martes, 17 de septiembre de 2024

El patio de los perros







Una tarde nos reunimos en la esquina de la casona de madera y ladrillo, ya vieja y arruinada desde antes de que naciéramos. Dos mujeres de apellido Cortez vivían allí. La madre era adivina o vidente, o simplemente bruja como la llamábamos; y la hija, apenas un año mayor que nosotros, era callada y enfermiza, pero tenía sin embargo una belleza extraña. Santiago y yo la seguíamos al salir de la escuela, hasta la puerta donde la vieja la esperaba para preparar el salón de sesiones.

     En ese entonces no teníamos más que once o doce años. Durante el verano, con Santiago y Laura nos sentábamos en la vereda de la farmacia o la panadería, y después íbamos a la casa para observar a los perros. Tenían doce, un número invariable de animales que ladraban a cualquiera que se acercarse al jardín sucio de las dueñas. Durante la noche, sus aullidos se oían en todo el barrio, tan lastimosos y desesperados como si no los hubiesen alimentado en semanas. A la mañana ellas salían cargando platos de comida nauseabunda, y los perros saltaban a su alrededor gruñéndose uno al otro. Al gritarles, hacían silencio y se agachaban contra el piso, miedosos y sumisos sólo ante las voces de las mujeres.
     Pero a la noche siempre volvía a repetirse el rito de los aullidos, y esto se convirtió en un misterio más fascinante aún que la forma peculiar en que la vieja se ganaba la vida.
     -Hagámoslo rápido.- Murmuró Santiago, todavía con el uniforme del colegio, el cabello engominado, y la caja de cartón entre sus manos. Mantenía la tapa cerrada fuertemente con la mano derecha, mientras Laura se sacaba del pelo la hebilla que le habíamos pedido.
     Creo que aquella mañana en la escuela, ninguno de los tres pensó más que en lo que planeábamos hacer esa tarde. No sentimos miedo, conocíamos la total impotencia de la vieja para otra cosa que no fuese insultarnos desde la puerta de la casa. En realidad nunca la molestamos hasta ese día, y si lo hicimos fue porque comenzaron a decirse cosas extrañas sobre ellas. Rumores y fábulas en relación con sus perros. Entonces nosotros, por una curiosidad ingobernable, decidimos vigilar.
     Le dimos el primer turno a Laura, que después iba a sus lecciones de piano. Santiago tomó el segundo, hasta las seis de la tarde, cuando yo lo reemplazaba. Mantuvimos la vigilancia durante varios meses, hasta descubrir que los doce perros nunca eran los mismos. Lo más curioso era que jamás los vimos escapar o morir. Cuando alguno desaparecía, a la mañana siguiente otro había tomado su lugar.
     Las sesiones de la bruja Cortez comenzaban a las dos de la tarde, así que nos escondimos detrás del almacén. La caja temblaba en manos de Santiago, y la cubrimos para ocultarla, como si su contenido pudiese ser visto a través del cartón. Laura fue corriendo hasta cerca de la entrada y los perros ladraron.
     -Les están dando de comer.- Nos dijo al regresar. Desde lejos observamos las fuentes cuyo olor inundaba el barrio hasta la noche, y vimos cómo los animales se abalanzaban  sobre los platos.
     Media hora después, un auto se detuvo enfrente, y bajaron dos ancianas gordas, de cabellos rojizos y cubiertas de collares plateados. Escuchamos ladridos, la voz de la hija haciéndoles callar, y luego el saludo estridente con que la adivina daba la bienvenida a sus clientas. La vieja se veía mayor a su edad. La pintura exagerada en el rostro, el pelo teñido y el  marco de triste decrepitud de la casa le daban ese aspecto. Ella levantó su mano en un gesto de gran solemnidad y las invitó a entrar.
     Después caminamos hacia allí. Los ladridos recomenzaron, mientras corríamos por el sendero que llevaba al jardín posterior y al galpón. Era una especie de entrada para autos, separada del resto de la casa por una pared muy baja. Los perros nunca la saltaron, ni tampoco la cerca que los separaba de la vereda. Nos hizo pensar muchas veces que no querían irse; tal vez deseaban morir protegidos por la sombra extensa del edificio, entre el olor a incienso que salía por las ventanas. Eran animales comunes, mestizos, casi una raza de perros bastardos.
     Me ladraron a diez centímetros de distancia a lo largo de todo el muro, mostrándome sus dientes amenazadores pero sin atreverse a saltar. En las semanas previas habíamos descubierto que las hembras embarazadas desaparecían antes de dar a luz, y fue esto lo que decidió a Laura, finalmente, a acompañarnos. Santiago y yo, en cambio, lo hicimos por curiosidad, y quizá también por un débil sentido de justicia hacia esos animales.
     Llegamos a la puerta trasera. Estaba cerrada, así que Laura tomó su hebilla, abrió la cerradura y se fue corriendo hacia la calle. Ahora sólo un panel mosquitero nos separaba de la cocina. Yo fui primero, y si quise hacerlo fue porque sentí que le estaba ganando algo a aquellas mujeres, esa lucha inconsciente que librábamos contra su deliberado hermetismo.
     -¡Dale, dame la caja!.- Le grité a Santiago.
     Abrí la puerta de alambre y arrojé la caja. Despedido como una bala, el gato blanco se desprendió del cartón y fue directamente hacia la sala de visitas. Escuché interrumpirse las frases extrañas que la vieja pronunciaba sobre la bola de cristal, y a través de la cocina vi levantarse su silueta enfurecida.
     -¡Listo Eduardo, corré!- Gritaba mi amigo, y luego vi su sombra abriendo la cerca.
    Los perros habían sido liberados, y persiguieron al gato hasta la sala, donde las mujeres saltaron de las sillas gritando como locas. Los animales daban vueltas por toda la habitación, destruyendo los platos de porcelana, y de pronto la bola de cristal cayó de la mesa. Al estallar, sus incontables fragmentos parecían fuegos artificiales. Entonces, la vieja se derrumbó inconsciente sobre el piso de la sala.
     Huí  un segundo más tarde, riendo y llorando a la vez, con la imagen de su rostro contra el suelo y el cráneo ensangrentado. El gato huyó, creo. Pero los perros se quedaron. No se atrevieron a salir más allá de los límites de la casa. Permanecieron encerrados en ese espacio libre del patio, fatídicamente sumisos.

     -¿Cómo está ella?.- Preguntamos algunos días después, intentando parecer simples curiosos, para que la culpa no nos delatara. Así supimos que le había estallado una arteria en la cabeza luego del golpe, y medio cuerpo estaba paralizado. La hija se ocupó de la casa desde ese día.
     Con mis amigos no me reuní en mucho tiempo. Sin embargo tuve que pasar por la vereda de la casona cada mañana para ir a la escuela, y empecé a notar que la chica alimentaba a los perros con menos frecuencia. Ellos golpeaban la puerta, aullando sin recibir respuesta. Presencié la muerte de cada uno a lo largo de varias semanas. Vi cómo, caídos con las patas vencidas, morían serenamente, casi sintiéndose culpables. Una tarde un camión municipal vino a recoger los cuerpos.
     -¿Quién llamó?.- Quiso saber el tipo que parecía un inspector.
     -Fui yo.- Dijo una de las vecinas reunidas en la vereda, con el gesto desafiante y un dedo moviéndose acusador frente a la cara del hombre.- Y si me permite que lo diga, acá todos sabemos que la bruja los coimeaba para que le consiguieran animales.
     -No puede probarlo, señora, no puede... - Se defendía el hombre, alejándose con una expresión indignada.
     Se llevaron a todos los perros, excepto al que permanecía vivo y escondido detrás de unos tablones. No les dije nada y esperé a que se fueran. Era el último, el más pequeño de todos. Rasgó la puerta de madera, y la chica se puso a mirarlo desde la ventana. Dando un grito lo ahuyentó, y el animal corrió hacia el patio de atrás. Decidí buscarlo, y por eso me oculté hasta que ella cerró las cortinas.
     Un rato después caminé agachado junto al muro, hasta un poco más allá adonde llegué la vez anterior. Mis zapatillas resbalaban en el barro, y sentí un crujido bajo los pies. Al perder el equilibrio caí sobre un montón de huesos frágiles y húmedos, amontonados contra la pared, ocultos por la sombra de la casa. Eran huesos cortos y  pequeños, como los esqueletos de los perros. Tuve náuseas y me alejé hacia el galpón del fondo, del que me llegaba el calor de las llamas de la caldera. Asomándome por la puerta, vi una silla de madera y paja, y más huesos repartidos por el suelo a su alrededor.
     -¡Fuera, fuera!- Escuché que alguien me decía con tono de desprecio.
     La vieja, a la que no vi antes por la oscuridad, me gritaba  histérica. Con una mano atizaba el fuego, y con la otra, muerta para siempre a un costado del cuerpo, se esforzaba inútilmente por agarrar algún trozo de carne y masticarlo. Pero ya no podía.
      Salí corriendo a la calle, y el perro sobreviviente huyó conmigo.





Ilustración: Chris Killip


No hay comentarios:

La soledad (Alberto Moravia)

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo o...