martes, 3 de septiembre de 2024

Santidad de la razón

 








 1




El Racionalismo fue una escuela de luces para el mundo. La razón fue creciendo lenta, progresivamente, cayendo de escalón en escalón en un ascenso sin contradicción, porque era el natural camino evolutivo de las ideas predominantes. Conceptos que adquirían fuerza desde sitios, situaciones, circunstancias, fuentes impredecibles, escondidas, que nadie, ni los propios fundadores y preconizadores de este movimiento social, cultural e intelectual habrían podido definir con precisión.

      Todo esto me hace recordar, sin embargo, al lento ascenso de una gota por la escalera en el cuento de Dino Buzzatti. Una gota que, venciendo las leyes de la gravedad, asciende por la noche sin ninguna causa que justifique tal procedimiento, esa maravilla y cambio en los recursos habituales de las leyes físicas, ni tampoco una razón para que esté haciendo aquello: el subir una escalera.

      Se justifica el goteo de una canilla mal cerrada por descuido, olvido o indiferencia de quien se levanta en plena madrugada para beber un vaso de agua, o el goteo de la llovizna en el desagüe del techo de nuestra casa, pero no somos capaces de comprender cómo una gota de agua asciende como si fuese un animal rastrero, esquivando el clima de la casa, las características de las baldosas o la alfombra, la sequedad a que debería someterla el polvo acumulado, incluso siendo capaz de esquivar la lengua más curiosa que sedienta del perro, despierto sin duda por aquel goteo especulador de sospechas y agudas templanzas. 

      Pero no puedo llamar templanza a mi somnolencia, sino meditación contemplativa. La Razón surge entonces fácil a pesar de la contradicción que lleva en sí misma: capaz de comprenderlo todo, niega y afirma con énfasis: una gota de agua no puede ascender, pero acepta la situación porque su principal instrumento así lo atestigua. Ojos y oídos confirman el fenómeno.

      Por todo ello, la Razón fue descubierta como el máximo hallazgo, el supremo poder en manos del hombre, como si pudiera sacar de su cabeza su propio cerebro y contemplarlo igual que un disector, buscando con pinzas delicadas en las circunvoluciones las motivaciones, los senderos discursivos, las racionales tergiversaciones que no son más que excepciones que confirman las leyes naturales. 

      Años y años de búsqueda incansable, de esfuerzos inauditos para mentes humanas que no tienen más remedio que agotarse alguna vez, viejas las neuronas, cumpliendo el ciclo que el conocimiento aplicado esta vez a la anatomía y fisiología ha descubierto como patrones, reglas y variaciones. 

     Variaciones sobre un mismo tema, un género musical que ha prevalecido precisamente tiempo después del cénit del Racionalismo. Haydn, Mozart, Beethoven y tantos otros han especulado con temas de compositores de mucho menos talento para realizar obras de diversa duración con el fin de cumplir con un encargo oficial o privado, el cual ayudaría en sus economías para poder regalar mayor tiempo a sus mejores obras. 

     Y eso es lo que yo hago ahora, hablar del Racionalismo, de ideas ya estudiadas mil veces por hombres de mayor talento. Variaciones sobre un mismo tema que deberían aportar algo a la historia. Entonces me pregunto, qué es el cerebro humano más que una serie repetida de costumbres ancestrales. ¿No es ésta, por caso, aquella melodía de Monteverdi, aquella aria de Gluck, la fatídica llamada al comienzo de la quinta sinfonía de Beethoven en la mente del primate? 

      Me gusta imaginar que un simio podría estar ahora haciendo percutir una piedra sobre otra piedra, intentando lograr una chispa, sirviéndole tal acto aparentemente reflejo como meditación inconsciente por la lucha que acaba de entablar y perder contra otro macho por la posesión de una hembra. Lo veo sentado sobre la tierra, las piernas abiertas, la espalda apenas inclinada, los brazos activos y solemnes, y las manos en plena y suprema función: sujetando la piedra una, otra piedra la otra, golpeándolas entre sí, haciendo salir chispas inocentes, débiles, pero provocando otra cosa tal vez más extensa que los siglos: un ritmo sincopado que va lentamente transformándose, metamorfoseándose, variando en duración, en sentidos, imitando el sonido del agua o de la lluvia, de los animales de la selva llamándose unos a otros, de las aves, de los gruñidos, de los gritos y gemidos.

     Y por fin, algo conmueve al simio, lo traslada a un lugar que no es la selva, algo proyecta en su mente otro espacio y otro tiempo: la abstracción. 

     No sabe que así se llama tal poder que ahora ha descubierto. El ritmo le ha provocado tal cosa, más concientemente quizá que cualquier otra vez, al sentir algún olor o escuchar los sonidos de la selva. Sus ojos buscan en el espacio a su alrededor, en los árboles y el cielo entre ellos, el lugar que ha entrevisto por un momento, y que la interrupción del ritmo hizo desaparecer de pronto.  

      El simio se ofusca, se confunde, se restriega los ojos, se rasca la cabeza, da saltos de contento y obstinación, arde por comprender lo que le ha pasado, llama a gritos a sus compañeros, pero ninguno acude. Trepa a un árbol, lo más alto que puede, y contempla la extensión arbitraria de la selva, más o menos amplia según los ojos que la observan. De ello depende la capacidad visual de la especie, la sagacidad de la mirada, el aprendizaje que este simio ha comenzado a adquirir. 

      Vuelve a restregarse los ojos, buscando en ellos lo que antes ha visto y no puede pensar nuevamente porque no lo ha comprendido. Así como entiende las formas en que la selva se presenta a su mirada, los olores y sonidos, el tacto a su alcance, de la misma forma y con la misma intensidad no comprende lo otro que ha entrevisto. 

     Intuye que tal relación inversamente proporcional le llevará mucho tiempo de contemplación. Dispuesto a quedarse allí en busca de una nueva experiencia, sabe que todo ello está tras sus ojos, y sin embargo no lo sabe del todo, todavía.

     































2




Es fácil confundir la razón con la lógica o la ciencia. La lógica tiene apariencia de verdad, y la verdad parece estar formada por la estructura de la razón. La ciencia, entonces, tiene la función de corroborar y afirmar a ambas.

      Pero qué lejos de la verdad está la lógica, y ésta qué lejos de la razón, y ésta aún más lejos de la ciencia.

      Si el simio que tomamos como objeto de experimentación ve el follaje de la selva en la que vive, sabe únicamente que allí está la selva y más allá no hay nada, por lo menos hasta que él se dirija hacia los límites y atraviese la zona que abrirá su razón hacia otros parámetros. Luego, la lógica le dirá, en el futuro, que más allá de lo que ve podría encontrar otras cosas. Si este simio tuviese más inteligencia, desarrollaría una ciencia para investigar, estudiar si estas experiencias se repiten tan seguido como supone.

      Sin embargo, ni el simio es lo suficientemente inteligente ni su experiencia posee la intensidad que se requiere para que provoque un razonamiento deductivo semejante al fluir de un río serpenteante entre la maleza. Aquí es donde él deberá descender del árbol y tocar el agua, beberla, satisfacer su sed y conformar primero a su cuerpo, y cuando intuya las preguntas: de dónde vienen y hacia dónde van las aguas, volverá a subir a otro árbol a contemplar una visión más extensa del río. Mirará hacia los puntos cardinales, que no son tales aún para su mente sino direcciones pobladas de olores y sonidos diferentes. Relacionará una dirección, río arriba, con cierto helado espíritu del aire, vientos más intensos, un silencio inquietante y el eco de gruñidos no del todo precisos pero sí más temidos. Cambiará la dirección de su mirada hacia el otro lado, allí donde la ancha serpiente de aguas desaparece, con sonidos de lejanía, con algo de sed y pesadumbre, con el grito de guacamayos, con bestias de dientes feroces, con la soledad de su tribu que se aleja. 

     Cada estación del año, que, repito, no son más que cambios de calor, frío, lluvia o heladas, árboles pelados, árboles llenos de flores y frutas, suelos llenos de hojas y cubiertos de barro y musarañas bajo las piedras, de un río seco, tal vez, o tan delgado como la hebra de un hoja muy verde y muy joven todavía, cada estación le dará sensaciones diferentes, y por lo tanto cada dirección, donde el río y los árboles son mojones, ejes puntuales por los cuales el simio aprende lentamente a conducirse. Los olores y sonidos son puntos sensibles que persisten para lo circunstancial, para la vida cotidiana del apareo y la alimentación, para la supervivencia de los más fuertes, más jóvenes y más hábiles. Pero cuando en algún momento del anochecer, el hambre de alimento y de sexo estén satisfechos y un leve adormecimiento lo tumbe a lo largo de una rama, con las piernas enlazadas en ella o la espalda apoyada en el tronco, tomará entre sus dedos una hoja y la irá desenhebrando, asombrado de aquello y de su propio asombro ante lo que jamás había visto antes: el paralelismo, la semejanza entre las hebras de la hoja y las direcciones del río y sus afluentes que ahora puede contemplar ya no sólo por la altura o la posición del árbol en que se halla, sino por la suma de las experiencias y visiones anteriores. Cada una de ellas sumadas y superpuestas, hasta formar una distribución que se llamará mapa, aunque él así no lo defina  nunca.

     La intuición, por lo tanto, es una amalgama de conocimientos, una necesidad, una pulsión o inquietud que carcome y crece hasta no dejar lugar más que para su propio cuerpo desbordado: una obsesión que no desaparecerá sino en el instante en que decidamos abrir un libro, abrir una puerta o explorar el exquisito esqueleto de nuestro propio cuerpo con un bisturí de palabras afilado con ideas o la violenta ira de una verdad desesperada.

     Eso es lo que el simio intuye: la desesperación inicial y la desesperación final.

     Intuye las nadas primordiales en los extremos del río.

     Las nadas, que de tan objetivas, son frías como templos vacíos de piedad. 

     Ahora el simio ha aprendido a conocer su desesperación, a objetivarla, quizá a llamarla de algún modo que nunca sabremos (tanto él como nosotros conocemos y desconocemos cosas que podríamos haber intercambiado para mutuo beneficio, pero sin duda esa ya sería otra historia). La transforma en ira porque no conoce otra forma de encausarla sin que antes lo remuerda interiormente, socave su conciencia apenas presentida como tal. 

     La rama sobre la que se asienta se sacude peligrosamente bajo su peso nervioso, su malestar creciente de ímpetu avasallante, devorador y certero en su próximo movimiento.

     Se siente tan solo con tal descubrimiento, con ese sentimiento proveniente de una parte entonces desconocida de su mente, como si estuviese viendo la encarnación de una visión enajenada, de un alma monstruosa surgida de la nada, de lo que nunca estuvo antes porque nunca vio antes.

     Una bestia de su propio tamaño, llamándolo e inquiriéndole con órdenes contradictorias, que lo impele a actuar y estarse quieto, que lo golpea y lo alaga en sucesivos instantes que lo llenan de perplejidad y desconcierto. 

     Salta. Baja la vista al suelo, acostumbrado a los primordiales instintos que lo ataban a la tierra, y que ahora siente tan lejana, tan separada de él, con una vergüenza encima como si hubiese sido echado, arrojado por una causa o motivo que desconoce.

     Levanta la vista, endereza el cuerpo y lleva sus manos sobre la frente para proteger su vista ya ahora más poderosa del sol que trata de sofocarlo como tantas veces lo hizo antes, tal vez despidiéndose en un último ruego o acto de padre abandonado por su hijo que crece y deja el hogar, casi el último y cariñoso golpe sobre la cabeza de un niño travieso que desde ahora enfrentará lo desconocido. 

     Recordándole su origen, lo que está por dejar atrás.

     Lo ya para siempre irrecuperable.




































3




Baja del árbol y camina hacia una dirección, la única válida desde ahora. La presiente, la confirma a cada paso que da mientras el río, junto a él, va en esa misma dirección, más o menos rápido según el desnivel del terreno, las rocas que encuentra, las orillas que desbordan de malezas y ramas. El agua fluye más rápido en el centro, igual que lo que a él le sucede, siente en su pecho, o más abajo, allí donde el alimento se atasca y lo hace sentir mal muchas veces, un cosquilleo molesto, una compresión como si su propio cuerpo se estuviese retorciendo, o creciese dentro de él algo desconocido, impreciso, más imaginario que real, pero de cuya existencia no puede deshacerse tan fácilmente dejando de pensarlo. 

      El pensamiento, ahora se da cuenta mientras recorre la orilla de un río que lo guía, es tan asombroso como molesto, y sabe que recién está comenzando a vislumbrar sus infinitas posibilidades. Se pregunta por qué se da cuenta de tantas cosas en estos últimos días, cuando toda su vida pasó entre instintivas conductas que a nada llevaban más que a la supervivencia y la continuación de su especie, incluso esto no lo pensaba así, con estas ideas, ya no palabras, y ni siquiera era pensamiento, sino simple acontecer y actuar. Todo esto le resulta ahora tan lejano e inútil, tan inocente, que una nostalgia de paz y tranquilidad lo angustia más en cada paso que da para ausentarse de la selva, hacia el punto límite que su mente renovada le dice que más allá, en algún lugar, está el fin de lo visto y el comienzo de lo previsto.

     De a poco, el paisaje se va tornando más llano, no por la ausencia de rocas o desniveles, sino porque los árboles van dejando lugar a una llanura sembrada de pasto y suaves lomas recorridas por lechos de arroyos a veces secos, a veces tan finos como palabras que sucesivamente se van formando y ordenando en su mente renovada, tantas y tan confusas que lo pierden en un nuevo éxtasis de sol, aún cuando el cielo, ya tan distinto, abierto, claro, abismalmente inmenso en su pesada infinitud, está adosado a una capa interminable de nubes que van y vienen, acumulándose como las nuevas palabras y las nuevas ideas.

     El caminar las ordena, las va ubicando en espacios ubicuos de su mente, y no le cuesta mucho trabajo, se van dirigiendo solas a espacios tan reducidos como celdas de reos, destinadas a aquel sitio para siempre, condenadas a una repetición tan persistente como la vida de a quien pertenecen. Pero él sabe que son ideas que continuarán, porque nada le niega que a los demás de su especie no les esté sucediendo lo mismo. Quizá, detrás de él, otros hayan comenzado a caminar, siguiéndolo por curiosidad, tal vez, pero esa curiosidad es también un signo, una forma más del nuevo pensamiento. Si para él el conocimiento llegó con la desesperante forma de una inquietud deformante y dolorosa, en otros puede haber llegado de maneras más amables, como la simple curiosidad, o la todavía más elemental de la imitación. 

      Un día podrán ser muchos los simios que peregrinarán hacia fuera de la selva, hacia las llanuras, para poblarlas y descubrir las montañas que se vislumbran como barreras infranqueables, macizos poblados por sombras y nieblas, que presiente generadoras de cosas sin formas, de sonidos tan temibles como el gruñido de un león escondido entre las plantas. Pero antes de llegar allá, deberá dominar la llanura, desprenderse del vértigo que cada paso sobre el vacío le sugiere. Sentir que sus pies pisan tierra firme y no un lago verde. Sistemáticamente, las cosas a su alrededor le aportan sensaciones que incorpora a su cuerpo, y confía ahora mucho más en su mente que en su cuerpo, su conciencia: la sensación de ser él, una cosa y un ser al mismo tiempo, algo separado e integrado a lo que lo rodea. Susceptible, como siempre lo ha sabido, a los peligros, pero éstos no son más que hechos fortuitos, partes de un valor determinado por su propia confianza e inteligencia; no existe nada más que él en este momento, y él es parte del todo. Capaz de comunicarse con un simple gesto o un grito, algo que resulta tan simple y eficaz como nunca antes lo había sabido.

      El temor se ha trasladado hacia niveles más profundos. La vida cotidiana pierde relevancia, y las lejanías y las distancias, la aparente ausencia de alimentos, son circunstanciales, y el hambre una sensación que puede ser tolerada más que antes. El miedo está dirigido a cosas más oscuras, a sensaciones que no logra transmitir al exterior porque no encuentra señales de identificación o referencia. Antes era un león, una serpiente, una hiena cercando a una mujer enferma y moribunda. Ahora nada de eso es tan vital como la impredecible visión de su propia eternidad.

     No lo define de esa manera, por supuesto. Antes creía ser eterno porque cada día borraba la memoria conciente de la anterior jornada, y el presente, de esa manera, era tan largo como la eternidad. Sin embargo, ahora que se siente una entidad individual, que nuevos razonamientos deductivos han nacido para asentarse en él haciendo nidos donde crecerán otros muchos, su propia mortalidad se le hace tan cierta que ya no puede más que sentirse expulsado de su otra vida, de su otro espacio, del privilegio de la vida eterna. 

     Añorar su existencia inconmovible es desde este momento el signo, el factor primordial de su nueva e irrenunciable vida. Sobrevivir será tan simple o complicado como él alcance a decidirlo, pero el ascenso de la nostalgia y la pesadumbre ha comenzado.

      La angustia existencial es un producto de la Razón: un hijo predilecto por único, en cuya existencia se ha invertido no una vida, sino la suma de los acontecimientos del mundo.

     Mientras, mirará las montañas que suben al cielo, en busca de otra mayor curiosidad. Mientras, trabajará los campos nuevos de su mente y los campos nuevos de su tierra obtenida a base de caminata y supervivencia, a base de matanzas y algún que otro remordimiento, a base de culpas olvidadas y sobre todo, del placer obtenido en cada observación y herramienta lograda con esmero, en cada risa y alegría bajo la lluvia. Cada artefacto de su inteligencia es una hazaña digna de contarse, de dejarse asentada en algún sitio del mundo.

     Sabe ya, que la memoria nunca es suficiente, que toda cosa tiende al olvido como cada ser vivo comienza a morirse el mismo día que nace. Lo ha visto en sus propios hijos, en la futilidad de la enfermedad y la vida, en la vejez que evoluciona como un pez pudriéndose fuera del agua, en los muertos atravesados por lanzas, en gritos airados luego de llantos no menos fuertes, capaces, eso sí, de atravesar distancias más extensas que su imaginación.

     Todo trabajo humano es más permanente que el mismo hombre, todo fluido, grito, descendencia, llanto, gemido, risa, construcción, cada muerte dada es más persistente que la propia vida que la ha generado.    

     Todo persiste un tiempo más, a pesar del olvido, sin existencia propia porque nadie ya lo piensa, y sin conciencia la entidad deja de ser.

     Solo son hechos, acontecimientos, parecidos a su vida anterior en la selva.

     El simio, que ya no es sólo un simio, conoce la imponderable dicotomía, la contradicción de su misma definición de ser, y todo lo que toca y siente, empezando por su alma, tiene dos elementos indefinibles separados por un muro.

     Quizá, esas montañas.






















4




Lo que tan alto y enorme parece, debe ser, necesariamente, algo importante. Si algo como esas montañas parece llegar al cielo, tocándolo, rodeadas por las nubes que se forman y mueren a su alrededor, tiene que ser únicamente aquello por lo cual el alma del simio está desesperando de conocimiento y de alivio.

      Porque todavía, y aún en esta etapa tan avanzada de su evolución, intuyendo que su conciencia es una manifestación de su alma, la punta de un iceberg nunca visto, la conciencia de su individualidad, de su unicidad; todavía, entonces, cree que el conocer le dará satisfacción, le quitará el peso de la duda que crece con cada paso que da hacia las montañas, en igual proporción al crecimiento de los macizos al acercarse. 

      Con cada paso, ve mayor nitidez en las laderas: los árboles en la base, los arbustos ralos y azotados por el viento que los hace crecer torcidos pero resistentes, las rocas desnudas, ocres, blancas, grises, rojizas, las tinieblas blancas de las nubes cerca de la cima, a la cual ocultan.

      Es allí donde el simio piensa que debe estar el conocimiento, ya no descubrimiento sino revelación que abrirá el resto de las puertas de hueso de su cuerpo. No puede quitar la mirada de aquellas lejanas cimas, aún a riesgo de tropezarse con los obstáculos que la llanura le presenta, los peligros que lo acechan, el hambre que no logra interrumpirlo más que una jornada de sol y luna. 

     El simio ha trabajado en la llanura, ha cazado, ha pescado en los arroyos, se ha apareado con sus hembras, ha descansado y dormido mientras el viento pasaba como una mano áspera sobre su cuerpo desnudo. Un cuerpo que un día, al amanecer, se descubrió más vulnerable, más desprotegido, sin tanta de aquella cobertura de pelo que caracterizaba a su especie: el pelo lacio y negro, encrespado en las ancas, ralo en los codos y rodillas, cayéndole como dos vertientes de agua a cada lado de la cabeza. El pelo que las hembras acariciaban durante un rato luego de aparearse, asombradas, quizá, enternecidas, también. 

     Pero él lo ha dejado todo de lado, lo ha dejado atrás. Ha decidido abandonar la llanura así como lo hizo antes con el bosque. Sabe que el espacio es una forma más del tiempo, y los lugares se suceden y tienen nombre porque el tiempo los ha llamado para unirlos en un mismo sistema hueco, un lugar llamado tiempo, que esta vez es pasado.

     La razón lo domina, lo obliga a pensar cada paso, idea, gesto, sonido que su cuerpo da. Y lo que no puede ser evitado, debe ser sumido en el obligado sistema del análisis. El por qué de las cosas y los hechos, el por qué de los días y las noches, del sol y de la luna, de la lluvia y la sequía, del miedo y la alegría, del furor y la ternura, de la energía y el cansancio. Hay preguntas que no se hace y sin embargo presiente allí, en su interior-exterior, creadas y manifestadas por simbolismos que no puede detener: el viento que lo azota y pretende detenerlo, las hembras que aparecen en su camino para entretenerlo y retrasarlo, las bestias que gruñen a su alrededor y que él ignora así como ignora, el condenado a muerte, un dolor de muelas minutos antes de su ejecución. 

     Subirá a las montañas, cueste lo que cueste. Vislumbra ya la figura de aquellas que dominan sobre el mundo, que todo lo ven desde su altura, manejando las nubes y las lluvias a su antojo, deteniendo el viento y capaces de provocar la ruptura del mundo si decidieran derrumbarse de un momento a otro. El simio nunca ha visto tal cosa, pero su razón se lo dice, lo deduce sin dificultad ni cuestionamiento. Sonríe porque se da cuenta que ahora sabe y sabrá muchas cosas que jamás vio ni verá alguna vez.

     Están ahí, como los dioses. Presentes para algo.

     Pero no sabe para qué.

     La felicidad del conocimiento no es susceptible de sarcasmo ni ironía. No puede ser destruida, sólo burlada o desechada, nunca ignorada.

    Tan fugaz e inútil como eterna e imprescindible es la duda.

     La incertidumbre metamorfoseada en monstruos llamados desesperación, procreando hijas con nombre de amargura.

     Los dioses que no se dejan ver provocan la ira y la contemplación, la oración y el suicidio.

     Los que sí se dejan ver, traen la muerte inmediata de toda duda, pero también de toda esperanza.

     El camino del simio es el camino accidentado de las pérdidas, de lo costosamente comprado y lo mal vendido. De la procreación y de los hijos muertos. De lo recuperado y lo perdido. El camino del simio es un sendero que se estrecha, pero se agranda en hondura, en peligrosos deslizamientos, en abismos formados por altísimas paredes laterales. Una ruta que conlleva solitarios kilómetros sin estaciones de servicio, sin moteles ni casas de pensión. Donde no hay carteles de neón a los costados, ni puestos de comida, ni carteles de señalización. Únicamente al final presentido del asfalto, una imagen acuosa sobre el pavimento a pleno sol, cada día, desapareciendo cada tarde en sombras que avanzan desde los costados,  oscureciendo todo como si el simio-hombre se estuviese quedando ciego.

     Sin luces, sin  reflejos, sólo un atontamiento que el insomnio provoca en los desprevenidos.

     Allá delante, en lo alto, están las cimas de las montañas, más amenazantes en la noche, más grandes y frías.  De contornos imprecisos, figuras fulgurantes con silbidos que viajan con el viento. 

     Las nubes presentidas y las estrellas ausentes: la inmensidad sobre el hombre.

     Y por más que él se refugie en la razón como último recurso, sabe que la santidad de la razón conduce al camino del martirio. 

     La flagelación de los cuerpos es sólo la extenuación de las almas. 

     Y el divertimento de Dios, la manifestación del silencio.





Ilustración: Edgar Ende

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