viernes, 20 de septiembre de 2024

Max









No sé qué estaba pensando en ese momento, tal vez en el viaje que iba a hacer dos semanas después. Lo cierto es que crucé la calle a mitad de cuadra, y no vi el camión. El sol del mediodía luego de almorzar me adormeció, quizá también la fugaz conciencia de mi felicidad.

     Pero escuché el motor justo un instante antes de verlo a mi lado, y luego sentí el empujón desde la espalda. Un golpe no del acero, sino de otro cuerpo que me arrojó a la vereda de enfrente, salvándome de la muerte.
     Recuerdo haber oído ladridos, aullidos casi histéricos desde el patio de aquella casa vieja en la que siempre había perros abandonados. Sin embargo, era tan habitual verlos allí que esa mañana no les hice caso.
     Acostado sobre la vereda fría, con las palmas enrojecidas por el golpe contra las baldosas y el labio inferior ensangrentado, sentí las caricias del perro. El mismo que me había advertido del peligro con sus ladridos, y saltó la cerca arrojándose sobre mí justo antes de que el camión me aplastara.
     Era un animal mestizo, grande de tamaño pero aún con aspecto y hábitos de cachorro. Parecido a un doberman, tenía pelo corto y muy negro.
     -¡Dios mío, Gabriel!- Gritó Juana, que vino corriendo desde la esquina en la que íbamos a encontrarnos.
     Juana Santos era la hija del dueño del bar y mi novia desde la infancia. El día que cumplí dieciocho años, papá me dejó usar el Torino de mi tío Jorge, que había muerto unos meses antes. Entonces ella tuvo la idea del viaje, y como siempre que se le ocurrían aquellos planes, se colgaba de mi cuello insistiendo hasta convencerme.
     Ahora hacía lo mismo, pero sentada en la vereda, abrazándome y manchándose con la sangre de mi cara. El chofer del camión se bajó y quiso ayudarme.
     -¡Uy, Dios mío, perdoname pibe, perdoname!- Decía con las manos nerviosas.
     La gente se juntó a nuestro alrededor, formando un grupo compacto dentro del cual el perro era un claro, un espacio libre que todos respetaban, como si fuese una bestia a venerar. Un animal salvaje y noble a la vez.
     -Ese perro me salvó.- Murmuré luego de que el espanto me abandonara, cuando por fin pude hablar.   
    Todos lo miraron de nuevo con más atención, y Juana lo sujetó de la correa vieja que alguien le había puesto alguna vez. Después el animal vino a lamerme la cara, y lo abracé a él y a Juana, con los brazos todavía temblando.
     -Lo vamos a llamar Max.- Dijo ella, y más tarde me contó una leyenda inglesa que una vez había leído en su clase de historia. No sabía por qué se sintió tan emocionada al oírla, relatada por el profesor, ni la razón por la que durante meses después se dedicó a buscarla en todos los libros y bibliotecas. Ahora, esta leyenda volvía a su memoria.
     Un rey medieval tenía un perro que lo acompañaba en todas las batallas. Era un animal enorme, feroz con los extraños y dueño de unos ojos tan negros que el mismo demonio parecía apoderarse de él al salir al campo de batalla. Un día el rey perdió su espada en medio de una contienda, y un enemigo comenzó a cabalgar hacia él para atravesarlo con la suya. Entonces el perro saltó hacia el otro y le arrancó la mano.
     -Aquel galgo se llamaba Maximilian.- Terminó de contarme Juana.
     -Vení, Max.- Lo llamé, y respondió levantando la mirada, con las orejas bajas. Se puso a correr alrededor como si volviese a escuchar su nombre luego de muchos siglos.
     Después de esto no tuvimos más alternativa que llevarlo en nuestro viaje. Confirmamos el alquiler de la casita en la playa, y a la mañana siguiente subimos las valijas al auto. En el asiento trasero iba Max, y Juana sentada a mi lado. Ese día noté que ambos se profesaban un mutuo resquemor, todavía leve y sutil. Ella se esforzaba por agradarle, acariciándolo y dándole de comer en la boca. Pero Max se comportaba cada vez más extrañamente. En especial cuando ella se recostaba sobre mi hombro y me servía café apoyando el termo sobre la guantera. Se daba vuelta para mirarlo y él le gruñía mostrando los dientes, siempre sentado como una estatua imperturbable.
     -¿Tengo que soportar los celos de un perro?-Decía irritada, pero un instante después nos reíamos juntos, una risa fresca en medio del calor de la ruta.
     “¿Qué más puedo pedir?”, pensé, abriendo el techo corredizo para que la brisa marina y el olor de la arena de los primeros médanos renovara el aire dentro del auto. “Tengo una chica hermosa, un buen auto y un gran perro.” Luego puse mi brazo derecho sobre los hombros de Juana, que se fue adormeciendo mientras miraba al sol ocultarse detrás de las dunas.

     Al otro día estábamos en la playa, recostados sobre la arena. Juana y yo uno al lado del otro, y Max sentado mirando hacia todos lados, expectante. Husmeaba olores indiscernibles para nosotros, apuntando el hocico hacia el norte o el sur, como si el viento trajese signos de amenazas inimaginables. Se me ocurrió que aquel perro de la leyenda debía tener la misma y ancestral astucia de percibir los sonidos y los olores lejanos de los enemigos, que cabalgaban entre el polvo levantado por los caballos, con los estandartes verdes de su heráldica y sus espadas en alto. Imaginé un grupo enorme de caballeros armados viniendo hacia nosotros por la playa, mientras las huellas de los caballos sobre la arena húmeda eran borradas por las olas.
     Noté que ella también estaba atenta a lo que hacía Max. El sol bronceaba maravillosamente el cuerpo de Juana, cubierto sólo por una bikini de color verde. Le gustaba  mucho este color, sus vestidos, sus blusas y zapatos siempre tenían un toque aunque sea pequeño de algún tono de verde.
     -Contame más sobre esa leyenda.-Le pedí.
     Comenzó a relatarme que Maximilian era descendiente de la más fina casta de perros criados por la nobleza de aquella época.
     -Por eso vivía con los reyes, y dormía en el mismo cuarto.-Siguió contándome.- La reina estaba embarazada en el período de la batalla en la que el perro salvó la vida del rey. Los protegía mejor que cualquier ejército. Era capaz de percibir el peligro a kilómetros de distancia. Una vez, según dicen, un tornado atravesó la región, y Maximilian estuvo inquieto durante tres días antes que la tormenta llegara. Después nació el príncipe...- Juana se interrumpió.-...El sol te está quemando la espalda...-Me dijo, y se levantó para pasarme bronceador por los hombros.
      No sé qué movimiento hizo, ni cómo reaccionó Max. Sólo escuché el grito bajo la luminosidad exacerbada del mediodía, como una reina amenazada por la herida sangrante de su tobillo izquierdo. La alucinante pesadez del sol no me dejaba despertar del todo, y de pronto vi a Max atacando a Juana, mordiéndole el pie mientras ella gritaba.
     -¡Basta!- Le grité, y obedeció de inmediato.
     -Perro hijo de puta.
     -No es muy grave.-Quise consolarla.
     -¿Pero qué le pasa a ese animal?-Insistía ella saltando con un solo pie para volver a casa. Lo miramos quedarse junto a nuestros bolsos, vigilando como un soldado insobornable.
     -Pensó que me estabas lastimando...
     A la tarde fuimos al médico. Curó la herida y le recetó una vacuna y los antibióticos.
     Esa noche se quejó del dolor varias horas, logrando descansar recién después de tomar unos sedantes. Max la miraba desde la alfombra en que dormía junto a nuestra cama. Sus ojos brillaban en la oscuridad, pero ni una sola vez se acercó para consolarla, como lo había hecho conmigo el día del accidente.

     La herida en el tobillo de Juana fue creciendo. Ella creía que el sol y el agua de mar iban a curarla y no quiso ver más al médico. Tomaba los remedios, pero aún sin dolor, la herida se convirtió en una úlcera creciente.
     Una tarde nos alejamos demasiado de la ciudad. Nos fuimos con el auto hasta cerca del faro San Antonio, rodeados por kilómetros de arena de un lado y el mar frío e impiadoso del otro. Una lluvia aún lejana había comenzado a caer sobre el agua. Un barco pesquero estaba encendiendo sus luces.
     -Ya es tarde, Juana. Volvamos a casa.-Me di cuenta de que dormía. Le toqué la mejilla y noté que estaba afiebrada. De pronto, se despertó y dijo había tenido una pesadilla.
     La fiebre reavivó su pequeña obsesión por aquella historia inglesa. Le gustaba repetir lo que su profesor le había enseñado: que la historia no se repite nunca. Sólo persiste a veces un elemento inatrapable a la comprensión, y que suele sobrevivir en los seres irracionales como un estigma.
     -¿Te acordás de la leyenda del rey y su perro? De repente me acordé de cómo terminaba. Parece que cuando la reina dio a luz, su esposo no estaba en el castillo. Los sirvientes la atendieron lo mejor que pudieron, pero el médico tardó demasiado en llegar. El parto se complicó. Mandaron a un sirviente en busca del rey, pero había viajado muy lejos para volver a tiempo. La reina estaba sola y tuvo a su hijo asistida por su doncella adolescente. Las velas alumbraban al bebé en la cuna al lado de su madre. La doncella se sentía tan feliz que apenas lo cubrió con un delantal verde que llevaba encima, y fue a anunciar la nueva noticia a los demás, dejándolos solos. Pero. en medio de la oscuridad, en un rincón de la habitación, estaba Maximilian.
     Juana se desmayó. Me asusté tanto que la levanté en brazos y la llevé hasta el auto de inmediato. Sin embargo, el auto no arrancaba. Esa mañana me olvidé me había olvidado de llenar el tanque de nafta.
     -Vamos Max, hay que caminar hasta que encontremos ayuda.
     Cargué a Juana, que ya despierta seguía delirando y sudando en fiebre. El cielo estaba completamente nublado y tuve escalofríos. Las pisadas de Max sobre la arena eran lentas y firmes, como si quisiera seguirme pero no deseara apresurarse.
     -¡Dale perro hijo de puta! Vos tuviste la culpa de todo esto.
     Entonces corrió hacia mí, y sin lastimarme, mordió el talón de la zapatilla. Intenté patearlo, pero en cuanto se desprendía, tomaba impulso y volvía a sujetarme sin herirme. No sé cuántos metros caminé en esa situación, pero fueron muy pocos. Tenía la piel ardiente y seca por el sol de aquellos días, la brisa del mar me daba escalofríos y no había traído abrigo.
      Max me quitaba fuerzas a cada paso, me agotaba. El cuerpo de mi novia se me iba resbalando de los brazos. Hasta que vi una camioneta a lo lejos, con la insignia del guardavidas en la puerta. Le hice señas y contestó encendiendo las luces delanteras. Cuando vino a buscarme, Max no se le acercó, limitándose a amenazarlo a la distancia, gruñéndole. Dejé a Juana sobre la parte posterior y me acosté a su lado, mientras el tambaleo del jeep sobre las dunas nos mecía como en una insensible muerte. Max nos seguía detrás.
     -Mató al bebé.-Dijo ella en un fugaz instante de lucidez, despertando su conciencia arraigada en el pasado.
     -¿Quién, la reina hizo eso?- Le pregunté.
     -No, no.- Contestó ella.- El que estaba esperando entre las sombras se abalanzó sobre el niño como si fuese el enemigo, una amenaza para el poderío de su rey, y lo devoró.
     Juana estuvo internada tres días, y murió una madrugada. Su padre había venido a verla, pero no me quedé a esperarlo. Esa misma noche huí con Max a la playa.
     -Vení.-Lo llamé.
      Cuando se acercó le di una patada. Sólo aulló. Volví a patearlo en las costillas, y se quedó quieto. Lo apedreé y me fui corriendo, pero me siguió, parecido un demonio y un ángel protector a la vez. Luego, aproximándose dolorido, comenzó a lamerme los pies desnudos.





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