La gente se movía como un cuerpo místico a lo largo de la ruta, hacia la plaza principal frente a la catedral, bajo el reflejo incandescente del sol que atravesaba las nubes de tormenta. Un reflejo tan intenso, que enceguecía y agotaba la vista de los peregrinos.
La mayoría eran jóvenes, cansados pero aún firmes en los pasos finales de su caminata. Los viejos iban lentamente, arrastrando sus bastones sobre el asfalto. Algunos autos intentaban adelantarse tocando bocina con insistencia, como si eso fuese a acelerar el paso de los caminantes.
-Un paso que ni el mismo Dios podría apurar-comentó Mariela.
Casi nos daba vergüenza no ser parte de aquellos hombres piadosos, por eso seguí conduciendo por la banquina, despacio para no levantar polvo sobre ellos. Todos parecían inquietos. Habíamos visto varias veces, a lo largo del camino, que los peregrinos se acercaban a los coches y gritaban a los automovilistas una serie de insultos propios de poseídos.
Los comentarios de la radio también mencionaban esos hechos, pero los adjudicaban a la suma del cansancio y el malestar social de los meses previos. El mismo descontento que había provocado aquella manifestación, más grande que cualquiera de los últimos años.
-No creo que sea eso-dijo mi cuñado Ariel desde el asiento trasero, entre mis dos hijos.- La gente está fanatizada por una ira no tanto social como religiosa.
-¿Se dieron cuenta de cómo nos miran?- les hice notar, y cerré las ventanillas. Algunos hombres llevaban piedras en las manos.
-Tengo miedo- Mariela me tomó del brazo con fuerza, luego puso el inhalador para mi asma en el bolsillo de mi camisa.
-Nos odian porque tenemos auto…- dijo uno de mis chicos.
-No, Agustín-lo interrumpió Ariel.- Me parece que nos odian porque no hacemos lo que ellos hacen.
Estábamos muy lejos aún de la catedral, pero ya se veía la aguja de la torre mayor, que se elevaba hacia el cielo como una flecha destinada a Dios. Los hombres y mujeres de la gran caravana no se apartaban del camino, dirigiendo miradas recelosas a los autos. Parecían ser los dueños de la ruta.
-Son los dueños de la idea de Dios- comenté.
-Pero es sólo el concepto lo que amamos- contestó mi cuñado.- La idea, nada más.
Los periodistas lograban abrirse paso entre los caminantes a fuerza de empujones con los equipos y las cámaras. Hacían de vez en cuando una entrevista breve, que escuchábamos por la radio en directo, pero el tono de las voces y los comentarios de los peregrinos había cambiado durante el día. A la mañana los comentarios eran largos y serenos, llenos de un optimismo idealista, pero el sol brillaba entonces, y la sombra de Dios parecía proteger a la multitud. La caravana había recorrido las calles y los pueblos vecinos hasta llegar al campo, caminando luego por la orilla del río hasta la ruta provincial. Pero en la tarde se produjeron los primeros incidentes. Gritos casi histéricos de las mujeres hacia los periodistas, a los que acusaban de escépticos y propagadores del ateísmo.
-¡Heresiarcas!- gritaban.
La gente se llevaba agua y alimentos de los puestos de comida sin pagar. Si alguien se atrevía a detenerlos o siquiera decirles algo, regresaban en grupos y lo golpeaban. Hubo autos atacados con piedras arrojadas desde los pastizales. Los heridos habían sido recogidos por las ambulancias, pero éstas también fueron violentadas.
-¡Nada de Cruz Roja!- proclamaban los fanáticos.- ¡La cruz de Cristo es la única verdadera!
-¡Los heridos en la cruzada de Dios son sagrados, deben morir para llegar a Él!-gritaban otros.
Al principio no sabíamos si creer en lo que decían las noticias. Estábamos acostumbrados a que exageraran los ya habituales signos de violencia que habían comenzado cinco años antes. Mientras avanzábamos entre miradas resentidas de hombres y mujeres que venían de nuestra misma ciudad, vimos un grupo, cincuenta metros adelante, que atacaba a varios periodistas. Las cámaras de televisión se estrellaron en el asfalto, los reporteros cayeron al suelo bajo los palos y las patadas. Cuando la gente se fue dispersando, vimos los cuerpos sobre la línea amarilla de la carretera, inmóviles y con manchas de sangre.
Ya no pude seguir manejando y detuve el auto. La radio hizo una estridente intermitencia y la transmisión cesó. Mariela quiso sintonizarla de nuevo, pero vi sus torpes intentos por controlar sus dedos al ver que unos hombres se apoyaban sobre el baúl del coche. Me hicieron gestos obscenos cuando me di vuelta, y luego continuaron su camino.
-¿Todavía querés ir a misa?-preguntó Ariel a su hermana. Intentaba calmar a los chicos con su tono de broma, pero noté el miedo en sus ojos.
Mariela se veía asustada, aunque no iba a demostrarlo delante de los niños. Los miró, tratando de sonreír, y dijo que estos eran hechos inevitables en las grandes muchedumbres.
-Los hombres se vuelven animales en la multitud.
-¡Ahí está el asunto!- la interrumpí.- Esta gente perdió, en algún momento, el razonamiento lógico que le da a la conducta humana la idea de la individualidad.
-San Agustín dijo eso- intervino Ariel.- Él creía que la doctrina judeocristiana aportó el individualismo, la salvación de cada alma como si fuese la única y más importante. Pero esto trajo una contradicción: los hombres, cuando creen en un solo Dios, unifican también sus mentes.
Dábamos miradas de soslayo hacia los que nos observaban desde afuera. Los niños tenían las narices pegadas a las ventanillas.
-Y sabemos que muchas mentes juntas anulan el pensamiento moral de cada una.
-Pero el individuo del que hablo...-me defendí-...es el que después del primer impulso unificador, se plantea las falencias, los errores. “La razón nos salva”, creo que dijo Kant, y él admiraba a San Agustín, ¿no es cierto?
Agustín, mi hijo menor, nos miraba con atención. Giraba la vista a la gente por momentos, preguntándose quizá la razón de tan extraños sucesos. Si allí estaba la catedral, pensaría, por qué tanto retraso para llegar, cuál era la causa de detenerse en el camino a pelear con los peregrinos.
De pronto, comenzaron a atacarnos con piedras, que resonaron como truenos sobre la chapa del auto. Nos agachamos contra los asientos lo más que pudimos, cubrimos a los niños, que se habían puesto a llorar a gritos. Pero los vidrios estallaron sobre nuestras espaldas.
Brazos y manos penetraban el auto. Intenté apartarlos, herirlos con la navaja que guardaba en la guantera. Pero las manos no dejaban de entrar, cada vez más numerosas, y empezaron a acariciar con brutalidad la espalda de Mariela. Luego, se dedicaron a golpearnos a Ariel y a mí.
Después abrieron la puerta.
Primero trataron de levantar a mi hijo mayor, pero desistieron. No porque yo hubiese podido detenerlos, ya otros me tenían sujeto de los brazos, sino porque al mirarlo supieron, por alguna causa aún desconocida para mí, que no era él a quien buscaban.
Entonces agarraron a Agustín, que tenía el rostro lleno de pánico y lloraba con toda su fuerza. Se lo llevaron arrastrando. Y antes de que pudiese reaccionar, recordé, como en un sueño, lo que me había parecido raro mientras hablábamos detenidos en la banquina, alumbrados por la luz escasa de las siete de la tarde escabulléndose detrás de la catedral. Recién ahora me daba cuenta de cómo la gente nos había estado observando demasiado atentamente desde que habíamos entrado a la ruta, pero entonces no me llamaron la atención porque hacían lo mismo con los otros autos. Como si buscasen algo. La víctima apropiada, tal vez. El niño cuya sangre virgen era garantía de inocencia.
Aún a través de los vidrios sucios de un auto lleno del polvo en una carretera provincial, los peregrinos habían descubierto la pureza en los ojos de Agustín, la invaluable ingenuidad necesaria para honrar a los dioses.
El pequeño cuerpo de mi hijo fue alzado como un trofeo entre manos viscosas y nerviosas, mientras el resto los seguía, extendiendo los brazos y gritando hacia la presa atesorada.
Mi mujer lloraba. Ariel se quedó a consolarla, y yo salí corriendo hacia el grupo que escapaba hacia la plaza. Decenas de personas detrás me interrumpieron el paso, mirándome con odio aunque sin tocarme. Había perdido de vista a mi hijo, pero el llanto de Agustín seguía resonando en mis oídos a pesar del bullicio. Lo escuchaba lejano, triste, sin poder alcanzarlo. Lo único que se me ocurrió, desesperado, fue continuar por el mismo camino que conducía a la plaza, donde el altar estaba preparado para la misa.
Hacía calor. El cielo de tormenta había arrastrado ráfagas que traían más escalofrío que frescor. Un viento sofocante levantaba el polvo de la ruta de tanto en tanto y nos enceguecía. Me quité la camisa y los anteojos, los tiré al suelo. Escuché el crujir de los lentes bajo los pies de los hombres que me seguían, como un ejército de máquinas antiguas.
Me arremangué los pantalones, me pesaban; los zapatos habían empezado a lastimarme; mi espalda sudaba, como si estuviese cargando rocas. Los otros me miraban, me decían algo que no lograba entender. Tenían también las espaldas encorvadas y arrastraban los pies. Sus torsos estaban desnudos, y una línea ancha les cruzaba la espalda como la marca de un madero.
Las nubes comenzaron a formar cúmulos indefinidos, a veces monstruosos, sobre la torre de la catedral. El sol se veía intensamente rojo, como sangre coagulada que hubiese sido vertida sobre el fondo del cielo crepuscular.
Los que estaban delante se fueron deteniendo a medida que llegaban a la plaza. Los periodistas habían desaparecido. Los helicópteros de la policía sobrevolaban la zona. De pronto, se escucharon varios tiros. Alguien había disparado hacia uno de ellos, y salía humo negro del motor. El aparato empezó a girar como un trompo, hasta caer en el campo junto a la ruta en medio de llamaradas y explosiones.
Pero el altoparlante anunció, con voz calma, el comienzo de la misa.
-Hermanos, en quince minutos se iniciará la ceremonia.
No había vestigios de policías, quizá vendrían luego, pensé, con tanques y pelotones armados. Tal vez esperaban vernos a todos juntos y fusilarnos frente al altar. Nunca llegaría a saberlo.
Sólo me daba cuenta con pavorosa certeza, que la multitud tenía ahora el poder absoluto. Eran los dueños del mundo, por lo menos de aquel instante del mundo, hasta el punto de tener a Dios en sus puños para mostrarlo a quien no quisiera creerles.
Me abrí paso lentamente, empezaba a serme difícil respirar, pero había perdido el inhalador en el camino. Sentía llevar en la carne el cansancio de muchos años. El sudor y los olores de la gente me daban náuseas. Los hombres parecían bestias paradas en sus patas traseras contemplando el altar.
¿Dónde está el obispo?, pensé, porque era uno diferente al que conocíamos el que surgió desde el presbiterio. Me pregunté si el otro estaría amordazado, muerto quizá.
Entonces noté la blancura del mantel sobre el altar, que resaltaba únicamente por la presencia del cuerpo del niño para el sacrificio.
Agustín estaba desnudo, abierto de brazos y piernas sobre la tela virgen, el primoroso encaje que las tejedoras de algún convento habían confeccionado como ofrenda para Dios. El reflejo del puñal refulgió y recorrió como una luz, un parpadeo brillante, la muchedumbre en la plaza.
El puñal iluminó el rostro de mi hijo, balanceándose sobre su cuerpo. Los ojos de Agustín lloraban, pero se mantenían abiertos mirando la mano que descendía hacia él como si viniese del cielo.
-¡No!- grité.
Corrí, golpeando a los hombres que intentaron detenerme. Esquivé las piedras que me arrojaron. Pero por sobre todo, intenté vencer la distancia interminable que me separaba del altar.
Porque el aire era mi enemigo ahora. No los fanáticos, ni las rígidas piedras de la catedral con su impiadosa imagen de inmortalidad. Sino el aire que Dios hacía, y que sin embargo no alcanzaba para que un hombre pudiese salvar a su hijo.
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