sobre las plumas, que mansamente se movían con la brisa, sino en el extraño tejido parecido al pelo que cubría la parte inferior del animal. Entonces recordé algo que había leído en mis noches insomnes, yendo del dormitorio hacia mi biblioteca en busca de leyendas que atenuaran las pesadillas nocturnas. De repente, me vino a la memoria lo que había leído de los grifos, seres mitológicos que según algunas versiones, estaban formados por un cuerpo de águila por delante y un cuerpo de león por detrás.
Debo reconocer que no encontré una correspondencia exacta entre lo que yo estaba observando en ese momento con las descripciones de los autores de mis libros, pero como dije antes, ni siquiera ellos concordaban, en sus bibliografías, sobre la verdadera naturaleza de los grifos. Lo que está expuesto a la imaginación del hombre, sufre mutaciones, y la imaginación humana crea monstruos que varían de aspecto y significado según las épocas. Y cuando estos seres son vistos por quienes creen en ellos, entre los árboles de un bosque, en la bruma del campo, en la superficie de un lago o entre los vapores nocturnos de una bocacalle urbana, toman diferentes formas, pero todas las versiones coinciden en un mismo punto: aquel que los hermana y los funde cuando se escucha un mismo grito de pavor.
Esa era la palabra, supongo, la que a mí se me ocurrió cuando los vi aposentados en los cables, dejando caer las extrañas plumas que comenzaron a cubrir las calles como pelos de perros. Oímos su graznido un atardecer, cuando la penumbra del verano inminente era un recuerdo extraño del invierno pasado, un eco sobreviviente que ellos se habían encargado de llevar consigo escondido en sus alas, para dejarlo caer como un desgarro de rocas sobre los oídos de los habitantes de mi calle.
Era un rugido que sólo una fiera podría haber emitido en medio de la selva, y luego el graznido que le sucedió fue inmediato, más una continuación que cambio perceptible, que hizo olvidar lo que habíamos escuchado unos segundos antes: el grito del león que se perdió en la calle, asustando a los perros y a las viejas, conforme con eso por ahora, y dejando en el aire el graznido que podría haber sido más amable de no ser tan contundentemente ancestral.
(Por qué a los perros y a las viejas, no lo sé. De los perros se comprende, están emparentados con los antiguos lobos que temían la presencia de los grandes felinos. Y tal vez las viejas del barrio también entendían, por otros motivos, el llamado del gato que yace indemne entre los huesos de cada predador. Dicen que las mujeres, mientras más viejas más sabias y más rapaces, más conscientes de la fuerza y el poder perdido y no aprovechado. Las brujas nacen a una edad avanzada, y las que así se descubren ya no son capaces de morir.)
Y ese sonido quedó en nuestros oídos durante toda la noche, y las noches siguientes, sin saber si eran repeticiones de la memoria o sonidos reales emitidos por aquellos seres a aquellas horas tempranas de la madrugada. Porque siempre los habíamos visto levantar vuelo al anochecer, luego de haberse asentado recién después del mediodía, planeando desde algún punto del cielo, surgiendo como una mancha más de las nubes, o como si viniesen desde el sol, ya que sus plumas, o su pelo, refulgían con destellos enceguecedores en su batir de alas, hasta el momento en que se aquietaban sobre los cables. Nunca los vimos de noche, pero era verdad también que pocos de nosotros se atrevían a asomarse a las calles en esas horas: la visión de las criaturas como sombras quietas resultaba demasiado amenazante. Aquellos que dicen haberse asomado dijeron que ellas no llegaban por la noche, pero muchos no les creían porque oían con claridad el graznido y el aletear de alas justo por encima de sus ventanas, aunque reconocían no haberse atrevido jamás a levantar las persianas ni a correr las cortinas.
Por ello, todo lo que a su presencia se refería, quedaba a medio camino entre la verdad y lo inventado, siendo esto último un reclutamiento de deducciones que intentaban utilizar la lógica como un instrumento, pero cuyas instrucciones de funcionamiento habían olvidado y perdido. Las autoridades municipales, provinciales o nacionales parecían haber caído en los mismos errores, acentuados por la habitual y arraigada burocracia que todo lo obstruye y envuelve como cizaña y enredaderas dentro y fuera de toda estructura gubernamental. A ella estábamos acostumbrados, así que nos preparamos, como espectadores que se sientan en sus butacas, a presenciar el espectáculo de los fallidos intentos de los empleados del estado, que con sus carpetas y portafolios, sus planos de la ciudad, sus guardapolvos y maquetas, instrumentos de precisión, armas químicas, discursos y discusiones, entretenían a los vecinos desde muy temprano en la mañana. (Es curiosa, acotemos desde ya y brevemente, la manía que tienen las instituciones oficiales de abrir sus puertas desde horas tan tempranas, como si tuvieran que hacer muchas otras cosas por las tardes o temieran que el día desapareciera antes de tiempo, involucrando en su obsesión a los ciudadanos comunes, interrumpiendo así sus sueños, la modorra de la madrugada y la fatiga matutina que se desenvuelve y fluye después con el exagerado y mal humor característicos.)
Se pensó en expulsar a las criaturas con diversos métodos, primero utilizando aparatos de ultrasonido, luego con gases tóxicos, pero como la gente se negó a abandonar sus casas y el barrio estaba lleno de niños, esta última medida fue cancelada. Las aves ensuciaban las veredas con sus excrementos, pero la peculiaridad era que carecían de olor, sólo se trataba de una masa informe que rápidamente se endurecía y podía ser levantada como piedras del pavimento, aunque más frágiles. Entonces quedaba en nuestras escobas y palas una ceniza blanca parecida a la piedra caliza triturada.
De dónde venían, nos preguntábamos, más por propia iniciativa que por imitación de los debates que invadieron las horas de televisión durante aquellos días. Algunos aseguraban que llegaban de la cordillera, escapando de cambios climáticos producidos por el efecto invernadero o la ruptura en la capa de ozono de la Antártida. Otros las declaraban como mensajeros apocalípticos. Muchos más, que se trataba de una invasión más en la ciudad, como ya habíamos sufrido la de mosquitos, murciélagos y otras alimañas semejantes, sin contar, por supuesto, a las humanas en sus diversas manifestaciones etnográficas y culturales. De esta manera, los debates se convertían en propagandas y plataformas para ideas ecológicas, religiosas, políticas y hasta para esclarecer puntos de vista raciales y/o discriminatorios.
Sin embargo, estas criaturas, que nunca llegaron a recibir un nombre científico, no tanto por falta de acuerdo entre los especialistas como por una reminiscencia no reconocida del miedo que todos sentimos, aún los más racionalistas, ante el paisaje que ellas conforman a lo largo de las calles de toda la ciudad, asentadas sobre los cables de electricidad, incólumes al peligro de electrificarse, y sin que sus garras, a pesar de su crudeza y fuerza que sugieren todo menos un uso delicado de su filo, destrozaran los cables.
Ese miedo fue el que sentí una noche, cuando supuestamente ellas no estaban afuera, mientras yo miraba un video grabado desde un helicóptero que había sobrevolado tres cuartas partes de la ciudad. Vi, como todos lo hicimos, cada uno en su casa frente al televisor, seguros en nuestro aislamiento, protegidos de lo de afuera y a su vez invisibles para cualquier inquietud o miedo de nuestros semejantes, la telaraña que nosotros mismos habíamos construido. Cables que llevaban suministro eléctrico, comunicaciones telefónicas, redes televisivas. Era algo de lo que ya no podríamos desprendernos, es más, algo a lo que estábamos ya sometidos aunque nos creyéramos libres dentro de nuestras casas. Pero era la simple sensación de un caracol que se cree a salvo mientras otro animal lo sostiene en su boca esperando el momento propicio para apretar los dientes y quebrar su caparazón.
Es que los cables no eran la amenaza de por sí, sino el instrumento del que podrían servirse las criaturas para su propósito. Ahora me pregunto la razón de adjudicarles un objetivo, como si de seres racionales se tratara, pero es inevitable que todo lo desconocido despierte susceptibilidades adormecidas por la rutina cotidiana. Las voces de alarma se alzaron desde todos los sectores y ámbitos de la sociedad. Las criaturas eran un peligro para la población, una invasión que dañaba la productividad económica y envilecía las costumbres ya establecidas del habitante medio. Eran un peligro al que era necesario poner fin.
Entonces sucedió lo que yo tanto temía desde la noche que había visto en la pantalla del televisor la imagen acuadrillada de las criaturas sobre la red de cables. Una noche de septiembre oímos los graznidos simultáneos por primera vez.
Fue un llamado a las armas, un grito de guerra, y un alarido de inmensurable furia contenida, de aquella ira que es resultado de la justicia siempre insatisfecha y de una intensa compasión que no halla objeto.
Pocos segundos más tarde, nos quedamos a oscuras. La ciudad se ensombreció en su totalidad, sumiéndose en una penumbra que nunca habíamos conocido porque jamás había llegado a ser tan completa. La ausencia de luz eléctrica nos expulsó de los espacios habituales, la falta de radios y televisores nos sumergió en un silencio que hacía a nuestros pensamientos más fuertes y casi extraños. Sólo fósforos nos quedaban, pilas que alguna vez se acabarían, y el mechero del gas, si es que aún funcionaba. Incluso el agua de las cañerías dejaría muy pronto de correr, y ese sonido de pertenencia a los ríos de nuestros ancestros se alejaría como si fuésemos en realidad nosotros quienes nos alejáramos. Arrastrados de la civilización y de la vida por estas criaturas que un día llegaron a visitarnos sin permiso, imponiendo su presencia como si reclamaran una tierra que les fuera arrebatada. Mensajeras de los dueños originales, o dueñas ellas mismas, llegaron para quedarse.
Sé que están allí afuera en este momento, mientras espero sentado en mi sillón frente al televisor muerto enterrado en la oscuridad, como yo estoy enterrado también. Esperando que regrese la energía eléctrica, que los especialistas arreglen el desperfecto, que los cortocircuitos sean reparados y la central eléctrica otorgue la luz igual que tantas veces lo hizo, como un dios inventado por el hombre, pequeño y familiar, y por eso mismo seguros de que actuará en nuestra defensa. Tenemos leyes, tenemos armas, tenemos toda la tecnología asentada en siglos de filosofía moral. Todo esto no puede ser interrumpido por el capricho de unas criaturas extrañas.
A menos que actúen, como antes dije, no por capricho sino por un objetivo. Trato una y otra vez de imaginarlo, de deducirlo, de inventarlo con todo el prodigio de mi imaginación, mientras aguardo en la oscuridad y el silencio únicamente interrumpido por aislados gritos de desesperación intercalados entre los graznidos. Por más que intento no puedo imaginar la causa de lo que nos está pasando, ni la identidad de las criaturas. Sea cual fuese el nombre que yo les dé, parece siempre insuficiente para la medida que su proceder les ha concedido.
Adivino que todo esto está sucediendo en muchas ciudades del mundo, y me consuelo con la idea de que no soy el único con las mismas dudas y el mismo miedo. Pero el consuelo es efímero, y falso en realidad, como lo comprueba el ruido que ahora escucho desde la calle, el estruendo de maderas y vidrio destrozados. Y sé que pronto estarán atravesando los postigos de mis ventanas como una horda.
Ilustración: Alexander Lois Leloir
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