Aquel día la calle sobre la que estaba la peluquería de mi abuelo Antonio -mi tío abuelo, en realidad-, modificó su habitual estado de ánimo. En ese tiempo aún había árboles en las veredas y el ruido de los autos era fuerte y rítmico. Recuerdo haber llegado esa mañana en el coche de papá, descubriendo cómo eran las cosas a la hora en que normalmente estaba en la escuela. El aire seguía frío, y el sol iba revelándose de a poco. Saludé a mi padre y le devolví el portafolio con el que me había puesto a jugar en el asiento trasero. Él no bajó.
-Te paso a buscar a las dos de la tarde.-Me dijo.
Las cortinas de la puerta del negocio tenían pequeñas láminas de madera unidas por hilos delgados, y al moverse sonaban como campanillas. Encontré a mi abuelo frente al espejo intentando borrar las manchas de óxido del vidrio, y era como contemplar un cielo estrellado de soles marrones. Aquellas manchas en el cristal cada vez eran más grandes, de un color terracota, y parecían nacer desde atrás del espejo. Nunca había habido humedad en la pared a pesar de que lindaba con un baldío, pero desde el primer día que lo instaló, aparecieron las manchas oscuras.
-Lo trajimos con los tipos del camión de mudanza desde la capital.- Me contó.-El mejor cristal, mi querido Oscarcito, el más caro.
La tarde en que entraron al local y lo pusieron sobre los soportes de la pared, el espejo se partió. Una grieta oblicua de arriba hacia abajo se abrió sin romperse del todo, pero era palpable al contacto con los dedos. Después se sucedieron las manchas una tras otra, muy despacio a lo largo de los años. Fuimos a revisar la pared desde el lado del terreno vacío muchas veces, metiéndonos entre el pastizal y los arbustos espinosos. Observamos el muro cuidadosamente. Sin embargo, además del musgo que cubría el revoque, no se veían grietas en esa pared de treinta centímetros de espesor.
Con el guardapolvo celeste abierto sobre el abdomen, se puso a preparar el lavatorio en un rincón del local, y mientras arreglaba los peines y otras cosas, entraron algunos vecinos. Todos sabíamos que ese día era una ocasión especial en su vida, y fue por eso que pedí permiso para no ir a la escuela.
-El concejal Domínguez me llamó esta mañana, dice que va a venir sin falta.-Comentó un viejo amigo del barrio. Miré a mi abuelo, que se alisaba el cabello con una mano como siempre que algo lo inquietaba.
Media hora después llegaron más personas. Las mujeres conversaban, algunas acariciándome y desviando luego sus miradas hacia el espejo para arreglarse el cabello. Sentí que mis mejillas se sonrojaban con tantas manos encima. Me entretuve tocando los trofeos sobre la repisa. Una colección enorme de los tiempos en que el abuelo había sido presidente del club del barrio. De aquella época papá siempre me contaba, porque jugó para el equipo de fútbol cuando era chico.
Salí a la vereda, y me senté en el umbral de ese lugar que parecía haberse detenido en el tiempo. Un cartel descolorido sobre la puerta anunciaba “Barbería El Concejal”. La gente seguía entrando y se juntaba en un estrecho espacio del negocio, ya que el otro sector había sido reservado para la visita. Pero mi abuelo no dejaba de trabajar. El sonido de las tijeras era incesante.
Aunque estaba viejo, era un hombre robusto, que no aparentaba sus sesenta y ocho años. De rostro cortante y nariz aguileña, tenía un cabello escaso pero largo y enrulado en la nuca. Cada año que pasaba era más terminante y frío en su trato con las personas, por eso la gente comenzó a tenerle miedo y a evitarlo. Como si en lugar de ablandarse, de acercarse a la tímida reserva y lentitud de los viejos, se endureciera. Un año antes había perdido las elecciones para concejales frente a su opositor de los últimos veinte años. Mi abuelo y Domínguez habían estado peleando desde que eran jóvenes, en los tiempos en que se disputaban la presidencia del club.
-Fue una guerra que duró veinte años... -Le decían sus amigos.-... y se terminó, viejo.
Ahora el abuelo Antonio estaba concentrado en la búsqueda de ideas en medio del cabello que cortaba. Tal vez del entrechocar de las tijeras salieran frases comprensibles para él, como armas.
-Desde aquí podés ver el mundo.-Me murmuró al oído pocas semanas antes, mientras lo miraba trabajar, sentado en la butaca de al lado.- ¿Sabés que a veces veo el alma de mis clientes?
Y mirando hacia el espejo noté, esa tarde, que una franja había nacido a cada lado de la grieta, oscureciendo el reflejo del cristal. Tenía dos centímetros quizá, a lo mejor más aún, no lo sé. Las manchas de óxido ya no tenían forma, y le daban al negocio un aspecto arcaico.
Fue el lunes anterior cuando comenzó a correr el rumor de que Domínguez vendría a ofrecerle un puesto vitalicio en el Concejo vecinal.
-Si quiere venir, que venga.-Contestó simplemente, pero su cabeza planeaba algo. Vi su mirada estallando como un relámpago.
Ese mismo lunes pasé por el negocio, y noté que la grieta en el vidrio estaba más oscura, con un halo o un aura marrón que se confundía con la luminosidad del atardecer. Mi abuelo ya cerraba las cortinas y me propuso buscar rajaduras en el muro.
-El espejo no va a aguantar mucho más la humedad.-Repetía.
Por centésima vez revisamos la pared desde el lado del baldío, golpeándola hasta que cayó la pintura reseca. Pero hallamos la misma solidez de siempre, la inviolable impermeabilidad que protegía al muro de la muerte prematura. Sin embargo la grieta del espejo estaba allí, y cuando regresamos al local vimos larvas emergiendo de las aristas del espejo. Gusanos negros que caminaban hacia el techo. El abuelo se subió a una silla y comenzó a arrojarles veneno. Se fueron paralizando lentamente.
-¿Y las larvas?-Le pregunté a la mañana siguiente.
-Creo que están muertas, querido.
El reloj sobre la puerta marcó las doce y media. Muchos de los vecinos fueron a almorzar a sus casas o al bar de Santos. Las cortinas metálicas bajaron, empezando el intermedio silencioso de la siesta. El dibujo del mosaico de la peluquería se aclaró cuando la gente se fue retirando. Entonces Domínguez apareció en la puerta. Se saludaron con el mudo y mutuo acuerdo de evitar la formalidad. Todos nos mantuvimos callados, pero después los vecinos dieron una exclamación de desaliento al ser invitados a irse.
-Por favor, señoras, por favor, no puede haber tanta gente aquí.-Decía mi abuelo empujando suavemente a las mujeres y a los viejos hacia la vereda, y cerró con llave.
Aproveché aquellos segundos de desorden para esconderme en el baño. Me apoyé contra los azulejos y los espié con la puerta entreabierta. El abuelo paseó su mirada buscándome, y al pensar que ya me había ido, invitó a Domínguez a sentarse. Luego comenzó a ponerle la crema de afeitar.
-Mirá, Antonio, ya sabemos para qué estaban todas estas personas acá. Nos conocen desde hace mucho.
El abuelo seguía cubriéndole la mitad de la cara con esa crema tan blanca como las camisas que siempre usaba.
-No hay nada de raro que un tipo me pida que lo afeite. Pero sí que se aparezca ofreciéndome el puesto que debí tener desde el principio.
Después escuché a Domínguez diciendo algo diferente a lo esperado. Le oí hablar de amenazas, y de partidarios que intentaban matarlo.
-Me metí con la pesada, ¿me entendés? Me siguen. Ya no sé en quién confiar. Por eso vine a vos. “Antonio va a protegerte”, me decían.
Mi abuelo continuó afeitándolo. Hasta ese momento se habían hablado a través del espejo, pero como las manchas ocultaban ahora casi toda la visión, Domínguez se dio vuelta. La navaja se deslizó por accidente, y un poco de sangre brotó sin que se diese cuenta. Hablaba como un desesperado y pedía protección. Antonio limpió la navaja frente al espejo, una gota minúscula de sangre salpicó en el vidrio cerca de la grieta. Silencioso, mi abuelo escuchaba aquel pedido, pero no hizo otro gesto más que mover sus labios, como si lo insultara en voz muy baja. Luego habló.
-¿Te acordás de mis chicos, a quienes mandaste a asesinar?
Entonces recordé lo que me habían contado sobre los tres pibes que trabajaban en el comité del barrio. Los encontraron muertos en el baldío unos meses antes de las primeras elecciones en que ambos habían competido. Llevaban afiches que iban a pegar en las paredes durante la noche. Decían que fue una maestra quien los halló, a las siete de la mañana, mientras iba a la escuela. La mujer había visto unos cabellos rubios en medio del pastizal, y avisó a la policía.
Los tres cuerpos tenían varios orificios de bala en la cabeza y el pecho. Estaban escondidos entre los arbustos y los gatos muertos, apoyados contra el muro de la barbería. Nunca supimos quién lo había hecho, ni se pudo comprobar que fuesen víctimas del partido opositor. Los tres habían sido fusilados contra la pared y la sangre quedó impregnada en el muro, a pesar de que la lluvia y el sol blanquearon el revoque.
Antonio le secó el resto de crema de la cara con una toalla, y le puso algo de lavanda. Domínguez supo entonces que nunca iba a recibir ayuda. Empezó a levantarse y vio la navaja en la mano derecha del abuelo, quien con la otra lo retenía en el sillón hasta darlo vuelta enfrentando de nuevo al espejo. Mirándose mutuamente a través del cristal opaco, uno observó cómo el otro le atravesaba la garganta con el corte prolijo de una navaja bien afilada. La sangre brotó como un chorro por unos segundos, y el cuerpo de Domínguez se puso blanco. No me atreví ni a respirar, me paralicé más allá de mi voluntad.
El abuelo bajó las cortinas de metal inmediatamente después. No sabía que yo aún estaba dentro. Temblaba, y se tranquilizó al sentarse un rato. Prendió un cigarrillo, con la vista fija en el espejo ahora oscuro, tapado por las manchas de terracota nacidas de la grieta. Algunas larvas habían empezado a salir por la abertura, brotando también de los bordes del espejo. Un cuarto de hora después eran tantas, que cubrían toda la pared, y se esparcieron por el suelo. Al poco rato ya estaban subidas al cuerpo de Domínguez. Cuando cubrieron cada resquicio, comenzaron a devorarlo.
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