sábado, 14 de septiembre de 2024

Sustitutos








Cuando los gemelos Benítez se subieron al Valiant de su padre el día que cumplieron diecisiete años, nadie pudo ver cuál de los dos se sentó frente al volante. Se levantaron más temprano. Pero en lugar de ir caminando a la escuela, entraron al garage con mucho sigilo, en la fría oscuridad de las seis y media de esa mañana de invierno. No pasaron a buscarme como todos los días, sino que tomaron el auto, esperaron a que se calentara el motor, y salieron directamente hacia el colegio.

     La escarcha se deshacía lentamente sobre el parabrisas. Estoy seguro de que adentro se congelaban también, aun con sus bufandas tejidas a mano y los abrigos caros que sus viejos les trajeron del extranjero. Fumaban, y el humo se confundía con el vapor de sus alientos cálidos en contacto con el frío insoportable de aquel día. El olor a nafta impregnaba el aire hasta casi ahogarlos en su  agitado estupor, en aquella ansia que debían sentir antes del crimen.
     Entonces vieron a la señorita Inés, la directora de la escuela, que los había hecho repetir dos veces el mismo curso del bachillerato.
     -Se la agarró con nosotros, nos tiene entre ceja y ceja.-Le había dicho Jorge a sus padres una vez. Daniel aseguraba que era una vieja solterona y resentida que no podía controlar ya a nadie en el colegio, y que por eso descargaba su bronca contra ellos. Muchas veces, los padres de los Benítez estuvieron a punto de cambiarlos de escuela, pero los chicos se habían negado. Era una guerra que querían ganar a toda costa.
     Dos años antes la señorita Inés había recibido la más dura balacera de tizas de su vida. Como una condenada a muerte se quedó frente al pizarrón, de espaldas a la clase, pero la habíamos herido, lo sé. Cuando nos cansamos, los gemelos Benítez continuaron sin detenerse hasta que sonó el timbre del recreo. La señorita, alta, de cara flaca y muslos grandes, con el pelo teñido de rojo y dos aritos de perlas, no lloró. Se dio vuelta, mirándonos con una expresión que mezclaba furia y tristeza. Ese rostro me hizo recordar lo que decían los otros maestros, el rumor que casi era una leyenda en el colegio. Se comentaba que, cuando era joven, la había engañado un hombre. El tipo era casado y le estuvo mintiendo durante dos años. Una vez escuché decir a una de las maestras que él vino a buscarla a la escuela algunas veces, durante ese tiempo. “Hacía un ruido horrible con la suela de los zapatos, era imposible no reconocerlo”, contaba ella, como si fuese lo único importante.
    Como yo estaba parado en mi pupitre después del lío que hicimos aquel día en el aula, la señorita Inés me gritó.
     -¡Julián Santos, está amonestado! ¡Usted y los Benítez vayan a Dirección de inmediato!- Su voz se quebró, se hundió en un abismo del que no saldría sino hasta dos horas después, en el despacho de la que entonces era la directora.
     -Señorita Inés-Le dijo ésta.-Son rebeldes, los jóvenes son rebeldes por naturaleza. Perdónelos por esta vez.
     Nosotros pusimos caras de inocentes. Los Benítez, tan iguales, Dios mío, tan exactos como dos gotas de agua, se rieron a escondidas, y vi la impotencia de ambas mujeres por retarlos. “Jorge”, iban a decir, “Daniel”, se corregían; y ante la posible injusticia de castigar a uno por causa del otro, se abstenían.

     A las siete y cuarto la vieron bajar del colectivo. Caminaba con dificultad desde varios meses antes. Las caderas le dolían, se quejaba siempre. Permanecía sentada en su despacho casi todo el tiempo, y los maestros y alumnos iban hasta su escritorio como ante un trono. Porque comenzó a mandar desde allí como una déspota. Ya no iba a las aulas ni al patio de recreos. Una secretaria senil le pasaba los informes de cada ínfimo detalle ocurrido en la escuela, y ella decidía y ordenaba. “¿Qué hicieron hoy los Benítez?”, preguntaba todas las mañanas, y su rostro no parecía calmarse hasta que no los veía correr en el patio.
     Su pelo rojo ahora estaba desteñido y entrecano, y unos lentes gruesos le ocultaban los ojos.
     -Vas a ver lo que le que te va a pasar, vieja de mierda.- Amenazó Daniel en un murmullo.
     -Le llegó la hora.-Dijo Jorge.
     Y uno de ellos aceleró. Me gustaría saber cuál, pero creo que no importa ya. Ambos eran uno, actuaban como uno solo.
     La señorita Inés cruzó la calle. Seguramente vio con la luz del amanecer, con el sol asomándose por la bocacalle y sobre el empedrado húmedo de rocío, aquel auto de luces encendidas y motor quejumbroso. Pero ella no le hizo caso.
     De pronto, tenía la máquina encima. El paragolpes tocaba sus piernas y el  temblor del cuerpo le retumbaba hasta la nuca. Luego debió sentir el olvido al mirar el cielo, que daba vueltas. Los edificios giraban a su alrededor, y su cabeza parecía aplastada contra la chapa del auto blanco y grande. Un olor a sangre y barro inundó la calle.
     Tal vez en ese instante se acordó de los gemelos Benítez. Estoy seguro que a través del parabrisas descubrió sus rostros satisfechos, y aquella sonrisa que los caracterizaba.
     Hasta  los catorce años, Jorge era más pequeño y bajo, tímido en comparación con su hermano. En esa época ambos eran bruscos, violentos. A veces extremadamente vivos y sutiles. Formaban un mundo aparte en la clase, se rodeaban de escasos amigos y hacían destrozos en todos lados. Se peleaban entre ellos, competían discutiendo y agarrándose a trompadas. Sin embargo, luego de repetir aquellos dos cursos, después de las batallas casi cruentas con la señorita Inés, de las que salían con una bronca cada vez mayor y más contenida, un día comenzaron a cambiar.
     Jorge creció, su cuerpo aumentó en robustez, y Daniel se acopló a él disminuyendo su fortaleza y el liderazgo que tenía hasta entonces. Sus diferencias desaparecieron.

     La señorita Inés sobrevivió. La internaron en la misma clínica donde Jorge fue llevado por su pierna fracturada contra el tablero del auto. A Daniel lo condujeron a la comisaría, pero no quiso contestar cuál de ellos estaba manejando.
     -Fue un accidente, oficial, no vamos a acusarnos mutuamente.-Dijeron los dos al ser interrogados por separado.
     Las huellas en el volante eran de ambos, las manchas de barro en el pedal venían de las zapatillas de los dos hermanos. No había rastros de sudor en el volante. Los testigos se contradecían sin poder asegurar si uno u otro había subido al asiento del conductor. No había tampoco sangre en la abolladura del tablero.
     -Por última vez, muchachos, ¿quién manejaba? Si la vieja muere se van derechito al reformatorio de menores.-Los amenazó el comisario acomodándose la gorra y transpirando.-Me van a volver loco ustedes y sus abogados de mierda.
     Así pasaron dos semanas. Jorge estaba internado dos pisos debajo del cuarto de la señorita Inés. Daniel salió bajo fianza y un abogado de su padre lo aconsejaba día y noche. A la tarde iba a visitar a su hermano, que tenía la pierna derecha enyesada.
     Yo iba a verlos regularmente y los encontraba conversando en secreto, con los rostros tan cerca que parecían fundirse uno en el otro. Sus barbas incipientes crecían como un torbellino arrasando toda expresión piadosa. En aquel momento, más que nunca, los gemelos se habían encerrado en un círculo al que nadie podía ingresar.
     -Daniel, acá tenés el analgésico, querido.-Dijo la enfermera entrando al cuarto. Yo la miré confundido, porque primero pensé que se había equivocado. Pero ellos no la corrigieron.
     -¿Qué broma le están haciendo a la mina?-Les pregunté.
     -Ninguna. No digás nada, pero yo soy el que está fracturado, no Jorge.-Me contestó Daniel desde la cama.
     -Entonces el que manejaba...
     -No importa quién, la fractura está aquí.-Contestó, tocándose el yeso.
     Me daban miedo. Porque no era simplemente una tonta o pueril venganza lo que descubrí en su expresión, sino la subrepticia sospecha de que ellos eran un instrumento o un medio para algo más.
     En los días siguientes, fui el único al que decidieron contar sus visitas al cuarto de la señorita Inés.
      Jorge fue el primero en subir a ver a la maestra.
     -¡Daniel Benítez!-Dijo ella, pensando que era Jorge quien estaba en cama.- ¿Me preguntaba cuánto tiempo ibas a tardar en venir a verme?
     -Fue un accidente, señorita, probábamos el auto de papá por primera vez. -Quiso justificarse el chico.
     Ella entonces intentó serenarse.
     -Está bien, ya pasó. Ahora que pienso de la que me salvé...
     Comenzaron a hablar de los chicos de la escuela primaria y los compañeros que ya no estaban.
     -Vos siempre fuiste el líder, Daniel, y ahora veo que al no lastimarte seguís siendo el más fuerte.-Mientras le acariciaba el cabello se puso a pensar, como si recordara haber visto ese rostro en algún otro tiempo o lugar.
     Las visitas se hicieron cada día más tarde. A veces iba a visitarla después de cenar, cuando cambiaba el turno de las enfermeras.
     Una noche la maestra vio entrar al que tenía el yeso.
     -Jorge, por dios, ¿cómo subiste?-Gritó ella .
     -Soy Daniel, señorita.
     -Vamos..., basta de bromas.
     -Soy Daniel, se lo juro. Mi hermano se hizo pasar por mí unos días. Si supiera cuántas veces los engañamos a todos.
     La maestra no podía creerle.
     -Pero no a los médicos, la fractura existe, ¿no es cierto?
     -Sí, es verdad, pero soy Daniel. - Conversaron, repitiendo los mismos recuerdos. La señorita Inés rememoraba con añoranza su entrañable época de maestra joven.

     -Era otra época, querido, y una sola vez me enamoré.-Le dijo al Benítez que entró la noche siguiente.
     -Soy Jorge, señorita, Daniel le estuvo haciendo una broma. Le pagó a un enfermero para que le hiciera un yeso.
     -¡Me están tomando el pelo! ¡Fuera! - Y mandó venir a los médicos, exigiendo ver las radiografías.
     -Es imposible que el chico suba con este yeso.-Le dijeron.-A lo mejor está teniendo pesadillas.
     Daniel juró que no había visto a la maestra desde el accidente, y que nunca la visitó de noche. Las enfermeras de la sala confirmaron que no había dejado la habitación. Los padres decidieron vigilarlos y se turnaban para quedarse en el cuarto. Pero la señorita Inés seguía despertándose angustiada cada mañana, diciendo que los chicos la visitaban.
     En la que iba a ser su última mañana, contó lo que le había preguntado uno de ellos esa noche. Ya no se atrevía a llamarlos por su nombre.
     -¿Se acuerda cómo se llamaba su novio?
     -¿Mi novio? No lo recuerdo, es curioso. Tenía pelo largo y barba suave, era zurdo, de eso sí me acuerdo. Muy alto y delgado. De cara se parecía tanto a ustedes, que cada vez que los veía en la escuela me acordaba de él.- Luego lo acarició, llorando. - El día que descubrí que era casado tuve la idea de ir a buscar el cuchillo de la cocina y matarlo.
     El chico se fue del cuarto, y vino  el otro. El que tenía un yeso y golpeaba firmemente  los peldaños de la escalera. La maestra comenzó a temblar sin saber bien por qué. Los pasos sonaban cada vez más fuertes sobre la escalera de mosaico. La clínica estaba casi a oscuras, y el otro Benítez había apagado la luz del cuarto al salir. Los pasos siguieron resonando y ya estaban en el umbral. Hacían un ruido muy parecido a la suela de los zapatos de alguien que había conocido, pero que estaba muerto desde muchos años antes.
     -¡Estoy segura, Dios santo, estoy segura que no respiraba...! – Dijo en voz alta, y se tapó la boca temiendo que alguien la hubiese escuchado. 
      La puerta se abrió, y contra la luz del pasillo se recortó una figura humana, una sombra solamente, pero que llevaba puesta un yeso en la pierna derecha y una muleta en el mismo lado. “¿Los Benitez?”, se preguntó.
     -¿Quién es, Jorge, Daniel?- Dijo en voz baja, tratando de ver en la oscuridad. Sin embargo, aquella sombra tenía una gran talla.
     La sombra se quedó quieta un instante que a la señorita Inés debió resultarle infinito, porque la duda fácilmente se estaba convirtiendo en miedo.
     -No, no son ellos... pero sí, veo el yeso, y son capaces de cualquier cosa para engañarme.
      Por un segundo se sintió tranquila, aliviada, hasta que lo vio acercarse, arrastrando la pierna. El ruido de los pasos se escuchaba atronador entre las paredes del cuarto, y un reflejo metálico iluminó la cara de la señorita Inés, que entonces vio con claridad el arma filosa y larga en la mano del visitante.
     La maestra gritó con un alarido de insoportable espanto, y su llanto se oyó esta vez en todas partes. La madre de los Benítez se despertó sobresaltada, y al comprobar que su hijo dormía, corrió hasta el pasillo. Los médicos de guardia subieron aprisa. Ella los siguió y se detuvo ante la puerta de la habitación. La vieja gritaba dando saltos convulsivos sobre la cama. Dos hombres la retenían para inyectarle un sedante. A medida que se calmaba, logró contar lo que vio esa noche. De pronto, pareció sufrir un ataque cardíaco. La madre de los Benítez nos contó las cosas que había dicho la señorita Inés antes de morir.
     -Fue un infarto, me parece, porque trajeron un aparato y le hicieron shock eléctrico. Pero fue inútil. La pobre se derrumbó en la cama con cara de pánico. Tenía un brazo sobre el cuello y el otro extendido hacia delante con el puño apretado, como si quisiera protegerse de algo invisible.
     Con la muerte natural de la maestra, los cargos contra los gemelos fueron desechados, pero nunca supimos quién manejó aquel auto blanco.
     Sólo nos quedan las palabras de la señorita Inés gritándole a la sombra en medio de la noche. A esa figura que, según ella, llevaba un yeso y una muleta, y en su mano izquierda un arma muy parecida a una guadaña.




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