Al salir de la clínica, sólo sabía que el vértigo de mi vida se había terminado. Subí al auto y aceleré hasta encontrar el primer objeto que se interpuso en mi camino. No sé cómo me rescataron; sí recuerdo, antes de verme en cama, haber tenido un sueño que se repitió más adelante. Era sobre alguien huyendo de una habitación hasta llegar a la puerta de un sanatorio y enfrentarse a la calle. Luego, abrí los ojos, y el cuarto estaba oscuro. Al tocarme, sentí las suturas en la frente y la vía del suero en el brazo.
En la mañana, no quise mirar a mi mujer. Ella sabía lo que había intentado hacer, por eso se acercó a mi oído mientras aún estaba la enfermera en la habitación, y me insultó como nunca antes lo había hecho. Fue suficiente para darme cuenta de que ella también habría intentado matarse; no por nada era la esposa de un hombre que una vez al año dejaba a su familia y su empleo en el banco para ir de cacería. Entonces pude mirarla ya sin vergüenza, y noté en su cara las secuelas de todos aquellos días pasados en la clínica cuidando a Martín.
Mi hijo había estado en una cama dos pisos más arriba. Allí pasamos casi tres meses, turnándonos por las noches. Gabriela había perdido peso, y su cabello estaba despeinado la mayor parte del tiempo. Algunas veces la encontraba recostada junto a Martín, tan dormida que nuestro propio hijo pedía silencio a los que entraban. Pero los médicos ya no pudieron hacer nada. Y era esa misma palabra la que pronuncié tantas veces frente al cadáver de una presa junto al río, al empujarla con el cañón del rifle para asegurarme de su muerte. Yo sabía que nada, en todo aquel delta desbordante de vida, la haría revivir.
Gabriela no quiso ir al funeral. Le rogué que tampoco permaneciera conmigo en la habitación. Durante toda la mañana sentí una quemazón intensa en las piernas. Escuché la voz del médico desde el pasillo, indicando algo para mantenerme sedado. En la tarde, Gabriela no quiso decirme dónde había estado.
-Caminando por ahí- me contestó.
Pero noté una renovada actitud protectora en su voz, y desde entonces descubrí cambios en ella. Almorzaba en el comedor del sanatorio, cuando antes no lo hacía por no dejar solo a Martín. En otra ocasión llegó con un peinado nuevo, y más arreglada que de costumbre. Era evidente que se sentía tranquila porque yo estaba mejorando. Juan, en cambio, había sufrido siempre a pesar de haberle rogado una y mil veces, sentados junto a su cama, que no se diera por vencido, que luchara como si tuviese un rifle entre sus manos.
Ella ahora sonreía al hablarme, y pasaba mucho tiempo conversando con los otros enfermos. A la tarde se iba sola a algún sitio del que no se animaba a contarme. Cuando finalmente lo hizo, la enfermera que estaba en el cuarto se dio vuelta para mirarla, después se fue rápido, como si hubiese oído algo que no debía.
-No entiendo-le dije a mi mujer.
-Lo veo todas las tardes en el parque.
A pesar de mi incredulidad y mi pena, pensé también que se veía tan hermosa como quince años antes. Llevaba el pelo atado y unos aros de perlas. No se había maquillado, pero así me agradaba.
-No sé qué decir...
-No digas nada, Luis.- Se levantó para taparme los labios.- Yo te voy a contar lo que Martín me diga. Te manda un beso.
Durante los días siguientes, me desperté asustado por el mismo sueño que había tenido la primera noche. Alguien corriendo por los pasillos de un lugar diferente a éste, que se detenía en la puerta y se quedaba parado frente a la calle, decidiendo hacia dónde continuar. Entonces reconocí la cara de un niño, pero no era el rostro de Martín.
Gabriela no dejó de hablarme de nuestro hijo ni una sola tarde. Me contaba que él no podía entrar a verme, aunque no mencionaba el motivo. Le pregunté sobre su aspecto, y me decía que yo iba a verlo muy pronto. Sólo describió su cara algo demacrada. Yo no sabía qué hacer, pero finalmente no me atreví a destruir aquello a lo que mi mujer se había aferrado.
Dos días después, noté que una de las enfermeras miraba por la ventana con mucha curiosidad.
-¿Qué pasa?- le pregunté.
Ella dudó antes de contestar.
-No quiero meterme en asuntos de familia, pero me parece que debe saber que su esposa, pobre, se pasea por el jardín con un niño que encontró en la calle. Todos lo comentan y le tienen lástima.
Se calló, avergonzada, y se fue. Esa semana no tuve deseos de comer y perdí más peso que a causa del choque. Un día los médicos entraron a quitarme los puntos de las suturas. Me sentí como acostado en la hojarasca del delta, mirando el cielo entre los árboles, mientras las bestias me arrancaban la piel con sus dientes de metal. Si hubiese tenido un rifle en ese momento, me habría levantado para defenderme.
Mi mujer estuvo tan extrañamente despreocupada en los últimos días que pasé en la clínica, que no encontré el valor para exponerle de frente su locura. Ella nunca había intentado convencerme tampoco. Relataba sus reuniones con Martín de una manera sencilla, como si nada peculiar hubiese en esos encuentros, como si no hubiese existido el pasado ni sus hechos.
Una tarde me dijo que él le había contado sobre nuestros campamentos antes de enfermar. Ella se quedaba en casa, no le gustaban el campo ni las armas, así que no era posible que supiera describirme con tanta precisión lo que habíamos cazado y de qué manera lo habíamos hecho.
-Martín extraña tus excursiones, Luis, la estrategia que le enseñaste para agarrar desprevenida a las presas. Es por eso que decidió pelear.-Luego sus ojos se fijaron en la luz de la ventana.
Esa noche entré en mi sueño sin resistencia. Volví a ver al niño, por las calles que ahora reconocí: eran las que llevaban a esta clínica. Él tenía la expresión de alivio de quien descubre un camino familiar después de haberse extraviado.
Me dieron el alta en la tercera semana. Un enfermero me llevó en silla de ruedas hasta la puerta, donde mi mujer me esperaba en un taxi. Había ido a comprar ropa nueva para Martín, me contó. Cuando llegamos a casa, un niño salió a saludarme. Se abrazó a mis piernas, y levanté su mentón para verle la cara. Tenía una cicatriz reciente en la frente y otra bajo el labio inferior.
No era mi hijo. Creo que en ese momento sentí que mi cordura regresaba a su sitio, y que mi escepticismo no era infundado. Pero me sentía débil, y dejé que la rutina tomara el orden de la casa hasta que pudiese recuperar mis fuerzas. El chico tenía doce años, uno menos que Martín, y sabía todo sobre nosotros. Me trataba de manera afectuosa a pesar de mostrarme indiferente. La gente que nos veía juntos nada preguntaba; Gabriela les había dicho que lo habíamos adoptado.
-No entenderían la verdad- dijo. De todos modos, nunca tuvimos amigos en el barrio.
Cada día que pasaba, el niño me describía un pequeño detalle sobre la vida con Martín, cosas que nadie podría haberle contado, ni siquiera mi mujer, porque nos habían ocurrido en los campamentos.
Una mañana me levanté para hacer mis ejercicios, el niño estaba en la escuela y Gabriela en el mercado. Recorrí la casa observando las cosas que desde hacía varios meses había descuidado. Encontré el rifle de Martín apoyado en una esquina de su habitación, en la misma posición en la que él lo había dejado antes de ingresar al hospital. Lo tomé entre mis manos. El fresco del delta y el zumbido de los insectos volvieron, como si me encontrara en esos parajes. Pensé en Martín a mi lado, mirándome, ávido por recibir el rifle.
Recordé la tarde que le enseñé a disparar. Ya sabía cómo manejar el seguro y el percutor con una facilidad que no me sorprendió conociendo su inteligencia, pero él me siguió mirando durante un rato, como si esperase algo más que la técnica. Entonces le hablé de lo único que yo había aprendido en todos esos años además de afinar la puntería.
-El miedo es debilidad-le dije.-Es el sentimiento que debemos hacer brotar en el otro.
Recorriendo el cuarto, encontré un cuaderno escolar estaba olvidado sobre el escritorio. En la primera página había un nombre tachado y corregido. Un nombre ahora ilegible, pero a un costado decía: Martín. Entonces recordé lo que Gabriela me había dicho sobre una pelea, e imaginé a mi hijo luchando con otro niño por escribir su nombre.
Dos intentando controlar la mano que escribía.
Me sentí confundido y decidí arreglar los papeles de mi trabajo para distraerme. Pensé en mi oficina, en la rutina abandonada por tanto tiempo. Entre diarios viejos encontré el ejemplar del mismo día de la muerte de Martín. Gabriela lo había guardado.
Un tren había atropellado un micro escolar en un paso a nivel. Cuando no esperaban hallar sobrevivientes, encontraron a un niño al que hicieron maniobras de reanimación. Dos minutos más tarde se había despertado, y lo llevaron al hospital del otro lado de la ciudad. Pero luego el chico se había levantado y huido entre la confusión de padres, policías y periodistas en los pasillos.
Tal vez fue entonces cuando comenzó a correr hacia mí. Leí la hora del accidente. Era la misma en que mi hijo había iniciado su agonía.
Me quedé pensando toda la tarde, con el diario en la mano y la vista fija en el cuaderno con su nombre.
Antes del anochecer, se abrió la puerta de calle y los escuché entrar. Mi mujer se fue a la cocina y él entró a la habitación.
Creo que al verme no necesitó preguntarme nada. Se me acercó. No puedo decir que lo escuché con mis oídos, sino que las palabras sonaron directamente en mi cerebro. Me pidió que no me extrañase si se veía diferente, su cuerpo ya era inútil después de la enfermedad, y le había costado acostumbrarse a uno nuevo.
Era la voz de Martín, la misma tibia entonación perdida el día de su muerte. Tenía otros ojos y otra piel, y un año más para vivir de nuevo, pero su voz, ahora me daba cuenta, seguía intacta.
-Entonces encontré a ese niño- me dijo.-Su cuerpo estaba entero y me servía. Y olí su miedo, papá. Éramos dos, pero yo tenía que vivir.
Ilustración: Bartolomé Murillo
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